viernes, 29 de abril de 2022

CÓMO CONQUISTAR HOLLYWOOD (1995), de Barry Sonnenfeld

 

Es una pregunta interesante. Y la respuesta es bien sencilla. Miradme a los ojos. Simplemente se trata de aplicar el día a día a los negocios del cine. Básicamente, un productor es un tipo que trata de buscar dinero para llevar a cabo determinada inversión. Para ello, se busca una historia que contar, un fulano que quiera dirigirla y un actor con tirón. El resto es historia. La gente pasa por taquilla y a cobrar. Es como cuando se invierte algo de pasta en una casa de mal vivir, o en un negocio de polvo blanco. Se reúne el dinero, se recluta a alguien para dirigirlo y, luego, eliges los actores. Si además de todo eso unimos una bolsa con algo de guita, entonces ya tenemos el cuadro completo. Hollywood es una jungla, hermano, y hay que explorarla hasta que ya no se le pueda sacar más jugo.

Chili Palmer es un tipo listo que, en el fondo, sólo se traslada a Hollywood con sus elegantes camisas de seda negra para cobrar una deuda pendiente. Sin embargo, allí, más que en ningún otro sitio, la deuda se puede convertir en un buen montón de ceros. Miradme a los ojos. ¿Creéis que os estoy mintiendo? ¿Y qué es el cine? Un puñado de mentiras contadas con clase. Se trata de convencer a otros, mover el intelecto y ponerse al servicio de un negocio. Nada más que eso. No obstante, Chili tiene una virtud muy importante. Es un cinéfilo irredento. Es capaz de irse a ver Sed de mal  y de reconocer algunos de los diálogos de Río Bravo sin ver ni las imágenes. Eso no es muy corriente en un mando intermedio de los negocios turbios. Ya es hora de que se aclaren esos negocios. La chica, el oportunista, el caprichoso actor que quiere parecerse a Robert de Niro, el mafiosillo de la nariz rota varias veces, el tipo que quiere que su dinero sea devuelto…Están todos. Es un magnífico escenario. El sol se filtra a través de la combinación y parece que destapa a los más frusleros. Hay que saber de lo que se habla.

No cabe duda de que John Travolta es el perfecto mafiosillo de tres al cuarto que ve la oportunidad de sacar la mayor ventaja posible a la meca del Cine y que está muy bien acompañado por Gene Hackman, René Russo, Danny de Vito, Delroy Lindo y ese actor tan poco valorado y siempre con un punto atinadamente ridículo como Dennis Farina. La dirección de Barry Sonnenfeld es ágil, meridiana, con un especial énfasis en las cosas que suelen dejar perpleja a la mayoría, no tomándose la historia demasiado en serio, pero consiguiendo una película divertida, bastante superior a su secuela, Be Cool, y con algunos detalles que dan ganas de enfundarse también en una camisa de seda negra y ser parte del universo de ese Chili Palmer que pone el negocio patas arriba. Quizá ése sea el secreto de cómo conquistar Hollywood. Ir allí, miradme a los ojos, dadme un buen guión, unos cuantos billetes en una bolsa y ya tenemos el próximo éxito comercial haciendo chiribitas en los ojos de la gente.

jueves, 28 de abril de 2022

EL HOMBRE DEL NORTE (2022), de Robert Eggers

 

Ser o no ser, ésa es la cuestión. ¿Qué es lo que tiene que elegir un hombre? ¿Preferir las flechas de sus enemigos o el cariño de sus más allegados? Eterno dilema en aras de la venganza que sólo hace más difícil el tránsito hacia el Valhalla. Entre las brumas de las aguas del Norte y la rabia interior de un destino que se evaporó entre la bestialidad, se halla un corazón que sólo conoce la herida y que, cuando encuentra la verdadera razón de existir, tiene que renunciar para asegurar un futuro de estirpe. Mal compañero es el oro de la corona, pues siempre se afana en buscar las debilidades para que la sangre corra y empape la verde tierra.

Quizá la respuesta a todo se halle en las mismas puertas del infierno, donde se remueve la derrota y la rabia. Demasiadas furias desatadas para que el acero corte el aire y la carne con la razón como destino. Lo que fue ya no es y todo lo que parecía bueno se torna en malvado. Es como si toda la brujería que rodea a los valientes se hubiera congregado para organizar una orgía de fuego y desprecio. La venganza se debe digerir con lentitud, en compañía del sufrimiento, para que más largo sea su sabor cuando llegue el momento. Ese mismo que marca la espada que se niega a salir de su vaina.

Robert Eggers es otro de esos nombres que despiertan pasiones no demasiado justificadas porque suele traicionar las reglas del juego que él mismo propone. En esta ocasión, todo tiene un tono más coherente, aunque irremediablemente brutal y recreado en una violencia que, a veces, se antoja algo derrapada. Es evidente su inspiración en el Hamlet, de Shakespeare y que bebe de otros realizadores que se han adentrado con destreza en los terrenos de la espada y la brujería como John Milius. Hay escenas espléndidamente rodadas, con especial atención a los duelos de escudo y hierro y sobresaliendo la bellísima secuencia final. También destila ideas visuales de muchísimo interés. Sin embargo, no es esa obra maestra que algunos quieren ver. Aquí hay un fallo bastante notable en el apartado interpretativo. Anya Taylor-Joy consigue salir airosa de un papel que podría haber resultado ridículo, Alexander Skarsgard, como el protagonista, alterna momentos mejores y otros que merecen muy poco la pena, destacando la insistencia en aparecer encorvado para subrayar la condición fingidamente servil de su personaje. Nicole Kidman, sencillamente, está muy mal. No consigue transmitir el valor que se le supone a su carácter y se derrumba estrepitosamente cuando debe sacar vísceras para expresar, acusar y rogar. Y eso sí, hay mucho grito. De esos que abren las puertas del Valhalla a base de alaridos, de esos insistentes para que todos sean muy, muy feroces.

Y es que asistir al banquete de Odín no es nada fácil para los guerreros que sólo conocen la vida a través de la fuerza. La traición nunca prospera, dijo una vez un sabio. Más que nada porque, si prospera, nadie se atreve a llamarlo traición. Así que es mejor ajustar cuentas con el destino, asegurar que la dinastía se perpetúe y llorar una última lágrima para cabalgar por última vez por los cielos y estar sentado en la mesa de la eternidad. Al fin y al cabo, el infierno puede estar construido a base de ambiciones, de dudas, de envidias, de venganzas, de iras y de odios. El infierno, ése que también abre sus puertas con sus lenguas de lava y tradición trasnochada, podemos ser nosotros mismos. Mientras tanto, los cuervos tratarán de desligarnos de la tortura de vivir para darnos cuenta de que el único paraíso es la muerte. 

miércoles, 27 de abril de 2022

FREUD, PASIÓN SECRETA (1962), de John Huston

 

John Huston era un hombre de una inteligencia extraordinaria. Cuando llegó la hora de abordar una película sobre Sigmund Freud, no se entretuvo con una mera transcripción hagiográfica, glosando las glorias y los logros del mayor renovador de la historia del psicoanálisis. Planteó todo como una apasionante historia de detectives psicológicos, tratando de encontrar razones para el trauma, explicaciones para el sueño reiterado, atención a los detalles que se quedan grabados en el subconsciente y, como un investigador privado, Freud une las piezas y resuelve el misterio. Al fondo, sin prestar demasiada preponderancia, también se halla la rebeldía del personaje, que lucha por sus revolucionarios métodos frente a una sociedad médica anclada en la tradición y en la creencia de que la histeria es sólo un problema que generan algunas personas que sólo quieren ser el centro de la existencia ajena. Desechando un guión previo de Jean Paul Sartre que el propio Huston calificó de galimatías, y con una sombría puesta en escena que enrarece la atmósfera por momentos, el director invita al público a sentarse en la oscuridad y emplear la razón para encontrar una salida al laberinto mental de una enferma que fascina al eminente médico austríaco. Las explicaciones, hoy en día, pueden parecer de una simpleza extraordinaria y ni siquiera es necesario estar de acuerdo con ellas, pero no cabe duda de que, en sí mismas, contienen la importancia y la validez de unos métodos aún primarios, pero enormemente innovadores en un campo donde la medicina se había estancado con premeditación.

Montgomery Clift, al contrario que otras actuaciones suyas de la época, resulta convincente, menos vacilante, más decidido en su encarnación del prestigioso psiquiatra. Tal vez porque él también, en ese instante, estaba luchando contra sus propios demonios, pero su interpretación es sorprendente, muy intuitiva y descubriendo una nueva luz sobre un personaje histórico que, en muchas ocasiones, ha sido tratado bajo demasiados clichés prefabricados. Al fin y al cabo, el cine siempre se mueve en unos cuantos tópicos que deben ser explicados en un limitado período de tiempo y, en esta ocasión, Clift consigue salvar esos obstáculos creando algo nuevo, original y, tal vez con la rara excepción de la estupenda creación que hace Alan Arkin en Elemental, Doctor Freud, de Herbert Ross, un trabajo muy creíble en la piel del primer galeno que se atrevió con la hipnosis como terapia y con el raciocinio como lema.

En esta ocasión, Freud es más un genio incomprendido que un hombre desesperado por expandir sus ideas. Por supuesto, hay simplificaciones, atajos, falsas pistas y algún que otro detalle sobre el que se pasa sin ningún énfasis, pero es un caso práctico de todo lo que revolucionó el estudio de la mente humana en una época en la que todo parecía mentira, todo era fingimiento y todo se iba viniendo abajo piedra a piedra. El médico vienés se atrevió a descubrir uno de los lados del alma humana persiguiendo una verdad que nadie podía desvelar sin tapujos. Y también tuvo que escalar paredes demasiado verticales para llegar a una conclusión satisfactoria dentro del enigma que se esconde en el interior de cada uno de sus pacientes.

martes, 26 de abril de 2022

DESPERTANDO A NED (1998), de Kirk Jones

 

La suerte ha caído justo en mitad de la Isla de Man. Y, claro, entre tan pocos vecinos, las posibilidades de saber quién ha sido el afortunado, se reducen considerablemente. Así que hay que partir a la busca del poseedor del boleto de la Lotería Primitiva. Y Jackie O´Shea está dispuesto a ganarse la confianza del tipo en cuestión porque, al fin y al cabo, los vecinos y los amigos también tienen derecho a disfrutar de un pellizco. Jackie incluso organiza una fiesta con el afamado pollo de su mujer, Annie, para interrogar a los potenciales ganadores y así tener una noticia fiable sobre el ganador. Sin embargo, no está allí. Sobra un trozo de pollo y esa es la prueba definitiva. El que no ha ido es el suertudo. Y ése es Ned. Pero Ned no está. Ned está muerto. Y está en su casa, enfrente del televisor, con el boleto en la mano, con una sonrisa en la cara y el cuerpo bien frío. Así que hay que reclamar el premio con otro Ned porque, antes de morir, se había asegurado de escribir su nombre en el justificante y, por supuesto, el propietario tiene que estar vivo. Los acontecimientos se suceden. Ned es Ned, pero no es Ned, es Michael. El supervisor de loterías se desplaza hasta la isla y trata de establecer la identidad del ganador, pero avisa de que va a preguntar en el pueblo. Así que Jackie, que, en el fondo, es una excelente persona, también hace partícipe al pueblo. Entre todos, se repartirán el premio. Y ya está el lío montado. Habrá que ir desnudo como una manzana sobre la moto para llegar a tiempo. Habrá que acallar a la bruja que desea más la venganza que el dinero. Habrá que hacerse pasar por Ned incluso en su funeral, porque, en la idea más brillante de Jackie, el muerto va a ser Michael. Y todo en ese entorno en que el mar lame las rocas, el verde inunda los ojos y la bondad se extiende entre la gente que realmente se aprecia.

Con excelentes trabajos de Ian Bannen, David Kelly y Fionnula Flannagan, no cabe duda de que Despertando a Ned es una película divertida, relajada, tierna y agradable. La dirección de Kirk Jones es medida en la comedia y justa en la sensibilidad y, de alguna manera, convierte al espectador en un habitante más de ese pueblo llamado Tellymore, irlandés hasta la médula y paradisíaco hasta en la lluvia. Por detrás de todo el entramado, que, en realidad, trata sobre quedarse un premio que no pertenece a nadie, está la seguridad de que la gente buena existe, de que no hay ninguna mala intención salvo la de traer algo más de felicidad a unas personas que no piden demasiado a la vida y que Ned, en el fondo, con su sonrisa pétrea, le hubiera gustado compartir ese dinero con sus amigos de toda la vida.

Así que hay que comprobar bien los números y tomarse las cosas con calma. La suerte siempre se detiene en quien menos la espera y, en realidad, Ned estaba solo en la vida… ¿o no? Da igual. En Tellymore se sabrá todo, se repartirá todo, se reirá mucho y el sabor a cerveza negra será lo habitual mientras se comprueba que Ned es Ned…aunque, a lo mejor, no lo sea.

viernes, 22 de abril de 2022

AMBULANCE: PLAN DE HUIDA (2021), de Michael Bay

 

Por alguna razón ignota, hay un cierto sector del público amante del cine de acción que siente verdadera reverencia por un cineasta como Michael Bay cuando, en realidad, es una de las mayores mediocridades que ha dado el cinematógrafo. Circula la leyenda urbana de que Bay es el hijo bastardo de John Frankenheimer, quizá para establecer un cierto paralelismo con la maestría de su supuesto padre. Evidentemente, quien dice eso, o ha visto muy poco cine de acción o no tiene ni idea de quién fue uno de los directores más destacados de la generación de la televisión.

En esta ocasión, Michael Bay vuelve por sus fueros con una historia que no se la cree ni el hijo del Duque de Feria en pleno viaje alucinógeno. Se pueden aceptar algunas de sus premisas, aunque, en ningún caso, esa realización caótica, que lo fía todo al espectáculo siempre y cuando no se coloque nadie en el límite de la exigencia. Un atraco de furgón y zapatazo que, si se mira un poco, importa más bien nada, se convierte en una huida alocada por las calles inundadas de sol de Los Ángeles, con extraordinarios delirios como realizar una operación a bazo abierto con la ambulancia inmersa en plena persecución, o ingenuos intentos de humor salvaje a través del personaje prácticamente bipolar que encarna Jake Gyllenhaal al que, por otra parte, hay que reconocerle un ímprobo esfuerzo por aportar algo de calidad al conjunto. El resultado es una mareante sucesión de planos en los que la cámara no para quieta, se retuerce hasta límites insospechados, con grandes incoherencias de continuidad y, por supuesto, estúpidos lances que guardan el hecho narrativo en algún lugar desconocido de la última ingestión de psicotrópicos.

Lo que pasa es que Bay, eso sí, no es demasiado tonto y lo salpica todo de precipitación para que el espectador menos exigente sólo se centre en los continuos destrozos, persecuciones desbocadas y disparos sin demasiada tregua. Así, los errores parece que no existen y los tremendos estudiosos del cine saludan el regreso del director después de su etapa, más bien vergonzosa, como responsable técnico de la saga de Transformers. Incluso, en un alarde creativo, Bay se atreve a colocar uno o dos detalles de cierta originalidad que apenas duran unos segundos. Al final, el público obtiene su descarga de adrenalina, la película gustará a quien tiene poco olfato y todos contentos y felices con coches volando, muros destrozados, operaciones vía telemática, dilemas morales de patio de jardín de infancia y un montaje con planos de milésimas de segundo mientras la cámara sigue con su enfermedad de Parkinson. Eso sí, viendo esto uno se da cuenta de la grandísima escena de tiroteo que Michael Mann llegó a rodar en Heat a la que, esos mismos adoradores de esta nada trepidante, critican porque los héroes son demasiado perfectos.

Así que hay que abrocharse bien los cinturones. Sobre todo porque, aún estando quietos en la butaca, uno se puede precipitar al vacío con tanta acción vertiginosa sin más sentido que el de un viaje que, muy previsiblemente, acaba como se espera sin olvidar el detalle de la introducción de la corrección política de turno, no sea que se vea en el fondo el tono algo condescendiente y conservador que Bay ha destilado a lo largo de toda su obra. La película, al igual que el atraco, es de furgón y zapatazo. Y más vale acertar con el zapatazo porque, si se intenta buscar algo positivo en el asunto, el encuentro con los dólares empaquetados se va a hacer esperar más que un perro pachón tumbado en el asiento de atrás de un coche de la policía. 

jueves, 21 de abril de 2022

PARÍS, DISTRITO 13 (2022), de Jacques Audiard

Seres perdidos en junglas de cemento frío que esconden su personalidad en la impasible modernidad. Seres obedientes a sus deseos más profundos que navegan a la deriva porque no encuentran un corazón en el que amarrar. Seres de nada y viento que destacan por su superficialidad y su apatía porque su dolor se esconde tras una leve sonrisa, su pasión se oculta a la sombra de una mirada sin expresión, su destino se resiste en el blanco y negro de una vida anodina.

Son seres que aprovechan las oportunidades sin pensar demasiado en las consecuencias, que dicen lo primero que se les viene a la cabeza porque ése es el deseo que anida en sus pensamientos inmediatos, aunque mañana el arrepentimiento pueda condicionar sus gestos. La auténtica verdad se escapa por los resquicios de la comodidad, de la necesidad de no complicarse demasiado. Y así se salta de nido en nido, sin responsabilidades, sin ataduras, sin que un minuto siga a otro. No hay poesía en todo ello. Sólo prosa que, a menudo, ofende. Saben que la estupidez abunda y que ellos la alimentan. Saben que el largo día acaba y que el resultado suele ser cero.

Bandear no suele ser el mejor estilo de vida, por mucho que se quiera disfrazar de comportamiento liberal y moderno. Lo que hoy se disfruta, puede acabar al minuto siguiente para buscar otra motivación. Y nunca es suficiente. No vale fiarlo todo al oleaje de la piel, al sexo para llegar a una meta que siempre se encuentra más allá. Todo se deja atrás mientras todo se ofrece por delante. París sin torre, sólo con cristal, sol y lluvia sobre la huida. Todo estará repleto de errores y sólo cuando las cosas encajen debidamente habrá un ligero, tenue y casi ridículo intento de felicidad. Mientras, el deseo seguirá jugando con su burla. Y será difícil librarse de su abrazo.

Jacques Audiard sorprendió a medio mundo con Los hermanos Sisters y, ahora, vuelve al terreno más urbano para narrar las idas y venidas de unos personajes leves, ciertamente aburridos, moralmente reprochables, intelectualmente ahogados. Con una espléndida fotografía en blanco y negro, es posible que la originalidad presida toda la historia, pero, en resumen, lo que le ocurra a estos náufragos de la acera importa más bien poco. Quizá se pueda comprender sus irresistibles ganas de no salir de su zona de confort, pero, con mirada lúcida, no deja de ser un retrato cosmopolita, políticamente muy correcto, que resulta débil desde la base porque apenas hay humor y sí mucha crueldad aplicada con relatividad. Por el camino, Audiard nos enseña alguna historia que no lleva a ninguna parte, que no tiene incidencia directa en la trama, con reacciones pretendidamente liberales cuando, en realidad, son comprobadamente viles. Y es que no hay nada peor que jugar con la ilusión, porque se matan sueños, se confunden ideas, se pierden rumbos y desaparecen presencias.

Así que ahí van unos cuantos traumas bien empaquetados. Con su miedo a la estabilidad, como si eso pudiera ser una forma de vida aceptable e, incluso, divertida. Y sólo se acoge esa estabilidad en el momento en que no hay ninguna salida más. El mundo se hace cada vez más pequeño, las paredes se estrechan, las profesiones se degradan y el tren sigue pasando y deteniéndose en los mismos lugares. Algunos se suben mientras otras deciden quedarse en el andén. Y las olas que se erizan en el agua de la piel se convierten en una forma de vida que sustituye la eterna sensación de vacío.                                                                     

miércoles, 20 de abril de 2022

MALAS INFLUENCIAS (1990), de Curtis Hanson

No basta pronunciar la palabra “amigo” para que haya una verdadera amistad. Mucho cuidado, porque sociópatas hay en todas partes y, quizá, en un local de copas alguien finge defenderte y lo que hace es invadir tu espacio vital. Y comienza la caída a un pozo sin fondo de dobles sentidos, triples intenciones y cuádruples maldades. Las malas influencias pueden ser decisivas. No sólo en el ámbito privado, sino también en cualquier otro aspecto de la vida. La elegancia y sentirse a gusto no lo es todo. Se trata de no perder la conciencia de que las personas debemos convivir unas con otras de la mejor manera posible. Y el que no lo asimile, tiene un problema.

El amigo tóxico encontrará el mejor lugar en aquel otro que delate sus inseguridades. Se aprovechará de ellas al máximo y tratará de modificar cualquier comportamiento que impida llegar a sus objetivos. En todo ello, puede que haya un implícito deseo de llevar la vida de mal chico deseado por todas las miradas. O, incluso, una cierta atracción por esa tensión soterrada que siempre se intuye y nunca se manifiesta. Las relaciones entre hombres siempre son complicadas y más si se trata de parecer el más conquistador de la fiesta. Nada como ser natural. Eso desarma a cualquiera. Y es el arma más fuerte contra los devoradores de la personalidad. Háganme caso. Hay muchos sueltos.

Curtis Hanson dirigió con soltura esta estupenda película de suspense con dos actores que dan lo mejor de sí mismos como James Spader y Rob Lowe. Quizá, la simple mención de este último sea suficiente como para echar para atrás cualquier intención de verla, pero está realmente bien en la piel de ese sociópata que tarda mucho en descubrir su juego y que se hace irremediablemente atractivo para cualquiera que tenga una personalidad con fisuras. Hay situaciones realmente buenas, en las que las intenciones soterradas guardan una importancia fundamental y en las que también se halla una parte de las sobrevaloradas apariencias que cualquier joven con ínfulas de éxito desea ofrecer. Por supuesto, el crimen hace su aparición y ya es demasiado tarde para todo. Sólo cabe enfrentarse al demonio y esa decisión no es fácil para quien se ha dejado comer el interior.

No basta con abrir los ojos para poner fin a las pesadillas. Tal vez porque, demasiado a menudo, uno se encuentra con la maldad sin motivo, aquella que sólo está porque se disfruta y es muy difícil apartarla de la vista. La ansiedad del hombre moderno es el mejor campo para sembrar dudas y la amistad, aunque a veces se crea lo contrario, es muy inestable porque se fija en aquellos puntos a los que nadie más presta atención. Por supuesto, el sexo ayuda en los momentos más estratégicos. Y la intrínseca condición humana no puede dejar de disfrutar cuando alguien que acaricia el éxito se hunde sin remedio. El cuento moral se dibuja en el fondo de un vaso de algo fuerte. Y las amistades peligrosas están ahí mismo, a la espera, con un codo apoyado en la barra de algún antro acostado en plena noche.

martes, 19 de abril de 2022

PIRATAS (1986), de Roman Polanski

 

Puede que, quien pertenezca realmente al mar, empiece y acabe en las procelosas aguas del océano. Al fin y al cabo, el oro es lo que mueve a los hombres y las profundidades acogen inmensas cantidades de doblones hundidos con impensables galeones de cualquier nacionalidad, esperando que alguien, quizá con una pata de palo, los recoja. En esta ocasión, habrá aventuras por doquier esperando al Capitán Thomas Bartholomew Red, además de un fabuloso trono de oro de algún rey inca. Los españoles serán los enemigos y un pirata, diablos, siempre es un pirata. Se rodea de gente de la peor calaña y, de vez en cuando, tiene que comerse un muslito de rata para que el orgullo no quede maltrecho. Los duelos a espada se suceden, las velas se despliegan, los trucos funcionan y la picaresca se traslada a lo acuático con la facilidad con la que un tiburón acecha la carne fresca. Es comedia con aventuras. Son aventuras con mucha sátira. Es sátira sin ser demasiado vitriólica.

Roman Polanski coloca en su objetivo al género de piratas para dinamitarlo desde dentro, con un despliegue en la producción extraordinario y una banda sonora impresionante y casi omnipresente de Philippe Sarde. Es cierto que es una película que ha sido masacrada hasta límites insospechados, pero no es tan horrible como quisieron dar a entender. Tampoco llega a la categoría de obra maestra y se queda muy lejos de eso, pero es una entretenida y cínica historia, llena de situaciones de cierta gracia, con secuencias de acción dirigidas y planificadas con sentido y, eso sí, cierta tendencia al mal gusto. Walter Matthau realiza un esforzado trabajo como el ventajista capitán pirata en un papel que, en un principio, Polanski quiso para Jack Nicholson y, con posterioridad, para Michael Caine, y domina la escena con una tremenda sabiduría, poniendo siempre al personaje más allá del actor. Las goletas y galeones entablan persecuciones en alta mar y no faltan cruces de palomas con los filos de las espadas asumiendo el papel de alas. El viento es favorable para todo y, no obstante, fue un fracaso que costó treinta millones de dólares y sólo recaudó uno.

Las cosas dan la vuelta continuamente. En un principio, se puede ser prisionero de un petimetre español y, luego, condenarle a jugar a los caballitos con el florete en la mano. Y, más tarde, el presumido de las narices te roba el barco y lanzas maldiciones desde el agua hacia el cielo, como si de la boca sólo salieran calumnias, pero el destino es caprichoso y, tal vez, un plan astuto salga mal por culpa de una cadena para acabar en una carrera imposible con todas las velas a barlovento. Ser pirata es muy duro. En un momento, tienes toda la fortuna en las manos y, un segundo después, algún listo te la arrebata porque tienen la fortuna en sus intentos. Quizá falta que sepamos algo más sobre lo que fue y lo que significó el Capitán Thomas Bartholomew Red, pero es que hay tantas cosas que hacer que apenas queda tiempo para contar unas cuantas verdades. Si me disculpan…



viernes, 8 de abril de 2022

LA LEYENDA DEL SANTO BEBEDOR (1988), de Ermanno Olmi

 

Con este artículo, dedicado a una película bellísima que a todo el mundo recomiendo, cerramos ya el blog hasta el martes día 19. Espero que paséis una feliz Semana Santa y que apreciéis todo lo que la vida os ha dado. No tenemos otra cosa. Id al cine, por favor. Un abrazo a todos.

Todo comienza cuando un distinguido caballero le pide a un tipo desharrapado que lleve una ofrenda en dinero a Santa Teresita de Lisieux. A partir de ahí se despliega un tratado sobre la moral, sobre la enorme complejidad del ser humano y sobre la rica caracterización de unos personajes que parecen sacados de un cuento urbano de derrota y victoria. Lo importante no es el hecho del dinero y en lo poco fiable que parece ese borracho que hace tiempo que perdió todo en la lona de un cuadrilátero. Es la búsqueda de algo que, en principio, parece bastante inútil y trivial. El individuo, Andreas, tiene que luchar contra sí mismo para ganarse su propia indulgencia. No la de una santa, o la de una virgen, o de la condescendiente iglesia, sino la suya propia. París, en realidad, gira a su alrededor, como un escenario de cuento de hadas, en el que importa cada línea de diálogo o cada gesto. En el fondo, es un viaje a la espiritualidad para encontrar la misma esencia de lo que guarda ese hombre que vaga sin rumbo y se ve con doscientos francos en la mano para honrar a una santa porque se lo pide un desconocido. El vino es una metáfora de la vida y la ciudad también lo es del insoportable mundo urbano en el que vivimos. Andreas, a pesar de arrastrarse por callejones mugrientos y apurar botellas que, en su ruido contra el suelo, proclaman su imperdonable pecado de beber, aún guarda un atisbo de dignidad que no quiere perder. Y sus decisiones llegan a ser escalofriantes, sin ninguna espectacularidad, casi sin moverse…pero llega más lejos que nadie. Nada menos que a lo más profundo del alma humana.

Alejado de toda sofisticación, Ermanno Olmi dirige esta película con una pericia impresionante. Manejando un argumento difícil y breve, como la novela de Joseph Roth en la que se basa, Olmi nos lleva por la orilla del Sena hasta el descubrimiento de un puñado de verdades que todos sabemos y, no obstante, muy pocos vemos. Rutger Hauer está inmenso en el papel de Andreas. Se ajusta física, moral y psicológicamente a su personaje realizando la que es, quizá, la mejor interpretación de su larga carrera. Y no es precisamente una de las más conocidas.

Y es que el desafío de conciencia al que se enfrenta Andreas es conmovedor antes que patético y la atmósfera en la que se mueve es casi un sueño dentro de otro. O, tal vez, sea la inconsciencia agitándose entre las brumas del alcohol. No importa. Siempre hay un perdón para cada hombre. Siempre hay un motivo para dejarse una gota más. Porque, bajo la apariencia de simple anécdota religiosa, hay también una comedia oscura, algo seca, que trata de lanzar flechas certeras al corazón. Y reconozcamos que, alguna que otra, llega al blanco. Bañada en la ebriedad. Mojada en la compasión. Húmeda en la fe. Es necesario resistir a la fría lluvia porque, tarde o temprano, la calidez llega para quien la busca desde la honestidad. Esta película proporciona una buena cobertura para que la esperanza no busque la próxima botella.

jueves, 7 de abril de 2022

CANALLAS (2022), de Daniel Guzmán

 

Pringados hay en todas partes. Aunque quieran pasar por canallas listos de rondón. Y hay algunos que lo son toda la vida. Pringados y canallas. Así que hay que atarse los machos para tragar con estos tipos que pretenden timar allí por donde pasan mientras malviven al día. Es lo único que queda cuando la realidad acaba por ser tan fea que no merece ni una sonrisa. Criadillas e ingenio. Y todo lo que quieras por ti, prenda.

Ahí tenemos a los tres interfectos. Uno de ellos es el marronáceo, el que se come todos los embarques, al que le gusta presumir cuando apenas es un insecto. Tiene su gracia porque pierde aunque intente ganar y se estrella tanto que tiene los piños como un portal con dos sillas. Y en cuanto tiene guita, le vuela como las gaviotas. Además, el tío no se corta un pelo, nunca mejor dicho porque no tiene ni uno en la cabeza, y aconseja a su hija que no estudie, que eso no sirve para nada, que es mucho mejor entrenar con un yo-yo que, como todo el mundo sabe, es una carrera de futuro. Otro es el enteradillo, el que tiene recursos y no todos buenos. Se esconde detrás de una cierta agudeza lingüística de barrio desconchado. Y pica de aquí y de allá. Como una urraca que intenta robar todo lo que brilla. Por algo le llaman Brujo. El tercero es el sereno, el más asentado, la voz de la razón y quien suele poner el punto final a las discusiones. Tiene su gracia el fulano porque se ríe a la mínima y lo toma todo por la máxima. El caso es que quiere tener algo más de anchura para poder disfrutar de su pensión y de su tranquilidad. Y el tipo no aprende que, con sus dos compañeros, no va a tener calma ni para el alma.

Daniel Guzmán intenta mezclar la comedia con el realismo y sale una película algo atropellada en algún momento, con algún pico brillante y con cierta tendencia a centrarse más en los detalles que en lo que verdaderamente importa. A su lado, Luis Tosar, efectivo y divertido, y, sobre todo, Joaquín González en la piel curtida de ese timador de traje y corbata que se ve envuelto en plásticos para un tratamiento exfoliante. También hay que destacar el desparpajo en los diálogos de Víctor Ruiz en el papel de Jacinto, el anciano conquistador que sabe más que los taxistas y que se conquista a la más pintona de las abuelas, porque él es un hombre serio que conoce la calle como las rayas de la mano y se pone casco para pasar como un relámpago con su moto por las calzadas rotas de suerte. El resultado es una película ligera, divertida en algunos pasajes, estrambótica en otros, italiana de vocación y española por convicción. Un pasatiempo de canallas de piel de camiseta y maletín falso que abusa del grito, de la discusión y que acaba con autoridad en un enredo de cierta gracia.

Así que habrá que echarse mano a la cartera por si acaso ha desplegado sus alas y se va de excursión con las tonterías de tres pícaros de siglo moderno que arrastran su desgracia al mismo tiempo que su bajo ingenio. Las ventanas de los edificios de los suburbios les mirarán atónitos, tratando de encontrar algún rayo de esperanza en perdedores de vocación y liantes por devoción que intentan sacar la cabeza de la arena mientras unos y otros quieren cobrar las deudas de rastro baboso que van dejando con cierto aroma de circo de tres pistas. Mientras tanto, las mentiras se sucederán, el chanchullo tomará forma de vida y el siguiente giro podrá ser la curva más peligrosa. Perder es la consigna. Sólo los más avispados sobrevivirán. Hitler echará una mano enseñando sus dientes para completar un último golpe. Ese mismo que lleva hasta la cima de un rascacielos. 

miércoles, 6 de abril de 2022

PÁNICO EN LA CIUDAD (1975), de Henri Verneuil

 

Minos habla e insulta. Odia a las mujeres que se sienten libres. Se ve como un salvador del mundo porque ellas son un verdadero peligro. Sin embargo, Minos va a tener a un enemigo impenitente detrás de una placa. El inspector Letellier es un tipo que trabaja duro y al que no le importa arriesgarse si el objetivo merece la pena. Y Minos es una presa que debe caer porque está traspasando demasiadas líneas rojas. El pánico se extiende por toda la ciudad y las mujeres miran por encima del hombro y temen contestar al teléfono. Minos se cree un héroe. Freud hubiera explicado con facilidad su complejo de superioridad, pero es un pozo sin fondo de comportamientos erráticos que hacen difícil prever su próximo paso. Y Letellier le va a perseguir hasta el mismo infierno.

La ciudad es el campo de pruebas. Si hay que destrozarla para agarrar a un atracador de bancos, se hace. Letellier arriesgará el cuello todo lo que haga falta, pero tampoco se pone ningún límite en su trabajo. Es un perro de presa del que es muy difícil librarse y guarda las calles con los colmillos fuera. Al fondo, muy lejos, pero con la inspiración muy clara parece verse un Ford Mustang verde conducido por un tal Frank Bullitt, y, sin duda, Letellier quiere parecerse a él sólo que con su toque a la europea. Y Henri Verneuil, el director, quiere fusionar, en un intento de cierta inteligencia el giallo italiano de Mario Bava con el cine puramente policíaco que estaba causando estragos allende los mares con Popeye Doyle y su French Connection al mando. El resultado es una película interesante, con ciertos momentos de altura, como lo es esa persecución que utiliza todo tipo de complementos y que acaba de forma espectacular con Jean Paul Belmondo andando por el techo de un metro en movimiento.

Así que, con Ennio Morricone al fondo, hay que prepararse para sumergirse en una cinta llena de acción y persecución, con asesino en serie incluido y con inspector de policía inasequible al desaliento. El pecado es el móvil y la ola de sexo y lujuria que invade París se tiene que acabar. Menos mal que aún hay hombres como Jean Letellier, capaces de darlo todo con tal de agarrar al psicópata de turno y darle la vuelta hasta hacer de él un calcetín recién lavado. Además de todo ello, el asunto guarda una virtud bastante oculta y es su sorprendente realismo alejado de la manoseada espectacularidad. Todo ocurre con bastante naturalidad, incluso lo que no lo es. Su simplicidad juega a su favor porque no hay grandes juegos de efectos especiales, ni escenas enfáticamente estudiadas con los especialistas de turno. Todo es muy físico e inquietantemente cercano. El pluriempleo policial también va a pasar factura y Letellier deberá multiplicarse como un tambor de revólver girando en busca de la bala apropiada. La utilización de los escenarios como un elemento más de la trama es fundamental. Y el duelo está asegurado. Letellier quiere a Minos. Letellier quiere al atracador. Y correrá como un loco para conseguirlo.

martes, 5 de abril de 2022

LA LIBRERÍA (2017), de Isabel Coixet

 

Tal vez sea un capricho como último homenaje al hombre que ha sido todo en su vida. Abrir una librería en un pueblecito costero de Inglaterra también tiene sus riesgos. Al fin y al cabo, la cultura es un peligro allí donde llegue porque, cuanto más culta sea la gente, menos se les podrá engañar. Y leer es un ejercicio de alto voltaje. Con esas lecturas envenenadas, las personas pueden llegar a pensar y eso es inconcebible. Esa casa que alberga una librería debe ser destinada a un centro de arte donde se exhiba lo que la élite quiera. No tienen ni idea. Leer es demasiado democrático, demasiado libre. Y la libertad, ya se sabe, es enemiga de la razón.

Así que esa mujer solitaria que decide abrir la librería paseará por la playa para aclarar sus pensamientos, o colocar en el debido sitio de la estantería mental el último libro que ha paseado sus letras por sus ojos. Tratará de llevar pasión para recibir sólo la certeza de la maledicencia, de la conspiración más rastrera, de la mentira más abyecta. Simplemente porque nadie se ha dado cuenta de que los libros son esos amigos que te esperan y que impiden, mejor que cualquier otro remedio, que te sientas solo. Sólo habrá un apoyo. Tímido. Impensable. Insensato. Breve. Y, con toda probabilidad, será insuficiente.

Isabel Coixet dirigió con mimo esta historia que va más allá de las páginas de la escritora Penelope Fitzgerald para mostrar que la cultura, en muchas ocasiones, es vista como una amenaza para el poder establecido. La hipocresía se nutre de la falta de cultura, del desinterés, del adocenamiento de los que siempre deberían protestar, sí, pero con el argumento por delante. Por eso, llena de silencios la actuación tremendamente matizada de Emily Mortimer y abrumadoramente contenida de Bill Nighy y, aunque en algún tramo es posible que haya algún aviso de atasco, es evidente que Coixet rinde homenaje al libro, a los escritores, a los que los venden y, por supuesto, a los que los leen porque ninguno de ellos, sea cual sea la circunstancia, se irá de vacío.

La realidad, demasiado a menudo, se encarga de golpear cualquier sueño que está construido sobre la cultura. No hay público, o no hay ganas, o no hay voluntad, o hay miedo, o sólo hay interés, o no hay espíritu, o hay desprecio. Es duro tratar de vivir de ella porque es volátil como el humo. Y, sin embargo, deja un legado inapreciable a todos aquellos que se han atrevido con ella. Tal vez porque, cuando se abre un libro, o se ve una película, se entabla una conversación íntima y privada con cualquiera de ellos y la mirada, casi sin darse cuenta, se vuelve un poco más sabia. Eso impregna la personalidad, la hace madurar, la hace más fuerte, más incombustible y también funde la enseñanza del exterior con la privacidad interior. Una librería, allí, donde el cielo es permanentemente gris y la lluvia y el viento son las líneas de papel, puede traer a Nabokov, a Hughes, a Bradbury y a cualquier otro que un día tuvo algo que decir. Al igual que usted. Al igual que yo.

viernes, 1 de abril de 2022

EL SOSPECHOSO (1944), de Robert Siodmak

 

La rutina y el desengaño llevan a situaciones ciertamente pintorescas. Tal vez ahí mismo, a la vuelta de la esquina, hay una chica con la que se siente una especial conexión y nada pasa de una sonrisa amable y un ligero entornado de ojos. Simplemente, unos pocos ratos de pasarlo bien, de sentir algo más que el vacío, de creer, aunque sólo por unos instantes, que eres importante para alguien. Eso, a principios del siglo XX, es todo un logro y es posible que sea algo equívoco para los ojos indiscretos. Y eso es lo que le pasa al pobre Philip. Es un hombre sin demasiado carácter, apocado, empequeñecido a cada momento por su dominante esposa que, por obra y gracia del destino, conoce a una chica que no tiene trabajo ni autoestima y que se convierte en su principal razón de ser. Todo platónico y nada físico. Salvo para quien quiera ver algo más.

Así que su mujer, Cora, se entera y comete un enorme error. No lo paga con Philip, sino que pretende arremeter contra la chica. Por una vez, por una sola y maldita vez, Philip no lo va a permitir. Esa chica es importante para él. Le proporciona ratos de libertad, de relajación, de no pensar en ese triste destino empecinado en cumplirse. Va a ser la ocasión de hacer algo verdaderamente útil. A la chica le van a dejar en paz. Y a él también. Es un crimen, sí, pero el precio merece la pena porque, incluso aunque le cojan con la muerta, va a estar sin ella durante el resto de su vida.

Robert Siodmak dirigió con habilidad una historia que podría acartonarse con sólo mirarla, en una ambientación rígida, sin los recursos expresivos del cine negro, pero con la narración inmersa en un misterio de crueldad y persecución. Es posible que ambas cosas estén justificadas, pero la primera es más admisible que la segunda. Y Charles Laughton hace que nos pongamos debajo de su enorme piel para sentirlo con toda certeza. Las idas y venidas de Philip se tornan en verdaderas muestras de educación y gentileza y se llega a sentir auténtica simpatía por el sospechoso. La amabilidad también puede ser un arma para despistar y esa sabe manejarla con sabiduría. Un asesino no puede ser amable. Debe tener la carne colgándole de los colmillos.

Philip acabará desapareciendo de la escena, pero lo hará con la integridad intacta, a pesar de todo. Ha sido coherente con lo que ha hecho y con cómo ha vivido y, lo que es mejor, ha acabado dando vida con una muerte. Si no hubiera cometido el asesinato, hubiera terminado dando muerte con la vida. A veces, la ironía se instala con saña en la inocencia y es necesario tomar decisiones drásticas que pueden llevar dolor, pero también una buena porción de tranquilidad. Aunque el final del camino sea una horca. El precio se paga con gusto. Basta con levantar el sombrero una última vez, saludar y desear las buenas noches. La culpabilidad, excepcionalmente, también se saborea.