Yo, de mayor, siempre
he querido ser Sean Connery. Me hubiera gustado poseer ese físico privilegiado,
arrebatadoramente viril, esas cejas de uve invertida, de hombre peligroso, esos
ojos penetrantes, expresivos, esos labios deseables y burlones,ese torso
velludo, casi selvático, esas piernas de hormigón armado, esos socarrones
hoyuelos en las mejillas, esa personalidad envolvente, carismática,
conquistadora…
Albert Broccoli,
productor de la serie Bond, dijo, después de entrevistarse con el arrogante y
un punto insolente Connery allá por el año 1959 que “en cuanto se volvió de espaldas y le vi caminar, supe que habíamos
encontrado a James Bond”. Un personaje al que el actor siempre despreció
por sexista, violento y racista. Pero él, inteligente, quiso interpretar otros
papeles y Alfred Hitchcock quedó tan encantado con él tras el trabajo que
desarrolló en Marnie que, cuando años
más tarde el director inglés le quiso para protagonizar Topaz, ya era demasiado tarde y sus pretensiones económicas se
habían disparado. ¿Es posible imaginar lo que hubiera cambiado esta película de
ser él el protagonista y no el insípido Frederick Stafford?
¿Quién más podría haber
sido Robin Hood? No imagino a ningún otro por el que Audrey Hepburn pudiera
morir de amor durante más de veinte años y que lanzara con tanta fuerza y
pasión una flecha que se perdía en el cielo azul de un día sin mañana. Cuando
vi esa película, Robin y Marian, una
parte de mi infancia murió al ser atravesada por esa flecha.
¿O qué otro podría
haber sido el Muley Ahmed Mohamed Al-Rashuli? Sí, aquel guerrero jeque árabe
que se atrevía a desafiar al gran oso americano liderado por Teddy Roosevelt
con apenas un rifle y un caballo mientras le espetaba aquello que era tan
hermoso como insultante: “Vos sois como
el viento y yo soy como el león. Vos sois la tierra que pica y abrasa en los
ojos. Rujo con furia, pero no me escucháis. Hay una gran diferencia entre
nosotros: Vos, como el viento, jamás sabréis cuál es vuestro lugar, mientras
yo, como el león, siempre sabré cuál es el mío”.
Y no puedo ver más que
a él, con sus ojos falsamente dignos y suplicantes, como Daniel Dravot, ese
hombre que pudo reinar y, de repente, se torna mortal por un simple arañazo en
la mejilla en la habitual fortuna del perdedor, del soldado mil veces derribado
en el discurrir de la vida ingrata, compañero y amigo hasta la muerte que sólo
puede brindar a su hermano de armas una vida errante llena de espantosas
cicatrices…granuja entrañable que sucumbe, en una última oportunidad, ante el
sueño del oro, del lujo y de la lascivia que siempre despierta el poder.
Siempre ha dicho que “ganar un Oscar fue muy bonito, pero lo
cambiaría sin pestañear por un Open USA de golf”, pero, claro, si se
hubiese dedicado al golf jamás le hubiéramos visto como uno de los cuatro
intocables de Elliott Ness, aportando la experiencia y el saber estar que,
posteriormente, le llevó a encarnar al Doctor Henry Jones Senior, padre de
Junior, eminente arqueólogo, con un incontrolable pánico por las ratas y con
más parecido a su hijo del que pudiera parecer a simple vista.
Cierto es que, en los
últimos años, se dedicó al más descarado cine comercial, pero su sola presencia
ya ha elevado esas películas a más altura de la que, en principio aspiraban,
como, por poner dos ejemplos, La trampa,
de Jon Amiel, y Sol naciente, de
Philip Kaufman, títulos que, sin él, no hubieran tenido ninguna razón de ser.
Fray Guillermo de
Baskerville fue uno de sus grandes personajes, lleno de lógica y sabiduría,
cargado de razón, luz solitaria en una época de oscuridad y prohibición,
involuntario detective medieval que no se escandaliza ante la comprensible
experiencia sexual de su joven discípulo con una muchacha de la que no sabe, ni
sabrá nunca, su nombre.
Se consideró escocés de
pies a cabeza y donó la mayor parte de su espectacular salario en Diamantes para la eternidad a obras de
caridad en Escocia. Aún así, tuvo fama de tacaño, de ser un hombre muy celoso
de su intimidad y de lucir una cierta aspereza en el trato. Pequeños defectos
que acercan aún más la imperfección de los mitos.
Fue el cerebro de un Supergolpe en Manhattan, una excelente y
algo olvidada película, con un gran ritmo, que constituye su primer gran éxito
después de la era Bond. Y fue la primera vez en la que Connery, sin ningún
complejo, apareció totalmente calvo, algo que ya no podía disimular, y falto de
glamour. El director fue Sidney
Lumet, con el que repitió en un buen puñado de películas, incluyendo Asesinato en el Orient Express, en la
que encarnó a uno de los doce sospechosos.
Pero no fue el único
golpe perfecto que perpetró porque, más de un siglo antes, fue un ladrón sin
nombre que se alía con un carterista como Donald Sutherland para realizar El primer gran robo del tren, una
excelente película, basada en hechos reales, que dirigió Michael Crichton, el
novelista. Con mucho sabor, mucha ironía, gran encanto decimonónico y esa
lapidaria y razonable frase de “ningún
caballero respetable puede ser tan respetable”.
Demostró tranquilidad,
sangre fría y veteranía a puñados en un personaje como el de Marko Ramius, el
comandante de un submarino soviético perseguido por todos y creído por uno solo
en la notabilísima La caza del Octubre
Rojo, de John McTiernan, paradigma casi ideal del cine de submarinos, de
realización clara y medida que prolonga la serie de personajes con aura de
leyenda en los que el actor llegó a ser un auténtico especialista.
Una de sus más
perfectas parejas fue la deslumbrante Michelle Pfeiffer en La casa Rusia. En ella, Connery mostró el lado contrario. Su
personaje huía de la leyenda adentrándose en la normalidad de alguien que sólo
quiere vivir en paz y se ve envuelto en los manejos de la CIA y el KGB. Aunque,
en honor de la verdad, hay que decir que la pareja está tremendamente desaprovechada
en sus escenas de amor, la película cuenta con una memorable partitura de Jerry
Goldsmith y la interpretación de ambos es notable, invernal, de una especial
ternura que delata, sin lugar a dudas, que la traición está más que justificada
si nuestra patria es la mujer que amamos.
McTiernan le vuelve a
escoger para encarnar a un médico que busca remedios medicinales vitales en las
entrañas de una jungla que respeta profundamente en esa aventura ecológica que
es Los últimos días del Edén, una obra
de entretenimiento algo menor, pero de singular argumento, con otra grandísima
banda sonora del gran Jerry Goldsmith. Con coleta y sin alardes, Connery sabe
expresar la condición de intruso en una tierra que no es la suya, dejando pasar
delante al verdadero propietario. El indígena es de los pocos seres humanos que
conoce realmente el valor de todo lo que le rodea, aunque ese entorno sea
salvaje y sin civilizar. Una interpretación valiente.
En una entrega de los
Oscars subieron a presentar un premio él y sus dos grandes amigos, Michael
Caine y Roger Moore. Por supuesto, bromearon sobre quién era James Bond, pero
eso era lo de menos. Aquellos instantes, no sé por qué, los recuerdos como de
una magia intensa, de una elegancia que sólo se puede sentir viendo a tres
tipos que exhibían su enorme complicidad encima de un escenario.
Al final, Sean Connery
se retiró del cine. Fue tan inteligente que no quiso aparecer como una reliquia
ante los ojos de millones de espectadores y los que hemos sentido la serenidad
de su inigualable estilo sabemos, y lo sabremos siempre, que aquel tipo no se
llamaba Bond, ni Baskerville, ni Arbuthnot, ni Ramius, ni Dravot. El nombre era
Connery, Sean Connery.