Una
fortuna amasada a base de pocos escrúpulos, mucho oportunismo y bastante
tacañería puede ser algo muy goloso para algunos facinerosos. Sin embargo,
tendrían que darse cuenta de que no es fácil sacarle dinero a un potentado que
cuenta con tantísimos ceros en su cuenta corriente porque sus sentimientos
suelen ser mentiras disfrazadas y su corazón está hecho de tinta verde de papel
moneda. En realidad, secuestrar a su nieto es tan absurdo como retador. Y John
Paul Getty no era un hombre que aceptaba retos. Simplemente, los terminaba.
Así que ahí tenemos al
hombre que se ha hecho a sí mismo con una enorme visión para los negocios y que
se niega a pagar rescate alguno por un miembro de su familia amparándose en
razones económicas, fiscales o de amoralidad empresarial. Eso es lo de menos.
Siempre tendrá una excusa que exhala desde la cima del poder porque él es el
hombre que maneja los hilos, que es capaz de comprarlo todo y, a la vez, de
venderlo triplicando su precio. Sólo hay una cosa que John Paul Getty no
soporta, y es que le arrebaten lo que ha sido suyo.
Mientras tanto, las
personas corrientes, el resto de los mortales, importan más bien poco. Son sólo
insectos que se mueven inquietos intentando sobrevivir en un mundo en el que se
saben perdedores. Las lágrimas de una madre tienen muy poco valor en bolsa. El
desprecio de su hombre de confianza no cotiza al alza. La obligación moral no
es una obra de arte con la que se pueda comerciar. Todo eso no interesa. Es
paja para ese mundo de venganza de media sonrisa y de puñalada trapera que se
mueve, siente y se manifiesta en las altas finanzas. Ser humano no tiene prima
de riesgo.
Por una vez, Ridley
Scott trata de alejarse de las veleidades incoherentes y fuera de lugar que le
han atenazado en muchos de sus títulos y trata de hacer una película sólida,
con el dinero como protagonista al añadir muchos ceros al rostro del mismísimo
diablo. Consigue en parte su objetivo, entre otras cosas gracias al enorme
trabajo de Michelle Williams y, sobre todo, al de Christopher Plummer que es
quien, realmente, se hace un hueco en la memoria, pero el conjunto resulta algo
plano, sin demasiada profundidad porque Scott renuncia a la sutilidad y se
concentra en un mensaje, quizás, evidente y manido como es la avaricia, la
aparente justicia del destino, la terrible moral del dinero y la frialdad de un
mundo vedado al vulgo que sólo se iguala al rico en la hora de la muerte. Por
lo demás, también se hace un cierto ridículo en el empleo de la voz en off, que
se olvida según avanza la historia, pero que destaca en su sobriedad y en una
puesta en escena casi adusta, acorde con la seriedad de un personaje que nunca
supo lo que es el amor salvo, tal vez, en alguna obra de arte comprada a un
precio obsceno.
No queda otra cosa que
dejarse atrapar por esta historia de intereses encontrado y torticeramente
ejercidos, siempre con la traición en la siguiente firma y con seres que
reconocer su propia debilidad ante el poderoso caballero que es Don Dinero,
que, esta vez, se nos presenta en carne y hueso con alguna veta de mármol. El
resto es sólo un rescate que estamos obligados a pagar si queremos ver una de
las últimas interpretaciones de un actor elegante, que, en esta ocasión, es
capaz de helar las venas con una mirada y de parar el corazón con el rasgar de
la pluma sobre un papel en el que los demás siempre reconocen su derrota.