viernes, 26 de febrero de 2021

ANATOMÍA DE UN HOSPITAL (1972), de Arthur Hiller

 

George C. Scott decía en su autobiografía que “poseo un fuego interno que me dirige a la hora de abordar los papeles que tengo que interpretar” y no cabe duda de que, en esta ocasión, es así. Interpreta a un veterano doctor en medicina, director de un hospital. Su vida es un auténtico desastre. Es impotente, su mujer le ha abandonado y sus hijos no le hablan. Para colmo de males, se ha enamorado de una mujer que tiene a su padre ingresado y, si aún les parece poco, se están sucediendo una serie de extrañas muertes que nadie sabe explicar demasiado bien. Incluso puede ser que sean asesinatos. Demasiadas cosas en la cabeza para el atribulado doctor. Lo tenía todo para triunfar y, sin embargo, se siente un fracasado competente. Y va a tener que moverse por oscuros rincones de su propia personalidad para encontrar una salida que no sea el suicidio. Algo hay de salvaje en esa vida que se empeña en apretarle tanto que apenas puede respirar. Y también comienza a darse cuenta de la pompa y el ridículo que rodea a la profesión porque inútiles, desgraciadamente, no faltan. Tal vez sea el propio hospital el culpable de todo. A veces, parece que tiene vida propia.

Mientras tanto, ese maldito justiciero hospitalario sigue haciendo de las suyas y los muros del edificio se precipitan sobre cualquiera que quiera poner algo de serenidad entre ellos. La muerte y la sonrisa sarcástica son compañeras inseparables. La elección para ese médico que apenas puede creer a todo lo que asiste resulta absurda y así es todo el entorno. Caótico, surrealista, venial. Y el toque de atención sobre los fingimientos, las falsas apariencias, las banalidades de la arrogancia y las mentiras alrededor de algo tan serio como la salud es evidente. Este médico tendrá que elegir entre irse a vivir a algún sitio que le deje respirar o, por el contrario, poner al hospital en sus rodillas y darle un par de azotes en salva sea la parte.

George C. Scott hace un trabajo soberbio en la parte más fructífera de su carrera. Totalmente agitado por las circunstancias, con una responsabilidad enorme dentro de un sector que se ha arrogado una autoridad inútil e irritantemente trascendente, Scott conforma un personaje atrapado en una situación kafkiana dentro de una comedia negra, que habla de las instituciones hospitalarias, de los miles de tipos de pacientes que pasan por sus camas y de las estúpidas vanidades de quien se cree mejor sólo por llevar una bata blanca. Su impecable interpretación ayuda a dar potencia al efecto corrosivo de la película, muy incómoda de ver, con el oportunismo a la orden de receta y, a pesar de que hay algunos momentos que se inclinan peligrosamente hacia la parodia, hay amargura en todo ello y su rostro la sabe reflejar con sabiduría. Una amargura que, por otro lado, parece que no tiene final en esa casa de dolientes, atendida por incompetentes, asediada por manifestantes y asolada por chiflados. Una buena medicina para los que desarrollan una insana tendencia a pensar bien.

jueves, 25 de febrero de 2021

ENTRE NOSOTRAS (2019), de Filippo Meneghetti

 

Son muchos años esperando la oportunidad para tener una vida juntas, a pesar de vivir al otro lado del rellano de la escalera. Sólo queda un paso más. Basta con decir a la familia que el amor de tu vida está ahí mismo y que Roma puede ser un destino maravilloso para pasar la última recta de una pasión que se ha vivido siempre a escondidas. Es posible que la incomprensión sea el pago, pero hubiera merecido la pena ser sinceras por una vez y no esconderse del mundo entre esos dos apartamentos. La vida, como siempre, sale al encuentro. Y lo que debió decirse tropezará con una enorme barrera de silencio inválido.

Hay que imaginarse lo que sería compartir tanto con alguien y, de la noche a la mañana, perderlo todo. Ya no la puedes cuidar. Ya no la puedes hablar. Ya no puedes sentir las horas de felicidad al lado de ella porque no te van a dejar verla. La medicación, una cuidadora y tendrás que guardarte toda la preocupación que te sale de forma tan natural, tan espontánea, tan verdadera. Ahora, además de la mentira y de lo oculto, también estará el silencio y, aún así, a veces, las miradas son capaces de decirlo todo y la poca movilidad que resta hará lo posible para hacerse entender. Todo se vuelve en contra y no es fácil dinamitar un mundo que se creía ordenado y convencional. El amor no se vivió como ellos piensan. No hubo más que un heroico aguante para guardar la apariencia. Los sentimientos fueron ahogados para que no se convirtieran en escándalo. Al fin y al cabo, la mujer de la vida de otra mujer sólo es la vecina que vive al otro lado del rellano.

Puede que, en algún momento, no se pueda entender alguna de las reacciones que se describen en esta película, pero sí que se entrará en la motivación siempre que se sepa algo sobre la irracionalidad del amor. Se mueve por impulsos, se traslada por instantes, viaja a través de un rellano que simboliza la enorme distancia que puede separar a dos almas gemelas que han cometido el simple pecado de amarse. Ambas se conocen como nadie más ha podido hacerlo. Y cuando se pone la verdad por delante a los más cercanos, no son capaces de asimilarlo. Al igual que no se comprende el riesgo, la devoción, la cercanía del cuerpo que más se ama, la eternidad de esa canción que siempre inundó el aire de magia sólo porque estaba la otra persona allí. De alguna manera, el corazón trata de volver a esos instantes de intensa sinceridad. Aunque no quede ningún sitio a dónde ir.

Barbara Sukowa y Martine Chevalier ponen vida a estas mujeres que han amado desde la clandestinidad y que la vida les depara un muro aún más insalvable que el de la incomprensión. Basta con decir las cosas por su nombre para que la verdad esté por encima de cualquier otra consideración. El mundo nunca será lo suficientemente azul si no vuelve a estar la otra delante. Y el amor entre dos jamás hará daño al resto. Simplemente hay que tener la oportunidad de vivirlo, de sentirlo, de degustarlo, de darse cuenta de que ahí está todo y que la nada, la violencia y la deshumanización quedará fuera de esos pies que giran sobre sí mismos para recrearse en los brazos de la otra. Entre ellas, ya no hay secretos, ni dobleces, ni medias tintas, ni frustraciones, sólo la certeza de que nacieron la una para la otra. Y ése es un destino que solamente del que podrán apropiarse regresando a esos momentos que las hicieron inmortales. Lo demás es sólo el mundo. 

miércoles, 24 de febrero de 2021

MANOS SUCIAS SOBRE LA CIUDAD (1974), de Peter Hyams

 

Ya está bien de batallar en las calles con los traficantes de poca monta y con los intermediarios de tres al cuarto. Es hora de ir contra el que maneja los hilos y no va a ser fácil. Los subinspectores Keneely y Farrel harán lo que sea necesario para atrapar al tipo que se lleva todos los beneficios sin apenas asumir riesgos. Y las trabas van a empezar desde arriba. Son dos policías demasiado pequeños para que ahora decidan molestar. Son dos perros viejos de los callejones, y, aún así, van a estar llenos de dudas. Por supuesto, la historia va a estar llena de tópicos, pero estos dos profesionales que no dudan en asumir un físico estrafalario para camuflarse entre gentuza, también tienen un par de toques originales.

Sin duda, habrá unos ligeros toques de comedia. Es lo menos cuando ves a estos tipos yendo de aquí para allá con unas pintas innobles y tratando de encarcelar a un pez gordo, pero también hay mucha seriedad en el asunto. Correrán riesgos, irán contra corriente, se meterán en todos los líos habidos y por haber con tal de conseguir su objetivo y, lo que es peor, con la ávida indiferencia de sus superiores. En realidad, son dos lobos solitarios que, conscientes de su propia transformación, deciden rebelarse desde ínfimas posiciones de poder. Son obligadas las visitas a verdaderos antros donde anida el contrabando de drogas y la prostitución masculina. La humillación de los policías también está a la vuelta de la esquina y las persecuciones llegan a ser vibrantes. Es una de esas películas de realismo sucio que tanto proliferaron en los setenta, pero que, hoy, resultan lastimosamente olvidadas porque, tal vez, pertenecen a un pasado que fue demasiado increíble.

Peter Hyams dirigió la película con su solidez habitual, dando, incluso, algún que otro toque de virtuosismo, como la trepidante persecución en el supermercado, rodada en un solo plano-secuencia. Al mando del reparto, Robert Blake, a punto de dar el salto para interpretar la serie Baretta, y, sobre todo, un magistral Elliott Gould, que consigue, entre disparos y acciones, dotar de profundidad a un personaje que, en manos de cualquier otro, se hubiera quedado sólo en su caracterización física. Lo cierto es que, a pesar de los años transcurridos y de la estética de los setenta, es una película que se mantiene sorprendentemente fresca y actual, llena de ritmo y de intensidad, con un más que apreciable estudio de la personalidad de los dos protagonistas.

El fracaso y el éxito son dos hermanos que rara vez dejan de estar unidos por la mano. Farrel y Keneely lo saben muy bien y están preparados para hacer frente a ambos. Son duros y, a la vez, tienen sentido del humor. Son despreciados y admirados a partes iguales. Deben enfrentarse a gigantes cuando no son más que dos peones al borde de la marginalidad. Y no deja de ser duro levantarse todos los días para apresar a uno o dos camellos, a las prostitutas de la siguiente esquina y a algún que otro carterista que corre como el viento. Hay que apuntar más alto. Tanto que quizá haya que cambiar la mirada y centrar el esfuerzo para agarrar del cuello a quien realmente se llena los bolsillos con tanta corrupción.

martes, 23 de febrero de 2021

¿QUÉ HICISTE EN LA GUERRA, PAPI? (1966), de Blake Edwards

 

Si el enemigo se rinde a cambio de celebrar una fiesta, bueno, pues el precio tampoco es tan alto. El único problema está en los reconocimientos aéreos que pasan por encima de ese pueblo en medio del campo italiano y hay que fingir que se están librando unos combates de aquí te espero. El ingenio mediterráneo y la capacidad norteamericana. Una combinación que, bien empleada, puede ser, incluso, divertida. Pero es que, además, envían a un observador. Esta gente del servicio de inteligencia no deja de dar la lata. Ahora hay que fingir que se matan cuerpo a cuerpo. Mientras tanto, los norteamericanos prueban lo agradable que es el carácter desenfadado de los italianos. Nada parece tener demasiada importancia y hacen de la improvisación, un arte. Nada tiene demasiado sentido en la guerra. No digamos si se trata de hacer que se está guerreando. Ya es para volverse locos. Alguno tendrá que vestirse de mujer para engañar al amigo, no al enemigo. El creativo teniente de ocupación deberá pensar un buen puñado de cosas delirantes para que nadie salga herido y el objetivo militar sea un hecho. No falta la belleza autóctona, que hace que cualquier ocurrencia imaginativa sea una razón más para conquistar el territorio. Y los alemanes también andan merodeando porque, claro, tienen que hacerse notar. ¿Qué hiciste en la guerra, papi? Pues me lo pasé de narices, hijo.

Blake Edwards puso en juego unas cuantas cargas de profundidad mientras realizaba una comedia absurda, pero hilarante. Imposible, pero imaginativa. Elegante, pero crítica. James Coburn, Dick Shawn, Sergio Fantoni, Giovanna Ralli y un tronchante Harry Morgan ponen en pie esta farsa que llega a arrancar unas cuantas carcajadas con unas situaciones brillantes, bien llevadas y siempre dentro del territorio casi surrealista de una guerra que no lo es. Y no tiene ningún reparo en pasar del jolgorio a la seriedad en cuanto aparecen los boches. Así, la sonrisa se puede quedar helada, pero no cabe duda de que es permanente porque, luego, vuelve a la levedad suave de la comedia bufa e inteligente. Quizá porque sabía a ciencia cierta que la risa es la mejor medicina contra la guerra.

Así que, sin pensárselo dos veces, hay que perderse en esas catacumbas romanas, hacer creer a todo el mundo que se lucha cuando, en realidad, se está preparando una algarabía gozosa, engañar al ser viviente que se atreva a pasar por ahí y, además, estar preparado para coger las armas porque viene el auténtico aguafiestas de la ocupación. Ah, por cierto, muy atentos a los diálogos, que vienen con doble y triple sentido. Pónganse cómodos, dejen que los uniformes se arruguen y disfruten con un poco de este divertimiento que, casi, llega a la excelencia. Todos los que la han visto se acuerdan de ella. Es como pasar por un pueblecito italiano lleno de simpatía y con deseos de paz. La memoria se resistirá a borrarlo de su almacén porque se lo está pasando de lujo.

viernes, 19 de febrero de 2021

TE AMARÉ HASTA QUE TE MATE (1990), de Lawrence Kasdan

 

Está claro que Joey merece morir. Es un machista asqueroso que trata a todos los de su alrededor como si fueran lonchas de queso encima de sus afamadas pizzas. No tiene ni la más mínima educación, ni la más mínima cortesía. Es encantador cuando quiere, pero no quiere nunca y siempre es con los demás. Su suegra le aborrece. Su mujer comienza a estar harta. Incluso hay un chaval que está medio enamorado de su esposa que también está hasta las narices de Joey. Así que lo mejor y lo más justo es matarle. Se le mete un tiro en la cabeza y listo. Lo único que hace falta es atrevimiento y una migaja de tino. Y valor. No resulta tan fácil matar a una persona. Aunque esa persona sea alguien tan despreciable como Joey. Mejor contratar a dos tipos para que lo hagan. Pero, hombre, pero, hombre, si están más colgados que una percha. A dónde vas, alma de cántaro. Así que a Joey se le dispara, sí, pero no se muere. El tipo se va paseando por la casa con una bala en la cabeza. Absurdo y muy italiano todo. La suegra que no puede creer lo que está viendo. La mujer que sí, pero que no. El chaval que vamos a por él que a ese me lo cargo. Los dos colgados rememorando los golpes en el campo de Reggie Johnson. Joey que no se muere. Si es que no se muere. Es que ya lo puedes intentar por activa y por pasiva, pero no se muere. No puede ser. Habrá que amarlo hasta que se muera. Si es que se muere.

Lawrence Kasdan dirigió su comedia más alocada, pero con una enorme virtud. El planteamiento y la situación es alocado, pero el humor no tiene ni una rosca de más. Sujeta a los intérpretes con riendas de acero y la gracia está siempre muy contenida, muy presente y muy efectiva, pero sin llegar al desquicie. El argumento tenía todas las papeletas para que, en manos de cualquier otro, la risotada fuera fuerte. Pero Kasdan, con sabiduría, agarra a Kevin Kline, Joan Plowright, Tracey Ullman, River Phoenix, Keanu Reeves y William Hurt y no les suelta en ningún momento. Hay momentos hilarantes, situaciones imposibles, perplejidades inmensas y torpezas de manual y Joey…no, no se muere. Esto es lo imposible llevado a la risa.

Y es que, siendo católicos de toda la vida, el divorcio está fuera de toda cuestión. A Joey se le golpea, se le envenena y se le dispara y no se muere. Será que Dios anda también metido en el intento. Y que perdona las infidelidades y mamarrachadas de Joey. Uno ya llega a dudar porque, de lleno en el delito, es que no hay por donde cogerlo. Es hora de echar unas risas inteligentes con una serie de personajes bastante incompetentes. En la vida, en la muerte, en el trabajo y en el asesinato. Y vayan preparando un buen plato de spaghetti con salsa boloñesa. El rojo va a estar, pero no se le espera en un rato y hay un crimen que consumar. Maldito Joey. Te amaremos hasta que te maten.

jueves, 18 de febrero de 2021

LA SEÑORA LOWRY E HIJO (2020), de Adrian Noble

 

Cuando se crea algo, todo artista quiere ser importante para alguien. Tal vez porque en cada uno de sus intentos, hay algo de la otra persona. Si la pintura es la disciplina elegida, puede que en esos trazos se hayan puesto los ojos de aquella a quien quieres agradar, puede que, en esos colores, haya algún recuerdo compartido, alguna puesta de sol que no se olvida, algún momento en el que la felicidad parecía ser una invitada que se negaría a marcharse. Y, sobre todo, se desea la admiración, el reconocimiento, la palabra justa para la única opinión que verdaderamente importa.

La señora Lowry creía que su hijo se dedicaba a algo que no tenía ningún sentido. Al fin y al cabo, en un mundo imaginado por ella misma, las habladurías de los vecinos al leer las críticas negativas sobre los cuadros que él pintaba, serían insoportables y, sobre todo, evitables. Sin embargo, él pintaba lo que veía y, también, lo que sentía. Si la respuesta era la indiferencia de ella, entonces era bastante posible que no le importara nada lo que él sentía. Y eso es una herida que se abre para no cerrar, una ofensa imposible de reparar. Eso sólo merecía fuego y rabia sobre su obra porque ni siquiera era capaz de salvaguardar los potenciales elogios de una obra que, sin duda, fue única y original. L.S. Lowry quiso poner en muchos lienzos el ambiente de la Inglaterra industrial, con sus sombras como personas saliendo de sus fábricas, con sus fascinaciones por una vida que él apenas acarició con las manos, con la certeza de que él estaba allí para algo más que para cuidar, con todo el cariño del mundo, de una madre que, en el fondo, se avergonzaba de su talento.

Así que, en sucesivas conversaciones, descubrimos la mediocridad en la que él vivía y que, no obstante, le servía para salir adelante, pagar las facturas y dedicar las noches a su pasión y su auténtica profesión. Pintar era abrir ventanas a un mundo apolillado que estaba deseando ser descubierto por unos ojos que sabían mirar. En sus cuadros, lo primero que reflejaba era el blanco de plomo de la zona más gris del país, como si detrás de todo lo que quería expresar, estuviera la mirada vigilante y necesitada de su madre. Un cielo blanco. Un aire de plomo. Un pincel preciso. Una risa cortada. Una observación incesante. Un genio trabajando.

Timothy Spall y Vanessa Redgrave dan unas cuantas lecciones de interpretación en esta película bajo la sencilla dirección de Adrian Noble. Ellos solos llevan toda la película, otorgando humor, amor, dependencia, ironía, estallido, lágrima, arrepentimiento, belleza y complejidad a sus personajes bajo la delicadísima y tremendamente acertada banda sonora de Craig Armstrong. El resultado es una historia teatral, que apenas esconde su antecedente de obra radiofónica de la BBC, salpicada de diálogos ingeniosos, con decepciones de corazón y esperanzas que no se pierden intentando describir ese momento en el que Lowry está a punto de dar el salto al reconocimiento. Y estamos siempre de parte de él, porque su ternura, su maravillosa paciencia, su sacrificio constante es la mejor prueba de que no sólo en sus pinturas había grandes trazos de amor, sino también en su vida, esa maldita bruja cicatera que se empeñó en que no tuviera muchas razones para la perseverancia y para no perder ganas de vivir. El arte siempre está jalonado de historias que dan sentido a toda una obra. La maestría de L.S. Lowry guardaba una profunda confianza en el ser humano y en esos momentos que son capaces de extraer belleza allí dónde sólo había grandes columnas de humo.

miércoles, 17 de febrero de 2021

PROCEDIMIENTO ILEGAL (1987), de John Badham

 

Quizá la labor más rutinaria de un policía sea la de la vigilancia. Las horas pasan muertas, cansadas, interminables, mientras lo único que hay que hacer es mirar con atención lo que pasa al otro lado de la calle. Claro, si lo que hay al otro lado de la calle es irremediablemente atractivo, entonces la cosa adquiere un tinte diferente. Resulta un placer inesperado el mero hecho de observar. Y más aún cuando el tiempo se detiene porque se tiene la oportunidad de introducirse en el día a día de la chica en cuestión. Uno comienza por la curiosidad morbosa y termina por aprender recetas sobre lo que cocina o qué tipo de suavizante echa en la ropa. Por una vez, la vigilancia es agradable y, lo que es aún mejor, deseable.

El problema radica en que la chica es la novia de un tipo peligroso que se ha fugado de la cárcel. Y no se va a andar con bromas si descubre que ella está siendo sometida a observación meticulosa. Para colmo, uno de los policías acaba por enamorarse de la chica y se salta todos los códigos habidos y por haber sólo por trabar conocimiento con ella y comenzar el cortejo. El amor se instala en la placa y ya es muy difícil quitárselo de encima. Y se va a armar una buena cuando el facineroso llegue y se dé cuenta del percal alrededor de la casa. Sin duda, es un procedimiento ilegal y él va a hacer que sea ilegal del todo.

Dirigida con buen gusto por John Badham, con un impecable sabor a comedia elegante y espléndidamente interpretada por Richard Dreyfuss, Emilio Estévez y Madeleine Stowe, Procedimiento ilegal es una agradable película que pone en juego una trama original como excusa para un espectáculo de acción vestido de sonrisas. Sin duda, cuando el amor aparece, por muchas pistolas que se lleven en la sobaquera, acaba por adueñarse de cualquier situación y la chica se hace querer porque es guapa, es inteligente, es encantadora y, como todo el mundo, ha cometido errores. El policía es ocurrente, osado, atrevido, descarado y temerario. Mientras tanto, hay que observar mucho ese gesto que tanto encandila, ese movimiento que tanto rastro deja, ese mirar a las cosas que parece que es único, esos ojos entornados al otro lado de la calle porque se está viendo a la misma belleza pasearse de un lado a otro haciendo las tareas más rutinarias. La invasión de la intimidad hecha arte por un tipo que no tiene demasiadas agarraderas en ninguna parte y que las encuentra en una misión aburrida y que puede hacer cualquiera. A veces, la suerte también se viste de mujer conquistadora y puede echar una mano con una risa socarrona y un par de incursiones ciertamente osadas. Sólo se necesita esperar el momento adecuado para entrar y ocupar el sitio de un fulano que no merece tanto encanto entre sus labios. Mientras usted se quede mirando, yo iré al bar más cercano a coger un par de porciones de pizza y unas cervezas. No deje de observar, puede que pase un buen rato y descubra un par de cosas.

martes, 16 de febrero de 2021

CHRISTOPHER PLUMMER: LA ELEGANCIA NATURAL

 


Puede que no haya habido un actor cuyas miradas fueran tan elocuentes, tan incisivas, tan cortantes. En la elegancia natural de Christopher Plummer también se podía intuir un lado ciertamente oscuro, que jamás salía a la luz, pero que estaba ahí, expectante, deseando saltar a la manera de un tigre sobre el cuello de su presa. Su estilo rara vez se precipitaba por el exceso conteniéndose en los límites de la sobriedad, como el caballero que realmente era. Con su marcha, el cine ha perdido mucha clase.

Su primer paso llamativo fue como aquel experto en zoología que se marchaba a los pantanos de Florida para estudiar las aves y se encontraba con una oscura trama de asesinatos y dominaciones con Burl Ives imponiendo su poderosa silueta entre los cañizales de Muerte en los pantanos, de Nicholas Ray, una estupenda y desconocida película que pasó sin pena ni gloria por las carteleras de la época. Sin embargo, Christopher Plummer iba cimentando su prestigio a través de las tablas del West End y con su continua dedicación a la televisión. Tardó unos años en volverse a poner delante de las cámaras y lo hizo con un malvado y retorcido heredero al trono en La caída del Imperio Romano, de Anthony Mann, enfrentándose a Stephen Boyd y a Sophia Loren mientras caía en los infiernos de la locura y de la megalomanía.

Ese papel, le proporcionó la oportunidad de interpretar al Capitán Von Trapp de Sonrisas y lágrimas. No cabe duda de que, con toda probabilidad, sea su papel más famoso. Sin embargo, no dudó en abominar de él porque pensaba que había hechos trabajos mucho más interesantes. Cuando, muchos años después, fue galardonado con un Oscar al mejor actor secundario por su papel de viejo homosexual en Principiantes, la organización no dudó en considerar como adecuado que sonara la banda sonora de Sonrisas y lágrimas. Él, ya en el estrado, se enfadó mucho por esa elección diciendo si no podían poner otra música.

Consigue dar una lección de versatilidad en esa película apasionante y que, a ratos, parece como algo inacabada o informal que es Triple Cross, en la piel del espía Eddie Chapman, un hombre que tenía que moverse entre la perplejidad de su oficio, sus ventajas y sus enormes inconvenientes e intervino, prácticamente como estrella invitada, en La noche de los generales, de Anatole Litvak, en el papel del Mariscal de Campo Erwin Rommel. Su aparición fue muy corta y, sin embargo, su porte natural consigue retratar con eficacia al mítico general, con permiso, naturalmente, de James Mason.

Poco a poco, va construyéndose una carrera extraordinariamente sólida con intervenciones en la segunda versión de La escalera de caracol, al lado de Jacqueline Bisset, sustituyendo a David Niven en la tercera entrega de las andanzas del Inspector Clouseu en El regreso de la pantera rosa o prestando una apariencia excepcional como oficial de las fuerzas coloniales británicas mezclado en un oscuro asunto de agresión y asesinato en Culpable sin rostro, de Michael Anderson, al lado de un reparto de enorme prestigio que incluía nombres como Michael York, Richard Attenborough, Stacy Keach, Susannah York o Trevor Howard.

Quedó para siempre como el único e inigualable Rudyard Kipling, narrador emocionado de las andanzas de los pícaros Peachy Carnahan y Daniel Dravot en la maravillosa El hombre que pudo reinar, de John Huston y realizó una estupenda interpretación del malvado Papá Noel que se decide a asaltar una sucursal de un banco en un centro comercial encontrándose con que el cajero es más listo de lo que parece en la excelente Testigo silencioso, de Daryl Duke. Alcanza una madurez interpretativa fantástica cuando se encarga de dar vida al detective más famoso de la historia, Sherlock Holmes, en la muy notable Asesinato por decreto, al lado del que, quizá, sea el mejor Doctor Watson del cine, el gran James Mason. También fue el marido engañado y derrotado de La calle del adiós, como el tercer vértice del triángulo que completaban Harrison Ford y Lesley Anne Down.

Los ochenta, sin embargo, es una época de cierta zozobra en la carrera cinematográfica de Christopher Plummer. Sus papeles son poco interesantes, poco importantes, sin destacar demasiado en ninguno de ellos. Ese joven de mirada aviesa, de irresistibles ojos azules, sin apenas labios y con un rostro que oscilaba entre el cinismo y la superioridad, se inclinaba hacia la madurez sin demasiado interés. A principios de los noventa, sorprende con una comedia en un papel totalmente inesperado. Se trata de un mendigo al que llaman simple y llanamente Mierda (ése es el nombre de su personaje) en Donde está el corazón, de John Boorman, una divertida y optimista aventura sobre un grupo de jóvenes al que se une este sin techo para evitar el derribo de un edificio emblemático en un barrio marginal de Nueva York. Plummer aquí está divertido, ocurrente, despojado de cualquier atisbo de elegancia y, no obstante, conservándola de una manera casi mágica. Alternando con sus apariciones en televisión, llega la especialización en papeles de jefe con Lobo, de Mike Nichols y compone un retorcido policía, obsesionado con demostrar la culpabilidad de una mujer en la notable Eclipse total, de Taylor Hackford, basándose en la novela de Stephen King.

Después, interviene en títulos muy interesantes, siempre en papeles secundarios, como en Doce monos, de Terry Gilliam, la estupenda y reivindicativa Agenda oculta, quizá la mejor película de Ken Loach; El dilema, de Michael Mann; Una mente maravillosa, de Ron Howard; Syriana, dando la réplica a George Clooney; la muy destacable interpretación de un magnate de la banca con mucho que esconder en la excelente Plan oculto, de Spike Lee; su aportación como la voz del viejo Charles Muntz en la película de Pixar Up

Aún podríamos quedarnos extasiados de la creación que realiza encarnando al escritor Leon Tolstoi en La última estación, en un maravilloso duelo interpretativo con Helen Mirren, que le valió una nominación al Oscar al mejor actor. Su delicada exposición de la forma de pensar del ruso inmortal se acerca a la perfección para dar una idea de cuál es la auténtica dimensión del amor verdadero. Al año siguiente, el Oscar por ese homosexual de la tercera edad al borde del final en Principiantes, un premio que fue un testimonio de cariño de toda la comunidad cinematográfica. Aún tuvo fuerzas para interpretar al cabecilla de la retorcida familia Vanger en la adaptación americana de Los hombres que no amaban a las mujeres, de Stieg Larsson bajo la batuta de David Fincher y de conseguir una última nominación al secundario al sustituir de urgencia a Kevin Spacey en Todo el dinero del mundo y realizando la proeza de aprenderse todos sus movimientos y diálogos en cuatro días. Tuvimos, incluso, la oportunidad de entrar en las oscuras y bienintencionadas motivaciones del típico millonario víctima de un asesinato que no es serio, pero tampoco es broma en Puñales por la espalda, de Rian Johnson.

Quizá no fuera uno de esos actores que ha iluminado las carteleras con su sola presencia, pero siempre tuvo ese toque de estilo, de no salirse ni un milímetro del papel que estaba interpretando, de cumplir, desde un lugar reservado sólo a los más elegantes, con todos y cada uno de los matices que le tocaba sugerir. Sí, el cine, sin él, va a ser mucho más burdo y mucho más culpable.

viernes, 12 de febrero de 2021

ABISMO (1977), de Peter Yates

 

El mar es un baúl lleno de secretos escondidos. En esta ocasión, quizá sea un secreto que nunca deba salir a la luz. Sin embargo, siempre hay turistas incautos, levemente aventureros que pueden toparse con un hilo que les dé por deshilvanar. Los piratas del océano estarán atentos y querrán saber qué es lo que hay ahí abajo. Seguro que no está tan enterrado por toneladas de agua y, si lo está, se hace lo que sea necesario para que el tesoro se quede en manos corrompidas. Al fin y al cabo, el agua es un medio hostil y ahí se pueden mover como peces en un barril. Siempre dando vueltas alrededor de su presa. En esta ocasión, habrá que retroceder a los días de la Segunda Guerra Mundial. Y, tal vez, sea una tarea ímproba para esa feliz pareja que sólo quería pasar unas placenteras vacaciones en el inmenso mar azul.

En la pareja, David es el impulsivo, el que es partidario de ir y cogerlo. No hay que pedir permiso a nadie para bucear y el mar es un ilimitado terciopelo de ahogamientos y sorpresas. Gail, por el contrario, es la voz de la razón. Es la conciencia y la moral casi inquebrantable de una princesa surgida de las profundidades. Más tarde, hay un tercero, uno de esos viejos lobos de mar que saben con certeza cuál es el valor de las cosas que se encuentran en el fondo. E, incluso, tiene un par de conocimientos sobre la contención del deseo y de la codicia. Treece puede ser un hombre valioso en según qué circunstancias. Sobre todo si entra en juego un villano como Henri Boundourant, un maldito asesino que se entromete en todo que pueda tener valor. Para terminar, aún hay un cuarto, un afortunado superviviente del naufragio que aún puede contarlo para que no haya duda de la locura es algo que también yace en el abismo.

Peter Yates dirigió esta película cuya mayor virtud, además de un argumento aventurero y bien llevado, es la fotografía submarina a través de la cual se mueven Nick Nolte, Jacqueline Bisset, Robert Shaw, Louis Gossett Jr., y Eli Wallach. Entre brazadas y cortinas inacabables de agua, Yates también se preocupa por la psicología de sus personajes y traza retratos muy precisos de sus motivaciones y deseos. Lo desconocido, la aventura, la pasión, la belleza, el infierno, la química y el testimonio del desierto de las olas conforman una película que, a ratos, llega a ser apasionante y, en todo momento, es entretenida. Tanto que parece que se ha hallado un tesoro sin intención de buscarlo.

Así que es el momento de ponerse el equipo de respiración y sumergirse en las profundidades. El destino también ha decidido aguantar un poco el aire y espera a los personajes tras la líquida sensación de la muerte. El suspense se oye, la intriga se nada, el asesinato acecha, las corrientes se contonean en busca de la siguiente trampa. Y cuidado, puede encontrarse lo que no se desea. El mar nunca da respuestas. Sólo las engulle.

jueves, 11 de febrero de 2021

LA PINTORA Y EL LADRÓN (2021), de Benjamin Bree

 

Una pintora entabla una extraña relación con el hombre que robó unos cuadros de su autoría en una galería de arte. Ella es una mujer que parece que lo dice todo sonriendo. Sin embargo, su pasado la ha marcado y coquetea de vez en cuando con el lado más oscuro del sufrimiento. En sus cuadros, hay una extraña belleza que también sugiere una visita a las tinieblas. Decide pintar al ladrón en una improbable serie de lienzos que, tal vez, tendrán más de ella de lo que en principio aparentan.

El hombre ha sido alguien que ha cogido sendas demasiado torcidas. Puede que, en algún momento, tuviera algo que ofrecer, pero, sencillamente, ha amontonado demasiado pánico a vivir. Siempre busca una ruta de fuga, un atajo hacia la cobardía que siente, un terrible noviazgo con el fracaso más absoluto. Él es la idea. Ella es la impresión.

Quizá haya algo más que una profunda amistad entre ellos, aunque nunca se haya pasado de lo moralmente aceptable. Las lágrimas de él ante la visión del primer cuadro son comprensibles, emocionantes, definitivas. Ella ha captado el alma desde una visión completamente naturalista, reflejando, a la vez,  todo lo maravilloso que él guarda, pero también el terrible paseo al borde del abismo que hace que, de cuando en cuando, llegue a perder pie. La vida sigue su curso y los acontecimientos se desbordan. El arte es demasiado exigente y ella se plantea lo que todos los artistas  sueñan y es dedicarse completamente a lo que siente. Su pincel dice el resto de palabras que ella no puede expresar. La oscuridad planea en todo momento sobre su paleta. La pintura habla. Su corazón espera. Él necesita espacio para pensar en todo lo que pierde, en todo lo que le abandona, en todo lo que debe apartar de su vida para ser algo útil y ofrecer un poco de serenidad a lo que le rodea. Puede que la relación entre ellos sea un apoyo fundamental en sus existencias.

El interesante documental de Benjamin Ree sobre estos dos seres que se hallan igualmente perdidos aunque la posición de cada uno sea completamente distinta tiene su interés en que, a pesar de todo, puede ser vista como una historia de ficción. Ahí están los personajes, la sucesión de hechos, la estructura que, en algún momento, también se fragmenta porque hay que ofrecer los dos puntos de vista. Los dos protagonistas son ellos mismos, pero entablan una relación que, en algún momento, es tremendamente inquietante y peligrosa. Pertenecen a mundos distintos en los que la piel acaba por ser una trampa y la mirada debe recobrar su objetividad dejando que el tiempo haga su labor. Al fin y al cabo, las sensaciones de dos seres que buscan la belleza en el sufrimiento también es una película que puede acabar siendo un cuadro en una pared.

A ratos, apasionante y, en otros, algo morosa, hay que dejarse llevar por una cultura de frialdad que entiende las cosas de forma muy diferente. Noruega es un país en el que una cárcel parece un hotel de dos estrellas y, de acuerdo con el modo de vida escandinavo, esconde sus fracasos bajo el orden más aparente. Por un lado, tenemos a un hombre que nunca pudo tener una oportunidad y que, hasta que no confía en sí mismo, no es capaz de hallar las pequeñas porciones de felicidad que le corresponden. Por otro, observaremos a una mujer que, bajo un aspecto relajado, tiene que luchar contra las tormentas que la asedian y que sólo buscan ahogar el impresionante talento que posee. Puede que la unión de ambos sea el más perfecto ejemplo de lo que son las personalidades complementarias con los colores adecuados. 

miércoles, 10 de febrero de 2021

EL FUGITIVO (1993), de Andrew Davis

 

La maquinaria de la ley no se inclina ante nada ni ante nadie por mucho que se proclame la inocencia de una persona. El doctor Richard Kimble es culpable del asesinato de su esposa y eso no hay quien lo niegue. Excepto él mismo. Ha sido condenado y se ha escapado. Ahora sólo huye. Sin embargo, no deja de tener rasgos de inocente. No puede dejar de ser médico aún cuando la situación no es la mejor para él. No puede dejar de repetir, una y otra vez, que es inocente cuando todas las pruebas le acusan. No puede dejar de correr ante la incesante persecución de un agente federal de los Estados Unidos al que no le importa que le digan, al borde del abismo, que él no cometió ese asesinato. Hay que cazar a ese peligroso fugitivo. Esa es la orden. Ése es el fin. Y no caben otras disquisiciones inútiles sobre la inocencia o la culpabilidad.

El doctor Kimble no tendrá más remedio que huir e investigar. Una tarea imposible. No se puede correr en dirección contraria a las pruebas y, a la vez, tratar de reunirlas para demostrar que se ha cometido un error. Tal vez ese manco, ese personaje misterioso y siniestro que aparece reiteradamente en cualquier dirección, sea la llave para destapar todo un entramado que es, más bien, una conspiración. Pero Kimble tiene que escapar del cerco continuo al que le somete ese agente federal de nombre Sam Gerard. Siempre que está a punto de conseguir una prueba, el cerco se estrecha y apenas queda un resquicio muy delgado por el que evadirse. Tal vez sea el momento de replantearse las cosas, porque un hombre que se empeña en huir y, al mismo tiempo, en investigar, no tiene trazas de ser muy culpable.

El fugitivo es una excelente película de acción, con momentos realmente notables, dirigida con sobriedad y buen estilo por parte de Andrew Davis. Harrison Ford, en el papel del doctor Kimble, está magnífico, pero quien se lleva la parte del león es Tommy Lee Jones en la piel de Sam Gerard. Sus gestos, sus diálogos, sus motivaciones y sus perseverancias son fundamentales para que la historia coja textura y emoción, comprendiendo todas sus reacciones a pesar de que, en el fondo, no se desee que llegue a sus objetivos. Además, es un personaje que derrocha inteligencia y llega a conectar con el público a través de sus arrugas exageradas, sus intentos de no implicarse emocionalmente en la búsqueda y captura de ese fugitivo escurridizo y, quizá, tan inteligente como él. El deleite está ahí delante y es hora de disfrutar. Con Kimble y Gerard, con la seguridad de que estamos ante un planteamiento sólido, basado en la famosa serie de los años sesenta con David Janssen de protagonista, con una razón siempre presente en todos los impactos activos y reactivos. Con un lejano aire a Los miserables. Corran, corran…y no renuncien. Tal vez, ése sea el secreto de vivir.

La desesperación también es un rival con el que Kimble debe medirse. No vale sólo con gritar a los cuatro vientos que es inocente. Hay que demostrarlo. Lo mejor de todo es que, intentando reconstruir los hechos, el propio médico se da cuenta de que, tal vez, no fuera tan buen hombre y que la huida hace que parte de su personalidad eche una mirada al abismo que se abre ante él. Sí, es inocente, pero puede que el deseo de venganza haga que no lo sea tanto. Los días tendrán que alargarse hasta las veintisiete o veintiocho horas para llegar a esa conclusión de fugitivo.

martes, 9 de febrero de 2021

13 CALLE OESTE (1962), de Philip Leacock

 

Una noche en un mal vecindario y una venganza planea sobre las calles porque no se puede esperar a que el lento brazo de la ley actúe. Un tigre deambula por la ciudad y no es muy aconsejable encontrarse con él. Y todo porque la violencia se cierne sin apenas darse cuenta. Es luchar contra un gigante invisible que se mueve y siente a través de mentes juveniles que, por definición, son más propensas a la crueldad. La energía parece ausente del protagonista y la noche se hace demasiado larga. La necesidad del castigo domina a la víctima y un policía honesto sólo desea que los jóvenes estén a salvo y se alejen de las tentaciones y que el hombre que les busca se proteja a sí mismo. El drama es la consecuencia lógica del delito. La intensidad se palpa y la intriga se siente. La patológica propensión a la violencia de los jóvenes es un problema real del que no se puede huir. Hay crueldad, hay vicio, hay irresponsabilidad y también algún que otro ramalazo de valentía. Quizá eso es lo que más esperan los jóvenes.

Con una trama creíble y bien interpretada, Alan Ladd y Rod Steiger tratan de contener las emociones y buscan respuestas a un acoso inexplicable, a un deseo de venganza y a la razonable pretensión de cuidar del futuro. La vulnerabilidad se convierte aquí en el principal motivo de toda reacción. Los personajes se muestran débiles, atemorizados y pagan esa incertidumbre con la desmesura del carácter. El director Philip Leacock está muy atento al detalle para trazar con sugerencia y delicadeza todo lo que piensan y por qué actúan así. Las cosas se escapan al control y es difícil bucear en la personalidad de los que han sido zarandeados por hechos imprevistos. Tal vez hoy se pueda pensar que todo esto es imposible, pero no es así. El hecho de que no lo veamos no quiere decir que no exista.

El infierno también se vive en casa porque es muy complicado asumir que todos somos susceptibles de ser atacados. Las pesadillas se suceden y no hay duda de que el día se vuelve noche cada vez que la mente divaga en busca de razones que no son. No hay satisfacción alguna en la venganza, pero se siente como una obligación, como una necesidad. Todo por coger un desvío equivocado. Todo por detenerse en un lugar en medio de la nada. Al final, habrá que dar las gracias porque alguien muestre el verdadero camino de la superación. La sangre no es un consuelo, es un nuevo problema.

Así que es tiempo de estar bien atento en el regreso a casa. El éxito puede convertirse en fracaso en un abrir y cerrar de ojos y la fiera que todos llevamos dentro se puede desatar en cualquier instante, con sus ojos inyectados en el rojo y su ira concentrada en el rostro. Mientras tanto, siempre habrá algún que otro guardián en la ciudad con la mirada fría y la cabeza caliente, dispuesto a poner los límites para que nada se vaya más allá de las inquietudes del ser humano en un mundo desoladoramente despreciable.

viernes, 5 de febrero de 2021

¡QUE VIENEN LOS RUSOS! (1966), de Norman Jewison

 

Pues sí parece que vienen, pero no, no vienen. Sólo es un submarino embarrancado que quiere salir cuanto antes de las aguas territoriales estadounidenses. La histeria de la Guerra Fría está en su apogeo y, si se ve algo parecido a un ruso de lejos, es la invasión. El boca a oreja corre como la pólvora y todo un pueblo cree que es el objetivo elegido por los soviéticos. Y esos marineros que sólo quieren un empuje para salir pitando son simpáticos, buena gente. Sin embargo, el ser humano es ese animal que siempre da preferencia a su ilógica interna antes que a los hechos. Esos marineros no han hecho nada, sólo han nacido en otro país. Probablemente, serían amigos de toda esta apacible gente del pueblo costero de Nueva Inglaterra si no fuera por los respectivos gobiernos que se empeñan en llevarse como el perro y el gato. Se va a demostrar en el campanario de una iglesia. Una torre de hombres sin nacionalidad van a colaborar, como hermanos, en una heroica, doméstica y algo chapucera operación de salvamento. Y esa es la moraleja de toda esta locura. Sólo son hombres, personas, nada más. Como usted. Como yo.

Mantener la cordura cuando todo a tu alrededor se desmanda de una forma incontrolable no deja de ser un ejercicio de paciencia. Es que parece que la gente prefiere creer en el estereotipo antes que en la verdad. Ya se sabe. Los rusos son malos, sólo quieren destruir a los americanos, obedecen ciegamente las órdenes de su gobierno y no tienen ni un mínimo de humanidad. A las armas, a las armas. América debe defenderse. La democracia ante todo. El estilo de vida americano es la Biblia. Cargas de profundidad bajo la apariencia de una comedia algo desbocada en algunos tramos que acaba por resultar profundamente ingenua, pero intensamente verdadera. Al final, quizá la explicación más sencilla sea la auténtica y, en este caso, así es.

Norman Jewison dirigió esta película en plena efervescencia de su carrera. Hasta el momento ya se había hecho cargo, por ejemplo, de El rey del juego o de la mejor conjunción entre Rock Hudson y Doris Day con No me mandes flores y estaba a punto de entrar en el Olimpo de los directores con títulos como En el calor de la noche, El caso Thomas Crown o El violinista en el tejado. Para ello contó con un reparto sólido en el que destaca el perplejo Alan Arkin como el teniente ruso encargado de deambular por la costa de Nueva Inglaterra en busca de un remolcador, Carl Reiner, como el único americano que mantiene la cabeza lejos de las barras y estrellas, y Brian Keith, como el sheriff del pueblecito. Alrededor de ellos, toda una pléyade de actores secundarios enloqueciendo por la invasión soviética entre un puñado de casitas de cuento y aparente paz de superficie. Y también algún que otro ruso al que parece que se le hinchan un poco los motores. Nadie es perfecto. Y más aún cuando todo se desata porque resulta atractivamente prohibido echarle un vistazo a la costa americana sin que los yanquis se den cuenta de que una nave bolchevique les está observando sin otra intención más que la de un turista cualquiera.

jueves, 4 de febrero de 2021

NOTICIAS DEL GRAN MUNDO (2020), de Paul Greengrass

 

Sacar adelante una granja o un sembrado tiene muy poco de romántico. Las horas se hacen interminables bajo el sol abrasador o padeciendo un frío que deja clavada la sonrisa en el rostro. No hay tiempo para mucho más. Por eso, en las inmensas llanuras de Texas, aparece un hombre que, lejanamente, recuerda a un juglar. Y su profesión es contar las noticias del mundo a toda esa gente de piel agrietada a la intemperie, de manos encallecidas al borde de la sangre y de incertidumbre en medio de un país que aún no ha cerrado las heridas abiertas por la guerra civil.

Así que ahí está el Capitán Jefferson Kyle Kidd, contando historias de los diferentes periódicos que consigue en su largo caminar por los pueblos que pagan diez centavos por cabeza sólo para informarse de esta especie de diario hablado andante. Sin embargo, el Capitán Kidd aún tiene unos cuantos titulares que no lee y que se pueden escribir con el mismo tamaño que las mejores noticias. Es un hombre de recia moral, que tiene intuición para saber lo que es justo, que se rindió en su día y que, aún así, es capaz de combatir con la pólvora en la mano. Y sabe que la palabra puede ser una bala allí donde la libertad se ahoga con la fuerza.

Sólo la presencia de la muerte es capaz de hacer pensar al Capitán Kidd sobre la soledad, sobre los días que aún quedan por llegar, sobre los tremendos errores que cometió al creer que la posible victoria en la guerra podía traer algo de felicidad a una tierra huraña que se empecina en no regalar nada. Y una niña pondrá a prueba el cariño que aún guarda en su interior. Nunca lo pudo dar, porque prefirió mandar una compañía, acudir a las batallas, disparar y, desde luego, perder. Ya no volvió más a donde pertenecía. Y los hombres sin rumbo siempre necesitan una estrella a la que seguir. La chica será su guía, su motivo, su esperanza, su intención y su felicidad.

No deja de ser sorprendente la serenidad con la que Paul Greengrass ha dirigido esta película, olvidando su desquiciamiento habitual y centrándose en una narrativa pausada, con estructura de road movie y agarrándose al realismo en cada escena. La figura del Capitán Kidd está soberbiamente interpretada por Tom Hanks, un personaje al que dota de profundidad, de una tremenda locuacidad con sus miradas y una maravillosa expresividad en sus lecturas. La banda sonora de James Newton Howard está cerca de la obra maestra y, en todo momento, el espectador siente que acompaña a esa chica perdida, en medio de dos mundos, que rechaza, padece, sufre y comprende a ese hombre bueno que se ha hecho responsable de ella. Quizá eran unos tiempos en los que no había demasiados así. Y aquel era un mal lugar para que una niña pudiese ser educada bajo la amenaza de los indios y la violencia sin límites del hombre blanco.

Hay que azuzar al caballo y dejar que la naturalidad sea el artículo imborrable de unos titulares de llanura que nunca se van a contar. Se trata de la historia de un hombre que supo que nunca iba a estar solo, que atraviese un territorio plagado de tipos de aviesas intenciones, de pequeñas dictaduras que aún no asumen la derrota del sur, de la furia del polvo en suspensión, de la angustia de la pérdida y de unos cuantos disparos con metralla improvisada. Es posible que las esquirlas salpiquen y la piel se resienta. O que el corazón lata con más ritmo del habitual. Puede que la salvación tenga un rostro que no deja de hacer preguntas aunque no formule ninguna. Igual que el Capitán Kidd lleva las noticias del mundo a los colonos, una niña llevará la porción de felicidad que soñó aquel día en que lo dejó todo y se fue al combate.

miércoles, 3 de febrero de 2021

LOS SECUESTRADOS DE ALTONA (1962), de Vittorio de Sica

 

No hay nada como esconder a un hijo de pasado turbulento en el desván para hacer como que el tiempo no pasa y las cosas siguen como siempre. Todo no sería más que una simple anécdota algo excéntrica si no fuera porque el hijo es un criminal nazi. Los padres le han recluido allí arriba y le han hecho creer que la guerra sigue su curso…veinte años después de que termine. Tanto es así que aún lleva el uniforme puesto, siempre en guardia para servir a su patria e ir a matar a los enemigos del Estado. El asunto resulta mucho más fácil porque la familia, lógicamente, tiene dinero a raudales y, además, está participando del desarrollo industrial alemán. De alguna manera, puede que esos, los empresarios, sean los nuevos nazis y la guerra aún no ha terminado. Es una charada que sólo el tiempo podrá resolver.

A través de las líneas de la moralidad, los crímenes de guerra se mezclan peligrosamente con los secretos de familia. La locura no deja de alimentarse mediante delirantes lecturas sobre los avances en el frente, boletines de guerra y noticias de Berlín. La insania llega hasta tal punto en el que el pobre desgraciado oculto forma parte, sin querer, de una representación teatral. Bertolt Brecht anda por ahí echándose unas risas y el horror se manifiesta de nuevo. Sólo que, esta vez, recibe la burla a cambio.

Esta es una película olvidada en el rincón del recuerdo de unos pocos y escogidos cinéfilos que merecería un rescate inmediato. Brillante en algunos tramos, Vittorio de Sica dirigió un reparto encabezado por Maximillian Schell, Sophia Loren, Fredric March y Robert Wagner en base a un guión de Jean Paul Sartre. El choque de los tiempos y la perdurabilidad del fascismo están al fondo y la burla hacia quienes se empeñan en revivir los mismos errores es evidente. La nueva Alemania vista con nuevos ojos se ríe, con el gesto helado, de la vieja y triste y, aunque no puede olvidar, debe echar la mirada hacia adelante. Una lección que tardaron mucho en aprender y que, ahora, en tiempos de populismos estúpidos parece olvidarse de nuevo. Como esta película.

Lo cierto es que, en algunos momentos, la historia llega a impresionar. El antiguo nazi, ataviado con su uniforme, ve en qué se ha convertido Alemania, los edificios modernos, la industrialización, la libertad…y le horroriza, lo rechaza frontalmente. Dentro de la casa, la tortura se cierne sobre todos los miembros de la familia y la atmósfera enrarecida parece que, efectivamente, está encerrada desde veinte años atrás cuando alguien gritaba su odio desde el Reichstag y una nación convencida le seguía ciegamente. Se trata de capturar una época que se desea que haya pasado definitivamente. Y también de introducir una hábil crítica sobre la necesidad de Occidente de desnazificar Alemania para que sea una pieza clave en la lucha contra el comunismo que avanzaba sin barreras por la Europa del Este. Quizá esta película haya hecho las delicias de Lars Von Trier…o puede que siga en el cajón de las historias olvidadas. De usted depende.

martes, 2 de febrero de 2021

UN DOMINGO EN EL CAMPO (1984), de Bertrand Tavernier

 

No hay nada como pasar un día con la familia en medio de la campiña francesa. Los años han pasado ya y las pinturas de un anciano artista ya no tienen el pulso de antes, pero parece que la energía experimenta un pequeño empuje cuando viene su hijo, su nuera y sus tres nietos. Sin embargo, ese domingo es algo diferente, porque también, de improviso, se presenta su hija soltera. Durante unas pocas horas, esta pequeña sociedad familiar hablará mucho, respirará aire puro, se descubrirán sus inquietudes y sus frustraciones. Y, tal vez, puede que lo inesperado también venga a tomar el té.

El caso es que, en contra de lo que pudiera parecer, la hija no es una amargada, sino una adelantada a su tiempo. Es independiente y decidida y sabe lo que quiere. No es presa de la soledad, sino de la fuerza que habita en su interior. Y eso, a principios del siglo XX, es algo verdaderamente sorprendente. Se suceden las conversaciones y no deja de haber una acción verbal en la que es más descriptivo lo que se supone y no se dice que lo que resulta más evidente. La muerte está cerca y los invitados no son conscientes de ello. La calidez se adueña de las escenas y, al final, pase lo que pase, parece que el espectador también es parte de esa familia bohemia y burguesa, una pincelada más en ese cuadro impresionista que durante un buen rato nos regala el director Bertrand Tavernier.

La atmósfera y la nostalgia se adueñan del ambiente y, al fin y al cabo, el pintor considera que su hija, en el fondo, vale mucho más que su bien instalado hijo. Quizá sea el momento de confesar que las pinturas de ese anciano no son más que reflejos de su propia personalidad y de su vida y que, tal vez, debería haber seguido la corriente artística de unos cuantos artistas geniales coetáneos que revolucionaron el arte. La edad se echa encima demasiado pronto y un baile puede paliar algunos pensamientos de decepción. Puede que se haya necesitado toda una vida para estar preparado y Ladmiral, el pintor, ha tenido que vivir un domingo en el campo con su familia para darse cuenta.

Bertrand Tavernier dirigió esta película como si mandara sobre el tiempo. Y ahí, en la escena, es posible que el público se percatara de que lo consiguió. Un domingo en el campo es una hermosura leve que habla de algo tan etéreo como la vida, el pasado, el cariño, las obras que dejamos atrás y, tal vez, lo que aún podemos hacer. De alguna forma, la sensibilidad de un hombre ha traspasado la difícil frontera de lo pensado a lo realizado y, con la ayuda de una fotografía maravillosa firmada por Bruno de Keyzer, nos trae de nuevo a Renoir, a Becker, a Bergman y a Duvivier a los que también invita a unirse a esta reunión de sinceridades y de rutinas que, al fin y al cabo, siempre traen la novedad de un descubrimiento en el interior de nosotros mismos.