viernes, 26 de marzo de 2021

UNA NOCHE EN MIAMI (2020), de Regina King

 

Con este artículo de una película sorprendente y estupenda, vamos a cerrar el blog hasta el martes 6 de abril. Decir que vayáis al cine es algo que puede tildarse de temerario, pero hacedlo, son lugares muy seguros. Feliz Semana Santa.

Cuatro hombres se citan en la habitación de un hotel de Miami. Uno de ellos, es Muhammad Ali, que acaba de proclamarse campeón del mundo de los pesos pesados contra Sonny Liston. Otro es Malcolm X, luchador por los derechos civiles. Otro más es Sam Cooke, el famoso cantante. El último es Jim Brown, estrella del fútbol americano a punto de pasarse al mundo del cine. Esa noche, en Miami, hablarán de su amistad, de su compromiso, de su habilidad, de su frustración y de su destino.

Muhammad Alí es el hombre-espectáculo. Sabe que abre la boca y el mundo ríe escandalizado. Aún así, no se puede negar que tuvo talento con su izquierda temible y su baile de mariposa sobre el cuadrilátero. Posiblemente, fue el mejor boxeador de todos los tiempos. Buscador incansable de primeras planas, también fue uno de los primeros personajes públicos alejados de la política que dijo unas cuantas verdades sobre la supremacía blanca, sobre los derechos civiles y sobre la verdad de una sociedad hipócrita que no dudó en llamarle para luchar en una guerra de blancos. Su mensaje eran sus golpes. La verdad ineludible de que, físicamente, era tremendamente superior.

Jim Brown es el hombre razonable. Ha saboreado el éxito y es muy consciente de que se acaba. Los años pasan y sus rodillas se resienten. Debe buscar un estilo de vida en el cine y nunca dice una palabra más alta que otra. Sabe que la fama devora y que su presencia en las pantallas romperá moldes. Ya ha hecho Río Conchos y vendrán otras películas de éxito indiscutible. Dejará el fútbol. Será actor. Quizá no sea de los más grandes, pero dará textura a muchas de sus películas. Con presencia. Con la evidencia de que un hombre de color impone si sabe estar.

Sam Cooke es el hombre romántico. Quizá es el que más se ha acomodado a lo que los blancos quieren hacer de los negros, pero sus canciones llegan a los corazones de todos incluso en una genial improvisación. Sabe que tiene que competir con blancos y, de forma inteligente, también hace canciones para que los blancos paguen. Puede que las letras de sus melodías tengan que ser un poco más significativas y algo menos comerciales. Puede que deba asumir algún compromiso más. Tal vez en un maravilloso mundo en el que sólo sabe que amar es la solución a la ignorancia.

Malcolm X es el hombre manipulador. Ha probado el sabor de la amistad y, sin embargo, la lucha por los derechos civiles desde una perspectiva absolutamente radical y casi incendiaria le ciega en algún momento. En esa larga noche de conversaciones y verdades, propondrá a sus amigos que se comprometan, que sean, que luchen, que sean altavoces. Se olvida de la razón. Y de la moderación. A los amigos no se les utiliza. A los amigos no se les pide que sean adalides culturales o deportivos de la prueba fehaciente de que los negros pueden superar a los blancos. El camino es otro. Y uno de ellos es el libre albedrío.

No cabe duda de que Una noche en Miami se resiente un poco de su origen teatral, pero hay que reconocer que sus diálogos son muy buenos y de que los cuatro intérpretes encargados de dar vida a estos mitos de los sesenta prestan algo más que su físico para parecerse a ellos. Sus discusiones son reales, su amistad sentida, también. Y sus encuentros con el destino oscilarán entre la opresión, la muerte, el éxito y la aceptación. Quizá, por una vez, más allá de la justicia, habrá que dejar de lado la radicalidad impostada y luchar con la razón en la mano. La venganza y la demostración nunca fueron caminos adecuados. 

jueves, 25 de marzo de 2021

THE MAURITANIAN (2020), de Kevin McDonald

 

Cuando el fascismo huele, se mueve y actúa, se deja un buen puñado de esquirlas de metralla por el camino. Es fácil seguir su rastro. Su obsesión por la prohibición de derechos, por hacer que las sospechas tengan que ser ciertas porque es la forma más fácil de callar bocas, por esconder informes comprometedores que harían gritar de pánico a la opinión pública, son algunas de sus características inconfundibles. Cualquier forma dictatorial tratará de borrar las huellas de sus errores. Y, con toda probabilidad, siempre habrá alguien que, desde los lugares más oscuros de la moral, trate de conservarlas.

Uno de los ejemplos más flagrantes de ese fascismo imperialista fue la detención de más de setecientos sospechosos de participación en el terrible atentado del 11-S en el campo de prisioneros de Guantánamo durante años sin tener derecho a juicio alguno. La intuición era casi la única pista que llevaba a mantenerlos aislados, sometidos a tortura si ellos creían que se negaban a colaborar. Para ello, no era necesario negarse. Simplemente proclamar la inocencia ya era suficiente como para que pasara a un grado de tortura casi innombrable. La seguridad nacional de los Estados Unidos estaba por encima de cualquier otra consideración. Incluso de los más elementales factores de cualquier Estado de Derecho. La inutilidad de los servicios de espionaje, absolutamente volcados en llegar a todas las ramificaciones de Al-Qaeda, incluyendo las que no tenían ninguna importancia, llevó a la aberración de sólo conseguir la condena de cinco terroristas entre los setecientos que estuvieron encerrados. Y ninguna administración presidencial desde entonces se ha atrevido a pedir perdón.

Hay diversos detalles que llaman mucho la atención en este caso que describe The Mauritanian. Uno de ellos es el personaje que interpreta de forma impecable Benedict Cumberbatch como ese fiscal que está deseoso de imponer condenas a cualquiera que huela a culpable del 11-S, pero que nunca se olvida del concepto mismo de justicia. La otra es el modo en el que se construye al mauritano en cuestión por parte de Tahar Rahim, un hombre que sufre, sin duda, pero que tiene una admirable tendencia a la sonrisa, a no dejarse vencer, a demostrar su inocencia cuando todo apunta a su culpabilidad. Jodie Foster, como su abogada defensora, realiza un trabajo notable, pero quizá ya está un peldaño más abajo. La dirección de Kevin McDonald es mucho más sobria de los que nos ha tenido acostumbrados con películas como El último rey de Escocia o La sombra del poder, aunque la utilización de la banda sonora no es sobresaliente. El resultado es una película ligeramente desequilibrada, que presta, quizá, demasiada atención a la parte más sórdida cuando es algo que se podría haber sugerido con mucha mayor elegancia e igual efectividad, pero brillante en algunos tramos, como esa parte final en la que se llega a saber de primera mano cuál es el verdadero sentido de la democracia, cuál es su valor, y cuál es el hombre que habita en nuestro interior.

Como siempre, es necesario superar los prejuicios de cualquier clase para tener la cabeza fría y entresacar la verdad del ruido. Hay que atravesar el desierto de las ideas y tratar de llegar a la moderación. Unos y otros tratarán de confundirnos con un puñado de razones que parecen definitivas y que, sin embargo, no son más que distracciones para que no podamos entrar en el fondo de la cuestión. Y aquellos que lo hagan serán los verdaderos ciudadanos libres que saben de lo que hablan, creen en lo que piensan y no tienen miedo de decirlo. 

miércoles, 24 de marzo de 2021

UN TOQUE DE DISTINCIÓN (1973), de Melvin Frank

 

En homenaje a George Segal, que nos acaba de dejar silenciosamente. Muchas horas disfrutando de su difícil naturalidad.

Cuando dos personas se atraen, no hay fuerza en el mundo capaz de parar ese extraño magnetismo. Y eso ocurre incluso antes de conocerse. Parece como si hubiera algo escrito en un libro desconocido sobre el destino en el que se ha dejado establecido que esas dos personas van a tener que vivir un amor por obligación. Y cuando ocurre el encuentro, él no se lo piensa dos veces. Quiere vivirlo. Al fin y al cabo, no es la primera vez que es infiel a su mujer. Ella tiene algo más de reparo. No quiere citas clandestinas en moteles de segunda categoría. Quizá es mejor planear un fin de semana en la cálida España. Allí, tal vez, el fin de semana se convierta en una semana completa porque el amor,  ya se sabe, es un perezoso que quiere recrearse. Y en esa Marbella de los setenta puede que haya tiempo para hablar y plantearse algo parecido a un futuro. Sin embargo, el amor, ese gran fugitivo, no piensa mucho en lo que ha de venir. Prefiere estar vivo en el presente. Sea en Marbella o en Londres, hay que vivir al día. Es su toque de distinción.

El problema está que la chica reticente ya no lo es tanto y está realmente enamorada. Él, por otro lado, es un cobarde vital y, en algún rincón de su pequeña humanidad, sigue queriendo a su mujer y a sus hijos. El amor, esa incógnita irresoluble, entra en la ecuación con fuerza y, lo que parece una comedia de equívocos con amigos indeseables, se convierte en un dilema moral en el que la culpa juega un papel fundamental. Algo presienten los amantes cuando ven en la televisión Breve encuentro y los dos lloran como descosidos. Cada uno, por una razón distinta. El amor tiene estas cosas. Algunas veces desata la risa. En otras, ahoga de pena.

Excelente película que oscila entre la comedia y el drama con dos partes bien diferenciadas y con un estupendo trabajo de George Segal y, sobre todo, de esa grandísima actriz que fue Glenda Jackson, galardonada aquí con un Oscar a la mejor interpretación femenina del año. Melvin Frank, experto director de comedias al que se le deben títulos tan hilarantes como Un gramo de locura, El prisionero de la Segunda Avenida y Buona sera, Señora Campbell, realiza aquí un ejercicio de sobriedad en su estilo, que adapta a la austeridad británica con una trama de sonrisa y un desenlace de agridulce. Sin embargo, el gran mérito estriba en que su transición es serena, pausada, sin cambios bruscos de temperatura. Él sabía que era necesario también un toque de distinción detrás de las cámaras.

Y es que suele pasar que los opuestos se atraen y el cataclismo debe ocurrir tarde o temprano. El amor se hace de rogar también y es bastante posible que tener una aventura no sea tan fácil. De repente, la conciencia aparece, los que no están, regresan y todo se vuelve del revés. Lo que se presentaba como placentero se convierte en estorbo y hay que cuadrar un imposible encaje de bolillos para que esa historia de amor viva un minuto más. Y, a veces, el amor también hace la maleta y se va de vacaciones dejando todo apartado.

martes, 23 de marzo de 2021

EL EFECTO ZERO (1998), de Jake Kasdan


Puede que el hecho de que un detective privado sea un sociópata recalcitrante sea algo relativamente normal. Al fin y al cabo, es un oficio en el que se ve llover demasiadas cosas feas, sórdidas e impensables. Si echamos una mirada a la literatura, podemos concluir que Sherlock Holmes tenía algo de sociópata. Pero, en este caso, estamos delante de un tipo que ni siquiera ve a sus clientes porque los rechaza físicamente. Igual que rechaza al resto del mundo. Quizá haya algo psicosomático en todo ello. Lo cierto es que eso le proporciona una ventaja extraordinaria y es que no se implica emocionalmente con ninguno de los casos que investiga porque no conoce a nadie que tenga que ver con ello. De eso se encarga un individuo que asume su presencia física y hace los recados. Es un tipo eficiente que, de vez en cuando, se vuelve loco con las excentricidades de su jefe. El caso es que Daryl Zero es un tipo de cuidado. Más que nada porque tiene verdadero pánico a traspasar las cuatro paredes que le cercan.

En esta ocasión, el caso es un chantaje a un magnate. Todo rutina. Sin embargo, hay algo que llama poderosamente la atención de Daryl Zero y es el hecho de que el millonario no dice por qué le hacen chantaje. Sólo quiere encontrar a los responsables y que la ley se haga cargo de ellos. Algo extraño. Steve Arlo, su ayudante, va a tener que emplearse a fondo porque esto, damas y caballeros, está más cerca de la novela negra que del salón de té. Y, por supuesto, el detective Zero va a tener que salir y mostrar algo de empatía por el problema. Todo un desafío para un individuo que no quiere tener nada que ver con el resto de la sociedad.

Esta desconocida película merece mucho la pena. Es original en sus planteamientos y, aunque tradicionalmente estamos acostumbrados a ver un Bill Pullman blando y sin demasiado carácter, es probable que aquí haga el mejor trabajo de su carrera. Sorprendentemente, el ayudante es Ben Stiller, muy lejos de sus astracanadas aunque sí se encarga de poner un par de notas de humor en las idas y venidas de ese ayudante que trata de hacer el trabajo físico que Daryl Zero no quiere o no puede llevar a cabo. También es, quizá, la mejor película del director Jake Kasdan que siempre se ha movido a años-luz de lo que consiguió su padre, Lawrence Kasdan, y que, en esta ocasión, parecía mostrar que algún gen se había conservado en la transmisión biológica. En cualquier caso, es una historia notable almacenada en el cajón de las más olvidadas y, tal vez, no merece tal destino.

Y no hay que dejar de escuchar ese discurso que el detective coloca sobre los mejores métodos de deducción y supervivencia. Puede que, en ocasiones, los que han renunciado a tratarse con el resto de la Humanidad tengan también un par de lecciones interesantes que dar. El efecto cero, a veces, es algo más que la neutralidad y el aislamiento.

jueves, 18 de marzo de 2021

MINARI (Historia de mi familia) (2020), de Lee Isaac Chung

 

Comenzar desde cero nunca es fácil. Puede que la casa en la que se cuenten todos los sueños no sea precisamente la ideal o que el aislamiento no sea la situación más adecuada para que crezcan unos niños. El ingrediente principal siempre debe ser el amor. El dinero tendrá que llegar porque si no, el cero nunca se convertirá en un uno. Habrá que luchar duramente contra el fracaso, que se queda pegado como si fuera un extraño caldo con asta de ciervo. La vida no está. Hay que ir a buscarla.

Una familia coreana que viene de California se instala en Arkansas con la idea de convertirse en agricultores. El proyecto es a largo plazo y requiere tesón, ganas, apoyo mutuo y mucho cariño. Las discusiones no tardan en aparecer. La desconfianza se hace pareja del fracaso y comienzan las suspicacias porque se duda del que debe empujar. Nada es como se había soñado. Tal vez lo mejor sea volver a California. Al fin y al cabo, el niño tiene una dolencia de corazón y no es muy buena idea vivir a una hora del hospital más próximo. La abuela aparece y es atípica, porque su filosofía es radicalmente simple y lógica, con alguna que otra palabra malsonante para dejar las cosas bien claras. Para completar el cuadro, un tipo medio sonado, absorbido por la religión, intentará echar una mano. Verduras coreanas. ¿A quién se le ocurre?

Él tiene entusiasmo y fe en lo que pretende hacer. Sin embargo, tiene pocos medios. Pretende encontrar agua y no pagar por ella. Ya está harto de trabajar como sexador de pollos y la vida, por fuerza, tiene que dar algún respiro. Ella, por otro lado, tiene miedo. No se siente con fuerzas para empezar de nuevo, por mucho que el sueño tenga algún que otro viso de ser una bonita verdad. Quiere relacionarse, quiere ser una más entre la multitud, aunque los pollos sigan siendo el motor económico. No quiere vivir en una casa en medio de la nada, con la compañía de los grillos por la noche, de tormentas en otoño y de la dureza del campo. Y todo se verá a través de los ojos de un niño que, aún relleno de la más encantadora inocencia, tratará de encontrar sentido a sus escasos días.

De producción americana, pero hablada casi íntegramente en coreano y con Brad Pitt a los mandos del dinero, no cabe duda de que Minari es un drama realista, ambientado en los ochenta, no demasiado amable y, en algunos pasajes, algo inerme. Sin embargo, funciona en la mayoría de ellos con eficacia porque todo está contado con ternura, rindiéndose a la evidencia de que, sin una cuenta corriente, es imposible encontrar la vida que a todos corresponde. Tal vez porque la verdadera felicidad no se halla en esa búsqueda incesante de ceros que permitan llegar hasta el aprobado vital, sino en la única y auténtica certeza que representa la familia como catalizador y factor de unión. Es posible que ahí se encuentre el triunfo, en la capacidad de mantenerse todos juntos, a pesar de todo y de todos. No importa la decepción, o la posibilidad de empezar de cero cada mañana haciendo que todo resulte casi insoportable. Todo se puede sobrellevar si la familia permanece unida, con el amor como único medio para llegar a todos los objetivos. Puede que, en el fondo, el encanto se pueda cortar a la orilla de un arroyo para asegurar que todo puede tener una continuidad o, al menos, una posibilidad. Por eso, el amor no debe derrocharse, no debe caer en lo inútil, no debe ser fútil, ni frívolo, ni pasajero. Sólo así el cero con los ojos de un niño tendrá algo de atractivo en sus recuerdos de infancia. Sólo así se podrá encontrar un camino en medio de la oscuridad más inhóspita.

miércoles, 17 de marzo de 2021

LA AUSENCIA (1992), de Peter Handke


“A mí lo que más me hubiera gustado hubiera sido pasarme la vida entera sin hacer otra cosa que andar arriba y abajo, en silencio, agachándome al suelo de vez en cuando y esto hubiera sido toda mi obra, mi única obra.

El silencio: yo vivo. El silencio: estoy aquí. El silencio: soy yo.

Hacia el silencio, sólo el silencio ¿Dónde estás, silencio, silencio mío?

Siempre fuiste bueno conmigo, silencio. Contigo volvía siempre a ser niño, silencio. Vine al mundo sólo por ti, silencio. Me hice oír sólo por ti, silencio. Fui a los hombres como hombre sólo por ti, silencio.

Vuelve a ser lo que fuiste para mí, silencio. Abrázame, silencio. ¿Pero el silencio no me ha hecho también arrogante, irritable, impaciente? ¿Pero estoy abierto al silencio todavía? Cógeme por debajo de los hombres, silencio. Mándame callar, silencio, y hazme receptivo, silencio. Receptivo, nada más, silencio.

Te estoy llamando a gritos, silencio.

Por encima de todo, tú, silencio. Silencio, tú eres la fuente de las imágenes. Silencio, la gran imagen. Silencio, madre de la fantasía.

Y así, en el silencio, es como un viejo, una mujer, un soldado y un jugador emprenden el largo viaje de camino a casa. Envueltos en la bruma de lo desconocido de una ciudad sin nombre, sintiendo el frío en los rostros y el abrigo en los cuerpos, deseando un fuego amigo que abrace todas las inquietudes que dejan atrás y las guarde en algún lugar sin llegar al olvido. Gente vulgar que se encuentra en un tren y parten hacia allí… ¿dónde? Allí, sin más. El bosque acecha y el viento sopla y se reafirma esa idea de que las personas no son de ninguna parte y, a la vez, lo son de todas. Porque nuestra entropía nos obliga a ir hacia adelante, tratando de mirar nuestras sombras difuminadas en un ir y venir sin demasiado sentido que acaba por ser la razón de nuestras vidas. La ausencia no es otra que la de nosotros mismos porque siempre estamos yéndonos. Nunca nos quedamos. Siempre hay otro kilómetro más que hacer, otra tarea que dejamos pendiente, otro día tras la noche. Y, mientras, rogamos por el silencio porque el ser humano, en realidad, clama por la quietud y la calma. Sólo somos lo que realmente somos si estamos en silencio. Lo demás es fingir, esperar, correr, correr mucho sin darnos cuenta de que el momento se acaba de ir.

Peter Handke dirigió esta película con Bruno Ganz, Jeanne Moreau, el filólogo y traductor español Eustaquio Barjau y Alex Descas con la seguridad de que no todo el mundo iba a entender lo que quería decir con palabras y apenas la han visto unos pocos. Sin embargo, al acabar, más allá de gustos y de tendencias, sólo cabe la pregunta de qué hemos visto, hasta dónde nos ha llegado el mensaje y hasta qué punto nos echamos de menos porque, una vez más, una parte de nosotros mismos ha ido hasta la siguiente meta, hasta el siguiente recodo, hasta el siguiente instante que, inevitablemente, huirá desperdiciado y, tal vez, abochornado. La soledad tiene muchas respuestas, aunque no todas. Y puede que sea el momento de llamar al silencio con ganas, sabiendo que nos aguarda la desgracia y algún que otro pedacito de felicidad disfrazado de segundo. La ruta a seguir es fácil. Es hacia adelante.

 

martes, 16 de marzo de 2021

THE ITALIAN JOB (2003), de F. Gary Gray

 

Un último golpe para que las cuentas queden saldadas. En todos los grupos de robo, siempre hay algún listillo que se salta las normas no escritas y pretende que los demás se queden con un palmo de narices. Ya es hora de que sean otros los que paguen. Y van a pagar no sólo por restituir, sino también por hacer negocios con una serie de facinerosos que no deberían tocarse ni con pinzas. Más vale ir abriendo cajas fuertes y burlando sistemas de seguridad para que todo vaya sobre ruedas. Y nunca mejor dicho. Al fin y al cabo, las calles son como pasillos y en cuanto la presa se vea acorralada, va a ser aún más difícil porque el perro tiene la manía de defenderse a mordiscos. Así que habrá que tirar de repertorio. La seducción, la tecnología, el contrabando, el explosivo, el milímetro, los pernos, el cristal que no se puede romper, los deseos que se van a cumplir y, sobre todo y ante todo, la venganza, que, a pesar de ser un plato que se come frío, siempre deja un sabor agradable cuando se consume. Apretar a fondo. Ése es el secreto. Adelantar sin que el enemigo se dé cuenta. Así se quedan los lingotes de oro bien quietos y el corazón latiendo a tope porque la adrenalina también forma parte del juego. A mi señal.

No cabe duda de que, junto con Negociador, esta película conforma un díptico muy interesante y nunca repetido en la filmografía de F. Gary Gray, un realizador solvente, ágil, inteligente y con sentido, que se sitúa en la estela del mejor John McTiernan, para ofrecer un espectáculo de acción y robo, de ritmo alto e imaginación, con una historia que no deja de ser un remake alargado y que apasiona con buenas sensaciones a muchos de los que se acercan.

El truco está en abrir mientras se monta una distracción en sentido opuesto. Las estelas rugen con el motor fuera del agua, los coches vuelan con las aspas del helicóptero muy cerca, el factor tiempo es vital para que todos los objetivos queden bien cerrados y cada cosa en su contenedor. Ya vendrá tiempo de disfrutar de un sol de tarde en algún canal veneciano o de herir el agua del mar con un fueraborda de probada potencia o, incluso, por qué no, de desnudar a una chica a base de sonido. Quizá el rencor debe ser desahogado con un deseo de fastidiar muy atenuado, sin perder de vista que ése puede ser el último y definitivo golpe. Lo demás es una ventaja añadida, algo, por otro lado, bastante propio de un negocio que consiste en apropiarse de lo ajeno. Y, en este caso, más justificado que nunca porque los malos son aún más malos y los buenos también son malos. Aprieten el acelerador. Ésta es una película con la que nadie se equivoca. En todo caso, dan ganas de robar la idea y salir corriendo para deleitarse viéndola sin interrupciones, sin molestos ruidos al otro lado de la pared de la cocina, sin más placer que ver cine del bueno, del entretenido, del de toda la vida.

viernes, 12 de marzo de 2021

COMO UÑA Y CARNE (1993), de Steve Kloves

 

Quizá las inmensas planicies, repletas de trigo y maíz, de algún lugar perdido del medio Oeste, sean los mejores lugares para olvidar algo que es imposible de arrinconar en la memoria. Puede que la rutina, el día a día lento y seguro, con sus monedas, sus máquinas y sus lugares de mala muerte en medio de la carretera, se convierta en la distracción ideal para que esa estrella de la cabeza se esconda y no vuelva a aparecer. Sin embargo, una mujer lo cambia todo. Tal vez porque está buscando una felicidad que merece desde el mismo momento en que nació. O puede que, sencillamente, no haya dado con el hombre adecuado. Sale de un pastel y todo comienza a derramarse. Las máquinas de discos ya no suenan igual porque ella es la más guapa del local, los moteles sórdidos de asfalto ruidoso y neón comienzan a ser lugares especiales, donde se dibuja la complicidad que ha estado ausente durante toda la vida. Todo se descoloca. La rutina ya no existe. Y para completar el desastre, aparecen los fantasmas.

Lo más terrible de todo es que esos espectros son reales. Tienen una mendaz mirada que esconde la falta de escrúpulos. No les gusta dejar cabos sueltos. El horizonte, para ellos, es el siguiente lugar donde morder un trozo de vida ajena. Y esta vez vienen para llevarse todo lo que descoloca que, en definitiva, es todo lo que se ama. Aunque el silencio siga presente. Aunque el secreto no se desvele. Hay cosas que no deben decirse. Y ésta es una de ellas. Porque aquella noche se acabó con algo más que con un hogar.

Desde la tragedia a pequeños apuntes de comedia, el director Steve Kloves, que ya había dado un aviso con Los fabulosos Baker Boys, no deja nunca de moverse entre los límites de la sobriedad, con un excelente reparto que transmite tensión y pensamiento encabezado por Dennis Quaid, Meg Ryan, una inusual Gwyneth Paltrow y un maravilloso James Caan, capaz de hacer pasar una sombra fugaz por su rostro en cada una de sus miradas, intentando controlar una situación sobre la que ha pasado tiempo y, sobre todo, con la que se han deshecho muchos lazos. La película es cálida a tramos y muy seca en otros y, probablemente, eso es lo que hizo que pasara sin pena ni gloria en su día, ignorantes del complejo entramado de sentimientos que exhiben los personajes entre el viento desnudo del medio Oeste.

Puede que, en el fondo, el precio a pagar sea no tener una casa, una familia, ni nada estable, salvo un trabajo que no exige demasiadas preocupaciones. Incluso se pueden perdonar ciertas faltas cuando los pocos amigos también fallan. Lo que es difícil es coger un camino de ida cuando todo lo que quieres se confunde con el paisaje y se pierde en la búsqueda de alguna moneda azul. Es mejor no mirar atrás. Es posible que lo único que se consiga es dar la vuelta y eso significaría caer en la tentación de contar lo que debe permanecer siempre en el silencio.

jueves, 11 de marzo de 2021

LOS PROPIETARIOS (The owners) (2020), de Julius Berg

 

Un ingenuo, un psicópata, un perdedor y una chica sin rumbo. Ya están servidas las cartas para que el asalto a una mansión no salga demasiado bien. Sin embargo, algo causa una continua extorsión en la historia. Quizá sea la equívoca actitud de esos propietarios que esconden demasiados secretos detrás de los muros de su ostentosa casa, o, tal vez, que deciden jugar con las vidas de las personas porque es lo que hacen habitualmente. Uno de ellos cabecea entre el delirio y el sueño. El otro, entre el amor y la destrucción.

Así que, inevitablemente, habrá una ligera inversión de papeles. De la locura desenfrenada juvenil a la sutil tortura de la ancianidad. Todos ellos son personajes que han perdido y que tratan de superar sus traumas sin reparar en emociones. Al fin y al cabo, las únicas que importan son las suyas. Las miradas asesinas se suceden y puede que el que tiene más cara de malvado no sea el más retorcido. La manipulación estará ahí mismo, al otro lado del cuchillo, en la punta de la jeringuilla, en la sangre sin importancia. La violencia desbocada hará su aparición y todo será una terrible fiesta de muerte, soledad y encierro.

Puede que esta película hubiese tenido algo de interés si Julius Berg, su director, se hubiera tomado las cosas con calma y se hubiese detenido en el siempre inquietante intercambio de roles que, con tanta inteligencia, nos proponía Joseph Losey en El sirviente. Sin embargo, Berg prefiere optar por el derrape sin control, por no dar demasiada importancia a una lógica que debería tener alguna consecuencia y por un catálogo de torturas morales que acaba por desquiciarse en lo evidente. No hay simpatía por ninguno de los personajes, lo cual hace que el espectador lo tenga aún más difícil para poder conectar con una historia pasada de rosca con algún que otro elemento que podría haber sido interesante. Uno de ellos es la sorpresa de encontrarse con Rita Tushingham, musa del free cinema  británico, ya en su ancianidad dando rienda suelta a la demencia senil mezclada con la simplemente psicopática en el que es, posiblemente, el papel más complejo de toda la trama.

En las brumas de una espiral desbocada, siempre hay algún tipo que se cree más listo y que piensa que puede llegar más lejos porque la piedad no forma parte de su muestrario de sentimientos. Claro que un golpe puede acabar con todo eso y, de repente, la cortesía se muestra falsa, amenazante y con una permanente interrogación hacia dónde pueden llevar los acontecimientos. Evidentemente, una de las reglas inamovibles de la ambigüedad se basa en tratar de manipular al más débil y, por supuesto, cuando desde las brumas de la insania se da el visto bueno a la crueldad ya no tiene mucho sentido seguir mirando. Se pierde todo atisbo de sutilidad y la tortura de la pérdida se convierte en el asesinato preclaro que se intuía desde el principio. Por eso, hay que estudiar detenidamente a quién se va a asaltar, quiénes son los propietarios de las mansiones que van a sufrir una invasión de desesperados sin demasiado cerebro. Lo demás es otorgar ventajas a los que disfrutan con el dolor. Y salvaguardar la paz con las rosas, con el cielo nublado, la casa caliente y la vejez en orden no tiene precio. Incluso con la seguridad de que, en algún lugar, hay gente que, por fuerza, debe tener algo de cariño por dos ancianos olvidados por la vida. Por fuerza.

miércoles, 10 de marzo de 2021

EL BUEN LADRÓN (2002), de Neil Jordan

 

El fulgor de Montecarlo es más brillante que cualquier golpe de suerte. La ruleta nunca juega a tu favor así que, quizá, es mejor idear un atraco para que, de una vez por todas, el dinero se quede para siempre. Sin embargo, la policía está ahí, al acecho. Más que nada porque seguro que alguien se ha ido de la lengua y no interesa demasiado que Bob, el buen ladrón, se retire sin barrotes de por medio. Bueno, pues si se ponen así, mejor planear dos atracos. Las cálidas noches de Mónaco serán el marco perfecto para jugar al despiste porque uno de ellos será completamente falso. El caso es que la policía no sepa muy bien qué cartas son las verdaderas. Es la regla número uno de un tipo que tiene demasiadas deudas pendientes, algún que otro problema con la heroína y verdaderos deseos de comenzar de nuevo en algún sitio con las noches tan cálidas como las de la Costa Azul.

Sin embargo, hay un elemento con el que nadie cuenta. Algo que casi nunca aparece, pero que, cuando lo hace, es imbatible y perfecto. Se trata de algo que todo el mundo busca y muy pocos encuentran. La suerte. Puede que, además de ser una noche de robo y futuro, sea también un atractivo tapete de fichas amontonadas porque ganar se hace una costumbre. Y, tal vez, eso aún despiste más a los policías. Bob Montagnet va a dar el golpe de su vida. Y no va a hacer falta ninguna ganzúa, sólo un buen movimiento de muñeca.

Excelente versión de la también estupenda Bob, el jugador, de Jean Pierre Melville, El buen ladrón actualiza escenarios y cuenta con dos intérpretes atractivos y eficaces como Nick Nolte y, en una breve, pero poderosa participación, Ralph Fiennes. Montecarlo aparece como esa novia que siempre se deja cortejar, pero nunca conquistar y, por una vez, dice sí. La dirección de Neil Jordan es comedida, con ciertos toques de clase, lejos de esa incomodidad que preside muchos de sus títulos y sin renunciar a sus constantes. La violencia moral está ahí y hay que tragarla, pero el hechizo de las mesas de juego, del tintineo de los hielos y de ese protagonista que se mueve como pez en el agua entre la luz crepuscular del casino y las camisas de marca con el cuello abierto, ofrecen una película notable, algo diferente y de apuesta segura.

Así que es el momento de jugarse el todo por el todo, llegar hasta el final y dejar con un palmo de narices a esos listos que tratan de meter entre rejas al viejo delincuente. La tarea es difícil con un traidor entre las fichas y reclamaciones en pintura, pero hay que intentarlo. Si no, es posible que siempre se tenga la sensación de que se han dejado pasar las mejores oportunidades. El tapete espera. El ingenio también. El tiempo jugará a favor. El gusto jugará alrededor. El día tendrá muchos ceros. Y no se sabe quién lleva la mejor mano.

martes, 9 de marzo de 2021

ELEGIDOS PARA LA GLORIA (1983), de Philip Kaufman

 

La principal virtud de aquellos que se atrevieron a viajar al espacio por primera vez a principios de los años sesenta, era que poseían algo más que valor. Tenían la conciencia de que estaban rompiendo fronteras, yendo más allá de todo lo imaginable y que el mundo, desde el mismo momento en que se encendían los motores, no volvería a ser igual. Significaba el reflejo del instinto de superación de la Humanidad, siempre dispuesta a ir más lejos, a territorios más inhóspitos y desconocidos, allí donde el sol no es más que una estrella solitaria en medio de un abismo de oscuridad. Y, además de todo ello, creían que, con toda sinceridad, formaban parte de un grupo de elegidos, que debían comprenderse, consolarse, apoyarse y saber que, en el fondo, viajarían todos juntos aunque sólo uno estuviese bien enlatado.

Todos eran pilotos de probada valía. Sin embargo, un par o tres de ellos sabían que allí no estaba el mejor, el más preparado, el hombre que desafiaba todas las barreras posibles y, aún así, mantenía el corazón tranquilo y la sangre fría. Ese hombre se batía siempre con los límites de la altura y de la velocidad en una base aérea en medio del desierto. Entre vibraciones imposibles, encuentros con alucinaciones de la velocidad, fuegos airados y días de relámpagos, siempre encontraba un nuevo reto que le hacía bajar la carlinga y ponerse en manos de la física aerodinámica más imprevisible. Tal vez, algunos fueron elegidos para la gloria, pero no todos los que tenían que estar.

Philip Kaufman, el director más desconocido de la nueva generación de realizadores en la que estaban encuadrados nombres tan ilustres como Martin Scorsese, Brian de Palma, Steven Spielberg, George Lucas o Francis Ford Coppola, dirigió con cierto sentido crítico esta película sobre unos cuantos hombres valientes que participaron en el Programa Espacial Mercurio y que, en su mayoría, fueron olvidados por el mismo país que los necesitó. El elenco con el que cuenta es sólido e incluye nombres como Sam Shepard, Scott Glenn, Ed Harris, Dennis Quaid y Barbara Hershey y el aspecto formal de la película es notable, con cargas de profundidad hacia el entonces vicepresidente Lyndon Johnson y contra la prensa caprichosa, deseosa de sensacionalismo y titulares en rojo. El resultado, subrayado por la excelente banda sonora de Bill Conti, es una película de cierto equilibrio, algo excesiva de metraje, de cierta fidelidad a los hechos históricos y con un punto irónico de valor hacia la cultura del espectáculo estadounidense.

Y es que en el interior de esos trajes futuristas, de esas escafandras aún primitivas y de esos entusiasmos colectivos, latían unos cuantos corazones de hombres temerarios sostenidos por mujeres de coraje impresionante, que guardaban todo el cariño para ahogar sus gritos de desesperación por el peligro que siempre rondaba sus hogares. El espacio, aunque sólo fuera para dar unas cuantas vueltas alrededor de la Tierra, era un mar demasiado inmenso como para tener la seguridad de que todo saldría bien. Sobre todo cuando, hoy en día, la tecnología que llevaban esos hombres en sus latas, la llevamos más que superada en el bolsillo bajo la inofensiva apariencia de un teléfono con pantalla digital.

viernes, 5 de marzo de 2021

KAGEMUSHA (1980), de Akira Kurosawa

 

El agua se lleva los cadáveres que no han significado nada. La bandera de la montaña que tenía que moverse permanece en el fondo de un río, como un sueño que duró poco y se terminó antes. Un hombre se parece a otro y eso, en principio, no tiene nada de especial. Sin embargo, uno de ellos es un caudillo guerrero, que necesita estar vivo para imponer su presencia en las interminables guerras feudales del Japón del siglo XVI. Y, cuando el aliento de la muerte pasa de forma imprevista, es necesario llamar al doble para que la sombra del guerrero siga en pie, dominando todo el paisaje de la conquista, protegiendo a los que luchan por su clan, dando algo tan simple como el amor a un niño que se deja querer. El rojo, el verde, el negro y el blanco se fusionan para dar muerte a un paisaje de derrota y de desesperación. Ningún sacrificio ha merecido la pena porque todo aquello por lo que se luchó yace ahora en la desolación de la nada, de una sombra que, aunque menor, era absolutamente necesaria. Las lágrimas ya se han vertido, la desesperación se ha paseado por el campo de batalla, la incredulidad ha dado paso a la sospecha y la montaña se ha movido. Ya no hay sombra. Ya no hay cobijo. Ya no hay esperanza.

Los espías se esconden en todas partes y hay que educar al sustituto para que tenga esa prestancia que sólo otorga el liderazgo. El sujeto sólo es un ladrón, un ratero que malvive entre el barro y el desprecio y debe saber sentarse, debe saber atemorizar al aire, debe saber dominar con la mirada, debe saber. Y, a pesar de todo, siempre hay algo que se escapa, como la capacidad de calibrar las consecuencias del sacrificio de asumir la personalidad de otro y poner en fuga la propia. No habrá lugar para los sentimientos. Sólo un agradecimiento que sabe a poco mientras se asiste, impotente, al final que nunca debió ocurrir. La sangre fluirá desde la sombra. El agua se llevará su inútil e ínfima furia.

Akira Kurosawa pudo realizar esta película gracias a la financiación que aportaron George Lucas y Francis Ford Coppola. El esfuerzo se vio recompensado con la Palma de Oro en Cannes en 1980 y, no obstante y de forma muy incomprensible, suele ser una película muy olvidada cuando se trata de recordar la filmografía del maestro nipón. Kagemusha es una película apasionante, oscura, llena de recovecos en la personalidad de alguien que tiene que asumir que es otro, con movimientos de masas milimétricos, escenas de batalla extraordinarias, intimidades que remiten a la mayor austeridad y pasión por una historia que no debe quedar en el olvido porque es una obra de similar intensidad a la que pudo tener Ran en la última época del genial cineasta.

Y es que la lluvia alcanza igual a las imitaciones y el viento azota los estandartes hasta que borra su sentido y su propósito. Es tiempo de admitir la desaparición y de apreciar el esfuerzo de otros para que perviva la prosperidad. La sombra del guerrero se confunde con la tierra cuando el sol cambia de posición y así, y sólo así, es cómo las montañas pueden llegar a moverse.

jueves, 4 de marzo de 2021

PEQUEÑOS DETALLES (2020), de John Lee Hancock

 

A veces, todos los remordimientos de un pasado que acosa sólo pueden ser depurados con el fuego. Es posible que, en ellos, se halle la culpa de un trabajo mal hecho, o de una decisión equivocada. Sólo es necesario echar sobre ellos el combustible del olvido y dejar que se consuman para poder seguir con una vida que, desde luego, se da por fracasada. No importa haber sido un buen detective o tratar de llevar el deber hasta las últimas consecuencias. Nada de eso será suficiente como para superar el trauma de la frustración y del error. La muerte será un mal sueño que permanecerá siempre reconcomiendo el alma.

Es difícil llegar a conclusiones definitivas cuando la contaminación del complejo de falta de atención aparece en el rompecabezas. Tal vez sólo haya personas que necesitan de sus quince minutos de fama, aunque sea perniciosa, para sentir que están en el mundo para algo más que trabajar en la más oscura de las profesiones. Quizá aparecer en el momento justo sea lo más adecuado cuando alguien intenta saldar cuentas con el pasado y alguien más trata de apuntarse un tanto para el futuro. El mundo está lleno de maldad e, incluso, los resquicios se llenan con un buen puñado de maldades falsas.

Aún así, hay motivos para pensar que hay alguna probabilidad de estar en lo cierto. Puede que alguien crea conocer al culpable. Puede que haya una colina de pruebas circunstanciales. Y para rematarlo todo, el individuo es tan despreciablemente odioso que se desea, intrínsecamente, que cargue con las culpas porque no puede ser de otra manera. Si, además, hace gala de una inteligencia perversa entonces ya no puede haber más indicios que las apariencias. Y hará falta cavar más de un agujero para poder confirmarlo.

No cabe duda de que el director John Lee Hancock encauza bien la historia, con alguna que otra demora, en la que la caza de un asesino en serie tiene, incluso, algunos rasgos de originalidad. La oscuridad y la mediocridad se enlazan para sembrar dudas y la película nos lleva por caminos polvorientos suficientemente atractivos. Sin embargo, todo se desbarra a través de un final que no acaba de ser creíble y que podría haberse solucionado de otra forma. Denzel Washington, como es habitual, ofrece un trabajo excepcional en la piel de un policía que ya está de vuelta, que ha fracasado y se ha hundido, pero que aún conserva algo de su viejo olfato de sabueso. Rami Malek, muy condicionado por su físico, trata de clavar miradas que delaten su ansia de éxito y de demostración. Jared Leto, en su calculada ambigüedad, llega a ser tan rechazable que se pueden ver algunos engranajes de histrionismo en su reiterada impasibilidad. Quizá la película aprueba por los pelos gracias a la entrega de los tres y se vuelve a truncar la posibilidad de ofrecer una historia que podría haber sido bastante notable.

Así que hay que adentrarse en el vacío de la noche para adivinar las verdaderas intenciones de todos los protagonistas. El asesinato sólo puede ser resuelto a través de la calmada observación, sopesando todos los elementos que intervienen. Ya se sabe que son los pequeños detalles los que pueden condenar o absolver y es tiempo de acercarse a la hoguera para quemarlo todo y vivir con la culpa o con la descarga de la conciencia. Los que asisten a la historia son los que tendrán que decidir y no es fácil decantarse por cualquiera de las opciones de inocencia o culpabilidad. El fuego lo depurará todo. Y sólo quedarán cenizas que quedaran grabadas en algún lugar de la siempre traicionera memoria.

miércoles, 3 de marzo de 2021

EL LARGO VIERNES SANTO (1980), de John McKenzie

 

Todo parece ir bien cuando se quiere crecer en el negocio. No hay nada como un agasajo como es debido. Una comida en un yate, un reparador descanso, un restaurante en el que se comen horas como tercer plato…Sin embargo, algo empieza a no funcionar. Algún facineroso trata de torpedear todas las negociaciones dando a entender que no hay demasiado negocio en medio de una guerra. Bombas que estallan, traiciones que no se intuyen, días que se agotan…igual que la paciencia de unos tipos que han venido a ganar dinero y se dan cuenta de que lo único que pueden llevarse es un par de tiros en la nuca. Y nunca se está demasiado acostumbrado a eso. La violencia se coloca justo en el disparadero y se hace lo que nunca se tenía pensado. Se trata de hacer que las aguas vuelvan a su cauce, aunque esos malditos americanos se vayan con la impresión de que han perdido el tiempo con un aficionado. Da lo mismo. En Londres, la lucha es continua y si hay que empezar de nuevo, se empieza. No hay problema. Incluso aunque haya que limpiar dos o tres desperdicios por el camino y saldar las cuentas de una vez por todas. Sin embargo, siempre quedará el fleco, lo imprevisto, la rabia contenida, el largo camino hacia el sacrificio y la seguridad de que se ha estado a un paso muy corto del éxito total.

Harold es un gángster que ha empezado en lo más bajo de los suburbios de Londres. Se ha hecho a sí mismo. Sabe que la lealtad es muy difícil de conseguir y tiene plena confianza en los que le rodean. Y el rostro de Bob Hoskins está lleno de ira y de revuelta contra aquellos que se la quieren jugar. La política, los negocios y las bombas parecen ir de la mano y nunca se tienen todos los ases en la misma baza. Por eso, cuando estalla de rabia, es incontrolable. Ha ido subiendo uno a uno todos los peldaños del poder y alguien quiere que los baje de golpe. Y a ese enemigo no le importa quiénes son las víctimas. Sólo quiere hacer daño a Harold. Maldito viernes santo. Maldita noche de muerte.

John McKenzie dirigió con pulso firme este retrato de los bajos y altos fondos ingleses y configura una descripción llena de venganza dentro de una rutina que se rompe en mil pedazos. Conseguimos adivinar cuál es el día a día de esos delincuentes a través de una jornada de sangre desbocada. Por ahí andaba Pierce Brosnan en uno de sus primeros papeles y Helen Mirren pasea un buen puñado de clase alrededor de ese gángster que se baña en whisky y quiere convertirse en un hombre de negocios sucios, pero de negocios, al fin y al cabo.  Habrá que mancharse la camisa de sangre y creer que no todo está perdido. Sólo es un día más en el paraíso.

martes, 2 de marzo de 2021

EL JUICIO DE LOS 7 DE CHICAGO (2019), de Aaron Sorkin

 

Hubo un tiempo en que el mundo sabía que la incitación a la violencia era un enemigo de cualquier democracia, y que no era precisamente la mejor solución para mejorarla. En un país confuso, desorientado por una guerra que se libraba a miles de kilómetros, en plena lucha por los derechos civiles y que veía, impotente, cómo se acababa con los líderes que llevaban adelante las causas más justas, comenzaron a entremezclarse los diferentes conceptos que realmente importaban. Puede que los más activistas no fueran lo más culpables. Puede que los más listos fueran los que se refugiaban en un acogedor silencio que les convertía en cobardes. Puede que la administración de justicia distara mucho de ser ecuánime. Y, aún así, desde la movilización pacífica, diciendo verdades, espetando realidades que dolían, se conseguía el avance.

Por eso, fue tan importante el proceso a los siete de Chicago. Puede que tuvieran o no razón, pero se les acusaba de conspiración cuando, en realidad, no eran más que la expresión evidente de que la gente quería moverse en determinada dirección. Y la todopoderosa maquinaria del Estado se negaba a cambiar su posición porque eso no era más que un signo de debilidad cuando, también, lo era de justicia. Algunos de ellos, merecían la pena; otros, estaban destinados a introducirse en los resquicios de la siempre traicionera política; y aún otros, usaban el vitriolo para dejar en vergüenza las carencias del sistema. Todos los sistemas tienen carencias. Y es de necios pensar lo contrario. Cualquier democracia, incluso la más perfecta que se nos pueda ocurrir, es mejorable. Y tratar de hacer que sea más perfecta y más plena es la obligación de cualquier ciudadano que quiera pronunciar libremente la palabra libertad.

Aaron Sorkin nos presente este universo convulso, donde la libertad de expresión es vigilada y donde lo inconveniente es el límite. El derecho de cualquiera termina cuando empieza la libertad del de al lado. Si esto no se asimila, entonces ya no se tienen derechos, comienza la sinrazón, la aparición de la despreciable violencia, la terrible rutina de la manipulación. En algunos pasajes, la película resulta brillante, con un ritmo excepcional, manejando una triple acción paralela que no coincide en el tiempo y, sin embargo, también se recorren algunos trechos flojos, que merecen algo más de énfasis, por mucho que, sin lugar a dudas, se intente apelar a la emoción sin recato. Cualquier vida es digna de ser defendida, cualquier ciudadano tiene la obligación de defender sus derechos y hacerlo dentro de la legitimidad.

En cuanto al reparto, resulta difícil escoger a los más destacables. No hay un protagonista claro, pero es evidente que Mark Rylance, como el combativo e imaginativo abogado, Eddie Redmayne como el futuro Senador Tom Hayden e ínclito marido de Jane Fonda, Sacha Baron Cohen como el activista más vitriólico y preclaro de todos los acusados, Frank Langella como el juez más anárquico de la historia del cine y la breve aparición de Michael Keaton en lo que es un auténtico modelo de declaración, elevan la película muy por encima de lo que suele ser habitual, siempre poniendo el acento en la conveniencia política, en el cálculo electoral, en el irritante retorcimiento de las palabras de exaltación de los líderes que están intelectual, cultural y moralmente muy lejos de otros que tenemos mucho más cercanos. La democracia, siempre prostituida y maltratada por los que hacen de ella algo sucio y sin demasiado valor, debe prevaler por encima de cualquier otra consideración. Y el que lo niegue o aliente actitudes que vayan en contra de ella, no es más que otro carnicero deseando usar el cuchillo.