Con este artículo quiero desear a todos los que se atreven a prestarme sus ojos unos minutos todos los días un feliz Año Nuevo. Gracias por ese préstamo tan valioso y que sigamos viéndonos en el cine.
Las
paredes son de ropa. El mañana es un triunfo. La irresponsabilidad es una forma
de vida. Las sonrisas se suceden. El aprendizaje es continuo. El sueño de tener
una familia por encima de cualquier otra consideración. La delincuencia a la
vuelta de la esquina. La prostitución está llamando. Las miradas buscan razones
que se han perdido en la nada. Las lágrimas son ciertas. El resto es la noche
fría y la incomprensión. No hay lugar para suposiciones, porque nada es verdad.
Y así, Hirokazu Koreeda
lanza una mirada furtiva al interior de una familia que no tiene nada de
normal. Las apariencias suelen engañar y, en este caso, siempre caminando por
el filo de una navaja cortante, más aún. El agradecimiento es una llamada a la
muerte y el silencio huye despavorido. En el fondo, el director nipón sabe que
el cariño es lo que mueve al ser humano y aquí se dedica a retratar a una serie
de personajes que lo buscan desesperadamente. Sin ataduras. Sin obligaciones.
Hoy se tiene y mañana ya se verá. Los lazos son tan débiles que se pueden
deshacer por pura protección. Y cuando un niño pronuncia una de las palabras
más hermosas que desea escuchar un hombre, sólo queda correr para retener,
durante un segundo más, esa sensación de haber sido importante para alguien.
La unión imposible de
los restos de muchos naufragios puede encajar para construir una nueva nave. No
demasiado sólida. No demasiado auténtica. Pero navegará y se mantendrá a flote
siempre y cuando las obligaciones sociales se cumplan en su mínima expresión.
Un plato de tallarines. Una manta para abrigarse. Un juego. Una simple caricia
que sabe a cielo. Unos pocos billetes. Dejar al pasado atrás. Definitivamente.
Absolutamente. Incluso la sociedad se encargará de asesinar lo que, durante un
tiempo, fue un bonito espejismo. La posibilidad de saberse querido. La duda de
las propias huellas. El disfraz del delito. Y las heridas interiores
comienzan a cicatrizar por el suave tacto de la ingenuidad, como una mirada que
lo dice todo más allá de una barandilla, tratando de atisbar alguna motivación
en el futuro.
Un
asunto de familia es una película que requiere tiempo y,
sobre todo, paciencia. El espectador, siempre inteligente, va construyendo su
propia historia y Koreeda va administrando la información con cuentagotas. Y el
público, aún sabiendo que su suposición cojea por algún lado, cae en la trampa
de sus propios prejuicios o de sus propios deseos porque el director se encarga
de romper con todos ellos minuciosamente. El resultado es una película que
llega a fascinar, como si Yasujiro Ozu se hubiera sumergido en su lado más
tenebroso y ofreciera todo aquello que no quiso contar con la cámara en medio
de sus familias. La elucubración, por una vez, yerra y, durante un buen rato,
hay que saber encajar las piezas que se han ido desparramando por el camino.
Lenta y suavemente, sin estridencias, aunque con una lejana sensación de
incomodidad. Es el momento de preguntarnos una serie de cuestiones que también,
por el mero hecho de planteárnoslas, nos hace sentir ciertamente culpables.
Tanto como inocentes creen que son los protagonistas de esta historia. Quizá
porque estemos al otro lado del cristal, en el anonimato, deseando llevar algo
de carnaza a nuestros ánimos de mirón desahuciado, como si los restos de muchos
naufragios pudieran dar alguna solución más allá de fijar un nuevo rumbo bajo
el cielo azul.