miércoles, 30 de noviembre de 2011

UN MÉTODO PELIGROSO (2011), de David Cronenberg

Las diferencias entre los padres de la psiquiatría moderna sirven de excusa para todo un muestrario de conceptos que tan sólo evidencian frustraciones. El sexo no es la salida correcta en el laberinto de la mente humana, como propugnaba Freud, sino que es una energía diferenciada de otras manifestaciones igualmente válidas, tal y como defendía Jung. Sin embargo, en la búsqueda de respuestas siempre se halla la maldita experiencia, esa prostituta que se encarga de desmentir razones y construir suposiciones.
Así es como se puede hacer un viaje de aprendizaje en las artes de un discípulo obsesionado con superar a su maestro y de cómo éste tiene miedo a perder la autoridad. Y ahí están patentes los temores de todos los discípulos y de todos los maestros. La superación y el conservadurismo del conocimiento enfrentados en una época en la que el transcurrir de los tiempos no es más que un signo más de que el mundo se está volviendo loco. ¿La plenitud a través del sexo? ¿O, tal vez, a través de la libertad? ¿Están reñidas ambas? ¿O uno conlleva inexorablemente a la otra? El vacío que deja la teoría experimentada se rellena con notas de violencia y el resultado es mucho menos turbador del que se pretende. Quizá porque no se puede pasar de ser un mero espectador, un condenado a escuchar y a permanecer en silencio porque todo lo que se diga puede ser utilizado en su contra.
El director David Cronenberg deja atrás su habitual estilo violento y turbador para centrarse en la misma trasgresión de la emoción a través de una historia que trata de ser intensa para quedarse sólo en la exposición, no muy afortunada, de un distanciamiento en el que no falta la vanidad, la ciencia como producto de la observación y el conocimiento antes de su formulación. Para ello cuenta con el muy descolocado trabajo de Keira Knightley, grotesca en su locura, momificada en su sobriedad e inútil en su labor transmisora; de Viggo Mortensen, brillante en los momentos en los que el propio Sigmund Freud utiliza el arrasamiento de la lógica para llegar a algunas conclusiones vitales para la salud mental humana; y de Michael Fassbender, creíble y lejano, atinado y, en ocasiones, demasiado neutro para componer un Carl Gustav Jung que es el auténtico protagonista de una película que se antoja ciertamente impostada, pequeña por momentos y que deja un cierto regusto a tranquilizante que hace que ningún espectador se sienta parte de lo que se está contando.
Y es que es difícil sentirse parte del universo del descubrimiento que hay más allá de la curiosidad. La dirección de Cronenberg es precisa aunque deliberadamente partidista y no consigue captar en toda su magnitud la contraposición de dos hombres de ciencia que no dejaron de ser parte de la vida porque se planteaban interrogantes con inusitada continuidad. El sexo como fuerza liberadora. El sexo como energía. El sexo como frontera superada. El sexo como tortura. El sexo como amor. Y lo que parece es que el sexo puede conducir a la sensación de amor pero no al amor mismo puesto que, en el momento en que se conoce lo prohibido, es muy fácil andar por los senderos de la confusión y entonces ya no es parte de la solución, sino porción enorme del problema.
Aunque, tal vez, sea víctima del inconsciente colectivo, la película no llega a decir nada salvo para apuntar que hay muchas maneras de llegar a la cura y que el hombre que progresa en el saber tiene muchas más posibilidades de tener una vida más feliz y placentera, lo cual no deja de ser una mera opinión con la que se puede estar de acuerdo o no. Personalmente, yo no dejé de preguntarme si las patadas del señor que estaba sentado detrás de mí eran una manifestación de rabia, un reflejo masturbatorio o un íntimo deseo de haber triunfado en el mundo del fútbol. Y sin ser Jung o Freud, me veo incapaz de elegir una opción. La felicidad y el placer, por tanto, me están vedados.

martes, 29 de noviembre de 2011

LA ÚLTIMA ORDEN (1955), de Frank Lloyd

Aquí tenemos una de esas rarezas que, muy de tarde en tarde, tenemos la oportunidad de ver. Se trata de una película, la última de su director, que habla de El Álamo cinco años antes de la versión que, de forma más bien mediocre, dirigió el actor John Wayne. Aún así, esta película no sale de la serie B a la que se condenó a Frank Lloyd (un hombre que tenía dos meritorios Oscar en su haber con La divina dama y Cabalgata y que realizó la mejor versión de la historia de Rebelión a bordo en 1935). En esta ocasión, hay que destacar al variopinto reparto encabezado por Sterling Hayden, un hombre de rostro de granito, que interpreta a Jim Bowie, en la versión de Wayne encarnado por Richard Widmark y, por allí, algo perdidos, se encuentran actores de un formidable carácter como el gran Ernest Borgnine o ese estupendo y desconocido para el gran público Arthur Hunnicutt que da vida a la leyenda americana de Davy Crockett.
En cualquier caso, la película intenta ser el retrato de la valentía de unos hombres condenados a morir desde una perspectiva mucho más realista que la que realizó Wayne en 1960. Y aún así, Lloyd, con una veteranía encomiable, consiguió realizar una película de acción que se enmascara en sí misma en la hazaña que para los americanos es parte de su historia. Apenas un puñado de hombres resistió durante trece días el ataque de todo un ejército causando mil quinientas bajas en el enemigo. Cuando el valor se torna grupo entonces es difícil vencer. Tener a tu lado la soledad de la derrota segura quizá te dé más fuerzas para estar ahí, de pie, al lado de aquellos que derraman tu sangre contigo. Eso es lo que cuenta la película con un ritmo envidiable que hace que nos preguntemos que habría hecho un director como Frank Lloyd con el presupuesto suficiente para contar un heroísmo y cantar un degüello.
Por otro lado, hay que destacar la música ambiental de un Max Steiner que se demostró  sobradamente inspirado en esta ocasión (en su día se le calificó como un compositor de “música para ciegos”) y el acierto del guión de Sy Bartlett que, contra lo que hemos creído siempre debido a la viciada visión de Wayne, en esta ocasión cuenta la historia desde el punto de vista de Jim Bowie, el hombre que manejaba el cuchillo como si fuera un dedo más de su hábil mano.
Así pues fortifíquense allí dónde los cañones no puedan alcanzar su valor, empuñen el mando a distancia con indudable firmeza y resistan hasta el final un relato de cómo conseguir aquello que es imposible y de cómo luchar contra un enemigo invencible. Recuerden El Álamo.

UNA HISTORIA DEL BRONX (1993), de Robert de Niro

Un niño de barrio, de esos que se pasan el día jugando en la calle porque quieren escapar de la encerrada rutina de su casa, sólo siente fascinación por un pequeño jefe de la mafia que controla el barrio. Lo mira de lejos y piensa en la cantidad de cosas interesantes que deben de haber pasado por la vida de ese hombre de amplia sonrisa, de traje de seda brillante, de elocuencia embaucadora y turbiedad vislumbrada allá a lo lejos, en el fondo de sus ojos.
Un hecho fortuito que presencia el niño y que le invita a callar lo que ha visto hace que inmediatamente se gane el aprecio del mafiosillo. Y, poco a poco, va sacando unos dólares extra para ayudar en su casa. Pero el niño, que con el tiempo se ha convertido en chico, es reprendido por su padre, un tímido conductor de autobús, porque cree que es dinero manchado con la suciedad del robo, de la drogadicción o del juego. El chico quiere a su padre. Es un hombre bueno. Pero admira al mafioso. Es un hombre malo. Un hombre malo que le aprecia. Pero es un hombre malo.
El tiempo hará que ese chico, que se deja arrastrar por los prejuicios raciales y las jugarretas callejeras de su barrio de italoamericanos aunque él no acumule maldad en su interior, conozca el amor a través de una chica de color. Y entonces, como extraído de la chistera de la vida, su mente comienza a aclararse, empieza a tener noción de lo bueno y de lo malo, de lo que merece la pena y de lo que no, de hasta dónde llega la libertad y el respeto de los que no son como él. Y el pequeño e insignificante jefecillo mafioso le da la llave de una realidad que, por una vez, es maravillosa y verdadera: "No te confundas. Yo no soy ningún héroe. Lo que yo hago, lo puede hacer cualquiera. El verdadero héroe es el que se levanta a las seis de la mañana para pasarse todo el día sentado al volante de un autobús tan sólo porque te quiere. Eso, muchacho, no lo puede hacer cualquiera. Yo no podría".
Y es entonces cuando el chico se convierte en hombre, deja atrás los prejuicios y las ideas preconcebidas y sabe que él es él porque su padre le dio lecciones de vida y el mafioso de tres al cuarto le enseña a tener moral. A partir de ahí, ese chico se convirtió en Chazz Palmintieri y decidió escribir una pequeña obra de teatro que llevaba por título Una historia del Bronx.

viernes, 25 de noviembre de 2011

LOS GIRASOLES (1970), de Vittorio de Sica

Cuando el corazón de una mujer queda enganchado a un hombre, no hay fuerza capaz de romper ese lazo tejido con las hebras del amor. No hay estepas bañadas en el blanco de la nieve que pueda parar el empuje de una mujer que persigue todo aquello que, un día, la hizo feliz. Media Europa será apenas un terruño que saltar si la recompensa final es la posibilidad, simplemente la posibilidad, de que el hombre que ella ama esté vivo. Los girasoles giran en dirección al sol, las mujeres lo hacen en la dirección del amor. En cambio, el hombre es débil y, por el camino, se olvida de lo que tanto ama para cobijarse con el refugio más cercano, especialmente cuando el hielo arrecia. El amor es un lenguaje universal. No conoce de fronteras, ni de distancias, por muy doloroso que éstas sean. El amor, amor maravilloso, único, amor desgarrado, es lo que hace a la mujer valiente, capaz de sacar lo mejor de dentro de sí misma. Y cuando una mujer hace eso, el hombre ya puede superarse cuanto quiera porque nunca llegará a ponerse a su altura. No hay inviernos fríos para quien camina al lado de una mujer. No hay escarcha en el corazón que se mantiene caliente por los latidos que hacen vivir un gran amor. En el cálido rumor de la piel de una mujer se oyen todos los arroyos, todas las fuentes, todos los cauces, todas las gotas…porque ellas poseen el don de hacer que el amor sea el motor que mueve la vida. El hombre, no. El hombre sólo es capaz de creer en el amor del instante, en los brazos que le rodean en un momento, en unos ojos que enternecieron el congelador que siempre funciona, sobre todo, con Siberia alrededor.
Vittorio de Sica realizó esta soberbia película, Los girasoles, con una extraordinaria y evocadora partitura musical de Henry Mancini y unas impresionantes interpretaciones de Marcello Mastroianni y de, ante todo, una Sophia Loren que nunca estuvo mejor que aquí, demostrando en qué enorme corazón cabe la espera, la dicha, la búsqueda, lo irrenunciable, el no rendirse, la fuerza y el oro de unos sentimientos que pocos, muy pocos, han llegado a conocer de verdad. Esta película es una indagación en el alma de todos los que la ven.

jueves, 24 de noviembre de 2011

UN DIOS SALVAJE (2011), de Roman Polanski

Una reyerta en un parque entre niños en edad preadolescente y, cómo no, todo va a desembocar en una masacre moral entre adultos. Es lo lógico. El veneno de lo políticamente correcto y de las apariencias guardadas conduce a la represión de los verdaderos sentimientos que luchan por salir sin control, a la rabia contenida con la sonrisa como escudo y el cinismo como espada. La cortesía es la excusa para prolongar la matanza. Y de una situación así sólo puede brotar la basura moral más apestosa del ser humano.
Y todo empieza por una sola palabra que denota, taimadamente, la posición de cada una de las partes enfrentadas. Por un lado, un matrimonio que parece la pareja perfecta, que está extrañamente cómodo en situaciones incómodas, que se deshace en frases huecas y carentes de un sentido adecuado para la gravedad de un asunto que debería abordarse desde la tranquilidad y el realismo. Por otro, una pareja que vive separada por la dependencia al móvil, que vive instalada en una guerra de nervios y que aprovecha el menor resquicio para dar rienda suelta a su lado más oscuro. El dios salvaje no tarda en realizar su aparición.
Y así salen a la luz las miserias de cada uno de los matrimonios, las posiciones reales que guardan en relación con la conducta censurable de sus hijos, las razones de la sinrazón en un intento desesperado de descargar responsabilidades, la tensión acumulada en el estómago que conduce a una andanada de inmundicia. Entre la comedia absurda y el realismo descarnado, los personajes se van devorando entre ellos y los bandos se van confundiendo. Los hombres contra las mujeres. El descuido despreocupado de ellos contra el retorcimiento tortuoso y torturante de ellas. La frustración de no alcanzar los sueños y de estar cómodamente sentados en la mediocridad mientras el amplio apartamento en el que se citan parece estrecharse a cada minuto. El insulto y la verdad. Conceptos que se funden el uno con otro hasta mirarse en el espejo y darse cuenta de que, más allá de la piel que nos recubre, somos iguales. El agresor y el agredido, con la misma fuerza de atacante y víctima que consigue que los papeles se intercambien. Lo políticamente correcto enfangado por la verdadera naturaleza humana que no es más que un pozo de rencor permanentemente ahogado.
Roman Polanski maneja con maestría los diálogos escritos de forma brillante por Yasmina Reza y consigue que ese espacio cerrado en el que se reúne el conciliábulo de miserables que pugna por un premio que no existe sea un campo de batalla donde las convicciones son espejismos y solo se expone la bajeza moral de los contendientes. La razón se diluye y, como en todo conflicto bélico, no hay buenos contra malos. Solo maldad. Solo exclusión y rechazo. Entre las mismas filas y entre oponentes. Para ello, Polanski reúne a un excepcional elenco que realiza un trabajo memorable con Jodie Foster, John C. Reilly, Kate Winslet y, en especial, un acertadísimo Christoph Waltz, pura insidia a cada palabra que hiere con la fuerza de un palo afilado estrellado en toda la boca. Y no se puede evitar la sensación de estar ahí en medio, transformado en blanco de un fuego cruzado porque, en una situación análoga, no dejaremos de sonreír, de hacer gala de una exquisita cortesía, de dar una imagen idílica de una vida que no se posee y que no nos hace más que prisioneros pero, en nuestro interior, hervirá la sangre, nos fijaremos en los vocablos más estúpidos para barrer hacia nuestra ira, para darle satisfacción, para ser adoradores de un dios salvaje que no observa reglas, ni comprensiones y sólo nos deja ser parte de un maldito conciliábulo de miserables en el que todos fingen y ninguno dice la verdad. 

miércoles, 23 de noviembre de 2011

LADRONES DE TRENES (1973), de Burt Kennedy

Las huellas dejadas en el desierto, bajo el polvo del crepúsculo, son también las marcas olvidadas en la vida disipada. Un mito desenfunda para no fallar en busca de un tren al que la tierra se tragó con una furia hecha de tiempo y sangre. Aquí, la acción es el camino y el sonido de las balas es el ruido del viento incansable. La búsqueda de un botín tapado por demasiados días es el hilo sobre el que se teje el opaco tapiz de la arena árida. Los caballos hunden sus patas por la estepa del calor y quien parte para rescatar un pasado perdido aún tiene algunos cartuchos por disparar. La fantasmal figura de un tren varado en las dunas sólo puede ser eclipsada por la presencia de quien supo mirar a través de los orificios de la muerte. Las complicidades nacen por largos viajes de fe y redención mientras el sol, abrasador y sin piedad, se esconde tras las sombras de un género que dio paso a la oscuridad y a un realismo que nos hizo desenfundar sin perdón.
Ladrones de trenes es un western de diálogos y situaciones, muy alejado del ritmo de los percutores enfebrecidos pero que, sin embargo, no renuncia a las reglas clásicas que obedecen a las miradas elocuentes, al valor donde se arrojan las aristas de la brutalidad. Es un mundo de fuertes enrolados en la aventura del cabalgar. Es ser mercenarios pero no a cualquier precio. Es el cuero desgastado en sillas de montar cansadas al mismo tiempo que se descubre un mirar de zarzas empujadas por el aire embravecido que sólo escupe fuego cuando es necesario.
Quizá ésta fuera la última vez en la que John Wayne acarició la empuñadura de un revólver con la autoridad que le hacía parecer inmenso, acorazado, vibrante, fuerte y honesto. Sí, ya sé que luego vinieron otras pero ya fueron meros ejercicios de mantenimiento de un mito que, con esta película, dejó de crecer. No es una gran historia e, incluso, a algunos les parecerá una mala historia pero tal vez sea el cierre de una gran historia. La historia de un actor de leyenda.
Para ello está un director discreto, alumno del gran John Ford, Burt Kennedy, que pone cierto oficio y poca autoría; una chica de armas tomar y curvas de silencio como Ann Margret que desarrolla una peculiar relación con Wayne y un inevitable plantel de secundarios que cubren las espaldas armados hasta los dientes. Fórmula fácil. Esquema sencillo. Pero no todo el mundo sabe hacerlo.
Así que mantengan las armas en la funda, guarden las balas injustas de alguien que siempre nos hizo disfrutar con sus andares, sus gestos y su sabiduría y no olviden terminar con un brindis por el último disparo del Duque. Tal vez él no se lo piense dos veces y vuele el vaso de un tiro…pero, diablos, merece la pena…

martes, 22 de noviembre de 2011

AVANTI! (1972), de Billy Wilder

Siempre he pensado que está película es mucho más Billy y mucho menos Wilder. Esos colores cansados, de una Europa decadente que seduce a la agresiva Norteamérica, delatan la mirada de un hombre que sabe que lo inesperado puede hacer volar por los aires todas las convenciones que durante años han estado arraigando sobre las personalidades más acomodadas. Quizá ir al centro del problema sólo te hace ser parte de él. Y eso es lo que consigue este ejecutivo de gran compañía que viaja precipitadamente a Italia porque su padre ha muerto de forma inesperada. Más allá de idílicos campos de golf, del ajetreo consumido como droga, de estar sujeto a una conducta moral que tiene que ser intachable y ejemplar porque así se le ha inculcado desde su nacimiento, el personaje de Jack Lemmon descubre el placer del dolce far niente y de dejarse llevar por unos instintos que son los mismos que cautivaron y dieron ánimo a su padre para seguir con todas esas convicciones sociales de inútil satisfacción, de la máscara de insensibilidad con la que se disfrazan los triunfadores que olvidaron todo lo que merece la pena por el camino. Sólo que, tal vez, nos dice Billy, no lo olvidaron del todo.
Sin embargo, el hijo tiene asimilada y bien guardada bajo la piel la idea de que las transformaciones en la mediana edad tienen un alcance muy limitado pero también, y eso es lo verdaderamente importante, muy significativo. Tanto como hacer el amor con alguien a quien realmente se quiere. Entre la iniciación y la comprensión de todo el entramado, el gerente de un hotel entra y sale y Clive Revill demuestra lo excepcional que ha sido siempre. Más que nada porque todo el personal del establecimiento que regenta adora al difunto padre más que el propio hijo.
Mal recibida en su momento, Avanti fue una radiografía de los Estados Unidos realizada desde Italia con una descripción detallada de un país sin placeres mal administrado por burócratas de muy limitado alcance humano. Wilder, afectado y enfadado con todos los que se habían atrevido a opinar sobre ella, dijo: “Es una película muy personal para mí pero es demasiado amable. Para que hubiera podido despertar interés el hijo del presidente de esa enorme corporación tendría que haber ido a recuperar el cadáver de su padre y descubrir que se le ha encontrado muerto en el coche con un botones del hotel desnudo. El padre era un marica. Pero se trata sólo de una joven. Así que ¿a quién le importa? Se corría. Pues vaya cosa. ¿Me equivoco?”. Toda una declaración de amargura ante un público que comenzaba a acudir en masa a los cines siempre que hubiera algo escandaloso en las historias. La sombra de El último tango en París era muy alargada. Tanto que llegaba hasta Italia. Y Wilder, ese romántico con los ojos entornados por la amargura, sólo quería decir que todo el mundo, incluso los hombres que están hechos de piedra con ceros de billetes en los ojos, era capaz de sentir algo aunque, quizá, no en muchas ocasiones. Una vez al año. Tal vez dos.

viernes, 18 de noviembre de 2011

LA LOBA (1940), de William Wyler

Cuando la ambición te pudre el alma, prescindir de una vida en aras del poder no es más que un mero trámite, algo molesto, para seguir escalando hacia el nido de los zorros. No importa que devores carroña, no importa que los sentimientos sean una variable tan frágil como anhelada. Es más importante repartirse las sobras de la presa cazada. Porque las entrañas insaciables y conspiradores te pedirán más desde el mismo corazón de la penumbra.
El espíritu de las raposas planea entre el olfato del beneficio rápido, el daño gratuito y la ausencia de escrúpulos. Sólo quien no quiere vivir sin el dolor y sin la capacidad de amar salta del nido hacia la rama de la libertad cobrando, en el aire, el terrible precio de la soledad, de los barrotes de sombra reflejados en el encaje de las cortinas. Quedarse agazapado allí, donde no hay luz, es mucho más seguro que apartarse de la manada, en campo abierto donde un petimetre no exento de arrogancia puede quitarte lo ganado, y donde cualquiera puede herirte con las punzantes flechas de la estima y del cariño.
Los ojos que penetran con la infamia, abiertos como puertas del infierno, asisten a la agonía mientras la podredumbre avanza y te hace olvidar todo lo que te hace ser humano. Todo lo que te conmueve es convertido en astillas para el fuego abrasante del poder agarrado con las manos de manera que no se puede escapar. La soberbia de la razón inventada aparece para fustigar el elitismo y la mirada falsamente compasiva. Morir, en el palacio de las raposas, no es morir. Es estar condenado antes de vivir. Por eso, la única persona que tiene escrita la claridad en los ojos, decide respirar el aire de los árboles que suenan con el viento y sueñan con la caricia.
William Wyler dirigió La loba con Bette Davis, Teresa Wright y Herbert Marshall basándose en la obra de la excepcional Lillian Hellman. Y no dudó en enseñarnos el duelo del alma corrompida hasta lo nauseabundo en contra de la intención de vivir mirando en nuestro interior.

jueves, 17 de noviembre de 2011

ANONYMOUS (2011), de Roland Emmerich

En aquellos tiempos en que las palabras dejaban a su paso un suave rastro de oro y por las frases desfilaban el deleite y la admiración, un hombre se alzó por encima de todos los demás para poner en escena el orgullo y el prejuicio, el amor y la redención, la poesía hecha vida y la oración convertida en arte. Las musas fueron generosas con él y nosotros, los mortales, palidecimos de envidia y sufrimiento con sus tramas, con sus versos acentuados por las nubes y construidos por la divinidad de su aliento de creador. El precio fue que sus palabras pasaron a ser eslabones indispensables de la inmortalidad pero su nombre devino en un misterio que sólo podía desvelarse a través de la conjetura, de la inseguridad y de las maledicentes lenguas de los mediocres.
Por su pluma, el ingenio fue un mensajero alado que trasladó ideas y sensaciones, descripciones de una época que se volvieron retratos hablados de felonías y traiciones, frescos tintados sobre los que escribir heroísmos y desencuentros que, desde entonces, fueron ejemplos anudados en los hechos de la Historia. Tal vez ese hombre no fue quien dijo ser, tal vez fuera alguien que quiso esconder su nombre para no ser pasto de los buitres que destrozan reputaciones con la ligereza con la que se devoran los dulces pasteles de la comidilla diaria. En su mirar cansado, había una certeza sobre el mundo, un romántico paseo a la luz de una noche que brillaba en sus huellas, dudas que fueron cumbres de la escena, celos que dieron muerte al amor, enfrentamientos que hicieron imposible el sembrado de los sentimientos más puros, enardecidos discursos que invitaban a la plebe a luchar y a morir bajo los estandartes reales que reflejaban la grandeza de Inglaterra. Y es posible que una corona se agitase veloz cuando él se acercara con gramáticas nunca dichas y semánticas de descarada genialidad. Puede que ese hombre, sencillamente no tuviera nombre.
Los habitantes de la pérfida Albión no dudan en bautizar sus dudas sobre este excepcional escritor como “el gran problema” porque no están seguros si su firma era la de William Shakespeare, o si se escondía bajo la máscara de Ben Jonson o si, tal vez, se hallaba bajo los ropajes del éxito que Christopher Marlowe solía lucir en los mejores estrenos. Otros, en cambio, aseguran que era un noble que nunca quiso que su nombre se pronunciara en público. Se fabricaron distintas teorías con esta idea y Maese Emmerich, director del intento, está lejos, muy lejos, de saber narrarla.
Y rabia asoma en los ojos de los que asisten a la representación, porque hay material como para apasionar al respetable que llora y siente con las sublimes escenas, la música resulta adecuada para tales lides y la ambientación resulta más que aceptable para sentirse en medio de las calles empedradas del Londres antiguo, ése en el que la evasión del teatro rogaba por hacerse un hueco en mitad de la miseria aunque los cómicos, pobres y rechazados, tuvieran que esforzarse por captar las atenciones del vulgo y de la nobleza.
Todo está mal contado, con flecos que se dispersan a cada paso, con errores flagrantes de investigación (la última obra de aquel que firmó como William Shakespeare no fue El Rey Lear sino La tempestad), desaprovechando el talento de Lady Vanessa Redgrave con un retrato de la Reina de Inglaterra que pasa por improbable, sin descifrar razones que se vuelven traiciones y confundiendo con saltos de tiempo y nombres que, si no se está versado con las vicisitudes del bardo de Stratford-upon-Avon, resultan poco familiares debido también a un reparto que resulta, vive Dios, harto precipitado.
Damas y caballeros, no dejen convencerse por algo que ni está bien explicado, ni se convierte en elemento imprescindible de una Literatura que se elevó siempre por encima de la mediocridad. Es lo que ocurre cuando hay demasiados imitadores que no saben emular la inmortalidad sin nombre.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

EL TESORO DE SIERRA MADRE (1948), de John Huston

Poco se suele hablar de una obra maestra de la talla de El tesoro de Sierra Madre, de John Huston. Y, probablemente, sea la historia definitiva sobre la codicia humana, sobre el alma corrompida ante el olor del polvo de oro y sobre que, tal vez, los verdaderos tesoros son aquellos que sólo están al alcance de quien sabe verlos y no de quien se deja nublar la visión con falsos oropeles dorados.
El personaje de Walter Huston, a la sazón padre del director y ganador con esta película de Oscar al mejor actor secundario del año 48, cree profundamente en que el viento esparcidor no es más que el verdugo de la propia naturaleza a la que se le ha arrebatado el oro. La justicia implacable de la montaña a la que, con sangre, sudor, lágrimas y decepciones, se le arranca la fortuna que guarda celosamente en su interior, es la que hace nacer el huracán salvaje que agita los árboles y levanta la aridez del desierto para configurarse en una extraña pócima atmosférica de pesado valor. Humphrey Bogart, por su parte, encarnando a ese Fred Dobbs que no ha conocido otra cosa que el pálido vagabundeo, la limosna humillante y el engaño persistente, de un pasado oscuro y que se adivina fugitivo, es el que deja que el oro, el suero de la codicia, se adentre por sus venas hasta llegar a atascar su corazón y secar su cerebro. Paranoia de la ambición, no puede dejar que lo extraído con tanto esfuerzo duerma tranquilo al son de lo inhóspito. Es incapaz de pensar en la bondad porque cree que tiene algo irremplazable. Y sólo es polvo. Polvo presa del tornado del pánico. Polvo que habita en los pulmones del sueño. Polvo…sólo polvo…aún más despreciable que el polvo que se posa en nuestras estanterías, aunque sea el material con el que se forjan los sueños, aunque sea púrpura del infierno de vivir…Es mejor no tocarlo y seguir teniendo algún valor en la parte izquierda del pecho o que sirva para que alguien, con una película, nos enseñe a ser algo mejores.

martes, 15 de noviembre de 2011

DRÁCULA (1992), de Francis Ford Coppola

Dentro de todos nosotros, siempre hay un monstruo que desea manifestarse, e incluso, a veces, ese monstruo que anida en nuestra alma lo es por amor. Y hay que atravesar océanos de tiempo para encontrar de nuevo todo aquello que te desgarró el corazón tanto que tuviste que congelarlo para vencer al tiempo y sólo el tiempo y la muerte pueden hacer de ti la pura lascivia de la maldad.
No es fácil nadar entre el tiempo para ser torturado en vida con todo lo que has entregado a la muerte. La crueldad es sólo un peldaño del alma enamorada y el monstruo bebe sangre no sólo para prorrogar el tormento sino para añadir sentido al alma herida de no muerte. Y el arduo camino está salpicado de tentaciones que se ponen al alcance de los mortales para que puedan creer que tú vas por un lado y tu sombra es sólo un espejismo del que reniegas porque es la prueba de tu eterna y dura melancolía.
El ojo de la pluma de un pavo real puede ser la luz al final de un túnel y la omnipresencia del mal está dibujada en los ojos de un cielo rojizo, capa de la corrupción que pudre el sabor de la sangre ansiada. Y es que, en el fondo, sólo quieres que por tu paladar pase el sabor de la sangre…amada…Hay lujuria en unos ojos que sólo han visto lo que no quieren ver. Hay furia contra un destino que no ceja de golpear con el martillo del tiempo odiado. Hay crueldad contra quien se empeña en cerrar el paso a los colmillos de lo diabólico. Pero también, sí, hay amor, mucho amor, épocas enteras llenas de amor por quien, por la muerte, partió tu corazón en los pedazos de la blasfemia.
Recuerdo que cuando fui al cine, allá por el año 92 a ver Drácula, de Francis Ford Coppola, la gente salía muy decepcionada del cine porque aquello no era una película de terror, sino una historia de amor. Yo me dije que esas imágenes de naturaleza mágica me conducían al terror a través de la ausencia del amor. Francis Ford Coppola la realizó con una plena independencia creativa y nos hizo del malvado, un alma atormentada, y del perseguidor, un hombre de sangre. Lo cierto es que la fascinación parece parapetarse tras las arrugas de las sábanas de satén que nos cuentan una historia de amor que atraviesa el tiempo con la misma facilidad con la que unos colmillos hieren la piel tersa, pergamino sin pliegues, tentación para la muerte, de una mujer que desea ser la concubina del Diablo.

viernes, 11 de noviembre de 2011

REENCUENTRO (1983), de Lawrence Kasdan

Un grupo de amigos vuelven a reunirse después de mucho tiempo sin verse con motivo de la muerte de uno de ellos. Se ha ido el díscolo, el que nunca sentó la cabeza, el que nunca estuvo de acuerdo, el que no fue parte de la vida y por eso, quiso adentrarse en la muerte. Por el camino, ahí quedaron la pareja perfecta, el fulanito que siempre quiso ser actor y se quedó en estrella de la televisión con una serie de acción tan limitada como efímera, el que cree que el reencuentro le servirá para ligar...por fin; la chica perdida que fue compañera del alma extraviada... Y sienten, todos sienten que, a pesar de que la vida ha empujado con fuerza en distintas direcciones (maldita traidora), siempre ha habido algo ahí, congelado en el corazón de todos ellos, con los sentimientos bien empaquetados y cada una de las partes de este volver a verse que acabará siendo un volver a separarse. Y, como dice la canción, quizá no haya ningún lugar hacia donde correr...Nowhere to run, de Martha and the Vandellas...
Reencuentro es una película muy hermosa que, cuando mi generación vio en el momento de estreno, quizá no supo comprender el alcance de esas vidas que comienzan su punto de inflexión para comenzar a emprender el camino de vuelta. Ahora, nosotros, estamos en esas mismas edades retratadas y estamos girando nuestras espaldas. Y quizá, también por eso, deseamos más que nunca reencontrarnos con aquellos que han sido nuestros amigos, nuestros amigos de verdad. Porque, al fin y al cabo, siempre hemos querido que, en los momentos más importantes de nuestras vidas, los amigos estuvieran ahí, con una mirada feliz porque intuyen nuestro paso importante, con una sonrisa a medio camino entre el orgullo de ser tu amigo y la fortuna de estar compartiendo un momento tan único, y con la certeza de que la soledad sólo nos visitará cuando esté de paso porque, nosotros, hombres y mujeres de amistad, nos quedamos en ese instante cazado con una cámara y que de vez en cuando volvemos a él, o en esa memoria de sensaciones, o en ese recuerdo de amistad que sólo pueden contar dos personas, o en esa pelea que tardó en ser reconciliación, o en ese secreto de amor contado sólo a alguien que te acompaña...y son esos casos, precisamente esos casos, lo que nos permiten pisar fuerte en nuestro viaje de vuelta, en nuestro declive nada pasajero.

jueves, 10 de noviembre de 2011

DETRÁS DE LAS PAREDES (2011), de Jim Sheridan

Cuando la realidad es insoportable, no queda más remedio que inventarse una serie de realidades paralelas que se basan en el imposible olvido, en la felicidad escapada, en el cariño evadido y en la nada apartada. El dolor es el elemento que más hace sufrir pero, también, el que da más sabiduría ante la desorientación, ante el desesperado grito, ante las sombras cernidas sobre las figuras difusas que ya no son ni siquiera seres vivos. Sólo oscuridad y muerte.
Con mimbres como estos, Jim Sheridan, aquel tipo que supo estremecernos con dramas de pulso firme y crispación evidente como En el nombre del padre o The boxer, o incluso arrancar una sonrisa ante la creación y la desgracia descritas en Mi pie izquierdo, tenía un buen punto de partida para hacer una película que podría haber caminado con peligro entre la locura y el asesinato. En lugar de eso, cuesta reconocer a este director en un drama flojo, confuso, por momentos ridículo y ausente de explicaciones cuando la historia las pide con alaridos de angustia. En algunos instantes, Sheridan consigue prender al público por las solapas pero, carente de fuerza y de creencia en lo que hace, lo pierde a los pocos segundos. Claro, sin duda éste es un producto de encargo para un señor que lleva varios reveses comerciales de cierto calado pero aún así, se tendría que esperar algo más de un hombre cuyo mayor acierto había sido siempre encontrar el tono adecuado en historias de personalidades equívocas.
Ni siquiera sabe aprovechar con energía la enorme ventaja de contar con un reparto que incluye nombres como los de Daniel Craig, Naomi Watts, Rachel Weisz, añadiendo la delicia de volver a ver a Jane Alexander y el desperdicio inútil de Elias Koteas. Se construye la trama y, de repente, todo cambia. No hay sugerencia posible. Sólo unas imágenes, un par de explicaciones, el protagonista se pone a llorar y se modifica el punto de vista. Y que el público apenque. ¿No habían ido a ver una de sustos? Pues aquí el único susto que hay es el de pagar una entrada para ver algo que podría haber hecho un estudiante no muy aventajado de primer curso de la Escuela de Cine.
Y es que detrás de las paredes, título absurdo por otra parte, no hay más que vacío. Sheridan tendría que haber tomado el camino de la inquietud psicológica o, si se me apura, de una investigación en toda regla desde la locura. La resolución del asunto es de risa histérica. Con fantasmas y todo presenciando la sublime escena. La metáfora de prender fuego al pasado está más vista que las barbas de los candidatos a las próximas elecciones. Y es que es muy evidente que hay una falta de interés insultante ante toda la historia. Ningún trabajo es especial. Lo grisáceo se mezcla con lo rojo. Y eso no es suficiente para despertar nada que sea lejanamente parecido ni al miedo, ni al suspense.
Incluso hay maneras muy torpes de presentar personajes. En lugar de centrar bien todas las implicaciones que puede tener el cuento de terror, Sheridan coge elementos ya vistos en El resplandor, de Stanley Kubrick; en Al final de la escalera, de Peter Medak y, aunque parezca mentira, de esa historia de Antonio Buero Vallejo llamada La fundación y que también consistía en inventarse realidades para hacer más soportable la verdad.
Así pues, más vale no perder el tiempo. Los números 8-10-10 son el enigma más atractivo de una película que no pasa del 3. Para que un fulanito te cuente una historia con una desgana propia de un sicario más chapuzas que Otilio, más vale perderse en la oscuridad del salón y ponerse cualquiera de los títulos de nuestra filmoteca particular. En lo que a mí respecta, la inteligencia se me ha quedado dormida en la butaca de un cine en el que echaban Detrás de las paredes. Y es que durante una hora y media, la realidad me ha parecido absolutamente insoportable y he imaginado que sabía escribir algo sobre cine. De locos.

martes, 8 de noviembre de 2011

VOLVER (2006), de Pedro Almodóvar

Tres generaciones de mujeres en busca de sus propias huellas, del poso que han dejado tras de sí mismas. La simplicidad llevada al extremo de la estética. La cultura de la muerte, de la rutina hogareña se vuelve, en manos de Pedro Almodóvar, en una anécdota que no pasa de la normalidad. La supervivencia entre el viento, el fuego y el fin no es más que una frivolidad que puede gustar a muchos, pero también disgustar a unos pocos.
La magia de la compasión que puede proponernos esta historia puede tener un punto flaco en su mismo enunciado. Y es que la compasión no tiene ninguna magia. La masa de contradicciones que se enumeran en este retrato de mujeres no deja de tener simpatía pero no llega a los límites de la emoción. Comprender lo incomprensible es la meta de esta historia y muchos, muchos nos retiramos antes de la cinta blanca que marca el final. Simplemente, nos da igual lo que pase. Todo es un mero chiste contado de manera bonita.
Como siempre, Almodóvar, llega a sus cumbres cuando decide tomarse el esperpento en serio y dibuja en el rostro del espectador una risa bien sonora. Sigo pensando desde hace años que, si yo fuera mujer, me sentiría profundamente ofendida por los retratos femeninos de su cine, generalizando algunas actitudes que rayan en la histeria, que piden a gritos amor a pesar de su ridiculez supina. La supuesta densidad no es suficiente para dignificar algo que podría encajar perfectamente en la leyenda rural como ilustración de lo inexplicable. Volver es un mito. Y los mitos nunca son reflejos, ni siquiera distorsionados, de la realidad.
Penélope Cruz es centro de todo el asunto y compone su personaje a partir de clichés bien sabidos y trillados por Sophia Loren en su época de pizzaiola. Sigo diciendo que es una actriz limitada, con una cara bonita y un talento más bien corto, con una dicción espantosa y que no llega a transmitir complejidades ni rincones oscuros. Sus composiciones suelen ser planas, monocordes y simples. Su mejor interpretación hasta ahora, sigue siendo la canción A call from the Vatican de la película Nine, de Rob Marshall. Fuera de ahí, todo en ella es pura mediocridad.
Por otro lado, es perfectamente comprensible que haya opiniones que ensalcen esta película como una muestra de calidez manchega (más de una línea está inspirada en retruécanos de la zona), que enternece y llega. No cabe duda de que Almodóvar propone un lenguaje y una estética que son sello de fábrica en toda su filmografía y que, algunos entran por inercia, otros lo hacen puntualmente y algunos más no lo hacen nunca. Yo pertenezco al segundo grupo. Porque reconozco en él a todo un autor, con sus constantes temáticas y sus fotogramas perfectamente reconocibles pero no todo lo que cuenta despierta un interés entusiasta. A menudo, es demasiado anecdótico. Y aquí todo es un mero relato, un cotilleo de puerta y oreja con envoltorio de lujo.

viernes, 4 de noviembre de 2011

OTELO (1952), de Orson Welles

Venecia está inundada por las historias que guardan sus aguas. Y allí, en la princesa de ciudades, es donde un general es tan apreciado militarmente que ni siquiera está bien visto que pueda casarse con una joven. Entre las sombras oblicuas que nacen del odio se esconde Yago, perverso y abyecto, verdadero monstruo de celos y ambiciones que no acepta desempeñar un papel secundario entre los lugartenientes del general. Dentro de él, de Yago, anidan los celos porque, de algún modo, ama lo prohibido y quiere destruir todo lo que obstaculiza su camino. La conspiración toma forma entre las piedras hendidas por la fuerza del tiempo y por la oscuridad de la Venecia más luminosa. Y Yago, cima de corrupción, manipula a todos cuanto puede para que, en medio de la victoria, haya una derrota tan alta como el dosel de una cama.
En ese mundo de tiniebla, de rejas alargadas y de pensamientos sableados se mueve el Otelo, de Orson Welles. Realizada durante más de tres años en distintos escenarios (se sube una escalera de una almena en Venecia y se desciendo por el otro lado en Mogador, alarde y prodigio de montaje), con frecuentes interrupciones por falta de fondos (la escena de la muerte de Roderigo se concibió en unos baños turcos por la sencilla razón de que no había vestuario), el gran director concedió tal protagonismo a la roca del castillo, a la luz que coqueteaba peligrosamente con la penumbra, a la fascinación visual de unos celos que crecen hasta la desesperación (tanto por parte de Otelo como de Yago) que su obra permaneció anclada en la carencia superada por el talento. En los celos está contenido el mundo porque sólo la furia puede cambiar el poder. El poder está presente a lo largo de toda la obra de Orson Welles. El poder contenido en un pañuelo, falsedad de lágrimas y pecados para demostrar lo que nunca fue. Lo más fácil hubiera sido retratar a Venecia en su amplitud y no en el laberinto acuático de sus callejones y luego trasladarse a Chipre, bajo el sol de la victoria en la superficie y de la construcción de la derrota en batallas que no afectan al resto de la humanidad. Pero aquí, parece como si Welles hubiera decidido hacer que el encuadre, la planificación, la trama, el recitado y la pintura del blanco y negro formasen un todo compacto y perfecto al que sólo se libera en las siniestras sombras de un funeral que, simplemente, es un último te quiero remunerado con una bolsa que permanecía bien llena de dinero mientras hubiera algo por lo que luchar. Desdémona enterrada en velos de encaje. Otelo emergiendo de la total oscuridad, luz en negrura, para aclarar un pensamiento, un convencimiento que fue un capricho del diablo ambicioso y que quedará, para siempre, colgado en una caja de hierro y aire, de sueño teñido con la sangre de inocente…porque él no tiene sangre en sus venas…sólo maldad…sólo maldad…

jueves, 3 de noviembre de 2011

LAS AVENTURAS DE TINTÍN: EL SECRETO DEL UNICORNIO (2011), de Steven Spielberg

Abro uno de los libros de la colección de Tintín, uno cualquiera, al azar. Me tumbo en la cama y paseo por sus viñetas con el placer del joven que descubre por primera vez los personajes que pueblan todas sus aventuras. Pero parece que algo cambia esta vez. Esos zapatos...parece que están dibujados con un cierto relieve. Ese mechoncito característico del protagonista se mece ante las carreras de su propietario. Canastos...si hasta oigo ladrar a Milú.
Y así, poco a poco, el pequeño periodista especializado en resolver endiablados entuertos cobra vida. Haddock blasfema llamando “macacos mutantes” a los malvados asesinos que intentan mezclar la sangre de los protagonistas con el agua del mar. Tintín corre y pelea, Hernández y Fernández ponen a prueba su inutilidad aunque aparezca algún rasgo que otro de cierta competencia. La aventura comienza con un enigma y sigue por los trepidantes escalones de lo inesperado. Al fondo parece que un viejo conocido de látigo y sombrero ha sido reformulado para dar paso a un muchacho intrépido que forma un equipo imbatible con un viejo capitán algo borracho. Y Spielberg da en el blanco con el ritmo, con la imparable inverosimilitud de todo el argumento, con el dibujo de los personajes y con las inconfundibles notas de John Williams poniendo una línea de genialidad a todo este descubrimiento.
La cruz del águila tiene una sombra muy alargada y asistimos a duelos anticipados por mástiles que se empeñan en enredarse en el fragor de la batalla, a salidas ingeniosas que parecen meras entelequias, a espectaculares secuencias de agua y moto, a persecuciones incansables y alucinaciones desérticas. Con una hábil y trabajada mezcla de El secreto del unicornio, de El tesoro de Rackham el Rojo y de El cangrejo de las pinzas de oro, Spielberg ha sabido transportarnos al universo de Tintín sin perder ni un ápice de la personalidad de sus aventuras poniéndonos cara a cara con el riesgo y el misterio. Para quien no conozca las historias del inefable protagonista, será todo un viaje. Para quien haya leído, como yo, sus libros del primero al último, aguarda un buen puñado de sorpresas amén de un espectáculo vibrante y convincente.
Mientras sigo en la cama, leyendo el libro e imaginando cómo sería una película con este material, los ojos no se me cierran, estoy atrapado en el color y la fascinación de una intriga que me lleva a lógicas y desesperaciones, a júbilos y zozobras. De una espada, sale un rostro. De una mano, unas dunas. De un mar encrespado, un charco poblado de pisadas. Inteligente en la planificación, precisa en la realización, bella en la composición y trabajada en la presentación, somos sombras en un mundo sin héroes y, por momentos, parece que Tintín, desde su realidad, nos mira compadeciendo nuestras tristes vidas que no encuentran más tesoros que los respiros que da la desolación. Aquí, señores, en las páginas de este libro, hay entretenimiento del puro y del bueno, sin realismos efectistas, sin colores tenues y sin apagadas hipocresías. Lo que se ve, es lo que siente y lo que se siente es una invitación con letra de gala para asistir a la fantasía.
Yo aún diría más...la épica parece cobrar vida a pesar de la falsedad de los métodos utilizados para poner en pie toda la incoherencia que importa tanto como un sombrero hongo debajo de una chilaba. El rato se pasa en grande. El tiempo, por una vez, se alía con el espectador. A veces incluso parece que Steven Spielberg se ejercita con habilidad para robar la cartera con un montón de minutos dentro y poner una estupenda sensación de disfrute en los ojos del lector. Yo aún diría más. A pesar de ser dibujos animados con técnicas cibernéticas, esto es cine sin deber nada al cómic más que unos cuantos trazos en forma de personajes y unos argumentos bien urdidos. Y cierro el libro diciendo que yo aún diría más. ¿Dónde está...ejem...la segunda entrega de estas aventuras?

miércoles, 2 de noviembre de 2011

PINA (2011), de Wim Wenders

Mentes llenas, Coreografías fuertes. Reflejos de una atmósfera de trabajo cuyo máximo objetivo es el desplazamiento de los cuerpos por el espacio. Preparados para subir el telón, los encargados de hacer que esos cuerpos se muevan tienen el lenguaje en su piel y el gesto en su detalle. La cámara de Wim Wenders parece que desarrolla un afecto especial. El viaje al corazón de la danza ha comenzado y Pina Bausch está en el centro.
La complejidad coreográfica de Pina Bausch parece ser el marco perfecto para rodar en tres dimensiones con propósitos meramente artísticos. Lo que se ve es lo que impresiona y no cómo se ve. El enorme mérito es olvidarse de que el formato tridimensional está ahí y Wenders lo consigue porque pone todas las gotas de cariño en sus imágenes. Dentro del cine del alemán (reputado documentalista que ya demostró todo lo que amaba al cine de Yasujiro Ozu en Tokyo-Ga) siempre ha existido la búsqueda de la imagen perfecta que es, precisamente, aquella que se da cuando la cámara no está allí porque el mero hecho de estar rodando, intentando captar una parte de la realidad, ya es una alteración de la misma. De la admiración y el homenaje, surge la elegía y la cruda sinceridad, esa que no puede captar la cámara, se hace presente aunque se pierda lo espontáneo. La muerte es la que altera verdaderamente la vida, el baile.
Ambos, Wenders y Bausch, tienen la capacidad más que sobrada como para estremecer con sus imágenes y sus movimientos. La cámara y el cuerpo se funden en el pensamiento porque no se sabe que es lo que Bausch guardaba en la cabeza. No se sabe lo que pensaba, lo que sentía, lo que la influenciaba, lo que la torturaba pero basta con posar la mirada en la belleza de lo que mostraba para tener una respuesta para todas esas preguntas. El modo de comunicarse de Pina Bausch era un profundo sentimiento revestido de maravilla y de originalidad. La intensidad era su acento. La creencia era su gramática. El amor era su baile.
Y no por pretender ser un documental deja de haber diversión. Wenders no duda en rodar en exteriores como una calle cualquiera, un cruce de carreteras, un tren, una mina a cielo abierto. Las localizaciones funcionan como algo inesperado y como algo inusualmente bello. Incluso hay un pequeño chiste para que la danza también sea capaz de relajar el gesto.
Tal vez, echando un poco la vista atrás, Wim Wenders pudo ver que Pina Bausch había dejado de ser un ángel en blanco y negro para convertirse en un ser humano en color. Había vendido su coraza y se había adentrado en el mundo de los vivos por amor hacia un arte que quería dominar. Y así ella supo unir diferentes idiomas, diferentes edades, diferentes naciones. El baile era la máxima expresión de un arte que, al fin y al cabo, era común. Y ella bajó del cielo, dejó su mensaje y después, con sus zapatillas de punta, se fue.