Las diferencias entre los padres de la psiquiatría moderna sirven de excusa para todo un muestrario de conceptos que tan sólo evidencian frustraciones. El sexo no es la salida correcta en el laberinto de la mente humana, como propugnaba Freud, sino que es una energía diferenciada de otras manifestaciones igualmente válidas, tal y como defendía Jung. Sin embargo, en la búsqueda de respuestas siempre se halla la maldita experiencia, esa prostituta que se encarga de desmentir razones y construir suposiciones.
Así es como se puede hacer un viaje de aprendizaje en las artes de un discípulo obsesionado con superar a su maestro y de cómo éste tiene miedo a perder la autoridad. Y ahí están patentes los temores de todos los discípulos y de todos los maestros. La superación y el conservadurismo del conocimiento enfrentados en una época en la que el transcurrir de los tiempos no es más que un signo más de que el mundo se está volviendo loco. ¿La plenitud a través del sexo? ¿O, tal vez, a través de la libertad? ¿Están reñidas ambas? ¿O uno conlleva inexorablemente a la otra? El vacío que deja la teoría experimentada se rellena con notas de violencia y el resultado es mucho menos turbador del que se pretende. Quizá porque no se puede pasar de ser un mero espectador, un condenado a escuchar y a permanecer en silencio porque todo lo que se diga puede ser utilizado en su contra.
El director David Cronenberg deja atrás su habitual estilo violento y turbador para centrarse en la misma trasgresión de la emoción a través de una historia que trata de ser intensa para quedarse sólo en la exposición, no muy afortunada, de un distanciamiento en el que no falta la vanidad, la ciencia como producto de la observación y el conocimiento antes de su formulación. Para ello cuenta con el muy descolocado trabajo de Keira Knightley, grotesca en su locura, momificada en su sobriedad e inútil en su labor transmisora; de Viggo Mortensen, brillante en los momentos en los que el propio Sigmund Freud utiliza el arrasamiento de la lógica para llegar a algunas conclusiones vitales para la salud mental humana; y de Michael Fassbender, creíble y lejano, atinado y, en ocasiones, demasiado neutro para componer un Carl Gustav Jung que es el auténtico protagonista de una película que se antoja ciertamente impostada, pequeña por momentos y que deja un cierto regusto a tranquilizante que hace que ningún espectador se sienta parte de lo que se está contando.
Y es que es difícil sentirse parte del universo del descubrimiento que hay más allá de la curiosidad. La dirección de Cronenberg es precisa aunque deliberadamente partidista y no consigue captar en toda su magnitud la contraposición de dos hombres de ciencia que no dejaron de ser parte de la vida porque se planteaban interrogantes con inusitada continuidad. El sexo como fuerza liberadora. El sexo como energía. El sexo como frontera superada. El sexo como tortura. El sexo como amor. Y lo que parece es que el sexo puede conducir a la sensación de amor pero no al amor mismo puesto que, en el momento en que se conoce lo prohibido, es muy fácil andar por los senderos de la confusión y entonces ya no es parte de la solución, sino porción enorme del problema.
Aunque, tal vez, sea víctima del inconsciente colectivo, la película no llega a decir nada salvo para apuntar que hay muchas maneras de llegar a la cura y que el hombre que progresa en el saber tiene muchas más posibilidades de tener una vida más feliz y placentera, lo cual no deja de ser una mera opinión con la que se puede estar de acuerdo o no. Personalmente, yo no dejé de preguntarme si las patadas del señor que estaba sentado detrás de mí eran una manifestación de rabia, un reflejo masturbatorio o un íntimo deseo de haber triunfado en el mundo del fútbol. Y sin ser Jung o Freud, me veo incapaz de elegir una opción. La felicidad y el placer, por tanto, me están vedados.