viernes, 29 de mayo de 2015

CAZA AL ASESINO (2015), de Pierre Morel

Hay películas que parecen realizadas para fracasar directamente y, sin embargo, tienen todo para tener calidad. Un reparto competente, un director que ha demostrado una cierta habilidad en las secuencias de acción, una trama de espionaje absorbente, una historia de amor con cierto gancho…Y aún así, no funcionan. Tal vez porque no haya suficiente pasión por la historia que se quiere contar. O, simplemente, porque no hay astillas para tan poco árbol.
En el reparto tenemos a Sean Penn, un tipo que tiene hechuras de actor impecable cuando quiere pero que carga demasiado a sus personajes en algunas ocasiones. Aquí es lo que decide hacer. Su protagonista ha sufrido tanto, ha vagado tanto por el mundo sin amor, es tan espantosamente desolador que sus miradas están permanentemente teñidas de intensidad, sus arrugas, que ya tiene unas cuantas, se vuelven trazos de amargura a cada gesto y sus intentos por parecer joven haciendo de galán con ropa deportiva comienzan a ser un poco patéticos. Ya se sabe. Quien ama mucho, sufre mucho, yerra mucho, deja atrás mucho y cansa mucho. Por otro lado, está Javier Bardem que, con toda seguridad, ha decidido aceptar su papel para demostrar cuán en contra está de los intereses comerciales sobre países subdesarrollados como prueba definitiva de la explotación del mundo occidental. Muy bien. Pero ¿siempre tiene que ser caracterizando a su personaje con risas histéricas, reacciones imprevisibles y sentimientos personales que se mezclan peligrosamente con una trama que pide altas miras? Aparte de que aparece en pantalla en tres secuencias mal contadas, todo su cometido se reduce a lo envidioso que es, a lo enamorado que está, a lo sorprendido que se encuentra y a lo celoso que se pone. Un cúmulo de inseguridades en un actor de físico seguro. Más allá de eso, tenemos a Pierre Morel detrás de la cámara y no deja de ser difícil lo que ha conseguido. Ha salpicado toda la película de escenas de acción…y no deja de ser tremendamente aburrida, aparte de esa pedazo de idea de trazar un paralelismo sobre la trampa del protagonista y una corrida de toros. Deslumbrante. Genial. Griffith dando saltos de alegría.
La trama de espionaje absorbente, pues bueno, vale, sí, lo que tú digas pero es todo más plano que un encefalograma de idiota. Voy a uno, voy a otro, voy a otro y vuelvo al uno que es el más culpable desde el principio. Un poquito de redención y andando que es gerundio. Y la historia de amor pues no se la cree ni Peter Pan en plena noche de borrachera. Una chica comprometida con el tercer mundo que está colgada y más que colgada por un tipejo que conspira allá por donde va, que se carga media Barcelona y que lleva un chaleco antibalas como ropa interior. Todo muy normal, muy lógico, muy de hoy. Total, para decir, una vez más, que las empresas multinacionales explotan  a los países pobres hasta dejarlos en la indigencia, que se cargan a cualquier político que represente una esperanza para los ciudadanos y que quieren borrar cualquier rastro para poder gritar a los cuatro vientos que son más inocentes que un molinillo de viento. Lo nunca visto, vamos.
Y ahora, voy a hacer una donación a Médicos sin Fronteras. 


jueves, 28 de mayo de 2015

POLTERGEIST (2015), de Gil Kenan

Para hacer una nueva versión de un clásico del cine de terror de los años ochenta no basta con transformar la coyuntura de los protagonistas y mostrarlo todo cual escaparate de rebajas para que el público tenga una perfecta idea de lo que se mueve entre las sombras. Se tiene miedo a lo que no se ve. Uno se asusta cuando lo inesperado se vuelve palpable. El clima tiene que ser de inquietud incluso en los instantes de respiro. Los personajes deben tener una cierta profundidad para ser creíbles en su heroicidad. Todo eso se ha perdido. Como agujeros del tiempo en tres décadas.
Y así nos encontramos con que el padre y la madre de esta familia atormentada ya no son el centro de la iniciativa sino simples espectadores de una serie de fenómenos que no llegan a entender y que son la excusa para una serie de reacciones incomprensibles que dejan al miedo en tontería, en pura futilidad, en tiempo perdido. Para rematar la faena, se nota con claridad que Sam Rockwell no se encuentra cómodo como ese cabeza de familia acuciado por la necesidad que carece de dramatismo o de cualquier sensación de pánico. Algo mejor está Rosemarie DeWitt, intentando dar algo más de intensidad y la aparición de Jared Harris como el intermediario entre el mundo terrenal y de los espíritus es uno de los grandes errores de la película, entre otras cosas, porque ni él mismo se cree lo que está haciendo.
La dirección de Gil Kenan es torpe, increíblemente precipitada, como queriendo obviar esa regla que dice que los terrores han de ser servidos en pequeñas tazas para que la sensación de inquietud se instale de forma permanente. Conversaciones sin salida, estupideces fuera de sitio, supuestas deudas con el más allá que no vienen a cuento, elementos hacia los que se apunta con la intención de sorprender en otro momento y que se quedan en nada, sin continuidad, sin sentido del ritmo, ni de la narración, ni siquiera de la rutina…

No es fácil sorprender a un público avezado en sustos o, quizá, da más miedo la propia realidad que cualquier otra historia que nos quieran contar. Los monstruos están a la vuelta de la esquina y no en un agujero espacio-temporal de dudoso origen. El suelo no se resquebraja a nuestros pies porque haya muertos que quieran salir a la luz, sino porque no podemos pagar ese suelo y ya no existe esa tensión agobiante, que mejoraba nuestra respiración cuando comenzaban a salir los créditos; ya no somos aquellos niños sino estos adultos y los héroes aún están por venir. Tal vez todo reside en creer que somos capaces de hacer que todo vaya mejor o que tenemos que compensar nuestros miedos con nuestras ilusiones. Eso sí, la familia, a pesar de esa inquietud que nos atenaza, tiene que seguir unida porque sin ella, no somos nada. Ni siquiera podremos rechazar lo que se nos ofrece a precio de ganga con vicio dentro. Tendremos que tragar con esos árboles que llaman insistentemente a nuestras ventanas con el fin de entrar y dejarnos a la intemperie. Tendremos que bailar con los payasos de nuestra mente sin poder dominar nuestros temores. Tendremos que ir al cine a ver subproductos sin sentido que tratan de bajar nuestro gusto a las alturas del barro más peligroso.

martes, 26 de mayo de 2015

EL GUATEQUE (1968), de Blake Edwards

Lo peor de ser invitado a una fiesta de alto copete no es sentirse desplazado sino darse cuenta de que ese ambiente en el que flotan intereses creados, falsas apariencias y ligoteos baratos no es lo tuyo. Siempre lo he dicho, el pollo en la cabeza y el zapato en la bandeja y, poco a poco, te haces uno de los suyos. La mecanización que deja al hombre con comida para pajaritos, el caviar helado que sirve para aliviarse la mano y la canción romántica mientras uno se micciona encima sin remedio. Todo es el mismo baile, la misma hipocresía, el mismo vacío existencial que se torna indescifrable para un indio. Querido Hrundi V. Bakshi, actor que lleva relojes de pulsera en una época en la que no existían y además tenía una cualidad bárbara. No importa cuántas veces le disparasen, él siempre volvía a soplar la trompeta.
Claro que, si miramos un poco, nos podemos dar cuenta de que la suerte también es un factor importante. Y es fácil de comprobar. Basta con coger un trocito de rollo de papel higiénico para que todo el papel, sin prisa pero sin pausa, acabe desenrollado cual largo pergamino deseoso de ser escrito. O que, sencillamente, se haya sido invitado a la fiesta por error y luego no tengan ni siquiera previsto un sitio en el que sentarse en la suculenta cena servida por ese camarero que va haciendo eses y ese otro que tiene un aire a Frankenstein. Micción, micción. Pollos, pollos. Zapatos, zapatos. Pajarito ñum ñum.
Primera película que se rodó acoplando una cámara de vídeo al chasis de la cámara convencional, Blake Edwards supo reunir a la crítica con la carcajada e irse de fiesta con ellas. Para ello, contó con la colaboración de un actor en estado de gracia como Peter Sellers que poseía la ciencia necesaria como para moverse como una marioneta en medio de un teatro de “gags” visuales que saltaban todos sobre su presencia, recargando a su maravilloso personaje de casualidades, torpezas, ingenios y perplejidades. El resultado es una comedia inolvidable, que decae algo al final con la aparición de un innecesario elefante en medio de una fiesta que comienza muy formal y luego se desboca hasta conseguir que todo sea un exceso algo infantil pero muy efectivo.

Querido Hrundi V. Bakshi: El baño no está entre los grifos de regadío, ni tampoco en la piscina, por mucho que te empeñes en caer para que te pongan un ridículo mono rojo. El baño está en esa compañía inocente y encantadora que te hará sentir mucho más seguro en un país extraño, que ni siquiera comprendes, entre otras cosas porque no hay nada que comprender. Juega al billar, trastea con los botones innecesarios, finge que eres Jacques Tati en una fiesta que sobrepasa tu instinto y luego, coge una copa que nunca has querido agarrar para darte cuenta de que, en esos eventos llenos de mentira, tú no puedes estar allí. Porque, a pesar de que la casa queda inundada en espuma y mala leche, eres la única persona invitada que dice siempre la verdad. Gracias, querido indio.

PLÁCIDO (1961), de Luis García Berlanga

El debate que tuvimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "Cadena perpetua" lo podéis seguir aquí. Fue bastante emocionante ante una película que da tanto valor a la esperanza. 

Ésta es la historia de un hombre pequeño, sin importancia, que lo único que quiere es pagar el primer plazo de su motocarro y tiene menos dinero que uno que se está bañando. Pero en una ciudad cualquiera, un poco fea, un poco gris, ese hombre se convierte en un moderno Ulises que cambia su embarcación por un vehículo pequeño y modesto, de esos que ya no se ven, e irá por la fría noche de Navidad oyendo cantos de sirena de dinero contante y sonante, será víctima de aplazamientos inacabables para conseguir lo poquito que le queda para pagar la letra, tendrá que llevar un buen montón de encargos surrealistas en una España tan negra que huele a hipócrita por donde vas y él lo único que quiere es pagar esos pocos miles e irse con su familia a casa, a celebrar la Navidad y dejarse de tanto frío y tanto rollo. No es mucho para pedir. Que los ricos se queden con su pobreza de espíritu que les lleva a aparentar una caridad que no sienten, sencillamente, porque no la han padecido. Y así es muy difícil sobrevivir.
Y su odisea se abre paso en medio de una noche tan oscura como hablada. Conversaciones interminables que solo destapan la mediocridad de unas gentes preocupadas por los dimes y diretes, egoístas por definición que nunca se hubieran acordado de la gente pobre si no fuera porque su conciencia es muy fácil de engañar. La noche es fría y el motocarro recorre la ciudad de aquí para allá para poder pagar, sin propinas y con lo justo, esa letra protestada que sale del banco para el notario con la velocidad de una Nochebuena urgente. Mientras tanto, eso sí, todas las mentes bienpensantes de la ciudad sentarán a un pobre a su mesa haciendo que un par de horas de caridad sirvan ya para toda la vida. Una vida que sigue siendo una odisea para ellos y para el honrado transportista que lleva el motocarro como un barco zozobrado por las olas en medio de un mar de intereses creados y despreciables.

España negra que siempre hiere el corazón porque siempre son los mismos los que tienen que vagar por las calles en busca de ese trocito de felicidad que les corresponde, con los plazos pagados y algo que echarse a la boca. Mientras los de más arriba, los que han tenido la suerte de tener medios y pertenecer a los vencedores, no dejan de rezar falsos rosarios en medio de falsas bodas de falsas intenciones. Total, para impedir que un pobre hombre muera en paz y de acuerdo con sus creencias. La hipocresía reina esa noche de Navidad por todas las cosas. Por la chica que quiere destacar como la reina de una fiesta tan fingida que resulta un paseo circense. Por el presentador que quiere adornar el lenguaje con tanta poesía como mentira. Por el médico odontólogo que se las quiere dar de cardiólogo. Por el marido que se ha largado a celebrar la Navidad con su amante. Por el empresario que se niega a pagar a un cojo por repartir cestas de Navidad y todavía le reclama una que se ha quedado. Por la subasta de chicas de segunda fila y tercera mano para recaudar unos fondos que siempre, siempre, serán insuficientes. La rabia en la sonrisa de Berlanga. El humor negro de una España que no tenía gracia.

viernes, 22 de mayo de 2015

ECLIPSE TOTAL (Dolores Claiborne) (1995), de Taylor Hackford

El frío que azota en las manos mientras las sábanas húmedas se congelan en el tendedero es el preludio de una historia sobre una vida que puede parecer desperdiciada. Dolores ha trabajado siempre sin descanso, intentando crear algo en una existencia que se empeña, una y otra vez, en dejarla allí, olvidada, en algún porche carcomido, esperando el eclipse oportuno. Ella es tan grande que la vida, probablemente, se le haya quedado pequeña pero tiene que domarla, adecuarla a su gran talla, ajustar los bordes para que el sufrimiento que supone vivir sea algo que merezca la pena.
Y es que los eclipses tienen su momento de oscuridad total, telón perfecto para alisar las arrugas que jalonan todo un trauma que se inicia cada mañana. El agua, impávida y circunspecta, es testigo de toda la injusticia que parece caer todos los días sobre las espaldas de Dolores. En su mirada hay tanto amor…que no hay ni rastro de sufrimiento aunque se haya instalado en su ánimo como algo que no se puede extirpar. En sus ojos de mujer fuerte se adivinan los de la debilidad y la autocompasión al poseer la certeza de que nunca fue una gran esposa, que, desde luego, no consiguió ser la madre que deseaba. Como mucho ha sido una gran compañera, una mujer que hiciera lo que hiciese, nunca traicionó sus sentimientos. Y eso le otorga una enorme entereza, una seguridad quebradiza, sí, pero avasalladora. Ya no hay mujeres como Dolores Claiborne.

Kathy Bates realiza una de las mejores interpretaciones de su carrera dando vida a esa mujer que parece haber nacido con un cartel que señala su culpabilidad cuando, en realidad, ha intentado que la felicidad ajena fuera la suya propia. El destino se empecinó en dejarla ahí, en un agujero, donde su hija no mira, donde sus convecinos desconfían, donde la luz parece permanentemente triste para acompañar una trayectoria desbordada pero, no por ello, menos útil. Para ello, hay detrás un fantástico relato de Stephen King que coloca al terror mismo en el rostro de todos aquellos que han convivido con Dolores, ahogados en la ignorancia, ajenos a la verdad que hay detrás de esos ojos que recuerdan con nostalgia los días negros y abominan del desprecio que impera en los días blancos. Y el director Taylor Hackford (injustamente aclamado por películas tan coyunturales y mediocres como Oficial y caballero o Noches de sol) enfría todo el ambiente alrededor de las manos agrietadas de Dolores Claiborne porque sabe que ella, detrás de ese velo de vulnerabilidad, es un roble que no se doblega con el viento, ni con el asesinato, ni con la falsa culpabilidad, ni con el continuo desprecio…ni siquiera con el olvido hiriente de su hija que cree ver en ella el rostro de la maldad abandonada. Incautos…aún no os habéis dado cuenta de que no es la mala de la película, es la heroína de muchas, muchas vidas…

jueves, 21 de mayo de 2015

MAD MAX: FURIA EN LA CARRETERA (2015), de George Miller

“La esperanza es un error. Si no arreglas lo que está roto, te vuelves loco” y nos sumergimos en un mundo en el que los monstruos son la absoluta normalidad, en el que la crueldad física y moral es algo tan corriente que apenas existe rebelión, en el que el amor ha sido desterrado y ha muerto de sed en algún lugar del árido y desolador desierto. La sangre es un tesoro. La gasolina es un tesoro. El agua es un tesoro. Solo la vida es lo que no vale nada.
Y quizá el paraíso sea un viaje de ida y vuelta, dejando tras de sí un reguero de cadáveres. La vida humana se cuenta por ruedas y todo se somete a la voluntad de un déspota sin cara que también alberga alguna esperanza. Por el camino, una emperatriz de la furia, sin brazo y con rabia y un guerrero de la carretera que dejó atrás todo lo que quería para centrarse solo en la supervivencia. La esperanza quizá sea un error si va más allá del mañana. Es un árbol seco que puede arrancarse de cuajo si nos abrazamos a él.
Ya no hay Edenes en la Tierra, solo acidez en el suelo y el aire irrespirable. Solo suciedades que se contagian, enfermedades que se expanden, mentiras sostenidas por la necesidad, apocalipsis continuo. Quizá sea hora de rebelarse y de creer que no habrá sitios más bonitos pero que los momentos pueden ser algo más llevaderos. ¿Quién sabe? El hombre tiene más preguntas que respuestas y  la nada avisa peligrosamente de que va a llegar. Ya queda muy poco tiempo.
Sin duda, George Miller ha vuelto a poner en pie un espectáculo de acción total, con secuencias impresionantes, con persecuciones a muerte y duelos a mil por hora pero, tal vez, se ha dejado jirones de argumento en alguna vuelta de campana. El personaje de Max Rockatansky se ha convertido en un ser monosilábico que resulta plano como un disco de freno y Tom Hardy puede hacer muy poco para llevarlo adelante salvo prestar un poco de planta y mirar con cierta profundidad. Y eso es un error doble porque Charlize Theron lleva adelante su personaje de Furiosa con solvencia y, éste sí, con algo de densidad en el interior. Lo demás es una reinvención que se fija mucho más en Mad Max: El guerrero de la carretera que en cualquiera de sus otros capítulos aunque, a la hora de compararse con la original, pierde por varios kilómetros. Habrá muchos que aplaudan ante el festival de explosiones, de acción a raudales y de acrobacias automovilísticas pero hace falta algo más.

Y es que no es fácil adentrarse en un mundo que se ha sumergido en su propia perdición sin contar nada más allá que dos o tres esquemas bastante manidos y exiguos renunciando a cualquier otra reflexión. Max sigue siendo el solitario que rechaza toda muestra de simpatía atormentado por la culpa pero ahí se queda. Sus pesadillas se confunden con la aventura y la inquietud asoma tímidamente pero no se asienta. La estruendosa banda sonora para las secuencias de combate llega a aturdir y la fotografía es tan buena que llega a tener momentos de cierto lirismo. Por lo demás, la nostalgia invade nuestra memoria porque se echa de menos a Mel Gibson haciendo justicia entre radiadores a mil grados Fahrenheit y nos damos cuenta, con un gesto de contrariedad, que ya nada puede llegar a ser como antes. Ni siquiera la Humanidad.

martes, 19 de mayo de 2015

CAPITÁN CONAN (1996), de Bertrand Tavernier

Tumbados mientras los proyectiles caen alrededor, la hierba parece que huele aún más, como si presintiera que pronto va a ser regada con sangre. Los hombres respiran agitadamente y el asalto se va a producir en un momento. Todos ellos son valientes, aunque no sean de una pieza. La patrulla de vanguardia está compuesta por soldados que no se lo piensan dos veces a la hora de rebanar el cuello al enemigo. Saben buscarse la vida ya que la muerte no hace más que buscarles. La guerra les necesita. Y eso no es ningún honor fuera de los límites del campo de batalla. Malditos generales inútiles. Ellos no se han acercado para sentir el último aliento de ese hombre que está decidido a matar. Malditos y malnacidos. Las estrellas en la hombrera no les hacen más nobles. Son burócratas adocenados con una idea preconcebida sobre la lucha. No tienen ni idea. Nunca han puesto la mano en el vientre de un compañero para impedir que se le salgan las tripas. Ellos mandan morir. Nosotros nos encargamos de matar.
Después llega la paz. Una paz falsa, débil, timorata. Es el momento de ajustar cuentas con algunos descarriados. Una injusticia después de todo lo que han dado algunos en el campo de batalla. Por mucho que el comisario de investigación sea uno de los nuestros. Da lo mismo. Es un hombre recto que cree que la justicia debe imperar aún en tiempos de trinchera y es un inocente idealista que no sabe que los hombres de guerra no se rinden. Por mucho que hayan robado en un local finolis y hayan dado unas cuantas patadas a una prostituta y asesinado a una cajera insignificante. Los bárbaros son ellos, los que están detrás de las mesas de despacho, pensando cuál es el mejor momento para desmovilizar a unos guerreros que quieren volver a casa. Es lo que tiene la paz, que acaba atosigando a los que viven en permanente estado de sitio.

Bertrand Tavernier quiso dirigir esta espléndida película sobre unos soldados que tuvieron que bailar con la más fea para luego acabar siendo olvidados por la maquinaria militar. El patriotismo es otra cosa y, para ello, hay que defender, aunque no se tenga razón, a los que han derramado su sangre a tu lado. Lo que empezó siendo una retahíla de misiones suicidas ha terminado convirtiéndose en una lucha por la supervivencia en la que la mano del otro, en demasiadas ocasiones, separa la vida de la muerte. Al frente de ellos, un capitán que quiere seguir hacia delante, con la nube de las bombas poblando su horizonte, con los abrigos bailando en las piernas mientras se avanza tomando posiciones, con la seguridad de que, después de eso, de las balas, de la comida robada, de la camaradería saboreada, no hay nada. Solo un pueblo perdido en algún lugar de Francia viendo pasar una vida que hace ya mucho tiempo que decidió huir para alistarse. Y solo quedará la tristeza acompañada de una decadencia casi patética. Ni siquiera el gusto del vino podrá borrar esa sensación de desperdicio, de rabia, de olvido, de nada después de las adictivas descargas de adrenalina intentando vivir mientras se intenta matar. El Capitán Conan lo sabe bien. Es el primero, allí, en lo alto de la colina.

EN BUSCA DEL FUEGO (1981), de Jean-Jacques Annaud

El combate que sostuvimos en "La gran evasión" a propósito de "Toro salvaje", de Martin Scorsese, lo podéis escuchar aquí. Gracias a todos.

La Naturaleza hostil se afana en acabar con las especies más débiles y el frío cae como una lanza caída del cielo. Los gruñidos se multiplican y el fuego significa vida porque de ahí nace el calor, la carne que comienza a asarse, el sueño que siempre se escapa. Cuerpos hacinados para que el frío helador se pegue a las paredes de cualquier cueva hecha de barro y ronquidos. La aventura tiene que comenzar porque el fuego se apaga. Y no hay recambio para esa llama que nunca debería apagarse.
Tres guerreros valientes parten para buscar esa fuente de vida que quema. Por el camino tendrán que vérselas con otras tribus que no hacen distinción de carne, con fieras enormes que se amansan con la paz susurrada, con hembras de otra especie que les descubren el significado del cariño…El fuego no solamente es fuego, es mucho más que eso. Es la misma vida que sale al encuentro de los aventureros como si fueran leña que consumir y el hombre, animal que aún se mueve por instinto, comienza a razonar con la nada a su alrededor.
El roce de la piel tersa es aún más suave si la ternura está flotando en el aire. Aunque sea en ese aire helador que estremece los huesos y congela la mirada. El tiempo corre y el fuego se escapa por entre las grietas del agua brumosa. El que era mono comienza a amar. El que empieza a ser hombre comienza a erguirse en medio de la desolación. Otras tribus son más violentas, más feroces, más implacables, pero no tienen la capacidad de evolucionar.

Jean-Jacques Annaud dirigió esta arriesgadísima película que no contiene ni una sola línea de diálogo inteligible (asesorado por filólogos especialistas en lenguas primitivas) para narrar una extraordinaria aventura en busca de algo tan cotidiano para el hombre moderno como es el fuego. Por sus fotogramas se desliza el estilo de vida salvaje y desnudo pero también la enorme belleza que emana de una humanidad que aún no está contaminada. Los protagonistas se mueven por impulsos animales pero intentan sobrevivir como seres humanos, respetando las vidas de toda especie que les rodea que no sea necesaria para su subsistencia. No todo se consigue a través de la fuerza y esa es la primera lección que debería haber aprendido el ser humano. La sorpresa que se agita con discreción detrás del amor tarda en revelarse porque la confianza es un bien muy escaso. El fuego se fabrica con paciencia y con la razón como iniciador. A partir de aquí, ya nada será igual. El hombre aprenderá para mejorar sus condiciones de vida y para organizar una defensa frente a todos aquellos que quieran robarles todo lo que han conseguido en un viaje de estudios maravilloso. Los días caerán más cálidos y nada se podrá resistir, ni siquiera la Naturaleza, al empuje de una raza que nació para dominar, subyugar y someter. Y nunca más el ser humano volverá a ser inocente en un mundo que devora y arrasa lo más débil.

jueves, 14 de mayo de 2015

SUITE FRANCESA (2014), de Saul Dibb

¿Se puede amar al enemigo por lo que es y odiarle por lo que representa? La dualidad del ser humano está encerrada en esta pregunta que pone en juego cosas tan simples como las apariencias, las actitudes, las verdades, los chismorreos, las crueldades y las sensibilidades. En todo ello cabe una guerra y una ocupación. Y ahí es donde se encuentra lo realmente apasionante.
Y es que vivir bajo el yugo del invasor no debe de ser nada fácil en medio de un tablero que se resquebraja por las traiciones y las veleidades. No todo es blanco o negro, puede ser gris del ejército nazi y eso suele traer habladurías entre la gente que tiende a clasificar cualquier hecho histórico como una contienda entre buenos y malos. Tan grande es el error que puede haber muchos malos entre los buenos e, incluso, algún bueno entre los malos.
El olor a madera vieja parece inundar los sentidos de esta historia que nunca llegó a ser amor pero que descubrió la verdadera naturaleza de unos seres que se hallaban perdidos bajo el fuego. El rechazo puede ser un arma más importante que el peor de los cañones sobre todo si queda algo de corazón bajo el alma de acero. Una melodía resuena por los rincones, como si quisiera buscar un oído donde asentarse e ir penetrando poco a poco, como unos dedos que acarician lentamente y con enorme cariño el cuerpo del otro. Pero la guerra lo difumina todo, lo hace lejano y temible, extraño y, a la vez, atrayente. Tal vez porque hay demasiada fealdad en un mundo que se destruye a sí mismo. O, simplemente, porque hay personas que nacieron para fabricar belleza y que sufren más que cualquier otro cuando se les obliga cumplir con un deber propio de asesinos.

Michelle Williams se convierte en el ángel de la película porque en su rostro de música se dibujan todas las sensaciones. Ella es pena y alegría. Es temor y oasis. Es cariño y rechazo. Es valentía y arrinconamiento. Es un día en que el sol se tiñe de paz. Es más que el alrededor que se empeña en el menos. Solo por ella merece verse esta película. Por lo demás, hay una buena ambientación, una interesante banda sonora de Alexandre Desplat, un excelente acompañamiento por parte de Kristin Scott Thomas que huye del cliché para componer un personaje mucho más cercano de lo que parece. Sin embargo, se echa de menos un poco más de empuje, de fuerza, de creer verdaderamente que el original literario de Irene Nemirovsky era una victoria sobre la muerte obligada lo cual hace que se vea con la amabilidad del invasor pero con la incertidumbre del invadido. Hay momentos débiles, sin chispa, carentes de honestidad con la historia y todo se resiente. Como esos oídos que acarician las notas de un pentagrama hecho de humanidad en un mundo en llamas. Como si se quisiera apartar la vista de la belleza para hundirse en una mediocridad demasiado abundante. Y es una lástima porque se puede llegar a sentir la opresión de la injusticia, el suspense de la situación, la tensión acumulada y el deseo contenido. Todo ello podría haberse hecho melodía mientras un piano desgrana unas notas que hablan por sí solas, más allá de los disparos y más allá del resentimiento mientras unas lágrimas nos ahogan porque las circunstancias hacen imposible la intención del siempre esquivo amor.         

martes, 12 de mayo de 2015

RAGTIME (1981), de Milos Forman

Nueva York y sus gentes. El escultor que se atrevió a erigir en oro a una mujer desnuda. El comisario de policía que quiere resolver los asuntos lo antes posible. El marido loco de celos que llega a la esquizofrenia aunque proclama a los cuatro vientos que está más cuerdo que el alcalde. El joven impulsivo que se asoma tímidamente al mundo para comprobar que la corrupción se come toda intención. El señor que siempre se halla en su sitio, mirando pasar la vida en una atmósfera que trata de controlar. El pianista de jazz que solo saborea la felicidad durante unos instantes porque siempre habrá algún granuja que intente humillar a la gente de color. La chica que desea dinero fácil y, engañada, solo desea dedicarse a ese nuevo invento que se llama cine. El ruso que dibuja con facilidad y descubre que el futuro no está en la pintura estática sino en el movimiento de los sueños. La mujer que está aburrida de mantener siempre una apariencia despreciable cuando quiere emociones, quiere piedad, quiere vida. Y todo ello forma una melodía que parece no encajar demasiado bien en sus graves y sus agudos. Más que nada porque Nueva York es un sumidero que comienza a ahogarse en sus injusticias y un negro perturba su impostada tranquilidad.
No es fácil mantenerse en sus principios cuando toda la sociedad neoyorquina y todo el aparato funcionarial del Estado solo sabe cerrar con la puerta en las narices. Quizá es que la brutalidad solo entiende de brutalidades o, tal vez, haya que hacer algo sonoro para poder ser escuchado. Días de vestidos largos y elegantes levitas que miran hacia otra parte mientras la ropa de los más pobres es lavada en los riachuelos de miseria. Malditos negros. Así no hay forma de componer una melodía.

Milos Forman dirigió con mimo y muchísimo cuidado esta historia de E.L. Doctorow que pone de manifiesto la continua hipocresía de una sociedad que se cree abierta y tan solo es un muro en el que llorar desgracias sin remedio. Para ello, contó con un elenco espectacular que incluía nombres como Elizabeth McGovern, Brad Dourif, Howard Rollins Jr., James Olson, Mary Steenburgen, Debbie Allen. Moses Gunn y con el sonado regreso, después de más de veinte años de retiro voluntario, de James Cagney en el papel del Comisario Jefe de la ciudad de Nueva York. Todos ellos aportan las pinceladas para conformar este gran cuadro impresionante de una ciudad de falsas apariencias y oídos sordos, que crecía tanto que se olvidaba de las personas como elementos necesarios para seguir construyendo. Y más allá de eso, el fuego no cambiará nada. Solo añadirá el olvido a todos aquellos que quieren ser escuchados y así no se construye una nación. Solo se tienen espejismos vestidos de etiqueta que lucen en el escaparate pero con un género tan barato y tan sucio que acabará cerrando por quiebra. La libertad huye y solo permanece si hay alguien que quiere comprarla.

MARTIN SCORSESE: LA REDENCIÓN Y LA CATARSIS

El debate marítimo que se sostuvo con pasión en "La gran evasión" acerca de "Master and Commander", de Peter Weir podéis escucharlo, si os apetece, aquí.

 Martin Scorsese ha sido uno de los cineastas más fundamentales de los últimos cuarenta años. Su influencia ha sido tan decisiva que su estilo ha sido imitado hasta la saciedad y, lo que es aún mejor, ha servido de indiscutible inspiración a otros cineastas con identidad propia como podría ser el caso de Quentin Tarantino. Esto puede parecer una simpleza pero no lo es en absoluto habida cuenta de que no estamos hablando de dos hombres de cine cualquiera, sino de dos pesos pesados que han establecido nuevas reglas y nuevas miradas.
Pedro Almodóvar dice que lo que destacaría de Scorsese es su “inquietud crónica” y que, en cierta ocasión, se entrevistó con él y con uno de sus guionistas habituales, Paul Schrader y que era “divertidamente patético ver a los dos parar de hablar cada cinco o seis palabras para aspirar aire a través de una mascarilla de oxígeno porque ambos son asmáticos”.
Malas calles fue su primera llamada de atención aunque aún no había encontrado ese ajuste de tuerca que sería, después, su seña de identidad. Es una película que ha obtenido un cierto prestigio en determinadas tertulias pero que refleja que aún no sabe dar un acabado formal sólido a pesar de tener algunos diálogos brillantes y de aparecer unos primeros chispazos de talento a la hora de dirigir a un actor como Robert de Niro.
El auténtico éxito de Scorsese vino con Taxi Driver, una bofetada (o, más bien, un disparo en la cabeza) a la sociedad norteamericana a través de ese personaje ya mítico llamado Travis Bickle y que,  afectado de insomnio, acepta trabajar en el turno de noche de una compañía de taxis. Su visión del mundo es tan oscura y obtusa como la noche en la que trabaja buscando clientela. Por su taxi pasan los personajes más variados mientras él, mirando a través del cristal de su parabrisas, va trastornándose porque no aguanta y no entiende la corrupción y la degeneración callejera, desarrollando patologías mentales muy peligrosas. La catarsis, un tema recurrente en su cine, llega mediante una terrible explosión de violencia, vomitona desbocada del asco que siente. La película es una obra maestra gracias al enorme y degradado retrato de la ciudad de Nueva York mezclado con la histórica actuación de un Robert de Niro absolutamente genial y acompañado de la sugerente y expresiva banda sonora que pasa por ser el último trabajo del genial Bernard Herrman.
Deseoso de mostrar su versatilidad, Scorsese se embarca en New York, New York, un homenaje al musical y a los músicos de jazz y a la ciudad que merece ser nombrada dos veces desde una óptica bien distinta a su anterior película con una mirada a los años cuarenta y cincuenta. Scorsese logra una fantástica ambientación y la película ha pasado a la historia por ese número final a cargo de una pletórica y deslumbrante Liza Minnelli pero no deja de ser una decepción en la carrera del director italoamericano. Un paso atrás que hundió a Scorsese hasta que de Niro insistió en que dirigiera su siguiente película.
En 1980 arriesgó mucho al rodar en blanco y negro la biografía del campeón mundial de los pesos medios Jake La Motta en Toro salvaje. Recientemente, esta película fue elegida como la mejor de los últimos veinticinco años del siglo XX. Con aroma de cine clásico, la cinta es hipnotizante desde su primer plano tomado a cámara superlenta desde uno de los lados del cuadrilátero en el que vemos a La Motta calentando para un combate con el albornoz puesto bajo un cargado ambiente de humo al compás de los impagables sones de Cavalleria Rusticana, de Pietro Mascagni. El camino hacia la catarsis y la redención de este curioso personaje pasa por el tongo, los celos desmedidos, una pelea con su hermano, la pérdida del título mundial a manos de su eterno rival Sugar Ray Robinson, una carrera de humorista, la obesidad enfermiza, el divorcio, la pérdida del night-club de su propiedad, el ingreso en la cárcel acusado de estupro, su inicio desde cero…Magistral de principio a fin, la película supuso un merecidísimo Oscar a Robert de Niro y otro a la montadora Thelma Schoonmaker, colaboradora habitual del director.
Su siguiente película fue un rotundo fracaso a pesar de que tenía todos los ingredientes necesarios para ser un éxito. El rey de la comedia narra los avatares de Rupert Pumpkin (un sensacional Robert de Niro, una vez más), un hombre que quiere ser humorista a cualquier precio hasta tal punto que decide secuestrar al cómico de mayor éxito del mundo (un inusualmente serio Jerry Lewis) con la ayuda de unos personajes tan marginales como un mal chiste. La película combina momentos realmente brillantes con otros en los que se estanca peligrosamente, flojeando hasta la debilidad. La crítica dejó bien claro que no se lo iba a poner fácil a Scorsese a pesar del éxito de Toro salvaje.
Scorsese vuelve al terreno seguro y acepta el encargo de rodar la segunda parte de la maravillosa El buscavidas retomando el fascinante personaje de Eddie Felson “El Rápido” veinte años después contando para ello con el gran Paul Newman y con la sombra de Tom Cruise interpretando al típico joven deseoso de éxito y compulsivo hasta la médula, pálido reflejo de lo que fue Eddie Felson en su día. El aspecto visual de la película es impecable, con planos de una espectacularidad deslumbrante pero, lo más importante, es que Martin Scorsese consiguió con esta película que Newman, por méritos propios, se alzara con un Oscar indiscutible.
A continuación, Scorsese se embarca en el proyecto más polémico de toda su carrera. La última tentación de Cristo es una visión de la historia de Jesús (Willem Dafoe) constantemente tentado por el Diablo que, lejos de ofender a nadie, levantó ampollas en los círculos más fundamentalistas del catolicismo que, con las más diversas manifestaciones de protesta contra la película, le proporcionaron una impagable propaganda que redundaron en un beneficio muy tangible para la taquilla. La película, basada en el libro de Nikos Kazantzakis, solo establece la posibilidad de que Cristo, en la misma cruz, fuera tentado para dejar de sufrir renunciando a su lado divino a favor de su vertiente humana y viviendo una vida relativamente normal que incluía la cohabitación en matrimonio con María Magdalena y llegando a tener descendencia. Tan solo una simple tentación que Jesús rechaza para cumplir con su destino de Hijo de Dios. Probablemente, hoy la pretendida polémica estaría trasnochada pero el argumento no deja de ser apasionante ayudado por una magnética interpretación de Harvey Keitel en el papel de Judas Iscariote y a una fascinante factura visual que llevó a Scorsese a una nueva nominación al Oscar.
Otra apuesta arriesgada fue Jo, qué noche, basada en el guión de un estudiante de la Escuela de Cine de Nueva York en el que se relata la odisea de un moderno Ulises navegando por la madrugada neoyorquina. Más que por la interpretación, hay que descubrirse ante el poderío visual de una película independiente, rodada con muy poco presupuesto, sin estrellas, pero que fascina a cada fotograma y que, en sus dos primeros tercios, es absolutamente brillante y certera con el retrato de la más variada fauna que puebla la noche de la ciudad de los rascacielos.
Después de dirigir el episodio Apuntes del natural, el mejor de los tres que componían la muy mediocre Historias de Nueva York, Scorsese consigue otra obra maestra con Uno de los nuestros, la vida de un hombre que siempre soñó con convertirse en gángster y que salva su pellejo tirando por la calle de en medio. La película cuenta con una interesantísima estructura narrativa, uno de los puntos fuertes en los que se ha apoyado el mejor Scorsese y cuenta con una impresionante interpretación de Joe Pesci en el papel de un matón violento y sanguinario con un sentido del humor fuera de lo común y extremadamente cariñoso con su madre además de las maravillosas actuaciones de Robert de Niro, Ray Liotta, Lorraine Bracco y Paul Sorvino. Uno de los nuestros no deja de ser en ningún momento un apasionante retrato del mundo del hampa en sus estratos más bajos desde los años cincuenta a nuestros días.
Sorprendentemente, cambia de registro con su siguiente película, La edad de la inocencia. A primera vista no sería la elección lógica como director para trasladar al cine el espíritu de Edith Wharton dentro de una trama decimonónica ambientada en una alta sociedad tan hipócrita como cerrada (¿algo así como la Mafia?) en la que existen unas reglas estrictas de conducta ancladas en un conservadurismo demasiado reacio a los cambios, a la excepción y, por supuesto, al amor más apasionado. La película roza la obra maestra, con unos estupendos títulos de crédito de Saul Bass, una memorable banda sonora de Elmer Bernstein, una exquisita actuación de Daniel Day-Lewis (rabiosamente contenido ante el asco que siente al formar parte de la gran farsa que impone la moral más estúpida) y la encantadora elegancia de Michelle Pfeiffer. Pero por encima de todo destaca la enorme fuerza que imprime Martin Scorsese a la película, convirtiéndola prácticamente, en una historia de gángsters sin sangre, contada con encaje y té en lugar de disparos además de un hermoso relato sobre un amor que nunca fue posible.
Por aquella época, desde algunos sectores de la prensa se empezó a acusar a Martin Scorsese de ser un director muy poco comercial. Cansado de estas acusaciones, se decidió a hacer la película más descaradamente comercial que pudiera. El resultado es El cabo del miedo, cinta muy irregular y muy inferior a su predecesora El cabo del terror, de Jack Lee Thompson. Como homenaje a esa primera versión, Scorsese respetó íntegra la banda sonora de Bernard Herrman, colocó unos inquietantes títulos de crédito de Saul Bass e incluyó en pequeños papeles a los protagonistas de la primera Gregory Peck (cuyo rol revisó Nick Nolte) y Robert Mitchum (mucho, mucho más amenazador e inquietante que el desacertado, desorientado y pasado de revoluciones Robert de Niro).
El éxito moderado de El cabo del miedo, le permitió afrontar Casino, un auténtico fresco sobre la Mafia en Las Vegas. Lo cierto es que la primera hora de Casino contiene, quizás, los momentos más brillantes de toda la carrera de Martin Scorsese aunque muchos vieron en ella una repetición del esquema trazado en Uno de los nuestros con la introducción de varias voces en off contando distintas partes de la historia bajo su punto de vista. Sin embargo, cuando la cámara sale al exterior, la trama pierde fuerza pero, esa primera parte, en la que se descubre el tremendo personaje que compone Robert de Niro además de los trucos, entramados y engranajes del funcionamiento del casino que dirige, no solo es poderosa e impecable en su vertiente argumental, sino también en su extraordinario acabado visual con imágenes de pura fascinación.
Extrañamente, realiza un giro inoportuno e inesperado hacia el budismo de Kundun, una película totalmente fallida, anodina, sin fuerza ninguna que, tal vez, trata de aprovechar la brecha abierta un poco antes por Bernardo Bertolucci con El pequeño Buda. Ambas resultaron un fracaso comercial y artístico para los dos directores.
Al límite es un camino de redención, directamente emparentado con Taxi Driver, a través de un enfermero y conductor de ambulancias perseguido implacablemente por su conciencia. Pero si a Travis Bickle la catarsis le sobreviene recurriendo a la violencia desbocada, el protagonista de ésta película encuentra la paz mediante la voluntaria y piadosa aplicación de una eutanasia. Película incomprendida y maldita dentro de la filmografía de Martin Scorsese que merece una revisión más profunda.
Los sucesivos desastres de Kundun y Al límite le mantuvieron alejado durante algunos años del cine, entre otras cosas, porque se divorció de su productora habitual, Barbara de Fina, que desde ese momento no quiso financiarle ni un metro más de película y tuvo que buscarse a otro productor que quisiera invertir en un proyecto que llevaba acariciando durante más de veinticinco años con el título de Gangs of New York.
Harvey Weinstein fue quien dio el paso adelante pero la película en sí ya nació con problemas. Después de múltiples modificaciones en el guión, Scorsese había pensado en su fiel Robert de Niro para el papel de El Carnicero, el hombre que hace y deshace a su antojo en Five Points, suburbio de Nueva York, merced a la legendaria victoria que obtuvo en una cruenta batalla entre clanes en plena calle. Ante la negativa de de Niro, el papel recayó en un histriónico Daniel Day-Lewis. El rodaje se fue de las manos y las fechas se sucedían. Scorsese se pasa de presupuesto, monta la película y se la pasa a Weinstein que le impone el corte de una hora del metraje original del director para dar una mayor importancia a la historia de amor entre Cameron Díaz y Leonardo di Caprio en detrimento de toda la parte final que resulta precipitada y con vacíos inexplicables rematados por un embarullamiento confuso introduciendo algarabías callejeras en medio de un fenomenal despliegue de medios. Aún así se aprecian momentos brillantes en la película, como sus cinco primeros minutos, la secuencia del desembarco de inmigrantes y su inmediato reclutamiento para la contienda civil de los Estados Unidos o el impresionante plano final de las Torres Gemelas para señalar un nuevo principio, una vuelta al caos y la esperanza de que, tras el humo de las hogueras, el sol volverá a brillar.
Discute con Weinstein por el resultado final de Gangs of New York y se niega a participar en su edición para el mercado videográfico rechazando de plano cualquier intención del productor de realizar una edición especial con el montaje propuesto por Scorsese. Ante tal situación, Scorsese acepta una propuesta de Michael Mann para dirigir por encargo El aviador, biografía del magnate Howard Hughes con una soberbia interpretación de Leonardo di Caprio. Aún cuando resulta una película más impersonal, Scorsese filma con brillantez el proceso mental de un hombre que temía a la soledad y que no se movía por las leyes de la lógica. En todo caso, el éxito es inmediato y Cate Blanchett, interpretando a Katharine Hepburn, también obtiene su Oscar.
Uno de los grandes éxitos de la carrera de Scorsese es Infiltrados, versión de la película surcoreana Infernal affairs, con un reparto que incluía a Leonardo di Caprio (su nuevo actor fetiche), Matt Damon, Martin Sheen, Alec Baldwin, Mark Whalberg y Jack Nicholson que, en el último momento, sustituyó a Robert de Niro. La historia es brillante, hablando de los elementos infiltrados en cada uno de los lados de la ley, con giros en el guión inesperados y bajo el ojo de una cámara que, en esta ocasión, destaca por su honestidad. Scorsese, por fin y a la quinta, consigue su ansiado Oscar. Hollywood había pagado sus deudas.
Repite de nuevo con Leonardo di Caprio en la inquietante y excelente Shutter Island, otro producto de encargo que realiza con extrema lucidez e introduciendo de nuevo redenciones y catarsis como elementos que distinguen una forma de hacer cine que, poco a poco, se va haciendo única. Su radiografía de la culpa en esta película resulta estremecedora por lo que habita en sus consecuencias y el espectador sale del cine con un montón de cuchillas de afeitar agitándose en su pensamiento. Brillante. Espectacular y con un sentido de la imagen y de la historia que pudo confundir a más de uno.
Su inspiración continúa rindiendo un homenaje al universo infantil y al mismo cine con la maravillosa La invención de Hugo, encantadora mezcla de cuento y realidad que descubre la magia de la fabricación de los sueños y la capacidad de fantasear por parte de un niño que comprueba hasta dónde puede llegar la imaginación.
El lobo de Wall Street vuelve a contar con una interpretación prodigiosa de Leonardo di Caprio además de ser una denuncia sin tapujos del mundo de las finanzas que fabrica auténticas bestias con tal de acumular lujos y depravaciones. Scorsese, después de la sensibilidad demostrada en La invención de Hugo, se muestra implacable, con algún toque de buen humor, descarnado, ácido hasta la corrosión, tremendamente incisivo, alucinantemente agresivo.

Ningún artículo sobre Martin Scorsese estaría completo sin mencionar su extraordinaria faceta como documentalista, en especial, en lo que se refiere a sus incursiones en los mitos musicales que marcaron toda su juventud. Ahí está un extraordinario musical con el último concierto de The Band en El último vals, o el homenaje a George Harrison en Living in a material world, o a los Rolling Stones en Shine a Light, o a Bob Dylan en el documental para televisión No direction home, así como un sincero y honesto acercamiento a la figura de Elia Kazan en A letter to Elia. Lo cierto es que, sea como sea, el cine de Martin Scorsese es toda una colisión, es un intento obsesionante por introducirse en ambientes herméticos de duras reglas, es un camino jalonado de sangre y violencia, ya sea física o moral, para llegar a la redención a través de un terrible impacto catártico. Es un taxi emergiendo de entre las tinieblas de una sucia ciudad, es un puñetazo letal en un rostro entumecido de dolor, es una bola de billar que rueda salvajemente hacia un choque inevitable, es un matón descerrajando un tiro en la nuca, es un hombre cegado por el reflejo de un amor verdadero, es una Biblia arrojada a las heladas aguas de un río…Es una sacudida mortal al otro lado, el lado más turbio del sueño americano.

viernes, 8 de mayo de 2015

FRANCIS FORD COPPOLA: EL PRECIO DEL CREADOR


En 1966, Stanley Kubrick impartió un ciclo de clases magistrales en la universidad de Nueva York. Sus clases empezaban siempre así: “Ante todo, debéis defender, por encima de cualquier otra consideración, vuestra libertad de artistas y creadores. Si no veláis por ella, vuestros potenciales talentos quedarán diluidos por los intereses comerciales que imperan en el mundo del cine”. Entre los alumnos de aquella clase que escuchaban atentamente se encontraba Francis Ford Coppola. Años después, en el 78, a Kubrick le preguntaron cuál era su cineasta favorito. Lacónico, como siempre, Kubrick no lo dudó: “Francis Ford Coppola”. El periodista, deseoso de arrancar más palabras al director, insistió: “¿Algún otro?”. Kubrick, impasible, respondió con otra pregunta: “¡Ah! ¿Pero es que hay otro?”.
Es evidente que la carrera de Francis Ford Coppola dista mucho de ser ideal. Después de una carrera como guionista destacando sobre todo en el cine bélico con ¿Arde París?, de René Clément o Patton, de Franklin J. Schaffner. Sus inicios detrás de las cámaras fueron modestos, con películas íntimas e intimistas como Ya eres un gran chico o Llueve sobre mi corazón y unos cuantos escarceos dentro de la factoría Corman como Dementia 13. Incluso sorprendentes, como ese cuento musical que hizo que Fred Astaire nos regalara sus últimos pasos de baile con 70 años a la espalda en El valle del arco iris. Coppola fue unos metros más allá cuando le cayó encima el encargo de dirigir la adaptación de la novela de Mario Puzo El padrino. El resultado es bien conocido: aplauso unánime de público y crítica como recompensa a un trabajo modélico, lleno de lecturas, de violencia seca y mirada incisiva con una dirección de actores legendaria y una fotografía del gran Gordon Willis que ya forma parte de la historia.
No contento con ello y ya instalado en la opulencia, Coppola contrató a Mario Puzo para escribir la segunda parte y, nuevamente, da en el clavo al alcanzar prácticamente la perfección narrando el antes y el después del primer segmento y colocando a un impresionante y, por entonces, casi desconocido Robert de Niro en el papel de Vito Corleone en sus años jóvenes. Las dos películas, incuestionablemente, son dos obras maestras del cine moderno. A pesar del éxito, Coppola al recibir su primer y único Oscar como director dijo: “No se preocupen. Solo haré El padrino III cuando necesite dinero”.
Entre ambas, rodó una maravillosa historia titulada La conversación, haciendo gala de un ritmo lento hasta la exasperación pero con una maestría espectacular que deja a su modelo Blow up, de Michelangelo Antonioni en una mera anécdota. Coppola roza la obra maestra contagiando al espectador de esa cadencia casi inexistente que abarca una trama de múltiples lecturas incluso históricas. Curiosamente, aquel año se dio la circunstancia de que La conversación tuvo que competir por el Oscar a la mejor película con El padrino II.
Con una posición económica inmejorable, Francis Ford Coppola se atreve con el proyecto más ambicioso de toda su carrera con el improbable título de Apocalypse now. Con elementos del guión que Orson Welles escribió para la adaptación  que nunca llegó a realizar sobre El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, el director traslada la acción a Vietnam con tan singular acierto que la prensa norteamericana llegó a decir que Apocalypse now no es una película que trate sobre la guerra de Vietnam. Es Vietnam”.
Sin embargo, el rodaje estuvo cuajado de dificultades. El reparto fue difícil de conseguir. Coppola tuvo que aceptar a Martin Sheen como protagonista de la película después de que Robert Redford y Steve McQueen, entre otros, rechazaran el papel. El rodaje tuvo que pararse varias veces debido a dos crisis cardíacas que afectaron al propio Martin Sheen y a dos tifones y un huracán que se llevaron por delante la mayor parte de los decorados y del equipo técnico unido al problema que surgió con un ayudante de fotografía al que Coppola despidió y que, en venganza, robó parte del negativo original que iba enviando en pedacitos pequeños por carta personal al propio Coppola.
Tras casi dos años de rodaje, cuando estaban previstos seis meses, y la ruina total del propio Coppola que confesó que “si el rodaje hubiera durado una semana más, mis hijos no hubieran tenido qué comer”, el resultado es fascinante. El caos, el horror, la furia, la guerra, el Apocalipsis, la cordura mantenida en un entorno de locura, las referencias tribales, el poder, lo absurdo, lo siniestro y lo sublime se dan cita en esta compleja historia, obra maestra indiscutible en todas sus acepciones y que Coppola hizo porque cree con firmeza que “una película puede cambiar el mundo”.
Se asocia con George Lucas y con Steven Spielberg para financiar una de las últimas películas del maestro Akira Kurosawa, Kagemusha, y, a la vez, empeña todo su capital obtenido con los beneficios de Apocalypse now para hacer el musical Corazonada. De fascinante factura visual al ser realizada íntegramente en interiores (incluidas las escenas que simulan exteriores) y con una sensibilidad estética en el uso de fundidos, iluminación y sobreimpresiones que raya en la absoluta perfección poética, la película se resiente de un guión muy débil, con muy poca claridad en la composición de los números musicales a pesar de que la coreografía fue supervisada por Gene Kelly. La aventura supone un fiasco económico de tal calibre que Coppola tiene que vender los estudios de su propiedad y desmantelar su compañía productora Zoetrope.
Acepta un encargo de ese lince de la producción llamado Robert Evans para dirigir Cotton Club que, sin embargo, es una película de enorme sello personal sobre la época de la prohibición, las grandes bandas de jazz, el claqué y el mítico club cuyas principales estrellas eran de color negro pero no dejaban entrar a nadie que no fuera de color blanco. La película es de una belleza indiscutible y es magistral su final con la acción paralela del fantástico número bailado por Gregory Hines Los zapatos se van de viaje (una especie de tap acapella) combinado con el tableteo de las ametralladoras acribillando a un loco holandés que se atreve a desafiar al todopoderoso Charly Lucky Luziano. Sin embargo, los costes de producción se dispararon hasta tal punto que Evans puso los derechos de exhibición a un precio tan elevado que muchos países retrasaron su exhibición varios años (entre ellos, España) y, a pesar de que artísticamente es pura fascinación, no se obtienen beneficios.
Con el fin de ganar dinero, pues no tiene ni para pagar la hipoteca de su casa, Coppola sigue dirigiendo películas de encargo a las que, no obstante, consigue imprimir un sello muy personal a pesar de su temática juvenil. Ahí están Rebeldes y La ley de la calle, rodada en blanco y negro la segunda y que hacen que consiga reunir el suficiente efectivo como para financiar la aventura en el cine negro de Wim Wenders El hombre de Chinatown, una buena película que resultó un fiasco porque los dos llevaron una malísima relación pues, de forma muy curiosa, Coppola no dio la suficiente independencia al director alemán.
Dirige a continuación un proyecto muy personal, Tucker, biografía de un famoso advenedizo de la industria automovilística que guarda más de un parecido con el propio Coppola y que obtiene un éxito moderado que le ayuda a recuperarse. Seguidamente, acepta otro encargo que realiza con una sabiduría excepcional titulada Jardines de piedra, sobre la vida militar en retaguardia en plena guerra de Vietnam. Un lugar donde el negocio de los soldados era matar y el negocio iba muy bien. En retaguardia, el negocio era enterrar y el negocio iba mejor.
Después de dirigir el episodio Vida sin Zoe, de Historias de Nueva York, Coppola necesita de nuevo dinero y se decide por dirigir El padrino III. El éxito, por supuesto, es instantáneo aún siendo inferior a las otras dos pues Coppola debe reescribir el guión a última hora debido a la desorbitada cantidad que exigió Robert Duvall para volver a encarnar al leal Tom Hagen. A pesar de que le llueven las críticas por incluir en el reparto a su hija Sofía (el nepotismo de Coppola ha sido frecuente) muy por debajo de sus dos primeras elecciones como fueron Winona Ryder y Bridget Fonda que apareció finalmente en un papel muy breve, la película es brillante sobre todo en su parte final con ese paralelismo preclaro y terrible de la trama con la sensacional ópera Cavalleria Rusticana, de Pietro Mascagni. En esta ocasión, el que se lleva los honores interpretativos es Al Pacino que ya brilló en las dos primeras partes con luz propia y que encarna por tercera y última vez al atormentado Michael Corleone. Estrenado el film, Coppola declaró: “Ya tengo escrita El padrino IV…pero solo la haré cuando me haga falta dinero”.
Con capital suficiente en el bolsillo adapta con enorme sentido visual Drácula, fascinante recreación del universo de Bram Stoker, con una estética soberbia e impactante que decepciona a una parte del público que espera una narración terrorífica y se encuentran con una apasionada y apasionante historia de amor, respetando así las intenciones del libro que escribió Stoker y que ha atravesado nuestra imaginación durante océanos de tiempo.
Desde entonces, solo productos de encargo, algún riesgo en la producción de películas como El jardín secreto, de Agnieszka Holland, o algún acierto un tanto impersonal como Legítima defensa y dos incursiones en el cine más personal de Francis Ford Coppola, ambas fallidas, como El hombre sin edad, fábula sobre el tiempo y la levedad con Tim Roth, o Tetro, una especie de prueba que se pone a sí mismo para rodar una película sin apenas presupuesto, al estilo de un principiante pero que, aún así, contiene momentos de una rara belleza.

El cine ha enriquecido y arruinado varias veces a Francis Ford Coppola pero él, como su maestro Kubrick, se siente servidor de un arte que ha dejado de serlo para convertirse en un simple mercado de imágenes. Es el precio que ha tenido que pagar por ser un creador insobornable salvo por necesidad, uno de los más grandes del cine contemporáneo, de ese cine considerado como la sublime expresión de la belleza que es capaz de inventar el ser humano. Aunque sea, como muchas veces él mismo ha llevado a cabo, la belleza del caos. Aunque tengamos que ver, ojalá, una cuarta parte de El padrino

jueves, 7 de mayo de 2015

LOS VENGADORES 2: LA ERA DE ULTRÓN (2015), de Joss Whedon

Cuando hay muchos héroes alrededor, tal vez no sea tan fácil formar un grupo que no presente fisuras, que sea un ente macizo contra los embates de la maldad tecnológica. Tal vez haya fronteras de ambición que se vislumbran en hombres dedicados a la ciencia, tal vez haya más cosas que separen a los miembros del grupo que el deseo común de proteger a todos, tal vez el amor sea una causa más para retirarse porque todo el mundo sabe que el amor fabrica debilidades y eso es otro frente que no es fácil de resguardar. Es posible que a los héroes también se les olvide que son humanos, por mucho que no lo parezcan.
Y cuando el enemigo es algo que no es demasiado tangible pero que ansía un cuerpo, la lucha se hace aún más difícil. La confusión de conceptos es algo muy común en los cerebros físico-electrónicos y crear puede ser un sinónimo complejo de destruir. Tener vida más allá del disfraz y de la tremenda habilidad para hacer algo por los demás es algo que hace de los héroes, hombres. Y lo que se ignora con demasiada facilidad es que eso, lejos de hacerles más vulnerables, los hace aún más fuertes.
Así que es tiempo de volver a estar unidos contra una maldad que nunca debió de ser provocada por mucho que la intención fuera la mejor. Es hora de volver a unir fuerzas para evitar que el mundo sea un desierto habitado por una tecnología que hará que todo sea perfecto, aunque eso incluya la desaparición total del ser humano. Al fin y al cabo, cada nueva catástrofe ha provocado el fin de las especies y el comienzo de un nuevo principio. Y las máquinas aprenden de la experiencia. Y precisamente experiencia es lo que le sobra al mundo.

Acción a raudales, irregularidades en el ritmo, menos agudeza en los diálogos, despedidas anunciadas, momentos brillantes, destrozos a puñados, personajes a los que se les ha dado más cancha y otros a los que se les han bajado los humos…no hay nada en esta película que no se espere. Da exactamente lo que se pide a cualquiera que haya sido fanático de los héroes Marvel pero, de algún modo, hay algo de desencanto en todo ello. Quizá mucho menos humor, o una pizca de confusión en algunos instantes y eso baja en la intensidad de estos vengadores que en su regreso fueron tan esperados que, sencillamente, ya se apunta un relevo que no a todos gustará. Dramáticamente quizá destaca por encima de todos Scarlett Johansson como esa Viuda Negra que pide a gritos una segunda oportunidad en su corazón y decepciona ligeramente Robert Downey Jr., actor estrella de la primera entrega que aquí trata de imponer algo de la inquietud vital del millonario Tony Stark sin llegar a morder el ingenio con su chispa habitual, signo inequívoco también del cansancio de su personaje. En cualquier caso, el mundo está otra vez en peligro y el escuadrón de super-héroes está dispuesto a llegar hasta el final para dejar al público boquiabierto con explosiones imposibles, luchas bien coreografiadas  y una decepcionante apertura con una escaramuza de ordenador chapucero. Solo que vuelvan pronto, que ajusten sus cheques los actores, que el guionista trabaje un poco más, que la dirección tenga cuidado con los efectos visuales y que el ser humano, desde luego, vuelva a ser salvado en el último minuto por todos estos héroes que compran hasta el último metro cuadrado de las ciudades que destrozan para demostrar que no son solo unos cuantos locos arrogantes disfrazados. Es la fisura más palpable de cualquier héroe. Es hora de quitarse algunas máscaras.   

miércoles, 6 de mayo de 2015

ORSON WELLES: EL HOMBRE DEL RENACIMIENTO



Cuenta la leyenda que, un buen día, Orson Welles estaba de gira con su bienamado Mercury Theatre con la obra La vuelta al mundo en ochenta días y, necesitando dinero para proseguir las representaciones, llamó al todopoderoso jefe de la Columbia, Harry Cohn, para pedirle un delante de 50.000 dólares sobre la próxima película que iba a hacer para él. El único problema es que Welles no tenía ni idea de cuál sería esa película. Cohn, naturalmente, le preguntó si tenía ya el guión listo y Welles contestó que sí mientras avistaba, en un kiosco de prensa al lado de la cabina telefónica desde donde estaba llamando, una novela con un título muy sugerente: Si muero antes de despertar, Sherwood King y le rogó a Cohn que comprara los derechos.
Nada más colgar el teléfono y obtener el dinero, Welles compró el libro en el kiosco y, esa misma noche, lo leyó. Era una novela pulp que valía menos que el papel en el que estaba escrita. Welles puso manos a la obra, quitó de allí y puso allá, y así nació La dama de Shanghai.
Sea cierta o no esta leyenda (contada por él mismo), ilustra perfectamente hasta qué punto llegaba la genialidad de Orson Welles. Sin duda, de haber nacido cuatro siglos antes, hubiera sido un compadre revolucionario de los Miguel Ángel y los Leonardo de la época. Sabía tocar el violín y el piano, hablaba varios idiomas (que se sepa español, italiano, inglés, alemán, francés y algo de ruso), era ilusionista profesional, director teatral a los diecisiete años, genio de la radio que aterrorizó a todos con una adaptación realista de La guerra de los mundos a los veintitrés, director de cine a los veinticinco, guionista, actor, productor…Incluso, en cierta ocasión, agarró la aguja e hilo para bordar el vestuario de su Macbeth.
El cine de Welles, en cualquier caso, destaca por su estética marcadamente expresionista (es posible que no haya ningún director más “kafkiano” que él, incluso en más de un sentido) y por ese recurrente tema en toda su obra acerca de las relaciones con el poder, generalmente corrupto, que aparta al profesional o al legítimo propietario de ese poder a fuerza de actor moralmente más que cuestionables, algo que, por otra parte, se antoja como una inmejorable parábola de su propia carrera como cineasta.
Salvo Ciudadano Kane, la única película que pudo realizar con un total control creativo, Welles tuvo una mala suerte legendaria, salpicada de películas empezadas y no concluidas o de proyectos no realizados. Algo que se antoja bastante paradójico en un hombre que ha dirigido dos de las mejores películas de todos los tiempos como son Ciudadano Kane y Sed de mal.
En contra de la opinión de mucha gente, habría que destacar el segundo de esos títulos por varias razones. Ese primer plano-secuencia que aún hoy se estudia en las facultades de cine del mundo, ese diseño del mal repleto de crueldad pero cargado de razón, ese argumento retorcido hasta las mismas entrañas del cine negro, esas interpretaciones tan valiosas que contiene (a destacar el maravilloso trabajo de Joseph Calleia o la siniestra aparición de Mercedes McCambridge) o tantos y tantos detalles de referencia como ese motel que, sin duda, inspira un par de años después a Alfred Hitchcock para su Psicosis y, curiosamente, con la misma huésped dentro, Janet Leigh.
Guillermo Cabrera Infante decía que, a partir de la aparición de Ciudadano Kane en el panorama cinematográfico, el cine debería fecharse A.W ó D.W, es decir, Antes de Welles o Después de Welles. Y no deja de ser cierto por la cantidad de innovaciones propias que pone en liza y que hoy no dejan de ser meras anécdotas que aceptamos con total normalidad en cualquier otro director. Ahí tenemos que la misma Ciudadano Kane es la primera película que empieza con un noticiario; El cuarto mandamiento es la primera en decir a viva voz los títulos de crédito; Sed de mal ostentó durante muchos años el récord del plano-secuencia más largo de la historia del cine (si exceptuamos el experimento de Hitchcock con La soga) y con más personas involucradas y pocas películas son tan diabólicamente originales, tan impecablemente concebidas y tan irrepetibles como su Fraude.

Estéticamente situado en las cercanías de Goya, signo elocuente de su amor hacia España y hacia lo español, tal y como lo demuestra en la fiesta de disfraces de Míster Arkadin o en la impresionante escena de los molinos de viento de su inacabada Don Quijote, quizá Orson Welles no ha sido el mejor director de la historia, pero sí uno de los más fascinantes. Es uno de esos genios totales que, cuanto más lo estudias, más lados descubres y hace que amemos al cine un poco más. Y no solo el cine, sino también las personas que lo hacen y todas las artes que lo integran. Al fin y al cabo fue el hombre que hizo que escucháramos unas campanadas a medianoche o que nos quedásemos asombrados de un proceso kafkiano del que no conocemos ni la acusación, o que viéramos cómo se atrapa a un vecino nuestro porque, en realidad, es todo un extraño…o que, por fin, sepamos que una historia es inmortal cuando no se cuenta porque muere al salir de los labios del narrador. Todas sus películas son obras de arte únicas que pueden gustar más o menos pero que se convierten en bombardeos visuales nacidos de las mismas entrañas de la creación genial y, por desgracia irrepetible, momentos suspendidos en el tiempo y en la memoria, tesoros intangibles de valor no negociable. De hecho, como escribió Joseph Cotten en un telegrama que envió a la familia cuando Welles falleció: “Cuando pienso en ti, querido amigo, todo lo que me es robado, me es devuelto”.

martes, 5 de mayo de 2015

MASTER AND COMMANDER: AL OTRO LADO DEL MUNDO (2003), de Peter Weir

El mar es una doncella que hay que desvirgar al paso de una quilla. Abre sus piernas de espuma y ella se ofrece como tablero de juegos, de duelos infinitos, de horizontes que nunca se alcanzan y de engaños ingeniosos. La guerra está ahí, llamando a los hombres y a los niños para que sean más valerosos y más compañeros y un capitán quiere cumplir su misión rodeado de amigos más que de subordinados. Al otro lado del mundo, un barco navega para dar una victoria más a la razón.
En su cámara de popa se cuentan anécdotas, se gastan bromas, se trazan planes, se buscan anzuelos con los que atrapar al enemigo francés. Al fin y al cabo, Sorpresa se llama el navío y el respeto no da lugar a tales golpes de viento. Hay que enfrentarse con supersticiones estúpidas del viejo mar, con el viento en huida dejando al barco en medio de la inmensidad sin más soplo que el caliente aliento del sol, con el castigo en cubierta para mantener una disciplina que, también, es un signo de respeto, con el sonido de un violín y de un violoncello que, leyendo una partitura, cantan y propagan que la amistad es una parte importante de la hazaña. La vida es música salpicada de olas y la doncella llama una vez más al combate.
Entre el olor a brea y el trago de ron hay pequeñas heroicidades que hacen que la convivencia sea un poco más llevadera, complicidades deslizadas con discreción para que se tenga la certeza de que el Afortunado Jack es el capitán preciso en la nave adecuada, debilidades escondidas en el fragor de una batalla servida con cebo, pasión por una Naturaleza que se rebela, persistente, contra una guerra sin demasiado sentido donde las aguas ya no tienen nombre. Hay que cargar los cañones con mayor celeridad, señores. En juego está la supervivencia y también el honor. Malditos sean ambos.
El mar, en ocasiones, también estalla de furia, zarandeando el precario equilibrio de la persecución en busca de la muerte alborotada. Los maderos resisten como si estuvieran plantados en mitad del océano y el francés huye rápido porque tiene la ventaja de la ligereza. Eso hay que compensarlo con inteligencia, con perseverancia y con una actitud de depredador que se aminora cuando la justicia aparece. La mirada a través del catalejo es hambrienta, fiera, implacable. Y el francés solo tiene tiempo para urdir una última evasión. Destino lastimero para una melodía que se adivina alegre para la batalla definitiva.

Peter Weir dirigió con especial cuidado una película que nos lleva a los tiempos en que los marinos eran auténticos estrategas mientras pone en juego una serie de pasiones humanas y debilidades militares que solo enriquecen el mosaico azul de rugosas aguas en el recóndito lugar de los héroes. La recompensa podía ser una mortaja pero, también, el anuncio de una aventura que se antoja inolvidable para trepar al palo mayor y gritar la aparición del enemigo. No hay que rendirse. Por eso la Sorpresa sigue siendo nuestro barco.