Una armónica acompaña al silbido del viento. El polvo se arremolina en un lugar que parece olvidado por el agua. Apenas hay más palabras que disparos allí. Las botas pisan con más fuerza que decisión y las miradas son armas en sí mismas. El ruido cansino y metálico de un molino que gira sin ilusión llega a meterse por el cuerpo. La canción se repite porque las notas, nacidas desde el dolor, han sonado durante mucho, mucho tiempo hasta convertirse en mensajeras de la venganza. El hombre sin nombre ha llegado.
La maldad sonriente, contraída en las arrugas alrededor de los ojos, parece recoger toda la desolación que vaga errante con el tren de fondo. Solo la sangre pone algo de color en tanta aridez. Una mujer intenta encontrar la vía correcta pero encuentra unos cadáveres, una crueldad, una justicia y una ternura. Tiene que volver a levantarse, como siempre ha hecho. Tiene que visitar brevemente su pasado, ese mismo que se niega a abandonarla para dar paso a la vida normal, llena de trabajo, sin descanso pero repleta de esperanza. Una ciudad es la meta. Un rincón es el premio. El dinero llegará pero tardará mucho en hacerlo. Y es que siempre es un tren con retraso.
La invalidez como tortura. La indefensión como castigo. La ambición como revólver. El charco de agua como tumba. Tomar no es tener. Tener es imposible. Una bala traicionera. Una ópera a golpe de disparo. Zumban las moscas. El Oeste muere. Los héroes son los malvados. El duelo es inevitable. El tiempo en los ojos. La sombra se alarga. Se alarga hasta la tumba. Allí quiere descansar del sol abrasador y del viento enloquecedor. La armónica suena. La venganza gana.
Sergio Leone quiso hacer una película que fuera un poema de muerte. No hay demasiados resquicios donde el amor pueda colarse porque aquí los personajes saltan de herida en disparo. Los móviles de los personajes son tan antiguos como la avaricia, la ambición, el rencor, el orgullo, la ternura. Los minutos pasan con tanta lentitud, rompiendo todo ritmo posible, que hasta parece que se puedan tocar en un interminable desfile hacia el final. Charles Bronson sustituyó al Hombre sin Nombre que tanto gustaba a Leone bajo el rostro de Clint Eastwood. Henry Fonda hizo uno de sus escasísimos papeles de malvado rellenándolo con el placer de causar sufrimiento de un tipo sin entrañas. Jason Robards fue el forastero que quiso hacer un último viaje para ver si tenía suerte. Claudia Cardinale fue la mujer soñada, la prostituta de hierro que se agarró a su última oportunidad y consiguió agarrarse de nuevo. Y es que el amor es la más volátil de las sensaciones. Ataca fuerte. Se bate en duelo. Y a menudo pierde. En una tierra sin más ley que la del camino de hierro, morir es acabar con una agonía que se antoja demasiado larga.