El terror por la supervivencia es el mejor espectador para la mentira bien urdida. Basta con tener imaginación, superar a los captores, arriesgarse como en una película, hacer creer que la ficción es posible y la dura realidad dejará el paso franco con un reguero encharcado de sangre, de peligro, de desconfianza, de tensión insoportable, de un puñado de sudor en una tierra de calor. Es caminar por el abismo con una ametralladora apuntando a la sien. Es hacer creer que la mentira es una verdad dentro de otra mentira.
Y es que en una confrontación donde no hay bondades, la vida debe prevalecer. No importa que la política, la conveniencia, la venganza, el odio y el rencor se paseen impunemente dejando los cementerios llenos y las miradas perdidas. Cuando el mundo se agita hasta tal punto y comienza su estado de ebriedad, lo que importa verdaderamente es el esfuerzo por salvar vidas. Hay mil modos, mil excusas, mil mentiras. Y la mentira más grande de todas es la que hace que todo sea verdad.
La tensión se apodera de los músculos como cuerdas estiradas más allá de la resistencia. La soledad, aún estando acompañado, es uno de los enemigos más invencibles y hay que doblegarla con la sinceridad por delante y el empuje por detrás. La seguridad es vital cuando la vida se balancea sobre un país convulso, que clama sangre, que pide venganza. La justicia, a veces, es una broma que se disfraza de fanatismos inútiles y de exaltaciones de la estupidez. Todo tiene una razón, sí. Pero se desdibuja hasta lo grotesco cuando la única ley que impera es la del cobro de una deuda que nunca, nunca se podrá pagar.
Con la mente puesta en el nervio de la evasión que supuraba en la notable Cortina rasgada, de Alfred Hitchcock, Ben Affleck demuestra, una vez más, que es bastante mejor detrás de las cámaras que delante. Exhibe un maravilloso dominio del tiempo narrativo, de la planificación inteligente, de la angustia de la imagen traspasada al corazón en vilo. Es difícil hacer de la fuga una excusa para que una película tome forma de coartada. Y aún es más difícil hacer que todo sea tan creíble que se llegue a pensar muy seriamente que, por una vez, la ficción supera a la realidad.
No cabe duda de que sabe a poco la utilización que hace de dos actores que son pura delicia bajo los focos como John Goodman y Alan Arkin pero eso carece de importancia cuando el argumento absorbe la atención, se sufre con los dedos agarrados al brazo de la butaca y se puede tocar el silencio de la audiencia. La locura del mundo guarda una misteriosa armonía con el desquiciamiento de un cine que parecía haber derivado hacia las batallas estelares de guiones delirantes. El dinero de Hollywood puesto en entredicho. Las guerras secretas de la C.I.A colocadas en el territorio de la duda permanente. Y aún no se sabe quién finge más.
Todo en el discurrir de la historia encaja en el dinamismo de la brutalidad emergida como sombra. Esta ahí y en cualquier momento puede estallar. Y Ben Affleck maneja con una destreza cercana a la maestría la ambigüedad del instante siguiente. Eso sí, su interpretación de espía especializado en rescates tiende a la somnolencia como una forma de actuar con frialdad pero eso es otro engaño de una película que nunca se rodó pero que sí se pensó. Esa es la imaginación. Sin ella, no somos capaces de sacar adelante el día a día y todavía hay políticos que se empeñan en esconderse tras palabras vacías que son telones para el miedo. Es lo que pasó con unos rehenes que fueron cautivos de un tiempo y de una época de gritos y confusión. Y más vale partir siempre de la verdad si hay que fabricar una mentira que embauque a todas las fuerzas que se empeñan en hacernos prisioneros.