Volver a poner la vida en orden cuando todo está desencajado suele ser una tarea muy difícil. Entre otras cosas, porque la gente sigue viendo en ti al loco, al depresivo, al tipo que desataba la euforia y, de repente, caía en picado; o al desequilibrado que podía escapársele la mano y agredir sin venir a cuento mientras soltaba una interminable cháchara de escasa trascendencia. Pero incluso los neuróticos tienen la ocasión de demostrar de qué talla están hechos. Basta con ver el lado de bueno de las cosas, tener una actitud positiva ante ellas y todo irá tomando forma, como un baile que comienza con un movimiento suelto de los cuerpos en el espacio y acaba en un espacio para que los cuerpos tengan algo en común.
Pero es que se antoja tarea imposible a poco que uno eche un vistazo alrededor. Tu padre es un supersticioso del fútbol que cree que tu presencia aleja el “yuyu” del equipo de sus amores, tu hermano tiene la certeza de que a él le irá bien mientras a ti te vaya mal, tu amigo es un infeliz que está al borde de la misma neurosis que tu padeces y hasta tu psiquiatra se presenta en los alrededores del estadio con media cara pintada y gritando consignas que harían parecer loco a cualquiera. Realmente el mundo es el que está loco. Lo tuyo es una enfermedad que cuadra bastante con él.
De improviso, se presenta un tranquilizante milagroso. Es una chica. También padece de una cierta neurosis por quedarse viuda tan joven, tiene problemas de relación, sus contestaciones son tan secas que el Sahara parece un vergel. Está bien, tiene su atractivo aunque exige algo de vuelta si quieres su amistad. Ella es esa llave que necesitas para que las piezas que están flotando en el aire comiencen a encajar en su sitio y dejen de soñar con pasados que no fueron más que ensayos de la felicidad. Apostaría algo a que ella es la mujer de tu vida. Al fin y al cabo, tal vez solo una neurótica sea capaz de rescatarte de la locura.
Esta película es uno de esos dramas que llevan sonrisa incorporada o, tal vez, una de esas comedias que te dejan un cierto revoltijo helado en el estómago. Lo cierto es que, a fuerza de intrascendencia, se deja ver con agrado, con situaciones tan reales que parecen sacadas del mismo absurdo que es la vida. Una vida que se quiere poner en orden y que se resiste a ser inamovible. Tiene un trabajo estupendo de su protagonista, Bradley Cooper, que es capaz de exhibir esa calma tormentosa que tienen todos los que han padecido enfermedades mentales y que, por otro lado, se hace atractivo en sus pasos perdidos en medio de ese camino de vuelta que emprende. Acompañándole, Robert de Niro, siempre intenso, siempre con la experiencia en los ojos y dando el contrapunto de locura vital que tanto nos rodea a todos. Un escalón más abajo se halla Jennifer Lawrence que no se hace tan atractiva, que consigue que al espectador le cueste entrar en una belleza difícil y que es tan escueta como provocativa. Al otro lado de la cámara, David O. Russell, aquel director que hizo Tres reyes y, más tarde, la muy sobrevalorada The fighter y que aquí no puede evitar tampoco algún movimiento de cámara nervioso pero que hace, de la ausencia de precipitación, la mayor virtud de una película que necesita ser contada con una tranquilidad nada fingida, con un pausado ritmo casi literario que avanza con el esbozo de unos pasos de baile. Y es que narrar el regreso de la sinrazón suele necesitar de detalles, de conversaciones, de líos tontos para subrayar que la locura es la del mundo y no la tuya. Basta con irse a un estadio de fútbol y mirar alrededor. O correr por la calle haciendo respirar los pulmones y asombrándose del entorno. O quizá conociendo a la chica que está aún peor y sabe remover tus entrañas hasta que puedas ver, con claridad, si todavía te puedes llamar hombre.