viernes, 29 de noviembre de 2024

UN ÁNGEL PASÓ POR BROOKLYN (1957), de Ladislao Vajda

 

Allí donde los callejones huelen a cemento cansado y el calor aprieta con sus garras de humedad, un niño juega en la calle y encuentra un perro abandonado. Quizá sea una fiera o puede que sea un animal con corazón. Eso sólo lo podrá decir el asfalto ardiendo, pero lo cierto es que las lecciones de magia, de vez en cuando, ocurren porque un ángel pasa raudo y veloz y echa una mirada sobre las injusticias. En este caso, un casero que olvidó en algún lugar de su alma la compasión y la comprensión, tiene que recibir un aprendizaje a pie de arrabal. Y el casero es el perro. Es lo que tienen los ángeles, que eligen la forma más inesperada para que las personas se den cuenta de lo que son y de lo que deben ser. El niño y el perro formarán una dupla maravillosa, ayudándose mutuamente en un paisaje de casas en ruina, de solares en construcción, de desarrollo de incierto futuro y de personalidades en ensamblaje. Tan sólo poniendo cariño en las cosas que hacen. Tan sólo siendo personas, y no perros.

Ladislao Vajda impartió de nuevo un par de enseñanzas con esta historia que se halla al borde del realismo mágico con producción española y con el rostro inolvidable de Pablito Calvo en la piel de ese niño listo y desamparado y con Peter Ustinov haciendo de casero y de perro. El resultado no sólo es tierno y moralizante, sino que también es tremendamente divertido, con un Ustinov que llega a la desinhibición de forma sorprendente y juguetona, pasando del casero sin escrúpulos al hombre sin cobardías. Con una fotografía espléndidamente climática de Enrique Guerner y con colaboración italiana en la producción y en la escritura de guión, esta fábula de perro, niño y casero llega a acariciar los sentimientos con elegancia y sin recargar las tintas, siempre y cuando se sepa lo que se está viendo. En cada adoquín caído en el suelo hay una desgracia y en cada sonrisa dibujada por el niño que, por fin, se siente acompañado, hay una buena parte de felicidad. El cielo puede que sea un sitio entre cascotes de un barrio periférico de Nueva York, aunque, tal vez, si volvemos a la realidad, sólo sea España deseando soñar.

Así que es el momento de dejarse llevar por el hechizo de lo inexplicable que acaba por ser la realidad necesaria. En los instantes difíciles, puede que haya que dejar un poco más de lado la llamada del vil metal y actuar de esa manera que no somos nunca, o que, al menos, no dejamos ver. Casi siempre, la propia felicidad estriba en la capacidad de hacer felices a los demás y el ángel que pasa por Brooklyn lo sabe muy bien. En un barrio debe haber niños gritando, cantando la alegría desbordante que guardan en su interior, una expresión de libertad que no se puede comparar a ninguna pancarta o algarabía. Pongámonos en el lomo de la diversión y puede que consigamos llegar a algún lado que no sospechábamos que existiera.

jueves, 28 de noviembre de 2024

RAQA (2024), de Gerardo Herrero

 

Infiltrarse en el mismo corazón del fanatismo musulmán es un juego tan peligroso que cualquier movimiento de más, cualquier aspaviento de menos puede significar la muerte entre los más espantosos estertores de dolor. Las palabras deben ser medidas, las actitudes, estudiadas, las reacciones, contenidas y, a la vez, coherentes con ese fanatismo que nunca ha llevado a ninguna parte. Por otro lado, no hay muchas maneras de golpear con fuerza donde más duele a los que no atienden a razones. Las lágrimas deben olvidarse. No son más que estorbos que deben volverse secos en la conciencia como si fueran razones surcadas por la desesperación. El ISIS es un régimen asesino y aquí se describe con valentía y sin ambages.

El Saharaui es un tipo que sabe en todo momento lo que hace. Su mirada escruta en cada rincón y se pregunta a cada paso el por qué y cuál es la consecuencia. No olvida tener el suficiente corazón para agarrar con fuerza todo aquello que le hace hombre y que le impulsa a seguir adelante sin dejar atrás ningún sentimiento. Si hace falta inculpar a alguien falsamente, no hay problema. Si hay que cumplir una misión, se llega hasta el final. Si hay que hablar en voz baja para golpear muy alto, su susurro es casi una orden. Mucho cuidado con él. No pensará dos veces hacer todo lo necesario para derramar la sangre, porque, en el fondo, eso no tiene demasiada importancia. Lo verdaderamente importante es que sea en el momento más adecuado.

Malika es una mujer de estatura inalcanzable que guarda una cicatriz en su vientre para revivir siempre todas las razones que la impulsan hacia la infiltración, hacia jugarse el todo por el todo y hacia emplear todos los recursos a su alcance para lograr los objetivos previstos. Ella es mujer y lo tiene más difícil en el patriarcado islámico de los más fanáticos. No tiene derechos. No puede hablar. No puede pensar por sí misma. No está ahí más que para procrear y servir nuevos guerreros a la guerra santa por Alá. Sin embargo, es extraordinariamente inteligente y posee un valor propio de mujer. Ella tendrá siempre la mano extendida para quien lo necesite y aguantará hasta el último minuto para no dejar a nadie atrás. El espionaje, a menudo, olvida a los que le sirvieron bien.

Raqa es una película excepcionalmente valiente porque muestra sin tapujos la terrible injusticia del Estado Islámico con las mujeres. Y el director Gerardo Herrero acierta con la huida de la tortura, un recurso que el cine de espionaje ha utilizado con demasiada frecuencia en los últimos años, y también con el tiempo requerido para cada escena, porque ahí es donde reside la tensión de todas las situaciones que implican a los protagonistas. El Saharaui trabaja para los rusos. Malika para la Europol. Y ambos emplean todas sus experiencias para atrapar a ese cabecilla fantasma que en ningún momento se muestra y que tan sólo le conoce como “El Jordano”. Así es el miedo, casi nunca enseña su rostro. Sólo sus tentáculos ya harían temblar a cualquiera y la prolongación justa de cada escena en la que sus protagonistas deben mantenerse en su papel es el centro de la mano apretada y el corazón encogido.

Para ello, Herrero cuenta con dos interpretaciones potentes, irreprochables, muy bien armadas de Álvaro Morte y, especialmente, de Mina El Hammini con su heterocromia en la mirada y su progresiva intensidad. Ellos dos son buenas razones para ver esta película y darse cuenta de que vivimos en un mundo que puede traicionarnos en cuanto los ojos inspeccionen lo indebido o la lengua exhale las palabras más prohibidas. No es una obra maestra, pero es un golpe de fuerza hacia las historias bien hiladas, bien producidas y bien contadas. 

miércoles, 27 de noviembre de 2024

EL TRUCO FINAL (2006), de Christopher Nolan

 

La competencia como obsesión. No se trata de la superación personal. Se trata de machacar al rival, humillarle, demostrar al mundo que es un mediocre que puede ser fácilmente abatido con un truco aún más difícil, aún más sorprendente. Y, a menudo, en el terreno del ilusionismo, eso puede tener unos límites difusos. Puede que alguien muriera de forma accidental…o no. Puede que alguien perdiera dos dedos…o no. Puede que se requiera la colaboración de uno de los mayores genios de la ciencia de todos los tiempos…o no. Todo es una duplicación en la que la copia es mejor que el original. Dos individuos a los que les encanta sacar conejos de la chistera van a emprender un duelo permanente del uno contra el otro. Van a estrenar espectáculos nunca vistos. Van a asombrar a todas las audiencias. Y que el truco no se vea. Tal vez, es que no hay truco. Con eso juega la magia. Con la lentitud de las miradas.

En esa búsqueda imposible de ir más allá, con más fuerza y más razón, el asesinato también es una posibilidad. O el asesinato múltiple. Cualquier cosa valdrá con tal de dejar al otro con dos palmos de narices mientras el público disfruta con las bocas abiertas. No es fácil inventarse nuevos trucos. Ambos hechiceros tienen a sus ingenieros trabajando a destajo para hacerles números más impactantes, más únicos… ¿Únicos? Esta palabra debería estar desterrada de este artículo…

Quizá esta sea una de las películas más atípicas de la filmografía de Christopher Nolan. No se trata de avanzar hasta adquirir una sabiduría sin parangón. No se trata de invertir las reglas del tiempo y del espacio. Se trata de una competición insana, sin futuro y, casi, sin pasado. Una batalla de ingenios que, en realidad, no es más que una refriega de engaños. Nadie dirá lo que ha hecho ni lo que va a hacer. Y al final sólo se llega al convencimiento de que los dos individuos son unos enfermos que están buscando su final premeditado. Christian Bale está al borde de lo insoportable, pero, seguramente, Nolan le supo sujetar con riendas y cerrojos. Hugh Jackman está correcto en su papel. Michael Caine…como siempre. Scarlett Johansson aporta belleza y buenas dosis de inteligencia. Rebecca Hall aporta inteligencia y buenas dosis de belleza. El resultado no deja de ser apasionante, aunque algo menor, al desear saber quién va a ganar esta carrera hacia lo imposible emprendida por dos hombres sin escrúpulos y con ambición desmedida. Yo, ahora mismo, estoy seguro de que estas líneas están siendo escritas por mi otro yo porque paso y atravieso puertas de transporte por las que me muevo inquieto. Yo no soy yo. Tal vez usted, no sea usted. Y así todo es una farsa de la que estoy dejando unas pocas líneas que, con toda probabilidad, serán pasto del fuego, del agua o del viento. Mientras tanto, la jaula no se dobla y yo sigo aquí dentro, esperando el momento en el que algunos de los trucos que sueño con mis líneas, se hagan realidad.

No soy César Bardés. Soy su hermano, Javier.

martes, 26 de noviembre de 2024

JUEGO DE REYES (1960), de Gerd Oswald

 

Un barco que, posiblemente, lleva a la libertad resulta ser el animal enjaulado por los escaques de un tablero de ajedrez. Un individuo que, en su día, se movió por altos ambientes embarca allí, como un pasajero más, completamente anónimo. También lo hace el campeón mundial de ajedrez, un tipo que sólo sabe hablar del juego de reyes porque apenas tiene formación. La partida no tarda en montarse gracias a un entusiasta escocés que reconoce la maestría en ese tal Werner von Basel que nadie conoce, que parece un indigente por su forma de vestir y que, después de forzar unas tablas en una partida simultánea con varios contendientes, da muestras de que sabe perfectamente todos los entresijos de ese juego endiabladamente complicado. Eso será suficiente para que los fantasmas en forma de vacío vuelvan a visitar a von Basel. Él era una persona influyente en algún lugar de Austria. Sin embargo, fue torturado con el peor artilugio que haya inventado el hombre: la soledad.

Y ahí, en esa habitación de un hotel requisado, von Basel fue confinado a la espera de que dijera el paradero de unos cuantos bienes de algún personaje influyente enemigo del Reich. Sin lectura, sin visión, con la ventana tapiada, con una cama, un lavabo y un cubo. Sin nada más que él mismo. No tardará en aparecer el monólogo interior, estrellado contra las paredes cada vez más sucias de esa cárcel con apariencia de hotel. La locura irá apareciendo. Y von Basel no dirá nada porque será esa su forma de rebelarse contra la mayor atrocidad que ha conocido la Humanidad.

¿Qué tiene que ver el ajedrez con esto? Nada. Sólo la casualidad de un libro que se pone al alcance de von Basel despertará la obsesión con el juego. Lo roba creyendo que iba a ser algún tipo de novela de ficción…pero no es más que un catálogo de las cien mejores partidas de ajedrez que se han disputado oficialmente hasta el momento. Desde ese instante, la habitación de von Basel se convierte en un enorme tablero, las fichas se irán fabricando con pequeños trozos de miga dura de pan y el libro será el encargado de vocear en la mente del preso todas y cada una de las partidas durante las interminables horas de aislamiento.

Basada en la última novela de Stefan Zweig, el director Gerd Oswald adaptó con cierta fidelidad el relato del escritor austríaco y contó con Curd Jurgens para interpretar a ese intelectual vividor que, de repente, se queda sin nada, ni siquiera la dignidad de estar preso porque la soledad destruye con su insistencia todo lo que toca. El resultado es una película que podría haber sido, quizás, más incómoda, pero que se deja ver con interés, con actores germánicos e ingleses, con claridad narrativa diáfana, con la obsesión siendo tan nociva como la soledad, con la seguridad de que, en la mente, se dirimen muchos juegos en los que el vencedor no siempre es la razón. Mueven blancas. Jaque mate.

viernes, 22 de noviembre de 2024

KISS KISS BANG BANG (2005), de Shane Black

 

Harry Lockhart es un individuo que, en realidad, asaltaba pisos para llevarse televisores y ordenadores. Por aquellas cosas de las huidas, acaba en la audición para interpretar un papel en el cine y resulta que es convincente como si fuera el mismísimo Marlon Brando de la vieja escuela. Así que Lockhart ya está en Hollywood. A la espera de una prueba definitiva, comienza a ir a fiestas. Ya saben, hay que relacionarse un poco. Y allí conoce a un tipo muy particular, una especie de detective privado gay que, para subrayarlo bien, se llama Gay Paris. El hecho de estar en Hollywood a principios de los 2000 no es óbice para que no se arme un lío de los buenos en los que se mezcla una aspirante a actriz que fue el gran amor de Harry en sus años de juventud, la hermana de la aspirante a actriz, un cadáver sin bragas, dos fulanos que dicen llamarse Ike y Mike, un dedo amputado, búsquedas, palizas, lugares en los que no se debía estar y otros en los que estaría deseando estar. Sí, es una película negra con su buena dosis de desenfado. Y esto, señores, es muy saludable.

Al frente del reparto está Robert Downey Jr., que resulta divertido, torpe, listo y desorientado en la piel de ese chorizo-actor-detective que se asocia con el elegante Val Kilmer en la piel de ese arreglador de problemas de la comunidad de la farándula y que debe bucear en los bajos fondos para aclarar un misterio con cadáver, confusión, difusión e intrusión. Besos por aquí, disparos por allí. Y Harry Lockhart, ese chico que es de todo menos un héroe, se ve envuelto en una apasionante trama de suplantaciones y asesinatos que le lleva por piscinas de lujo y callejones de muerte. Por el camino, aunque parezca mentira, el chico será capaz de unir todas las piezas del rompecabezas y, al final, contarlo a una cámara. Bueno, es mejor que ustedes lo vean. Yo no me sé explicar bien.

Mucho cuidado con dejarse atraer por esas chicas imán que, con apenas una mirada, te tienen más atrapado que un coche en un garaje con el mando sin pilas. Te puede llevar por sinuosos caminos de las colinas de Los Ángeles mientras ves el mundo iluminado a tus pies. Puede que Harry no acabe triunfando en Hollywood, pero… ¿saben qué? Después de esta excursión no creo que le interese demasiado y se dedique a husmear en las vidas ajenas. Harry es un vivales, pero tiene corazón de detective privado. Une las piezas con facilidad, pero necesita un libro de instrucciones, eso es todo. Puede que no consiga todo lo que quiere, pero resistencia tiene más que un neumático en una película de Steve McQueen. Y esa es su gran virtud, porque es muy difícil vencerle aún cuando tiene unos cables muy monos conectados a un transformador por un lado y a sus partes más preciadas por el otro. Es el sino de cualquier sabueso que quiera sobrevivir en esta ciudad de corrupción, pecado y dinero. Dinero. Dinero. Quizá por eso aguante a Harry. O, tal vez, sea sólo un loco deseoso de aventuras…

jueves, 21 de noviembre de 2024

GLADIATOR II (2024), de Ridley Scott

 

Ridley Scott es la versión actualizada de uno de aquellos charlatanes que se apostaban en la puerta de una carpa de circo y prometían espectáculos imposibles con la mujer barbuda o con el forzudo de falsos músculos. Ya nos deleitó con cosas tan delirantes como un desembarco de Normandía trasladado a las playas de Dover en Robin Hood, con las catapultas que explotaban en los muros asediados de El reino de los cielos en plena Edad Media unos cuantos siglos antes de la invención de la pólvora, o con su prescindible visión de Napoleón que tanto revuelo armó hace apenas un año y de la que hoy no se acuerdan ni los franceses.

En esta ocasión, nos brinda a unos monos ignotos que más parecen perros salvajes que primates desbocados, con un rinoceronte gigantesco dominado cual caballo con su silla y aparejos en plena arena y con una naumaquia en pleno circo de Roma cuando se ha documentado que tan sólo se hicieron dos, con muy poca agua y muchos, muchísimos años antes que la acción de la película que nos ocupa, alrededor del año 200 después de Cristo. Ya se sabe, Scott pretende ofrecer acción a cualquier precio porque sabe perfectamente que esta supuesta segunda parte de Gladiator carece totalmente del aliento épico de la primera. Es un tramposo de cartas marcadas que no hace más que confirmar que no queda nada de aquel director impresionante que realizó algo tan sumamente meritorio como Los duelistas.

Por otro lado, si aceptamos estos exabruptos que gran parte del público parece aceptar sin problemas, la película guarda diversos elementos que funcionan mal como puede ser un protagonista limitado como Paul Mescal, un tipo con un rostro interesante que no es capaz de dar intensidad a su personaje a no ser que exhale un par de grititos de desesperación. O como la prescindible interpretación de Pedro Pascal en un rol que podría haber hecho cualquiera con idéntica solvencia. Y, por supuesto, la cargante, irrisoria y lastimosa encarnación de los Emperador Geta y Caracalla debida a Joseph Quinn, que todavía tiene un cierto pase, y Fred Eichinger, que parece un bobo maquillado, infantil, estúpido y carente de cualquier atisbo de profundidad. Es como si Calígula hubiese viajado hacia la tontería y su locura no fuera más que la rabieta intensa de un niño de púrpura.

La parte positiva se halla en la faceta que menos interesa al público, es decir, a la dialogada con la exposición de las maniobras conspirativas que lleva a cabo el mejor personaje de la función que es el que incorpora Denzel Washington. Alejándose de la ambigüedad y echando mano de la astucia, el Macrino que interpreta el gran actor resulta creíble y peligroso, político y vengativo, e, incluso a ratos, genial. Ni siquiera el supuesto discursillo final que debe enardecer a las masas para dar principio al sueño romano del Emperador Marco Aurelio (cuánto te echamos de menos, Richard Harris) es destacable porque es, aproximadamente, de la misma intensidad que la redacción de un niño de primero de Secundaria.

Sí, se queda corta esta supuesta segunda parte. Connie Nielsen pasea sus penosos retoques faciales dejando de lado también el empuje que caracterizaba a su personaje en la primera entrega convirtiéndola en una pena deambulada, con gestos de arrepentimiento y nostalgia. No hay sorpresa en los escenarios porque Scott repite exactamente los mismos, no hay rastro ninguno de la mítica banda sonora que Hans Zimmer compuso en su día…y saliendo del cine, uno tiene la impresión de que el lema de la película es fuerza y estupor, porque Ridley Scott se ha desgañitado, una vez más, tratando de agarrar a los incautos que depositan el dinero de la entrada para ver alguna barbaridad que tanto llamaba la atención hace un siglo convertida ahora en patetismo con coraza.

miércoles, 20 de noviembre de 2024

APUNTA, DISPARA Y CORRE (1986), de Peter Hyams

 

La soleada Florida. Un paraíso. Especialmente para esos tipos que se pasan el día en una ciudad fea y gris como Chicago, persiguiendo a traficantes que no hacen más que ensuciar las calles y las almas y hacen que la vida sea más difícil. Hughes y Constanzo son un par de policías que sueñan con retirarse y abrir un bar a pie de playa. Sin embargo, van a saldar una deuda antes de que les llegue el soñado retiro. Habrá que atrapar al mismo fulano que consiguió que les suspendieran de empleo y sueldo y no va a ser tarea fácil. Chicago es un agujero lleno de nieve y frío y el tipo es más escurridizo que una anguila. No en vano se esconde en una zona de la ciudad denominada “El pozo de serpientes”. Hughes y Constanzo van a luchar por su sueño aunque, para ello, tengan que atravesar toda una pesadilla.

La caza está servida. Los dos policías son atrevidos, valientes y muy divertidos. Sembrarán Chicago de coches destrozados y de chistes y carcajadas. Siempre saben ver el lado cómico del asunto aunque no tenga ninguna gracia. Apuntan, disparan y corren, aunque no siempre en la dirección adecuada. Son un dolor de cabeza para el departamento de policía, pero algún precio hay que pagar ante dos policías que están dispuestos a no detenerse ante nada para atrapar a un delincuente. Si, de paso, consiguen un billete de ida sin vuelta a Miami Beach, pues estupendo. Destrozan media ciudad y listo. Total, no van a vivir allí.

Después del éxito que obtuvo con 2010: Odisea dos, el director Peter Hyams articuló una de las historias más ágiles dentro de ese género que proliferó en los ochenta bajo el nombre de buddy movies, o películas de colegas, en el que dos individuos, generalmente policías o agentes del orden, persiguen a los malos dejando muestras de una camaradería sin igual a pesar de ser bastante diferentes. En este caso, Hughes es más serio, aunque muy pendenciero. Constanzo es el bromista, el chistoso, el que no duda en arrancar una sonrisa aunque estén lloviendo balas de punta. El resultado es una película muy divertida, que fue un gran éxito en la época y que deja un regusto muy agradable como trama de acción de dos policías alocados, excelentes en su trabajo, pero que ya les importa todo muy poco…excepto la posibilidad de aprovechar la herencia de una tía para que Florida sea su nuevo Edén.

Así que los disparos van a invadir las calles de Chicago y los dos policías se van a ver en todo tipo de situaciones. Incluso van a ir en calzoncillos largos por las gélidas calles de Chicago tratando de cazar a una rata que se cree más listo que ellos. Gregory Hines y Billy Crystal les dan cuerpo y razón y, prometo por la última bala de mi cargador, que es imposible no quererlos y compartir con ellos sus inquietudes ante una urbe que les ahoga y les echa por la puerta de atrás. Lo mejor es agarrar al fulano del Mercedes, meterlo en la jaula y echar a volar lejos, muy lejos, allí donde las chicas patinan en el paseo marítimo y un zumo aderezado con algo fuerte sabe a mar y libertad. De eso, saben un rato.

martes, 19 de noviembre de 2024

SCHEHEREZADE (1947), de Walter Reisch

 

Esta es una de esas películas que nadie conoce, que nadie desea ver y que, sin embargo, todo el mundo debería disfrutar. Estamos en la era del Hollywood dorado y el Technicolor nos sumerge en un mundo de fantasía e inspiración de la mano de un joven marinero de la Academia Naval Rusa que lleva el nombre de Nikolai Rimsky-Korsakow. Hasta un puerto del Marruecos español llega su barco-escuela y el futuro compositor se impregna de tonalidades árabes, africanas y españolas para incorporar a su obra en años venideros. Sin embargo, una mujer de doble vida subyuga su visión y comienza a escribir un ballet sinuoso, de atrayentes virtudes melódicas de raíz árabe, contando un cuento de las mil y una noches que fue uno de sus mayores éxitos. Es evidente, todo es una ficción revestida de pentagrama, pero es verdad que Rimsky-Korsakow existió y también es verdad que sirvió en la Armada rusa.

La película es un modelo de cuidado en su puesta en escena, con una fotografía sencillamente esplendorosa en sus colores, debida a Hal Mohr y William Skall y dirigida por Walter Reisch, más conocido por su trabajo en guiones como los de Ninotchka o Luz que agoniza. También muchísima atención al imaginativo trabajo en los decorados del gran Eugene Lourié, con un reparto que queda inmortalizado con esos fondos de fantasía y entre el que destaca por derecho propio Yvonne de Carlo. Si hay que ponerle algún fallo a la película, es en la elección de su protagonista, Jean Pierre Aumont, en la piel del compositor ruso, un actor que siempre paseó sus tremendas limitaciones interpretativas por debajo de un físico atrayente aunque no espectacular. Mención especial merece, en un papel secundario, la siempre maravillosa Eve Arden, incorporando a Madame de Talavera. Por lo demás, es el momento de convertirse en cuerda de violín, en arco de melodía, en coda de orquesta y en fascinación. Scheherezade está a punto de salir a escena.

Melodrama salpicado de romanticismo musical, alusiones homoeróticas que pasaron la censura de forma incomprensible (la película se estrenó en España sin cortes), con su toque irremediablemente kitsch aunque innegablemente elegante, orquestaciones espectaculares a cargo de Miklos Rozsa, y, por supuesto, los consiguientes tópicos árabe-españoles según la imaginación hollywoodense, pero el conjunto final es arrebatadoramente encantador, en el que los rojos y los azules se erigen como protagonistas propios en esa búsqueda de un piano que emprende ese marinero que pretende ser músico. Con la originalidad añadida de que Rimsky-Korsakow está más interesado en sus aspiraciones como compositor que en la fascinación sexual que puede despertar en él esa bailarina, hija de papá que siente la llamada de la farándula con tanta fuerza como la que experimenta el marinero con sus notas.

Hay que dejarse llevar por los sueños. Esto nunca ocurrió. Sin embargo, nadie puede asegurar que en una noche, en alta mar, un cadete de la marina llamado Nikolai Rimsky-Korsakow no soñara con algo parecido a lo que ocurre aquí. Nunca ha habido adaptadores de sueños en el cine. Esos delirios son difíciles de encontrar. Puede que estén en un puerto perdido del Marruecos español. Por cierto, Nikolai Rimsky-Korsakow sí estuvo en España durante tres días. Los suficientes como para imbuirse de los ritmos patrios y trasladarlos a una partitura en su Capricho español.

jueves, 14 de noviembre de 2024

QUINCY JONES: VOLANDO A BIRDLAND

 

Muchas son las facetas que desempeñó Quincy Jones en el mundo de la música. Sin duda, su labor como productor pudo ensombrecer sus logros como intérprete y como compositor, pero de lo que no cabe duda es que realizó una importante contribución a las bandas sonoras cinematográficas haciendo que el jazz alcanzase su mayoría de edad, junto a otros compositores como Johnny Mandel o Elmer Bernstein.

Consumado trompetista de jazz, se introdujo en la orquesta de Count Basie. El viejo director no tardó en apreciar el enorme talento que había incorporado y enseguida le encomendó la tarea de encargarle de los arreglos de los temas que formaban parte del repertorio de la banda con resultados extraordinarios. La aportación de Jones consistía, básicamente, en una orquestación ágil, haciendo que el sonido de Basie y sus muchachos fuera inmediatamente reconocible, ante todo, por una espectacularidad pocas veces igualada en la música de jazz. El salto al cine, era inevitable.

La primera banda sonora que compuso es la de la excelente película de Sidney Lumet El prestamista, posiblemente el mejor papel que interpretó nunca Rod Steiger. En un ambiente agobiante, en el que predomina la culpa por la supervivencia judía, Jones introduce sorprendentemente una música melódica que bebe del jazz para articular la complejidad mental del protagonista, atrapado en su moral y en su deber. Un debut que dejó bien claro que Jones no era un advenedizo.

Con Espejismo, de Edward Dmytrik, una estupenda película de suspense protagonizada por Gregory Peck, Diane Baker y Walter Matthau, se recogen las hechuras de Duke Ellington para retratar musicalmente la confusión que sufre el personaje principal, capaz de recordar que ha bajado las escaleras de un sótano que no existe, que ha deambulado en estado de shock y que, sin embargo, parece que hay una cierta conspiración para evitar que hable sobre algo que ha visto y que le ha dejado totalmente traumatizado. Una excelente banda sonora, algo menos brillante que la anterior, para una película que merece la pena rescatar.

Sidney Pollack le requiere para su debut en el cine en la áspera La vida vale más, con Sidney Poitier y Anne Bancroft en la cabecera de cartel. Jones, aquí, se decanta por alejarse un poco del jazz para adentrarse en la dimensión psicológica de una chica que llama a alguien sólo para que la escuche después de un intento de suicidio y el hombre que la ha atendido comienza a investigar sobre la vida de esta mujer, fascinado por su desesperación.

Su siguiente intento es totalmente distinto. Se trata de una comedia amable que significó la despedida del cine de Cary Grant y es Apartamento para tres, de Charles Walters. En esta ocasión, Jones opta por la jovialidad de un tema de esos a los que los pies no se resisten más tres o cuatro compases. Un excelente tema de jazz con una instrumentación propia de los años sesenta, con silbidos y un ritmo contagioso que ilustra, con peculiar maestría, el tono desenfadado de la película.

Su siguiente trabajo marca una de las cimas de su aportación al cine. Se trata de la banda sonora de Llamada para un muerto, de Sidney Lumet. A ritmo de bossa nova, Jones compone música para la encrucijada personal del protagonista, un maravilloso James Mason, que debe investigar el extraño suicidio de un funcionario de los servicios secretos. Además de todo ello, también es capaz de reclutar la voz de Astrud Gilberto para el tema principal Who needs forever, en el que la sedosa entonación de la cantante nos traslada a las noches sin fin en las que Charles Dobbs-George Smiley trata de desentrañar un misterio que le toca muy cerca.

Otra de sus cumbres en cuanto a composición se halla en la extraordinaria banda sonora, climática y acertada, de En el calor de la noche, de Norman Jewison, acompañando al Inspector Tibbs que incorpora Sidney Poitier a través de las cálidas madrugadas de una localidad de Mississipi tratando de encontrar al asesino de un empresario que iba a construir una fábrica en la ciudad. Rod Steiger le ofrece el contrapunto para que sepamos que el tema principal cantado por Ray Charles es ya historia del cine y de la música.

La atonal y difícil banda sonora de A sangre fría, de Richard Brooks, puede que no sea recordada por su melodía, prácticamente inexistente salvo en un tema aislado, pero no cabe duda de que ofrece una descripción melódica en la que se utilizan los más diversos instrumentos, principalmente de percusión, a la vez que trata de mantener el oído tan tenso como atento a esta historia que deja a cualquier espectador con la sangre congelada al comprobar que el Estado puede ser tan brutal como los asesinos a los que condena.

La última película del director Anthony Mann y completada por el actor Laurence Harvey, Sentencia para un dandy, apunta a Jones a las instrumentación propias de Centroeuropa en una historia de espionaje donde nadie es lo que parece y todos son lo que aparentan. Una película olvidada y algo deslavazada que ha quedado olvidada, posiblemente, porque la confusión se hizo cargo del rodaje y de la posterior edición debido al fallecimiento de Mann.

Quincy Jones tenía que unirse a la ilustre nómina de compositores de cine que han probado suerte en el terreno del western y lo hizo en una película enormemente popular bajo la dirección de Jack Lee Thompson como es El oro de McKenna,  con un reparto de campanillas encabezado por Gregory Peck y secundado por nombres tan ilustres como Telly Savalas, Omar Sharif, Burgess Meredith, Lee J. Cobb, Raymond Massey, Anthony Quayle, Edward G. Robinson y Eli Wallach. El resultado fue excelente, con la aportación vocal de José Feliciano acompañando la odisea de todos esos personajes que buscan lo que, quizá, nunca llegó a existir.

Se deja arrastrar por la moda del clavicordio en llave jazzística para Un trabajo en Italia, con Michael Caine y los coches Mini corriendo por toda Italia. A destacar ese maravilloso arreglo con el título Greensleaves and all that jazz en el que versiona en clave de jazz el mítico tema tradicional inglés.

Agarra el Aleluya, de Händel y lo versiona para Bob, Carol, Ted y Alice para unirse a esta comedia sobre la levedad del matrimonio y las ventajas del cambio de pareja que Paul Mazursky hizo a finales de los sesenta con Elliot Gould, Robert Culp, Natalie Wood y Dyan Cannon. El estreno de esta película lo puso todo patas arriba.

Cuenta con la divina Sarah Vaughan para el tema The time for love is anytime dentro de esa deliciosa comedia protagonizada por Ingrid Bergman y Walter Matthau que es Flor de cactus, de Gene Saks. No cabe duda que elige un tono melancólico para una película que es ligera, estupenda y optimista y quizá no esté del todo acertado, aunque la canción es excepcional. En todo caso, merece la pena volver a este título que hace que la sonrisa no se caiga de los labios.

Ligero es su trabajo para esa comedia de colmillo afilado que es Los encantos de la gran ciudad, con Jack Lemmon y Sandy Dennis siendo literalmente engullidos por la gran urbe, como augurando una gran mentira ante una visita que está condenada a la enseñanza y el fracaso en el tono más divertido.

Inmerso ya en las tendencias musicales de los setenta, Jones compone la banda sonora de Supergolpe en Manhattan, su tercera colaboración con Sidney Lumet, con profusión de instrumentos propios de la época como el uso del piano eléctrico y el sintetizador dando paso a un tema lleno de dinamismo y jazz en una película que se antoja trepidante con Sean Connery, Dyan Cannon y un juvenil Christopher Walken en los principales papeles y con la colaboración de Toots Thielemans con la armónica.

Igualmente de ágil es la banda sonora que compone para esa joya totalmente olvidada de la filmografía de Richard Brooks que es Dólares, con un inolvidable tema principal cantado por Little Richard. Una auténtica joya que apenas se recuerda y que hace que la cadera se mueva en busca del ritmo.

Le puso misterio y buen humor a la banda sonora de Un diamante al rojo vivo, de Peter Yates, con Robert Redford y George Segal al frente del reparto. Original y ciertamente colorista, la música de la película acompaña a estos ladrones un tanto chapuceros en la ejecución de un robo de guante blanco que acaba por ser de garganta estrecha.

Los nuevos centuriones, protagonizada por George C. Scott y Stacy Keach, fue un gran éxito que describió el duro trabajo de los policías de calle, con sus problemas y sus rutinas, que Quincy Jones describió musicalmente con la maestría de muchos elementos propios del jazz de los setenta y especialmente de Isaac Hayes con su tema para Shaft, siempre con grandes elementos de percusión, aunque no cabe duda de que al escuchar de nuevo estos temas se almacena la sensación de que todo se ha quedado un poco trasnochado.

En la memoria siempre ha quedado ese tema de armónica, desesperanzado y solitario, que adorna La huida, de Sam Peckinpah, con Steve McQueen y Ali McGraw tratando de escapar de errores del pasado con una escopeta de cañón recortado y ciertas dosis de osadía. Una banda sonora que ha quedado como una de las mejores, a pesar de que Jones incidió sobre esa sensación de extravío que recorre toda la partitura.

A partir de aquí, Jones abandona su actividad cinematográfica y se centra básicamente en sus labores de producción musical llegando a trabajar en los ochenta para Michael Jackson. Sólo sale de su retiro para coordinar toda la banda sonora de El color púrpura, de Steven Spielberg, con algunos retazos de composición propia destacando, por supuesto, ese tema también ya inmortal como es el Miss Celie´s blues.

Sólo un trabajo más desde 1985 para el cine y se trata de la banda sonora para Lola, una película que ha cosechado unas críticas muy adversas, de Nicola Peltz Beckham y que ha sido estrenado durante este mismo año con muy pobres resultados. Una despedida indigna para un hombre que revolucionó las bandas sonoras haciéndolas atractivas para figurar en la discoteca de cualquier melómano en los sesenta y que aportó soluciones muy imaginativas para los más diversos argumentos, demostrando versatilidad y talento a partes iguales. Probablemente, en este momento, estará volando a Birdland, la tierra donde descansan todos los músicos que amaron el jazz y, mientras tanto, le estará proporcionando el último éxito a Charlie Parker a quien tanto admiraba. Jones para un cielo con banda sonora.

EL MÉTODO KNOX (2024), de Michael Keaton

 

La enfermedad de Creutzfeld-Jacob es una forma de demencia senil de desarrollo rápido que, de forma metódica, va asesinando todos los recuerdos uno por uno. Para un hombre que se dedica a matar por encargo, resulta un problema de cierta envergadura, aún sabiendo que lo es para cualquier otro mortal. Eso es lo que le pasa a John Knox. Es un profesional serio, que ha dejado los sentimientos en algún lugar de su pasado, ese mismo que se le está borrando a velocidad de vértigo. Aún tiene un par o tres de semanas de tiempo para ir cerrando algunas cosas pendientes. Especialmente una que se le presenta de improviso. Es un último favor para alguien a quien debe un sacrificio. Es el momento perfecto. Es la excusa perfecta.

Así que Knox va a liquidar todos sus activos para repartir entre las personas que más ha querido en su vida. Su ex mujer, su hijo y la prostituta que le ha dado algo de cariño y conversación todos los jueves por la tarde. Al mismo tiempo, debe resolver un asunto feo y, para no cometer ningún error causado por la falta de memoria, lo apunta todo en un cuaderno que acabará quemando, igual que todos sus recuerdos. Para ello sólo confiará en un amigo, el mismo que le colocó en el negocio. Mientras tanto, Knox irá perdiendo reflejos, no se acordará de palabras, se sentirá extraviado en medio de un bosque…pero lo que no va a perder de ninguna manera hasta que sea inevitable es la memoria de matar. Sabe cómo hacerlo. Sabe en qué momento. Sabe a quién.

Resulta extraño comprobar que una película notablemente bien dirigida por el propio Michael Keaton, muy bien interpretada por él mismo y por esos grandísimos intérpretes que le acompañan como Al Pacino y Marcia Gay Harden, goza de un estreno limitado, casi de tapadillo. Parece como si quisieran atontar al público con nimiedades de corte estúpido y que las películas que guardan un cierto poso de inteligencia e, incluso, de arte tienen que llevar colgada la etiqueta de rara, de despreciable e, incluso, de prescindible. Esta es una de ellas.

Y, desde luego, Michael Keaton resulta tremendamente acertado en la piel de ese asesino a sueldo con una expresividad tan precisa que se sabe con certeza en qué momento está centrado en lo que dice y en lo que hace y en qué instante el recuerdo huye de él como una bala disparada por su arma. Estamos ante una película de cine negro diferente y notable, con una premisa que ya se pudo ver en la inferior La memoria de un asesino, con Liam Neeson, pero desarrollada con más talento y mucho más cuidado. Se acompaña a ese Knox que está diluyéndose en la nada, se sufre con él y, al mismo tiempo, se posee una cierta sensación de que todo lo que le pase es bastante merecido, por mucho que busque una redención que haga olvidar lo que es, lo que ha sido y lo que ya no podrá ser.

Somos nuestros recuerdos. Más felices. Menos afortunados. Viles. Maravillosos. Descriptivos. Pesados en nuestra mochila. Ligeros en nuestras justificaciones. Puede que, en el fondo, incluso cuando se está borrando todo, quede esa sensación de que debimos amar más, con mayor intensidad, con mucho más sentido. Tal vez para que no fuéramos corazones insensibles de sangre debida y dinero guardado. Aferrarnos a nuestros amigos. A los que llevan nuestra huella, aunque a menudo pensemos que no hemos dejado ninguna. Puede que nosotros no nos acordemos de todo ello si la naturaleza se empeña, pero los demás, sí. Y eso es lo que verdaderamente importa.

miércoles, 13 de noviembre de 2024

THE TOWN (Ciudad de ladrones) (2010), de Ben Affleck

 

Salir del agujero. No volver nunca más a esa ciudad fría, llena de contrastes, donde conviven en una mezcla imposible los universitarios, los ejecutivos y los atracadores. Boston ofreció muchas oportunidades y todas pasaron de largo. Es hora de dar un último golpe y largarse, empezar a mirar la vida desde un lugar soleado. Aunque las casualidades se vayan amontonando en una auténtica burla del destino. Es difícil dejar atrás a los amigos, a los que han sido tus compañeros durante toda la vida, pero no lo es tanto si se saben todas las curvas. La policía está ahí, fisgando, huroneando, metiendo la sospecha en todo para que, si es posible, todo se dinamite desde dentro. Esos tipos que atracan bancos no tienen la más mínima ética… ¿o sí? No, no puede ser. Van armados hasta los dientes y no dudan en ser brutales si la ocasión lo requiere. Sólo desean el dinero, que canalizan a través de un florista que, por lo que se ve, estuvo pateando los cuadriláteros de tercera por los barrios de Massachussets. La vida es difícil en Charlotesville. Es el barrio con mayor densidad de atracadores del mundo. Otro día en la ciudad perfecta.

Todo debe ser planeado al milímetro y nadie debe ser capaz de atar todos los cabos en los trabajos que están pensados con tanto cuidado. Es entrar, coger y salir. El tiempo es vital. Se saben los tiempos de respuesta de la policía y se lleva una pragmática emisora de radio en la misma onda que las fuerzas del orden. Se sabe lo que van a hacer antes de que lo hagan. Dos disparos al aire para amedrentar y ya está. Y si es necesario, se coge a un rehén para que los perseguidores se lo piensen dos veces. Es adrenalina pura y no es fácil desengancharse porque, además, va con premio adjunto de diversos ceros. Salir de allí. Ya está bien. Llega un momento en que es molesto tener a alguien soplándote en la oreja a cada minuto. Es hora de ganar. Es hora de irse.

Excelente película que demuestra, una vez más, el competente director que es Ben Affleck, retratando el ambiente de un barrio que se mueve entre drogas y vidas perdidas. Su habitual impasibilidad como actor se compensa con un sentido extraordinario del ritmo y de la narración, dejando las secuencias de lucimiento a un brillante Jeremy Renner y a un eficaz Jon Hamm. La inteligencia se reserva a su personaje, un tipo que siempre va un paso por delante de los demás y al que es muy difícil pillar en un renuncio. Es lo que tiene vivir toda la vida en Charlottesville. Llega un momento en que te las sabes todas y conoces cada uno de los movimientos que se van a realizar a tu alrededor. Por mucho que el amor esté desterrado en esa existencia sin freno. Por mucho que el destino, con toda probabilidad, sea una celda en alguna cárcel de duchas comunitarias. Es mejor dejarlo todo como está y desaparecer. Quizá, en algún momento, la chica de tus sueños aparezca a tu lado con una bolsa llena de dinero.

martes, 12 de noviembre de 2024

SHINE (1996), de Scott Hicks

 

El exceso de cariño puede conducir a la locura. El deseo de realizar los sueños frustrados en los hijos es un pasaporte directo hacia la perdición. Se debe empujar, motivar, pero no demasiado. Y David Helfgott, el gran pianista, lo vivió en carne viva. No sólo tuvo que sufrir a un padre que no supo medir el límite de su exigencia en la vida y delante del teclado, sino que tuvo que luchar ante la dificultad del dominio completo de un instrumento que, en el fondo, casi siempre se erige en enemigo del intérprete. El Concierto número 3 para piano y orquesta de Sergei Rachmaninov, no es un concierto de piano, es un concierto contra el piano. Y se convierte en una obsesión y, en determinado momento, en una meta para recuperar el cariño siempre insustituible de un padre que jamás ejerció como tal a pesar de que creyó que sí. Los problemas psicológicos acompañaron a Helfgott para siempre, con una neurosis repetitiva, con un comportamiento errático e inadecuado en cada situación. Sólo era realmente él cuando se sentaba delante de un piano. Allí era Dios. Y no podía serlo en todas y cada una de las circunstancias de su propia vida.

No cabe duda de que la película está estructurada como un concierto para un instrumento, siendo éste el propio David Helfgott, soberbiamente interpretado por Geoffrey Rush en su edad adulta y por Noah Taylor en sus años jóvenes. Ambos se compenetran a la perfección en el retrato del músico que cada vez quería llegar más alto y que, sin embargo, cada vez caía más bajo. Amor es la palabra clave. Amor en su justa medida. Amor incondicional, pero moderado en su expresión. Eres el mejor, pero no tienes por qué serlo. Vas a ser el mejor, pero hay otras cosas importantes en la vida. Para mí, eres el mejor. Siempre lo serás. Hagas lo que hagas. No hace falta que seas el mejor para los demás. Por mucho Rachmaninov que haya de por medio. Toca el piano. Toca porque te divierte y te gusta. Toca todo lo que quieras y lo mejor que puedas. No toques por un continuo afán de superación. Toca porque el arte está ahí, en las yemas de tus dedos. Sin límite. Con la razón por delante.

Con la paranoia de querer ser el mejor, es muy difícil encontrar a alguien que te tome en realmente en serio. Más allá de las blancas y negras del piano y de la partitura, alguien debe amarte por lo que eres, no por lo que puedes llegar a ser. Tal vez, alguien que encuentre gracioso que saltes en una cama elástica sin más atuendo que una gabardina desabrochada. Tal vez, alguien que se preocupe por ti sin ahogarte con el abrazo. Hay algunas personas que eso se les da especialmente bien. Y eso, si se usa la inteligencia como instrumento, redundará en la perfección de la música. No es difícil de entender. El apoyo es fundamental. El aplastamiento es terrible. La vida continúa. Y Helfgott hizo volar sus manos sobre el piano.

viernes, 8 de noviembre de 2024

EL RESTO ES SILENCIO (1959), de Helmut Kautner

 

El mundo industrial alemán, con sus tremendas fábricas que se han volcado en la recuperación económica tras la guerra y en íntima colaboración con los americanos, acaba por ser el escenario para un crimen. Un joven, que estudia en los Estados Unidos, debe volver de urgencia a Alemania, porque su padre ha sido asesinado. Y se propone descubrir al culpable y ver lo que ha pasado. De momento, tiene por dónde empezar porque su propio tío se ha hecho cargo del imperio industrial y no tiene ningún problema en coquetear con la madre del joven. Y así, el entramado de fábricas no tendrá ninguna fisura interior que condene el progreso cada vez más imparable de la maquinaria teutona. El problema es que el joven mete demasiado las narices en la investigación y el tío intentará eliminar también ese pequeño inconveniente….ahora que caigo… ¿no les suena de algo este argumento?

Sí, sí, hombre. Tal vez, si prescindimos de la ropa y del ambiente, lo mismo podríamos trasladarnos a una corte en Dinamarca, allí donde todo huele a podrido, y nos encontramos con otro joven príncipe que también está tremendamente afectado por la muerte de su padre y se encuentra con que su tío hereda el reino y celebra unos esponsales con su madre…

Y es que el resto es silencio. Eso es lo que decía la última línea del bardo inmortal en su obra y aquí, muchos años después, con la todopoderosa maquinaria industrial del tejido empresarial alemán urdido tras la guerra, se repite. En el fondo la historia, al igual que la ficción, también es cíclica…menos mal que aquí nos movemos en el terreno de la ficción… ¿o no?

Helmut Kautner, uno de los directores más importantes del cine alemán de posguerra, decidió llevar adelante ese Hamlet particular que, más tarde, el propio Akira Kurosawa también trasladaría al tejido empresarial japonés con Los canallas duermen en paz. El resultado, además de ser una película espléndidamente fotografiada, con interpretaciones muy ajustadas de Hardy Kruger como el joven y Peter Van Eyck como el tío, es muy aceptable y, lo que es aún mejor, creíble. No cuesta nada imaginar ese entramado de conspiraciones empresariales, que también incluye espionajes comerciales y misterios profundos, con la sombra de los nazis proyectada a través del trasunto del personaje de Polonio que, a pesar de los años transcurridos desde la guerra, aún sigue dominando gran parte de los puestos directivos del empresariado germánico. Ya se sabe, los amigos que fueron enemigos deben ser nuestros amigos porque, si no es así, ¿quién parará la sombra del terror rojo?

Así que, con ligeras variaciones de corte contemporáneo, prepárense para unas horas de conspiraciones en despachos cerrados a cal y canto, con la sombra del acero de los altos hornos al fondo, con el retorcimiento propio de unos personajes cegados por la ambición y el deseo…nada nuevo bajo el sol desde que William Shakespeare nos contara lo mismo unos siglos atrás. Eso sí, no hay fantasmas que inciten a la investigación, ni nada fantasioso. Todo se ciñe al triste espectro de una realidad inundada de humo de fábrica.

jueves, 7 de noviembre de 2024

JURADO NÚMERO 2 (2024), de Clint Eastwood

 

Todo el mundo merece una oportunidad. Puede que llegue después de oleadas de sufrimiento, de frustración, de intentar ahogar los sentimientos en el fondo de una botella, de expresar la rabia contra un destino que se ceba para excavar en las profundidades del dolor. En algún momento, parece que todo puede encajar en un orden que resulta algo muy cercano a la felicidad y que una simple llamada para cumplir con un deber ciudadano de carácter inexcusable haga que el derrumbamiento sea algo más que una posibilidad. Un crimen cometido. Un accidente desconocido. Una pena arrastrada por el cargo de conciencia. Un esfuerzo por conservar lo poco que se posee.

El alma humana se retuerce de angustia cuando lo que se ha conseguido a base de lágrimas se halla en el mismo borde del abismo. El destino, de nuevo, aparece para que el pasado no sea olvidado. Y ahí se encuentra una de las enseñanzas de la vida porque no deja de repetirnos que somos lo que fuimos, entre otras cosas. En un aparente sistema en el que la verdad se asemeja a la justicia, asistimos a la certeza de que no siempre es así. La verdad puede ser demoledoramente injusta, por mucho que nos empeñemos en lo contrario. La nada se avecina y es necesario alcanzar un veredicto a pesar de que se intenta por todos los medios salvar una vida que no lo merece para que, al menos, un resquicio de tranquilidad aún haga su nido en la voluntad y en el ánimo.

Una noche. Una muerte. Una copa que nunca se tomó para no caer de nuevo en la tentación del abandono. Un maltratador. Una chica que desea desahogar la ira bajo una lluvia torrencial. Un golpe. Una suposición. Un continuar con el camino para seguir en la búsqueda de una tabla de salvación. Una nueva vida. Una habitación en donde va a habitar toda la ilusión que queda en un interior apisonado que comienza a resurgir. Padres, hijos, vecinos, terquedades…todo ello arremete con fuerza contra la lógica. No, la verdad no siempre es justa. No, el destino no puede ser un jugador tan sucio y tan diferido. Se buscan respuestas. Sólo existen los silencios. Y, al final, la incógnita para que cada uno elija el final que más le convenga. Es el último suspiro.

Clint Eastwood ya ha ensayado varias despedidas. Pareció poner un pie en el estribo en Gran Torino, quiso marcar un último baile, algo pobre e inmerecido, en Cry Macho y esta vez parece querer despedirse con un cuento moral que interpela directamente a todos los que se acercan, quizá en un intento de emparentarse lejanamente con Mystic River, aunque carezca de la complejidad argumental y fuerza de esa película. No importa. Eastwood nos ofrece un buen pedazo de cine excelente, con un montaje extraordinario, muy preciso, que llega a ser un mecanismo de relojería instalado directamente en el ánimo y nos dice adiós definitivamente con una sentencia terrible como es que ya no podremos disfrutar de ninguna otra película dirigida por él. A destacar, por derecho propio, el maravilloso trabajo que despliega Toni Collette en la piel de la fiscal que debe ejercer la acusación del proceso que desencadena toda esta tormenta de dudas que Eastwood va resolviendo, salvo la última de todas. Quizá sea él quien llame a la puerta y se quede mirando a nuestros ojos.

Más allá de todo eso, queda en el aire si esta despedida también es un repaso a los momentos más importantes que hemos tenido en nuestras miserables existencias. Si los hemos disfrutado realmente, si les hemos sacado todo el jugo posible, si hemos sido buenas o malas personas, si hemos conseguido ser buenos espectadores de las películas de un pintor del alma humana que nos deja con la admiración y la verdad como las únicas armas que podremos esgrimir cada vez que hablemos de su cine. Maestro, una vez más, conmovido. Maestro, una vez más…

miércoles, 6 de noviembre de 2024

UNA RUBIA MUY DUDOSA (1991), de Blake Edwards

 

En el cielo, no hay lugar para los machistas misóginos. Así que lo mejor es que, si llega algún alma impía en busca de cobijo en el azul infinito, mandarlo de vuelta. A ser posible como si fuera una mujer. Tal vez, con suerte, con mucho tino y dobleces a raudales, el tipo pueda venir siendo un mejor hombre habiendo sido una mujer. No es un mal plan. Por una vez, el Diablo ha tenido una buena idea. Entonces, adelante. Tenemos a un individuo que suele despreciar a las mujeres, las maltrata verbalmente, no siente más que desprecio hacia ellas y, por si fuera poco, está metido en negocios no demasiado claros. Llega allí arriba y le dicen que nones. Que se baje ahora mismo porque le van a dar una segunda oportunidad. Y le meten en el cuerpo de una mujer, por lo demás, bastante atractiva. A ver si va a ser que el individuo en cuestión está más bueno que un queso. Se levanta, se mira por los bajos y…qué raro, falta algo. Algo que debería estar ahí, ya no está. Así que toca asumirlo. Ya no es un hombre instalado en una posición de superioridad, es una mujer que va a tener que aguantar los embates masculinos. Bien, aunque tenga cuerpo de mujer, no es menos cierto que su personalidad aguanta tras tan atractivo envoltorio. Y va a ser una mujer machista y misógina, con un carácter de mil diablos (perdona, Lucifer), y dispuesto a comportarse como un auténtico chulo. O chula. Da igual. Tendrá que pasar por el aro y utilizar las armas propias de mujer… ¿a que sí? Esperen y verán.

Blake Edwards dirigió una de sus comedias menos reconocidas con Ellen Barkin como gran protagonista. A pesar de que Edwards llevaba una temporada haciendo películas que merecen mucho la pena como la estupenda Micki y Maude, Cita a ciegas o esa película que brilla en la oscuridad que es Una cana al aire, estrenó este intercambio de cuerpos que recuerda lejanamente a El cielo puede esperar y, por supuesto, a su referente principal Adiós, Charlie, y la crítica se le echó encima y acabó por ser su penúltimo título. A partir de este momento, se volcó en la producción y en el montaje del musical teatral inspirado en Víctor o Victoria. Y es una lástima porque la película es divertida. Es cierto que no maneja un gran reparto, centrando casi toda la gracia en esa mujer con modales de hombre despreciable que encarna o desencarna Ellen Barkin, pero aún así, hay un par de secuencias buenas, que recuerdan al mejor Blake Edwards, amante de equívocos y del slapstick, con algún que otro diálogo memorable y algunas situaciones de cierta gracia.

Así que pónganse cómodos. Van a pasar una velada ciertamente agradable. La carcajada asomará un par de veces y la sonrisa no va a querer irse. No es que sea el colmo de las comedias más graciosas, pero tiene momentos hilarantes, con una dirección sabia y una entrega estupenda delante de la cámara. Y tengan mucho cuidado cuando se vayan a la cama. Puede que allí arriba no tengan sitio para…yo qué sé…zurdos con pecas y les envíen de vuelta reencarnados en un pez de colores…

martes, 5 de noviembre de 2024

LAS CINCO CONDICIONES (2003), de Lars Von Trier y Jorgen Leth

 

A veces, uno cree que va a ver un documental y se encuentra con un experimento fílmico que roza la ficción. Eso es lo que se pudo apreciar en el genio de Orson Welles con Fraude y también es el caso de esta rareza realizada por iniciativa de Lars Von Trier. La premisa es sencilla. Von Trier se entrevista con Jorgen Leth, un cineasta que en los sesenta rodó un cortometraje titulado El humano perfecto y le invita a revisionar aquel cortometraje cinco veces, bajo condiciones muy severas y diferentes en cada una de ellas. Leth acepta el reto y, de una forma como pocas veces se ha visto en el cine, asistimos a un proceso de deconstrucción de una película para crear cinco cintas nuevas, de diferentes miradas, en lo que es un apasionante ejercicio de nueva creación. Además, hay un viaje intenso hacia el miedo de no poder renovar el éxito de lo que fue aquel cortometraje en su día, a pesar de la madurez que ha llegado a su director. Poco a poco, es como si, de alguna manera, la rígida vigilancia condicional de Von Trier se convirtiera en un control parecido al que Andrew Wyke-Laurence Olivier ejerce sobre Milo Tindle-Michael Caine en La huella, de Mankiewicz. Un juego que oscila entre la humillación y la admiración. Humillación por el sometimiento. Admiración por la creatividad. Incluso, en el colmo del sadismo cultural, le ordena hacer una versión de su cortometraje en dibujos animados.

La película, en sí, es sólo eso. El enfrentamiento entre dos directores que, siguiendo lejanamente la tradición nórdica, les gusta el desafío que supone ponerse más dificultades a sí mismos con el fin de alcanzar metas de imaginación y fantasía (y, de paso, opinión) que saben imposibles cuando el entorno es de calma y tranquilidad metódica. Cinco cortometrajes versionando la misma historia ya, per se, es un ejercicio extraordinariamente difícil porque se volcaron unos procedimientos y una forma de ver la trama propios de los años que se tenían por aquel entonces. Ha llovido mucho, han pasado muchas cosas y la mirada, de forma inevitable, se torna diferente, más desengañada, menos ilusionante y, aún así, se trata de ofrecer algo de forma atractiva, haciendo que aquel cuento que en los años sesenta provocó aplausos, siga siendo digno de mención en el siglo XXI.

Y es que el acto de crear necesita, en muchas ocasiones, espuelas. Quizá las proporcione un entorno, o la falta de presupuesto, o la idea de hacerlo de forma radicalmente distinta porque, si nos preguntan a nosotros mismos, probablemente haríamos las cosas de otro modo con una diferencia de cuarenta años. Con más experiencia, con menos ímpetu, con más sabiduría, con menos atención. El experimento fílmico es de indudable interés porque, más allá del simple hecho de hacer cine, también se trata de la compleja realidad de vivir. Y así, una vez más, la ficción y la verdad se abrazan en una película que ha estado destinada a paladares algo marginales. El viaje merece la pena porque llega a ser importante, necesario y, también, apasionante.

jueves, 31 de octubre de 2024

LA GRAN ESCAPADA (2024), de Oliver Parker

 

Cuando se ve la meta muy cerca, es posible que algunos sientan el deseo de ajustar las cuentas pendientes con el pasado. Puede que una parte del sentimiento de un hombre de corazón grande se quedara en una playa de Normandía porque quiso, con todas sus fuerzas, que alguien atravesara las líneas enemigas y acabó bajo el fuego alemán. Puede que, al mismo tiempo, sea el momento de levantar el velo de silencio de una experiencia tan traumática como haber combatido en primera línea y darse cuenta de que la única fuerza capaz de sobreponerse a la muerte es el amor porque quien muere enamorado, en realidad, ama viviendo. En la mirada, sabiduría. En la mano, respeto. En la mente, fuera el remordimiento. En el alma, la tranquilidad.

Y eso es lo que ocurre cuando un anciano, en el anochecer de sus días, decide irse por su cuenta a acompañar a miles de compañeros en la conmemoración del desembarco de Normandía. Cuando le vemos acercarse a la orilla, no sólo sentimos en sus piernas encorvadas e irremediablemente cansadas al joven que dejó una parte de sí mismo en aquellas arenas. También somos capaces de avistar al hombre que ha vivido una vida plena con una espina clavada. O al anciano que quiere pasar sus últimos días con la conciencia algo más tranquila y con las lágrimas derramadas. Por el camino, no faltarán las respuestas llenas de humor, alguna que otra con el colmillo afilado, ocurrentes y precisas y llenas de verdad, porque, tal vez, se ha reflexionado mucho sobre todo lo que se hizo aquel día y, más que cualquier otra cosa, sobre todo lo que se dejó atrás.

Es un auténtica lección de maestría la que nos dejan Michael Caine y Glenda Jackson en esta última historia sobre la vejez, la juventud, el amor y la guerra. Ya coincidieron a mediados de los años setenta en aquella película de Joseph Losey titulada Una inglesa romántica en la que se ponía en juego un triángulo amoroso cuyo tercer vértice era Helmut Berger. En esta ocasión, ambos arrastran los pies, pero se mueven como bailarines, actuando con todo el cuerpo, transmitiendo el hondo pesar de la ancianidad y la profunda sapiencia que destilan como intérpretes que han dejado muchos y buenos ratos de disfrute en el público de todo el mundo. Los dos tienen sus instantes de lucimiento, su capacidad para mirar hacia adentro y observar la ruina física en la que se han convertido sin dejar ninguna sensación de pena. Todo lo contrario. Estos dos actores quieren vivir. Quieren seguir. Quieren ir.

La dirección de Oliver Parker es terriblemente austera. La escenografía es simple y, en todo momento, está en función de los dos. Con sus escenas juntos y con sus acciones en paralelo. Todo ello ofrece una visión de una gran escapada, de un testimonio de amor por las personas y por lo que han hecho durante toda su vida antes de pisar la última playa. También cabría destacar a John Standing, excelente secundario inglés al que se podría recordar por ser el pastor protestante de Ha llegado el águila, de John Sturges y que aquí retrata un lado muy interesante de la vejez que no está en orden aunque aparentemente lo parezca. El convencimiento final es que el amor es una experiencia tan fuerte como lo fue la batalla. Y ahí es donde deberíamos agarrarnos siempre. Con todo el cargador lleno y las esperanzas caladas. Vivir, al fin y al cabo, siempre exige un último esfuerzo y a ello se aplican estos personajes que son capaces de dar una vuelta sobre sí mismos para recordar la euforia de un swing, o volverse hacia ella y aún ver a aquella chica que se llevó todo lo que sentías para quedárselo para siempre. Caine y Jackson son dos leyendas que aquí nos dan unas cuantas lecciones de interpretación. No hay que perder ni un solo instante en ver lo que hacen, disfrutar de lo que regalan y paladear el amor en la última playa.

miércoles, 30 de octubre de 2024

CONSPIRACIÓN (1997), de Richard Donner

 

Jerry Fletcher es uno de esos conspiranoicos que ven manos negras en el corazón de la mismísima rutina. Para él, todo es un plan cuidadosamente imaginado dirigido a la dominación de mentes. Su inacabable verborrea llega a cansar al más pintado y, de vez en cuando, tiene algún arranque neurótico que resulta especialmente peligroso puesto que se dedica a conducir un taxi por las noches de Nueva York. Su mirada, casi siempre, está perdida en busca de respuestas y, por alguna razón dormida en su subconsciente, sólo encuentra algo de tranquilidad observando desde la calle a una chica preciosa que hace ejercicio sobre una cinta. Algo en su memoria le empuja hacia ella. Sin embargo, Jerry no sabe qué es lo que puede ser. Su paranoia llega hasta tal punto que hasta edita una especie de revista poniendo negro sobre blanco todas las conspiraciones que se pasan por su desordenado cerebro. Tiene cinco suscriptores, ahí es nada. Todos los relojes parados aciertan la hora, al menos, dos veces al día. Jerry es un reloj parado que acierta con una de esas teorías y eso comienza a poner de los nervios a determinadas unidades de los servicios secretos. Y lo mejor de todo es que Jerry no tiene ni idea de cuál es el clavo que ha golpeado, no sabe cuál es la teoría de la conspiración que han dado por cierta, pero debe averiguarla si quiere seguir sobreviviendo.

A partir de aquí, todo es una persecución y, al mismo tiempo, un regreso al infierno por parte de Jerry. La chica a la que ve corriendo sobre la cinta de ejercicio comienza a hablar con él y, entre tanta confusión mental, hay algo de verdad en lo que Jerry dice. Pasan cosas. No me pregunten cuáles porque puedo dar en el blanco e irán a por mí. La carrera por seguir vivo va a merecer la pena porque la chica de los sueños, o de las realidades, de Jerry está a su lado. Y Lee Harvey Oswald no es quien asesinó a Kennedy. ¿Se han fijado que todos los locos solitarios tienen dos nombres de pila?

Quizá el mayor defecto de esta película sea la desquiciada interpretación de Mel Gibson. No deja sitio a la sutilidad, aunque sí a la sorpresa. Si su trabajo hubiera sido más sugerido, menos neurótico, menos excesivo, la cinta hubiera ganado en suspense y en capacidad de enganche. Julia Roberts trata de ofrecer el contrapunto y Patrick Stewart hace lo que puede para darle oscuridad a su personaje. La dirección de Richard Donner, como siempre, es buena aunque no hubiese estado de más sujetar el histrionismo de Gibson que, por sí mismo, no es irritante, sino cansino porque ocupa gran parte de las escenas. Por lo demás, es una historia con mucho ritmo, con cierta originalidad sobre los locos de las teorías de la conspiración y sobre esa cortina tenebrosa que nos rodea con estampado de interrogantes insolubles acerca de lo inexplicable y lo ilógico, aunque también la coincidencia exista en el mundo paranoico. Y, sí, a veces es más fácil creer que todo es una conspiración para esconder la vergüenza de nuestros propios fallos.

martes, 29 de octubre de 2024

CATORCE HORAS (1951), de Henry Hathaway

 

Casi como quien hace algo normal, un individuo decide salir a la cornisa de la fachada de un hotel y amenazar con tirarse. Un grito alerta a la calle y un simple policía de tráfico acude para ver si puede hacer algo. Es un tipo afable, con cara de buena persona, que ha pateado las calles hasta desgastarse las suelas y ha visto de todo. Y tiene un acierto cuando habla con el potencial suicida. Le dice la verdad. Eso impresiona al tipo de la cornisa y decide que ese policía normal, que ni siquiera está en una comisaría y que se limita a regular el tráfico y poner multas, es el interlocutor perfecto. Al momento, se cortan las calles, se establece un cordón de seguridad, se averigua con qué nombre se registró, se lanzan mensajes por radio para localizar a sus familiares más cercanos. Mientras tanto, en la multitud que se congrega en la acera, dos jóvenes se conocen y comienzan a hablar de cómo está el mundo. Unos taxistas hacen apuestas sobre la hora en la que el fulano va a tirarse. Una mujer se dirige al bufete de un abogado para establecer los términos de su divorcio. De alguna manera misteriosa, el hecho de que un hombre esté de pie en una cornisa lo paraliza todo. Es como si el tiempo también se pusiera al otro lado de la valla y quisiera mirar. Arriba, en la habitación, el jefe de policía del distrito, el psicólogo de guardia, la madre, el padre, la novia…poco a poco, el simple guardia de tráfico va destapando las miserias que asolan a ese joven que quiere acabar con todo sin más miramiento. La vida no le ha tratado bien. Cree que no ha aportado nada más que amargura. ¿Para qué seguir? El cariño no se hizo para él. Sólo el dolor y las lágrimas. Ya no puede aguantar.

Excelente película de Henry Hathaway que retrata las catorce horas angustiosas que pasa ese individuo en la cornisa, oyendo razones para convencerle de que no lo haga, tratando de encontrar motivaciones para seguir adelante. Richard Basehart hace un trabajo comedido, porque no se esconde en la compasión, ni en la pena. Simplemente es un tipo sin suerte y sin visos de tenerla que empatiza inmediatamente con el espectador. El guardia de tráfico es un inmenso Paul Douglas, que oscila entre su deber y su cotidiana labor de aburrimiento gris. El joven que espera en la calzada es Jeffrey Hunter, deseoso de presentarse a esa chica que ha visto entre la multitud y que no es otra que Debra Paget. La madre del hombre que se quiere quitar la vida es Agnes Moorehead. El padre, injustamente tratado por unas circunstancias de abandono y desprecio, es Robert Keith. El jefe de policía del distrito es Howard da Silva. La mujer que va a establecer los términos del divorcio es Grace Kelly en su primera aparición en el cine. La novia, que también ha cometido algún error, es Barbara Bel Geddes. El psicólogo de inspiración freudiana es Martin Gabel. Un reparto simplemente extraordinario para una historia pequeña y que, en cualquier caso, puede ser de alguna manera la rutina de todos aquellos que sienten deseos de salir por la ventana y esperar a que venga el valor.