Una
llamada telefónica. Después, otra. Y otra más. Gente pidiendo ayuda a un
desconocido que trata de tranquilizarlos, localizarlos y decidir quién debe ir
allí a echar una mano. Y aún así, a pesar de que llaman para que les ayuden, no
suelen colaborar. Es de locos. Los nervios se deshacen porque mañana mismo hay
un juicio en el que se decidirá el futuro del operador. Al otro lado de la
línea, sólo son voces. A pesar de que se les escucha, sólo se tiene un diez por
ciento de la información.
El resto está
ocurriendo allí, en la realidad, al otro lado del aparato, en algún lugar del
país. Y lo que parece, resulta no ser. Al igual que la versión que se pretende
vender de lo que tan sólo fue un error motivado, tal vez, por demasiadas horas
de guardia, demasiada destrucción en una vida que quiere dedicarse a construir,
demasiados sentimientos arrasados y entregados a interminables días de trabajo
agotador. No, no es sólo coger el teléfono. También, de alguna manera, se trata
de una redención.
Y alrededor, ese
policía que atiende las llamadas, siente que sólo hay agresión o animadversión
contra él. Al fin y al cabo, no ha dejado de repetir que aquello no es un
verdadero trabajo policial cuando lo es y muy importante. Ahora tiene la
oportunidad de comprobarlo con una llamada angustiada y extraña, en la que la
víctima apenas puede hablar, no hay pistas, no hay nada sólido a lo que
agarrarse. Todo apunta en una dirección y, precisamente, esa es la dirección
prohibida. Maldita sea, quizá haya que salvar una vida para borrar el error
cometido en acto de servicio. Ya no quedan más excusas y el tiempo se acaba
detrás de una persiana y de una irritante luz roja. Servicio de emergencias,
dígame.
No deja de ser
interesante visitar el mundo de aquellos que atienden las llamadas de urgencia
en la policía y comprobar cómo trabajan. Sin embargo, The guilty no parece más que un cortometraje alargado en exceso,
con algunos puntos que no acaban de encajar bien dentro de esa angustia que
experimenta un policía que ansía hacer las cosas de forma correcta y se hunde
cada vez más en el hoyo de sus propios errores. La realización es buena, la
tensión es absorbente, pero, al final, queda un poso de levedad que se ajusta a
una obra de teatro de corta duración y final menos ambiguo de lo que se
pretende dar a entender. No es fácil jugar con miradas, sentimientos, sentidos,
sudores, burocracia telefónica y ansiedad en un entorno que intenta agobiar por
su estatismo. Y podría ser apasionante si algunos elementos estuvieran más
trabajados y la realidad se colara entre llamada y llamada. El culpable no
siempre es sencillo de identificar y, en esta ocasión, va a entregarse porque
sabe que su entorno ha influido en su toma de decisiones.
Así que descuelguen y
traten de parecer calmados. El día cae y la noche está llena de trampas que
tratan de descolocar a la razón por la fuerza. La próxima llamada puede ser decisiva.
Y traten de ahondar en la verdad porque estamos más comunicados que nunca, pero
nos sumimos en la mentira para enturbiar lo que transmitimos. Así es como nadie
parecerá culpable aunque, en el fondo, lo es.