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¿Una película de submarinos? ¿Es que te has vuelto loco?
Esa es la reacción de
mis amigos cuando, con apenas quince años les propuse ir a ver al desaparecido
cine Valle-Inclán, al lado mismo de la Torre de Madrid, El submarino, de Wolfgang Petersen. En mi propuesta anidaba una
sesión de tarde de Televisión Española en la que pude ver una estupenda
película que también se ambientaba bajo el agua con el título de U-47 Comandante Prien, dirigida a
finales de los cincuenta por Harald Reinl y que causó un buen impacto en mi
infantil sensibilidad porque se atrevía a poner en juego a unos cuantos héroes
de la marina alemana en plena Segunda Guerra Mundial que cuestionaban todo lo
que hacían y que luchaban por la supervivencia en el Atlántico Norte. El caso
es que, como siempre ha sido habitual en mí, prescindiendo de la presión
grupal, me cogí el Metro hasta Plaza de España y me adentré en las oscuridades
del océano con esta tripulación que hacía que el olor a sudor y a grasa rancia
se entremezclara con el mismo miedo mientras trataban de cruzar Gibraltar
subrepticiamente escapando de los avezados ojos ingleses. Cuando salí, noté que
llevaba tatuado el agobio bajo la piel, como si la tensión me hubiera mellado,
produciendo una serie de sensaciones que aún permanecen en mi memoria.
Expectantes, atenazadas, sumergidas en el pánico y ahogadas en el proceloso mar
de la sala de un cine.
A partir de ahí, ya no
pude perder la pista a Wolfgang Petersen. Me parecía un realizador de esos que
agarraba la historia con las dos manos y la mantenía bajo un control férreo.
Con el tiempo, por supuesto, había
investigado lo que había hecho antes y sólo había encontrado un largometraje
teutón con el título de La consecuencia,
que también planteaba una serie de interrogantes de interés mientras Petersen
buscaba su propio estilo. Después de El
submarino, ya pude convencer a uno de mis amigos para que fuéramos hasta el
cine Paz para ver Enemigo mío, esa
historia de enfrentamiento y alianza entre dos enemigos irreconciliables que
luchan también por la supervivencia con el rostro de Dennis Quaid y la máscara
de Louis Gosset Jr. y que, en realidad, no era más que una puesta al día
espacial del clásico de John Boorman Infierno
en el Pacífico, con Lee Marvin y Toshiro Mifune necesitándose y odiándose
en una isla en medio de ninguna parte.
Más tarde, ya un poco
más mayor, fui hasta el Palacio de la Música para asistir a La noche de los cristales rotos, con Tom
Berenger, Greta Scacchi y Bob Hoskins retorciendo la tuerca hasta el máximo en
una historia de misterio que me hizo pensar que Petersen era un director para
tener en cuenta incluso cuando nadie parecía reparar en él. Recuerdo que la
película duró apenas dos semanas y que permaneció en el purgatorio de los
video-clubs durante mucho tiempo sin que nadie se acordara de ella. Y no lo
merecía.
La confirmación a mi
teoría de simple aficionado un poco desquiciado por el cine se confirmó cuando
fui al cine Vergara y estuve corriendo al lado de Clint Eastwood tratando de
proteger el coche presidencial en la excepcional En la línea de fuego, completada con René Russo y con un excelso
John Malkovich. Ahí pude ver con nitidez toda la depuración a la que había
llegado en el manejo de la tensión y en ese juego de gato y ratón que entablan
el guardaespaldas y el asesino. Y los susurros telefónicos de Malkovich se me
quedaron grabados justo en el mismo lugar donde tenía tatuado ese agobio bajo
la piel que Petersen me grabó a conciencia.
Aún me dejó
impresionado con Estallido, una
película que, al fin y al cabo, casi ha acabado siendo premonitoria. Me quedé
sorprendido de que Petersen eligiera como héroe de una película que,
fundamentalmente, se decantaba por la acción a Dustin Hoffman, pero, con un
acierto espectacular, lo rodeó de figuras de primer orden como Morgan Freeman,
Donald Sutherland, Kevin Spacey o René Russo y fue apasionante, no sólo seguir
las aventuras, sino saber algo más de las consecuencias de un virus sin
control. Bien es cierto que resulta algo increíble esa escena en la que dos
oficiales de distinto rango dan órdenes contradictorias a un piloto dispuesto a
soltar una bomba sobre la población civil, pero el director alemán tenía un
especial olfato para que eso, en ese instante, no importara demasiado.
Hay muchos seguidores
de una película como Air Force One,
pero, sin embargo, nunca me pareció una película que estuviera a la altura del
talento de Petersen. Fue como si el director renegara por completo de su
formación europea y se adecuara a los gustos americanos poniendo a su
presidente de héroe improbable en una aventura sin demasiado sentido, todo ello
acrecentado por la excesiva caracterización que Gary Oldman imprimió al villano
mientras que Harrison Ford representaba todo lo bueno y ejemplar del ideal
norteamericano. Cuando fui al cine, ya parecía que el agobio no tenía tanta
cabida en esa visión un tanto acomodaticia.
Con La tormenta perfecta, Petersen volvió al
agua, medio que manejaba con gran precisión. Con escenas espectaculares y una
historia de interés humano, pareció como si la tristeza se instalara en él,
retratando a una serie de perdedores a los que la naturaleza engulle como
último plato de una furia encajada. George Clooney se aplica y se esfuerza y,
sin duda, el océano es un personaje más dentro de esta derrota entre las olas.
Hay algo del director, pero parece estar de vuelta, como si de alguna manera
nos llegara a decir que las fuerzas comerciales de Hollywood habían ganado la
batalla y que ese cineasta sorprendente y vigoroso se dejaba avasallar por algo
contra lo que no podía luchar.
Cuatro años de parón
para describir Troya con las
suficientes dosis de espectacularidad. Y, a pesar de ser una película que se
ajustaba perfectamente a los cánones comerciales, se puede reconocer de nuevo
al creador que era capaz de sorprender con un material que nunca se ha llevado
al cine con resultados plenamente satisfactorios. Dejando aparte la encarnación
de Aquiles que realiza Brad Pitt y los devaneos de Eric Bana y de Orlando
Bloom, resulta casi gozoso comprobar cómo un actor de valía incomparable como
Peter O´Toole fue capaz de expresar con una mirada lo que otros tardaban varios
planos en transmitir. Además de algunas escenas de probada eficacia, es algo
que, tal vez, Wolfgang Petersen sabía destacar con singular habilidad.
Un fiasco total fue Poseidón, una película sin fuerza, sin
dinámica, absurda en muchos pasajes y que se aleja notablemente del original de
Ronald Neame La aventura del Poseidón.
Parecía como que Petersen no era capaz de sacar del agua una historia que
necesitaba empuje y brazos fuertes. Ni artísticamente añadió nada, ni
comercialmente funcionó con energía. Petersen, desde ese momento, no halló más
que dificultades para rodar en Estados Unidos. A ello contribuyó, posiblemente,
el hecho de que el director desechara el montaje inicial de ciento veintitrés
minutos para reducirlo a noventa y ocho al tener el control completo del corte
final. Su excusa fue que quiso hacer que la historia avanzara con mayor rapidez
cuando lo que consiguió fue una sucesión de hechos inexplicables que
perjudicaron a la película notablemente. Pagó el error con el mayor fracaso de
su carrera.
Las puertas de
Hollywood se le habían cerrado y decidió volver a Alemania para rodar su última
película casi diez años después de su fracaso con Poseidón. Se trató de Cuatro
contra el banco, una historia muy en consonancia con la crisis económica
sobre unos individuos que se ven notoriamente perjudicados por su entidad
financiera y deciden arruinarlo. Una historia bien contada, pero ligeramente
intrascendente.
Wolfgang Petersen ya ha
partido con su último bote. Y nos deja un puñado de estupendas películas en las
que recrearse y degustar con clase sus habilidades narrativas sobre unas
cuantas historias en las que los acontecimientos sobrepasan a sus protagonistas
y, en la mayor parte de las ocasiones, se ven impotentes para hacerles frente.
Quizá porque la única respuesta sea la supervivencia. Eso por encima de todo. Y
él nos ayudó a sobrevivir durante unos cuantos años con tensión, con vigor y,
sobre todo, con este maldito tatuaje del agobio bajo la piel.