Pues la verdad, no veo que se monte ningún escándalo por el retrato de un policía que está bastante más a la derecha que Harry el sucio porque, al fin y al cabo, los engarces de esta película son bastante parecidos. Policía con una inclinación a la violencia que llega al vicio, malo recalcitrante y hasta las trancas al que estás deseando que lo pasen por la quilla y todo un rosario de sitios ya visitados y situaciones más que conocidas.
El caso es que, aunque el tema sea más previsible que un calcetín con tomate, los alrededores de la trama tienen un par de cosas que merecen la pena. Una ciudad retratada como un lugar inhóspito pero de ningún modo sucio o una inversión de papeles que llega al clímax cuando en una secuencia el asesino se viste de policía y el agente de la ley se esconde en una sudadera con capucha como el psicópata. Pero el conjunto adolece de una falta de tensión bastante acusada, sobre todo con la introducción paralela de la historia de una chica de pasado turbulento que también se dedica a patear las calles con una placa.
Los intérpretes, por otro lado, son de una mediocridad apabullante. No hay expresión en ninguno de ellos. Jason Statham podría ser lo mismo un calvo que un trozo de madera. Paddy Considine consigue dar una cierta impresión de nerviosismo más propia de un tipo inseguro que de un fulano de armas tomar. Y todo el conjunto se convierte en una serie de promesas que mueren porque el punto de partida es lo suficientemente atractivo como para mantener un cierto grado de atención pero el desarrollo parece realizado como entre brumas, como si la intención fuera otra y hubiera fuerzas que han desviado la película hacia terrenos tan resbaladizos como equivocados.
Ni siquiera los toques de humor son lo bastante duros como para provocar una sensación de que ese tipo que se encarga de cazar a un asesino en serie por las calles de Londres tiene un soterrado sentido de la ironía. Las frases supuestamente brillantes son meras repeticiones de doble sentido y tampoco el personaje principal es que sea un dechado de inteligencia.
Aunque también hay alguna interesante secuencia de acción, no se puede obviar una profundidad en las miradas que parece sacada de un jardín de infancia, un retrato ciertamente estereotipado de algunos personajes, unas ganas locas de hacer una película con ínfulas, un jefe que es más inútil que una quiniela sin echar y la sensación de que el tiempo pasa demasiado lento para ser un intento supuestamente rápido en una historia que habría ganado muchísimos enteros si se hubiera rodado con algún misterio, con más carne en el asador y menos luminosidad, poniendo faros inquietos como ojos, cámaras como testigos mudos de una mente que desafía a la autoridad con decisión y astucia, sustos tras las esquinas, coherencia en las resoluciones. En el fondo, si esta película hubiera caído en manos de un director más avezado que Elliott Lester y de un reparto con más oficio, probablemente estaríamos hablando de algo mucho, mucho mejor.
No hay que dejarse engañar. La promesa de estos fotogramas se convierte en cartuchos gastados antes de tiempo y, claro, no hay más remedio que acudir a lo que se puede prever con la audacia de un pato mareado. Hay que ceder menos en hacer más amable a un tipo por el que no se siente simpatía ni aversión. Es un calvo más dispuesto a sacar la pistola a la mínima. Con tejidos de amistad en el fondo de su latiente corazoncito de policía con un punto de honestidad. Y entonces el espectador se queda ahí, sentado, asistiendo atónito a la celebración de un ritual que ya comienza a ser tan repetitivo que a la derecha parece que se sienta Charles Bronson y a la izquierda, Clint Eastwood. Y es que Blitz no es ningún relámpago.