jueves, 30 de septiembre de 2021

CRY MACHO (2021), de Clint Eastwood

 

Puede que, en un determinado momento, Clint Eastwood decidiera hacer una película más para demostrarse a sí mismo que aún queda tiempo para un último baile, para un breve y suave roce de labios, para un rayo de sol más entrando por la ventana. A partir de ahí, armó una historia que apenas es una anécdota, una pequeñez sin mayor trascendencia en la que queda en evidencia de que los años son el mejor aliado para los descuidos.

Y entonces vemos a un director al que ya le da igual imprimir algo de ritmo o tener las piezas perfectamente encajadas, o plantear cuidadosamente las transiciones. Sólo le interesa tener la oportunidad de estar una vez más al frente de algo y ensayar un adiós. Ni siquiera una gran despedida, ni siquiera una visita a sus constantes de dureza. Todo es intuido, presentido y delicado. El estereotipo de los mejicanos retratados en la película no es demasiado positivo porque también le trae sin cuidado. Él quiere un último halo de complicidad, dejar un rastro sin llegar a ser claro, decir que, a pesar de que suele pasar de largo a partir de determinada edad, el amor está ahí, esperando y sonriente y eso puede reconfortar tanto el alma que hasta las despedidas pueden ser algo más dulces. El héroe se va. Deja tras de sí toda una leyenda.

Así que Eastwood nos muestra una película pequeña, sin pretensiones, que muestra la huella de la ancianidad y del cansancio. Eastwood ya no anda como lo hacía. Ya no mira con esa fiereza. Ya no dirige con el mismo vigor. Y comprendes que los grandes maestros, con la honrosa excepción de Huston y quizá alguno más, también hicieron sus últimos títulos con la decadencia sitiando su imaginación.

Y esta historia de una antigua estrella del rodea se deja ver con agrado, sin exigir de más, sin pedir otra obra maestra a los noventa y un años que tiene el maestro. En cada uno de sus fotogramas, parece que el espectador quiere imprimir su agradecimiento y permite que ese viejo que, en una postrera señal de coquetería, no se fotografía a sí mismo con claridad, ponga en juego la mediocridad de una narración que apenas es un cuento porque, en realidad, es un viaje a la frontera. Esa misma que ya no se puede cruzar porque los años caen implacables. La sensibilidad a flor de piel. El talento en el sombrero. Las ganas evidentes. Y una última doma a ese caballo salvaje que siempre ha sido el cine para Clint Eastwood.

No vale la pena destacar mucho más de la película porque está espléndidamente fotografiada y todos los actores parecen recién salidos del horno. La música, siempre calmada y descriptiva, pone el ambiente de las noches cálidas cerca del polvo del desierto. La sonrisa en los ojos se esboza con claridad porque, al fin y al cabo, el hombre que nació para el cine hace una película más y se permite el lujo de cargar sobre sus hombres el sabor de un romance, la reflexión sobre el encanto de las pequeñas cosas, la certeza de estar vivo a una edad en la que es una suerte estarlo. Ya no habrá peleas, ni ambiciones, ni ideas que vayan más allá de la comprensión. Eastwood nos da la mano a todos los que le hemos acompañado durante todos estos años. Y, ante eso, basta con una sonrisa de agradecimiento. Sincera. Única. Sin ambages. Sin amenazas. Queremos bailar con él una vez más, aunque lo que cuente sea tan intrascendente como un frugal buen café en la barra de un bar perdido en algún pueblo fronterizo. Nosotros sólo nos volveremos una vez más y, con la mano en la lejanía, le dedicaremos un saludo lleno de respeto, lleno de admiración y repleto de incredulidad al ver cómo ha tomado el mando cuando el tiempo ya ha ganado la partida.

miércoles, 29 de septiembre de 2021

EQUUS (1977), de Sidney Lumet

 

El psiquiatra Martin Dysart habla a la cámara y parece que su charla no tiene fin. Quizá no le guste demasiado hurgar en las mentes de los demás porque, en el fondo, lo único que consigue es descubrir cosas de sí mismo que no le gustan demasiado. Puede que las soluciones que él ofrece tampoco sean remedios de valor. Tuvo que hacerse cargo de un caso extremo y terrible. Un chaval de diecisiete años que cegó a seis caballos en un establo. Tal vez lo hizo porque quería liberarse de las cadenas que la misma existencia va sembrando en la vida. Dysart no entabló contacto con él de forma fácil. Intentó una cosa, luego, otra. Y al final, un juego fue la llave. Una especie de quid pro quo en el que cada uno respondía las preguntas del otro. Un ajedrez oral que dependía, más que nunca, de la astucia y de las defensas del contrario. Y en esos baluartes se halla la religión y el ateísmo, fuerzas antagónicas encarnadas, con un punto de fanatismo, por los padres del muchacho. Sin embargo, algo llama la atención en el médico. El chaval se siente atraído por los puntos más violentos de la Biblia. Al mismo tiempo, el psiquiatra saca a la luz sueños de sacrificio en los que él oficia de sumo sacerdote. Y se esconde detrás de la vocación para ocultar que, en realidad, él también se está psicoanalizando.

Los caballos, como símbolo de fuerza y resistencia, también pueden ejercer una extraña atracción sexual para un chico que no tiene asideros emocionales. En su mente enferma, la obediencia y la esclavitud aparecen en su deformación y ese puede ser un modelo en el que quedarse enganchado para dar rienda suelta a sus represiones, a sus miedos, a su descubrimiento de la sexualidad, a su decidida inadaptación. Quizá ciegue a los caballos en un acto de inusitada crueldad sólo porque han sido capaces de ver, explorar y violar su alma…igual que lo hace Dios.

Martin Dysart vuelve a hablar a la cámara. En el fondo, expresa su desolación por el fracaso, porque sabe que no ha podido curar al chico y que su trabajo no ha servido para nada. Incluso duda de que alguna vez sirva para algo. Y nos mira. Nos mira muy fijamente. En su rostro, hay algo de verdad, pero también algunos rasgos de fraude. Nada ha salido como esperaba y lo mejor es terminar con la película. De alguna manera, así también nos ciega porque hemos tenido la osadía de mirar en su alma. Él nos condena. Él se condena.

La última prodigiosa interpretación de Richard Burton se resume en ese último plano mirando a la cámara. Diciendo mucho más que con las palabras. Atravesando con sus ojos la verdad que nunca quiere ser contada. Aquello que debe quedar encerrado en las paredes de la carne que rara vez se abre para ser mostrada. El dolor forma parte de cualquier acto y es difícil identificarlo. Dios nos ve. Dios nos juzga. Dios nos hace. Dios nos enloquece.

martes, 28 de septiembre de 2021

MARIO CAMUS: PEDAZOS DE UNIVERSO

 

 

“Mario Camus está hecho de pequeños mundos que son, en realidad, pedazos de universo enteros”

 

Antonio Valero, actor

 

            No es mala la definición que el actor Antonio Valero hizo del santanderino Mario Camus porque él introdujo esos pequeños mundos en sus recreaciones literarias que se antojan como la muestra más sólida del Nuevo Cine Español. Camus deja sus estudios de Derecho para ingresar en la Escuela de Cine en donde se diploma y, tras colaborar en la escritura de guiones para Carlos Saura en Los golfos y Llanto por bandido, comienza a dirigir en 1963 con la película Los farsantes, el lado más triste de los cómicos de la legua, heredera de Cómicos, de Bardem y sórdida precursora de El viaje a ninguna parte, de Fernando Fernán-Gómez. Con el privilegio de contar con una actriz de la altura y categoría de Margarita Lozano en el papel principal, Camus articula una historia melancólica, algo desesperada, sobre los cómicos que son recibidos a pedradas y están sitiados por los acreedores en esos caminos de España que nunca devuelven el pequeñísimo pedazo de arte que son capaces de dejar. La amargura y la humillación se hacen presentes en esta adaptación de la novela de Daniel Sueiro (que también participa en el guión) y que resulta un abrumador fracaso por la apenas visibilidad de la misma en las manos de su productor, Ignacio Ferrés Iquino, que no la promociona y queda muy pronto olvidada. Sin embargo, la escasa crítica que decide fijarse en la película sí destaca tanto las sobrias maneras del joven Camus como la fotografía, espléndida, en blanco y negro de Salvador Torres Garriga. Un rotundo fracaso que, sin embargo, no desanima a Camus que trata por todos los medios de llevar adelante una de las mejores historias deportivas del cine español basándose en uno de sus autores literarios preferidos: Ignacio Aldecoa.

 

            Así fue Young Sánchez, ascensión y caída de un púgil español que comienza con instinto de superación y se ve tentado por el enrarecido ambiente del boxeo. Un joven humilde y ambicioso saca la cabeza del barrio en el que vive olvidando por el camino a quienes le ayudaron. Poco a poco, ese joven (con el rostro de Julián Mateos) que, en el salto al profesionalismo, quiere hacerse llamar como el título de la película, se va haciendo un personaje antipático, rechazable, que Camus compensa con sabiduría llenando de humanidad al entrenador, interpretado por Luis Romero. Y, a partir de ahí, en una jugada magistral, Camus va retratando la vida de la gente sencilla de aquella época, es decir, el entorno en el que ha estado viviendo ese boxeador a punto de dar el salto a la fama. Por lo demás, la película se emparenta claramente con diferentes películas de temática pugilística americana, lo que delata la influencia que exhibe Camus que, con un final inesperado, también desliza un mensaje de disidencia.

 

            Young Sánchez contó con un presupuesto de un millón de pesetas de la época, lo cual la convertía en una película bastante barata y la crítica la recibió de forma hostil. En palabras de Camus: “Decían un montón de barbaridades que no se sostenían” y fue condenada al fracaso y con él, Camus se asoció con Carlos Saura para escribir el guión de Muere una mujer, una trama de intriga sin excesiva ambición que tuvo a Alberto Closas como protagonista y con referentes claros hacia Alfred Hitchcock. El intento no es demasiado destacable por lo enrevesado del asunto. No obstante, se vuelve a reconocer el ritmo de Camus que no decae en ningún momento de la película, lleno de brío y tensión que convierte lo increíble en algo, incluso, cotidiano.

 

            Por encargo de Francisco Molero, el director se aplica a la adaptación de la obra de Joaquín Calvo Sotelo La visita que no tocó el timbre con Alberto Closas, Laura Valenzuela y José Luis López Vázquez en los principales papeles. Correcta en toda su realización, esta historia de dos hermanos solterones empedernidos que se encuentran un recién nacido a la puerta de su casa recuerda vagamente el éxito francés de los ochenta Tres solteros y un bebé, pero Camus respeta la vocación desenfadada de la obra teatral sin entrar en ningún terreno lacrimógeno y resulta una película apreciable, llena de buen humor, con toques de dirección repletos de elegancia y resulta, esta vez sí, un éxito que hace que Camus aborde uno de sus proyectos más personales en estos primeros años del Nuevo Cine Español cogiendo de base, una vez más, un texto de Ignacio Aldecoa.

 

            Con el viento solano relata la huida hacia delante de un gitano tras emborracharse en una feria de ganado y matar a un guardia civil de forma accidental. Resulta discutible que Camus eligiera a Antonio Gades para encarnar al protagonista cuando necesitaba a un actor de más empuje vital. Lo cierto es que la película flojea porque el director quiere contar muchas cosas en poco tiempo y resulta algo atropellada la narración, algo muy poco común en el cine de Mario Camus, siempre sólido y eficaz. En cualquier caso, la película entró en competición en el Festival de Cannes y volvió con las manos vacías, con una fría acogida entre la crítica.

 

            El fracaso arroja a Camus hacia el cine más descaradamente comercial al igual que muchos de sus compañeros de generación y realiza Cuando tú no estás y, a continuación, Al ponerse el sol, vehículos al servicio del cantante Raphael, fácilmente olvidables aunque su potencia como realizador se deja ver en algunos momentos. No deja de ser interesante la atípica Volver a vivir, protagonizada por Raf Vallone y Lea Massari, sobre un jugador de fútbol moralmente hundido por la muerte de su mujer y que encuentra el camino para hacer soportable la vida a través de un nuevo amor y de su reconversión en entrenador. Vuelve a trabajar para Raphael en Digan lo que digan, basándose en un guión del entonces dramaturgo Antonio Gala y también se hace con el encargo a mayor gloria de Sara Montiel Esa mujer, también con guión de Gala. Gira hacia el spaghetti-western con Terence Hill de protagonista en La cólera del viento que también deja ver algunos elementos interesantes y en 1973 vuelve a lo que mejor sabe hacer adaptando a Calderón de la Barca en La leyenda del Alcalde de Zalamea con un reparto de lujo encabezado por Francisco Rabal, Fernando Fernán-Gómez, Teresa Rabal y Julio Núñez. La película es muy notable siendo, quizá, la mejor adaptación que se haya hecho nunca en el cine español de una obra del insigne dramaturgo del Siglo de Oro. Camus logra revisar la obra con la colaboración de Antonio Drove en el guión para hacer una versión inquietante y llena de tensión de la historia de ese alcalde que desafía la autoridad real para vengarse de una humillación del honor. Merecería la pena una reivindicación en toda regla para hacer notar que en España, cuando ha habido talento, también se sabe adaptar a los clásicos.

 

            Camus cierra el ciclo de la dictadura franquista con dos co-producciones que tuvieron diferente suerte. La primera, llena de calidad, sensibilidad y buen gusto, fue Los pájaros de Baden-Baden, adaptación de la novela de Ignacio Aldecoa, que descubrió a una deliciosa Catherine Spaak y a un abigarrado Frédéric de Pasquale en los papeles protagonistas. A pesar de un comienzo algo vacilante que hace dudar de la propia naturaleza de la historia que quiere contar Camus, hay un lúcido retrato del amor bajo diferentes puntos de vista sometidos a la impresión del tedio más burgués que puede recordar lejanamente a Claude Chabrol con sus visitas lánguidas al mundo abúlico y sin alicientes de la clase acomodada. Especialmente descriptivo es ese poema que se recita en la película, debido a Claudio Rodríguez:

 

Largo se hace el día a quien no ama y él lo sabe,

y él oye ese tañido corto y duro del cuerpo,

su cascada canción,

siempre sonando en la lejanía.

Día largo y aún más larga la noche.

Mentirá al sacar la llave.

Entrará.

Y nunca habitará su casa.

 

            La evidente libertad con la que Camus adapta a Aldecoa, aunque respetando escrupulosamente su espíritu, hace que ésta, quizá, sea la mejor de todas las películas que el director hizo sobre el escritor. La historia de amor entre una chica que está terminando su tesis y un hombre de mediana edad especializado en hacer cosas absolutamente inútiles tiene una enorme sensibilidad en las manos de un director que, sencillamente, fue el mejor adaptador literario de su generación, lo cual es todo un elogio viniendo de una serie de realizadores que eran maestros en ese terreno.

 

            Otra cosa fue La joven casada, con Ornella Muti en el papel principal, retrato de la crisis matrimonial que atraviesa una joven pareja italiana. Camus no acierta ni con el tono, ni con la historia y resulta bastante alejada de su trayectoria creativa. Un título para olvidar.

 

            Pero lo cierto es que, con la democracia, Camus es uno de los realizadores más interesantes de todo el cine español. Ahí comienza su viaje con la notable Los días del pasado, historia de amor entre una maestra y un miembro del maquis que, quizá, solo se ve lastrada por la elección de Antonio Gades en el papel protagonista masculino acompañado de su pareja por aquel entonces, Marisol. Continúa con la impresionante adaptación de La colmena, una de las cumbres del cine español y una de las mejores traslaciones a la pantalla de una obra que era extraordinariamente complicada como la de Camilo José Cela. Y cuando parecía que era imposible superar esa cota, Camus vuelve a sorprender con Los santos inocentes, basada en la novela de Miguel Delibes y una de las mejores películas de toda la historia del cine español. Su posterior adaptación de La casa de Bernarda Alba sobre el libreto de Federico García Lorca, digan lo que digan los supuestos expertos, es correctísima y aún deja destellos de enorme interés como Después del sueño, la estupenda Sombras en una batalla, posiblemente el mejor acercamiento que se ha hecho nunca hacia el mundo del terrorismo español, Adosados o El color de las nubes. Quizá esta etapa en libertad es la que realmente coloca a Camus en ese lugar brillante que realmente merece a pesar de que es un director que nunca está en boca de cinéfilos salvo para recordar su legendaria adaptación de Los santos inocentes.

 

            Lo cierto es que Camus es uno de los directores más premiados de toda la historia del cine español. La colmena fue galardonada con el Oso de Oro del Festival de Berlín (y aún hoy goza de muchísima popularidad en Alemania, aún más que en nuestro país) además de los premios a la mejor película y al mejor director del Círculo de Escritores Cinematográficos y el de mejor película en la Asociación de Críticos Extranjeros de Nueva York. Los santos inocentes, además del más que comentado premio de interpretación del Festival de Cannes para sus maravillosos protagonistas, Francisco Rabal y Alfredo Landa, obtuvo una mención especial en el mismo festival y el premio a la mejor película del Círculo de Escritores Cinematográficos. Sombras en una batalla se alzó con el Premio de la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes y al mejor guión original en los Premios Goya de 1993. Detenta el Premio Nacional de Cinematografía desde 1985 y tiene toda una retahíla de menciones y premios en festivales menores de todo el mundo. Sin duda, uno de los más grandes.

 

            Así era Mario Camus, un hombre que luchaba para hacer el cine que deseaba a pesar de que, algunas veces, tuvo que hacer concesiones para seguir trabajando. Hasta el último momento soñó con rodar alguna película más, muestra de su espíritu de viejo luchador que sabía lo que significa que el cine y la palabra se unan para dar a luz a la misma emoción.

 


viernes, 24 de septiembre de 2021

MI MULA FRANCIS (1950), de Arthur Lubin

 

Un momento, un momento. Antes de que pongan cara de sorpresa por escribir sobre esta película, sólo quiero decir una cosa. Es una de las más divertidas de la década de los cincuenta. Esa mula vale millones. Entre otras cosas porque los diálogos que tiene, obra del guionista David Stern, no tienen precio. Es difícil encontrar en toda la historia del cine a un animal tan cínico, tan lleno de dobles y triples sentidos, con tanto sarcasmo y tanta retranca. Por supuesto, la víctima de todo ello es Donald O´Connor, que se toma su papel de lunático que habla con una mula que sólo oye él como lo que debe de ser, o sea, un tipo lleno de problemas que se busca un desahogo en la guerra. Y no, no es para niños. Es bien adulto el asunto. Es incomprensible que haya caído en el olvido sin una carcajada de despedida, al menos. Las merece todas. Es tronchante en situaciones, con la mula soltando sus socarronerías a la de tres y poniendo en aprietos a ese teniente que no está demasiado bien de la cabeza. Aunque, eso sí, ha proporcionado información vital para la batalla de Birmania. Los problemas, naturalmente, vienen cuando se ve obligado a confesar la fuente de la que provienen las confidencias. Una mula que habla con él. Está sonado. Irremediablemente.

Por supuesto, no hay mucho arte en toda esta comedia zoológico-absurda, pero hay muchas risas. De las buenas y de las amplias. Como se dijo en la época, la mula Francis es algo así como Groucho en un día malo. Y el enganche con la mula de marras es inevitable, porque cae bien a coces. Pongamos los puntos sobre las íes de la acémila. El humor que emana el enredo no es rápido, ni vertiginoso, ni tiene ese ritmo endiablado al que, muchas veces por desgracia, nos hemos acostumbrado con el cine de hoy. Hay que saborear lo que dice el animal y empatizar mucho con ella. Y es que esta chica es más que una mula. Eso sí, es entretenimiento para toda la familia, con Donald O´Connor diciendo diálogos corrientes que resultan hilarantes sólo levantando una ceja. Los recursos interpretativos de la mula están más limitados, pero, de verdad, se pasa un gran rato.

Con más contactos de los que parece con aquella otra maravillosa película que es El invisible Harvey, esta historia de la mula que habla dio inicio a una serie de secuelas (llegaron a ser hasta cinco, todas ellas dirigidas por el talento escondido y etílico de Arhur Lubin) durante los años cincuenta siempre con O´Connor interpretando al Teniente Peter Starling, ese loco desatado que lo consulta todo con el equino de carga que posee tanta agudeza que, a veces, uno querría ser más mula y menos persona.

Y ya no voy a decir más porque, si deciden verla, luego empezarán con “no es para tanto” y, encima, el culpable voy a ser yo. Así que háganse responsables y sean valientes. La mula no es para todos los gustos, pero la risa, sí.

jueves, 23 de septiembre de 2021

DUNE (2021), de Denis Villeneuve

 

Ya sabemos que los sueños no son premonitorios, pero algo tienen de verdad. En esas imaginaciones recurrentes, en esos espejismos reiterados, hay parte de nosotros, mensajes que parecen provenir de las profundidades de nuestro futuro y medias mentiras que pueden convertirse en auténticas realidades. Quizá en un año impensable, en el más allá de un planeta ensimismado en sus dunas de un producto que es necesario para liberar el alma humana, se halla una de las traiciones más elaboradas y maquiavélicas de lo que aún está por venir. Menos mal que siempre hay un elegido.

En ese universo de traiciones tramadas, casi unas encima de otras, surge la figura del diferente, del que no está en sintonía con lo que hace el resto de seres de otros mundos. La nobleza, al fin y al cabo, no es sólo un título y, tal vez, haya que pasar unas cuantas pruebas definitorias antes de convertirse en un hombre. De esa manera, los sueños se van descifrando y el destino va tomando forma. Mientras tanto, las naves surcarán los cielos, las cosechadoras harán su trabajo en el desierto, los duelos se desarrollarán en algún cañón perdido de la tierra estéril y el juego del poder pasará de un dominador a otro. Eso es lo malo de cualquier traición. Si prospera, ya no puede llamarse así.

No cabe duda de que la educación de un chico que llamado a la leyenda tendrá que pasar por trechos de dolor, por la conciencia de una grandeza que no sabe cómo encajar, por la claridad de una edad que tarda en aparecer. Algo parecido a la magia negra también reclama un lugar en la historia y el aliento de la muerte se halla en el último estertor. Es tiempo de volver a Arrakis y tratar de seguir con algo que siempre pareció apasionante y que no todos supieron contar.

El director Denis Villeneuve apuesta, sabiamente, por la espectacularidad y por tomarse un rato en contar las vicisitudes de ese Paul Atreides al que encarna con bastante acierto Timothée Chalamet. El chico es fotogénico y, en algunos momentos, es enormemente preciso en su interpretación. Y uno de sus principales defectos, aquí, es posible que se transforme en una inesperada virtud. Es un actor que no sabe moverse, que no tiene presencia, que le falta empaque. Mientras actúa como adolescente, es normal que, incluso, hasta se sienta ridículo a las puertas de la leyenda que le va a tocar protagonizar. Cuando la madurez ya parece llegar, sus movimientos son torpes, muy alejados de lo que se supone que es un héroe, sin mensaje, sin empuje. Aún así, la sapiencia de Villeneuve le coloca en situaciones muy favorables en sus luchas y apuros y no es un inconveniente definitivo. A su lado, un reparto en el que destacan tanto Rebecca Ferguson como Oscar Isaac y en el que sorprende el tono menor de Javier Bardem con su breve aparición. En el lado más negativo, la música de Hans Zimmer, deseoso de evocar sonidos árabes rodeados de misterio a un volumen en el que, incluso, es difícil escuchar los diálogos. No siempre tiene que haber música. Y no siempre tiene que intentar ser apabullante.

Así que cojamos la espada de la imparcialidad y digamos, con cierta seriedad, que Villeneuve le gana la partida sobradamente a Lynch en aquella otra versión que, de esta misma historia, rodó en los ochenta, por mucho que hubiera cortes en la producción y montajes falseados. Villeneuve sabe a dónde va y deja con ganas de más. Lynch nunca lo tuvo demasiado claro y deja con ganas de menos. Es la traición elaborada de los nuevos tiempos. Es el mensaje de las profundidades de un cine bien hecho que hace justicia a una historia que, en su versión escrita, estuvo al borde de lo magistral.

miércoles, 22 de septiembre de 2021

UNA LLAMADA A LAS DOCE (1965), de Jack Lee Thompson

 

Combinar a la perfección el movimiento de piezas en un tablero de ajedrez y la seducción fácil a mujeres adineradas parece ser el mejor estilo de vida para un tipo que se cree muy listo. Él ha conseguido todo lo que ha querido. El mismo día de su boda, unos nazis se llevaron a su mujer al campo de concentración y ha vivido de su fortuna desde entonces. Con el tiempo, ella fue dada por desaparecida y él trata de heredarlo todo. Sin embargo, el destino siempre se burla de los que hacen planes con demasiada premeditación. La mujer aparece. Y él no la reconoce. Su amoralidad es tan desmesurada que la memoria ha borrado sus facciones. El amor de ella permanece. Harán falta unos ojos externos para demostrarle que el tipo no es demasiado recomendable, que se ha liado con su hijastra y que la mejor arma contra las conspiraciones es una vuelta de tuerca.

Ella, Michelle, apenas puede borrar todo lo que ha vivido y sólo desea una tranquila existencia al lado de alguien que le proporcione seguridad. Sin embargo, allí donde ella busca refugio sólo encuentra un abismo de ambición sin un ápice de cariño. Stanislas la ha engañado desde el principio y todo aquello que la ayudó a sobrevivir en las peores condiciones posibles se esfuma poco a poco porque, cuando ella decide revelar su identidad, a él le falta tiempo para urdir un plan para el asesinato. Una llamada será decisiva. Y la muerte va a dar varios giros antes de dejar caer su guadaña.

Una llamada a las doce es una estupenda y desconocida película, con unas interpretaciones tensas, que mezclan con precisión el suspense y el melodrama, a cargo, sobre todo, de Maximillian Schell y de Ingrid Thulin. Un poco más atrás, se halla Samantha Eggar y también Herbert Lom en un papel bastante atípico. La dirección de Jack Lee Thompson es sobria y sin resquicios, en la que destaca la atmósfera de continua urdimbre, como si quisiera dar a entender que todos los personajes esconden sus verdaderas intenciones y el espectador es el que tiene que descifrarlas.

Quizá, cuando todo se descubre y queda evidente, los protagonistas se dan cuenta de que la tristeza será algo habitual en su vidas, pero serán más sabios, más conocedores de la siempre depredadora naturaleza humana. La complejidad del comportamiento de los personajes, con sus debilidades y fortalezas, resulta apasionante dentro de una película que, realmente, habla sobre la ambición y sobre el asesinato. Y también sobre la anestesia del alma cuando se ha visto demasiado horror, o cuando sólo se desea la vida cómoda y despreocupada del que se vende por dinero. La inteligencia no siempre es el mejor seguro contra los ataques de otros. Especialmente cuando el contrario es un narcisista compulsivo. Ella es la dama del tablero. Él es sólo un peón que quiere ser rey. El destino saldrá al encuentro y tal vez una puerta cerrada sea el punto sin retorno para una llamada que lo será todo.

lunes, 20 de septiembre de 2021

EL HOMBRE DE ALCATRAZ (1962), de John Frankenheimer

 

No es casualidad que el hombre más encerrado del mundo se dedique a estudiar los pájaros. Tal vez porque, en toda la Creación, no hay animales más libres. Lo cierto es que Robert Stroud ve años desde su celda desnuda y no tiene más ansia que repetir un día tras otro de la misma forma, con la misma rutina, con las mismas horas, minutos y segundos. Hasta que un pequeño pájaro cae de su nido y él lo recoge en el patio aislado en el que puede pasear media hora todos los días. Eso cambia su mundo. Comienza su pasión por la ornitología, su naturaleza violenta se atenúa, investiga los secretos de la vida y de la muerte y cada día se diferencia del anterior porque todos ellos guardan un descubrimiento. Y él mismo es como un pájaro. Los años pasan y ya no quiere salir de su celda. Ya tiene más miedo si está fuera que si está dentro. Escruta la anatomía de las aves, estudia sus patologías, pide ampliación de su celda para que quepan más pájaros. Así es cómo vive la libertad. Esa misma que nunca volverá a probar.

Sin embargo, Robert Stroud consigue ser libre a su manera. Él lo estudia todo y ve libertad en el vuelo de una gaviota, o en la ilusión de un guardián, o en las aguas de una cárcel, o en la impetuosa juventud de un advenedizo. La regeneración es posible, pero falta una cobertura legal para algo que es natural en cualquier ser humano. El perdón existe, pero hay que dejarlo por escrito. Y para eso, hace falta voluntad. La misma que él ha tenido para desarrollar un puñado de fármacos para los pájaros, la que ha tenido para cambiar todos y cada uno de los días de su vida tras las rejas, la que ha tenido para detenerse minuciosamente en la morfología y enfermedades de las aves. El hombre pájaro siempre estuvo en su jaula.

Es cierto. Robert Stroud no era ningún santo. Ni mucho menos era el personaje que aquí nos retrata de forma magistral Burt Lancaster. Era un hombre violento, con rasgos psicopáticos, absolutamente engullido por la espiral de su propio carácter. Estaba muy lejos del preso obediente y tranquilo que llega a ser en esta película. Y aún así, da igual. Es una gran historia. Estamos con él para lo bueno y para lo malo y comprendemos que el sistema penitenciario, en muchas ocasiones, está cojo, porque niega asistencia a quien realmente lo merece. Ése es el objetivo de El hombre de Alcatraz. Y lo consigue con creces. Tal vez, Robert Stroud hubiera sido otro hombre si hubiese recibido asistencia psicológica. Tal vez, se hubiera ajustado más a este retrato. Sí, es el cine el que debe parecerse, pero es posible que, en esta ocasión, tendría que haber sido al revés.

Y es que hay películas que saben extraer el cariño que llevamos dentro y nos lo colocan delante, diciendo unas cuantas verdades por el camino, y creyendo que, en realidad, todos los que tenemos la fortuna de asistir a ella, tenemos algo valioso en nuestro interior.

jueves, 16 de septiembre de 2021

EL ROMANCE DE MURPHY (1985), de Martin Ritt

 

Empezar de nuevo siempre es duro. Una mujer y su hijo deciden hacerlo en una pequeña ciudad rural. Alquilan establos para propietarios de caballos. El olor a campo y a polvo se hace rutina. Y la vida comienza a abrirse paso después de un infierno de matrimonio. Todo es predecible. Sin embargo, en ocasiones, el pasado llama de nuevo a la puerta y todo se complica. El hijo de la mujer no deja que la separación con su padre sea definitiva. Ella ha conocido al propietario de una tienda. Es amable, es gentil con ella, es un buen hombre. Y al chico le gusta. Pero un padre siempre es un padre. Y prefiere que su madre y él estén juntos porque aún guarda la ilusión del cariño de un hogar que no tiene. Y que, en realidad, nunca ha tenido.

El tiempo, eso es verdad, lo pone todo en su sitio. Al principio, parece que ese pasado en forma de ex marido vuelve porque quiere recuperar lo que ha perdido. Pero no es así. Hay otras intenciones y sólo hace falta que las horas pasen para que el chico se dé cuenta. El amor de verdad comienza y, ante todo, significa tranquilidad, estabilidad, horizontes de sol en tardes de placer, noches de dejarse llevar, sonrisas, motivaciones. Todo lo que no se ha tenido antes. Por eso, Murphy, el propietario de la tienda, le dice a ella:

-. Éste es mi último amor.

Y ella contesta:

-. Éste es mi primer amor.

Ante tal lógica, sólo resta dejar que el polvo se aposente en las arrugas del rostro y darle la razón al destino. Los caballos llegan al establo y pronto se va. Sólo es cuestión de esperar.

Ésta es una de las comedias románticas más agradables de los años ochenta. Sin pretensiones, sin dobles lecturas, sin más complicaciones que intentar encajar lo que es más lógico en la vida de unas personas que han perdido el rumbo o que creían haber dejado escapar todas sus oportunidades. La dirección de Martin Ritt es sobria, sin ningún plano de más, pero tampoco de menos. La interpretación de Sally Field y, sobre todo de James Garner, es auténtica y relajada, es vida dejada pasar por delante de una cámara. Ambos, a pesar de la edad, son atractivos, expertos, cuidadosos y dejan para el disfrute unas cuantas expresiones de saber estar. El resultado es una película amable, y, a la vez, sincera.

Y es que la vida hay que tomarla como viene. Puede que el día siguiente traiga un desafío, u otra rutina más. Puede que lleve al costado algunas alforjas de incomodidad, o que tenga un bonito epílogo. Puede, también, que transporte unos cuantos besos para que sea inolvidable o alguna que otra desavenencia para demostrar qué es lo que esconde cada corazón. En todo caso, seguro que será una lección para los que vienen, para los que van, para los que se quedan y para los que no pueden permanecer en ningún sitio. Murphy lo recolocará todo para esa mujer y ese chico. Y los caballos seguirán durmiendo entre pajas.

miércoles, 15 de septiembre de 2021

WORTH (2021), de Sara Colangelo

 

Nadie ha podido calcular con exactitud cuál es el valor de una vida. Resulta casi ridículo ceñirlo todo a una estúpida fórmula matemática basada en los ingresos, los seguros suscritos y la situación familiar. Sin embargo, basándose en una triquiñuela legal como es el hecho de sacar una ley por procedimiento de urgencia con el fin de evitar la quiebra económica del Estado en los juzgados, tal vez sea mejor aceptar los ceros que se ponen a la muerte e intentar pasar página. A pesar de los abogados.

Uno de esos picapleitos era Kenneth Fainberg, un sibarita amante de la música clásica, especialista en la negociación de juicios civiles que fue encargado de indemnizar a todas las familias que perdieron a alguien en el 11-S. Fainberg se descubre aquí como un hombre que, al principio, se muestra torpe, inseguro, dando palos de ciego dentro del marasmo legal en el que se ve metido para que las cosas sean lo más justas posibles. No tiene palabras para dar apoyo. Sólo tiene fórmulas legales para la convicción de sus interlocutores. No obstante, Fainberg evolucionó hacia posturas más humanas y supo que renunciar a algo en lo que se cree, en cierto modo, también es estar muerto.

Desde luego, Fainberg tuvo que lidiar con un buen puñado de casuísticas impensables dentro de las casi tres mil víctimas de aquel malhadado día. Era muy difícil encontrar el encaje legal para todas las situaciones y lo consiguió en su mayoría aunque también tuvo que afrontar algún fracaso. Por ello, se bajó del escalón en el que se aupaba su apoyo en los textos legales y buscó soluciones sin quebrantar la legalidad vigente. Tal vez por eso llegó a ser convincente y las personas que no se fiaban de él porque llevaba chaqueta y corbata comenzaron a poner gran parte de su dolor en sus manos. Ahí es donde Fainberg consiguió hacerse grande y encontró la manera de que ese dolor no pasara, pero se compensara algo por pasarlo.

No cabe duda de que gran parte de esta película se apoya en la excelente y muy expresiva interpretación de Michael Keaton en la piel de ese abogado íntegro y alejado del cariño que, poco a poco, va tomando conciencia de su condición de ser humano que tiene la obligación de implicarse. La historia plantea puntos de enorme interés, pero también se desliza por los terrenos de lo farragoso, costándole avanzar en algún momento. Stanley Tucci en la piel de ese opositor ausente de ira también ofrece instantes de altura y la dirección de Sara Colangelo es eficaz en conjunto. Lo cierto es que, aún así, sólo se puede suponer el enorme dolor de aquellos que perdieron a sus seres más queridos en un día infame, que cambió el rumbo de todo y de todos y que ha permanecido siempre en la memoria de los que, atónitos, no podíamos dar crédito a lo que veíamos a través de la televisión.

Así que… ¿en cuánto valorarían una vida? A pesar de todo, eso puede tener una respuesta más allá del pensamiento siempre idealista de que cada vida es única y no es posible que llegue a estar cuantificada. Vivimos tiempos tan tristes como todo eso. Y, a nuestro lado, puede que haya alguien al que le encante discutir en medio de la noche y, a pesar de ello, hacernos ver que la vida está por encima de cualquier otra consideración. Incluso la económica. Incluso la legal. Incluso aquella que es inesperada. Como el grito que se oyó en la ciudad que nunca duerme una mañana del mes de septiembre del año 2001. 

martes, 14 de septiembre de 2021

LA NOCHE DE LOS MARIDOS (1957), de Delbert Mann

 

Según avanza la noche, la juerga deja paso a la confidencialidad. Cinco tipos se van a celebrar una especie de despedida de soltero para uno de ellos. Tres están casados y no hacen más que envidiar la vida libre del que aún queda por pasar el trago. Uno de los casados odia su vida, dice que es un infierno, pero es incapaz de saber por qué. Trabaja duro, asiste a la escuela nocturna y no pasa demasiado tiempo con su esposa que, además, está embarazada. Tal vez sea ése el problema. No quiere ser padre. Y piensa que es enormemente desgraciado porque le van a obligar a tomar un buen montón de decisiones cuando no le apetece tomar ninguna. El que ya está en capilla, no está nada seguro del amor y, mucho menos, del matrimonio. Y la voz de la experiencia les va a hacer pensar a todos. Es lo que tiene la noche. Acaba por engullirte y hacerte creer que, con el sol, vuelven todas las inseguridades y todas las amenazas a la búsqueda de la felicidad.

Las preocupaciones y esperanzas de estos cinco individuos van saliendo a la superficie según van cayendo los tragos. Ya se sabe, la bebida suelta la lengua. Lo que era una diversión se va convirtiendo, poco a poco, en un encuentro con sus auténticas realidades y no todas son maravillosas. Quizá una chica cualquiera, del Village, será la mecha que encienda todas sus conciencias a pesar del existencialismo que anida en ella. En el fondo, en esa noche de amigos, risas, alcohol y confidencias, se tiene plena conciencia de que el estilo de vida que ellos llevan no es el mejor, ni mucho menos. También es revelador el hecho de que, tal vez, existan varios grados de felicidad, de que la ansiedad no es demasiado aconsejable y de que la angustia, tarde o temprano, siempre aparece en la madurez. La tensión del hombre medio, a veces, es tan enorme que es difícil callarse.

Esta es una película estupenda, bastante desconocida, dirigida con brillantez por Delbert Mann y muy bien interpretada por estos cinco tipos que tratan de encontrar algo de sentido en lo que hacen con la excusa de una despedida de soltero. Ellos son Philip Abbott, Don Murray, E.G. Marshall, Larry Blyden y el siempre excelente Jack Warden. Ellos encarnan esos arquetipos de individuos reprimidos por las convenciones del trabajo y del matrimonio, y que llegan a la certeza de que la propia determinación es la que condiciona toda su existencia. Son débiles y son incapaces de enfrentarse a la sexualidad y a la libertad y siempre buscan el seguro consuelo de la familia y de los amigos. Han dejado de buscar algo más allá del rellano de sus escaleras y ni siquiera el que aún permanece soltero tiene una vida tan envidiable. Incluso la aparente sexualidad de la chica a la que encuentran no es tan gratificante. En el fondo, la rebelión que ensayan es una forma de perdonarse por su falta de carácter. Sí, la noche de los maridos es una noche de decepción, aunque también haya razones para depositar alguna esperanza en el día siguiente.

lunes, 13 de septiembre de 2021

JEAN PAUL BELMONDO: GRANITO GRANUJA

 


En una época en la que el máximo exponente de la imagen del cine francés era Alain Delon, Jean Paul Belmondo surgió como ese actor de cara de granito granuja que caía irremediablemente bien en todos sus papeles. Heredero directo del físico de Jean Gabin o, incluso, de un ágil Lino Ventura, Belmondo entornaba los ojos como intentando comprender un mundo que solía escapársele dentro de sus limitados parámetros de lógica y que, sin embargo, salvaba con indudables rasgos de inteligencia.

Resulta imposible resumir en unas pocas líneas una filmografía tan larga y extensa como la de este actor casi inclasificable dentro del panorama del cine francés y europeo. No cabe duda de que hay que recordar ese delincuente por vocación que encarna en Al final de la escapada, a las órdenes de Jean Luc Godard y que le convierte en un rostro afín, cargado de irregularidades, a la nouvelle vague. Belmondo demostró desde el principio que podría ser el malo que toda chica quiere encontrar, pero también el experto que a todo jefe le gustaría tener y el simpático en el que toda sonrisa quiere apoyarse. Ahí está su aparición en Dos mujeres, de Vittorio de Sica, o la estupenda Un tal La Rocca, de Jean Becker al lado de Christine Kauffman. Es inolvidable su habilidad para ser un héroe de espada justiciera sin dejar de lado su vertiente más socarrona en Cartouche, haciendo pareja con Claudia Cardinale bajo la dirección de Philippe Broca.

Sin embargo, Belmondo también era capaz de acercarse al mejor Bogart aprovechando la singularidad de su rostro en una película que pasa por ser de las mejores de ese género que se ha dado en llamar Polar. Fue a las órdenes de Jean Pierre Melville en esa obra maestra de cine negro que es El confidente, intentando salir de un lío en el que todas las maledicencias parece que se centran en su personaje que, en ningún momento, salta sobre su honor. Honor de sombrero de ala y pistola en la sobaquera, pero honor, al fin y al cabo.

De ahí salta a la aventura un poco más extravagante, convirtiéndose en uno de los actores favoritos para encarnar a los héroes de acción y El hombre de Río es, quizá, la primera de toda la serie. Emparejado a Françoise Dorleac, Belmondo da prueba de sus habilidades en todo tipo de situaciones delicadas intentando salvar a la chica de sus sueños de unos perversos secuestradores.

Entre salto y salto vuelve al cine más intelectual con Pierrot, el loco, otra vez con Godard y prueba en el registro desenfadadamente aventurero con inspiración en Julio Verne de Las tribulaciones de un chino en China, donde conoce a Ursula Andress y con la que inicia un romance. Interviene también en producciones de repercusión internacional como Casino Royale y muy especialmente ¿Arde París?, donde él solo, acompañado de una chica, toma por obra y cuenta de la República el Palacio del Elíseo.

Más tarde, realiza el sueño de trabajar con François Truffaut y rueda con él la estupenda La sirena del Mississipi, con la compañía de Catherine Deneuve y basándose en la novela de Cornell Woolrich. Y, al año siguiente, en 1970 es coprotagonista de uno de los más grandes acontecimientos del cine francés. Borsalino, de Jacques Deray significa el encuentro en pantalla de las dos máximas estrellas del firmamento galo: Jean Paul Belmondo y Alain Delon. El fondo es la historia de dos matones marselleses que llegan a lo más alto dentro del mundo del hampa despertando todo tipo de envidias y rencores. Con una ambientación excelente, la película fue todo un éxito en la época.

Se mueve como pez en el agua en los terrenos de la picaresca de la Revolución Francesa en Gracias y desgracias de un casado del año Dos, en donde se encuentra con Laura Antonelli y también inicia una historia de amor que duró más de diez años. Al año siguiente, tiene uno de sus mayores éxitos dentro del terreno del cine de acción como es El furor de la codicia enfrentándose en un atractivo duelo a Omar Sharif con Dyan Cannon como testigo sin salirse de la producción francesa. También es el compañero de Jacqueline Bisset en la parcialmente fallida Cómo destruir al más famoso agente secreto del mundo, en la que encarna a un escritor que vive demasiado realmente las aventuras del personaje protagonista de sus novelas. Da otra vez en la diana a las órdenes de Henri Verneuil con Pánico en la ciudad, un trepidante thriller con un inspector dando caza a un temible psicópata que deambula por las calles de París.

Para no faltar a la costumbre, comparte cabecera de cartel con Raquel Welch en El animal, de Claude Zidi,  visitando uno de los mundos que más le atraían como era el de los especialistas de cine siendo uno de esos actores que, en muchas ocasiones, realizaba él mismo las escenas peligrosas. Se suceden los títulos de acción porque, sin duda, es el que mejores resultados le proporciona. El cuerpo de mi enemigo, de Henri Verneuil, quizá el director que mejor supo explotar su vena comercial; Yo impongo mi ley a sangre y fuego, de Georges Lautner; El profesional, también con Lautner y que constituyó otro gran éxito; El marginal, de Jacques Deray; Asalto al banco de Montreal, de Alexandre Arcady, en la que empieza ya a reírse un poco de sí mismo; El solitario, también con Deray…Lamentablemente, el género pareció agotarse a finales de los ochenta. No obstante, Belmondo tenía recursos suficientes como para sobrevivir y, aunque no se retiró del cine, obtuvo un éxito resonante con su interpretación en las tablas de Cyrano de Bergerac permaneciendo en París varios años en cartel. Por supuesto, como no podía ser menos, también preparó y escribió su propia autobiografía con el título de Belmondo por Belmondo, publicado en 2016.

Puede que, con su marcha, el cine haya dejado de tener un aire socarrón y comience a tomarse demasiado en serio. Lo que es cierto es que un actor con cara de granito granuja como Jean Paul Belmondo dejó tras de sí un rastro de honestidad, de saber en todo momento cuáles eran sus limitaciones y sus excepcionales virtudes, con una sonrisa de inteligencia, con una pirueta en algún lugar impensable.

viernes, 10 de septiembre de 2021

TRAMPA 22 (1970), de Mike Nichols

 

Intentar hacer reír a la vez que provocar una cierta inquietud es un ejercicio de locura. Que se lo digan al aviador Yossarian que intenta que le tomen por loco una y otra vez como única salida para lidiar con una situación alejada de la cordura como es la guerra. Ya no va a volar más porque ha visto demasiado y todo hombre tiene un límite. El problema es que su petición de baja por locura se va a perder en una maraña burocrática que parece no tener fin y va a tener que hablar con unos y con otros, y, claro, el objetivo final, que es volver a casa, se difumina peligrosamente. Es el problema de la locura, que no se ve con claridad. Ni desde dentro, ni desde fuera. Al fin y al cabo, la guerra es un cataclismo causado por gente que es bastante egoísta y estúpida y que decide crear un universo de idiocia amoral. La sátira, la comedia y la tragedia son también contendientes de cualquier conflicto bélico. Y el surrealismo más grotesco no tarda en aparecer.

Es casi imposible imaginar cualquier situación en la que la hilaridad se confunda con tremendas oleadas de horror. El aviador Yossarian, dentro de su loca farsa, parece ser el único personaje que mantiene algún rasgo razonable. Todos los demás, parecen marionetas al servicio de la difusa batalla, de algo que, en el fondo, creen que no es real y que acaba por dibujar en ellos una mirada de ensoñación, como si buscaran el principio que nunca hubo para iniciar los combates. Trampa 22 también funciona como tal para el espectador, porque es una película que se puede odiar aunque sus intenciones son otras. La desmitificación de la épica guerrera, la deflagración de todos los ideales nobles que conducen al heroísmo, el arrasamiento de cualquier convicción basada en el prejuicio bélico, son constantes a lo largo de toda la película. Sí, la guerra es un cataclismo causado por gente que es bastante egoísta y estúpida, pero aquí no nos dejan de repetir que nosotros, los que asistimos a esa barbaridad, somos iguales de egoístas y estúpidos.

Mike Nichols dirigió un rompecabezas de incontables piezas, muy difícil de encajar, con un reparto de ensueño que incluía a Alan Arkin como el aviador Yossarian, y toda una constelación a su alrededor compuesta por nombres tan prestigiosos como Martin Balsam, Richard Benjamin, Jack Gilford, Anthony Perkins, Paula Prentiss, Martin Sheen, Jon Voight, Orson Welles, Charles Grodin o, incluso, la sorpresiva aparición del cantante Art Garfunkel. El resultado es una película difícil, basada en el original literario de Joseph Heller, que trata de parodiar al acto más absurdo de la humanidad y, a la vez, de causar algunas sensaciones que están al filo de lo más rechazable.

Las ramificaciones de la guerra se esfuerzan por llegar al corazón de cualquiera y, en esta ocasión, lo tocan con fiereza. Un artículo del código militar es toda una emboscada y estamos ante una aislada muestra de lo que es capaz de decir una comedia irremisiblemente negra envuelta en balas de arrebatadora verdad. Quizá también haya que declararse loco para encontrar algo de sentido en ella.


miércoles, 8 de septiembre de 2021

MALIGNO (2021), de James Wan

 

Puede que uno de los amigos imaginarios más inquietantes del cine sea aquel que se llamaba Tony y se expresaba a través del movimiento del dedo índice en una película llamada El resplandor. No cabe duda de que ese universo que han visitado todos los niños, construyendo alguien a quien hablar, con sus propias características y personalidad es uno de los rincones más  oscuros de la personalidad infantil. Más que nada porque ese amigo adopta la forma y maneras que surgen de lo más profundo de sus mentes. Y puede ser bueno, pero también puede que no.

En esta ocasión, el director James Wan ha ideado toda una trama basándose en ese amigo que no existe (aunque, tal vez, sí) y ha sabido sujetar las riendas de forma admirable en su primer tercio para, luego, desbocarse de forma algo lamentable por el precipicio de la casquería y del abandono del miedo. Maligno parte de una idea atractiva que se va resbalando poco a poco hacia los abismos de lo insustancial y de lo más fácil. El suspense se olvida y todo termina en una imposible persecución a pesar de su más que evidente mensaje que, para no caer en innecesarias revelaciones, no voy a detallar aquí.

Así que es posible que un hecho fortuito provoque la aparición de todos los temores y de todas las frustraciones. Los fantasmas pueden existir en la cabeza y es difícil unir las piezas cuando se trata de un pasado que no se recuerda porque es mejor y más sano olvidar. Lo inoportuno siempre hace su aparición en un mundo no demasiado amable, la hipnosis sólo despierta antiguos pánicos y sólo queda la salida del dominio disciplinado de la mente. El demonio habita en todos nosotros y, en esta ocasión, va a haber que identificarlo con toda seguridad. En caso contrario, la sangra brotará a borbotones y la brutalidad será lo usual. Ya se sabe. Todos llevamos una bestia dentro a la que debemos controlar.

Viejas grabaciones revelarán ocultos secretos que nunca debieron ser estudiados. No se debe dejar crecer al mal para estudiar sus efectos sobre el bien y las venganzas estarán cuidadosamente planeadas en oscuras habitaciones de enormes edificios. La mente humana es un misterio fascinante por lo que oculta, no por lo que se conoce. Y la noche se volverá una tormenta de imágenes que parecen soñadas, o premonitorias, o revividas. El día debe vencer a la noche y los gritos nunca se pueden oír con claridad mientras la lluvia no deja de caer. La provocación pagará muy caro su atrevimiento y las deformaciones se mostrarán con su mirada acuosa. La maldad…siempre la maldad…

Dentro de los defectos de esta película del director que nos hizo pasar mucho miedo con la primera y segunda parte de El expediente Warren, está la mediocridad de los actores unida a una elección discutible de la banda sonora. Por otro lado, esa opción rara y decidida de aventurarse por los terrenos de la persecución también hace que, en algún momento, Wan traicione las reglas que se ha ocupado de describir en la misma película. En todo caso, la inquietud huye y habrá que esperar a otro día en el que la inspiración sea algo más sugerente y algo menos hemoglobínica. Puede que no haya que rebuscar tanto en los argumentos para hallar una explicación coherente a todo un entramado. No lo sabemos. En todo caso, lo preguntaremos detenidamente a esa vocecita que nos ha hablado tantas veces durante los años de la inocencia. Puede que en el fondo los amigos no estén muy de acuerdo. 

martes, 7 de septiembre de 2021

EL ÚLTIMO DEBER (1973), de Hal Ashby

Primera lección: No tomes todas las cartas que la vida te ofrece.

Buddusky y Mulhall son dos veteranos de la Marina a los que les encomiendan una misión aparentemente sencilla. Tienen que recoger a un muchacho, un novato, que está en prisión y traerlo hasta la base. El viaje es largo y estos dos tipos se lo toman como si fuera un permiso a cuenta del Estado. Se va, se recoge al prisionero y se vuelve y, si por el camino, se toman un par de copas y se pasa alguna buena noche, estupendo. Sin embargo, el muchacho, un tal Meadows, está al borde de las lágrimas. Robó dinero de una colecta caritativa de la mujer del almirante y le han caído ocho años de trena. Buddusky cree que el camino de vuelto va a ser un poco más largo. Habrá que instruir al chaval, dejarle que se divierta una última vez y, luego, entregarle. Es un ladronzuelo que sólo ha cometido un error y el castigo se va a llevar su juventud. Que se emborrache y aprenda a beber y que pierda su virginidad antes de pasarse ocho largos años rodeado de tipos poco recomendables. Es como suspender la realidad durante unas horas. Es mejor hacerlo así porque el chico no está preparado para entrar en la cárcel. No está preparado para nada.

Mulhall, sin embargo, guarda un temor. Es posible que aquello les cueste el puesto y él quiere seguir en la Marina pase lo que pase. Siente pena por el muchacho, pero no está dispuesto a sacrificarlo todo para que el chaval reciba unas cuantas lecciones en un curso acelerado sobre la vida. Sí, en esos largos y eternos cinco días, van a intercambiar muchas experiencias vitales y, quizá, sea un último detalle para un imberbe que cometió una travesura desproporcionadamente castigada. Buddusky cree que la escala de la oficialidad destaca por su indiferencia y eso no es justo. Sobre todo porque hay muchos, como Mulhall, dispuestos a entregar los mejores años de su vida al servicio y merecen una mirada, aunque sea breve, más comprensiva. Lo cierto es que, durante esos interminables días, se pueden apreciar las particularidades del comportamiento humano y cómo las decisiones que se toman pueden estar condicionadas por los estamentos superiores. Y, por si fuera poco, la despreocupación del mundo de los adultos hacia los jóvenes, a los que se les niega cualquier puente para la siempre difícil transición de la adolescencia hacia la madurez.

El soberbio trabajo de Jack Nicholson en esta película, en la piel del Marinero de Primera William Buddusky, es digno de recordarse. En él confluye la tragicomedia, la redención, el realismo y el verdadero drama humano de una situación que no tiene demasiadas salidas. La dirección de Hal Ashby es acertada, con mucho ritmo y siempre desarrollando una particular empatía hacia los personajes, cada uno con sus motivaciones y aspiraciones, pero con un leve tono de desesperanza en todos ellos.

Y es que, entre orden y deber, hay un lugar en el cual a los camaradas les gusta compartir. Incluso la experiencia es un grado y un nexo de unión cuando el uniforme es común. Es cierto que esos dos marineros que deben cumplir un último deber están deseando perderse en el mar, pero saben que la Marina, esa amante que han escogido, hace lo que tiene que hacer con todos los hombres. Sean buenos o malos.

lunes, 6 de septiembre de 2021

ANNETTE (2021), de Leos Carax

 

El amor no siempre sigue por los caminos de lo más fácil. En su tortuosa existencia, se puede detener para corromperse, para que lo imposible ocurra en el peor de los sentidos, para que la nada se abra como un enorme e insondable abismo por el que cualquiera se puede sentir atraído. Allí, en el fondo del precipicio, es donde se hallan todos los sueños, todos los deseos y también, tapando todo, los errores que se han cometido.

Así que es posible que el éxito huya en determinado momento y comiencen a formarse nubarrones de envidia que pueden llegar a tener más poder que el propio amor. El orgullo es un temible infiltrado que se dedica a minar todos y cada uno de los resquicios de ternura. La muerte no tarda en abrirse paso y entonces es cuando se inicia un camino que no tiene vuelta posible porque ya no habrá ningún lugar en donde el amor pueda descansar. Las lágrimas serán los testigos. La desesperación será el juez.

La música, a menudo algo repetitiva, se adentra en las situaciones más impensables. Un parto, un interrogatorio policial, un monólogo que se supone cómico, un público deseoso de carnaza. En medio de tanta melodía en la que también abunda el simple recitativo, muere la pasión y la supervivencia se transmuta en un asesino que acaba por descubrirse desde la inocencia. Ya no se puede cantar más. Ya no se puede amar más.

Leos Carax es ese cineasta francés al que, con razón, se ha acusado frecuentemente de intentar buscar la originalidad en cada una de sus secuencias. Esto ya se dijo cuando se estrenó la  que, posiblemente, sea su mejor película, Los amantes de Pont-Neuf, y, en esta ocasión, ha vuelto otra vez al tema del amor corrompido, pútrido, mal entendido y peor resuelto. Para ello ha contado con la siempre eficaz y comedida Marion Cotillard y con el deliberadamente versátil Adam Driver, que ya demostró cuánto podía dar de sí cuando interpretó fabulosamente el Being Alive, de Stephen Sondheim en Historia de un matrimonio. Aquí parece que quiere trascender y ahí es donde Driver pierde muchos enteros porque se convierte en algo que, incluso, llega a ser aburrido. Por lo demás, el espectador medio se pierde en la propuesta porque no se espera una estructura de ópera-rock en la que, de forma un tanto tramposa, el director hace avanzar la acción a través de diversos apuntes a través de noticiarios del corazón para, después, detenerse hasta la saciedad en subrayar la ansiedad y frustración de sus personajes.

Y es que el amor siempre es muy difícil de describir. En esta ocasión, no cabe duda de que es aquello que amarga cuando no se tiene y que, vorazmente, trata de hundir a los que intentan ser mejores cada día. Por lo demás, hay algunas escenas de mérito, algún que otro tema de cierta habilidad, ninguna coreografía porque todo es cantado pero nada es bailado, veleidosas tendencias a lo metafóricamente ingenuo y un buen uso y abuso de plantes de seguimiento frontales porque la movilidad la ponen los actores que, eso sí, andan mucho de un lado a otro mientras van desgranando por el pentagrama sus inquietudes. Se podría decir, de alguna manera, que Carax ha querido aproximarse un tanto a las intenciones que puso en práctica Lars Von Trier en Bailar en la oscuridad.

Y, eso sí, puede que terminemos todos por darnos cuenta de que sólo dejamos de ser marionetas cuando nos libramos de aquellos que tratan de sacar provecho del supuesto amor que desean más que nada. Al fin y al cabo, es un sentimiento que admite tantas posibilidades que algunas pueden ser definitivamente nocivas. 

jueves, 2 de septiembre de 2021

TIEMPO (2021), de M. Night Shyamalan

 

El maldito enemigo siempre parece ser el mismo espíritu de la contradicción. En muchas ocasiones, deseamos que pase rápido, como una exhalación, porque apenas podemos esperar el momento siguiente. Con la edad adulta, siempre pasa lo mismo. Nos falta. Intentamos sacarlo de debajo de las piedras, pero se muestra escurridizo y esquivo. No quiere deleitarnos con sus minutos, ni darnos un respiro con sus segundos. Es el tesoro que se halla continuamente en movimiento, sin ninguna marca posible que nos indique en el mapa de pulsera dónde se encuentra. Maldito, siempre maldito.

Y, tal vez, lo que nos quiera decir con su incesante y monótono golpeteo es que no debemos malgastarlo pensando en el futuro y, ni mucho menos, retenerlo volviendo al pasado. El enemigo desea el enfrentamiento del ahora, del aquí, del impredecible instante que se irá huidizo para traer otro que no tiene por qué ser igual. Por supuesto, también es amigo de la arruga, del achaque, de la duda, del declive, del olvido, de la indecisión y va a poner todas esas amistades en juego para que cada vez sea más difícil el instante siguiente. Ahora, aquí, repite. Y las horas caen como años. Y los años son sentencias. Por muchas distracciones que se intenten. Por muchos recuerdos que se pierdan.

M. Night Shyamalan ha puesto en pie un argumento demoledoramente atractivo que se ve seriamente amenazado por algunas salidas de tono de las que podría haber prescindido sin demasiados problemas. Aún así, su premisa inicial es tan potente que puede con las explicaciones incompletas, con las dudosas lógicas, con los silencios sin acotaciones y con alguna que otra tontería de libro. A su favor, unas cuantas secuencias muy poderosas, cortadas por la caída en lo grotesco, diálogos que reflejan a la perfección el paso de la infancia a la madurez (“antes veía pocos colores, pero eran muy intensos. Ahora veo muchos más colores, pero sin tanta intensidad”), y algún que otro hallazgo narrativo interesante. También hay bastante mediocridad y lo que podría haber sido una película terriblemente absorbente pasa, simplemente, por una historia un poco más que aceptable. También suele ser una consecuencia directa del paso implacable del enemigo. Las ideas ya no son las mismas.

Así que no cabe duda de que ese enemigo se ceba con ganas en las poses forzadas de la belleza de plástico, de que no tiene piedad en su paso y que, por aquellos milagros magnéticos de no se sabe muy bien qué procedencia, se puede acelerar en su conteo. La experiencia parece que crece y ya no se sabe muy bien por qué hay que salir de la playa, por qué no se puede vivir ese momento, por qué la vida se parece tanto a un lento discurrir de acontecimientos que pasan por delante de todos nosotros sin que lleguemos a atraparlos. Puede que haya una respuesta a todo ello y es posible que ustedes estén pensando en ella. Sólo hay una cosa que puede sobreponerse al enemigo y es el amor. El amor de cualquier clase, siempre que sea el auténtico, el de verdad, ese que nada ni nadie puede falsear por mucho que las agujas del reloj sigan avanzando. Y ese amor, precisamente ése, es el que también susurrará el mismo mensaje que lanza el enemigo a cada segundo. Hic et Nunc. Aquí y ahora. El resto, si somos sinceros con nosotros mismos, carecerá de toda importancia.

REMINISCENCIA (2021), de Lisa Joy

Un recuerdo siempre es una fotografía más o menos borrosa de algo que causó impresión en nuestro conocimiento. A menudo, es agradable volver a aquel momento en el que pareció que el tiempo se detenía y la eternidad se hizo una novia. Sin embargo, también es posible que, incluso de forma inconsciente, queramos olvidar aquello que nos hizo daño, que hizo que la vida fuera un poco más fea, que nos hizo peores.

Así que es posible que, dentro de algunos años, haya un individuo que se dedique a ayudar a recordar a las personas todo aquello por lo que merece la pena vivir. Puede que sea un futuro húmedo, con las calles anegadas y las ciudades medio escondidas bajo el agua y el peligro de todo esto es que la gente se niegue a mirar hacia adelante y prefiera vivir en el pasado. No obstante, por allí, por la puerta, entra alguien que pone todo el mundo del revés con una canción y una mirada. Entonces todo cambia y, de alguna manera, el sol se pone y no todo es tan malo. Aunque sea por unos cuantos días mal contados. Eso puede ser el calendario deseado por cualquier perdedor por vocación.

La magia desaparece y comienza la investigación. Por las entrañas de los recuerdos ajenos habrá que manejarse con habilidad porque no sólo se busca a la chica, sino también a la verdad. Y la verdad es siempre incómoda porque es brutal, sin ambages, sin matices. Es la misma vida que te dice una y otra vez que los ricos viven en tierra seca y los pobres tendrán que sobrevivir con botas de agua y entradas en el quinto piso. Las reminiscencias son pruebas irrefutables de que nada es lo que pareció, de que el pasado es más agradable y de que los días son mejores cuando se viven una y otra vez.

Esta película ha sido dirigida por Lisa Joy, a la sazón cuñada de Christopher Nolan, y no cabe duda de que ha bebido de las obsesiones del hermano de su marido y que se pueden rastrear huellas de Origen, pero también de Minority Report, de Steven Spielberg mientras nos movemos de la mano de Hugh Jackman, de Rebeca Ferguson y, sobre todo, del personaje más interesante que, de forma un tanto inexplicable, desaparece en medio de la historia y que encarna Thandie Newton. El resultado es una película que bebe directamente del cine negro y, por supuesto, de la distopía de turno con cierta habilidad en algunos pasajes, en los que el recuerdo juega un papel fundamental. Tal vez porque a todos nos gusta volver a aquellos lugares y momentos en los que fuimos plenamente felices.

Los perdedores son los más que ansían esa memoria. Por el camino habrá otros personajes con los que es mejor no guardar ningún recuerdo. La rabia, la decepción, la desolación, la nada estarán suplicando por un papel en las reminiscencias de la vivencia y hay que controlar todo ello para que la locura no haga su aparición. Por supuesto, hay garitos, drogas, intentos de control para que la maldad se adueñe de los errores, tramas escondidas en las altas esferas y pasados tormentosos que luchan por abrirse paso hacia el olvido. Y descubriremos que también hay mensajes que se hallan ocultos en algún lugar de nuestra experiencia. Sólo para decirnos que sí, que mereció la pena vivir aquella noche que nunca acabó, que Orfeo y Eurídice fue algo más que un cuento  y que el infierno, posiblemente el peor de todos, sea no dejar huella en nada ni en nadie. Recuerden. No dejen de recordar. El detective del pasado se halla al acecho y descubrirá, a través del océano de tiempo entre vida y recuerdo, que el beso más dulce sea aquel que nunca se dio.