martes, 30 de abril de 2019

LOS VENGADORES: ENDGAME (2019), de Anthony y Joe Russo


Debido a los sucesivos festivos de esta semana que, a buen seguro, deparará más de un viaje a todos, vamos a cerrar el blog hasta el martes día 7 de mayo. Mientras tanto, para los que se queden, no dejéis de ir al cine. A veces, esa es la verdadera fiesta.

No hace falta ser un héroe para desear que el tiempo emprenda una vuelta atrás para poder corregir los errores del pasado. El peso de la culpa y la amargura son suficientes razones como para luchar por ello, aunque la posibilidad sea ínfima. No importa que la vida, desde el momento en que se cometió el fallo, haya querido vestirse de una triste amabilidad y ensayar algunos instantes de felicidad inesperada. No importa que, incluso, pueda brindar segundas oportunidades en un mundo partido por la mitad. Hay que volver atrás para intentarlo de nuevo…aunque eso signifique que el juego acabe.
Los héroes ya están cansados, pero aún queda tiempo para una última hazaña. Quizá la más grande de todas. Aquella que puede llevarles a la gloria de una despedida emocionante, única, irrepetible. Basta con restituir la línea temporal y conseguir que la Tierra tenga una ocasión para defenderse. Más vale caer luchando que desaparecer con un chasquido. Y el tiempo de hazañas se presentará como por casualidad, con el personaje más inesperado, con la incierta presentación de un futuro que aún está por dilucidar. Es mejor eso que la nada. Es mejor eso que vivir derrotados.
Así que allá van de nuevo los héroes que, una vez, fueron el escudo contra los malvados megalómanos que querían dominar el destino de toda la Humanidad. Entre ellos, habrá complicidades, sacrificios, sentido del humor, aventura, luchas, nuevas derrotas, legendarias victorias, reencuentros, decepciones…y tiempo, sobre todo, tiempo. Unos segundos para despedirse y dar paso a algo que, a buen seguro, será nuevo porque ningún adiós es definitivo aunque puede ser infinito. El sentimiento de amistad estará presente en todas sus acciones, sencillamente, porque se lo han ganado y, tal vez, desde el patio de butacas, no se podrá resistir algún que otro aplauso para dejar que la emoción salga también a prestar su particular batalla.
Mucho más mesurada que Infinity War, la cuarta entrega de Los vengadores depara un buen rato largo de entusiasmo a pesar de que tarda en plantearse y, en algunos casos, se siente la impaciencia del público. Como aliciente, también se podría señalar que hay buenos momentos dramáticos a cargo, sobre todo, de Scarlett Johansson y del siempre atractivo Robert Downey Jr. Las batallas están bien medidas y el escalofrío recorre la piel al asistir al desfile de tantas caras conocidas, retocadas infográficamente o no, para construir esta última aventura del universo Marvel que pasará a renovarse y a entregar otras fórmulas. Lo malo es que es muy posible que no sean mejores y esta película ha dejado el listón muy alto.
Y es que no es fácil decir adiós con ilusión a todos estos super-héroes que nos han acompañado a lo largo de veintidós películas, con mejor o peor fortuna, pero siempre con el entretenimiento como objetivo. La música de Alan Silvestri resalta la épica de esta lucha contra el tiempo, de puertas abiertas, de paradojas, de batallas finales. Y no cabe duda de que se sonríe, de que siempre se pasa bien si se es seguidor de toda esta saga de aventuras imposibles aunque, por supuesto, se deshilache algún cabo suelto o haya alguna que otra ausencia notable. Sin embargo, no se podrá evitar el goce de oír exclamaciones de gusto, ovaciones espontáneas y notar con seguridad que el cine aún es capaz de maravillar a quien se acerque a él. Por mucho que esto no sea una obra maestra a pesar de tanto disfrute. Y, desde luego, es pecado no abandonarse a ello.

viernes, 26 de abril de 2019

LA ESPÍA ROJA (2018), de Trevor Nunn



La traición no es sólo una cuestión ideológica. Es una difuminada faceta de la personalidad que se halla latente en todos y que puede manifestarse a través de los más dispersos motivos. Se traiciona por la moral, desde luego, porque, quizá se quiere ver al mundo, un tanto ingenuamente, en un delicado y muy peligroso equilibrio de poderes. Se traiciona por amor porque, al fin y al cabo, ¿cómo no va a tener razón el amor de tu vida? Se traiciona también por compasión porque se desea que un hijo ame a quien le dio la existencia. Se traiciona por descontento, por desengaño, por inercia o por salvación. Y seguro que cualquiera encaja en alguno de esos motivos.
El tiempo pasa y es posible que la traición que pudo ser grave ahora ya sólo sea un recuerdo que intenta ser enterrado en medio de una vejez apacible. Las cosas ya están hechas a determinada edad y poco se puede hacer para remediarlas o emprender nuevos proyectos. La juventud posee el impulso, la complacencia, el entusiasmo y, también, la capacidad de manipulación. Y ése sí que puede ser el mayor enemigo a la hora de traicionar. Más que nada porque, si se manipula a quien traiciona, todo comienza a perder sentido, el ansiado equilibrio de poderes se convierte en una ventaja añadida de un régimen injusto y la reconstrucción se cae antes de poner la primera piedra. La guerra enmascara todos los procesos y la gente, lamentablemente, sólo cree lo que quiere creer.
No cabe duda de que esta película tiene valores muy destacables, pero el mayor de todos ellos es la experiencia y la sabiduría de una actriz como Judi Dench, capaz de decirlo todo sin pronunciar ni una sola palabra. En sus silencios hay más elocuencia que en discursos enteros, en sus gestos existen más matices que en arengas de cualquier duración, en sus miradas se busca más comprensión que en todas las confesiones del mundo. Y, a pesar de todo, se sufre con ella, porque su traición ya es cosa del pasado y no hay vuelta atrás. En su mismo papel, pero unos cuantos años más joven, Sophie Cookson consigue una interpretación que va ganando en seguridad según va avanzando el metraje y también logra transmitir con cierta convicción los patrióticos motivos de espionaje para los rusos. Y al fondo, el alma en vilo, esperando que esa chica de gran corazón y terriblemente equivocada huya de toda la maquinaria del estado, incluso cuando ya es una anciana a la que se despoja de toda dignidad.
Y es que todo se difumina cuando se habla de bombas de potencia increíble, de Uranio 235, de aliados que, con toda seguridad, tomarán el mando en el momento en que la guerra termine, de ceguera ideológica que intenta negar lo que es evidente, incluso para suponer que ese arma definitiva acabará por ser utilizada. El amor…bueno, es ese elemento que acaba por ser un peón más del juego y que también acabará siendo moneda de cambio en un interminable cortejo con el peligro. Quizá haya que dejar atrás las épocas más oscuras del hombre para que cada uno sepa asumir sus responsabilidades, por duras que éstas sean. El interrogatorio será exhaustivo, agotador, terrible y nadie querrá saber que todo se hizo en busca de un pretendido bien común. Las intenciones ya no son suficientes para justificar nada. Ni siquiera si es una mujer la que admite lo que ha hecho y sólo desea un leve apoyo para disipar la maraña de la información y del sensacionalismo. 

jueves, 25 de abril de 2019

DOBLES VIDAS (2018), de Olivier Assayas



Lo que es positivo, es negativo. El escritor que depende del sustento de su mujer y que, además, tiene una aventura. El editor con clase, que sabe lo que quiere y cuándo lo quiere y tiene una aventura. La actriz de fama, que, prácticamente, lo ha conseguido todo y, sin embargo, tiene una aventura. La chica que enloquece con la revolución digital y tiene dos aventuras. Los tiempos han cambiado y la lectura ya no es lo que era. En lugar de libros, pantallas. Es como si la Literatura también acabara por tener una aventura.
Así que la infidelidad acaba por ser una forma de vida. En medio de verborreas inacabables, conversaciones infinitas e intrascendentes y luces cálidas regadas con copas, se va descubriendo un mundo de falsedades que, precisamente, se sostiene gracias a los engaños. Ni siquiera lo verdadero tiene ya valor y más vale poner un punto final cuando la inspiración se ha fugado para echar una cana al aire. El fracaso está a la vuelta de la esquina en todos los personajes y todo parece confundirse en un diálogo interminable que descubre las debilidades de un mundo que se cansa a cada paso, engaña cada noche y se rinde a cada instante.
Las inseguridades salen a relucir cuando se trata de defender la vida elegida. Los libros, antaño amigos que decían las verdades a la cara, ya se esconden detrás de tertulias sin demasiado sentido. Las letras chocan unas con otras y los caracteres no dan importancia a la mentira y tampoco a la sinceridad. La relatividad se ha impuesto en unas existencias aburridas e inciertas y el dolor se oculta con la apariencia como parapeto. No hay segundas oportunidades, sólo segundos intentos. Y casi siempre salen mal.
El director Olivier Assayas trata de parecerse a Woody Allen, pero con intercambios verbales sin chispa, con alguna que otra sonrisa furtiva en ese universo tan falso que sólo lleva a la siguiente indiferencia. Con Juliette Binoche en un trabajo estupendo sin llegar a la soberbia, Assayas describe las debilidades humanas que, en esta época de tecnologías, redes sociales y blogs, aún son más débiles y más indefensas. Al fin y al cabo, todo el mundo tiene derecho a opinar aunque no tenga ni idea de lo que está hablando. Esto es así hasta tal punto en el que el ignorante acabará obteniendo respeto y el conocedor será despreciado. Es la maldición de la modernidad y la lectura de los infieles, que se abre paso en medio de grandes montañas de mediocridad. El resultado es una película con algún que otro momento aislado, con virtudes aisladas y signos de puntuación difuminados. Tal vez porque son demasiadas dobles vidas en una vida que obliga a la duplicación.
Y de ese modo, llegamos a la prohibición, al miedo y a la duda como elementos indispensables de la rutina. Algo inaguantable para cualquier ser humano que se ve obligado a drogarse con la infidelidad para salir adelante. Porque nada es como debería ser y la culpabilidad ya no tiene sitio en ninguna conciencia. La lectura de los infieles es la resplandeciente luz de una pantalla de ordenador y la seguridad de que las relaciones no son tan sólidas como deberían ser. Quizá como metáfora no funcione del todo, pero no cabe duda de que hay algo de originalidad en el paralelismo intranquilo de estos días sin rumbo. Tanto es así que, muy a menudo, estamos obligados a inventarlo para no acabar acorralados en el laberinto de la lógica.

miércoles, 24 de abril de 2019

DIECISÉIS CALLES (2006), de Richard Donner



El Detective Inspector Jack Mosley está cansado para todo. Está harto de trabajar veinte horas diarias sin ningún reconocimiento. Está desesperado porque nada de lo que ha hecho ha salido demasiado bien. Quizá algún día del pasado fuera testigo de que era un buen policía, pero ya nadie se acuerda de eso. Arrastra una pierna, sus compañeros no le respetan, tal vez porque bebe un poco más de la cuenta; sus jefes no tienen demasiada consideración con él; su matrimonio hace aguas…Es como tener una pistola sin balas. Su percutor está desencajado, su gatillo funciona mal y su vida se está apagando poco a poco, sin demasiado ruido. Sólo quiere irse a casa, tomarse una copa y tumbarse en la cama.
Una noche de trabajo larga, interminable, de esas en las que uno se huele la ropa y sólo percibe cansancio y sudor seco. Y, de repente, un encargo justo cuando ya bajaba las escaleras. Escoltar a un testigo preso a través de dieciséis calles hasta la oficina de la fiscal. Eso lo puede hacer cualquiera, pero no, le tiene que caer a él. Lo que no sabe Jack Mosley es que esas dieciséis manzanas van a ser mucho más largas que la noche que acaba de pasar. A unos cuantos compañeros no les interesa demasiado que ese testigo, un chico negro no demasiado inteligente, vaya a declarar. Un caso de corrupción. Jack Mosley no puede creer en su mala suerte. Sin embargo, el chico merece la pena. Tiene corazón, tiene sueños, tiene ingenuidad, tiene miedo. Es uno de esos tipos que siempre ha estado en el lugar más inoportuno en el momento menos adecuado. Y la única esperanza es el propio Jack. Vaya esperanza, piensa Jack. No seré capaz ni de llevarle dos manzanas más allá. Los sucesos se precipitan. Y esas dieciséis calles que separan la cárcel de la comisaría del distrito hasta la oficina de la fiscal son el mismo infierno. Nadie quiere al chico. Nadie quiere a Jack. Y, por una última y maldita vez, Jack quiere hacer lo correcto, aunque eso signifique establecer una zona de guerra entre esos policías, esos compañeros que, en el fondo, desprecian a Jack y él mismo. Tarea ímproba, Inspector. Nadie sabe nada. Nadie acude en tu ayuda. Te intentan engañar. Tratan de asesinarte. Y, mientras tanto, el hombre que siempre habitó en ti parece que inicia una rebelión que se sabe perdida.
Narrada con mucho ritmo y con un espléndido trabajo del más amargado Bruce Willis, Dieciséis calles es una mañana que nunca debió de ocurrir. A pesar de que, en algún trecho, parece que la historia se inmoviliza, Richard Donner tiene el suficiente oficio como para arrancar con las ruedas pinchadas e iniciar de nuevo una trama atractiva, que engancha, con sus perdedores tratando de ganar una vez e intentando extraer lo mejor de cada uno de sus protagonistas. No, no es fácil, a pesar de las apariencias, dirigir una película así, con la ciudad como el tercer nombre en la cabecera de cartel y el giro dispuesto a la vuelta de cada esquina. Quizá sólo haga falta atravesar dieciséis calles para saber cuál es el auténtico valor de un hombre. Aunque ese hombre ya tenga el billete de vuelta para todo y responda al nombre de Jack Mosley.

martes, 23 de abril de 2019

ESPÍA POR MANDATO (1962), de George Seaton


Si queréis escuchar lo que se habló en el debate que sostuvimos en "La gran evasión" acerca de "Página en blanco", de Stanley Donen, podéis hacerlo pinchando aquí.



Permanecer neutral cuando el mundo se derrumba es muy difícil. No hay nada más cómodo que tomar un suculento desayuno mañanero en un país no comprometido con los conflictos bélicos y leer tranquilamente el periódico con las noticias de una guerra cruenta que se está librando en Europa. Mientras los negocios vayan bien y se puedan firmar contratos con unos y con otros, todo estará en su sitio. Sin embargo, hay un pequeño detalle. Mantener tratos con unos y con otros le pone a uno en una situación inmejorable para ser reclutado por algún servicio secreto de aviesos métodos. A menudo, hace falta un empujón para salir de esa irritante neutralidad. Al principio, el empujón molesta. Nadie tiene que obligarte a hacer nada y menos aún a caminar por el sendero de la traición. Llega a ser realmente odioso porque, para que la infiltración sea completa, tienes que comportarte como uno de aquellos a los que vas a espiar. Y una de esas obligaciones consiste en dejar de hablar a un íntimo amigo que es judío. En el fondo, es una coartada perfecta. Si ignoras a una de las personas más cercanas de tu vida porque un hecho racial, entonces es que estás más cerca de los nazis que de los Aliados. Y entonces comienzan los viajes, los contactos, los convencimientos no demasiado éticos, los nerviosismos y, por supuesto, el peligro. Sabes que espiar a los nazis no es ninguna ganga. Esos tipos no se andan con tonterías y si te pillan con las manos en la masa, te va a resultar muy difícil explicar por qué estabas en el lugar equivocado en el momento menos adecuado.
Hay algo más. Esa obligación que te han impuesto puede conducirte a la verdad. Entre tus idas y venidas, tus chivatazos de información falsa y tus ladinos acercamientos a hombres de negocios que te pueden resultar útiles, te das cuenta de que los nazis merecen ser derrotados y que tienes la obligación, esta vez moral, de hacer algo al respecto. Eres testigo de sus métodos brutales, carentes de piedad, asesinos con apariencia legal, pisoteadores de los derechos humanos sin ningún remordimiento de conciencia. Ahora ya estás convencido. Debes espiar. Debes hacerlo bien. Y el enemigo no es quien te obligó a hacer este trabajo. Es el otro bando.
Por el camino, tendrás que utilizar el chantaje como arma habitual, algo sucio y, no obstante, muy necesario. También trabarás amistad con alguien que marcará tu vida para siempre. Habrá momentos en los que estarás al mismo borde del infierno y el plan de fuga siempre será un delgado hilo que te ata a la esperanza. Ahora se hace por convicción. Y todo el mundo sabe que un espía que actúa por convicción es aún más peligroso.
Fantástico William Holden en el papel principal de esta película de formas notables y tensiones maestras. Él solo lleva la película sin ninguna vacilación, sabiendo perfectamente qué es lo que tiene que hacer para convencernos a nosotros de ese estado de ambigüedad moral que pasa a ser, a base de sangre y horror, la certeza de quien tiene toda la razón. La película está bien llevada, con instantes de verdadero cine y articulando una historia de espías algo diferente y absolutamente realista. Ha caído en el olvido y no lo merece. Mandato obligado es volver a verla y darse cuenta de que, sí, mantenerse neutral es muy difícil, pero que, más tarde o más temprano, hay que tomar partido.

viernes, 12 de abril de 2019

NIDO DE VÍBORAS (1948), de Anatole Litvak


Con motivo del comienzo de las vacaciones de Semana Santa, vamos a suspender por unos días la actividad del blog hasta el martes día 23 de abril. Mientras tanto, disfrutad y no dejéis de ir al cine. Puede que sea lo único que tiene sentido en todo lo que nos rodea.

Una de las características de la locura es que el enfermo cree que todo está bien, que hay una lógica en sus comportamientos cuando, en realidad, todo está del revés, descolocado inapropiadamente, sin lógica alguna para el resto de los mortales. Dentro de la locura, la fantasía ocupa un lugar muy importante porque es el refugio en el que se esconde la razón, incapaz de asumir determinados hechos o circunstancias que asolan la normalidad. Puede que el trauma esté en una actitud de la niñez, o que el desorden mental sea de tal magnitud que ni siquiera se puede reconocer a la propia pareja y se crea, con unas dosis ilimitadas de falsedad, que se está enamorado de otra persona. Y las razones de ese enamoramiento son básicas. Quizá esa persona sea la única que muestra comprensión en ese universo supuestamente lógico que ha construido la locura. Así que los pensamientos se agolpan porque, a pesar de que se cree que todo obedece a una razón, se tiene conciencia de que algo va mal, de que ese edificio lúgubre y agobiante no es tu casa, de que esas mujeres vestidas de blanco no son camareras de un restaurante, de que el resto de internas no son compañeras de clase más o menos traviesas. Todo se retrotrae a un momento determinado, al trauma de una pérdida que no se pudo asumir y que, desgraciadamente, volvió a repetirse años más tardes dejando a la cordura sola, sin asideros, sin ningún aliciente para seguir funcionando y comenzando un lento y paulatino paro en los parámetros mentales.
Quizá deberíamos ser conscientes de que lo que más puede asustar a alguien que no está en plena posesión de sus facultades mentales es la sensación de confusión, de desubicación, de soledad absoluta a pesar de que todo el mundo a tu alrededor pretende ser amable y con ganas de ayudar. Los ojos buscan respuestas en los rincones de la mente y, a veces, cuesta mucho encontrarlas y, por eso, se empiezan a fabricar fantasías con objetos que no existen, con ficciones espontáneas que apenas duran unos segundos, con obsesiones que permanecen en la memoria a costa de ocupar demasiado espacio para el equilibrio. La mente humana es uno de los misterios más insondables de la existencia y apenas se llega a saber por qué alguien puede memorizar el número de la Seguridad Social mientras es incapaz de recordar la dirección de su propia casa. Se trata de encauzar al pensamiento dentro del repertorio de reacciones ante los estímulos exteriores. El problema es que, en un hospital psiquiátrico, esos estímulos son ingentes, avasalladores y erráticos.
Olivia de Havilland demostró una versatilidad excepcional encarnando a esta escritora que ingresa en una institución mental y que debe psicoanalizarse con paciencia y sin dejar de utilizar la razón, que se muestra dispersa y disoluta. Ella, la actriz, nos traslada la evolución de una enferma que comienza creyendo que está en un banco del parque con su bolso al lado y termina con la seguridad de su curación porque ha dejado de estar enamorada del médico que la ha tratado. Y, con su trabajo, nos damos cuenta de que nos regala un pedazo de vida prohibida, arrasada y fracasada de una mujer que desea con todas sus fuerzas que todo vuelva a su orden natural. Con su marido, con sus ideas, con su proyecto de hogar, con su deambular por las calles sin llamar la atención, con la normalidad. Con normalidad. ¡Qué difícil es conseguir esa normalidad cuando los nervios están hechos trizas y la voluntad parece que se anula a los dictados de la mente! Y, sin embargo, Olivia de Havilland lo consigue porque nos creemos su angustia, su instinto de superación, su deseo de felicidad y su conciencia de talento. De locos.

jueves, 11 de abril de 2019

LA SOMBRA DEL PASADO (2018), de Florian Henckel von Donnersmark



Cuando alguien se siente artista acude a todos los resortes del interior para dar rienda suelta a su inspiración. Ahí están los recuerdos, sean buenos o malos, las experiencias, los sentimientos, la subjetividad y el propio destino jugueteando con una creación que, escondida en su cobardía, practicará esbozo tras esbozo hasta dar el salto al lienzo definitivo. En ese instante, nace el estilo, el deseo de contar algo sin decir ni una sola palabra, la irresistible conquista del concepto y, también, el encuentro con la seguridad.
Y así, el artista va naciendo mientras se asiste a la crueldad, se siente la pérdida, se acurruca ante la desolación, se ilumina con el amor, anhela la libertad, comparte la búsqueda y halla el mensaje. El camino es largo y duro, con idas y venidas que, en ocasiones, acaban formando una burla del destino o una justicia poética emanada de la inspiración…o, tal vez, de algún viento casual movido por los fantasmas del cariño. El lienzo en blanco abre su boca descarnada para gritar la inutilidad del vacío y, de repente, una idea brota, el pincel se mueve y todo comienza a tener un sentido ignoto que, a partir de determinado momento, corresponde a los ojos que ven el resultado final. El arte es así de misterioso y de escurridizo. Está a la vuelta de la esquina, sólo que no se sabe de qué esquina.
Después de la desastrosa experiencia que le supuso rodar en Estados Unidos The tourist, Florian Henckel von Donnersmarck, director de la aclamada La vida de los otros, vuelve a Alemania para rodar otra historia de destinos y artes surgidos de la presión de dictaduras de derechas y de izquierdas. La seguridad de que, de alguna manera, todo acaba encajando es algo que sólo poseen los artistas y von Donnersmarck demuestra que está muy cerca de serlo cuando domina todos los rincones de la producción con las manos libres. Ayudado por la maravillosa música de Max Richter y la impecable fotografía de un monstruo como Caleb Deschanel, el director se decide a relatar la vida del pintor Gerhard Richter (nada que ver con el compositor) cambiando algunos parentescos o introduciendo situaciones que, desde luego, funcionan en una historia que, eso sí, podría haber aligerado un poco de sus tres horas de duración. De paso, hace una visita a la desorientación de occidente, a la manipulación de la verdad y, por tanto, del arte, a la ceguera habitual de un pasado del que cualquier alemán se avergüenza y al ahogamiento intelectual del régimen de la República Democrática Alemana. No está mal para querer contar la vida de un artista que, bajo el rostro de Tom Schilling, desafía a lo establecido y vence más allá de los convencionalismos.
El amor juega un papel importante en los primeros apuntes, la pasión se va sin avisar y la pintura desaparece en busca de una razón para existir y siempre, siempre, la certeza de que lo que hay que transmitir es una parte de uno mismo, del yo más interior del artista, de la verdad que habita en cada uno de ellos. Sólo así se puede llegar a la excelencia en el arte porque, de lo contrario, se distraerá en las trampas del discurrir, preocupándose por las maquinaciones de un suegro despreciable en su superioridad, o en las pérdidas que se quedan grabadas en el corazón mientras una mano intenta coger las medidas de una escena que trata de guardar en el museo de la memoria. Los esbozos de la creación surgen a cada mirada, a cada gesto y a cada hecho porque, tal vez, la obra de arte de una vida sea todo un mosaico de sensaciones.

martes, 9 de abril de 2019

GLENGARRY GLEN ROSS (1992), de James Foley


No deja de ser incómodo asistir a la presión que se puede desarrollar en un trabajo como el de agente inmobiliario. Puede que ahí resida toda la gloria y todo el fracaso del capitalismo como un sistema devorador y revelador. Una venta puede significar el presentimiento de la buena suerte, de la fortuna, de la clarificación de un futuro que no durará mucho más allá del siguiente negocio. Y no hay piedad para conseguir un día más detrás de una mesa de despacho, contando mentiras para que algún incauto pique, tratando de embaucar al siguiente primo que se atreve a gastar su dinero en alguna propiedad del repertorio. Además habrá que hacer frente a las envidias ajenas, a los trucos de los compañeros, a la terrible opresión de un jefe ávido de cifras. Es caminar continuamente por el abismo que conduce al fracaso.
En la oficina podremos encontrar al tipo que últimamente ha tenido bastante suerte y ha conseguido colocar unas cuantas fincas basándose en su encanto personal, en ese resbaladizo don de gentes que a muchos se escapa. Habrá otro que será pura arrogancia, que presumirá de lo que nunca ha conseguido y que se cree más importante de lo que realmente es. Hay que tener cuidado con esos tipos. De la mentira pasan a la puñalada y los contratos los suelen firmar con sangre de los otros. Un poco más allá, en la mesa de la esquina, está el veterano que tuvo su momento, pero que ya pasó. Está al borde del retiro y, sin embargo, quiere continuar. Su hijo en la universidad, los gastos comunes, el tren de vida. Tiene que vender como sea porque sabe que, si no lo hace y rápido, no le quedarán muchas más salidas que los luminosos de un bar.  Está en un callejón sin salida en el que se pelean su propia personalidad y su carrera profesional. Es el personaje triste que siempre quiere demostrar que quien tuvo, retuvo. Habrá que mirar a las espaldas para ver aún a otro más. Es muy dañino. Es un tipo que no le interesan las ventas y tiene ya tanto resentimiento que lo único que desea es arruinar la empresa, fastidiar las ventas de los compañeros, saciar su sed de sangre y robar los buenos negocios para agarrar la ansiada comisión. Es uno de esos que hace que la camisa se empape de sudor debajo del traje porque nunca irá de frente. Por último, estará el hombre que ya ha perdido, que sabe que no tiene nada que hacer, que ya no recuerda números de teléfono para contactos, que, sencillamente, se ha rendido y sabe que no conseguirá nada. Es uno de esos que tiñen todo de gris porque ya no le quedan fuerzas para seguir luchando. Todos ellos son el mosaico de lo que somos, encarnan la gran mentira que nos rodea, clarifica los fingimientos a los que ya nos hemos acostumbrado. Están pagando un precio muy alto por salir adelante y, cuando se den cuenta, será demasiado tarde.
Maravillosa película con guión de David Mamet con un elenco de lujo que incluye a Al Pacino, Jack Lemmon, Kevin Spacey, Alec Baldwin, Ed Harris, Jonathan Pryce y Alan Arkin, puro lujo entre papeles y burocracia, entre charlas intrascendentes y mentiras soltadas como verdades. Una película que hace que salgas con la tristeza en el rostro, la tensión en el cuerpo y la seguridad de que es muy posible de que eso también te esté pasando a ti y no seas más que una pieza más de un engranaje en el que no supiste nunca encajar.

FRÁGILES (2005), de Jaume Balagueró

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "El padrino III", de Francis Ford Coppola, podéis hacerlo aquí.

La infancia puede ver cosas que el resto de los mortales no saben ver. Y no es fácil notar la presencia de alguien que nunca se ha ido cuando el entorno tiende hacia el vacío. Un hospital de niños a puntos de cerrarse, en medio de un traslado, es un lugar donde el miedo se puede hacer más evidente, más fuerte, más desolador. Y la obsesión anda por ahí, buscando su próxima víctima. Tal vez sea obligatorio haber fracasado totalmente para hacer frente al miedo, a lo imposible, a lo que parece que es una leyenda, pero que es una realidad tangible. En ese ambiente, donde el blanco parece ceder protagonismo al gris del olvido, es muy posible que salgan a relucir los temores más escondidos, las frustraciones más terribles, las muertes más sentidas. Al fin y al cabo, nada se puede comparar a la mirada de un niño o de una niña. Hay algo en ellas que parecen traspasar el alma y leer las intenciones. Y no importa si eres real o un fantasma. Para ellos, no hay ninguna diferencia.
Uno de los errores más frecuentes a la hora de afrontar un miedo es disminuir su importancia como algo que es fruto de la imaginación, como una fantasía desechable, carente de valor. Esas cosas son las que convierten todo en una realidad, aunque sea en la frialdad de una habitación anticuada de hospital con el acompañamiento de todos los accesorios en trance de ruina. Es posible que ahí se desaten las iras del pasado. Y lo peor de todo es confundir identidades, creyendo que el dolor se quedó cuando, en realidad, fue la enfermiza obsesión lo que permaneció. Habrá que subir hasta el infierno para comenzar a descifrar los mensajes del más allá y evitar que se destruya el futuro, porque, demasiado a menudo, olvidamos que los niños son todo lo que está por venir.

Jaume Balagueró construyó en Frágiles una película de terror eficaz, siempre al filo de la inquietud, con traumas inconfesables, misterios de otra época, escenarios sin vida y enigmas increíbles. En el fondo, nos pone delante de un espejo en el que se nos describe cómo se nos cuida a través de los que siempre nos han amado aunque ya hayan muerto. Calista Flockhart resulta convincente como esa enfermera en la estación término, que ya no puede ir a ningún lugar más y que siente la obligación de enfrentarse a las verdades infantiles tan despreciadas por los adultos. Los huesos nos duelen cuando se rompen, las lágrimas nos apenan cuando caen y llegamos a la certeza de que el amor excesivo es tan malo como el miedo exacerbado. Sólo la mirada objetiva y calmada es de ayuda en las situaciones límite. Mientras tanto, las grietas del odio y de la posesión se abren porque no siempre la muerte se lleva a quien quiere y el horror queda encerrado en algún lugar del que nunca debió salir. Y eso nunca podrá ser por culpa de un niño o de una niña con la imaginación a punto. Siempre serán los adultos los que pongan el miedo que a ellos les falta.

viernes, 5 de abril de 2019

BACKTRACK (2015), de Michael Petroni

Después de una pérdida irreparable, un psiquiatra decide aceptar un trabajo en la universidad donde se graduó. En principio, es algo bien sencillo que, incluso, podría estar por debajo de sus capacidades. Sólo se trata de evaluar psicológicamente a unos cuantos pacientes que acuden allí para saber qué tratamiento deben seguir. El trabajo es aburrido, rutinario, muy simple. Una charla con ellos y apuntar un diagnóstico previo en una ficha para, luego, pasarlo a la consulta de otro colega. El dolor en él está demasiado presente y apenas puede llevar a cabo con toda la atención la tarea que tiene encomendada. Le supervisa su antiguo profesor, el mismo que le tuteló la tesis doctoral. Quizá por eso, porque el dolor es inaguantable, es la persona indicada para mirar un poco más allá de lo que ven todos los demás.
La memoria posee mecanismos incontrolables y, en muchas ocasiones, esconde lo que es demasiado traumático como para volver a recordarlo. Los potenciales pacientes pasan por su pequeño despacho y le cuentan cosas aparentemente normales y el psiquiatra apenas les presta atención. Uno, otro, otro más…no importa ninguno de sus problemas en comparación con el que arrastra él mismo. Y, sin embargo, hay algo oscuro, muy secreto que parece unir a todos ellos. Es difícil de explicar con palabras, pero el presentimiento es muy fuerte y comienzan a funcionar los mecanismos del subconsciente. A través de ellos, el psiquiatra descubrirá que sus demonios estuvieron cerca, muy cerca…más de lo que cualquier memoria sería capaz de retener.
Tendrá que volver a un sitio del que salió hace mucho tiempo, para descubrir que ese demonio que tanto daño le hizo, sigue vivo y merece un castigo. Castigo porque dejó que apenas unos chiquillos pagaran una culpa, castigo porque torturó a alguien a quien debía proteger, castigo porque nunca hubo un arrepentimiento y ese dolor tan rechazable se quedó ahí, anidando en su interior, creciendo sin piedad, devorando todo lo que encontraba a su paso. Tal vez sea el momento de ajustar cuentas y mirar de nuevo, atender a los detalles, volver a recordar…la tortura de volver a recordar, como si esos recuerdos fueran vistos desde fuera con apenas unas pistas intuidas. No es fácil, doctor. Sobre todo si se trata de resucitar a unos cuantos fantasmas que piden justicia.

Estrenada de tapadillo, es una película que pasó desapercibida y que muy pocas personas llegaron a ver en su momento. Adrien Brody y Sam Neill se mueven en los terrenos de la inquietud con un guión que, tal vez, no esté del todo cerrado, pero que sí consigue estremecer y agitar con la necesaria colaboración del espectador. Es obligatorio asistir a los errores, a la ingenuidad de una edad difícil, al diablo que siempre se esconde detrás de los más débiles. Y eso no es fácil para nadie porque se puede tener la certeza de que todos esos errores y todo ese silencio tienen otra culpa y otro sentido cuando se observa todo como simple espectador pasivo, como uno de esos mirones que asisten a otras historias sin poder intervenir más que en un plano temporal que se traslada treinta años. Puede que esta película merezca otra oportunidad. Igual que su protagonista.

jueves, 4 de abril de 2019

NACIÓN SALVAJE (2018), de Sam Levinson

Internet es ese basurero donde todos fingen lo que no son. Van en busca de un reconocimiento íntimo amparados en el anonimato de los más diversos aparatos tecnológicos; o sólo quieren echarse unas risas y, si para ello es necesario humillar a terceros, adelante; o, tal vez, pretenden el pulgar hacia arriba para poder alimentar el convencimiento de que son el centro de algo cuando, en realidad, lo son de la nada. La red también es el enorme cubo donde se deposita un buen puñado de mentiras, lanzadas al vuelo, con el fin de lograr los motivos anteriores o cualquier otro de naturaleza ignota. Y, desde luego, es el paraíso de los frikis, tan necesitados de ser el centro de atención para reafirmar todas las creencias que surgen detrás de los más diversos complejos.
Rara vez se piensa en el daño que se puede causar con la divulgación de unas fotos, o con unos cuantos documentos que se han pirateado subrepticiamente. Por supuesto, luego se emprenderá la caza del culpable, pero con soltar un embuste, todo solucionado. Así se prenden las iras y se dan rienda suelta a todas las frustraciones imaginables. Y supongamos por un momento que esas iras, ese resentimiento que pugna por salir y expresarse, acaban por estallar con violencia. No sería la primera vez. Buenos ejemplos de ello hemos tenido en los últimos años. Da igual si los perjudicados son inocentes o no. El pueblo habla y, como bien se sabe, la democracia de las redes sociales está por encima de cualquier ley.
Si se tuvieran dos dedos de frente, la conciencia avisaría con señales desesperadas de que, en realidad, a nadie debe importarle la foto que has hecho, lo que has desayunado, el color de tu ropa interior o cualquier anécdota que pueda pasarte. Pero el morbo lo domina todo. La vieja costumbre de enterarse de cualquier cotilleo es un veneno adictivo que se introduce sin apenas notarlo. Y no es que eso tenga alguna trascendencia. No la tiene. Sólo la adquiere en el mismo momento en que se sube a la red social de turno. Y parece ser que algo tan sencillo no cuaja demasiado en el pensamiento colectivo.
Sam Levinson, el hijo del director Barry Levinson (Rain Man, El mejor) ha decidido darle fuego a la mecha y ha puesto en marcha una mezcla de La jauría humana, de Arthur Penn, con La purga y  con algún que otro toque de El resplandor, de Kubrick y La calumnia, de Wyler. El resultado es una película enérgica, algo pasada de estilo, ligeramente desbarrada hacia el final, con una secuencia, la del asalto a la casa, que es un auténtico prodigio de técnica cinematográfica. También cae en un cierto maniqueísmo al reducirlo todo a un mero enfrentamiento entre hombres (tontos y malos) contra mujeres (listas y decididas). El verdadero valor está en esa crítica abierta a Internet y su uso despreciable que, sin engañarnos ni un poco, afirma que es lo corriente hoy en día.
Así que más vale que vayan cargando las ametralladoras y dejen a las chicas en paz. No hay nada peor que una mujer con el ceño fruncido y, en esta ocasión, son cuatro. Van a vaciar los cargadores sin piedad y, además, van a desafiar a todo el mundo porque ya llega un momento en que hay que tomar las armas para que no se les pueda decir lo que tienen que hacer. La caza social ha comenzado y nadie sabe quién puede ganar, aunque deberían tener una idea aproximada.

martes, 2 de abril de 2019

CRÓNICA NEGRA (1972), de Jean-Pierre Melville

Las amistades de un policía pueden llegar a ser incómodas. Y más aún si el Inspector Coleman se esfuerza por dar una cara amable a todos aquellos que considera útiles. El mundo de los bajos fondos puede confundir las cosas con demasiada claridad y, así, un transexual puede creer que es atractivo para ese joven y enérgico comisario y un viejo amigo puede caer en el error de pensar que estará más allá del bien y del mal. Coleman es concienzudo y no tiene ningún problema en utilizar una violencia moderada si eso le ayuda a conseguir sus objetivos. Bien sea un atraco en un banco en una localidad de la costa de Normandía o un audaz asalto a un tren. A la hora de la verdad, Coleman actuará bajo su sentido del deber…aunque la historia de la confianza y la traición se prolongue porque siempre habrá alguien dispuesto a darle lo que quiere y, posiblemente, ése sea su próximo objetivo.
Al otro lado, un tipo que planea sus golpes al milímetro, que sabe rodearse de profesionales que están dispuestos a jugarse el pellejo aunque, en teoría, el peligro debe ser mínimo. Se trata de hacer lo que no espera la policía. Es fácil atenerse al plan si todos los elementos actúan de la forma prevista. No importa que esté cayendo una tormenta de mil demonios, o que un helicóptero sea la parte principal. El dinero es lo primero y hay que ir a por él. Ya habrá que ocuparse de Coleman y de sus hombres en su momento. Aunque también duela, hay balas que necesitan ser disparadas. Hay atracos que necesitan ser dados. Hay mujeres que necesitan ser queridas.
Los adoquines brillan a la luz de la lluvia y Coleman patrulla las calles en busca de la información adecuada. A pesar de que no es un hombre mayor, comienza a estar bastante quemado y no puede evitar deslizar un aviso a quien cree que puede estar implicado si realmente lo conoce. Eso no es estar al lado de los malos, es estar al lado de los amigos. Nadie dijo que ser policía era una bicoca y, muy a menudo, hay que elegir entre dos cosas que preferirías no hacer. Y cuando se aprieta el gatillo, siempre hay que elegir. Y el error está ahí, acechando, dispuesto a volarte la tapa de los sesos a la primera oportunidad.

Jean-Pierre Melville dirigió a Alain Delon, Richard Crenna y Catherine Deneuve con un fondo de jazz y atracos, con sombreros de ala ancha en plenos años setenta, con garitos llenos de humo y chicas deslumbrantes…y con un cierto sentimiento de que la traición, por muy justa que sea, puede ser un acto terrible. Al fin y al cabo, es una forma de renunciar a sí mismo para que algo no muera y lo único que se consigue es alargar la agonía. Fue su última película porque la vida a todos nos traiciona y nos entrega a las tinieblas…tal vez queriendo decir que, en el fondo, todos somos los protagonistas de una crónica negra, o de un golpe del que no podremos salir indemnes.

EL PADRINO III (1990), de Francis Ford Coppola

El grito mudo de un alma haciéndose trizas a los pies de una escalera de sangre y rencor. El ruido ensordecedor de un silencio que estremece porque supura dolor. La certeza de que el destino se ha cumplido para Michael Corleone y que ha tenido que pagar por todos los pecados que ha cometido durante su vida. Han pasado los años y ya no es el mismo, no posee ese instinto implacable que le ha hecho ordenar matanzas, instaurar nuevos órdenes o ajustar las peores cuentas. Michael es presa de los días y del remordimiento que comienza a atenazar su conciencia para torturarle siempre. Siempre y nunca, porque, al fin y al cabo, Michael Corleone sólo pensó en el bien de la familia, aunque tuviera que tomar decisiones que le conducían directamente hasta el infierno.
Michael intenta encajar las piezas sueltas de una existencia que ha nadado en la opulencia y en el poder, pero que nunca fue feliz. Sangre llama a sangre, como dicen los sicilianos y el patriarca de la familia Corleone ha seguido ese mandamiento derramando, incluso, la que más cerca se hallaba de él. Está lejos de esa ética de la supervivencia que poseía su padre y, por supuesto, de ese impulso violento e incontenible que caracterizaba a Santino. Él ha tenido que cargar con todo para que la familia fuera hacia adelante y, cuando parece que todo comienza a estar en su sitio, las circunstancias y los personajes que se mueven alrededor de sus intereses le involucran hasta lo más profundo. La ópera será el escenario en donde Michael dejará su corazón, con asesinos tratando de concluir la conspiración, con sicarios enviados para acabar con todos los que han urdido la compleja red de avaricias y ambiciones que se ha tejido a su alrededor, con la mala fortuna de una hija que exige explicaciones sin saber que su padre no suele dar ninguna. Michael grita y no se le oye. Muere y nadie llora por él. Se quiebra su alma y no habrá ángel que la recoja…

En el fondo, Roma y el Vaticano, el poder financiero y la certeza de un futuro tan sofisticadamente corrompido que no cambiará mucho lo anterior. Francis Ford Coppola puso fin al periplo de Michael Corleone y lo hizo con una película que es muy buena, pero que dista mucho de la sublimidad que inundaba las dos anteriores partes. La negativa de Robert Duvall exigiéndole una cantidad desorbitada de dinero para volver a interpretar a Tom Hagen, el error garrafal de introducir a su hija, Sofía, para desempeñar un papel que dramáticamente exige a una actriz que aguante los primeros planos, la excesiva, por inusual, secuencia del ataque en helicóptero son factores que devalúan lo que pudo haber sido, y aún así, Coppola consigue servirnos un nuevo plato de venganza y crimen organizado y volvemos a degustarlo con grandes picos de sabor en su recta final. Tal vez, de algún modo, él sabía que la tragedia de Michael Corleone era algo que tenía que contarse a través de la más terrible de las soledades y el más desgarrador de los dolores, a través de un grito mudo y de un silencio de muerte.