jueves, 26 de marzo de 2015

EL CIELO SOBRE BERLÍN (1987), de Wim Wenders

Vamos a darnos un pequeño respiro por las consabidas vacaciones de Semana Santa. Retomaremos el ritmo habitual el martes día 7 de abril, mientras tanto intentad escuchar el pensamiento de otros. Quizá así sepamos qué es lo que realmente necesitan y, en el fondo, conseguiremos desentrañar el misterio que somos nosotros mismos. La clave está en amar. Felices días. 

El mundo en blanco y negro porque solo se pueden escuchar los pensamientos ajenos y no intervenir en las azarosas vidas humanas. Sensación de compañía pero también de impotencia. Se ven cosas impensables. Un hombre se arroja desde lo alto de un edificio. Un anciano espera la muerte. Un muro espera ser derribado. Pero se asiste a la maravillosa complejidad de la mente humana. Las pasiones pensadas, las frustraciones asimiladas, las rabias ahogadas…Todos aman, sienten, odian, lloran, ríen, descubren la vida, asesinan la vida, quieren la vida, aborrecen la vida. Y los ángeles están ahí, invisibles pero insustituibles. Receptores de todo lo que se esconde en el sentimiento y, sin embargo, a pesar de tanta desgracia, de tanta imperfección en la misma naturaleza de la existencia…desean ser humanos.
No es fácil ser ángel y no intervenir. Tal vez se les creó para eso. Para no intervenir pero dar siempre una sensación de que el pensamiento es escuchado en la inmensidad de la urbe, en la soledad intrínseca de uno mismo, en el rincón ausente y recogido que, a menudo, se convierte en el espejo de lo que realmente somos y ellos…sí, ellos también ven nuestro reflejo de seres perdidos, de visiones en blanco y negro que parecen héroes de cine negro que llegan por la noche de un trabajo que desprecian y dan de comer al gato. El muro entre ángeles y humanos es casi insalvable. El muro de libertades y opresiones caerá, tarde o temprano.
Wim Wenders es uno de esos realizadores cinéfilos que siempre han investigado las fronteras de la imagen. Su obsesión es poder retratar una realidad que sabe que es alterada por el mero hecho de que la cámara esté ahí, recogiendo el instante. Los ángeles son testigos de la realidad y alteran con su presencia porque son capaces de introducir un leve, apenas perceptible, ánimo en el pesimismo reinante. Saben que el amor es la verdadera virtud y ellos aman sin poder amar. Eso es lo que les mueve a querer ser uno más entre la multitud. Quieren dejar de ser inmortales y poder morir para alcanzar la auténtica belleza que significa amar. Y así, de nuevo, ser inmortales.

Y por encima de otras obras que han sido más valoradas como París, Texas; El estado de las cosas; En el curso del tiempo o Alicia en las ciudades, se halla esta película que encierra un profundo homenaje hacia todo lo que puede sentir el ser humano. Y así, tal vez, Wenders realiza la que es su mejor historia, esa que perdura a través del tiempo y permanece en el recuerdo porque para ella no pasan los días, ni los colores, ni los deseos. Solo pasa la imaginación y el maravilloso cuento que contiene. Quizá, por una vez, un director de cine se volvió ángel y supo penetrar, aunque fuera lejanamente y solo por un rato, en los pensamientos ocultos de todos los que nos acercamos a escuchar la historia que él tenía en la mente al lado del un escritor como Peter Handke. Ángeles que estuvieron ahí, al otro lado del muro y luego, como humanos, cruzaron la inmortalidad para contarnos una historia de amor y de escucha. Sigamos pensando. Alguien lo oye.

EL AÑO MÁS VIOLENTO (2014), de J. C. Chandor

En ocasiones, cuando los asesinatos, asaltos, robos con violencia y violaciones son algo cotidiano, creemos que todo ello nos afecta porque somos seres humanos que tenemos la obligación de sufrir por aquellos que padecen. Eso es cierto. Pero, al mismo tiempo, la rutina de la sangre hace que una primera víctima se forme en nuestro interior. Se llama moral. Cuando la vida está construida con riesgos, la moral que nos señala hasta dónde llegan nuestras líneas rojas muere. Y ahí es donde verdaderamente comienza el año más violento.
Más que nada porque el ser humano suele estar metido siempre en apuros y, cuando no se puede soportar más la presión, se escoge el camino más fácil aunque no cuadre demasiado con los parámetros éticos impuestos por nuestra conciencia. Alguien que solo desea triunfar, saborear su escalada y apostar alto con un riesgo poco calculado puede convertirse fácilmente en alguien influyente con el que hay que mantener buenas relaciones, o, tal vez, caiga tan violentamente que solo se le prestarán oídos para escuchar el terrible e inolvidable ruido del cuerpo rebotando contra el suelo. Ahí es donde nacen los elegidos. Son aquellos que alcanzan una posición de poder por muchos motivos, entre otros la misma suerte, y comienzan un imperio de influencias en el que entrarán en juego muchos favores devueltos, muchas presiones anticipadas y algún que otro libro de cuentas no demasiado bien llevado.
Y así, la moral nos hace mirar a nuestro alrededor y darnos cuenta de que estamos rodeados de criminales. No importa de qué lado se esté. El que trabaja por la justicia, tendrá ambiciones. El que quiere escalar puestos, usará amistades. El que da amor y seguridad, se hundirá en la corrupción. El que revisa los contratos, subirá su valor. El que trabaja y se arriesga, tendrá un miedo derivado de sus ansias de mejorar. Y todos tendrán una justificación. Algo así como lo que ocurre hoy en día. Todos, más o menos, estamos corruptos. Todos, más o menos, buscamos el triunfo. Todos, más o menos, tenemos excusa. Y todos, más o menos, no tenemos a la suerte de nuestro lado.
Excelente película del interesante director J.C. Chandor, que ya dio muestras de cierto talento en Margin call y Cuando todo está perdido y que, en esta ocasión, coge una historia que no cuesta nada imaginar a finales de los años cuarenta interpretada por John Garfield y dirigida por Jules Dassin, por ejemplo, y que, como es habitual en Chandor, contiene un trabajo estupendo de Oscar Isaac en la piel de ese empresario que está siendo acosado para impedir su ascensión y que tiene que juntar demasiadas piezas de un rompecabezas que, tal vez, le viene demasiado grande. La fotografía es climática y se nos traslada al año 1981 con algunos momentos realmente inquietantes dibujando un entorno hostil en el Nueva York de aquel año, jungla de asfalto que acogía a ladrones de medio pelo y a chacales ansiosos vestidos con abrigos de pelo de vicuña. Toda una radiografía de una sociedad que, ya entonces, estaba muy enferma y en la que muy pocos conseguían mantenerse en ese límite de la moral que siempre estaba en riesgo, con un posible tiro en la cabeza, con una pizca de mentira incluso dentro de un dormitorio, con una certeza que aún perdura de hundir al posible triunfador para posibilitar nuestro propio triunfo. Y ése es el auténtico enemigo. Ésa es la verdadera violencia.

miércoles, 25 de marzo de 2015

AL FINAL DE LA ESCALERA (1980), de Peter Medak

La melodía vuelve y no hay nadie para escuchar. Un grito de socorro en una casa que encierra demasiados secretos. Cuando se ha perdido todo tal vez se tiene más curiosidad por saber qué es lo que hay al otro lado. Las cicatrices aún están abiertas. El dolor aún está presente. Y hace muchos, muchos años, un niño murió por culpa de una fortuna.
La melodía vuelve y no hay nadie para escuchar. Las puertas se cierran solas y el grito de socorro estremece los oídos. La casa parece tener vida pero no es así. Es una vida la que posee la casa porque allí la enfermedad construyó su hogar, la desgracia tuvo techo y el desprecio por la vida humana llegó al sótano. Cuánto duele morir cada día. Todos los elementos extraños serán eliminados y nada permanecerá en su sitio porque solo es un niño que no quiso morir.
La pelota cae por las escaleras marcando un ritmo implacable dirigiéndose al destino del suelo llano. Es una invitación al juego, es una invitación a todos los juegos que ese niño no pudo jugar porque la ambición pudo más que cualquier otra consideración. Y se quedó allí, en su pequeña habitación donde podía jugar a salvo de las miradas, donde podía hacer los deberes sin interrupciones, donde podía llorar porque la enfermedad se resistía a marcharse, donde podía tener miedo porque sabía que la muerte rondaba al otro lado de la puerta, al principio de la escalera. Malditos adultos que no saben vivir.
Maravillosa película de terror de un director tan despersonalizado como Peter Medak, Al final de la escalera es un espejo donde se dibujan muchos miedos y donde se describen las posibilidades de la muerte. Puede que, después de la vida, haya que vagar por la tierra para encajar lo que no se vivió, para ajustar cuentas pendientes o para expeler un alarido de rabia que exige a los que aún viven un arreglo y una preocupación por los que se han ido. No es casualidad que el protagonista haya sufrido una enorme pérdida para que sea el encargado de resolver la situación. Tal vez porque su sensibilidad está abierta en carne viva y es capaz de comprender que sí, que las personas nunca se van del todo, que están ahí al lado, que siguen contigo de alguna manera. Es un misterio pero la película, más allá del pánico, se preocupa de bucear en los destinos que debieron ser y nunca llegaron, de los que nunca debieron ser y sí llegaron, de los que se debieron compartir y nunca fueron y de los que fueron sin compartir absolutamente nada de la gloria.

Y es que los golpes se suceden porque la rabia y el auxilio se dan la mano y claman venganza. No es justo que un niño deba pagar para salvaguardar lo que se corrompe. No es justo que un niño desaparezca en un pozo negro para que otros puedan vivir con el mayor de los lujos. No es justo que la nieve sirva de pista deslizante de la muerte. No es justo que un hombre tenga que vivir con un extraordinario dolor para que el destino injusto vuelva a buscar a sus víctimas entre los más inocentes. Y tal vez, para evitar la injusticia, haya que subir todos los escalones que conducen hacia la revelación más profunda entre los vivos.

martes, 24 de marzo de 2015

HAMPA DORADA (1967), de Gordon Douglas

El debate que sostuvimos el martes pasado en "La gran evasión" acerca de "Melancolía", de Lars Von Trier podéis escucharlo aquí.

 Miami no es Nueva York, ni tampoco Los Ángeles. Aquí la gente va con bañadores por la calle, moviendo los cuartos traseros al ritmo de una canción playera…y me encanta. Todo hay que decirlo. Me siento en mi pequeña embarcación y veo pasar a un montón de chicas guapas por el muelle. Claro que, de vez en cuando, hay que trabajar. Y aunque yo sea un detective privado con unas irresistibles ganas de tener algo que comer todos los días, a menudo te viene algún cantamañanas a decirte que encuentres tal o cual cosa. Desde luego, la gente no tiene ningún respeto.
Sí, como tantos otros detectives privados, antes he sido policía. He preferido ganar menos y vivir un poco al margen. Demasiados intereses creados en esta ciudad de hoteles, de arena, de sol y de daiquiris. Es un poco cruel tener que andar por la calle con un traje y un sombrero mientras ves a un montón de carne tostada al sol. Pero los que pagan, pagan y los que sirven, sirven…en más de un sentido.
Así que un millonario, su caprichosa hija, una joya perdida, una mujer que esconde tanto misterio que llega a dar miedo, otra estupenda muñeca que no deja de tirarme los tejos…Luego está el otro lado del cheque. Viejas villas sin esplendor alguno que mantienen sus piscinas vacías y sus muros cerrados, tarados forzudos que se empeñan en tropezar con sus puños en mi barbilla, médicos equívocos…una fauna tropical en un ambiente paradisíaco. Esto es el hampa dorada, la Mafia vestida de Balenciaga, el no va más. Mientras tanto, no hace falta moverse mucho para darse cuenta de que mi nombre es Tony Rome y me encargo de casos que nadie quiere. Soy discreto, soy fiel, soy barato y mi cinismo va incluido en el precio.
No cabe duda de que ambientar una historia negra de detectives en el color y el sol de Miami hace que todo lo tenebroso de los callejones se convierta en algo raro de digerir pero los diálogos punzantes se mantienen, la trama resulta muy convincente y Frank Sinatra sabe dar cuerpo a un personaje que no se toma demasiado en serio y que mantiene su honestidad en contra de muchas copas, muchas curvas, muchos toboganes en la cintura de unas cuantas damas y una libertad que termina en la sobaquera. Por otro lado, Gordon Douglas, un realizador que, de ningún modo, se puede calificar de “autor” pero que merece una cierta reivindicación, dirige con sobriedad y estilo, imprimiendo sellos de negrura en un escenario blanco porque, sencillamente, sabe que el mundo está poblado de gente no demasiado recomendable aunque se hallen en sitios en los que el dinero corre y el bronceador se despilfarra.

Demasiadas aclaraciones…más vale husmear por ahí en tres o cuatro sitios de cierta clase y guardarse las opiniones. Si no, se corre el riesgo de acabar con un agujero en la cabeza y con los bolsillos vacíos. Así que corta el rollo, chupatintas y mírame cuáles son los favoritos en las carreras de hoy.

viernes, 20 de marzo de 2015

PURO VICIO (2014), de Paul Thomas Anderson

No hay nada como un buen cigarrillo de marihuana antes de desayunar. Eso te pone en forma. Estás dispuesto a enfrentarte a un buen puñado de gente muy poco recomendable. Claro que un detective privado adicto a los porros no es que sea el colmo de la honestidad pero los demás le hacen bueno y eso basta. Total, para desentrañar un caso enredado hasta en el papel de fumar hace falta ir volando por las nubes. Si no lo único que te queda es entregarte a la desesperación. Y podrá haber pena y algún muerto pero no desesperación. No, al menos, mientras haya un suave humo lleno de olor y de sabor envolviendo todo el misterio.
Más que nada porque el atractivo de todo esto está en ver cómo un sabueso privado que fuma más que habla, que tiene reacciones algo tardías y que no duda en corromperse cuando hay sexo y chocolate del bueno de por medio tiene más luces que todo el muestrario de especímenes de los bajos fondos con los que se ve obligado a relacionarse. Y en esos bajos fondos, naturalmente, hay que incluir a la policía, al FBI y a toda esa fauna que pulula por las calles de una gran urbe cuya luz dorada sugiere algún viaje psicotrópico de calidad mayúscula. Sí, hombre, uno de esos que solo puede asegurar el costo sin adulterar.
El caso importa poco. Llega un momento que, entre tanto peta, lo que pasa es que ya no sabes si estás alucinando o si estás desenredando el ovillo. Incluso, a veces, se habla con la narradora de la historia que no interviene, solo escucha y, eso sí, conoce a los personajes mejor que ellos mismos. Da igual. La trama es negra, hay respuestas ingeniosas que la deconstrucción del género atribuye a que todos tienen unos complejos y unos vicios inherentes que son de libro de psicología de primero de carrera, en lugar de whisky se comparten cigarrillos caseros y todo tiene cierta gracia si se consigue olvidar lo bien que lo hicieron los Hermanos Coen con El gran Lebowski. Pero es que el problema es ése precisamente: que no se consigue olvidar.

Así que el director Paul Thomas Anderson tiene de nuevo una galería de personajes extremos y deformes, mucho más condenables que su protagonista, como es habitual en él, y se queda ligeramente corto. A su favor hay que decir que esta vez no irrita demasiado y eso ya es todo un triunfo pero sigue cometiendo errores de bulto propios de un director que desea ser diferente y que lo es para un puñado de fervorosos seguidores que no admiten deformidad alguna en el estilo de este inadaptado que quiere hacer normales a los mayores inadaptados. Tal vez por eso guste. De cualquier modo, más vale sacarse una licencia de detective, poner a prueba la honestidad y ver hasta dónde está llegando un fulanito que es un perdedor no porque quiera salvaguardar su ética en un mundo de delincuentes sino porque se pasa el día colgado, es feliz estando colgado y tendrá un futuro de cuelgue en sus más diversas maneras. Puede que eso tenga mucha gracia para pervertir un género que es brillante desde su concepción en el mundo de los libros. Para otros, incluso, puede ser un sortilegio bastante rechazable. Para mí, es posible que sea bastante inocuo, irrelevante, demasiado ambiguo como para simpatizar y algo farragoso como para discernir, cual detective privado en pleno viaje de maría, dónde está lo real y dónde la alucinación. Al final, consigo hacerlo pero no me ha merecido tanto la pena. 

miércoles, 18 de marzo de 2015

EN TERCERA PERSONA (2012), de Paul Haggis

Un escritor oye voces, vive a través de sus personajes porque todos y cada uno de ellos emana de él y de sus propias experiencias personales, siente cosas mientras escribe, se enfrenta a sus debilidades, a sus manías, a sus fracasos y también a sus triunfos. En ese camino hecho de tinta y papel, de pantallas siempre iluminadas, de móviles siempre funcionando, de pasiones siempre vividas a medias, de frases hechas y aún por hacer, hay siempre un final que se conecta con la más íntima de las verdades, sea cual sea. Eso hace que lo que se escribe merezca la pena o sea tan solo un ensayo más de frustraciones y desengaños, un regodeo en el fango que nunca acaba más que cuando se termina el folio. Lo escrito es el espejo que nunca devuelve la imagen.
En todas sus historias hay algo de lo vivido y de lo sentido porque solo así el escritor podrá idear preguntas y respuestas que puedan parecer creíbles al lector. Y ahí está la diferencia entre el que escribe algo inútil y el que está dando a luz algo que realmente merece la pena. No solo hay que ser creíble. Hay que ser verdad. Hay que poner algo de lo más íntimo, que solo se puede expresar a través de los sentimientos, en palabras y acercarlo de tal manera que se haga real, tangible, auténtico, cercano, único. Tal vez porque distintas personas reaccionan de distinta manera ante una pérdida, o ante un amor, o ante un fracaso total y todas ellas son apasionantes porque el viaje más fascinante que se ha emprendido nunca es el interior, el que se hace a través del complejo bosque de sensaciones, de miradas, de risas y lágrimas, de verdades y mentiras. El escritor miente pero siempre dice algo que es verdad. Dice la verdad pero todo lo recubre de una capa de mentira. Y, a menudo, es difícil distinguir la delgada frontera de lo real y de la ficción.

Paul Haggis realiza este intento pirandelliano con mimbres de auténtica clase pero, en algunos momentos, le falta algo de pegada. Lo hace con una precisión milimétrica aunque, en algún punto, parece como si se le deslavazara todo el conjunto. Ambicioso con un nuevo retrato de vidas ficticias en colisión con su propio creador, Dios jugando a contar una historia que se escapa de las ideas. Hay buenos trabajos con Liam Neeson como hace años que no se le veía o Mila Kunis en plena cuesta abajo con una vida que se pone siempre en contra. Y todo es porque, en el fondo, lo que se busca es una excusa. Para sobrevivir, para seguir adelante a pesar de la desgracia tan terrible, para tener algo en lo que pensar en un mañana que nunca llega, para demostrarse a sí mismo que la siguiente respiración merece la pena…respuestas vitales en una permanente cuestión sobre la utilidad de vivir cuando todo se ha derrumbado. Y todo sale mientras se pone una narración en tercera persona, se crea desde la desgracia para seguir en una memoria que resulta opresora. Y todo siempre conduce hacia un fracaso existencial de tal calibre que no se puede reflejar en un papel que espera desafiante. Y eso aumenta la sensación de fracaso. “Mírame”, dicen las voces desde la penumbra. Y cuando uno se vuelve y  mira, no hay nada. Solo el recuerdo. Solo la sombra de lo que hemos sido y que nunca, por mucho que escribamos, volveremos a ser. 

martes, 17 de marzo de 2015

MELANCOLÍA (2011), de Lars Von Trier

Superados parcialmente los problemas de Internet, vuelvo a recomendaros los últimos debates que hemos sostenido en el programa "La gran evasión" con películas tan interesantes como "Ocho y medio", de Federico Fellini (un debate de mucha altura), o "El último tren de Gun Hill" , de John Sturges (más correoso pero igualmente interesante), o "Reservoir dogs", de Quentin Tarantino (descubriendo cosas nuevas y realmente geniales) o el que sostuvimos la última semana en un maravilloso canto a la belleza, a la paz y a la naturaleza del hombre en "La gran ilusión", de Jean Renoir. Espero que os gusten.

El tiempo parece detenerse y todo parece inusualmente hermoso en las últimas horas de la cordura. El caballo se niega a cabalgar, el limbo se manifiesta en el paraíso, la novia corre sin rumbo por un campo de golf intentando encontrar algún sentido a todo lo que pasa cuando va a dejar de pasar todo. El acto social sometido a rituales que pronto será polvo y nada. La verdad escondida en algún lugar de la última oportunidad. Melancolía se acerca para acabar con la razón, con el orden establecido, con la complicación diaria del ser humano que se ha llenado de inutilidades en una vida que, en el fondo, tampoco le gusta demasiado. Y lo peor es que esa melancolía se hace presa en alguien que todo lo presiente y que opina que morir, al fin y al cabo, no es tan malo.
La Naturaleza tiene esas cosas de mostrarnos la belleza más increíble antes de azotarnos con su furia desatada. Los continentes volarán en pedazos y todo rastro de vida será aniquilado. El hombre, quizá, no merezca estar en el paraíso que le fue regalado. Solo será un momento, un latigazo corto, una desintegración plena, como la que ocurre en el cerebro cuando se niega a trabajar, a disfrutar, a elevar las pesadas pestañas y mirar hacia el cielo ocupado. La insania de la depresión parece que cae como una losa que arrasa con cuerpos y ánimos, con morales y pecados, con turbaciones y alegrías. No hay nada más allá de la comprensión. Solo la condena a vagar en un espacio vacío, sórdido, silencioso e inútil. Y nada puede hacer que deje de ocurrir. Es la mente. Es el cuerpo. Es el mundo. Es el todo.

Lars Von Trier intenta atacar directamente al corazón con imágenes de una belleza desoladora, donde la vida cobra sentido para luego encerrarnos en la fealdad del desasosiego. Y lo hace sin conmiseración, sin piedad, directamente, como suele hacerlo. En el fondo, él es la melancolía que siempre se arrastra por sus historias, el aire de decepción que, en ocasiones, encuentra la salida de la catarsis o, simplemente, la formalidad de lo impasible. Todo ocurre porque tiene que ocurrir y lo demás son adornos, obstáculos, prejuicios, banalidades, ambiciones, pasiones humanas que son perfectamente prescindibles y que, sin embargo, nos empeñamos en conservar como si eso nos fuera a salvar de la locura y de la destrucción que, premeditadamente, ponemos en juego todos los días. Y no hay demasiados remedios. Solo la espera. Y el ánimo con el que se afronta. Más que nada porque el miedo siempre estará ahí, cogiéndonos de la mano y llevándonos a la lágrima, a la rabia del término, a la insensatez de la nada a la que nos hemos condenado con vehemencia.

viernes, 13 de marzo de 2015

CALVARY (2014), de John Michael McDonagh

La respuesta no está nunca detrás de una sotana. Sobre todo para quien la lleva. Las incomprensiones de un mundo que tiende a generalizar son piedras en el camino de cuesta arriba que exige llevar la cruz de tus errores y la de los demás. Alrededor no hay nada que haga creer en Dios y, sin embargo, Dios está ahí porque el amor existe y si algo tan maravilloso puebla los pensamientos del mundo es porque hay algo o alguien que lo puso ahí, en nuestro interior, más allá de nuestros instintos, más allá de nuestras debilidades.
Porque, al fin y al cabo, la Iglesia es una institución tan desprestigiada que todos tendemos a hacer escarnio de ella. Hay que llorar por los escándalos tan reprochables y condenables y execrables a más no poder, y la Iglesia tiene que darse cuenta de que eso, en la supuesta casa de Dios, nunca debió ocurrir. Pero no caigamos en la trampa de creer que todos y cada uno de los que creen en Él y se dedican a llevar su palabra y, lo que es más importante, su acción, son gente que solo busca el sexo prohibido, el acogimiento de las sombras y el más manido de los adoctrinamientos. También hay gente que sufre por los demás. También hay gente que se preocupa de los desórdenes morales, mentales, físicos y sociales de los demás. La Iglesia, sin duda, es una institución imperfecta porque está compuesta de hombres y los hombres, por definición, son imperfectos. Pero caer en ese error es tan grande como la creencia, no mucho tiempo atrás, de que todos los ateos son malas personas, impías, despegadas del mundo, atroces asesinos de la fe que otros si profesan. Eso no es tolerancia. Ni mucho menos es Dios.
La burla hacia quien se preocupa motivada por el mero hecho de llevar sotana es propia de mentes acomplejadas, temerosas y totalitaristas. La burla hacia el pederasta está totalmente justificada, como también lo está la que se hace hacia la institución que, también totalitaria y acomplejada, intenta esconder la verdad de una corrupción tan rechazable como el propio asesinato. Vivimos una época en la que el sentido común parece haberse ido de pesca y nos empeñamos en andar por abismos que condenan la carne, la vida, el espíritu y la huella. Y eso es algo que también nos debería avergonzar como seres humanos que están por encima de los animales. Más allá de cualquier amenaza, incluso la del aburrimiento atroz.

John Michael McDonagh con su particular incisión habitual en una sociedad que necesita un lugar hacia el que mirar, aunque solo sea para odiar, nos brinda una película estremecedora y húmeda, implacable con unos y con otros aunque no faltará quien no sepa ver que los curas también han dejado de serlo para dedicarse a hacer cuentas, captar donaciones y olvidarse del consuelo que tantas y tantas personas necesitan. Y aún así también tantas y tantas personas reciben. Brendan Gleeson en el papel protagonista se siente a gusto, en paz consigo mismo, relajado porque hay sabiduría en sus ojos y verdad en sus movimientos. Y así, nuestras piernas también sufren en el particular calvario de un cura que piensa como un laico (que también los hay) y que no tiene problemas en aceptar que hace cosas mal…porque, de vez en cuando, la Iglesia tiene que aceptar que Jesús fue el hijo de Dios hecho hombre y solo mencionar esta palabra conlleva la aceptación de su parte más imperfecta, más incompleta y más rechazable aunque no debería de ser así y eso también está muy claro.

jueves, 12 de marzo de 2015

MAPS TO THE STARS (2014), de David Cronenberg

Hollywood no es ese paraíso al sol, lleno de palmeras que solo se ponen en las calles con la luz más radiante mientras que las noches son el ambiente perfecto para fiestas multitudinarias donde se cierran los negocios, los repartos, los contratos y las jugadas más astutas. Hollywood, en realidad, es una fábrica que cría monstruos sin sentimientos, verdaderas bestias que se mueven tan solo por el instinto y dejan a la razón en el recibidor de sus casas, fieras que se comen y se devoran hasta que la desesperación las consume. Hollywood es el mismo sinónimo del infierno.
Y es que no es fácil para una actriz cincuentona encontrar papeles que estén a la altura de un talento más que demostrado y mucho menos sentir que otra competidora le ha quitado el que podría ser el trabajo de su vida. Tampoco lo es para un adivino que es incapaz de sentir la más mínima empatía a sus propios problemas más que nada porque no quiere perder el ritmo de una existencia presumiblemente perfecta. Ni para una mujer que se ha debatido entre la explotación de su hijo y la culpabilidad. O para una chica que solo busca la redención y lo que encuentra son puertas cerradas, reproches brutales e incomprensiones acusadoras. O para un chico prodigio que ha desarrollado una antipatía hacia el mundo que le ha encumbrado porque, sencillamente, no entiende lo más cercano y mucho menos el mundo del oropel y de la fama en el que está obligado a moverse. Todos ellos son monstruos que caminan sin salvación posible hacia un abismo abierto por sus propias personalidades. Y es que nadie está preparado para vivir en las estrellas cuando su pensamiento es más simple que una pelota de trapo.
Podemos encontrarnos con una galería de deformidades emocionales de alta sofisticación que también ven fantasmas que les recuerdan continuamente lo miserable de su condición, por mucho que vivan y se muevan entre residencias de lujo, coches envidiables y enormes ventanales delatores del amplio espacio en el que nunca se esconden pero lo cierto es que muchas veces se gana un papel porque otro ha tenido una desgracia, se tiene suerte porque otro tuvo que bajarse del tranvía del éxito, se alcanza la popularidad porque se da con la fórmula ideal de consuelo en una colina donde los complejos abundan, las excrecencias morales se siembran por doquier y el rencor se disfraza permanentemente de sonrisa.

Con estos mimbres, David Cronenberg ha dirigido una película desagradable, un tanto ingenua a pesar de que quiere retratar las más espantosas deformidades psíquicas de un puñado de inadaptados que jamás supieron en qué consistía el éxito. Su reparto, lleno de estrellas caminando sobre el mapa, le ofrece su total colaboración y resultan muy convincentes pero ese caminar por el lado oscuro de la opulencia para mostrar un rosario de culpabilidades no es nada nuevo y menos aún si el ambiente es Hollywood y la fábrica de sueños. Lo único que hace Cronenberg, en realidad, es añadir el epíteto de “monstruosos” a esa frase. Hollywood es la fábrica de sueños monstruosos y, como tal, es una nueva Babilonia, una ciudad de pecado y ruindad moral, un muestrario de bajezas que apenas podemos atisbar detrás de la elegancia, las lentejuelas, los focos cegadores y las excentricidades más propias de los escaparates más extravagantes que de las estrellas que pueblan las historias del cine. Y eso, por mucho que los típicos que van contracorriente digan lo contrario, no es cine.    

miércoles, 11 de marzo de 2015

EXTRAÑOS EN UN TREN (1951), de Alfred Hitchcock

Intercambio para facilitar la eliminación del móvil en un asesinato. Es simple y perfecto. Limpio y sin huellas. Yo mato al tuyo y tú matas al mío. Parece una cosa de locos pero no lo es. Más que nada porque todos tenemos a alguien de quien nos queremos deshacer. El odio quizá pueda más que la conveniencia, eso es verdad pero el motivo es lo que menos importa. En realidad, la fascinación de la propuesta reside en el cómo. Es el crimen sin remordimiento porque se está matando a alguien que no te importa ni lo más mínimo. Al fin y al cabo, las vidas son carruseles que se paran bruscamente y eso es una ley de vida. Intercambio, Guy, es simple y perfecto.
Bah, las frivolidades de la gente con dinero. Eso de ir al club de tenis mientras se toma un té es para los que saben levantar el meñique. Ilusos, mentirosos que viven en sus vidas de mentira. Una cosa es saber integrarse en esos ambientes y otra muy diferente pertenecer a ese estrato social. No saben nada sobre lo que realmente importa como el asesinato, como el medio de cometer el delito sin mácula, irreprochable, limpio y original. Como ver un crimen a través de unas gafas graduadas. Así de nuevo. Así de sorprendente.
La verdad es que es fácil caer en los brazos de una mujer que es rica, que es inteligente y que, para colmo, es la hija de un senador de los Estados Unidos. Tal vez se pueda soñar con el futuro si uno se casa con ella. Incluso se llega a imaginar que después de las raquetas quizá haya uno o dos millones para un bolsillo que solo se ha llenado con los premios de un par de torneos. La familia es encantadora y está dispuesta a hacer lo que sea con tal de mantener la respetabilidad de sus miembros. Y formar parte de ella es un privilegio y, hay que reconocerlo, se gana en altura. Puede parecer, en algún momento, que desde tantos metros el resto de la gente sea un poco despreciable, un poco pequeña, poca cosa, casi insignificante. Total, teniendo la vida resuelta a quién le puede importar eso.

Y el crimen turbio se instala porque la enajenación es tan evidente, tan ciega que no quedan más caminos que seguir que la simulación, que el engaño, que la negación que, al minuto siguiente, te deja como mentiroso. Es así de claro. El crimen es adictivo, de eso no cabe la menor duda, y se dedica a captar futuros sicarios. Y Alfred Hitchcock lo sabía muy bien poniendo en juego deseos compulsivos que pasan por la realización física y el asesinato cumplido. Para ello, adaptó a Patricia Highsmith  con la inestimable ayuda de Raymond Chandler y, por supuesto, lo que salió fue una cita ineludible con el intercambio, con la promesa a medio cumplir de matar los muertos de uno a través de otro. Y entonces la genialidad lleva en tren al espectador y el partido de tenis llega a ser una obra maestra.

martes, 10 de marzo de 2015

BULLITT (1968), de Peter Yates

El teniente Frank Bullit sabe lo que es estar muchas noches sin dormir guardando el sueño de la ley. Es perro viejo y no hace falta que nadie le diga que es una pieza prescindible, que si alguien va a salir quemado, él va a ser el primero con los pies negros. No importa. Hace su trabajo y lo hace lo mejor que sabe. Si hay que coger a un criminal por las calles, lo persigue. Si hay que proteger a un testigo vital para un proceso que ponga en solfa las actividades de la Mafia, toma todo tipo de precauciones. Si hay que denunciar a un policía que no cumple con su deber, Frank Bullitt estará ahí porque no le importan las consecuencias.
Y un buen día algo sale mal. Una cadena de puerta. Un disparo brutal. Un compañero con las rodillas hechas papilla. No le gusta. Algo huele a podrido en la habitación de un hotel de cuarta categoría donde ha dejado a un tipo que no le gusta porque es el testigo estrella de un senador arribista. Y lo que más le duele es que su compañero no ha tenido ni la menor oportunidad. Le dispararon y punto. Y ahora él va a perseguir a esos criminales y punto.
San Francisco es una ciudad endiablada que parece hecha sobre las ondulaciones del infierno. Cuestas hacia arriba que parecen contraindicadas a los ciclistas. Cuestas hacia abajo que destrozan los frenos de los coches por la misma fuerza de la inercia. Al fondo, una bahía para poner fin a ese encefalograma de asfalto y casas. Una persecución en esa ciudad es obra de locos, o de tontos. Y Frank Bullitt no es tonto. Todo lo contrario, él no perderá nunca la calma aunque tenga que conducir por las estrechas y enloquecidas calles de un laberinto de colinas y hondonadas o aunque tenga que echarse debajo de las ruedas de un avión en buscar de la auténtica verdad que hay detrás de un asesinato que nunca quiso ser testigo.

En esta película, Steve McQueen hizo, desde luego, gala de sus habilidades como conductor y demostró la valentía que tantas veces fue trampa en su cine pero, también, dio una lección sobre la personalidad de un policía que se refugia en la honestidad y en su vida privada. Una vida que no quiere mezclar bajo ningún concepto con los disparos de todos los días, con los neumáticos destrozados de todos los días, con las suelas desgastadas de tanto andar todos los días. Él es la ley, se confía en él y hay que hacer todo lo posible para dejar bien claro que es digno de esa confianza. Él sirve a la gente y no esos politicastros que todo lo ensucian con sus jugadas de efecto y sus titulares de prensa. Sabe que la primera cabeza que va a rodar es la suya y, sin embargo, juega todas sus cartas con convicción, con la rara estrechez de una placa oprimiéndole en la cartera pero sabiendo que llevar esa placa no es un derecho, es una obligación con todos los ciudadanos que esperan que él les conduzca hacia un camino donde puedan respirar tranquilos al borde de una bahía azul e inmensa. Aunque apretar el gatillo, en el fondo, no sea nada fácil.

viernes, 6 de marzo de 2015

LA PROFECÍA (1976), de Richard Donner

666. El mismo número para identificar al Padre, al Hijo y al Espíritu de la maldad. Y un niño nace en Roma el sexto día del sexto mes a las seis de la mañana. Nacido entre el dolor y entre la ausencia. El Diablo existe y ha traído a su vástago. El mundo se va desgastando. La profecía de la propia muerte de una creación que nunca debió existir.
El dinero y la política. De ahí tiene que nacer el hijo del Diablo porque ahí es donde está toda la influencia posible. El hijo del Diablo no puede ser el humilde hijo de un carpintero sino el retoño de un diplomático de familia millonaria. ¿Se puede pedir más? Solo hay que quitar de en medio una serie de obstáculos que pueden entorpecer pero nunca terminar con el devenir del mal. Un sacerdote que se empeña en advertir, un arqueólogo que posee un secreto, un fotógrafo que adivina con su cámara la próxima muerte del retratado…Todo está montado para mitigar un dolor y todo se dirige a causar el mayor dolor posible. Guardaos de los profetas porque ellos solo podrán anticipar ese dolor. Dios no está. Está el mal.
El escondite de la bestia siempre está bajo el ala protectora de los poderosos. La cuerda ahoga, el cristal corta, el hierro atraviesa, la nada se aproxima. Matar a un niño es terrible. Aún es más terrible dejar que la crueldad absoluta se instale en el mundo. Y Satán está trabajando duro para conseguirlo. Ave Satán.
Los perros enseñan sus colmillos para guardar las puertas del infierno, la niñera del Diablo entrena la fluidez de la maldad, el horror está en los ojos. El niño se retuerce al acercarse a una Iglesia y todo parece una confabulación para la instalación de la dominación más terrible. 666. Sangre bebida, carne comida. Satanás crece. Él sabe hurgar en las debilidades de esa criatura tan amada de Dios llamada ser humano.
Un incendio purifica los remordimientos de conciencia. El Diablo lo sabe bien y quiere borrar todo rastro y castiga a los que colaboraron con él. Así es el mal. Nunca premia a sus discípulos. La oscuridad es su hogar. 666. Tres nueves al revés. Todo vuelto en contra de Dios. Todo es el imperio del miedo.

Richard Donner puso escalofríos en el público de medio mundo con esta historia sobre el advenimiento del Anticristo. Para ello contó con una sobrecogedora banda sonora de Jerry Goldsmith y la colaboración de un niño sutilmente expresivo como Harvey Stephens, maldad inocente que se convierte en pura perversión con sus miradas. El resultado es pánico. No hay piedad. No hay otras consideraciones. El hombre merece morir porque es la criatura predilecta de Dios. Y va a sufrir por el camino de su extinción. Porque no le va a quedar otra salida que la esclavitud. Ave Satán. Sangre bebida, carne comida. Mal inyectado en la sangre de todos. Corrupción y podredumbre en la carne del hombre. El mal renace. Dios huye. Todo muere.

miércoles, 4 de marzo de 2015

KINGSMAN: SERVICIO SECRETO (2014), de Matthew Vaughn

Un traje tiene que ser elegante y estar bien cortado. No vale cualquiera. Debe ser uno de esos propios de la clase británica, con raya diplomática, con hechuras perfectas, con una caída impecable, con accesorio antibalas y tan a la medida que no sea una incomodidad enfrentarse a esas cosas molestas que tiene la vida como cargarse a unos cuantos indeseables, salvar al mundo de algún megavillano gangoso o incluso ajustar las cuentas a algún gamberro de barrio que se cree demasiado listo.
Basta con tener la suficiente clase como para llevarlo. Claro que para eso hay que pasar algunas pruebas, utilizar el cerebro, prever el movimiento del enemigo, pensar en el bien común, bagatelas más propias de la aristocracia más aburrida que, por aquello de proteger al mundo occidental, ha decidido reunirse alrededor de una tabla rectangular para contar sus hazañas y verse a distancia holográmica. Hay muchos aspirantes para vestir ese traje y solo uno será el elegido. A no ser que la tecnología, ese gran monstruo insaciable que nos devora todos los días con nuestra dependencia exagerada de los móviles, de los ordenadores y de las tabletas digitales, se encargue de coartar los deseos. Lo normal en el mundo moderno.
No hace falta tener condiciones especiales para convertirse en un agente con traje de raya diplomática. Hay que tener el espíritu de James Bond, un deje conquistador, como de alguien que no quiere la cosa, la presión debe ser una novia y no un molesto inconveniente y, tal vez, haya que prescindir del corazón para centrarse solo en una misión que, con frecuencia, es imposible. Tonterías. Cualquiera puede ser un agente. Cualquiera puede llegar a ser un asesino perfecto.

Trepidante y divertida, violenta y absorbente, ligeramente paródica, largamente crítica con un mundo que ha evolucionado hacia un futuro bastante irritante como el que vivimos ahora mismo, Matthew Vaughn ha conseguido una película de cierta gracia, irreprochable rítmicamente y levemente ácida. Para ello cuenta con una baza segura como es la elegancia personificada en Colin Firth. Tanto es así que cuando el actor no está en escena, la película agoniza pero se mantiene como espectáculo de acción. Sorprendente la aparición de Mark Hamill, inútil la presencia de Michael Caine, aunque, a buen seguro, hubiese sido el protagonista de haberse rodado en los sesenta, decepcionante la cancha que se da a un actor permanentemente desaprovechado como Mark Strong, graciosa y atípica la creación de Samuel L. Jackson, agradables las referencias a El resplandor, de Kubrick y a Kill Bill, de Tarantino y, sobre todo, acertada la visión que se da de los líderes mundiales, más interesados en ganar elecciones que en servir al bien común, aunque para ello tengan que aliarse con el mismo diablo vestido de rapero. Es lo que tiene el atisbo de poder, que corrompe a quien se atreve a acariciarlo con un invento que daría la vuelta al mundo entero para destruir a la mayor parte de una población más atenta a lo que pasa en sus dispositivos móviles que a lo que está pasando a su alrededor. Al fin y al cabo, cada uno tiene el villano que se merece porque volver la vista hacia la pantallita portátil acaba siendo un vicio que solo consigue ignorar las verdaderas necesidades de un mundo que lo que necesita, sencillamente, es un poco más de cariño. Y esa es la acción más trepidante.

martes, 3 de marzo de 2015

CRÓNICA SENTIMENTAL EN ROJO (1986), de Francisco Rovira Beleta

El Inspector Méndez ya se las sabe todas. Seguro que las suelas de sus zapatos tienen un agujero por el desgaste. Tanto patear calles, tanto atrapar rateros, tanto mirar cruzado hacia merodeadores de medio pelo…todo eso solo lleva a la decepción. Él no deja de hacer su trabajo pero todo lo tamiza con una ironía que no hace sino descargar esos andares cansinos, hartos, con pasos que siempre son de vuelta, con miradas que siempre son de ida, con la certeza de que alguien tiene que hacer el trabajo sucio y él no puede liberarse. Tiene que hacerlo, caiga quien caiga, por mucho que moleste, por más que ya empiece a aborrecerlo.
Una mujer retratada sin un pecho. Una pintura misteriosa de un artista que se perdió, como el asfalto, en una gran urbe que tiene la costumbre de mirar hacia lo más feo. Inspiración para un crimen. Una forma de llamar la atención como otra cualquiera. Así, quizá, la policía dirigirá su atención hacia otra parte, hacia ese pecho que falta y no hacia el motivo o el culpable. Incluso es posible que se avengan a formar parte del teatro necesario para que todo parezca insultantemente decente. Un plan maquiavélico. Y una herencia de por medio.
La cárcel no es agradable para nadie. Ni siquiera para un tipo que aprendió a ganarse la vida a base de puñetazos desde que era un niño. Conoces a mala gente, y él solo desea salir y ganarse la vida, quizá unas cuantas peleas en un cuadrilátero, quizá un trabajo temporal…qué más da. Perder es lo suyo. Y hace tiempo que llegó a la cuenta de diez. Pero lo importante es que dentro de Richard hay un hombre honesto, por mucho que haya sido un quinqui de tres al cuarto, un chulo que se jactaba de fachada por las Ramblas, un tipo que lucía el palmito en los peores tugurios del Barrio Chino. El Inspector Méndez, el mismo que lo encerró, lo sabe. Y por eso le dará una nueva oportunidad llena de confianza.

Dirigida por Francisco Rovira Beleta, responsable de la ya mítica Los Tarantos, la negrura envuelve Barcelona con la belleza equívoca de Assumpta Serna, la prescindible actuación, basta y algo inocua, de Lorenzo Santamaría y la sorpresiva encarnación del Inspector Méndez por parte de José Luis López Vázquez, auténtico dominador de la película que la sube por encima de un estilo algo sosegado que preside la trama cuando él no está en escena. No es fácil meterse en la cabeza de una mujer que pretende protección y que acude a la policía amparada en su posición social mientras, al fondo, hay un misterioso cuadro con una mujer sin un pecho. Una prostituta aparece muerta en la playa con la misma mutilación y entonces Méndez comienza a husmear, como ese perro de presa que siempre fue y que nos deja con la sonrisa puesta por su ironía barriobajera y sus ganas de agarrar a los que convierten una ciudad de ensueño en un contenedor de basura que no entiende de clases sociales.

RESERVOIR DOGS (1992), de Quentin Tarantino

La intrascendente charla de unos tipos en una cafetería se convierte en un paseo despreocupado por las orillas de la muerte. Un robo que no sale del todo bien, la inutilidad de la policía, la brutalidad innecesaria de unos tipos a los que no les importa matar, un psicópata que le gusta torturar…tal vez porque cuatro años en la cárcel sin abrir la boca es demasiado para cualquiera…Lo cierto es que son profesionales y todo sale mal. Esos tipos trajeados de negro y ataviados con gafas oscuras son especiales, son unos perros encerrados a la búsqueda de culpables. Y la  tragedia está ahí mismo, desangrándose delante de ellos.
Sus sonrisas socarronas, son solo máscaras de su propia crueldad. Las sospechas saltan como balas disparadas furiosamente. La muerte brota siempre con lentitud, después de muchas vueltas al asunto, con una canción del super sonido de los setenta, o con una lata de gasolina al borde del espanto. Los perros encerrados, todo el mundo lo sabe, acaban devorándose unos a otros. No les queda otra solución porque deben alimentarse de su ración diaria de sangre aunque haya un atisbo de nobleza en algunos de ellos. Tal vez porque alguien recibe una bala que no debe, o puede que sea porque el cariño haya hecho mella en medio de unos cuantos hombres malos o, simplemente, porque no es divertido matar por mucho que intentemos disfrazar el acontecimiento de charla innecesaria, de un baile torpe salpicado de brutalidad o de una historia inventada para caer mejor a los que están más allá de la muerte, allí mismo, en el infierno. ¿Quién sabe? Lo único cierto es que las balas solo hablan una vez.
Quentin Tarantino entró como un elefante en una cacharrería con esta tragedia griega absolutamente impía, bebiendo directamente de un buen puñado de clásicos de serie B e inspirándose (tal vez involuntariamente) en esa estupenda y desconocida película española de Julio Coll titulada Distrito Quinto, poniendo en ella claves de cine negro con corbata de verborrea y sabiendo que todo el mundo esperaba ver lo que en ningún momento se muestra. Más allá de eso, dio muestras de sobriedad con la cámara, poniéndola en los sitios más indicados, sin dejar un respiro a una historia que no deja de ser un teatro de la crueldad en medio de unos caracteres pintados de colores, de alma ennegrecida para retratar una reunión de asesinos. Nada fácil para un principiante que con el tiempo demostró que sabía dejar su impronta, llena de referencias mezcladas, para dar lugar a un cine que nunca ha dejado de ser brutal, que en muchísimas ocasiones ha sido irónico con la violencia pero que en ningún caso ha dejado de ser cine.

Y es que encerrar la rabia en cuatro paredes desnudas es un ejercicio de paciencia que tiene que escalar por las interminables cuestas de las historias laterales que se pegan a lo principal como la policía detrás de una presa largamente perseguida. Es lo que tiene cuando confías en un puñado de tipos que hablan a través de los cañones de sus pistolas, que cualquiera puede ser el traidor. Y la respuesta evidente no se quiere observar porque, al fin y al cabo, todo puede terminar en un abrazo al otro lado del desengaño.