viernes, 27 de noviembre de 2020

EUROPA, EUROPA (1990), de Agnieszka Holland

 

Las circunstancias de la vida escriben, de vez en cuando, un mal chiste. Un chico judío ingresando en las Juventudes Hitlerianas. Sí, se les coló por la puerta de atrás. Y lo peor de todo es que era un muchacho con el instinto de supervivencia en estado de alerta. Lo que más le preocupaba era un pequeño detalle sin importancia. Casi insignificante. Su prepucio. No podía ducharse con los demás porque podían darse cuenta de que estaba circuncidado. No es lo peor, no. Lo más sangrante es que el chico llegó a la edad de convertirse en hombre y se moría de ganas de hacer el amor con una chica que, naturalmente, también era nazi convencida. Pues nada, a hacerse el timorato y el impotente. Y a seguir un día más. Siendo judío es toda una heroicidad.

La Historia va a hacer todo lo posible para caer sobre el chico. Al fin y al cabo, no tuvo ninguna piedad cuando, después de los nazis, vinieron los rusos. Así que cambiar el papel de uno a otro tuvo que ser también complicado. Y no supo muy bien cuál era peor. Salomon, Sally, se vio obligado a mimetizarse con el entorno de nuevo. Y fue adoctrinado en la superioridad aria y en el populismo soviético. No pudieron con él. Desde siempre tuvo claro lo que era y en lo que creía aunque, naturalmente, en su juvenil ímpetu se presentó la confusión más de una vez. Los uniformes, las parafernalias, los gritos, los fanatismos, la propaganda en las clases, la problemática racial…La verdad es que eso, a Sally, le traía bastante sin cuidado. Él sólo quería sobrevivir. Y si para ello tenía que sufrir con el prepucio, pues lo hacía. Incluso intenta una solución casera que resulta ser un auténtico desastre. Casi no hay lugar para las lágrimas. Sally sigue luchando. Y nunca baja los brazos.

La película alemana más taquillera de todos los tiempos, dirigida por esa realizadora que siempre ha guardado cariño por la mirada infantil, Agnieszka Holland, resulta ser una comedia de tintes negros y verdades increíbles. La historia de Salomon Perel es sincera y auténtica, surrealista y divertida, porque se instala en la mente esa idea de que el prepucio delata y los apuros para esconderlo y conservarlo son toda una aventura del físico y un muestrario de ingenio. Cabe destacar también la espléndida interpretación de Marco Hofschneider en la piel de Sally, perplejo ante la barbaridad que le rodea y que parece incólume a la razón que sí habita en su interior, capaz de reírse del saludo nazi delante del espejo y de pasar humillaciones en cuanto a su hombría con tal de seguir vivo. Una excelente película que se debería volver a rescatar.

Y es que Europa…Europa siempre ha sido el campo de batalla favorito para los irracionales y los intolerantes. Por eso es tan importante un cierto sentimiento de unión. Para evitar que los prepucios delaten orígenes y que no haya nunca más un niño que tenga que esconderlo por afán de sobrevivir. Parece un chiste, sí. Pero no lo es.

jueves, 26 de noviembre de 2020

MANK (2020), de David Fincher

 

Herman Mankiewicz fue uno de esos guionistas que, por vocación y época, podría haber estado encuadrado dentro de los escritores de la llamada generación perdida a la que pertenecían otras luminarias como Francis Scott Fitzgerald o Ernest Hemingway. Nunca estuvo en París, pero, en su interior, yacía tanto talento o alcohol como los mencionados y poseía una ética que, lejos de servirle para avanzar en su arte, era su tortura personal al trabajar en una industria que se plegaba, sin ningún miramiento, a los poderes fácticos de la época.

Así que, entre trago y copa. Mankiewicz ideó un guión para que Orson Welles diera su primer paso en el cine. El niño prodigio, que a los veinticuatro años de edad consiguió un contrato único en la historia, con un absoluto control sobre su obra, iba a contar con la agudeza y el ingenio de un hombre que convertía todo lo que tocaba en arte, en unos diálogos avezados y brillantes, en un compendio de situaciones que resumían a la perfección la enorme y compleja personalidad de un magnate de la prensa como William Randolph Hearst. Fue el nacimiento de una obra de la grandeza de Ciudadano Kane.

Por supuesto, Mankiewicz se inspiró en muchas otras cosas, además de la soledad que otorga la cúspide, y recogió diversos episodios de su vida para transformarlos en un guión que rompía con los moldes clásicos de todo el cine que se había hecho hasta 1940 y trazaba la figura triste y avasallante de un millonario que había perdido toda posibilidad de cariño y que, en lugar de inspirar ese cariño, causó, ante todo, temor en los que le rodeaban. Además de eso, desfragmentó la historia, ofreciendo distintos puntos de vista a la consideración de un mito en una estructura que, más tarde, fue copiada por muchos, entre otros, su propio hermano, Joseph Leo Mankiewicz, que decidió contar muchas de sus películas con esa misma estructura.

No cabe duda de que David Fincher, el director de Mank, ha hecho una película importante, fotografiada en un primoroso blanco y negro difuminado para sumergir al espectador aún más en los años treinta y principios de los cuarenta, con diálogos rápidos y punzantes, que cuentan unas cuantas verdades y que, además, en muchos de sus pasajes pueden trasladarse sin ningún esfuerzo a alguna de las situaciones que estamos viviendo hoy en día. Quizá porque no sólo se dedica a retratar motivaciones, inspiraciones y consecuencias que rodearon la génesis de Ciudadano Kane, sino también porque nos sumergimos en la mente brillante, tortuosa y nítida de un tipo que escribía como los ángeles y que debía batallar con sus propias ideas, con sus principios y con su concepto de amistad. Para ello, cuenta con la inmensa complicidad de un actor bien sujetado en esta ocasión como Gary Oldman, que realiza un trabajo extraordinario, creíble en todo momento y más relajado de lo habitual y espléndidamente secundado por Amanda Seyfried, con quien desarrolla una complicidad especialmente atractiva.

Aparte del hecho de que es realmente apasionante acercarse a contemplar figuras que fueron decisivas en la escritura de películas como Charles Lederer, George Kaufman, Ben Hecht y Charles MacArthur, autores de la obra de teatro The front page, que fue adaptada con distintos resultados por Lewis Milestone, Howard Hawks, Billy Wilder y Ted Kotcheff, al propio Orson Welles y a su socio John Houseman, hay que señalar que Fincher, en el tercio final de la película, se atiene a las versiones del propio Houseman y de la crítico de cine Pauline Kael que sostenían que el guión había sido escrito íntegramente por Herman Mankiewicz, cuando hay pruebas físicas en los archivos del American Film Institute que delatan que Welles contribuyó sustancialmente al mismo. Sin embargo, eso no importa demasiado. Es muy posible que el propio director, hoy en día, hubiera dado su bendición a esta película. Al fin y al cabo, Mankiewicz, para él, fue el hombre que le enseñó muchas cosas sobre Hollywood. Y siempre le calificó como “la persona más encantadora que he conocido nunca”. En cualquier caso, estamos ante una estupenda muestra del cine dentro del cine, del proceso de creación, de las respuestas en el fondo de una botella y de un acto de valentía al tratar de describir las miserias de alguien que creyó que la vida se reducía a un palacio en una colina, al coleccionismo compulsivo de obras de arte y a la certeza de que todo lo que quiso le fue arrebatado un día en la nieve a cambio de unos cuantos millones de dólares.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

SCORPIO (1973), de Michael Winner

 

Scorpio es un sicario francés de los servicios secretos estadounidenses. Es frío y metódico. Sabe lo que hace en cada momento y jamás se le ocurre dar un paso en falso. Sin embargo, recibe el peor de los encargos posibles. Se trata de eliminar a su mentor y maestro, un viejo espía de los viejos tiempos, lleno de trucos y de engaños, capaz de despistar a organizaciones enteras desapareciendo en la nada y con la ayuda de una red de confidentes y amistades que despliegan verdaderas cortinas de humo con tal de que Cross, como así se llama, lleve a cabo cualquier plan. Así que el juego del gato y del ratón está servido y los contendientes son de altura. Tanta que se llega a sospechar sobre los motivos de uno para matar y del otro para huir. Tal vez se trata de ese mismo juego que dirimen unos cuantos hombres sin rostro en una habitación en el que el objetivo no es ganar, pero no es perder. Tan sólo seguir en el juego.

Más cercano a John Le Carré que a cualquier otro autor literario, el director Michael Winner articula un drama de espionaje que está lejos de la acción, pero que muestra duelos de inteligencia atractivos, con una inevitable mirada europea entre medias. Burt Lancaster y Alain Delon resultan creíbles como maestro y alumno condenados al enfrentamiento a pesar de esa simpatía casi amistosa que se profesan. A un poco más de distancia, el ruso interpretado por Paul Scofield, siempre eficaz y ladino, sopesando la posibilidad de una posible deserción en medio del desafío. Razonamientos enroscados y retorcidos, dobles sentidos habitan en esta película de intriga que va más allá de las consabidas rutas de la guerra fría.

Así que es el momento en el que habrá que guardar las armas y poner en guardia algo tan poco utilizado como es la inteligencia. Tal vez, todo sea una trampa y atraer al gato hacia el queso sea una treta del ratón. O puede que, sencillamente, haya alguien que quiere dejar el juego de una vez por todas. Lo cierto es que la persecución ha comenzado y Scorpio no deja pistas. Es el hombre indicado porque no hay ningún indicio de autoridad moral a través de la pesquisa por hallar al veterano espía. Quizá sepa demasiado y sea necesario meterle una bala entre ceja y ceja. Scorpio, de hecho, ha tenido que ser chantajeado para aceptar el trabajo de eliminación. Al final, no acaba de quedar claro quién está traicionando a quién, quién sobrevivirá cuando la partida termine, quién es el bueno y quién el malo. Es el dilema de la caza. Viena será el campo de batida. Y… ¿quién sabe? Puede que en algún momento paseemos por uno de esos puentes empedrados con adoquines y alguien silbe una melodía muy conocida que haga que recordemos que los mejores quedaron atrás, enterrados en algún pedazo de tierra bastante familiar. Cross tendrá que poner encima de la mesa toda su experiencia para esquivar a la CIA. Va a ser la última vez.

martes, 24 de noviembre de 2020

FANDANGO (¿Dónde dices que vas?) (1985), de Kevin Reynolds

 

Tal vez sea el momento de darle una última vuelta a los privilegios de la juventud. La universidad ha terminado y la vida llama con fuerza. A la vuelta de la esquina esperan el matrimonio y Vietnam. Y bien merece la pena saltarse la graduación para buscar una aventura más allá de la frontera mejicana. ¿Quién sabe? Puede que hasta sea posible descubrir un secreto bien escondido, o brindar una última vez, o decirle al cielo que ha sido bonito, o disfrutar de ese sabor que tanto se pierde y que sólo tiene la amistad. Por supuesto, en el paquete va incluido el encontrarse con algunos personajes algo pintorescos, hacer unas cuantas locuras, darse cuenta del mapa que se ha dibujado conociendo a esa familia que eliges y que son los amigos y darse cuenta de que la vida es realmente corta y que hay que exprimir hasta que no quede ni una gota. Los kilómetros caen solos y las miradas de despedida se suceden. Todos ríen porque saben que van a llorar muy pronto y, aún peor, tienen la certeza de que no habrá ningún hombro en el que consolarse.

Es hora de dejar parte del equipaje en el camino, pensar en la pérdida de la inocencia a la que ha condenado la madurez y también reconocer a aquellos que han construido tu propia personalidad a través de los años de infancia y adolescencia. No es un lamento. Durante el viaje van desfilando los momentos de buen humor, hay diversión y estos chicos que van a afrontar sus primeras decisiones saben que han vivido y que ahora hay que pagar. La magia parece confundirse con el polvo de México y más allá de la frontera van a dejar todos los deseos que se han ido diluyendo con el fin de esa etapa que, al fin y al cabo, siempre se recuerda y que se va para no volver. En esos instantes es cuando se pone de manifiesto la sensibilidad de las personas. Aunque sea a bordo de un coche. Aunque sea para desenterrar algo que quedó atrás con el único fin de mirar hacia adelante.

Kevin Costner resulta realmente auténtico en esta película dirigida por Kevin Reynolds. A través de él, podemos intuir cómo ha sido el roce entre estos amigos que, muy pronto, dejarán de serlo físicamente, pero no espiritualmente. En su expresión, se dibuja la certeza de que cualquier momento álgido, origina un débito en lo más bajo y, tarde o temprano, hay que pasar por caja. Los sueños, esa dulce sensación en la que nos perdemos cuando creemos que la amistad es lo máximo y que va a durar siempre, se pierden en el horizonte aunque, tal vez, no desaparezcan del todo. Éste va a ser un viaje en el que la sombra de Vietnam nunca se desvanece y puede considerarse la última oportunidad para ser jóvenes y la primera para aprender a volar. Al fondo, el cristal refulgirá con sus burbujas y unas palabras lanzadas al viento. No, no son momentos para olvidar. Todo lo que vendrá después sí que debería caer en un baúl que no pudiera volver a abrir.

viernes, 20 de noviembre de 2020

MUERTE EN VENECIA (1971), de Luchino Visconti

 

La belleza está ahí, casi al alcance de la mano, bañada por los rayos del sol, casi insultante, casi perfecta. La ciudad sólo es el ambiente en el que se mueve y el intento de poseerla es un réquiem entonado desde la tristeza por unos tiempos que empiezan a sobrepasar todos los cánones. Tadzio apunta hacia el infinito, como señalando el camino que todos debemos emprender para asimilar, en su plenitud, el auténtico significado de lo hermoso, de aquello que la mente guarda para sí como un momento en el que la eternidad y la hermosura se funden bajo el astro rey. El sudor negro se desplaza, abriéndose paso entre la piel amarillenta, anunciando la última bajada de telón. La arena brilla cegadoramente, como queriendo camuflar ese instante de perfección que culmina con el derrumbamiento. Ya no habrá más sinfonías, ni más orquestas. Sólo la certeza de que la imagen es la última y es lo que encarna al mismo deseo. Es la verdadera encarnación de todo lo que se ha perseguido a través de pentagramas, lujos, ocios fútiles, envidias, melodías vanguardistas que tratan de romper con lo clásico y ofrecer nuevas formas, búsquedas incesantes, decepciones aseguradas, días nublados y noches lluviosas. La muerte viene. Es hora de rendirse.

El compositor Gustav von Aschenbach trata de sobrevivir en la corrupción de ideales que asola una ciudad sitiada por el cólera. Es el eterno aplazamiento del problema en la Venecia más hermosa y más moribunda. Apenas hay palabras en la travesía vital de este músico que se halla impotente ante la decadencia y la derrota. No hay nada malo en su mirada más allá de la observación impúdica ante la misma perfección de un adolescente que exhibe su belleza por los canales y las aguas venecianas. Y, voluntariamente, se somete a la prisión de ese cautivador físico, de ese irresistible encanto que encarna un chico al que ni se atreve a acercarse. Von Aschenbach sólo quiere dejarse envolver por la adicción que le provoca y se va con la certeza de que lo que ha visto, existe. Y existe en este mundo. Y él ha tenido el privilegio de verlo. Tal vez, también se confirma a sí mismo que la muerte está indisolublemente unida a la belleza y a la perfección con la casi asfixiante proximidad de la melancolía.

Visconti, Mahler, Bogarde, Thomas Mann. A través de todo un concierto visual, el público asiste a al colapso emocional de un hombre que no soporta el fracaso y la desgracia a los que condena la vida. El hallazgo de Tadzio, el chico enviado por los dioses, le coloca en medio de un acto espiritual que le proporciona la redención que necesita y la destrucción que, tal vez, implora. La psicología del ser humano se pone en evidencia y todos tenemos algo de Gustav von Aschenbach. Buscamos lo que no se puede encontrar y, a menudo, depositamos nuestros sueños de felicidad en algo tan etéreo y tan inalcanzable como esa figura, recortada por el brillo reflejado por el sol, señalando el camino, componiendo la fantasía a la que se ha renunciado, llevando la visión hasta los inexplorados límites de lo divino.

jueves, 19 de noviembre de 2020

HILLBILLY, UNA ELEGÍA RURAL (2020), de Ron Howard

 

¿Por qué se conceden siempre segundas oportunidades a quien es incapaz de mantener la estabilidad de un hogar? ¿Por qué se disculpan las debilidades del carácter con la esperanza en fuga? ¿Por qué se obvian las dificultades de la compasión continua? Tal vez, la respuesta a todas estas preguntas es tan sencilla que transcurre indiferente ante la visión de los afectados. Es sólo por amor. Algo que no suele entenderse bien y que, colocado de frente y sin ambages, llega a producir miedo.

Así pues tenemos a una madre con un evidente trastorno bipolar, que suele solucionar las crisis con promesas que nunca cumple, que no para de tener devaneos con la derrota porque es muy posible que llegue a crear adicción. Va de aquí para allá y, sin embargo, no es capaz de enfrentar sus responsabilidades y se acostumbre a vivir en un alambre en el que no permanece en equilibrio. Cae una y otra vez, dañando a todos los que la rodean porque, en el fondo, guarda un gran resentimiento ante su falta de oportunidades. La culpa es de los demás. Y hay personas que la necesitan como respirar. Ella nunca está porque nunca es.

Por otro lado, conocemos a una abuela que ha huido desde que se quedó embarazada. No ha enfrentado los tremendos golpes que ha asestado la vida y, por ello, guarda un cierto resquemor en la conciencia porque no ha solido estar a la altura. Sin embargo, posee toneladas de fuerza y decide tirar del carro cuando las cosas ya son inaguantables. Sólo porque quiere otorgar esa oportunidad a su nieto. La posibilidad de salir del ambiente provinciano y deprimente en el que se mueve. Ese mismo repleto de botellas de cerveza, de lentas tardes en el ínfimo jardín, de peleas absurdas y de descontento sin expresar. No supo ofrecer un futuro a su hija. Y no volverá a pasar.

No cabe duda de que Hillbilly, una elegía rural no sería más que un mediocre melodrama de sobremesa sino fuera por alguna desfragmentación del guión y por el trabajo enorme de Amy Adams y, sobre todo y ante todo, de Glenn Close. En ella se siente el cansancio agotador de la vejez, la humillación de la recta final en la que se sumergen muchos mayores sólo porque son conscientes de que ya tienen muy poco que perder y el orgullo que nunca se pierde al comprobar que alguien que lleva una parte de su sangre vale para algo más que para acabar tumbado con una jeringuilla en el brazo y la frustración aplastante en el ánimo. El resultado es una película correcta, con alguna que otra historia mal contada, con mucha desgracia enseñada y un par de lecciones de vida.

No ha tenido un buen recibimiento en Estados Unidos porque pone en evidencia esa parte de la población inculta, incapaz de hacer crecer al país y de contribuir con algún coletazo de empuje. Sin embargo, la película se esfuerza por mostrar que la inteligencia se debe desarrollar y que hay que crear un ambiente necesario para ello y que, si no es así, no es culpa de las personas, sino, probablemente, del lugar. Hay muchos escalones que separan las lágrimas de impotencia de la arrogancia exhibida y no es una cuestión precisamente de listeza. También lo es de dinero, de desigualdad, de la ausencia de salidas y de un sistema que no tiene ningún reparo en negar lo básico en aras del negocio. Mientras tanto, también es bueno desligarse de lo que se deja atrás para aprovechar las ocasiones que sólo ha brindado el esfuerzo. Y todo puede deberse a una mujer mayor que no podía agacharse para recoger lo caído, pero que poseía toda la fuerza para mantener la mirada limpia y el corazón para abrazar en el momento más indicado.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

TERROR CIEGO (1971), de Richard Fleischer

 

Moverse en la eterna oscuridad cuando la muerte se halla alrededor es un ejercicio de equilibrio muy difícil de mantener. El silencio envuelve cada gesto, como sirviendo de telón para el horror que está ahí inmóvil, inerte, acechante e innombrable. En una circunstancia así, más vale ser ciega y no darse de bruces con la realidad. Todo es una trampa en la que no se cae porque falta un sentido. Todo es un sinsentido que no se hace notar porque la ceguera es piadosa. Y para entenderlo todo, es necesario, en ocasiones, experimentar la misma oscuridad que Sarah, que parece que, de alguna manera, pasea entre los muertos escondida en una dulce ignorancia.

Es mejor no ver la maldad. Al fin y al cabo, también se puede descubrir que los olvidos pueden ser letales. La seguridad se evapora. El cariño se desvanece. Ahora se trata de sobrevivir aunque parezca una tarea reservada sólo para gigantes. Es hora de que Sarah salga de su autocompasión, de su ensimismamiento de la desgracia para hacer frente a todo lo que se le viene encima. La muerte se ha instalado en su casa de campo, allí donde ha pasado tantas horas felices en su juventud y también donde pudo encontrar lo más parecido al amor. Ahora es necesario defenderse, luchar, ir hacia adelante y demostrarse a sí misma que las capacidades se llevan en el corazón.

Terror ciego es una excelente película de miedo, dirigida por Richard Fleischer, dosificador del pánico, amalgamador de la tensión, que nos transporta a lo evidente que permanece invisible a los ojos. Con elementos sencillos, Mia Farrow se mueve por esa finca campestre que se convierte en una trampa llena de cadáveres, estación final para superar el trauma de su pérdida de visión. Por el camino, se asiste al horror, a la indescriptible sensación de que algo terrible puede estar justo a tu lado sin apenas darte cuenta. Y también a la sensación de que el coraje de una mujer puede sobreponerse a todo cuando las imágenes se hacen claras en su interior y cuando se trata de sacar lo mejor de sí mismas. Fleischer articula, con muy pocos elementos, una película que no debería caer en la indiferencia de quien no sabe ver.

Quizá todo termine de modo demasiado abrupto y queden un par de explicaciones por el camino, pero esta no es la historia de un asedio, sino la de una supervivencia. Deudora de Sola en la oscuridad, de Terence Young, pero con elementos muy distintos, ésta es una historia de sensaciones, de presentimientos, de superaciones y de maldades sin demasiadas razones. Sarah es un personaje en plena evolución, trasladándose del dolor hacia la luz sin ver nada por el camino. Y en ese sendero hay cosas que recuerdan al infierno. No importa. Ella ya ha estado allí. Y aunque sufra por todo lo que ocurre, puede enfrentarse al deseo de la muerte. El terror es ciego, sí. No repara en quién tortura. Y, a veces, también, se equivoca.

martes, 17 de noviembre de 2020

I COMO ÍCARO (1979), de Henri Verneuil

 

Imaginemos por un momento que John Kennedy no hubiera sido estadounidense. Podría ser, por ejemplo, francés. Y haber llegado igualmente a Presidente de la República. Esta película fabula con esa posibilidad y su interés estriba en rodear el magnicidio que acabó con su vida con un buen puñado de condicionantes de origen europeo. Todo empieza porque alguien influyente y de cierta posición en la jerarquía del poder, niega las conclusiones de la comisión de investigación que señala a un solo hombre como autor del asesinato del Presidente Jarry. La teoría del asesino solitario arroja bastantes dudas en la inteligencia del procurador y fiscal Henri Volney y comienza a escarbar en los espacios vacíos, en las contradicciones, en las verdades a medias e, incluso, en las que parecen completas. Los problemas no tardan en aparecer. Nadie tiene la intención de bucear demasiado en la búsqueda de una conspiración para acabar con Jarry. Sin embargo, poco a poco, las piezas van encajando y el resultado es un mosaico completamente diferente al de las conclusiones de la investigación. Fríamente, sin emociones. Hasta se utiliza un experimento psicológico para sostener la nueva conclusión de Volney. Y se va a necesitar de la inteligencia de todos los que se atrevan a ver esta película.

Henri Verneuil dirigió con acertada sobriedad cada uno de los pasos que da este procurador escéptico y se pone a la altura de los mejores directores americanos con la colaboración de un actor profundo y creíble como Yves Montand. De forma incomprensible, esta película ha caído en el ostracismo más doloroso. Nadie se acuerda de ella y nadie la revisa. Y es excelente, repleta de detalles de calidad, hecha con sentido y ritmo y con un final que te deja petrificado. De camino, se repasa con vitriolo las relaciones entre gobierno y sociedad y sobre la conformista moralidad de la indiferencia. No hay teorías exactas, sólo nuevas estructuras. Lo suficiente como para que el fascismo que existe en toda sociedad se mueva, sienta y reaccione. Tanto como para hacer que todo estalle en mil pedazos mientras vemos cómo la verdad se derrumba a cámara lenta.

Y es que no deja de trasmitirse la idea de que en un estado perfecto, no todo es de color de rosa. Las luchas por el poder se retuercen por debajo de la superficie y más vale enterrar la verdad que sacarla a la luz, porque el pueblo no la va a entender. Sería demasiado fuerte que el gobierno, los servicios secretos y el crimen organizado hubiesen llegado a un acuerdo para acabar con el máximo mandatario de un país. Sólo alguien investido de responsabilidad, coraje, iniciativa y convicciones morales puede hurgar en tanta suciedad junta. La música de Morricone nos va guiando a través de los callejones de la infamia y resulta casi tan intrigante como la propia trama. No es fácil dejarse llevar por las razones de la violencia. Y, no obstante, la masa se deja manipular porque obedecerá sin oponer apenas resistencia si se le guía por caminos de miedo. Tal vez, no resulta complicado instaurar un nuevo orden sin que ni siquiera se den cuenta. 

jueves, 12 de noviembre de 2020

EL TAMBOR DE HOJALATA (1979), de Volker Schlöndorff

 

Oskar decide no crecer porque desea conservar para siempre su mirada de niño, por muy inteligente que sea. A veces, no puede expresarse y, cuando algo le parece mal, toca su tambor de hojalata. Puede que no le guste observar que en el vecindario hay una especie de connivencia con el orden impuesto. O, tal vez, está harto del conformismo de sus padres que sólo quieren vivir con tranquilidad en alguna ciudad perdida de Alemania. La ira de Oskar se expresa sólo a través del tambor e, incluso, en ocasiones, desde lo alto de un campanario. Allí puede tocar el tambor todo lo que quiera porque nadie le va a escuchar. Oskar, al fin y al cabo, sabe que abajo, entre la gente normal, tampoco le prestan atención. Así que la catástrofe va a continuar y Oskar tendrá que ser testigo de lo que nadie quiere ver, pero que, al mismo tiempo, es lo que todo el mundo ha permitido.

Por otro lado, anclarse en los tres años no deja de tener ciertos inconvenientes. En todo lo demás, Oskar crece y cuando llega la hora de descubrir el sexo, sigue teniendo físicamente tres años. Sin embargo, está en la pubertad y desea probar algo que, en apariencia, resulta bueno y placentero. No todo en la vida va a ser una mirada cáustica sobre lo que está pasando. Entre lo grotesco y lo sincero, lo caótico y lo hermoso, Oskar deberá aprender por sí solo cuál es la diferencia entre el amor y el odio mientras se encierra en un cuerpo de tres años. Todo debe confinarse en las inquietudes propias de la misma libertad que representa ese niño que no deja de tocar el tambor.

Volker Schlöndorff dirigió esta difícil adaptación del original literario de Gunther Grass con las ideas muy claras, ideando posiciones de cámara que reflejasen estados de ánimo y pudiesen soslayar las dificultades que presentaba el mismo personaje central, interpretado en todo momento por un niño de doce años que acaba por ser un excelente actor, David Bennent. A su alrededor se mueve la convulsa Alemania, extraordinariamente bien retratada, y los avatares vitales de su propia familia, encabezada por Mario Adorf y Angela Winkler. El resultado es una mirada hacia el surrealismo de la propia historia vista por un niño que es adulto y que, a la vez, no pierde en ningún momento sus ansias de inocencia, de querer ser ignorante de ese mundo de adultos que no hace más que estropear las cosas. Si todos hiciésemos como Oskar y tocáramos el tambor cuando comprobamos que nadie hace nada por impedir la injusticia, el mundo sería un lugar insoportablemente ensordecedor.

Así que es el momento de mirar a Oskar a la cara y decirle bien a las claras qué es lo que estamos dispuestos a hacer con tal de que nadie nos arrebate nuestro derecho inalienable a ser libres y a conseguir que los demás también lo sean. Y esta vez no es una cuestión de política, o de votos, o de sesgos ideológicos. Esta vez es simplemente una cuestión de conciencia.

EL PALACIO IDEAL (2020), de Nils Tavernier

 

A veces, un rayo de luz penetra entre las brumas del ánimo y una misión aparece como máxima ambición vital. Tal vez el destino no sea sólo andar hasta que los pies ardan y repartir cartas en alguna región perdida de Francia y las piedras sean capaces de hablar para que esa impasibilidad ante los desgraciados acontecimientos de la vida obtenga una salida en la que desemboquen las lágrimas, los sentimientos, la rabia, el inmenso cariño, la determinación y la perseverancia. Al fin y al cabo, sólo la insistencia podrá ser el instrumento que permita alcanzar el objetivo.

Así que esa piedra esculpida, labrada y colocada podrá ser el conmovedor testimonio de amor de una persona que no es nadie incluso para sus vecinos. Alguien dice del cartero Cheval que ya no tiene más lágrimas que derramar y el problema, quizá, es que aún posee demasiadas. El duro invierno y la grácil primavera ha golpeado su espalda con fuerza y él no se rinde. Trabajará hasta que sangren las manos, hasta que los sabañones sean cubiertos por las piadosas vendas de quien bien le quiere. Aún así, la vida no le perdonará la osadía e irá golpeando su moral hasta que la soledad sea insoportable y sólo le quede el consuelo del deseo de unirse al baile que le ofrece la muerte. En el fondo, es un pobre ignorante porque no sabe que, dando forma a su sueño, jamás podrá morir. Estará en el corazón de una obra hecha con el corazón, con el recuerdo de lo que más ha amado, con la terquedad de un hombre que roza la sociopatía, pero que guarda toneladas de pasión. Ya no habrá más rincones, sólo la eternidad.

La historia del cartero Cheval, autor de la única obra de arquitectura naif de Europa que llegó a ser elogiada por personalidades como André Breton o Pablo Picasso, se torna en esta película en periplo vital de un hombre que hizo camino al andar y que quiso construir a pesar de todo. En su mirada, yacían todas las esculturas y todos los capiteles del loco que no sabía expresar nada salvo lo que hacían sus propias manos. Jacques Gamblin incorpora al protagonista con sabiduría y estática, pero, en algunos pasajes, puede que todo se alargue innecesariamente y que, en otros, allá demasiados saltos repentinos. El resultado es una obra irregular, con momentos realmente emocionantes de vejez y encuentro y otros moderadamente deudores de la morosidad y el tedio. Tal vez, ese sea el precio de asistir a una construcción que asombra y que sobrecoge, pero que lleva al ensimismamiento impávido, algo extorsionado, algo ausente.

Y es que no es fácil sobrellevar la vida ingrata si no hay una meta que ayude a superar las penas y el tremendo dolor de las separaciones, de las despedidas definitivas que quieren ser ahogadas en un río sin profundidad. La distancia de la gente que no quiere saber nada del loco que trata de poner en pie un sueño siempre duele porque eso también demuestra una falta total de empatía con los propósitos del diferente. La lluvia, el sol, las plantas, el origen de la vida serán las fuentes de inspiración para que los muros hablen por sí solos y la admiración sea el último consuelo para quien no tuvo nada. Atrás quedan los años, las cartas entregadas, los silencios elocuentes y, a veces, muy crípticos. Sin embargo, todo quedará escrito ahí, en el cemento, en las manos rugosas, en las torres más altas forjadas con metal y recubiertas de arte. Sólo el amor y el deseo, nunca pronunciado, de querer una vida mejor. 

miércoles, 11 de noviembre de 2020

SEAN CONNERY: EL NOMBRE ES CONNERY

 


Yo, de mayor, siempre he querido ser Sean Connery. Me hubiera gustado poseer ese físico privilegiado, arrebatadoramente viril, esas cejas de uve invertida, de hombre peligroso, esos ojos penetrantes, expresivos, esos labios deseables y burlones,ese torso velludo, casi selvático, esas piernas de hormigón armado, esos socarrones hoyuelos en las mejillas, esa personalidad envolvente, carismática, conquistadora…

Albert Broccoli, productor de la serie Bond, dijo, después de entrevistarse con el arrogante y un punto insolente Connery allá por el año 1959 que “en cuanto se volvió de espaldas y le vi caminar, supe que habíamos encontrado a James Bond”. Un personaje al que el actor siempre despreció por sexista, violento y racista. Pero él, inteligente, quiso interpretar otros papeles y Alfred Hitchcock quedó tan encantado con él tras el trabajo que desarrolló en Marnie que, cuando años más tarde el director inglés le quiso para protagonizar Topaz, ya era demasiado tarde y sus pretensiones económicas se habían disparado. ¿Es posible imaginar lo que hubiera cambiado esta película de ser él el protagonista y no el insípido Frederick Stafford?

¿Quién más podría haber sido Robin Hood? No imagino a ningún otro por el que Audrey Hepburn pudiera morir de amor durante más de veinte años y que lanzara con tanta fuerza y pasión una flecha que se perdía en el cielo azul de un día sin mañana. Cuando vi esa película, Robin y Marian, una parte de mi infancia murió al ser atravesada por esa flecha.

¿O qué otro podría haber sido el Muley Ahmed Mohamed Al-Rashuli? Sí, aquel guerrero jeque árabe que se atrevía a desafiar al gran oso americano liderado por Teddy Roosevelt con apenas un rifle y un caballo mientras le espetaba aquello que era tan hermoso como insultante: “Vos sois como el viento y yo soy como el león. Vos sois la tierra que pica y abrasa en los ojos. Rujo con furia, pero no me escucháis. Hay una gran diferencia entre nosotros: Vos, como el viento, jamás sabréis cuál es vuestro lugar, mientras yo, como el león, siempre sabré cuál es el mío”.

Y no puedo ver más que a él, con sus ojos falsamente dignos y suplicantes, como Daniel Dravot, ese hombre que pudo reinar y, de repente, se torna mortal por un simple arañazo en la mejilla en la habitual fortuna del perdedor, del soldado mil veces derribado en el discurrir de la vida ingrata, compañero y amigo hasta la muerte que sólo puede brindar a su hermano de armas una vida errante llena de espantosas cicatrices…granuja entrañable que sucumbe, en una última oportunidad, ante el sueño del oro, del lujo y de la lascivia que siempre despierta el poder.

Siempre ha dicho que “ganar un Oscar fue muy bonito, pero lo cambiaría sin pestañear por un Open USA de golf”, pero, claro, si se hubiese dedicado al golf jamás le hubiéramos visto como uno de los cuatro intocables de Elliott Ness, aportando la experiencia y el saber estar que, posteriormente, le llevó a encarnar al Doctor Henry Jones Senior, padre de Junior, eminente arqueólogo, con un incontrolable pánico por las ratas y con más parecido a su hijo del que pudiera parecer a simple vista.

Cierto es que, en los últimos años, se dedicó al más descarado cine comercial, pero su sola presencia ya ha elevado esas películas a más altura de la que, en principio aspiraban, como, por poner dos ejemplos, La trampa, de Jon Amiel, y Sol naciente, de Philip Kaufman, títulos que, sin él, no hubieran tenido ninguna razón de ser.

Fray Guillermo de Baskerville fue uno de sus grandes personajes, lleno de lógica y sabiduría, cargado de razón, luz solitaria en una época de oscuridad y prohibición, involuntario detective medieval que no se escandaliza ante la comprensible experiencia sexual de su joven discípulo con una muchacha de la que no sabe, ni sabrá nunca, su nombre.

Se consideró escocés de pies a cabeza y donó la mayor parte de su espectacular salario en Diamantes para la eternidad a obras de caridad en Escocia. Aún así, tuvo fama de tacaño, de ser un hombre muy celoso de su intimidad y de lucir una cierta aspereza en el trato. Pequeños defectos que acercan aún más la imperfección de los mitos.

Fue el cerebro de un Supergolpe en Manhattan, una excelente y algo olvidada película, con un gran ritmo, que constituye su primer gran éxito después de la era Bond. Y fue la primera vez en la que Connery, sin ningún complejo, apareció totalmente calvo, algo que ya no podía disimular, y falto de glamour. El director fue Sidney Lumet, con el que repitió en un buen puñado de películas, incluyendo Asesinato en el Orient Express, en la que encarnó a uno de los doce sospechosos.

Pero no fue el único golpe perfecto que perpetró porque, más de un siglo antes, fue un ladrón sin nombre que se alía con un carterista como Donald Sutherland para realizar El primer gran robo del tren, una excelente película, basada en hechos reales, que dirigió Michael Crichton, el novelista. Con mucho sabor, mucha ironía, gran encanto decimonónico y esa lapidaria y razonable frase de “ningún caballero respetable puede ser tan respetable”.

Demostró tranquilidad, sangre fría y veteranía a puñados en un personaje como el de Marko Ramius, el comandante de un submarino soviético perseguido por todos y creído por uno solo en la notabilísima La caza del Octubre Rojo, de John McTiernan, paradigma casi ideal del cine de submarinos, de realización clara y medida que prolonga la serie de personajes con aura de leyenda en los que el actor llegó a ser un auténtico especialista.

Una de sus más perfectas parejas fue la deslumbrante Michelle Pfeiffer en La casa Rusia. En ella, Connery mostró el lado contrario. Su personaje huía de la leyenda adentrándose en la normalidad de alguien que sólo quiere vivir en paz y se ve envuelto en los manejos de la CIA y el KGB. Aunque, en honor de la verdad, hay que decir que la pareja está tremendamente desaprovechada en sus escenas de amor, la película cuenta con una memorable partitura de Jerry Goldsmith y la interpretación de ambos es notable, invernal, de una especial ternura que delata, sin lugar a dudas, que la traición está más que justificada si nuestra patria es la mujer que amamos.

McTiernan le vuelve a escoger para encarnar a un médico que busca remedios medicinales vitales en las entrañas de una jungla que respeta profundamente en esa aventura ecológica que es Los últimos días del Edén, una obra de entretenimiento algo menor, pero de singular argumento, con otra grandísima banda sonora del gran Jerry Goldsmith. Con coleta y sin alardes, Connery sabe expresar la condición de intruso en una tierra que no es la suya, dejando pasar delante al verdadero propietario. El indígena es de los pocos seres humanos que conoce realmente el valor de todo lo que le rodea, aunque ese entorno sea salvaje y sin civilizar. Una interpretación valiente.

En una entrega de los Oscars subieron a presentar un premio él y sus dos grandes amigos, Michael Caine y Roger Moore. Por supuesto, bromearon sobre quién era James Bond, pero eso era lo de menos. Aquellos instantes, no sé por qué, los recuerdos como de una magia intensa, de una elegancia que sólo se puede sentir viendo a tres tipos que exhibían su enorme complicidad encima de un escenario.

Al final, Sean Connery se retiró del cine. Fue tan inteligente que no quiso aparecer como una reliquia ante los ojos de millones de espectadores y los que hemos sentido la serenidad de su inigualable estilo sabemos, y lo sabremos siempre, que aquel tipo no se llamaba Bond, ni Baskerville, ni Arbuthnot, ni Ramius, ni Dravot. El nombre era Connery, Sean Connery.

martes, 10 de noviembre de 2020

LA HABITACIÓN DE FERMAT (2007), de Luis Piedrahita y Rodrigo Sopeña

 

Puede que la vida no sea más que la suma de un conjunto de ecuaciones matemáticas de soluciones infinitas. Juntar en una cena a unos cuantos matemáticos no deja de ser un ejercicio de ciencias exactas. Más que nada porque todos tienen una incógnita sin resolver y eso multiplica los desarrollos. Las derivadas de sus actos son irresolubles y ya es hora de que lleguen al final. Todos están identificados con una tarjeta con el nombre de un ilustre teórico de la ciencia matemática. Todos tienen un secreto en su interior. Y deben exponer en una pizarra qué es lo que han hecho y por qué han guardado silencio.

Mientras tanto, el misterioso anfitrión les propone resolver unos cuantos enigmas que deben más a la lógica que a la matemática, pero, mientras tanto, imaginan cuál es la razón del encuentro y quién está detrás de la cita. El tiempo corre y las paredes se estrechan como castigo y el raciocinio debe estar presto, así que comienzan a pensar y, también, a pergeñar algún medio para detener esas paredes que se acercan como un monstruo para dejarlos en un plano geométrico sin ángulos muertos. Fuera, uno de ellos, cae en una trampa que a punto está de no tener resultado. La evasión está algo escasa de fuerza y las soluciones a los problemas caen tras los segundos de rigor. La habitación de Fermat no es más que un supuesto en el que todas las variables no son suficientes para llegar a una solución salvo que tengan un valor inferior. Y se trata de que estas mentes privilegiadas bajen hasta sus propios infiernos para poder escapar. Las integrales no abundan por muchas derivadas que se planteen.

No deja de ser un ejercicio de cierta brillantez, algo desinflado al final, esta película dirigida por Luis Piedrahita y Rodrigo Sopeña. El manejo de un espacio cerrado que se va haciendo más pequeño por momentos tiene su angustia impregnada en cada una de sus escenas, con sus ocasionales salidas al exterior para seguir las peripecias del miembro de la reunión que se ha ido antes de que el problema se plantee. La fotografía es excelente y los actores, especialmente Santi Millán, están a un nivel de ambigüedad que llega a ser matemático. Las referencias inevitables a La huella, de Joseph L. Mankiewicz, o a Dentro del laberinto, de Jim Henson, están presentes a lo largo y estrecho de la cinta y el misterio es atractivo, con cinco posibles sospechosos y todos implicados. No importa que el desenlace sea algo precipitado y falto de fuerza porque lo apasionante no es el final, sino el desesperado viaje que se hace hacia la agonía del supuesto. Es como si supiéramos perfectamente cómo plantear el problema y su desarrollo y, al final, nos equivocáramos en una operación que no tiene nada de sencilla. Buen desafío, buena intención. La intriga está ahí, esperando ser despejada.

viernes, 6 de noviembre de 2020

SNATCH (Cerdos y diamantes) (2000), de Guy Ritchie

 

La verdad, yo de maleantes, sé muy poco. Alguno me he encontrado por ahí, pero ni comparación con la galería de malhechores que se mueven por esta película. Todos quieren sacar tajada. Y hay incompetentes en el sector, como en todas partes. Desde el gángster que no se muere hasta el sicario que no deja de disparar. Desde los tipos que tienen a un perro que se ha tragado una bola con pitidos hasta esos dos despistados que quieren organizar un combate de boxeo clandestino con un gitano al que no le entiende ni un logopeda. Y todo por un diamante que va de mano en mano sin llegar al destino al que tenía que haber llegado desde el principio. Ah, sí, se me olvidaba. Está ese tipo que no acepta un no por respuesta y que coge los cadáveres, los tritura y luego los da como pienso a los cerdos. Un enamorado de la cuadra porcina. Y no es sólo referido al cerdo como animal, también como metáfora.

Así que estamos en el mundo de las apuestas ilegales, del contrabando de joyas y de un fulano que se hace llamar Frankie Cuatro Dedos al que le gusta el juego más que comer con los ídem. Aviones cogidos al vuelo, perros de pelea, perros hambrientos, perros callejeros, perros, perros…pero, sobre todo, no hay que olvidar que sólo hay vacas desde hace ocho mil años y que el aparato digestivo humano no está preparado para procesar la leche. A partir de ahí, varían los puntos de vista y todo se desmanda porque no es normal ver a un señor con la cabeza en un saco, a un asesino tomándose tranquilamente una Guinness y explicar con toda la paciencia del mundo por qué unos matones de tres al cuarto tienen que salir pitando y todos saben más por pillos que por viejos. El futuro, desde luego, no está en un campamento de caravanas lleno de gitanos. La policía no se entera. E hilar todo esto es muy complicado. Lo mejor que se puede hacer es despojarse de prejuicios y asistir al espectáculo desde el principio. Con suerte, podremos ver la pelea en paz, siempre que el tío que habla entre dientes caiga en el cuarto, claro.

Quizá la fama desmedida de un director como Guy Ritchie proviene, sobre todo, de esta película. Aquí rompió reglas, se enfundó en un traje inglés que recuerda en algunos momentos a Quentin Tarantino y troceó la narrativa a su antojo para ofrecer un mosaico de maleantes antológico. Hay verdaderos fanáticos de esta película y de su director (“para qué quiero saber quién fue ese tío, ese John Ford. Ya tengo a Guy Ritchie”) que no admitan que no es la obra maestra más impresionante que ha dado el cine aunque sea una película divertida, cruel y ciertamente original. Tal vez, haya que ver un poco más de cine y un poco menos de salvaje anarquismo narrativo. O, simplemente, lo mismo me he quedado un poco anticuado y eso me permite disfrutar de todo sin mirar la fecha. El cine puede quedarse anquilosado, pero nunca caduca.

jueves, 5 de noviembre de 2020

LAS BRUJAS (de Roald Dahl) (2019), de Robert Zemeckis

 

Las brujas existen y lo peor de todo es que no son demasiado fáciles de identificar. Tienen una apariencia más o menos aceptable y vemos varias todos los días, aunque, tal vez, no sepamos que lo sean. Siempre están trazando planes para hacerse con el control y uno de ellos puede que sea deshacerse de todos los niños del mundo. Sin embargo, son un poco estúpidas porque ignoran que es posible que lo previsto se vuelva en su contra. Eso sí, son malas perdedoras y hay que contar con su revuelta. Quizá haya que ser ratón para vencerlas.

Si hay brujas en este mundo, por fuerza, debe haber hadas madrinas. Y esas son mucho más fáciles de saber quiénes son. El amor, al fin y al cabo, es la fuerza más poderosa del universo y, siendo niños, se posee una mirada especial que las sitúa sin ninguna duda en nuestro entorno. Se deshacen en cariño, en cuidados, en advertencias que, a menudo, nos pueden parecer reiteradas e innecesarias, pero que ellas saben que son imprescindibles. Así que no hay nada como hacerlas caso porque puede que el mundo se acomode a nuestra forma de ser y, de esa forma, conseguir la felicidad que, sin duda, será breve, pero también será fulgurante.

Hay algo que falta en esta versión del famoso cuento de Roald Dahl con dirección de Robert Zemeckis y producción de Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón. Puede que hayan extraviado un poco el encanto y que la irregularidad sea constante a lo largo de la película. Además, también se echa de menos que los caracteres generados por gráficos de ordenador estén mejor descritos, con más detalles, porque falta encanto, cariño por unos personajes que pretenden ser simpáticos y son algo anodinos. No cabe duda de que la mejor parte se la lleva esa enorme actriz que es Octavia Spencer y que Anne Hathaway se despacha a gusto en el histrionismo y el exceso. La comparación con la primera versión de Nicolas Roeg, La maldición de las brujas, es ociosa porque aquí se apuesta por la espectacularidad y lo evidente, mientras que allí todo era más austero, más casero y, tal vez por ello, con bastante más hechizo.

Así que no hay que dejarse engañar por estas brujas que obedecen ciegamente a su amada líder y establecen un plan que no llega a ninguna parte desde el primer momento. Los interludios de aventura están resueltos con premura cuando Zemeckis cuenta con medios y un apoyo incondicional en la excelente banda sonora de Alan Silvestri. Y es que no cabe duda de que los cuentos de Roald Dahl estaban llenos de horror y ternura porque eran capaces de producir algo de miedo y, al mismo tiempo, salir con una sonrisa de su lectura. Y, en realidad, aquí no se sale ni con una cosa, ni con la otra. Será cuestión de buscar a una bruja de verdad y preguntarle su opinión.

Los largos brazos de la maldad llegan a todas partes y es posible que más valga ser ratón en un mundo que no está hecho para niños. La fábula de la propia aceptación se torna aquí un mero juguete que no emociona, ni crea empatía. Sólo deseas absorber lo entrañable de los que te quieren de verdad y darte cuenta de que, en realidad, nada merece la pena si no están ellos. Hay que encerrar las malas intenciones y dejarlas a merced de las fauces de las fieras que, en determinado momento, también pueden prestar un buen servicio. Mientras tanto, no olviden mirar a su alrededor y reconocer a las brujas que esconden tras su espesa capa de maquillaje su sonrisa infernal. Yo, de momento, ya puedo asegurar quiénes son un par de ellas.

miércoles, 4 de noviembre de 2020

EL HOMBRE INVISIBLE (1933), de James Whale


¿Seríamos invisibles pagando el precio de la ira? ¿Nos encantaría echar un vistazo a esa chica a la que siempre quisimos ver desnuda sin sentir que estamos invadiendo lo prohibido? ¿Disfrutaríamos cogiendo subrepticiamente la recaudación de cualquier comercio para poder seguir viviendo? ¿Dejaríamos atrás todos nuestros reparos morales con tal de disponer de un don que nadie es capaz de tener? Son demasiadas preguntas que, muy posiblemente, obligaría a tomar atajos en el raciocinio. Algunos, quizá, no sabríamos contestar a estas cuestiones con un mínimo de responsabilidad porque todo resulta excesivamente tentador. Colarse en casas sin que nadie se dé cuenta para espiar la intimidad, asestar un golpe sin dejar la más mínima pista porque no hay huellas, ni presencias, ni sospechas posibles, dar rienda suelta a las fantasías más prohibidas porque se presencian en directo. Y lo mejor de todo, mandando a la moral al infierno, sin preocuparse por detalles de conciencia, mimetizándose con el ambiente hasta tal punto que el mundo no se puede dar cuenta de tu existencia. Desaparecer. No ser nada. No ser nadie. Y, al mismo tiempo, serlo todo. Como un dios que escucha lo que los interlocutores se esfuerzan por mantener en secreto. Como una mirada cósmica que se introduce por las rendijas de la verdad. Quizá, lo peor, sería soportar esos indeseados efectos secundarios que aceleran la adrenalina y convierten al sujeto en un tipo deleznable, vil, arrastrado por su propio descubrimiento y por su naturaleza. Siempre y cuando ese pedazo de carne que no se ve y que está debajo de un montón de vendas se percate de lo que está haciendo realmente.

No cabe duda. Muchos años han pasado ya desde este clásico de terror de la Universal. Ya no da miedo, todo lo contrario. Causa risa y ternura porque la ingenuidad llega a ser sorprendente. Sin embargo, hay algo que hace que persista en su encanto. Tal vez sean esos efectos especiales que resultan, salvo en contadas ocasiones, tan creíbles como los modernos gráficos informáticos. Aquí no había pantallas verdes, ni croma, ni borrado digital, ni nada de eso. Sólo artesanía y toneladas de paciencia. El guión llega a ser infantil, mínimo. La voz en versión original de Claude Rains es fascinante. Demasiados años ya. Ya nadie sueña con colarse sin que nadie le vea en casa de la vecina. Ahora es mejor hacerlo desde casa, sentado al teclado de un ordenador.

James Whale dirigió esta joya caduca y encantadora. Y Gloria Stuart, la anciana de Titanic, paseó su belleza por los escenarios imposibles de un hombre que cree en su propia gloria y prefiere pensar en ello antes que en la maldición de su invento. Los jóvenes de 1933 quedaron aterrorizados ante esas camisas que vuelan, ante esos rostros desaparecidos, ante esos estrangulamientos invisibles. La pérdida de la inocencia ya nos lleva hacia otros pánicos e, incluso, de forma mucho más real. Ya no hace falta ver una película de miedo para pasarlo. Basta con echar una mirada alrededor y darse cuenta de que, lo que no está, está aterradoramente cerca.

martes, 3 de noviembre de 2020

SAQUEO EN LA CIUDAD (1967), de Alain Cavalier

 

De vez en cuando, de forma un tanto incomprensible, el cine esconde joyas que han sido condenadas al olvido cuando merecerían estar en todas las filmotecas. Una de ellas es Saqueo en la ciudad, de Alain Cavalier, basada en una novela de Donald Westlake y que resulta ser la descripción de un atraco absolutamente perfecto de un modo estremecedor. Todo está cuidadosamente planeado para hacerse con el control de una pequeña ciudad de los Alpes y asaltar una fábrica, un banco, el supermercado y las tiendas en una sola noche. El plan se urde en la mente de un resentido contable que, para llevarlo a cabo, contrata a un ladrón profesional para que no haya ningún cabo suelto. Cavalier, lejos de poner al frente del reparto a estrellas del cine francés, coloca rostros familiares, pero no de primera línea, en aras de favorecer un realismo muy preciso, con largas secuencias, técnicamente perfectas. Es el arma ideal para recoger las andanzas de doce hombres que, a modo de comando, toma una ciudad con premeditación y alevosía y de forma totalmente pacífica.

Todo debe empezar con las iniciales de los nombres. E para Edgar. Vital. Eso va a ser fundamental para que alguien con el oído muy fino comience a identificar a los ladrones. En realidad, son unos tipos meticulosos, que saben hacer muy bien su trabajo, simpáticos en su mayoría. En el fondo, hacen tan bien su trabajo que se desea que tengan éxito. Y no va a ser fácil. La noche es corta y hay mucho por hacer. Hay que moverse rápido y no dejar ningún resquicio a la improvisación. Sólo un par de cosas se pueden torcer. Una de ellas va a ser la amistad de la vida normal. Esa misma de la que quieren huir los ladrones. La originalidad y el ritmo no dejan de estar presentes durante todo el asunto. Más que nada porque lo inesperado puede ser un arma. Y el detalle es puro documento. Tal vez por todas esas razones ya nadie ve esta película. Ha caído en el mismo olvido en el que quieren sumergirse sus protagonistas cuando acaben su trabajo. Y no deja de ser rematadamente injusto. Es como abrir una caja fuerte con minuciosidad. Es como dar un golpe en varios sitios a la vez mientras los vecinos duermen plácidamente el sueño de los vencidos. Todo está pensado y, sin embargo, algo puede escaparse. Puede que la vida anterior al atraco ¿quién sabe?

Es necesario correr para huir de la quema. No todos llegarán a su destino, pero el riesgo es algo inherente a un oficio que, tal vez, no compensa demasiado. Ni siquiera desde el cerebro de un contable que quiere tener tantos billetes como ceros ha impreso en los libros. La noche es vieja y todo desaparece porque la voz no se puede esconder. Tampoco el resentimiento. Ni siquiera el fracaso. Es hora de disfrutar.