viernes, 19 de julio de 2019

SÓLO DIOS LO SABE (1957), de John Huston


Con este artículo vamos a cerrar el blog hasta el martes 3 de septiembre. Ya las visitas han bajado mucho y todos estamos deseando desconectarnos un poco. Lo que pase a continuación sólo Dios lo sabe. Felices vacaciones a todos y no dejéis de ver cine. Es el depósito de nuestras grandes aventuras. Un abrazo para ellos y un beso para ellas.

El Cabo Allison no sabe mucho de nada. Quizá sea un experto en sobrevivir desde aquellos días en los que tuvo que buscarse la vida entre las paredes de un orfanato. El ejército para él ha sido su hogar, su paño de lágrimas, su sensación de compañía y su empleo. No ha tenido mucho más. Ahora, la marea le ha traído hasta aquí y comienza a experimentar, por primera vez en su vida, lo que es el amor y cuánto le gusta proteger a quien ama. No duda en arriesgar el pellejo para traer sábanas limpias. Está dispuesto a compartir una noche con ratas y miedos con tal de conseguir algo de comida. Los japoneses ocupan la isla y él debe cuidar a la Hermana Angela que está allí sola, sin nadie que la ayude, poniendo toda su vida en las manos de Dios con la esperanza de que, en ese rincón remoto del océano, haya algún barco que la recoja y la lleve de vuelta a Estados Unidos. Escaso bagaje para librar una batalla con fuego real, bajo la bandera del sol naciente y con el pescuezo en el permanente filo de la muerte. Ella comienza a ser todo para él porque, al fin y al cabo, él ha vivido siempre con lo mínimo. El rancho en el cuartel, la bazofia del orfanato, la bebida en alguna cantina perdida con las risotadas de los amigos. Sabe que su piel vale muy poco si se compara con la de ella y va a arriesgarlo todo con tal de conseguir que salga de esa isla. Palabra de Allison.
La Hermana Angela está muy segura de su vocación. Para ella, el amor no es más que una elevación del espíritu y no podrá nunca ceder a la tentación que le ofrece un soldado bien parecido, valiente y algo desesperado por mucho que le atraiga. No, el amor carnal no está pensado para las monjas aunque sólo Dios sabe lo que sería capaz de hacer en el mismo momento en que se quitara el hábito. Una cueva parece el sitio más confortable del mundo cuando fuera zumban los bombardeos, las voces de mando del invasor, las enfermedades, los mosquitos, el hambre. Y además, junto al Cabo Allison, es el lugar más seguro. Sí, la Hermana Angela se lo piensa aunque nunca lo da a entender porque, dentro de su amor espiritual, sabe que sólo el amor verdadero es capaz de mover a un hombre o a una mujer a hacer cualquier sacrificio por aquello que realmente ama. Amor entre bombas, con los hábitos de por medio. Todo prohibido. Sólo Dios es testigo. Y cada vez queda menos sitio en esa isla en la que los japoneses destruyen y sólo un hombre, un tipo sencillo, sin demasiada cultura ni mundo, sin conocimiento del comportamiento humano, se dedica a construir.
John Huston volvió a su tema preferido sobre los perdedores con esta vuelta al universo de La reina de África y con dos actores que rara vez han estado mejor como Deborah Kerr y Robert Mitchum. En esta película hay arte, hay cariño, hay amor, hay acción, hay valentía, hay humor, hay verdad, hay secreto y también hay un rato de profundo gozo. Estamos atrapados en esa misma isla, señor Allison. Muchos soportamos auténticos bombardeos con tal de proteger a quien realmente amamos.

jueves, 18 de julio de 2019

EL CUENTO DE LAS COMADREJAS (2019), de Juan José Campanella



Es cierto que, cuando todo parece guardar un orden, cuando la paz y la tranquilidad aparente se halla alrededor, siempre aparece un villano para estropearlo todo. Y, casi siempre, se acude a la vanidad para embaucar a los incautos que esperan que el pasado se haga de nuevo presente. En un universo apolillado es demasiado fácil sacar a los bichitos para que parezca que el aire corre de nuevo entre las cortinas del olvido, de la sensación de fracaso por la vejez, del regodeo en glorias pretéritas que guardan secretos orillando la locura.
Así que ahí tenemos a unos cuantos ancianos que son felices escuchando su música, jugando al billar, matando comadrejas a zambombazos y urdiendo nuevas maneras de inventar la palabra justa en el momento adecuado. Hace años, muchos, fueron profesionales respetados, pero el tiempo todo lo borra y ya nadie se acuerda de ellos. Y la ilusión de esa memoria que pervive es la mayor de las trampas para ellos. Ya no tienen edad para andar con tonterías de juventud y ambición. Sus años son arrugas de sabiduría y no deja de resultar peligroso espolearles para que saquen todo aquello que, un día, les hizo especiales. Esta vez, la vanidad va a resultar derrotada porque hay unos cuantos hurones dispuestos a defender la cueva. Y tienen todo el tiempo del mundo para hacerlo.
Al otro lado, está el haz de luz que sale de los proyectores y que iluminaron sus vidas. La soberbia se hará presente y el juego será apasionante porque el diálogo punzante se dice con naturalidad, la verdad se hace algo difusa y, en todo momento, hay una especie de certeza de que estas criaturas de jardín y té helado saben más de lo que dan a entender. Todo se basa en establecer un plan milimétrico, destinado a engañar a un engaño, hacer que todas las piezas encajen y volver a esa sensación de que cada cosa ocupa su lugar. Incluso las estatuas que adornan el jardín.
Con humor, con sapiencia, con experiencia y con pericia, el director Juan José Campanella nos regala otra película que no decepciona, con interpretaciones certeras y completas de Graciela Borges, la gran dama del cine argentino, Óscar Martínez y Marcos Mundstock. El resto del reparto luce a gran altura y la diversión se asegura entre sonrisas de complicidad, risas gamberras, contestaciones agudas y preguntas innecesarias. La promesa del oro de un nuevo renacer resulta tentador para quien ya ha probado el éxito fulgurante, pero la edad no perdona. Tanto es así que tampoco se suele olvidar lo que se ha aprendido. Y se utiliza más sabiamente. Por eso, no hay que salir de casa. Es posible que más allá de los setos agujereados por los disparos sólo haya agresiones de tipo económico, humillantes, vergonzantes e iracundas. Y, en ocasiones, hasta los reconocimientos obedecen a una paga acordada. No sólo es cambiar una mano por otra. Es también tener la frase a punto y el cerebro despierto. Por eso, es recomendable que vayan a ver esta película. Es posible que, por esta vez, alguien tome al espectador por alguien inteligente.
Es hora de prepararse una bebida fría mientras se desgranan las razones para el amor a través de los años. Ya sean treinta o cuarenta, quien mantiene ese sentimiento vale más que cualquier propiedad del mundo. Y es la nítida demostración de que se perdonan las desviaciones, se conceden segundas oportunidades y se toma conciencia de que lo que se tiene es aún más importante que todas las promesas de un mañana que, tal vez, no exista.

miércoles, 17 de julio de 2019

UNA MUJER DE PARÍS (1924), de Charles Chaplin



La frivolidad puede ser una insaciable devoradora de la moral. Entregarse a la vida disipada, inútil, ociosa e intrascendente se convierte en un placer cuando dejas atrás todo lo que has querido de verdad. Ahora, en este momento, tienes joyas, vestidos, un piso lujoso, un amante burgués y unas cuantas amigas absurdas y crees que lo posees todo, que has llegado al cénit de tu existencia vendiendo tu cuerpo, tu alma y, también, tu conciencia.
Sin embargo, el pasado siempre regresa para recordarte que un día tuviste un corazón y que supiste lo que era amar. Bien es verdad que te pudo el deseo de salir del agujero y tomaste decisiones repentinas que dieron comienzo a tu nueva vida. De repente, aquello que se había congelado como un bodegón en tu memoria, comienza a ponerse en movimiento, trastocando la facilidad placentera de los días sin problemas, tan sólo con la preocupación de qué ponerte o decidir a qué lugar acudir a cenar esa misma noche. La vida es algo más. Es compromiso. Es relación. Es agarrar con fuerza lo que se ama y no dejarlo partir. Y mucho menos, tolerar la humillación para obligar a alguien a tomar partido con bisoños encajes. París es como una madre que acoge a todos sus polluelos, sean del color que sean y, allí, en la gran urbe, se da todo lo sublime y lo siniestro mientras la ciudad no pierde su latido, no extravía los sentidos por la noche, porque París es fiesta, París es ilusión, París es música…y también corrupción.
Charles Chaplin dirigió su único drama, con su habitual Edna Purviance de protagonista y con un impecable Adolphe Menjou, al que se le siente cómodo y demoledoramente ambiguo, en esta película que delata, ante todo, el gusto por la composición escénica del director. Más allá de un argumento previsible, ingenuamente moralizante y apoyado en unas casualidades repetidamente imposibles, Chaplin deriva hacia el folletín envolviéndolo en imágenes atractivamente artísticas, casi como pinturas costumbristas de la alta sociedad parisiense en blanco y negro. Por otro lado, también parece como si quisiera advertirnos de que nuestras vidas, por muy simples que parezcan, son verdaderos tesoros que hay que salvaguardar frente a los embates de la falsa opulencia que esconde ríos de villanía moral y que, tal vez, sólo se puede recuperar el equilibrio sabiendo a ciencia cierta que hay personas que lo están pasando realmente mal y que ayudarlas debería ser nuestra próxima meta. No importa que estén rodeadas de lujo y halagos. No importa que el rencor y los prejuicios dominen muchas vidas sin importar la clase social. Lo verdaderamente importante es que la palabra justa, el plato lleno, la sonrisa adecuada y el cariño auténtico son los vagones del único tren que todas las personas deberían desear coger. Y, no obstante, seguimos ciegos, deslumbrados por el brillo estúpido de unas perlas, o por la comodidad ganada sin esfuerzo. El siguiente paso será exhibir una irritante mueca de superioridad mientras se toca un saxofón de juguete que entona una melodía que habla de lo poco que valen las vidas ajenas.

martes, 16 de julio de 2019

PASIÓN DE LOS FUERTES (1946), de John Ford



El humo parece que se eleva por encima del viejo villorrio de Tombstone. Los carruajes pasan a toda velocidad levantando una nube de polvo y el tiempo parece que se detiene porque siempre lo hace cuando la muerte está a la vuelta de la carreta. Un hombre observa todo desde su silla ligeramente inclinada hacia atrás. El desierto, por la noche, quiere abrazarle para no dejarle escapar de tantas tumbas abiertas. El tono es menor, pero los revólveres gritarán bien alto cuando se diriman las diferencias entre la ley y el libertinaje. Mientras tanto, un tísico con sentido de la amistad dirá unos versos en una tasca, una mujer morirá de amor y los coyotes aúllan a la oscuridad, como intentando asustar las balas que ya vienen. Todos los detalles cuentan. Todas las miradas persisten.
Los tiroteos míticos pueden ser realistas y, a la vez, parte de la leyenda que siempre se escribe cuando las armas callan. Quizá el duelo de O.K. Corral nunca ocurrió así, pero así es como nos hubiese gustado que ocurriera. Es el eterno desafío entre la realidad y la ficción, o entre el recuerdo y la imaginación. No siempre ganan los mismos. Por ello, John Ford se atrevió a poner la crueldad de un lado y el respeto a la ley del otro y nos dice que así es como se construyen los países. Henry Fonda realiza una de sus más grandes interpretaciones y nos ofrece un Wyatt Earp creíble, adusto, serio. Quizá la mejor encarnación que se haya hecho nunca del legendario personaje. Victor Mature se hunde en los infiernos de sus propias debilidades y ofrece el mejor trabajo que hiciera nunca. Walter Brennan cambia totalmente el registro al que nos tenía acostumbrados y personifica la maldad con auténtica solidez. Y, al fondo, el paisaje que habla por sí mismo, el asomo del amor que, con timidez, reclama su lugar entre las pasiones de la vida y de la muerte. La poesía surge en cada contraluz de ese blanco y negro que prevalece en el enfrentamiento y la soledad se espanta dentro de aquellos que tenemos el privilegio de ver tanto cine y tanta belleza.
La civilización extenderá sus largas garras y aquellos hombres serán absorbidos por el próximo viento del Este. Sus soledades interiores ya no tendrán razón de ser cuando llegue el ferrocarril, o la motorización, o la desoladora socialización de la llanura. Estarán en su hogar de verdad, aquel que, para ellos, fabricó el destino. Entre pulmones deshechos o placenteras mesas de mantel a cuadros. Las sombras les envolverán y, muchas décadas después, uno de los mejores cineastas de la historia, contará lo que hicieron, con más mentiras que verdades, pero siempre con la seguridad de que merecen tener un lugar en el recuerdo. Dejémonos arrastrar por la emoción que destila la pasión de los fuertes.

viernes, 12 de julio de 2019

CARRETERA AL INFIERNO (1986), de Robert Harmon



De la nada, un extraño. Largo es el camino que conduce hacia las profundidades del alma. Y aquí hay un joven que tiene que emprender el sendero de la supervivencia al volante de un viejo coche. Entre medias, siempre hay algún obstáculo. Alguna curva mal tomada. Algo de arenilla en el lugar menos oportuno. Un fantasma que se dedica a torturar a los conductores…cualquier cosa puede torcer el interminable y aburrido asfalto a lo largo de los sitios más solitarios del mundo. Porque, pensándolo bien, tal vez una carretera sea el enclave más desolado de todos. Bichos en la cuneta. El pavimento que debería moverse está totalmente parado y en el horizonte sólo se divisa la herida que el mismo camino ha abierto a través del paisaje. Jim Halsey tendrá que crecer de repente y, tal vez, enfrentarse al mismo guardián de las tinieblas.
El suspense está servido en medio de esas líneas blancas y monótonas que señalizan la carretera. El malvado parece tener el aliento del asesinato en todas sus miradas. Más que nada porque su única motivación es causar tanto terror como sea capaz. Disfruta con los ojos abiertos por el pánico. Encuentra auténtico placer en el nerviosismo inquieta de quien se siente amenazado. Incluso cuando pronuncia algún elogio se asemeja al anuncio de todos los infiernos. Ya sabéis, somos buenos chicos. Y eso hace que una ayuda se recompense como se merece.
Lo peor de todo es que el joven Halsey presiente que no hay escapatoria ante un tipo que tan sólo se sacia cuando ve el rojo de la sangre en la calzada. Así también da comienzo un audaz juego de astucias en el que se pasará por el miedo, por el pavor, por la superación, por la valentía, por la inteligencia y, también, por la falsa culpabilidad. Quizá no hay nada más placentero que ver sufrir a alguien a quien se quiere hacer daño porque se le acusa de un crimen que no ha cometido. Y más aún cuando ese alguien no hace más que preguntarse cómo es posible que el mismo diablo siempre dé con él.
Excelente película de serie B, mítica con el tiempo, que hizo que muchos autoestopistas dejaran de enseñar el dedo en las carreteras del mundo porque el miedo se instaló en los coches que pasaban y se negaban a recoger a nadie. Brillante Rutger Hauer en la piel de uno de esos villanos para recordar, convenientemente secundado por un C. Thomas Howell que trataba de despegar desde el brat pack de Rebeldes, de Francis Ford Coppola. Bien dirigida a pesar de los evidentes medios escasos, el mérito principal de esta película corresponde al guión de Eric Red, imaginativo y trepidante, que huye de la trampa del estancamiento para hacer progresar con ritmo y criterio una historia que ha quedado en el subconsciente de muchos cinéfilos que aún esperan en un arcén cualquiera.

jueves, 11 de julio de 2019

YESTERDAY (2019), de Danny Boyle



La búsqueda obsesiva del éxito también es un encuentro con los sueños. Y, por lo general, la realidad nunca se ajusta a la imaginación. Más que nada porque puede que se viva en un mundo que se ha entregado a la interrupción continua, o que es incapaz de reconocer algo realmente bueno porque cualquier cosa que obtenga sus diez minutos de fama ya es considerada como un mérito. Y hemos muerto de tanto mérito porque ya no sabemos dónde se halla. La magia ya no existe. Se nos ha dado e, incluso, puede que, entre otras muchas cosas, fuera escrita en un pentagrama descubriendo que algunas sensaciones nunca se van.
Y entre esas luces devoradoras, esa vorágine continua que trata de alienar el espíritu y convertir cualquier manifestación artística que merezca la pena en un mero producto de consumo, se halla la certeza de la pérdida de la misma esencia del individuo. El éxito lo hemos alcanzado aquellos que sabemos lo que es el amor. Y el zarandeo de la existencia no nos permite darnos cuenta de ello. Creemos que el éxito consiste en el olor de las multitudes, en el reconocimiento que mata la rutina, en las miradas de admiración que despertamos o en los elogios que, demasiado a menudo, nos creemos. Y no es así. El éxito está en hallar a la chica, ir a por ella, hacerlo mejor, ser el recipiente de sus sentimientos y volcar toda tu pasión, incluso la compartida, en los momentos que se pasan juntos.
Y el éxito también se encuentra en no sentirse atraído por los mensajes políticamente correctos que invalidan leyendas, en no adulterar todo aquello que ha tenido un profundo significado para generaciones enteras, en sentir que todo lo que necesitas es amor y que lo demás son sólo adornos que nublan la visión y el entendimiento, en tener la certeza de que el camino puede ser largo y lleno de viento, en no dejar nunca de ser uno mismo para llegar a convertirse en el personaje de tus sueños. Y muchas de estas nimiedades en las que no reparamos están contenidas en el arte que nos dejaron unos cuantos y que, lamentablemente, pronto pasarán a ser unos desconocidos para la mayoría. Así es cómo se perderá la pasión y todo se diluirá en redes absurdas, tecnologías insistentes y egoísmos impertinentes.
No deja de ser una extraña mezcla que se puedan juntar en la misma historia un director como Danny Boyle, habitualmente algo descarnado aunque idealista; y Richard Curtis, un guionista con tendencia al azúcar, amable y, en ocasiones, algo fácil. Sin embargo, la asociación ha dado un cierto resultado de buen sabor y mejor sonido, con una interpretación estupenda de Lily James y algunos momentos de buen humor llevados con clase. La sombra de los cuatro de Liverpool planea sobre toda la película y, desde luego, llega a hacerse presente en la historia porque, sencillamente, son parte de la nuestra aunque, quizá, no por mucho tiempo. Y, al final, un cierto escalofrío de emoción se desliza por el espinazo mientras los títulos de crédito aparecen, una sonrisa de complacencia asoma tímidamente y se tiene la seguridad de que no se ha visto una gran película, pero sí que algo se queda en el interior acompañando a esa voz que trata de no hacerte olvidar en ningún momento que eres tú, que debes decir a quien quieres que la amas, que el ayer se presenta repentinamente y que, tal vez, ella no puede salir de tu vida. 

martes, 9 de julio de 2019

EL CASO FISCHER (2014), de Edward Zwick



Bobby Fischer fue uno de esos grandes misterios de la Naturaleza que nunca se llegaron a desvelar del todo. Es posible que fuera uno de los más grandes talentos mundiales en el ajedrez y que su excesiva inteligencia fuera la espoleta de su propia locura. También es posible que quedara marcado por la conflictiva relación con su madre o que apenas pudiera aguantar la tensión derivada de la guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética como uno de sus símbolos. Quizá detrás de ese animal de escaques había un ser humano obsesivo, marginal, diferente y genial, que nunca se encontró a sí mismo porque se dejaba ahí, en el último jaque, en la última jugada magistral de una partida que, al fin y al cabo, nunca llegó a vencer.
Es cierto que en esta película hay hechos que están dramatizados, otros que no son muy exactos y que, tal vez, Tobey Maguire no sea el intérprete más adecuado para dar vida al ex campeón mundial de ajedrez. Tampoco cabe duda de que su trabajo es esforzado, constante y muy intenso, pero queda traicionado por un físico que se queda corto, con muy poca presencia, sin profundidad gestual y dramática. Por otro lado, Liev Schreiber cae de nuevo en uno de sus peores defectos al encarnar a Boris Spassky y es esa sensación de desidia que de vez en cuando desprende. El duelo más apasionante del ajedrez del siglo XX quizá hubiera merecido dos actores con más peso, con más empuje, con más audacia.
Y es que no es fácil describir, siquiera lejanamente, lo que pasaba por la cabeza de Bobby Fischer. En su inmenso pensamiento se mezclaban peligrosamente la autodestrucción, la obsesión, la desubicación, la extravagancia, la conciencia de su propia individualidad, la utilización, la simbolización y la soledad. Todo ello bien remezclado con las suficientes dosis de presión debía desembocar por fuerza en la locura y en el abandono. Por mucho que se quiera disfrazar a Bobby Fischer de leyenda que desaparece en las sombras es más posible que simplemente fuera un hombre que no aguantó el peso de su propia responsabilidad. Y nadie debería culparle por ello.
En la guerra de nervios que se establece en los lados de un tablero, es fácil confundir la concentración con el espejismo y arrojar la toalla es un gesto que no se permite en tales combates. Bobby Fischer intentó quitarse de encima el patriotismo barato que le empujaba a medirse con los soviéticos para fijarse en sí mismo, en ese marionetista que dispone sus tropas para un asedio que solía terminar con el rey contrario abatido. Para él, el duelo era el auténtico desafío y no la demostración infantil e inútil de que un americano podía ser más inteligente que un ruso sobre un tablero de ajedrez. Por eso, se llenó de exigencias absurdas, de condiciones excéntricas, de maniobras de distracción para hacerse notar como ese campeón que, realmente, nunca quiso ser. Él sabía que lo era y eso fue el principio de su fin.

lunes, 8 de julio de 2019

MEJOR...IMPOSIBLE (1997), de James L. Brooks



Un Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC) en el plano más agudo puede llamarse Melvin Udall. En él se dan cita las manías más extremas, entre otras, la dificultad para relacionarse normalmente con otros seres humanos. Las personas, sencillamente, están en un cuarto plano porque a Melvin lo que le interesa es lavarse cada día estrenando una pastilla de jabón, no pisar las juntas de las baldosas de las aceras y sentarse lo más cerca posible de la puerta cuando va a comer a su cafetería de siempre. También le importa que le dejen mucho en paz cuando se pone a escribir. Quiere estar en su mundo rígido, lleno de reglas que sólo sirven para él y que los demás no interfieran en esa existencia tan ajustada que apenas cabe. No es mucho pedir. Un momento, que voy a limpiar el teclado…
Melvin no tiene ni idea de lo que es el amor. Cree que es algo hecho para tontos sin demasiado criterio. Y tampoco sabe mucho sobre la amistad. Sólo tolera a su editor y por razones obvias. No puede predecir que dos personas van a entrar en ese mundo en el que sólo cabe él y lo van a poner todo patas arriba. ¡Patas arriba! Melvin no puede soportarlo. Cada cosa en su sitio y cada sitio para una cosa. Y ahora esa chica de la cafetería y ese homosexual de al lado con su perrito del demonio…No, no puede ser. Eso está fuera de la lógica de Melvin. Eso es para débiles que han cedido al entorno y él no va a caer en esa trampa. Al cuerno con ellos.
Sin embargo, Melvin comienza a sentir…sí, a sentir. Quizá esa es la cosa más difícil que ha hecho en su vida. Sentir. Sentir que alguien se preocupa por él, que alguien quiere agradarle, que hay vida más allá de la cafetería, de la acera llena de juntas y del largo corredor del descansillo. Se da cuenta de que, gracias a esas personas, quiere ser mejor y esa palabra implica muchas cosas. Tal vez, Melvin, en su interior, tiene un buen puñado de ternura para repartir y tiene que aprender cómo se expande. La belleza comienza a ser un bien preciado, una muestra de la sensibilidad que él puede guardar en su interior. Y es posible que ya no importe tanto el sentarse siempre en la misma mesa de la cafetería, ni pedir lo mismo, ni lavarse una y otra vez con un jabón a estrenar. Poco a poco, Melvin va aprendiendo que lo verdaderamente importante y, a menudo, imprescindible, son las personas. Un momento, que hay una mota de polvo en la Y.
Es verdad que Helen Hunt y Greg Kinnear realizan un trabajo brillante en esta comedia de amplia sonrisa, pero Jack Nicholson vuelve a decirnos que, si se trata de expresar algo con el gesto, hay muy pocos que son mejores que él. La película trata de ponernos de parte del insoportable Melvin desde el principio y Jack consigue construir un personaje que no deja de ser adorable en su vehemencia, tierno en su manía, histriónico en sus reacciones, pero profundamente amable en su corazón. Equilibrios muy difíciles para cualquier actor, incluso de su categoría. Aquí nos transporta a su universo enfermizo sin que dejemos de reír en ningún momento. Al fin y al cabo, él sabía que todos, en mayor o menor medida, tenemos un poquito de Melvin Udall…¿qué es esta gotita que hay el espaciador…?

viernes, 5 de julio de 2019

INDIANA JONES Y EL TEMPLO MALDITO (1984), de Steven Spielberg



La cuestión es bien simple. El diamante o la vida. Indy, no se puede tener todo. Tendrás que arrastrarte por los suelos entre una nube de hielo, saltar por la ventana, salir por piernas, cogerte a una balsa de goma como paracaídas y, para colmo, llevar contigo a una rubia encantadoramente ingenua y a un tapón que no levanta dos medias del suelo. Y como eres un imán para los problemas, tendrás que hacer un favor a esa aldea de hindúes que veneran a una piedra y que lloran la desaparición de sus niños. Al elefante, doctor Jones, es hora de volver a la aventura.
Los menús suelen ser bastante desequilibrados porque nunca encuentras lo que realmente apetece. ¿Quién no ha comido alguna vez serpiente rellena de anguilas? ¿Quién no ha degustado con delectación una sopa de ojos? Venga, si me apuras, habrá que reconocerlo. Es difícil encontrar un manjar de la finura y la presentación de un sorbete de sesos de mono. Y nada mejor que un sueño reparador después de la cena, trufado de arañas de todo tipo, clase y condición, pasadizos secretos, cámaras de aplastamiento y una inmensa galería con cientos de niños esclavizados para encontrar los tesoros de la diosa Kali. Indy, no te privas de nada. Cuando te embarcas en algo, lo haces a lo grande y hay que reconocer que aquí las cosas van más deprisa que una vagoneta desbocada.
Para remate, el regreso. Claro, no puede ser un paseo tranquilo por las selvas amables de la India, no. Tiene que haber el consabido puente que pende de un hilo y que, al igual que los salvajes rituales de Kalimaa, parecen extraídos directamente de Gunga Din, aquella película de George Stevens que seguro que recuerdan Steven Spielberg y un par de anticuados más. Pero la brujería nunca pasa de moda, al igual que los fanáticos rituales torturadores o la felicidad en la sonrisa de una madre cuando vuelve a ver a su hijo. La aventura es eterna y no importa si ha ocurrido antes o después. Lo importante es que ha quedado ahí, impregnada de leyenda, en el imaginario de todos a los que nos gusta el cine de verdad. Sí, sí, ya sé. Esta precuela es inferior a En busca del arca perdida, en parte porque Spielberg infantiliza algo la trama y se entretiene de más en los cánticos machacones de los seguidores de Kali, pero… ¿de verdad es algo que importe mucho? ¿No se pasa un rato increíblemente agradable viendo las aventuras imposibles del arqueólogo más famoso de la historia del cine? Con gusto entramos cuantas veces haga falta en ese templo maldito, porque nosotros también nos escondemos bajo el ala de ese sombrero de años treinta, vestidos con la cazadora de cuero y armados con un revólver y un látigo. Y sabemos, tenemos la certeza total, de que aquí sí, hemos encontrado un diamante que guardamos bajo llave en la memoria de nuestras sensaciones.

jueves, 4 de julio de 2019

LOS MUERTOS NO MUEREN (2019), de Jim Jarmusch



Cualquier cinéfilo algo avezado ya sabe que Jim Jarmusch es uno de los cineastas más irregulares que se pueden encontrar en la cartelera. Es capaz de asombrar con películas como Noche en la Tierra o Paterson y hundirse más tarde en el pozo de la mediocridad con auténticas tomaduras de pelo. En esta ocasión es bastante probable que Jarmusch haya abusado de la marihuana y que, para escribir esta historia, se haya creído el ser más gracioso y brillante de entre los vivos y los muertos porque, la verdad, la cosa acaba muy mal.
Más que nada porque se supone que es pretendidamente hilarante que, debido a una absurda explicación científica, los muertos salgan de sus tumbas para comerse a todo lo que se mueve en medio de un pueblo en el que sus habitantes son seres, cuando menos, pintorescos, algo tardos en sus reacciones, muy serios en sus bromas e inútiles en sus planificaciones. Es cierto que Jarmusch, para entretener al que ha visto dos o tres películas, realiza algún guiño a Quentin Tarantino, a Samuel Fuller, a la filmografía completa de George A. Romero e, incluso, a sí mismo. Pero el resultado final está lejos de ser descacharrante, a kilómetros de la agudeza y, para acabar con el cerebro de cualquier víctima de esta película, no duda en desbarrar todo lo que haga falta.
Y es que Jarmusch, cineasta que por edad y vocación ya debe de estar liberado de todos los complejos artísticos que se puedan pasar por su cabeza, no duda en colar su mensaje de autor, llegando a sugerir que vivimos en una sociedad caníbal, que sólo quiere más y que, por tanto, se comporta como un grupo de zombis dispuestos a devorar al más pintado. Carga sin ambages contra los que viven enganchados a los móviles como si fueran la forma más real de zombi que uno se puede cruzar por la calle. Y lo peor es que, al final, se queda todo en algo más bien ingenuo, muy corto para un tipo que ha sido capaz de emocionar, de hacer reír, de sacarle guasa a lo que no tiene ninguna. Sin duda, esto va a acabar muy mal.
Para redondear el asunto, Jarmusch se rodea de unos cuantos amigos y se preocupa de que estén cómodos mientras trabajan. Sólo así se puede explicar el grado de relajación que demuestran Bill Murray y Adam Driver y el chiste continuo que debe de ser el hecho de cortar la cabeza a una prisionera de la moda, por ejemplo, o a los que no dudan en hacer de la pesadez una forma de vida. Mientras tanto, las catanas se afilan, las recortadas explotan, los machetes se aplican y los cafés se repiten porque a los zombis, por lo que se ve, les encanta. Por supuesto, en algún momento, se hace evidente que Jarmusch se pasa volando de la marihuana al ácido y entonces la historia, que carece de sentido en aras de una supuesta comicidad, se desborda y, desde luego, sorprende. Tanto como lanzarse a una nube de muertos vivientes en recuerdo de la abuela desaparecida.
Así que esto va a acabar muy mal. Ya parece que estoy oyendo golpes en las paredes, sitiando mi razón, tratando de cercar cualquier posibilidad de escapatoria y de coartar cada una de las letras que voy vertiendo en este artículo. Me he perpetrado con el hacha de la gramática y la sierra del sentido común, pero me temo que son armas paliativas y nada definitivas. Suena una melodía country en mi reproductor de música y parece que unas garras se introducen por los resquicios de las puertas. Voy a ser devorado por los muertos vivientes así que, dentro de un rato y para acabar mal del todo, volveré con ustedes dispuesto a comerme sus cerebros. 

miércoles, 3 de julio de 2019

DÍAS DE RADIO (1987), de Woody Allen



Fueron días que hoy levantan nostalgia, buenos recuerdos de una época que se fue para no volver. De Carmen Miranda a Orson Welles. De la pena que levantó la muerte de una niña que cayó a un pozo al aviso amenazante del Vengador Justiciero. Entre medias, las historias de un buen puñado de universos hechos de luces de neón, ingenuidad, casualidades, humor y ambiente. La música, que se elevaba en los salones de todas las casas mientras algunos la escuchaban, otros la disfrutaban y aún otros, la bailaban. La magia de las ondas y el testimonio de amor por ellas por un hombre que supo que aquello no fue nunca verdad, pero que se le acercó mucho.
Y así, a través del oído de los miembros de una familia, tenemos una aproximación a las inquietudes de los años cuarenta. El niño que siente una ilusión irrefrenable por un juego de química, la tía que muere por encontrar al hombre de su vida, el padre que sólo idea negocios extraños que nunca llevan a ningún sitio, la madre que otorga algo de razón a un hogar con muchas realidades, el tío que está obsesionado con que los demás chupen la tubería del gas a ver si así le dejan en paz…los vecinos comunistas, las estrellas de la radio, imaginadas y nunca ajustadas a la realidad, aquellos concursos imposibles que repartían dinero por identificar a una platija o determinada canción. Un tiempo en el que había buena gente y la inocencia aún vivía. Mientras tanto, el mundo progresaba, no siempre para bien, y todo cambiaba a peor.
Woody Allen realizó una pequeña obra maestra con esta película. Nos introdujo en un hogar superpoblado para que nos sintiéramos uno más de esa familia que canta con fervor “ay, ay, ay, ay…o canto de pregoneiro” y buscan una felicidad que, a los ojos de un niño, ya está allí pidiendo expresarse a través de un micrófono. Son anécdotas sueltas, quizá nada importante, pero que hacen que lo entrañable sea algo habitual y que el encanto sea protagonista principal de una película que habla de todos y, a la vez, no habla de nadie. Quizá como esa audiencia que se agolpaba al otro lado del receptor para saber algo más de su radionovela favorita, o de sus últimos cotilleos que se deslizan entre la farándula, o de los más novedosos productos de limpieza para todas y cada una de las casas de los enfervorizados oyentes ávidos de música, imaginación y realidad. Nunca hubo una maestra a la que unos niños vieron desnuda al otro lado de la calle, ni un submarino alemán asomando su periscopio frente a la costa de Rockaway, ni, probablemente, una estanquera que se convirtiera en estrella de la radio…pero así es como lo recuerda Woody Allen. Y, en el fondo, eso mismo es lo que hacemos todos con nuestros recuerdos. Los transformamos en falsos y los ponemos, idealizados y únicos, en una película sin memoria.

martes, 2 de julio de 2019

EL SUBMARINO (Das Boot) (1981), de Wolfgang Petersen



Pobre Teniente Werner. Se metió en una lata de sardinas creyendo que iba a narrar una historia de heroísmo y resultó ser una lucha por la supervivencia. El olor a la grasa de los motores, al moho del pan almacenado, al insufrible excusado de los marineros, al miedo que flotaba alrededor…todo ello fue una lección que terminó por convencerle de la inmensa valía del ser humano cuando trata de sobrevivir por encima de todo. En el interminable caminar del proceloso océano ha habido que tomar decisiones muy difíciles, trabajar muy duro para seguir respirando, cumplir con el deber al que obligan los mandos e, incluso, asistir al ridículo homenaje de unos cuantos marineros de traje y corbata que creen que lanzar un torpedo contra un carguero es la expresión máxima de la victoria.
Entre medias, hay que correr para que la nave se hunda más rápidamente, hay que mantener los nervios templados a pesar de la desesperación que paraliza y agarrota, hay que resistir al mal de presión que ataca con fuerza más allá de los ciento cincuenta metros de profundidad, hay que dejar que el júbilo dé sus alaridos al aire libre en la superficie mientras una tormenta de mil demonios choca contra el casco. No, esto no es la guerra. Esto es el límite. Y, por si fuera poco, hay que pasar el maldito estrecho de Gibraltar. Siete millas de anchuras con cientos de barcos ingleses patrullando por sus aguas. Misión imposible para un simple submarino que está muy bien construido, pero que terminará por dar la vuelta con tal de seguir navegando.
Extraordinaria película de Wolfgang Petersen, descriptiva en la manera de vivir de esos intrépidos que, prácticamente, se encerraban en un ataúd flotante de sesenta metros de eslora con el fin de cazar a algunos incautos del Atlántico. “It´s a long way to Tipperary, it´s a long way to home” cantan burlones y divertidos los tripulantes mientras ese submarino se convierte en una presa para la Armada británica. Sí, Capitán, Churchill era un borracho que sabía poner en dificultades a unos cuantos. Incluso a las ladillas que asedian a la tripulación como si fuera la caza de una nave sumergida. Maldita sea, es demasiado tiempo en alta mar, es demasiada tensión para ser digerida por unos hombres que sólo quieren reír y vivir, mucho más allá de cuestiones políticas. Sí, aunque siempre haya alguno que cree estar allí cumpliendo una misión patriótica de alcance incuestionable. Allá arriba, en la superficie, hay muchos jugadores que quieren dar un jaque mate definitivo a los alemanes del mar. Y cuanto todo parezca que ha pasado, que el ambiente enrarecido ha merecido la pena porque, al fin y al cabo, la nave está a salvo y los hombres vuelven con vida, será cuando el destino se encargue de ajustar cuentas y el Teniente Werner tendrá que escribir e imprimir sus malditas fotografías diciendo que esos tipos pendencieros, pero nobles; guerreros del agua y valientes ante el peligro como si fuera la última vez que pueden ver algo más allá de tuberías y torpedos, son todos personas que lucharon por algo tan básico como la propia vida. Sí, es un largo camino de regreso a Tipperary y a casa…