viernes, 28 de junio de 2013

MONSTRUOS UNIVERSITY (2013), de Dan Scanlon

Ay, aquellos tiempos en los que uno parecía tener una dirección fija, sin más rumbo que el éxito, sin más gasolina que el entusiasmo, sin más dinero que una ardilla. Tiempos en los que se fraguaban amistades entre libros, grupos de estudios, partidos de fútbol, gamberradas a granel y un feliz sentido de la irresponsabilidad que cobraba vida entre los pupitres del futuro. En esa época, el mañana se abría ante nosotros y nos creíamos capaces de cualquier cosa, incluso de alcanzar el éxito. Solo la realidad puede hacer que los callos se instalen en el pensamiento e instalar en el pensamiento que lo que creíamos que era la puerta de la felicidad, de hecho, era la felicidad misma.
Eso sí, nadie entregaba un partido sin haber luchado antes, sin haber intentado demostrarse a sí mismo, sobre todo, hasta dónde era capaz de llegar. Y ahí, en ese estado de fuerte convivencia, es donde llegaba el tesoro humano, la certeza de que podías contar siempre con ese tipo que, al principio, te miraba con desconfianza desde el otro lado de la clase. El deseo inenarrable de que la amistad, ese sentimiento que se transpiraba a determinadas edades, era lo máximo.
Y así, siendo monstruos del susto y de la mediocridad, nos atrevíamos a lanzar desafíos a todo el que se nos pusiera por delante para terminar aprendiendo la única lección posible: todo se consigue con el esfuerzo. Mucho, poco o nada, pero no hay otra vía. Podría haber labores de pasillo, confecciones variadas de encaje de bolillos para que la carambola sonase con una nota suficiente, esfuerzos extras para conseguir llegar a lo que el maldito profesor de turno te pedía. Años después, con la extenuación a cuestas, puedes llegar a la conclusión de que aquello, en el fondo, era un teatro con bambalinas de cultura, era una continua tarea de relaciones públicas llevadas con más mano izquierda que con libro derecho, que, si no entrabas por los ojitos al catedrático de turno…ya podías cambiarte de grupo.
Esto es una transposición de lo que sugiere esta película llevada a la universidad española. Más que nada porque, a nosotros, nos suena bastante monstruoso toda esa parafernalia estudiantil que se prodiga en las instituciones norteamericanas que incluyen alojamientos en el campus universitario con sus fiestas salvajes, sus bromitas maravillosamente infantiles con entidades competidoras, sus hermandades con funciones sociales realmente discutibles, sus exagerados ritos de iniciación, sus talleres variadísimos que pueden ir desde el coro universitario hasta la elaboración de los juegos atléticos universitarios, sus programaciones elegibles para conseguir la licenciatura con prestigios de lo más variado, sus espectáculos absolutamente multitudinarios en los que puedes pasar de héroe a villano de la forma más cruel…Lo cierto es que, sin duda, después de la vacilante Brave y de la desastrosa Cars 2, la Píxar vuelve a tener a la diana muy cerca porque recupera sentido del humor, vuelve a homenajear a los grandes, derrocha cierto ingenio para adaptar una situación humana al monstruoso mundo salido de su imaginación. No está al nivel de obras maestras anteriores pero sí parece un principio de recuperación de la senda algo difusa en la que se había metido. Es como un estudiante de universidad de trayectoria brillante al que se le atraganta una asignatura y, de repente, como por arte de magia, da con la clave maestra para conseguir el aprobado alto. Eso, tal vez, sea el trampolín perfecto para el notable, para el sobresaliente y para la matrícula de honor. La respuesta, queridos, está en el esfuerzo. Ésa es la puerta que abre y también cierra todo.

jueves, 27 de junio de 2013

HANNAH ARENDT (2013), de Margarethe Von Trotta

Por alguna razón ignota, siempre hemos imaginado a los poseedores de la perversidad como mentes inteligentes que maquinan continuamente la consecución de sus objetivos prescindiendo de la moral, dando por sentado que saben lo que hacen, que son capaces de discernir las consecuencias de sus actos y el beneficio que les produce pero eso no tiene por qué ser necesariamente así. Tal vez la misma encarnación del mal era de una mediocridad apabullante, un simple burócrata que no se planteaba, ni por un segundo, la justicia ética de sus acciones. Un pedazo de carne con ojos que, sencillamente, cumplía con su trabajo porque así se lo habían ordenado.
Y eso es difícil de aceptar para las víctimas de su perfidia. Cuando un individuo se niega a sí mismo la capacidad de pensar y ejecuta la orden sin plantearse nada más, entonces no es del todo asimilable que ese tipo esté haciendo un mal tan doloroso, tan impronunciable, tan terrible. El mal tiene que ser una decisión pensada porque si no, pierde parte de su esencia. Pero es posible que el verdugo solo sea un instrumento de una maquinaria dedicada a exterminar y que ni él mismo pueda ver que eso que está haciendo sea malvado. Lo exige la situación. Lo exige el todopoderoso Estado y no hay más que hablar.
Si a eso le añadimos que siempre hay una cierta connivencia de algunos sectores que habitualmente han sido considerados moralmente fuera de toda duda entonces la escocedura comienza a ser un principio de odio y de deseo expreso de silenciar cualquier voz en ese sentido. La corrupción es un mal que siempre ha existido y que siempre existirá por mucho que nos empeñemos en extirparla o eliminarla. En algún lugar habrá, con toda seguridad, alguien que esté dispuesto a venderse, a vender a sus amigos, a vender a su familia, a vender la integridad con el fin de asegurarse un porvenir lleno de comodidades y, más aún, si todo esto ocurre en tiempos en los que la deriva se convierte en una forma de vida.
Si todo esto se aplica a algo tan sumamente rechazable como es el nazismo y, en concreto, al célebre juicio de Adolf Eichmann y, para más ironía, lo escribe una brillantísima filósofa de origen judío alemán entonces el escándalo es de proporciones épicas y comienza a configurarse una conspiración para desposeer de la razón a alguien que ha aprendido a darle forma. Porque el mal podrá ser una decisión extrema pero nunca podrá ser una decisión radical. Todo radicalismo requiere una cualidad fundamental del ser humano: pensar.
Margarethe Von Trotta, esposa del director Volker Schlöndorff, aclamado por El joven Törless y, sobre todo, por El tambor de hojalata, ha dirigido esta película con convicción, como homenaje a una de las mujeres que más supieron hallar las raíces del pensamiento en el siglo XX y que elaboró cuidadosamente toda una teoría sobre el mal a raíz del juicio a uno de los responsables de la solución final después de su espectacular secuestro en Argentina. Para ello, pone en movimiento a una serie de personajes eficaces, que juegan con pasión desde sus respectivas posturas y, por encima de todo, desde el dolor y de la falta de imparcialidad que pudo regir en un juicio que solo alimentó una apariencia de legalidad y la sensación de que Israel, por el mero hecho de haber sido víctima, tenía el derecho de condenar a quien creyese conveniente y culpable de haber asesinado a seis millones de judíos. Un dilema moral que aún no se ha resuelto porque sigue habiendo exterminios raciales, religiosos y políticos en muchas partes del mundo. Lo cual no es más que un signo muy preocupante de que la mediocridad abunda en todos los rincones de la Tierra. 

miércoles, 26 de junio de 2013

EL RETRATO DE DORIAN GRAY (1945), de Albert Lewin

La corrupción del alma representada en un cuadro que funciona más como espejo que como muestra de un hedonismo que casi es un pecado. El cinismo como forma de vida en una vida entregada al ocio y al placer mientras se juega con el destino de otros agujereando sus sueños, pudriendo sus esperanzas, aletargando sus inquietudes. El diálogo fluye como si fuera un libro y, sin embargo, el retrato está ahí, poniendo en evidencia hasta qué punto se puede destrozar el alma, revelando todos los secretos, poniendo en fuga todas las virtudes. Es Drácula que bebe de la eterna juventud de la carne mientras se muere de sed en la irremediable vejez del espíritu. Las arrugas delatan las faltas, los ojos inyectados de ira y de maldad parecen exhalar el odio que, gentilmente, se esconde detrás de los caros trajes de etiqueta. Y todo bajo la mirada de un gato que enciende su hechizo para demostrar que la juventud tiene que pasar, que cada época posee un encanto que merece ser vivido, que la podredumbre de nuestros malos actos se cierne sobre la oscuridad de nuestros pensamientos…porque todos somos malos por elección.
El amor aparece pero no es más que un elemento para asegurar la posición social. No hay pasión porque se ha intercambiado con la languidez. Esa pasión se ha utilizado para hacer daño, para exterminar todo aquello que separa el placer de la obligación, para ahogar cualquier acto de solidaridad, o de amistad, o de piedad. Ahí está, en el cuadro, infectando la carne dibujada, otrora hermosa, revelando la verdadera naturaleza del retratado, dejando las huellas imborrables de la levedad egoísta, de la huida continua, de la ambición por una juventud que se ha instalado para ser derrotada.
Mucho más allá de versiones modernas que se han quedado en el simple relato de terror adornado con recursos efectistas que harían sonrojar al propio Dorian Gray, Albert Lewin, uno de los directores malditos que fabricó Hollywood, creó una atmósfera inquietante en el Londres de finales de siglo para pintarnos con las letras de Oscar Wilde y decirnos bien a las claras que, lo que vemos en el espejo, no importa porque la verdad se halla en ese retrato que va almacenando todas nuestras inquinas, nuestros desplantes, nuestros desprecios, nuestras ruinas. El ser humano, bello por nacimiento, es un experto en afearse con sus actos y volverse un monstruo que queda inmortalizado en algún lugar de nuestro interior con las heridas causadas y los destinos destruidos. La juventud huye a galope de todos nosotros y es un instrumento fundamental para nuestro aprendizaje como hombres…si nos parásemos en ella, sencillamente, jamás llegaríamos a serlo. Como Dorian Gray (interpretado por Hurd Hatfield, visto más tarde en Memorias de una doncella, de Jean Renoir o en Rey de reyes, de Nicholas Ray en el papel de Pilatos) que decide apresar su momento para no vivir ningún otro y arrasar cualquier obstáculo que se ponga en su camino. Tal vez como muchos que, ahora, dejan resbalar las monedas entre sus manos mientras otros, con su hambre y su sufrimiento, dejan su alma inmortalizada en un cuadro donde aparece la putrefacción, la corrupción, la muerte de la conciencia y el egoísmo que no para de crecer en la carne maloliente, llena de pústulas y de llagas, mandando al infierno toda la belleza.

martes, 25 de junio de 2013

MI AÑO FAVORITO (1982), de Richard Benjamin

Ser la niñera de una estrella de cine no solo es un placer sino toda una responsabilidad. Y si cabe, más aún si tenemos en cuenta que el sujeto en cuestión es un mujeriego, pendenciero, borracho y mentiroso. Eso, al menos, por un lado. Por el otro…rayos, es un tipo encantador, con clase, con mucho aplomo, con una gran experiencia. Eso sí, supura miedo. Tal vez por eso bebe. Es capaz de bajar a una casa humilde y soportar los embelesamientos que provoca en todo un vecindario y mantener la sonrisa, ser un sueño de hombre que no deja de divertirse con toda esa gente que ve en él a un inmortal espadachín que ha encarnado a un buen montón de héroes y, por supuesto, ha representado todo lo que los simples plebeyos han querido ser. Con beso incluido al final, por supuesto. Y luego, sin comerlo pero bebiéndolo a gusto, se transforma en un hombre que no ve más allá de unas faldas al vuelo, que arma la de Dios en casa de ateo, que desprecia todo lo humanamente burgués a pesar de que es uno de ellos. Y eso sí, tiene un pánico cerval al directo en televisión. Al fin y al cabo, como bien se encarga de remarcar: “Yo no soy un actor, soy una estrella”.
Lo del pánico, sinceramente, sería pecata minuta si no fuera porque estamos en el año 1954 y la televisión que se hace, en su mayor parte, resulta que es en directo. Curioso ¿verdad? El fulano en cuestión tiene que hacer, una vez más, de espadachín de filo en guardia con una camarilla de amigos…y no puede hacerlo porque tiene más miedo que la reina Ana en el excusado. Estos actores…perdón…estas estrellas…
Y así, un actor habitualmente serio y entregado a papeles llenos de trascendencia como Peter O´Toole nos regala un personaje loco y maravilloso, entregado a hacer de la vida, una comedia. Suya es la genialidad y el exceso que rebosa en una película que nos traslada al encanto de los años cincuenta, al inicio de ese extraño invento que era la televisión, a la farsa continua que representaban los actores que apenas habían tenido otra formación que la de entrar en un negocio que reportaba millones, a la fascinación de la gente por esos rostros que les transportaban a otras épocas y a otros lugares. Al final, por supuesto, y de alguna manera misteriosa, el cine se encuentra con la televisión porque ambos se dedican casi, a lo mismo. Bueno, vale, he errado al utilizar el tiempo verbal. Ambos se dedicaban casi, a lo mismo. Ahora ya es otra cosa. Ya no hay esas estrellas fascinantes que cautivaban con unos gestos llenos de clase por muy impregnados que estuviesen de alcohol. Todo eso ha sido reemplazado por el glamour y unas cuantas dosis de falsedad. A pesar de que esa estrella que interpreta tan maravillosamente Peter O´Toole esconda sus debilidades en un montón de botellas de whisky, destilaba en la última gota más verdad que todo lo que nos venden ahora. Por eso, 1954 fue el año favorito de mucha gente que conseguía realizar en la vida una pequeñísima parte de lo que conseguían ver en la pantalla.

viernes, 21 de junio de 2013

LA LLAMA SAGRADA (1942), de George Cukor

Un periodista que ha visto demasiado horror como para borrarlo de la mirada. Un prohombre que muere en un oscuro accidente. Los ideales de la democracia frente al fascismo que avanza. Todo avance lleva implícito un lado turbio que no es fácil de distinguir. La llama sagrada no luce con tanto esplendor como se pretende y, sin embargo, siempre habrá alguien dispuesto a decir la verdad. Hoy, todos los que pretenden tener su ración de poder esconden secretos inconfesables que desvelan el auténtico hombre que hay detrás de la fachada. Quizá un niño con complejo de culpabilidad pueda tener una llave que acerca al gran hombre. Tal vez dentro de la enorme mansión donde se guardaban todas las obras de ese adalid de la democracia sea una guarida donde, también, se ocultaba un enemigo implacable. La verdad es lo único a lo que hay que matar. Hombres que se comportan como animales, dispuestos a arrasar todo lo que queda de dignidad en el interior del ser humano cuando una nación está a punto de entrar en guerra. Las apariencias guardadas en una vitrina. El horrible rostro de la severidad y de la perfidia allí, en lo alto, encima de una chimenea, con un retrato que no dice mucho más allá del retrato. Los héroes suelen ser anónimos. Acostumbran a ser meros peones de la verdad que trabajan en una resistencia silenciosa y que, sin embargo, tratan de poner un grito en el cielo nublado de una amenaza que, cada vez, se va volviendo más real. La conspiración en la sombra suele ser puro humo que, aprovechando todos los acontecimientos, se va convirtiendo en algo irrespirable hasta que se convierte en una auténtica llama de colores equivocados, de advertencias inaceptables, de obsesión por mantener un poder que implica la falta de libertad, la ausencia de la expresión y, sobre todo, el exterminio absoluto de la sinceridad.
George Cukor dirigió está película maldita con Spencer Tracy, magistral en la encarnación de ese periodista que tiene la mirada quemada porque ha visto cosas que jamás hubiera podido imaginar, y con Katharine Hepburn, abnegada esposa que, aprendiendo de las maneras de su difunto marido, intenta ingeniárselas para descubrir la genuina personalidad del odio y del desprecio. Juntos intentan que no se apague la auténtica llama sagrada de los derechos humanos, de la dignidad que corresponde a todo hombre, de la razón como valor supremo en unos tiempos en los que el tiempo y la moral se desmoronan como un castillo de naipes. Cuán frágiles son las metas en las que creemos, siempre disfrazadas por obra y gracia del jugador de ventaja que solo ve una oportunidad para cincelar la discordia y ponerse de parte del diablo. El fiel secretario solo es un sicario de la maldad más ladina, intentando guardar la memoria del hombre que siempre defendió lo justo mientras se expande la idea del orden y de la intolerancia. La guerra es el principio organizativo de cualquier sociedad y solo los más poderosos, aquellos que manejan los verdaderos hilos de millones de vidas, saben que la dictadura es la salida más fácil frente a los ideales de justicia y prosperidad. Todo siempre en contra del pueblo. Todo siempre para acabar con la misma idea del pueblo.

jueves, 20 de junio de 2013

INSENSIBLES (2013), de Juan Carlos Medina

La mayor debilidad del ser humano es el dolor. El dolor provoca miedo y es algo que nos desgasta, nos hace vulnerables. No lo queremos mostrar porque no es más que un signo de flaqueza que nos destapa y nos descubre tal y como somos. Es algo íntimo que, en muchas ocasiones, preferimos pasar en solitario. Es asomarse al abismo de la nada porque hay demasiadas cosas que nos atan y nos obligan y entre ellas están los sentimientos, todo lo que nos hace personas, todo lo que nos convierte en mirada y lágrima. El dolor es el preludio de la pena.
Pero supongamos que, por unas circunstancias misteriosas, hay algunas personas que son incapaces de sentir dolor. Es un defecto de nacimiento que les impone la etiqueta de monstruos porque, al no conocerlo, no pueden calcular el efecto del dolor en los demás. Y eso es aún peor porque lo siguiente es la inmunidad ante el dolor moral. Casi todos los fundamentos del bien y del mal se basan en la propia moral que nace ante las motivaciones y consecuencias del dolor. Si el dolor no se conoce, si quemarse el brazo es algo tan intrascendente como comerse una chocolatina, entonces es imposible saber que a los demás les daña, les imposibilita y, a veces, se hace un impedimento tan grande que nubla los sentidos, obstaculiza los razonamientos y tritura las consideraciones.
La vida, sin embargo, es una gran maestra. Es una de esas docentes que enseña a las buenas o a las malas, que se preocupa de hacer que la historia venga al encuentro de los defectos y la guerra, la crueldad y la desesperación pueden ser buenas lecciones en el camino de aprendizaje del dolor. No importa si son unos o son otros, si la guerra partió a los hermanos con cicatrices que aún no han sanado, si la represión que los vencedores siempre se toman sobre los vencidos fue tan brutal como injusta. Todo se va llenando de unas insoportables llagas de soledad, de incineración de los sentidos, de arrasamiento de cualquier dilema moral. Si las personas que son capaces de sentir dolor, no tienen ningún sentido de la moral...¿por qué ha de tenerla aquél que no puede probar el daño? Es la última lección de la vida, que se empeña en enterrar la anomalía, en emparedar la verdad desgraciada, en dibujar terribles marcas en la piel de quien no tiene ningún problema ante la visión de la muerte porque, al fin y al cabo, no sufrir también es un dolor espantoso.
Con secuencias de una dureza extraordinaria, sin ninguna piedad hacia el espectador, con espeluznantes saltos de lógica, Juan Carlos Medina ha dirigido este tratado sobre el dolor físico y el dolor moral concebido como una búsqueda del pasado que aún no se ha cerrado y que todavía hiere a quien hurga en sus secretos. Los españoles nos hemos odiado por envidias, por chulerías, porque cada uno se toma el café de una manera diferente, porque no tenemos nada mejor que hacer y volvemos a caer una y otra vez en los mismos errores. Y es imposible encontrar amor donde ha habido tanta brutalidad y tanto ensañamiento. Lo más que podrá haber es sumisión o una simple aceptación de las cosas. Al final, nos miraremos a los ojos y seguiremos siendo incapaces de derramar una sola lágrima por nuestro hermano. Si no es por eso, seguro que seguiremos siendo diestros buscadores de excusas que bordean el analfabetismo aldeano. Jamás cerraremos esas heridas. Nos gusta que permanezcan abiertas. Mientras tanto, seguiremos mutilando nuestros sentimientos, nuestras inquietudes y, sobre todo, nuestros orgullos. Así es como se consigue que la indolencia y la insensibilidad se hagan sitio entre nosotros. La muerte estará para todos al final del camino y aún no habremos conseguido esa lágrima que nos convierte en hombres y mujeres. Solo queda el refugio del olvido. Y también intentamos profanarlo para encontrar una verdad que nunca está bien contada.

miércoles, 19 de junio de 2013

SUCESOS EN LA IV FASE (1974), de Saul Bass

Fase I: Una alineación cósmica atípica que no pasa de ser un fenómeno curioso se produce en las estrellas. Los científicos miran hacia el cielo y creen que solo es un espectáculo más de belleza contemplativa. Sin embargo, alguien, en algún lugar, comienza a notar que ha habido un cambio. El más pequeño insecto tiene un comportamiento peculiar. A través de la observación, las hormigas se mueven como un ejército. Desaparecen las ancestrales rivalidades entre tipos de hormigas. Se comunican y rehúsan el enfrentamiento. Todas parecen obedecer unas órdenes. La ínfima inteligencia del insecto comienza a ser una poderosa mente colectiva. Son capaces de hacer construcciones. Son capaces de atacar al unísono a cualquier animal que se interponga en su camino. Son obreras de la muerte. Son un monstruo de miles de millones de antenas que no dejan de hablar. Las hormigas han despertado.
Fase II: Dos científicos obtienen permiso para instalar un laboratorio completamente aislado en medio del desierto. Desde allí manejan unas máquinas que intentan descifrar el lenguaje del hormiguero. Muy cerca, una pequeña granja con dos ancianos y una joven. Están expuestos pero nadie puede creer que las hormigas sean fieras desatadas que arrasan cualquier ser vivo. En la huida, atraen a las hormigas hacia el laboratorio. Los científicos se defienden. La muerte, encogida y amarilla, aparece rápida y aletargada. Comienza un asedio del que es muy difícil librarse. Un ejército de millones que marcha a la vez, que sabe cuáles son los puntos débiles, que conoce las ranuras por las que hay que introducirse para alcanzar su propósito. Pero ¿cuál es ése propósito?
Fase III: La guerra comienza. Uno de los científicos parece descifrar parte del complicado lenguaje de los insectos. Las hormigas destruyen. Y dentro del laboratorio parece que comienza a desarrollarse un comportamiento semejante al de las hormigas. Las hormigas son humanas. Los humanos son hormigas. Ellas quieren algo. No quieren arrasar porque ése sea su instinto. Desean colonizar y convertirse en la nueva raza dominante. El laboratorio, poco a poco, se va convirtiendo en una trampa mortal. Una hormiga aislada. Un accidente provocado por la histeria. El calor asfixiante. La huida hacia delante. La humanidad en peligro, derrotada por un insecto. Así de grandes somos.
Fase IV: Saul Bass dirigió su única película para hacer de ella una cinta cuyas verdaderas protagonistas son las hormigas. Su organización, su sapiencia, su trabajo incesante, su perseverancia para conseguir el objetivo. Apenas cinco actores que coquetean con la locura mientras todo a su alrededor, en un desierto aislado, se viene abajo y se encamina a un nuevo comienzo. Nigel Davenport y Michael Murphy son los científicos que tienen al mismo enemigo en la razón. La película es descuidada, ingenua en algunos momentos pero no deja de ser inquietante y árida. Coloca al ser humano ahí mismo, en medio de la nada, como un elemento más de la Naturaleza ausente que tiene que cambiar para seguir viviendo. Y eso no es fácil. Sobre todo cuando la esclavitud y el conocimiento tienen que enterrarse bajo tierra con el fin de convertir el suelo en un nuevo hogar. Cuidado con las hormigas.

martes, 18 de junio de 2013

PATTON (1970), de Franklin J. Schaffner

¿Está claro, malditos hijos de perra? Hay que ir allí y decirles a esos teutones que se metan las armas y las ansias de expansión por donde les quepa y luego seguir marchando. Hacia el Este, por supuesto. La próxima amenaza es Moscú y esos sí que merecen una buena patada en sus posaderas. Esos tipos, los comunistas y los fascistas, no saben el significado poético de ser soldado. La pasión por combatir es muy superior a la sensación de la derrota. Hay que ir allí, aún más rápido, aún más fuerte y decirles bien a las claras quién manda aquí. Y al infierno con la política, la diplomacia y todas esas zarandajas propias de Washington. No hay nada que se pueda igualar al estampido sordo y agudo de una bala saliendo del fusil. El cuerpo de un soldado desplomándose en medio del campo de batalla nevado hace que la sangre roja dibuje un lienzo desolador de muerte y heroísmo. Es así de simple. Es así de fácil. O se lucha o se muere. ¿Tan difícil es de entender, malditos hijos de perra?
Leer es fundamental para entender el arte de la guerra. Me río yo de todos esos oficialuchos que salen de West Point dispuestos a dar lecciones sobre cómo avanzar, cómo ganar, cómo avasallar y cómo conquistar. No han leído a Aníbal, ni las guerras púnicas, ni siquiera saben cómo piensa el contrario. Saber lo que Rommel va a hacer antes de que lo haga es una táctica reservada solo a vencedores. Menos teórica y más práctica. La guerra es diaria. Es un avión que pasa e intenta matar disparando una ráfaga que pasa por en medio de las piernas abiertas. Es un puesto de observación desde donde se puede ver la evolución de las tropas previendo los movimientos contrarios. Es sumergirse en una carrera para demostrar a esos malditos ingleses que el mayor genio militar es americano. Y cuando todo acabe y los cañones recojan sus lenguas de fuego, entonces habrá que marchar contra esos apestosos rojos que son el próximo enemigo a batir. Pero Ike no lo entiende. No llega a comprender que hay que atajar la herida antes de que se produzca porque esa es la misma esencia de la guerra. Atacar primero, atacar antes, atacar mejor. La guerra no acaba aquí. Es un estado permanente dentro del hombre y no importa lo que digan los de siempre. Malditos hijos de perra…quieren conservar el impulso en formol.
Menos mal que, dentro de algunos años, un tipo llamado Francis Ford Coppola escribirá un guión, otro que responde al nombre de Franklin J. Schaffner lo dirigirá y un actor en estado de gracia como George C. Scott subirá a un estrado con una enorme bandera americana diseñada por un español llamado Gil Parrondo a los sones de una música inolvidable de Jerry Goldsmith y, juntos, dirán la verdad sobre el General George S. Patton. Verán cómo la razón asiste a las palabras y dirán que yo no fui un hombre que no podía vivir sin la guerra. Y mucho menos, una amenaza para la paz mundial. Lo harán muy bien, sí. Tal vez entonces, dentro de veinticinco o veintiséis años se darán cuenta de que cumplí con mi deber, con dedicación y poesía, con dotes de visionario y con energía militar. Y si no lo hacen así…serán unos malditos hijos de perra…

viernes, 14 de junio de 2013

EL COLOSO EN LLAMAS (1974), de John Guillermin

El viejo desafío del ser humano intentando tocar el cielo con una torre de acero, cemento y cristal se convierte en una trampa mortal para la envidia y la ambición. Solo unos pocos hombres valerosos se atreverán a plantar cara al gigante que escupe fuego por sus ventanas como consecuencia de ese accidente que siempre se ignora al llevar a cabo los grandes retos. Un arquitecto que se da cuenta de que la superación no puede llevarse a cabo a costa de la seguridad. Un constructor que desea que la obra que ha llevado a término sea un símbolo de admiración y del imposible elevado a la categoría de realidad. Un viejo timador que, llevando con elegancia un viejo smoking alquilado, resulta cautivado por algo muy parecido al amor. Una señora que ha encontrado muchas razones en su vida para seguir adelante. Un ayudante que fue campeón de atletismo en sus días de universidad y que cae derrotado por esa bestia salvaje que quema y arrasa. Una mujer que quiere vivir al lado de su amor y que sabe ver todo el talento que hay encerrado en el hombre que ama. Un tipo decepcionado porque se halla a las puertas del fracaso en su matrimonio y que sabe que su suegro admira más a otros que a él. Un jefe de seguridad que trata desesperadamente de prestar ayuda. Y, sobre todos ellos, un bombero que intenta hacer su trabajo con la mayor profesionalidad posible aunque sabe que la lucha contra el monstruo nunca será una victoria total.
La consabida solución de la silla que solo admite uno y que resulta ser, como siempre, un riesgo que acaba por cumplirse es, quizá, el mayor de los fallos. Sin embargo, el agua, sinónimo de vida, que cae como gotas de sudor por los costados del ídolo de cemento, es de una espectacularidad que deja en mal lugar al mismo fuego que no es más que el elemento de destrucción que no piensa, que no ceja y que solo se alimenta del consumo del mismo aire. Aciertos y errores, algo parecido a la misma naturaleza del ser humano.
Cuando esta película se estrenó, en su día, se llegó a decir que contenía el reparto soñado por cualquier director. En la cabecera de cartel estaban dos actores enormes, del calibre de Paul Newman y Steve McQueen, nombres máximos a mediados de los setenta, que compiten en intensidad y dramatismo decantándose el arte a favor del segundo pero sin quitar méritos al primero. Lo cierto es que, aún hoy, El coloso en llamas sigue siendo una de las mejores películas del cine de catástrofes que se han hecho nunca, más que nada porque todos son creíbles en los papeles que desempeñan y porque, en el fondo, siempre supimos que esas torres no eran más que el infierno invertido. Hay cosas superadas, cosas inverosímiles, cosas subrayadas, cosas efectistas y, no obstante, todas las cosas funcionan. Aquí no hay cables recubiertos de nada. Hay un deseo ardiente de conseguir que el entretenimiento sea el agua que apague todas nuestras ansiedades y frustraciones. Tal vez porque todos, de mayores, quisimos ser ese arquitecto y ese bombero…

jueves, 13 de junio de 2013

POPULAIRE (2012), de Régis Roinsard

Haciendo un esfuerzo sobrehumano podríamos recordar aquellas comedias que fueron protagonizadas por Rock Hudson y Doris Day a principios de los años sesenta y que dieron comienzo a un subgénero que se conoció en todo el mundo como “comedia de teléfonos blancos”. La fórmula de aquellas películas, de las que podríamos destacar algún título como la fundacional Confidencias a medianoche, Pijama para dos o No me mandes flores era muy sencilla. Se trataba de enaltecer como la puerta de la felicidad a aquellos años, vendiendo un estilo americano de vida que se acercaba mucho al ideal revestido de plástico, con un enredo amoroso de por medio (a elegir entre matrimonio que comienza a tener problemas por la evolución personal de la mujer o pareja que inicia un romance con pinta de normal y que suele descolocar al hombre por las particularidades de carácter que muestra la fémina) y con un amigo que solía ser testigo de todo el lío y desempeñaba, además, el papel de donaire.
 Y el caso es que esta película es un intento de homenajear e imitar aquellas comedias solo que cambiando la América fantástica y utópica por la Francia algo más vetusta pero amable y comenzando a desarrollarse después de la guerra mundial. Solo hay un par de variaciones. Se quitan los teléfonos blancos que eran seña de identidad de los equívocos inocentones y se pone en su lugar una máquina de escribir como motivo principal del asunto. El otro descarte es ese amigo donaire que aquí se convierte, simplemente, en un amigo fiel y que se deshace cuando comprueba lo que la felicidad puede hacer con el protagonista en cuestión.
Por lo demás, todo es igual. El chalet ultramoderno de las familias americanas se transforma en el caserón con olor a madera vieja y pisada crujiente, el tipo es encantador aunque algo obsesivo, la chica es pura delicia, con torpezas propias de una fémina que no está nada segura de sí misma hasta que encuentra que su destino y su habilidad esencial consiste en escribir a máquina. El amor aparece. Y ya para coger bien el teléfono blanco por los cuernos, ponemos unos cuantos campeonatos de velocidad mecanográfica para añadir una historia mil veces contada, dos mil veces vista y tres mil veces eficaz. Los trazos cómicos son ligeros, la historia es leve como la pluma, los tópicos se suceden uno tras otro, sin perder de vista el manual para la perfecta comedia intrascendente y con dos aciertos destacables como la ambientación, creíble y muy ajustada, y el muy inteligente uso de la banda sonora que combina con sabiduría el jazz, la canción más puramente comercial de los sesenta, la tontería de moda y la versión sorprendente de alguna vieja conocida. Además, y esto también es una virtud, hay un homenaje evidente a Vértigo, de Alfred Hitchcock lo cual confiere algo de categoría a la secuencia en cuestión porque se eleva con clase y buen gusto por encima del conjunto de la película.
El resultado es que se deja ver. Sin grandes pretensiones, con la intención de pasar el rato soltando una o dos carcajadas y unas cincuenta sonrisas indulgentes con el mérito principal de ser una película europea que imita sin vergüenza una receta americana. El resto son teclas, miradas asesinas, más teclas, la aparición de los odiosos villanos que intentan aprovecharse vilmente, unas cuantas teclas más, interpretaciones aceptables, que huyen de la estridencia y se centran en la anécdota de todo y, además, teclas.
Así que ya saben, hagan un poco de gimnasia de dedos para aumentar la elasticidad, dejen que las manos retengan la memoria de las letras del teclado porque, si hay que ser sinceros, esta película tendrá un recuerdo fugaz, apenas nada, en forma de rato agradable y curvas de tonto amor.      

miércoles, 12 de junio de 2013

MARATHON MAN (1976), de John Schlesinger

Corre, estúpido, corre. Huye de tu pasado y esquiva tu futuro. Alguien te persigue. Tal vez un fantasma, quizás unos cuantos exaltados que quieren volver a emprender la aventura del totalitarismo más fanático. No importa porque lo tuyo es correr. Encuentra a la chica y corre. Huye de tu hermano y corre. El flato se instala en tu interior porque quieres cansarte, agotarte, exprimirte, arrasarte. Todo es una traición de la cual debes escapar. Y tu única solución es correr, aunque pierdas algún diente por el camino u olvides la dignidad en el fondo de una tesis. Ellos no tendrán piedad. Corre porque, si no, no volverás a andar nunca más.
Y tuviste la felicidad a tu alrededor pero no te diste cuenta de ello. Solo te faltaba cortar la cinta que te ataba con el pasado y ahí hubieses partido a la velocidad del rayo hacia los sueños y la estabilidad. Un futuro brillante. La inteligencia como arma para que los días fueran vencidos. Pero ese maldito pasado, esa bala que entró en la cabeza de tu padre aún sigue su trayectoria en la tuya. Tienes que correr para alejarte de eso, para darte cuenta de que la persecución aún existe, de que tu única salida es ir hacia delante.
La chica se deshace entre tus manos. El maratón de Nueva York está ahí, a la vuelta de la esquina, desafiante, diciéndote con una sonrisa burlona que no lo conseguirás. Y corres, corres. Más allá de la extenuación. Más allá de la razón para encontrarte con un mundo de oscuridad y torturas, de ambiciones y principios. Son los que se pondrán a prueba cuando tengas que hacer frente a los caballeros que llevan la cruz gamada tatuada en la conciencia. ¿Estarás a salvo?
Mira bien detrás de ti mientras corres, porque un viejo de pelo blanco conseguirá hacerte sentir el miedo que sintió tu padre. Y no le hará falta correr para alcanzarte. Le bastará con un torno de dentista, le sobrará con una pregunta repetida hasta la saciedad. El asco te va a corroer, muchacho. Tanto que, tal vez, tus pies ya no te respondan y no podrán poner tierra de por medio. La maratón no es una carrera. Es la misma vida, con sus pesadas mochilas, con sus momentos caídos, con sus inconvenientes y con una pesada sensación de que, poco a poco, las suelas de las zapatillas se van gastando.
John Schlesinger dirigió esta espléndida película con un Dustin Hoffman en uno de los mejores papeles de su carrera. Detrás de él, Laurence Olivier, terrorífico e inquietante con tan solo una mirada llena de frialdad diamantina; Roy Scheider, puro misterio en el transporte de lo más prohibido para los más crueles; Marthe Keller, quizá la más floja de todo el reparto, sensualidad suiza en medio de las calles de un Nueva York laberíntico y tramposo. Y, al terminar, tenemos la sensación de que las piernas duelen, de que el corazón va a cinco mil por hora, de que falta oxígeno entre los poros de nuestra piel. Tal vez sea la sensación de que el pasado va a venir a nuestro encuentro…solo que no va a ser nuestro pasado.                                      

martes, 11 de junio de 2013

360. JUEGO DE DESTINOS (2012), de Fernando Meirelles

Quiero dar las gracias desde aquí a todos los que habéis estado dándome ánimos y haciéndome sentir acompañado en estos días difíciles. A Carpet, Dex, Chus y mi querido ex-alumno Nacho que habéis dado un trocito de vosotros para que yo me sintiera mejor. A los múltiples mensajes de condolencia que he recibido, todos ellos cariñosos y llenos de compañía. A las llamadas sentidas de Miguel Rellán, de Miriam Díaz-Aroca y de todos los viejos amigos que han compartido gran parte de mi vida. Todo ha sido mucho más fácil gracias a vosotros. Y os contaré un secreto: cuando me acuerdo de mi padre...solo me acuerdo de cosas alegres...¿Hay mejor herencia que esa? Dedicado a todos vosotros.

La vida es esa gran bromista que nos hace dar la vuelta más larga para encontrar el equilibrio. Puede que nuestra existencia esté coja, o que sea una permanente falta de rumbo que ruega por encontrar lo más parecido a un camino. Los errores del pasado juegan un papel muy importante en el destino porque pueden ser nuevos puntos de partida. Alguien nos recuerda a otra persona. Una decisión aparentemente caprichosa y sucia puede suponer una salida por el atajo más corto. Un breve intercambio de palabras nos puede situar en el filo del peligro y de la tentación. Un leve despiste en el trabajo puede echar por la borda toda una historia de amor.
Y es que, a pesar de que la intención es girar la rueda de las vidas cruzadas en busca del amor, en realidad todo es un compendio de soledades volteadas que rozan suavemente otros sentimientos como el abandono, la decepción, la indecisión o la incomunicación. Todo depende del momento en que nos pille esa encrucijada que propone esta historia porque somos animales racionales, seres que intentan interiorizar los problemas cuando habría que sacarlos fuera, compartirlos, debatirlos y serenarlos. Si no lo hacemos así, el resultado será, inevitablemente, la soledad.
Hace muchos años, más de sesenta, un director como Max Ophüls adaptó la novela La ronda, de Arthur Schnitzler y propuso un juego de destinos en forma de tiovivo en el que un narrador omnisciente se empeñaba en hacer que la rueda girase para que la casualidad fuera un elemento más del amor. Porque el amor, al fin y al cabo, era el motor de nuestras vidas, era la obsesión de nuestros corazones y era la perdición de nuestros sentidos. Tanto era así que siempre ofrecía dos caras de cada uno de los personajes que participaban en aquel lúdico juego de elegancia y sabiduría, lleno de deliciosos diálogos que hablaban de la vergüenza, de la timidez, de la desfachatez, de la nada del intelectual pelmazo o de la decepción previsible del burgués adocenado. Aquí, el director Fernando Meirelles quiere proponer de nuevo una adaptación del inmortal clásico de Schnitzler y lo adapta a los nuevos tiempos que corren. Unos tiempos que se han olvidado del romanticismo inherente de cualquier acto de ensoñación y se inclinan a la soledad intrínseca de cualquier persona que, tal vez, ya hizo su apuesta vital y perdió con estrépito. Con ello, Meirelles pierde tanto encanto como frescura en la idea y rodea todo de un halo de pesimismo para encontrar la redención en el desenlace, cúmulo de casualidades que encajan a la realidad en ese mundo globalizado de decepciones y desprecios. También prescinde del narrador porque no admite la intervención exterior en el entramado de relaciones que hace que todos tengamos algún punto de contacto en apenas ocho o nueve pasos. El resultado es una historia irregular, como la misma vida, que encuentra cimas siempre que un actor como Anthony Hopkins esté en escena y que, con cierta sorpresa, encuentra también simas en algún que otro episodio que parece dirigido con desgana aunque sin abandonar una madura sobriedad que, poco a poco, el director parece que va encontrando. Todo ello sin perder un aire de cierto cansancio dramático frente a la comedia de suaves movimientos que proponía Ophüls. Tal vez porque ya no hay sitio para ilusionarnos con una mirada, con un matiz imperceptible de sensualidad, con una conversación que hace que permanezcamos en el dulce engaño de creer que la felicidad es efímera pero, también, posible.
Así que dejen sus soledades en casa, apuren los tragos que la vida puede ofrecer porque siempre habrá una sombra de arrepentimiento que solo quedará disfrazada por la débil rutina del que no quiere pensar. No dejen que su soledad pase a formar parte de un compendio que no deja de girar para buscar el encaje perfecto a unos destinos que cambian constantemente a través de las decisiones que tomamos todos los días.

miércoles, 5 de junio de 2013

Debido al fallecimiento de mi padre, vamos a suspender las actividades del blog hasta el martes día 11 de junio. Hoy se me ha ido un compañero, un amigo, un maravilloso cinéfilo y la persona de la que más he aprendido en mi vida. Desde aquí, un beso, papá. Y gracias por todo. Fuiste lo mejor para mí.

EL GATOPARDO (1963), de Luchino Visconti



Cita ineludible de tiempos en medio de la convulsión de un país. La aristocracia, vieja pero no rancia, elegante, razonable. La plebe, deseosa de triunfar aunque solo sea una vez, joven pero con el ímpetu necesario para abrir nuevas épocas de cambio, de descubrimiento, de igualdad. Magnificencia y dominio. La contradicción en si misma. “Todo debe cambiar para que todo siga igual”, frase mil veces repetida y usada, compendio del choque de mentalidades que destila un notable pesimismo. No hay sitio ya para corazones rotos que evidencian inquietudes humanas cuando el mundo intenta la transformación. “Nosotros somos los gatopardos, los leones. Detrás de nosotros, vendrán los chacales y las hienas”.
La vitalidad parece ahogarse tras las conveniencias sociales. Los años no pasan, permanecen. La decadencia es solo un estado de ánimo. La reflexión es el único instrumento para mantener la razón. La aristocracia desnuda y vestida de realidad. El aliento de la vida sopla ahí fuera y hay que agarrarlo para acomodar los estilos y las clases. El colapso está cerca y hay que afrontarlo con serenidad, con un punto de soberbia pero, también, con algunas miradas de comprensión. El aire parece cargado de licor y madera y el tiempo se va, se acaba, se muda, se muere.
Crónica de un mundo perdido, a medias entre nostálgica y denunciante, Luchino Visconti pone en juego su teatro de contradicciones con la excusa de la novela de Giovanni Tomaso di Lampedusa (el director era de ascendencia aristocrática y, a la vez, miembro del partido comunista) y trata esta historia de cambios y de retratos con mano de seda para poner en evidencia a la modernidad enfrentándose a la gloriosa extroversión del mundo de las clases más altas. El esplendor apagado para dar a luz a la justicia social a través de un compromiso que nace de una herencia inevitable. Y Visconti lo envuelve todo en una irrepetible atmósfera de sueño que no se quiere abandonar, se quiere formar parte de ese baile increíble con el que se abre la película y la historia. La naturaleza de la aristocracia y de su afán inmovilista que, en el fondo, cuadra perfectamente con los cambios que solo significan lavados de cara con agua honesta y espejo deformante. En el fondo, tal vez el maestro quería decir que todos somos, de alguna manera, aristócratas.
Con esa mirada tan particular, Visconti nos pone delante de los ojos una serie de pinturas en movimiento, descriptivas de la belleza inherente al momento histórico, emoción en la normalidad del lujo, tristezas compartidas de situaciones que llevan a la unión de Italia como fin y principio, como la pesimista seguridad de que, después del cambio, no habrá nada. Solo palabras, solo vanas excusas que, bajo la brillante gramática, esconden el vacío y una nueva era acomodaticia de clases privilegiadas que siempre miraran con sus ventanas hacia adentro.

martes, 4 de junio de 2013

VENGANZA (1945), de Edward Dmytrik

El dolor que da paso al odio. Y el odio trae a la venganza de la mano. Es fácil caer en la tentación cuando la vida se ha limitado a veinte días de felicidad y a muchos años de penuria, de desgracia y de muerte. Y hay que coger a los escorpiones y matarlos, aunque se esconden debajo de las piedras. Solo hay que seguir la pista como si un detective privado comenzara uno de sus casos. Por el camino tendrá que vérselas con una serie de tipos equívocos. Un banquero con cara de no haber roto un plato. Un guía turístico que se las sabe todas y solo quiere subirse al tranvía del oportunismo. Una mujer fácil que no duda en mentir para salvaguardar su honor. Una chica reclutada como cortina de humo que sabe que lo que está haciendo no es bueno. Un padre que se ha convertido en un burócrata policial porque lo único que desea es olvidar el dolor. Un  ambiguo abogado que esconde mil caras Una treta en forma de un folio que ha sido presa de las llamas. Francia y Argentina como escenarios para coger al hombre que permanece en la sombra. Pérfido y ladino. Sutil y refinado en sus torturas. Cuidadoso en las huellas que va dejando por detrás porque las quema. Todo un entramado para hacer resurgir el nazismo desde el cono sur americano. Es fácil. Es muerte.
Y a cada engaño, el deseo de venganza crece. Busca por todos los medios el desahogo y no duda en golpear con brutalidad o en entrar por la fuerza donde haga falta. Parece que las sombras se ciernen sobre Buenos Aires, cortando la luz con persianas que presagian la turbiedad de los movimientos. A cada paso, una trampa. A cada odio, un asesinato. La seguridad, allí, en medio del túnel, de que cuando el objetivo se haya alcanzado, ya no habrá muchos más lugares a donde ir. Solo una débil esperanza en los ojos de una chica. Solo un brillo, un sueño, una paz que se resiste a ser conquistada. Demasiadas cicatrices, demasiadas mandíbulas apretadas intentando contener la furia. Es la venganza, que hace nido en las almas atormentadas, cobrándose los triunfos negados, vitoreando las vilezas acometidas. Con el aplauso del odio.
A la vista del éxito que supuso Historia de un detective, Edward Dmytryk volvió a coger las riendas de un género que dominaba a la perfección y realizó esta película en la que el héroe resulta ser un tipo con muchas caras afiladas, sin mucha más ética que la de su propia satisfacción, sin otro objetivo que destruir por su propia iniciativa después de tener que hacerlo por iniciativa de los demás. Dmytryk era un experto en el odio, sus películas son verdaderos tratados de ese sentimiento que, llega a ser tan poderoso, que nos domina y nos impulsa a cometer actos escondidos en el rincón más peligroso de nuestro interior. Una vez más, nos lo dice a la cara, a través de la figura de un soldado que cumplió con su deber pero que, tal vez para lavar la conciencia, quiso tapar sus carencias como marido y amante llevando a cabo una venganza cruel y violenta, sin importar demasiado las personas. Solo como forma de placer para el peor de los sentimientos humanos.