martes, 28 de febrero de 2023

HOMBRES DE INFANTERÍA (1953), de Richard Brooks

 

Quizá los instructores deban ser realmente duros para que la vida en el frente sea lo más larga posible. De ahí vienen los gritos, las exigencias, los castigos, las llamadas de atención. Cuando se está en primera línea, cualquier detalle puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. No pasa nada por morir un poco en el campamento de instrucción si eso quiere decir que se volverá con vida del campo de batalla. El Sargento Thorne Ryan sabe lo que es arrastrarse bien pegado al suelo para que las balas no le arranquen la cabeza. Ha estado allí y ha visto las lágrimas, los deshechos y cuánto vale la vida de un hombre. Por eso aquí es implacable. Sin embargo, Ryan también es un ser humano. De vez en cuando, se va con su amigo, el afable Sargento Holt, a tomar unas copas al pueblo más cercano. Y allí, detrás de la trinchera de una barra, hay una mujer muy hermosa. Demasiado. Tanto, que los dos amigos caerán rendidos a sus encantos. Y eso empezará a separar su amistad y, de paso, destapará los problemas de Ryan, que desahogará su furia, su decepción, su ira y su derrota sobre los malditos reclutas que no saben coger un fusil con firmeza.

Dispare, Ryan, dispare. Acabar con todo, al fin y al cabo, no es tan mala idea. Holt no merece tu desprecio y, menos aún, ella. También ha sufrido. También ha llorado. Aunque en sus ojos se hallen las promesas de todos los cielos. Ella es todo lo contrario del enemigo y aún no ha terminado de llorar. Buscará unas cuantas razones para salir adelante en el fondo de un vaso con hielo y veneno porque no ve a Ryan, y tampoco a Holt. Sólo ve que todo ha saltado por los aires. Como una granada que no se atreven a lanzar los reclutas. Como un fusil temblante ante la visión de la diana. Nada es seguro en tiempo de guerra. Sólo la muerte. Sólo la muerte.

Richard Brooks posee un díptico interesante para homenajear a los hombres que se dejan la piel en combate con esta película y Campo de batalla (Battle Circus). En ellas también viene a decir que, por mucho que un hombre quiera acudir a defender a su país, no podrá hacerlo si no tiene una base de amor en algún lugar de su corazón. No se trata de ser un asesino, sino de ser un combatiente. Se puede estar o no de acuerdo con esta opinión, pero Brooks, desde luego aún lejos de sus mejores películas, cree que esos hombres obligados a vestirse con el uniforme merecen cierto respeto. Sin heroísmos. Sin exaltaciones patrióticas. Sólo con su honestidad encima y su carga vital. Esa misma que se irá gastando mientras toman una colina o llenando de polvo por arrastrarse por el suelo de Corea. Y la película, algo típica en algunos tramos, acaba por ser interesante, ligeramente ambiciosa en su modestia, fácil de ver con las interpretaciones de Richard Widmark, Karl Malden y la bellísima Elaine Stewart, además de un interesante reparto de actores que, más tarde, tuvieron su momento de fama en la piel de los incautos reclutas. Son hombres de infantería y nada les podía detener.

viernes, 24 de febrero de 2023

EL TRIÁNGULO DE LA TRISTEZA (2022), de Ruben Östlund

 

Es necesario relajar esos ceños fruncidos. A eso se aplica esta historia aunque juegue con cosas que no dejan de ser serias. Por ejemplo, la revolución de la clase obrera que, al ejercer el poder, se niega a perderlo aunque ello signifique la supervivencia y el regreso a una aparente normalidad de ricos y pobres. O, también, el estúpido afán por complacer a los que tienen el bolsillo repleto dándoles la razón hasta cuando no la tienen. O, incluso, esa absurda ambición masculina por plantear una polémica que no va a ser entendida por la pareja ni en sueños. Sueños…eso sí puede ser serio. Sobre todo, si residen en la cartera llena y en la total falta de escrúpulos del ser humano, sea de arriba o de abajo.

Así que ahí se mueven una serie de personajes a bordo de un yate de lujo que tienen que sufrir una noche de aúpa porque coincide la tradicional cena del capitán con una marejada que hace que se remuevan los hígados hasta ver la luz. Están tan ocupados con sus cosas del correr hacia arriba y hacia abajo tratando de encontrar un momento de paz para el estómago que apenas pueden darse cuenta de que la desgracia va a ocurrir muy en serio y que la estupidez congénita hace que pasen necesidades cuando están en un lugar que tiene de todo. Mientras tanto, pues derivamos un poco desde Titanic a El señor de las moscas, y de este modo, llegamos a la seguridad de que no hay remedio para tanta estulticia y que, a pesar de todo, sólo nos queda relajar ese ceñito fruncido que se ha instalado de forma permanente en nuestras actitudes y nuestras reacciones.

Difícil y extraña película de Ruben Östlund que oscila entre el rechazo y la carcajada gamberra. Más que nada porque toca esos temas delicados con el fin de reírse de todos ellos (“la diferencia entre un comunista y un capitalista es que un comunista lee a Marx y a Engels y un capitalista comprende a Marx y a Engels”), le añade una pizca de instinto destructivo, le pone a todo unas cuantas copas de escatología supuestamente graciosa y ya tenemos la película incómoda, procedente de lugares muy fríos, que encantará a unos cuantos críticos de cine, agradará a los que están deseando prender una mecha para que todo se vaya al fondo del mar y espantará a los que creen que van a ver una película bonita y con sentido del humor tradicional. Lo cierto es que, si entras en el juego que propone Östlund, no se pasa mal, aunque tiene un trecho bastante largo que no hace más que subrayar lo que quiere decir y que se lo podría haber ahorrado para hacer una película algo más corta que esos 159 minutos que pesan como si fuera un venerable traficante de armas.

Dentro de su originalidad, también hay instantes de vomitiva simpleza, algo que suele afectar a bastantes creadores que creen haber descubierto las ostras con caviar ruso e, incluso, a su favor hay que señalar que Östlund reparte leña hacia todos porque, al fin y al cabo, nuestra condición humana, corrupta, fiera y de ventaja, nos une. Y, por supuesto, también se guarda un par de carcajadas crueles hacia aquellos burgueses que tratan de bajar escalones para hacer lo que sí sabe llevar a cabo un proletario. En este crucero de la revolución, hay petardos hasta para las supuestas charlas motivacionales de cualquier equipo, la bobada continua del mundo de la moda (deslizando que, en ese terreno, no hay igualdad salarial con las mujeres) y la erótica del poder que es más sensual que cualquier otra cosa que podamos imaginar. No todo se puede comprar con dinero, pero sí es mucho más fácil si se tiene. Y eso sí que encrespa esos ceños fruncidos que tanto gritan cuando quieren, sencillamente, porque es ser parte de aquello mismo que critican. 

jueves, 23 de febrero de 2023

ELLAS HABLAN (2022), de Sarah Polley

 

Érase una vez un lugar en medio de unas plantaciones sin fruto en el que los hombres hacían lo que querían y trataban a las mujeres como esclavas. Ellas no tenían derechos de ningún tipo. No podían ir a la escuela, tenían prohibido pensar, no debían leer ni escribir y su función era únicamente reproductiva y, por supuesto, eran sólo víctimas de los apetitos sexuales de cualquier desaprensivo que pasara por delante de sus casas. Un día, las mujeres decidieron. Reivindicaron el derecho a decidir. O no hacían nada, o se quedaban y luchaban o se marchaban. Y se dejó que unas pocas de ellas hicieran del pajar su parlamento y, con escaños como balas de paja, cavilaron sobre cómo escapar del patriarcado opresor.

Curiosamente, a pesar de las modas y de los modos, la acción no discurre en ningún futuro distópico sino en 2010, como dando a entender que, en pleno siglo XXI, el atraso llega a ser tan evidente como lo podía ser en los viejos tiempos de los colonos que se atrevieron a conquistar la frontera del Medio Oeste. Los hombres son la bestia parda, a excepción del sensible maestro del lugar, enamorado de una de las ponentes y condenado a la soledad por culpa de su complicidad. Las mujeres, todas vistas bajo el prisma de la comprensión, ostentan distintas posiciones. Unas quieren resistir, otras quieren la venganza, otras optan por el perdón y alguna por el tancredismo. Lo que está claro es que no hay macho bueno, sólo hembra buena. Por mucho que en algunos puntos de sus interminables conversaciones haya algo de razón, el maniqueísmo llega a ser algo chirriante. Y no es que haya ofensa. Es que así no se va a ninguna parte.

Sarah Polley, de la que siempre se guardará un inolvidable recuerdo en la maravillosa y lacerante El dulce porvenir, dirige esta película con un cuadro de actrices muy competentes entre las que sobresalen las dos Lisbeth Salander estadounidenses, Rooney Mara y Claire Foy. La aparición casi fantasmagórica de una adusta Frances McDormand es muy simbólica por mucho que la perjudique la brevedad de su papel. Ben Whishaw consigue una cierta aura de fragilidad en su papel de profesor rural que levanta acta de las reuniones, y el resultado es una película prolija, sin pegada suficiente como para conseguir algo aprovechable en sus objetivos descaradamente feministas porque, sencillamente, aburre. Hay reacciones en los personajes que no son lógicas, ni educadas, probablemente porque la rabia domina y ahí es donde se pierde la razón. Al hombre, en sí mismo, nunca se le ve, como si fuera el enemigo de La patrulla perdida, de John Ford, luego no se incorpora la maldad aunque se sabe porque las mujeres insisten en ello y, por supuesto, todo es cierto. Se hace la oportuna visita a la transexualidad (de mujer a hombre, no al revés que es la más problemática), y se cambia de opinión introduciendo, de paso, un buen puñado de pequeñas preocupaciones femeninas que, sin duda, son importantes, pero puede que no sean tan prioritarias como ganar los derechos de igualdad, básicos y de libertad que todo ser humano, sin distinción de sexo, merece.

Así que no olviden encenderse un par de cigarrillos en pleno pajar y comenzar a marcar el rumbo de la huida como sinónimo de comienzo de la felicidad a través de ese pulgar en línea recta con la Cruz del Sur. De esa manera, nadie podrá decir que se ha perdido en una película cuya mayor virtud es que no engaña y cuyo mayor defecto es su vocación claramente teatral. Todo es muy cruel, todo es hiriente y se debe ser sensible a todo ello, pero los clichés siempre llegan a ser extremadamente peligrosos.

miércoles, 22 de febrero de 2023

CARLOS SAURA: EL CINEASTA SINCERO

 

 

            Si el estilo y la fuerza del Nuevo Cine Español estaba en el talento incuestionable de Miguel Picazo y la sobriedad de las adaptaciones literarias se hallaba en la obra de Mario Camus, se podría decir que el oscense Carlos Saura ha sido el mejor de todos ellos con la realización de una obra impecablemente coherente dentro de ese movimiento de jóvenes que salieron de la Escuela Oficial de Cine a principios de los años sesenta y consiguieron hacer cine con el título bajo el brazo.

 

            Carlos Saura abandona sus estudios de ingeniería industrial para ingresar en la Escuela de Cine de donde sale graduado en 1957 con la realización del cortometraje La tarde del domingo donde incidía en el estilo neorrealista a través de la historia de Clara, una joven criada que apenas sabe leer que, en la tarde del domingo, queda con otras compañeras para pasear por el Retiro sin conseguir paliar su tremenda sensación de soledad, acentuada por el hecho de que, el domingo siguiente, todo volverá a ser exactamente igual.

 

            Sus primeras intenciones al ingresar en la Escuela Oficial de Cine fueron dirigidas hacia el documental y a ello se aplicó cuando recibió un encargo del Ayuntamiento de Cuenca a la vez que entraba como Profesor de Prácticas Escénicas en la misma Escuela. Durante cuarenta minutos, en el documental Cuenca, Saura describe, con frialdad casi germánica, un retrato turístico de las tierras conquenses y sus gentes, sin ningún añadido, sin ningún artificio, dando primacía a la autenticidad que se vio aún más subrayada al contar con ínfimos medios de producción limitados a una cámara, un automóvil y unos cuantos metros de película de baja sensibilidad lo que hizo imposible cualquier secuencia rodada en interiores. Con la voz en off de Francisco Rabal, Saura consiguió un acertado retrato de La Mancha conquense, con leñadores y segadores buscando la sombra y el calor abrasador envuelto en silencio. Lo cierto es que con estas paupérrimas armas, la película alcanza una cierta resonancia entre la crítica llegando a ser portada de la revista Film Ideal y apreciando una conexión entre esta película y Gente de mar, de Carlos Llanos y Antonio Álvarez y, sobre todo, con Las Hurdes, tierra sin pan, de Luis Buñuel, una de las referencias indispensables para el propio Saura.

 

            La película obtiene una mención honorífica en el Festival de San Sebastián y el Segundo Premio Sindical Cinematográfico. Saura siempre creyó que era una obra modesta que intentaba poner una piedra de toque en el camino del documental español, tan poco valorado y divulgado.

 

            Con este equipaje, Saura aborda el rodaje de Los golfos con un guión co-escrito con Mario Camus y el novelista Daniel Sueiro. En ella, Saura hace un acercamiento a un grupo de jóvenes que sobreviven a base de pequeños hurtos y que creen que el futuro reside en el éxito como torero de uno de ellos. Con un estilo que se ha dado en llamar como neorrealista cuando, en realidad, se acerca mucho más al realismo, el director oscense tiñe toda la historia de un marcado tono periodístico que tiende hacia la misma radicalidad al proponer que nadie puede prosperar en una sociedad capitalista si no es a través de la delincuencia. La película tiene enormes problemas para poder estrenarse y, a pesar de estar realizada en 1959 y estar fuera del inicio de la corriente del Nuevo Cine Español, no consigue estar en cartel hasta 1962 aunque de forma casi clandestina. La crítica la destroza y el público, sencillamente, no llega a conocerla. Todo un fracaso que, sin embargo, espolea a Saura para abordar su siguiente proyecto.

 

            Después del rechazo continuado de la censura a su guión de La boda (años después cristalizaría con el rodaje de Peppermint Frappé), Saura decidió rodar la historia de José María “El Tempranillo”, un personaje situado al margen de la ley pero de decidida raigambre popular. Nuevamente co-escrita al alimón con Mario Camus, Saura abandona el camino del neorrealismo para introducirse en los códigos del género picaresco de una manera crítica al abordar la figura de un delincuente cuya figura fue utilizada a favor de la propaganda oficial.

 

            Llanto por un bandido contó con un reparto internacional que incluía a Francisco Rabal en el papel protagonista, secundado por Lea Massari, Philippe Leroy y Lino Ventura. Lo que parecía que iba a ser una producción de campanillas se quedó en una financiación muy limitada. No en vano Saura recuerda las penurias del rodaje con una patente falta de figuración, sin contar con especialistas y con solo cinco metros de vía para hacer travellings. Aún así Saura se acerca a otras películas de contrastada calidad sobre el bandidaje español como Carne de horca, de Ladislao Vajda y, sobre todo, la maravillosa Amanecer en Puerta Oscura, de José María Forqué. Con magistral pulso, el director dejó de lado cualquier connotación romántica hacia el bandido-héroe y optó por una visión más estilizada de la historia, con referencias a Goya, con una espléndida luminosidad en la escena gracias a la fotografía de Juan Julio Baena y con una serie de escenas que delatan el toque de Saura, su sentido de la estética cinematográfica que acaban por ser islas de una película que no llegó a ser buena, pero que se hallan en lo mejor que ha rodado nunca.

 

            Es evidente que en el combate de José María “El Tempranillo” contra las fuerzas del absolutismo de Fernando VII existe una crítica feroz hacia el franquismo y, por ello, la censura mutila algunas secuencias antes de su estreno, el 1 de septiembre de 1964. Entre ellas, una en la que aparecía Luis Buñuel como un verdugo que ajusticiaba a varias figuras de la intelectualidad junto a Antonio Buero Vallejo en el papel de alguacil.

 

            La crítica saludó a la película como “un álbum de preciosos cromos” de forma despectiva, pero también se reconoció la valía de una cinta que trataba de inscribirse en el cine comercial sin renunciar a su ambición como cine de autor. En especial se destacó el famoso duelo a garrotazos entre Francisco Rabal y Lino Ventura con las piernas enterradas en el barro hasta las rodillas como traslación del famoso cuadro de Goya, una secuencia inusual en cuanto a calidad que delataba la valía de Saura como director.

 

            La siguiente película fue la que marcó definitivamente toda la carrera posterior de Carlos Saura. La caza, un guión co-escrito con Angelino Fons, era el vehículo ideal para que el oscense demostrara sus habilidades con un cuadro muy reducido de intérpretes y un paisaje desolado como prácticamente único escenario. El guión fue de productora en productora hasta que cayó en manos de Elías Querejeta, que se comprometió a co-producir la película con el propio Saura. Su título original era La caza del conejo pero hubo que modificarlo porque la censura veía una referencia al órgano sexual femenino. Así nació una de las mayores cumbres que se han realizado nunca en el cine español.

 

La misma historia de siempre. La envidia tan típicamente española. El calor tan típicamente español. El cotilleo tan típicamente español. La sangre hervida tan típicamente española. La muerte inútil tan típicamente española. No nos soportamos. Somos incapaces de vivir en paz y en armonía. Cada uno tiramos hacia nuestro lado porque es lo que más nos mueve y, casi siempre, en la dirección equivocada. El señorito. El siervo. El perdedor. El joven. Todo se arregla de un manotazo y listo. Y tampoco es que sea una decisión muy pensada. No hay planificación previa. Sólo un momento de ira sin control y vamos a por ello. No hay que pararse en consideraciones tan simples como la reconciliación nacional, el vivir juntos que siempre nos hace más fuertes, el perdón, la comprensión, la reconciliación social y, sobre todo, el futuro. Un futuro que ya condenamos de antemano a vagar desorientado, sin rumbo fijo, con la mirada llena de pánico y el miedo presente. Españoles. Raza de cazadores de sí mismos. Un cuento de nunca acabar que cansa en medio del sol de justicia. De justicia. La que no ha habido nunca, ni nunca la habrá.

 

Da lo mismo cazar conejos que cazar hombres. Todos somos hurones que nos introducimos en madrigueras para agarrar a la presa y no soltarla de nuestros dientes repletos de rabia. De eso nos sobra. Rabia. Rabia contra el más débil. Rabia contra el más poderoso. Rabia contra el que triunfa. Rabia contra el que pierde. Invadir vidas sin pensar en el daño que se puede causar. Estar en el bando de los que vencen es muy fácil. Lo difícil es permanecer en el bando que nos hace personas de bien, deseosas de construir algo con un nexo de unión, ataviadas con el trabajo de nuestras manos y el buen humor del que tanto hacemos gala cuando nos viene en gana. Cuevas vacías en pechos henchidos de falso orgullo. Cuevas como símbolos en humillaciones sentidas que suplícan una revancha que no llevan a ninguna parte. Como esa España de rumbo perdido hace mucho, mucho tiempo. Hecha de personas que huelen a pólvora vieja y sudor seco, a camisa blanca y venganza oportuna. Siempre intentándonos destruir. Siempre regodeados en la derrota en un país de perdedores.

 

El blanco y negro parece el color de un campo cualquiera de Castilla mientras el olor a paella y a whisky de garrafa parece inundar las sensaciones. Una tonadilla sesentera y una mala contestación. Una maldición y un disparo. Un muerto de la estúpida y vergonzante guerra que no se olvida. Otro camino abierto hacia la separación, hacia el rencor más rancio, hacia el cansancio más perdurable. Carlos Saura lo supo bien y nos dejó algunos metros de película que no guarda ninguna contemplación con las debilidades tan típicamente españolas. Esas mismas debilidades crueles que causan muertes, diferencias, odios, rupturas, uniones contra natura e imposiciones sordas. Nada es lo que parece salvo un español. Y unas cuantas balas se encargarán de demostrarlo con la saña que tanto nos caracteriza.

 

            Saura contó con cuatro actores excepcionales, de una calidad fuera de lo común, que dieron carne al sudor e intensidad a la tragedia. Ismael Merlo, Alfredo Mayo, José María Prada y Emilio Gutiérrez Caba son auténtico arte en sus frases llenas de palabras punzantes y pasados resentidos. La fotografía, muy poco contrastada, de Luis Cuadrado aumentó la sensación de claustrofobia en un espacio abierto y la dirección de Saura fue medida y precisa, sabiendo lo que quería contar y cómo quería contarlo. No en vano, tras obtener la calificación de “interés especial” por parte de la Dirección General de Cinematografía, fue premiado con el Oso de Plata a la mejor dirección del Festival de Berlín mientras los críticos de la nouvelle vague saludaban a la película como una demostración de que España también tenía su propio movimiento de renovación del cine con aún mayor mérito que los demás, dadas las condiciones políticas existentes. La repercusión internacional de la película llega hasta tal punto que el propio Sam Peckinpah la cita como una de sus títulos de referencia y la Crítica de Nueva York la sitúa como uno de los tres mejores títulos del año.

 

            También el Círculo de Escritores Cinematográficos le otorga el premio a la Mejor Película del año, al mejor actor para Alfredo Mayo, a la mejor fotografía para Luis Cuadrado y al mejor actor novel para Emilio Gutiérrez Caba y su estreno tiene lugar en Barcelona el 9 de noviembre de 1966 siendo un éxito total con más de 340.000 espectadores y dejando unos beneficios que cuadruplican la inversión de Querejeta y de Saura. Lo curioso de todo ello es que la crítica no acabó demasiado convencida, sin duda atrapada tras el mensaje que destilaba la película del director de Huesca y, salvo alguna publicación especializada como Nuestro cine, la prensa generalizada advirtió de que era una película de gran factura técnica, pero lastrada por un argumento que se hundía en tiempos muertos y en el que se creía advertir claras referencias al estilo de Luis Buñuel como máxima preocupación estilística. No fue suficiente. El público respondió y Saura obtuvo el reconocimiento internacional. Y lo que aún es más importante: independencia para abordar su siguiente proyecto.

 

            Después de los problemas que tuvo para llevarla adelante a principios de los años sesenta, Peppermint Frappé es una película que Saura escribe con Angelino Fons y con Rafael Azcona y que se convierte en un intento de muy alto nivel de indagar psicológicamente en las consecuencias de la represión franquista. Con un trío protagonista soberbio, formado por José Luis López Vázquez, Geraldine Chaplin y Alfredo Mayo, Saura pone en juego referencias fundamentales en su cine como las relativas a Luis Buñuel en las continuas alusiones hacia el pueblo de Calanda a través de ese personaje onírico que oprime al protagonista (López Vázquez) y también en esa obsesión por la dualidad de la mujer tan presente en el cine del maestro, así como Alfred Hitchcock en ese final en el que el sueño se convierte en realidad y que remite directamente a Vértigo. En cualquier caso, la película es profundamente desasosegadora, retratando al perfil del español medio reprimido sexualmente, envidioso por naturaleza e incapaz de asumir las nuevas realidades que se avecinan.

 

            Lo cierto es que la película es la consolidación definitiva de Carlos Saura a nivel internacional. El Festival de Berlín le concede por segundo año consecutivo el Oso de Plata a la mejor dirección y el Festival de Cannes desea que la película entre en la sección oficial. Sin embargo, la celebración se suspende por los acontecimientos del mayo del 68 en toda Francia (con François Truffaut encabezando el gremio cinematográfico y con el apoyo del propio director y del productor Elías Querejeta) y Saura se tiene que conformar con varios premios del Círculo de Escritores Cinematográficos que otorgan la distinción de mejor película a Peppermint Frappé, mejor actor a José Luis López Vázquez, mejor guión a Fons, Azcona y Saura y mejor fotografía al magnífico trabajo de Luis Cuadrado.

 

            Se estrena el 9 de octubre de 1967 en el cine Conde Duque de Madrid con un enorme éxito de público. La crítica la alaba con matices porque ven en ella la condición insoslayable de una descripción de las consecuencias de la represión moral franquista. Saura, aquí, vuelve a darle a Cuenca una entidad primordial, pero desde una perspectiva tan moderna que la película sigue enturbiando la mirada al reunir en una misma historia a Eros y a Tánatos con la fuerza del genio español lo cual hace que pueda ser extrapolable a cualquier ciudad del pequeño mundo en el que vivía entonces el país. Una obra imprescindible, carismática e histórica que revela la inspiración por la que pasaba por entonces un director deseoso de contar de forma diferente sin dejar de aprovechar la oportunidad para deslizar una crítica, quizá más social que política, hacia el conformismo y la natural tendencia hacia la comodidad.

 

            Menos contundente fue la incursión de Saura en el género de la road movie española. Stress es tres tres es un recorrido por los celos, el voyeurismo y la sensualidad que, quizá, se posicione un poco en la sintonía de Dino Risi con La escapada y el cine del desarrollismo italiano. Con un guión del propio Saura y de Angelino Fons y, de nuevo, con la producción de Elías Querejeta, se pone en juego al típico triángulo amoroso que, paulatinamente, se va convirtiendo en una siniestra realidad paranoide que desemboca en un tratado sobre el deseo. La confirmación de un supuesto engaño sentimental se transforma en una obsesión y Saura maneja con soltura ese descenso a los infiernos que experimentan un especulador inmobiliario (Fernando Cebrián), su coqueta esposa (Geraldine Chaplin) y un atractivo arquitecto soltero que trabaja con el marido (Juan Luis Galiardo) mientras recorren las carreteras almerienses en busca del mar. Así, Saura plantea el dilema de la sociedad española de la época, ansiosa de cambio y, al mismo tiempo, reacia al mismo a través de ese delirio psíquico que experimenta el marido, propiciando encuentros a solas entre su mujer y su amigo para poner a prueba la fidelidad de ella. La alucinación obsesiva aparecerá por magia y obra de la sugestión y el marido querrá ver lo que nunca ha ocurrido. Tal vez, en su interior, se ha plantado la semilla de un futuro asesinato. El drama se ha instalado en las entrañas y Saura remueve las conciencias. Aunque es posible que en esta ocasión no se atreva a ir al fondo de la historia. En cualquier caso, aún estando por debajo del nivel que demostró con La caza y con Peppermint Frappé, el cineasta consigue una estupenda película, que burla a la censura con inteligencia y quizá hay algo en toda ella que recuerda ligeramente al primer Polanski de El cuchillo en el agua.

 

            La película se presenta en septiembre de 1968 en el Festival de Venecia y aunque es bien recibida, no consigue ningún premio. Su estreno en España tiene lugar el 4 de noviembre de 1968 y la crítica alaba el contexto social y también el ambiente que rodea a toda la historia aunque se esmeran en recalcar que el guión es “repetitivo” y que los diálogos tienden a la “vulgaridad”. El público responde con cierto entusiasmo y, sin llegar al éxito que suponen sus dos anteriores películas, Saura consigue mantener tal prestigio que muchos de los cinéfilos de los años sesenta consideran que el mejor cineasta europeo es Ingmar Bergman y, justo detrás, va Carlos Saura.

 

            Envalentonado por esta consideración internacional, Saura decide entrar en el universo de Bergman con su versión ibérica de Secretos de un matrimonio, solo que cuatro años antes que el maestro sueco. Sin embargo, el director es muy consciente de esta semejanza porque, incluso, elige a un actor sueco para el papel protagonista de su película, Per Oscarsson. Junto a él, Geraldine Chaplin, que también firma el guión junto al propio Saura y Rafael Azcona. Así es cómo nace La madriguera.

 

            El retrato de un matrimonio burgués que está entregado a la vida fácil y moderna por parte de Saura, resulta ser un oculto esbozo de las frustraciones de la clase media-alta propiciada por la abrupta irrupción de un pasado que debería permanecer en el olvido. El susurro y lo íntimo son armas a las que agarrarse en una trama con pocos asideros para el espectador y Saura, una vez más, muestra la magnitud de su maestría con argumentos inquietantes que no hacen sino cumplir su misión metafórica de una sociedad al borde del colapso.

 

Esta mordaz crítica a los convencionalismos participó en el Festival de Berlín sin llevarse ningún premio y fue estrenada en España en el cine Capitol de Madrid el 14 de julio de 1969 y, curiosamente, aquí se dio el fenómeno contrario. El público no respondió con entusiasmo, pero sí la crítica, que confirmó a Saura como el realizador español más importante de la época y como un hombre que sabía qué contar y cómo contarlo.

 

            Al año siguiente, Saura rueda El jardín de las delicias, con un guión de Azcona y de él mismo. Una fábula sobre un constructor (José Luis López Vázquez) que tiene un accidente de tráfico y queda postrado en una silla de ruedas y con amnesia. El problema es que solo él sabe la combinación de la caja fuerte y el número de cuenta que posee en Suiza y la familia representará ante él todo tipo de escenas de su pasado para hacer que recupere la memoria. Lejos de desear la pronta recuperación del convaleciente, la familia hace gala de una crueldad infinita y nuevamente Saura nos coloca en un lugar incómodo, casi inaccesible que, además, se cuida de tocar y hundir cuando el accidentado comienza a recuperarse en el mismo momento en que tiene un arma a mano. España vista desde los dos lados en una curiosa relación de complicidad con el público. A pesar de ello, la película se ha resentido ligeramente del tiempo transcurrido desde su realización. Con un leve tono satírico, el gran mérito de Saura es no haberse decantado por una película que, a priori, podría parecer fácil en su planteamiento, convirtiéndose en una astracanada de poco valor. Saura pone el dedo en la llaga y, aunque no sea uno de sus más conseguidos trabajos, sí es una crítica hasta violenta de una clase media encallada en valores materiales, carente de sentimientos y condenada al aislamiento por parte del resto de la sociedad.

 

            La película se estrena el 2 de noviembre de 1970 en el cine Pompeya de Madrid y la crítica dice de ella que “no es una obra de arte, pero sí es un espléndido ejercicio intelectual”. El público responde con timidez y la película gana el Premio Sant Jordi a la mejor del año. Lo cierto es que en ella, Saura se atreve a introducir mensajes inequívocos sobre la deshumanización de una sociedad que camina hacia el materialismo sin remisión y lo hace con inteligencia, con sentido de la responsabilidad, con un cierto aire de burla y manteniendo la etiqueta de cineasta de muy notable interés, una consideración que será elevada con su siguiente película.

 

            Con Ana y los lobos, Carlos Saura quiso fotografiar el estancamiento de la sociedad tardofranquista, paralizada en sus roles tradicionales de Ejército, Iglesia y burguesía que comienza a temblar cuando viene un soplo de aire fresco procedente del extranjero. Con un guión firmado por él y por Rafael Azcona, el director nos propone una crítica sin precedentes que, incluso, llega a afirmar que la siguiente generación ya está perdida porque ha nacido con el vicio de la anterior. No cabe duda de que aquí, la historia es mucho más coral y que el reparto que acompaña al director es de auténtico lujo como esos tres hermanos interpretados por José María Prada en la piel de ese coleccionista de trajes militares y de pobreza de espíritu manifiesta, Fernando Fernán-Gómez como el encargado de perseguir incansablemente una unión mística con Dios, y José Vivó como el enloquecido escritor de cartas eróticas que resulta ser un trasunto de la clase más burguesa y, por tanto, más aburrida. Dominando el conjunto la maravillosa Rafaela Aparicio como la madre de todo el clan, obsesionada con la muerte y siempre al borde del ataque de nervios, acompañada de la estupenda Charo Soriano en la piel de la esposa de Vivó, presa de tendencias suicidas y, por supuesto, la musa del director, Geraldine Chaplin, interpretando a Ana, la espectadora atónita que toma partido y gran parte de la iniciativa.

 

Aunque fue una película de fulminante éxito en España fue poco entendida en el extranjero probablemente por la falta de contexto. Ese final en el que se apuesta por la destrucción, el aniquilamiento de todo lo que venga de fuera, de todo lo nuevo que se pueda introducir en las estructuras de poder de la mansión más española, garantizando su continuidad, fue difícil de tragar en algunos países a pesar de que Saura templa el estilo con gusto, con cautela, reduciendo el sarcasmo al que puede dar lugar la historia a una sonrisa de advertencia aunque triste y desalentada. De lo que no cabe duda es que Ana y los lobos fue una de las escasas excepciones de calidad de nuestro cine en el desolador panorama cinematográfico de los setenta.

 

La película se estrenó en el cine Amaya de Madrid el 16 de julio de 1973 resultando un éxito de público y de crítica que, sin ningún pudor, alabó sin precedentes la valentía de Carlos Saura como director al proponer una metáfora tan directa de una sociedad que se hallaba estancada a la sombra de un régimen que estaba dando sus últimos coletazos y que mostraba signos de debilidad permitiendo un mayor margen en la aún inexistente libertad de prensa.

 

El pasado depende de los puntos de vista de quienes lo vivieron y en La prima Angélica, Saura pone a prueba la fiabilidad de la memoria mirando hacia Marcel Proust y En busca del tiempo perdido, hacia Ingmar Bergman y su maravillosa Fresas salvajes y hacia esa forma de ver la vida que tanto gustó al director oscense cuando los niños jalonan nuestros recuerdos. Con guión suyo y, nuevamente, de Rafael Azcona, Saura ajusta cuentas entre presente y pasado para decirnos, bien a las claras, que, para ser libres, hay que librarse de lo anterior. Para ello cuenta con un actor enorme, José Luis López Vázquez, que da vida a ese Luis que regresa a la casa donde, de niño, tuvo que vivir la guerra civil por aquellas casualidades que ocurren y, por ende, a esa prima de la que estuvo infantilmente enamorado, convertida hoy en una mujer casada. No en vano, ese personaje tímido y frustrado, que nunca ha superado aquel primer enamoramiento, otorga el mismo físico al padre de su prima y al que hoy es su marido, representación clara de sus ataduras morales contra las personas que le alejaron de ella. Así, el propio López Vázquez con su físico ya adulto, vuelve a rememorar aquellos juegos que eran casi declaraciones de amor para encontrarse de nuevo con una realidad que le oprime y le aplasta. Y, sobre todo, un estudio sobre la memoria traicionera, que ha fabricado realidades con las que hay que convivir sin ser exactamente verdades. Así, Saura, asumiendo la contracorriente, nos coloca por una vez en un viaje que no es iniciático, sino demoledoramente final. La Iglesia castrante y la maldad de los falangistas también se hacen presentes y Saura sortea la censura con una habilidad magistral. Después de tres rechazos del guión, se hacen unas cuantas advertencias al productor Elías Querejeta para que se cambie toda alusión al falangismo y se suprima una escena de carácter erótico. Querejeta acepta los cambios y se lo comunica por carta al entonces Ministro de Información y Turismo Fernando Liñán Zofio y se firma el permiso de rodaje el 18 de diciembre de 1973. Dos días después se produce el atentado que acabó con la vida del Presidente del Gobierno Luis Carrero Blanco y el ministro abandona su cargo. El 3 de enero de 1974, toma posesión el nuevo gobierno a cargo de Carlos Arias Navarro y es entonces cuando Querejeta y Saura deciden mantener todo el guión tal y como se presentó, aprovechando el desconcierto reinante y un cierto vacío administrativo. La película se rodó tal y como se concibió salvo la escena erótica que quedó rebajada en el tono. Y todo para intuir lo que pudo ser ese niño convertido en hombre cuando era niño sin pensar que sería hombre. La película es desoladora e impresionante y Saura cierra su etapa de cine en dictadura con uno de sus mejores trabajos. La evidencia de que no era un cineasta cualquiera sino uno de los primeros nombres de la cinematografía europea y mundial.

 

Saura gana el Premio Especial del Jurado del Festival de Cannes y se estrena en el cine Amaya de Madrid el 29 de abril de 1974 con airadas protestas por parte de la prensa afín al Régimen. Grupos ultrarradicales de la derecha comienzan a llamar al boicot y se envían anónimos amenazantes al director, al productor y a la empresa del cine donde se exhibe. El 11 de mayo, unos días después del estreno, unos individuos se presentan en el cine con el propósito de robar la copia, entran en la sala de proyección y roban doce metros de película. Unos días más tarde, un grupo de falangistas irrumpen en el patio de butacas y lanzan bolsas de pintura a la pantalla y bombas fétidas con gritos injuriosos contra Saura y a favor de la Falange. Ante tal situación, se da orden desde el Ministerio del Interior para que la policía vigile permanentemente la entrada del cine para evitar más altercados. Pero no acabó ahí la historia. La película se estrena en Barcelona en el cine Balmes el día 13 de mayo de 1974. La policía también guarda la entrada con celo pero, dos meses después de su estreno, el 11 de julio se produce una explosión en el cine con la colocación de un artefacto casero con un bidón de gasolina. No hay que lamentar daños personales, pero sí cuantiosos daños materiales en la sala y, sobre todo, el daño que se hace a la libertad.

 

La reacción de la gente del cine no se hace esperar con cartas a los periódicos expresando la repulsa por los acontecimientos absolutamente contrarios al más elemental de los respetos. Entre los firmantes se hallan Román Gubern, Pere Portabella, Vicente Aranda, Jaime Camino, Francisco Rovira Beleta, Eusebio Poncela, José María Forn, Ricardo Muñoz Suay o José Luis Guarner. La distribución de la película comienza a encasquillarse y los Gobernadores Civiles de Valencia y Málaga deciden no proyectarla en sus provincias. La distribuidora pide cambios en la película a Querejeta, que se niega en redondo. Se reúne el productor con los distribuidores y con los responsables del Ministerio y se reanuda la exhibición.

           

Como no podía ser menos, tanta polémica alrededor de una película tan importante hizo que La prima Angélica fuera el mayor éxito económico en la filmografía de Carlos Saura, recaudando ella sola más que la suma de todas sus obras anteriores. Una confirmación más de la tesis sobre la que se sustenta la misma película. La libertad es el mejor vehículo para el descubrimiento. Y no es menos cierto que este título colaboró aportando un grano de arena cultural maravilloso para el fin del franquismo y la llegada de la democracia.

 

Podríamos acabar aquí el repaso a la carrera de Carlos Saura en el franquismo, pero aún rodó otra película más bajo la dictadura aunque se estrenó justo después de la muerte del dictador. Cría cuervos. Con un guión en solitario y con la colaboración inestimable de Geraldine Chaplin y de Ana Torrent, que ya venía de rodar El espíritu de la colmena con Víctor Erice, Saura establece de nuevo una metáfora sobre los últimos estertores del franquismo, con personajes autoritarios que obligan a dejar de hacer cosas inocuas, de la memoria y la alucinación tomada como realidad. Todo un fresco que conforma una película hecha más desde el abismo de las sensaciones que desde la propia narrativa. Todo ello construye una obra delicada, sugerente y difícil en la que Ana, interpretada por ambas en sus distintas edades, es testigo ineludible de la implacable vida familiar en la que el padre destaca por su infidelidad, la madre se hunde en el dolor moral, la tía convive con la infelicidad, incapaz de soportar ese entorno hipócrita y egoísta y Ana, la niña, la mujer y, también a la vez, la madre de ella misma, establece una profunda situación anímica, influenciada por el agobio, por la perplejidad, por muchísimas preguntas que se han quedado sin respuesta. Saura, además, en un prodigio de inteligencia, no se ocupa de generalizar y contrapone personajes que se mueven en la encantadora inocencia de la sencillez. Con esta película, el director aragonés llega a lo magistral, a contar con un lenguaje propio que remite a Buñuel y a Bergman a través de una factura de innegable belleza plagada de honduras psicológicas. Y lo que es aún mejor, la película resulta un conmovedor retrato que descansa, sobre todo, en la sinceridad de su creador. Algo que se echará de menos en su etapa ya en democracia.

 

La película se estrenó en el cine Conde Duque de Madrid el 26 de enero de 1976, apenas dos meses después del fallecimiento de Franco. La crítica se volcó en elogios y saludó a Saura como el creador más maduro e interesante del último cine español. En mayo se presentó al Festival de Cannes y fue galardonada con el Premio Especial del Jurado, fue Premio de la Crítica Francesa, Premio al mejor director del Círculo de Escritores Cinematográficos, Premio de la Crítica del Festival de Bruselas, Premio a la mejor película, mejor director y mejor actriz (Geraldine Chaplin) de la Asociación de Cronistas de Espectáculos de Nueva York y, por último, nominada al Oscar a la mejor película extranjera.

 

Ya en democracia, el declive de Saura tardó unos años en aparecer. Rueda Elisa, vida mía, un ambicioso proyecto que intenta relacionar la literatura con el cine dialogando a través de las imágenes, del sonido, de la música y del propio texto recitado. Con ocasionales referencias a Calderón de la Barca, Baltasar Gracián y al mito de Pigmalión, Saura juega con el origen del narrador para introducirnos en los distintos puntos de vista de los personajes proponiendo un juego al público que tiene que discernir de qué fuente proceden los hechos que se están contando. Con unas interpretaciones excepcionales de Fernando Rey y Geraldine Chaplin, Saura vuelve a ganar el Premio al mejor director del Círculo de Escritores Cinematográficos y vuelve a rozar la obra maestra. A continuación, rueda Los ojos vendados, una mirada crítica y contestataria a las torturas e injusticias de las dictaduras latinoamericanas. Más tarde, vuelve al universo de Ana y los lobos en clave de comedia con la estupenda Mamá cumple cien años que también resulta nominada a los Oscars en la categoría de mejor película extranjera. Un año después, en 1980, Saura obtiene el Oso de Oro del Festival de Berlín con Deprisa, deprisa, una película clave en su filmografía pues aquí el director abandona el aire reflexivo para regresar al mismo cine popular con el que comenzó con Los golfos, con otra mirada sobre la marginación juvenil a principios de los ochenta en la aún incipiente democracia española.

 

A partir de aquí, la carrera de Saura va perdiendo interés, aunque deje indudables puntos de interés a través de sus incursiones en ese cine bailado que trata de alejarse del modelo americano para reivindicar el folclore latino. Así nacen Bodas de sangre, Carmen (con la que consiguió una nueva nominación al Oscar), Tango, Flamenco o El amor brujo, todas rodadas impecablemente, con una técnica que revela al Saura más estético y  algunas con la colaboración del bailarín y director del Ballet Nacional Español Antonio Gades. Incurre en fracasos previsibles como El Dorado o Antonieta, pero el mejor Saura aún nos deja joyas, quizá de menor valor pero igualmente destacables, como Ay, Carmela o Goya en Burdeos.

 

Quizá esta última etapa que ya desarrolló con la libertad como compañera desnaturalizó un poco al maestro Saura que maravilló a todo el público con sus metáforas de una sociedad herida y decadente, al borde de la desaparición por el inmovilismo, timorata y gris, que caracterizó todas sus obras realizadas durante el franquismo. Lo cierto es que Carlos Saura ha quedado como el máximo representante del Nuevo Cine Español y como uno de los mejores directores de nuestra cinematografía en toda su historia. A pesar de que, una y otra vez, se le niega todo el mérito de moverse en unos días difíciles en los que nunca, nunca dejó de decir la verdad.

 

 


martes, 21 de febrero de 2023

DELICIOSAMENTE TONTOS (1943), de Juan de Orduña

 

Pues sí, hay ocasiones en la que el amor, el caprichoso halo que une a dos personas de forma mágica e inexplicable, hace que éstos se comporten de una forma deliciosamente tonta. Más aún si todo viene por imposición de una herencia de esas con condiciones imposibles. Ustedes heredan si don fulanito de tal y doña menganita de cual se casan, si no, a la siguiente generación. Y, claro, siempre hay una generación que necesita del vil caballero que es don dinero por encima de cualquier otra consideración. Así que hay que ponerse en contacto con la otra parte y entrar en negociaciones. Matrimonio por herencia y por poderes, que el amor ya vendrá después, si es que viene. La cosa se agrava porque el novio tiene algo más que músculo y buena apariencia y decide que, de momento, su mayordomo se haga pasar por el marido y él, mientras tanto, se traslada a La Habana, que es de donde viene su ya esposa, para que, en el trayecto en barco, tenga tiempo de catarla, ver cómo es en persona y, si llega el caso, seducirla. Estos hombres…siempre a lo suyo. Resulta que la chica, sí, se casa por conveniencia, pero también es honesta y quiere ser fiel a su marido…con lo feo que es el bueno de Dimas. No hay quien entienda a las mujeres. Tienen más dobleces que el mar.

El caso es que dentro del barco el enredo está servido, sobre todo por ese telegrafista de nombre tan largo como la estela que va dejando el bote y que responde al nombre de Aurelio Rodríguez y Rodríguez Pérez Indarte y Gómez de la Escosura y Álvarez de Vaquero, más redicho que un marinero con borla, al que le gusta hacer poesía con el habla y juntar corazones como soles. Por otro lado, un capitán saltalápices, y permítanme ustedes  que le califique como tal porque cada vez que da un puñetazo en la mesa, saltan unos cuantos lápices. Un notario más listo de lo que parece y un padre deseoso de saldar unas cuantas deudas de juego. Lo dicho, allí, en alta mar, un juego que sólo podrán disfrutar aquellos que son deliciosamente tontos.

Después del éxito que supuso una divertidísima película como fue Ella, él y sus millones en la que Juan de Orduña se puso el traje de Lubitsch saliendo más que airoso del trance, en esta ocasión el mismo director se viste de Preston Sturges y parece que Las tres noches de Eva es el modelo a seguir. La película es ágil, muy divertida en algunos pasajes, algo inferior a la primera, pero elegante de arriba abajo. Una de esas joyas raras que, de vez en cuando, regalaba el cine español de la época, con smokings, fiestas suntuosas, nada de folclore y alguna que otra canción con aire cubano que se amolda perfectamente a la trama al estar ambientada en un trasatlántico con su correspondiente sala de fiestas. Eso sí, por encima de Alfredo Mayo y Amparo Rivelles, estrellas en la cabecera del reparto, hay que reconocer el trabajo de los excepcionales secundarios como Paco Martínez Soria, Antonio Riquelme (el radiotelegrafista Aurelio Rodríguez y Rodríguez Pérez Indarte y Gómez de la Escosura y Álvarez de Vaquero, a su servicio), el gran Alberto Romea, Fernando Freyre de Andrade, que luce fealdad en la piel del mayordomo Dimas, y Miguel Pozanco como ese avispado notario que es el primero en darse cuenta del jueguecito que se trae entre manos el susodicho novio-marido.

Así que, con esos decorados de tonos blancos, esos diálogos llenos de ingenio y una excesiva vuelta de tuerca al final, es hora de que todos, aunque sólo sea un poco, seamos realmente deliciosamente tontos. El radiotelegrafista Aurelio Rodríguez y Rodríguez Pérez Indarte y Gómez de la Escosura y Álvarez de Vaquero a sus pies.

viernes, 17 de febrero de 2023

LINK (1986), de Richard Franklin

 

Link era el Rey del Fuego en un circo de tres pistas. Él dominaba las llamas y hacía que todo el mundo adorase a ese mono que encendía cerillas como una persona, fumaba puros habanos y jugaba a quemarse sin sufrir ni un rasguño. Era tan inteligente que pasó a ser objeto de observación de un zoólogo inglés que quería estudiar el progreso en el aprendizaje de los primates. Link se hizo señor de una casa. Link manda. Los demás, obedecen.

Luego llegó esa chica americana, Jane Chase, deseosa de trabajar con el profesor aunque sea para prepararle las comidas. Ella también está fascinada por la primatología y quiere ver, ante todo, cómo desarrolla sus experimentos. Link, ya un mono viejo que ejerce un cierto liderazgo en los demás simios, ve amenazada su querencia a ser el centro de atención. Jane no sólo es inteligente, sino que también es guapa. Y a Link le falta muy poco para ser humano. Incluso llega a mirarla con lujuria. No, Link no va a permitir que las cosas cambien porque él vive muy bien. Es el jefe, es quien lleva la iniciativa, es quien instiga comportamientos, es quien ejecuta los castigos.

De repente, esa mansión apartada de la costa escocesa, se convierte en el infierno que Link tanto echaba de menos. Las olas se baten con furia contra las rocas y el profesor parece que quiere introducir algunos cambios en el elenco de monos a su disposición. Al fin y al cabo, Link es un primate de la tercera edad y ya poco puede aportar. Ha aprendido todo lo que podía asimilar. O eso creen. Ha aprendido más. Sabe que ese aparato al que llaman teléfono es fundamental para los humanos. Sabe que una escopeta es un peligro para él. Sabe que Jane quiere abandonarle para que su vida se acabe más pronto. Sabe que aún hay tiempo para una última hoguera.

Excelente película, prácticamente olvidada, sobre el acoso y derribo que practica un pequeño orangután sobre una estudiante de biología sólo para mantener una posición de mando y supervivencia. El hombre, ya se sabe, no es la única especie que plantea guerras contra sí misma. También lo hacen otras especies. Y, por supuesto, el mono es una de ellas. Así que más vale darse cuenta de que lo que van a tener delante de sus ojos es un bebé con una fuerza diez veces superior a la de cualquiera. Eso es un pequeño factor a tener en cuenta cuando se habla delante de un mono que entiende muchas palabras, que piensa por sus propios medios y que elabora un psicopático plan para acabar con cualquier amenaza contra él. Elisabeth Shue ofrece su imagen más juvenil y atractiva, Terence Stamp se alborota el pelo para no descuidar su imagen de científico algo loco y la dirección de Richard Franklin es austera, pero efectiva, potenciando el efecto claustrofóbico de espacios cerrados y abiertos, con sorpresas de violencia inesperada e instalando la sensación de que, en cualquier momento, tras cualquier rincón, puede saltar Link para jugar, para pedir perdón o para cometer un asesinato.

jueves, 16 de febrero de 2023

LOS FABELMAN (2022), de Steven Spielberg

 

La sala está a oscuras. Los ojos aún no se han acostumbrado a la penumbra e intentan buscar algún punto levemente visible para establecer sus propias referencias. De repente, de algún lugar, brota un haz de luz que comienza a proyectar imágenes dispuestas a contar una historia, acompañadas de música, o de palabras, o de ruidos de la más diversa procedencia. Y es entonces cuando la magia ocurre, cuando los sueños, de alguna manera, se convierten en un lienzo en movimiento y la vida se deja atrás durante casi dos horas. Ahí, en ese lienzo, se dibujarán todas las heroicidades, todas las villanías, todos los amores, todos los desengaños, todas las derrotas y todos los triunfos. Incluso aquellos que nunca alcanzaremos.

Y ser partícipe de todo eso es una pieza fundamental del engranaje. Cuando el espectador cae presa de la luz fascinante, el cine ha llegado a su meta. A veces, por caminos sinuosos, otras, por emociones simples, pero siempre lo intenta. En algún rincón de una ciudad perdida, un niño va por primera vez al cine y entonces cambia todo. Quiere formar parte de ello porque, desde ese preciso instante, su mirada ya no es normal. Su visión pasa a ser meramente cinematográfica. Sabe por dónde tiene que aparecer un actor, o qué es lo que debe pasar con un choque de una locomotora, o cuál es el tono que debe dar a una aparentemente inocente fiesta playera. En su interior, hierven las historias y quiere contarlas, como buen artista. Y debe aprender, está en la obligación de saber dónde está el horizonte, qué es lo que emociona al público y hasta qué punto una película puede cambiar a algunas personas.

Por supuesto, en su largo camino de aprendizaje, debe probar los vericuetos de la vida. Aquellos momentos de felicidad que se quedan grabados en la memoria al igual que en los fotogramas. Aquellos otros de decepción porque la vida misma se encarga de asestar los golpes de su transcurrir. Aún aquellos otros de derrota cuando las lágrimas son el único consuelo ante un fracaso vital. Su primera pelea. Su primer amor, aunque sea uno de esos que son inevitables porque es lo que corresponde a su edad. Su primera incomodidad. Su primera lección. El cine ha cavado muchas tumbas y ha escondido muchas miserias, pero también ha forjado mejores personas. Ha colocado ideas. Ha consolado sufrimientos. Ha inspirado ocurrencias. Y entre medias, como algo fundamental para quien posee un mínimo instinto de creación, el entusiasmo. Es eso mismo que se pierde con facilidad cuando todo lo que iba bien comienza a ir mal, cuando nada de lo que uno pretende decir guarda ningún valor, cuando la responsabilidad anula el anhelo.

Steven Spielberg ha dirigido una película sincera, llena de homenajes y referencias, desde La costilla de Adán a El hombre que mató a Liberty Valance, con una maravillosa y certera corrección de plano final para ser coherente entre lo que cuenta y cómo lo cuenta, con interpretaciones extraordinariamente competentes de Michelle Williams, Paul Dano y el chaval Gabriel LaBelle como el joven Sam, con la suave y agradable banda sonora de John Williams y con la seguridad de que ya iba siendo hora de ajustar las cuentas con el pasado que le hizo ser uno de los más grandes directores de la historia del cine.

Y en ese haz de luz que proyecta imágenes, dejando un rastro de luciérnagas rojas o destacando la apolínea figura de un joven arrogante o hablando con un maestro de maestros, tenemos la seguridad de que todo cuenta en la composición de un plano, en una línea de diálogo o en una secuencia que, por algún método que no podemos descifrar, se quedará para siempre en nuestra retina y en nuestro recuerdo. Como dijo una vez un maestro francés que acabó siendo amigo de Steven Spielberg: “Quien ama el cine, ama la vida”. 

miércoles, 15 de febrero de 2023

LA NOCHE DEL DEMONIO (1957), de Jacques Tourneur

 

La inquietud es como un viento que ciega nuestros ojos mientras asistimos a la investigación de John Holden, siguiendo las pistas que deja escritas un doctor en ocultismo, capaz de ver lo innombrable, muerto en extrañas circunstancias y que quiere dejar un aviso lo suficientemente claro como para que sea descifrado por alguien cercano a él, pero convenientemente encriptado para que esa fuerza desconocida que es el Diablo no consiga saber su intención. Y es que eso es lo que queda para luchar contra el maligno. Nuestro propio pensamiento. No cabe duda de que habrá momentos en que parece que Lucifer está en el ambiente, aunque no aparezca físicamente. Como en ese momento en que Holden va a entrevistarse con el Doctor Julian Karswell, ese hombre capaz de vestirse como un payaso para entretener a los niños y, al mismo tiempo, invocar las iras del infierno para que toda la monstruosidad del lado más oscuro del alma se haga presente. Holden es un escéptico y tendrá que sumergirse en las tinieblas para poder creer lo que nadie cree.

Pociones mágicas, maldiciones ancestrales, momentos de tremenda incomodidad…Jacques Tourneur dirigió con mano muy sabia toda la progresión narrativa que exhibe la película a excepción de la ridiculez que supone caer en la tentación de mostrar a la Bestia. Esto, por otro lado, se hizo a espaldas de Tourneur que sólo quería dejar intuir su presencia con una neblina que se desplaza con lentitud, pero los productores, a veces tan sabios, quisieron insistir en mostrar el rostro del Diablo para el público porque, según ellos, si no salía se iban a sentir muy decepcionados. Y la decepción aparece porque, efectivamente, sale con un diseño ridículo que aleja al espectador de una trama que ha sido apasionante por la forma en la que un maestro como Tourneur la lleva en todo momento, sujetando bien las riendas, sugiriendo más que mostrando, dejando entrever la posibilidad, enormemente turbadora, de que el Diablo puede existir en las cosas que creemos más fútiles. Dana Andrews realiza un trabajo notable, algo lastrado por su rostro demacrado por los excesos que tenía en la época con el alcohol, pero lleva el protagonismo con su habitual sobriedad que conviene mucho a un personaje que lleva el descreimiento por bandera. Espléndido el trabajo de Niall McGinnis en la piel del doctor Julian Karswell, sin dejar en ningún momento de sugerir el lado más oscuro de quien adora el mal. Es lo que tiene enfrentarse con fuerzas más poderosas que el propio entendimiento.

Así que es el momento de prestar mucha atención a los detalles, porque ahí está la verdadera valía de esta película. Cualquier brisa, se puede volver huracán. Y el Diablo susurrará su presencia a todos aquellos que vuelvan el rostro para no sufrir el aire en la piel. Mientras tanto, la muerte también hará su aparición y formará una alianza que, a menudo, es indestructible. El Diablo está ahí. Existe y siempre existirá. Aunque sea con forma humana. Aunque sea con forma de bestia.

martes, 14 de febrero de 2023

QUILLS (2000), de Philip Kaufman

 

Napoleón tiene a toda Europa en la palma de su mano. Y siempre hay algún elemento incómodo que es mejor mantener silenciado. A poder ser dentro de los muros de un manicomio para que, con algo de suerte insana, la locura se apodere del cerebro del disidente y sea un problema menos para el poder establecido. Él es el infame Marqués de Sade, internado en al psiquiátrico de Charenton por actividades innombrables. Cómodo eufemismo para que se pase por encima su carácter claramente subversivo dentro de sus degeneradas letras. Y, por supuesto, hay que presionarle porque el maldito Marqués ha tenido la desfachatez de conseguir que sus escritos vean la luz a pesar de que él está entre rejas. La era de las luces parece que comienza a fundir sus bombillas. La libertad está en trance de desaparición y la supervivencia se convierte en una heroicidad. Nadie puede determinar el papel que desempeña la sexualidad en los planos físicos, emocionales y espirituales. Y ese malhadado noble que se empeña en escribir sus perversiones, sus desviaciones, sus pensamientos licenciosos teñidos por el vicio. La psiquiatría en pañales y sus connotaciones religiosas parecen confluir en el movimiento inquieto de una pluma que nadie va a conseguir que pare.

Aparece el especialista, aunque esto también sólo sea un eufemismo para definir a lo que, comúnmente, se conoce como torturador ya que prefiere seguir los métodos de la Inquisición a los de la medicina más avanzada. Sin embargo, de alguna manera, de Sade es capaz de conectar con el pensamiento que se halla en las antípodas de su escritura. Un abad, quizá lleno de buenas intenciones, será el receptor de sus confesiones y el emisor de la comprensión. Entre ambos se construye una corriente de confianza. Tal vez porque ambos son capaces de sacrificarse por todo en lo que creen. Uno, en la descripción de todo placer sexual admisible, animando a todos a practicarlo. Otro, entregando su celibato como homenaje al mismo Dios. No parece haber muchos lugares en común, pero, precisamente, esas luces de ese siglo de ilustración iluminan la forma de pensar de ambos hombres, encontrados en el oscuro pozo de la razón, último término en donde todo ser humano debe acabar y elemento que la turbulenta Europa de la época intenta exterminar.

Philip Kaufman dirigió con enorme cuidado este drama con unos actores excepcionales como Geoffrey Rush, Kate Winslet, Michael Caine y Joaquin Phoenix que no dejan en ningún momento la sobriedad de lado. Entre los muros de Charenton se desarrolla gran parte de la historia en la que la sexualidad, la privacidad, la razón, la religión, la política y la tortura son los principales móviles para alcanzar cualquier objetivo. Mientras tanto, habrá que prestar atención a ese suave sonido de la pluma hiriendo el papel con su tinta, poniendo en palabras lo que nadie se atreve a pensar, pensando lo que nadie se atreve a decir y diciendo lo que nadie se atreve a luchar. Quizá, en el fondo, el abad sólo sea un hombre cegado por la religión y el Marqués de Sade un simple pornógrafo de dudoso gusto. Sólo entre las celdas de Charenton se puede llegar, de algún modo, a alguna conclusión. Los hombres y las mujeres no son sólo sus actos. También son lo que piensan.

viernes, 10 de febrero de 2023

LLAMAN A LA PUERTA (2022), de M. Night Shyamalan

 

El saltamontes es un insecto que no establece nido ni marca ningún territorio. Salen a cazar en solitario salvo que deseen aparearse. Quizá, por eso, cuando son encerrados en un tarro de cristal con algunos de sus congéneres comienzan a preferir la quietud, estudiando a todos y cada uno de los especímenes que le acompañan, permaneciendo en un estado que oscila entre la alerta y la posibilidad de formar una comunidad. En ese encierro no deseado, deben tomar decisiones que, a menudo, están penosamente combinadas con el dolor. Ya no pueden saltar y puede, incluso, que lleguen al sacrificio porque la libertad es sólo un espejismo que sólo se puede atisbar a través de un cristal separador.

Puede que, en algún momento de los últimos años, algunos hayan creído que se desataron las siete plagas del Apocalipsis debido a los acontecimientos catastróficos que nos han ido golpeando en la moral y en la lógica. Erupciones de volcanes, pandemias, guerras y, en el fondo, es posible que todo ello haya sido un aviso sobre la falta de amor que vacía nuestras inútiles vidas. Inútiles porque, sin amor, el ser humano puede que no tenga demasiado sentido en su propia existencia. Tal vez algún sacrificio procedente de personas que saben lo que es el amor, que viven lo que es el amor y que sienten todos y cada uno de los días de su vida lo que es el amor sea el tributo a pagar para que haya una tregua entre la Naturaleza y el ser humano. La pregunta sobre ese sacrificio se repetirá una y otra vez, desafiando todas las leyes de la lógica, clavando en la cabeza la sensación de que no hay nada que merezca la pena salvar si no demostramos nuestra capacidad para hacer algo por los demás.

Y los saltamontes se defienden, se revuelven, se niegan, aceptan su destino de insecto, y cantan canciones que no van a tener un momento igual en medio del verano, en algún bosque perdido, cerca de un lago paradisíaco, a la espera de que un milagro se produzca cuando el verdadero milagro, el único milagro, somos nosotros mismos. Mientras tanto, tendrán que soportar la trampa de las manos de algún humano, el encierro en tarros y botes de cristal, mientras preparan el salto nervioso para que todo vuelva a la ansiada normalidad de un mundo que se ha declarado, en demasiadas ocasiones, como eminentemente hostil. Incluso para ellos cuando, en solitario, sólo son unos bichos pintorescos que saltan de hoja en rama buscando el alimento de todos los días.

Hay que reconocer que ésta es una de las películas mejor dirigidas por M. Night Shyamalan aunque carezca de la sorpresa final que tanto caracteriza la mayoría de sus obras anteriores. Con un dominio de la tensión extraordinario y precisando al máximo lo que quiere contar, la historia conserva muchísima fuerza en sus patas traseras, haciendo, de paso, más por el colectivo gay que muchas películas pretendidamente reivindicativas. Sólo en un instante de la trama parece que no hay una reacción demasiado certera, pero se disculpa con facilidad en ese mundo cargado de errores que debe ser salvado a toda costa desde una cabaña en medio del bosque. La película está bien llevada, muy mesurada, con violencia algo desgarrada en algún que otro pasaje y, sobre todo y ante todo, formula un par de preguntas que siempre son incómodas de contestar para cualquiera que tenga corazón, alma y sentimientos. ¿Estaría usted dispuesto a matar por amor? Y aún más allá… ¿estaría usted dispuesto a morir por amor? Intenten responder a esas preguntas y, tal vez, comprendan todo lo que ocurre cuando unos extraños llaman a una puerta con los ojos llenos de lágrimas y el temor sobrecogido en el pensamiento. 

jueves, 9 de febrero de 2023

ALMAS EN PENA DE INISHERIN (2022), de Martin McDonagh

 

De repente, ya no hay más risas, ni complicidades. Se acabaron las pintas de cerveza compartidas y los atardeceres en la taberna. Ya no hay ganas de contar los nimios acontecimientos del día alrededor de una mesa que huele a madera y a barniz. Un amigo, ése de toda la vida, ése que ha estado contigo en los mejores y en los peores momentos, ya no quiere saber nada más de ti porque considera que eres un aburrido, un ser totalmente prescindible en su vida, una esquirla que hay que tirar porque te has convertido en la interferencia de sus pensamientos, en la dificultad de su inspiración, en la repetición continua de unos días que nunca acaban, por mucho que quieras.

En una isla perdida de Irlanda, en 1923, se abre un abismo de silencio incomprensible porque, de alguna manera, hay que deshacerse de la desesperación, es necesario espantar la soledad que está anclada firmemente en algún lugar del interior y darle vida al alma, sacar a pasear el ánimo, mirar al mar con tranquilidad, sin ruido, sin risas, sin charlas continuas y agobiantes. Ya es suficiente. No es pecado, pero puede que no esté bien. Al fin y al cabo, cualquier acto que uno mismo lleve a cabo puede afectar profundamente a otras personas. Incluso a aquellos a los que no quieres hacer daño.

En los acantilados grises y abruptos de roca y desolación, yace la decepción de un puñado de sueños que nunca van a ocurrir. Quizá no consigas nunca ser amigo de quien deseas, o no alcances a la mujer que crees como ideal. La muerte deambula con un bichero en la mano, dispuesta a recoger barcas perdidas en un lago en el que no trabaja Caronte, pero que sí se disfraza con noblezas que se combinan peligrosamente con terquedades de carácter milenario. Es necesario salir de Inisherin porque algo en el interior se corrompe, hiere y se infecta mientras el silencio, en su interminable marcha sin charla, pudre todos los rencores, por muy pequeños que sean.

Notable película la que ha dirigido Martin McDonagh con dos actores que, en esta ocasión, resultan espléndidos como Colin Farrell y Brendan Gleeson, con especial mención para el primero al dotar a su personaje de unos gestos muy sugeridos que son suficientes como para saber qué es lo que pasa por su limitado pensamiento. Irlanda y sus paisajes improbables al borde del mar pone el resto en una película que es comedia, pero que, sin duda, también es tragedia, poniendo énfasis en un sentido del humor suave e interior mientras que van apareciendo todas las frustraciones de unos personajes que no tienen rumbo porque tampoco poseen la fuerza suficiente como para hacer que sus vidas se mantengan en esa aparente tranquilidad que no es más que el reflejo de sus derrotas. Diarias, permanentes, supersticiosas, fútiles. Tanto es así que el hecho más leve se convierte en la mayor de las ofensas.

Así que es el momento de atravesar las distancias que separan esas casas aisladas del centro social representado por el bar. Allí donde se habla, se contesta, se canta, se interpreta una música que no quedará, al igual que la amabilidad se diluirá como la espuma de la cerveza negra va desapareciendo de la superficie del vaso. Ya no habrá dedos con los que señalar, ni grietas que cerrar. La nada será la motivación del nuevo día y las miserias seguirán ahí, dejando sus huellas en la arena de la playa. Sin ruido. Sin charlatanería de pasatiempo. Sin esa especial sensación que experimenta el corazón cuando la amistad es el día en una noche que nunca acaba. El camino es largo y el viento arrecia. Y la existencia de alguien se irá despedazando hasta quedarse en un solitario grito que nadie querrá escuchar.

miércoles, 8 de febrero de 2023

CONFESIONES DE UNA MENTE PELIGROSA (2002), de George Clooney

¿Un tipo que se dedica a la televisión lleva una doble vida como asesino de la CIA? ¿En serio? Me estás tomando el pelo. No puede ser. Por mucho que el fulano haya escrito un libro autobiográfico en el que jure y perjure que ha sido un sicario de los servicios secretos…eso es una rallada del quince. Posiblemente tanta presión por mantener el éxito en la pantalla de nuestras casas ha dado como resultado la mayor ida de olla del mundo mediático. Es posible que así sea porque sería el primer espía que enseñaba su cara sin ningún disimulo. Yo creo que el tipo decidió escribir unas falsas memorias sobre sí mismo e introdujo lo de que tuvo que matar porque fue reclutado por la CIA y blablablá, así se aseguraba la polémica y, por supuesto, el éxito. Sin faltar el toque Bond, claro. Las chicas por aquí, las chicas por allá, el enlace que también se enrolla y así uno siempre se agencia un lugar prominente en las listas de los más vendidos. Y luego va y llega George Clooney y hace una película sobre el tío. Y, de alguna manera, te acabas creyendo que esa mente peligrosa trabajó de forma encubierta cargándose al primero que se ponía por delante. Venga, va, publicidad y a otra cosa.

El caso es que Chuck Barris, por sí mismo, era un mentiroso, un mujeriego, un polemista y, lo peor de todo, un hombre inteligente, lleno de ideas creativas, peligroso en sus concepciones y definiciones y fabulador a tiempo completo. Creerle es creer en los milagros. Por mucho que, al principio, el cuento sea cómico y oscuro y, según se avanza, se convierte en oscuro y cómico. También existen intereses cruzados que interfieren en el trabajo de Barris pero, de alguna manera, no hay que tomarse demasiado en serio todo lo que se cuenta. El aludido tiene más fantasía que una cámara y, en el fondo, todo puede ser más mentira que una película. Ustedes deciden.

Fantástico el trabajo de Sam Rockwell bajo la dirección de George Clooney en una película que hubiera merecido mejor suerte en el momento de su estreno y que ha quedado arrinconada en alguna estantería polvorienta. Con un estilo seco, cercano a los Coen, Clooney realiza su primera película como director y sale más que airoso del envite porque sabe mantener el equilibrio entre la verdad y el embuste con cierta mirada irónica, tratando de enviar continuamente un mensaje al espectador sin dejar de prestar atención a la historia de este increíble presentador, guionista y productor de televisión que decide trabajar para los servicios secretos. Y quizá todo por dinero, por las chicas, por rodearse de lo más increíble. Sólo disparar de vez en cuanto y el trabajo está hecho. Y la televisión, al contrario de lo que piensa, sirve como una tapadera excelente. Por supuesto, entre tanta tensión, no falta el borde del ataque de ansiedad, además de una extensa e intensa mirada hacia el interior para comprobar si todo lo que se cuenta tiene un ápice de sinceridad. ¿Ustedes qué creen?