viernes, 28 de septiembre de 2012

EN EL VALLE DE ELAH (2007), de Paul Haggis


Las arrugas parecen heridas en la carne de la experiencia. El vacío, blanco y frío de las despersonalizadas oficinas, ahoga y esconde mentiras inconfesables. El honor es ya pasto del pasado. Las preguntas son incómodas y, quizá, quien no es más que un viejo en busca de respuestas tenga aún la inteligencia en estado de alerta. Basta con fijarse, con sacar conclusiones acertadas y, sobre todo, no dejar que las lágrimas, hirientes como puñales, nublen la vista.
Las drogas se hacen rutina y la noche es la aliada. No todo es como se cuenta. El rumbo no se encuentra por el mero hecho de regresar a casa. Hace falta encontrar la conducta, la razón y el impulso. La vacilación es inherente al ser humano. Ver cómo se desintegra lo que amas es la misma flecha clavada en el corazón, sin posibilidad de cura, sin billete de tranquilidad.
La desorientación se ha asentado entre los uniformes de camuflaje. Invadir un país no se trata de hacer lo que se quiere. Se trata de hacer lo correcto, se trata de no perder de vista la verdadera razón de la ayuda, de la mano tendida. Si no, no hay mucha diferencia con un asesino. Se mata y punto. Fríamente. Sin remordimientos. Sin una conciencia torturadora que llama continuamente a las puertas de la honestidad. El camino es aprender. El camino de vuelta siempre, siempre es la derrota.
El desprecio es un paso previo a la rebeldía. El dolor puede más que todo eso. El dolor es furia, es pena, es lágrima, es ira, es rebeldía, es un por qué sin respuesta, es la mirada buscando un rincón donde posarse, es la comprensión, es la intimidad, es la voz entrecortada, es la verdad. Y la verdad es un trámite traspapelado, un deseo que no se sepa demasiado que la brutalidad existe y que está ahí, a la vuelta de la esquina. Y la verdad puede ser tan simple, tan sencilla, tan desoladoramente desnuda que la decepción sigue sin tener contestación alguna.
La petición de ayuda se alza por encima de las casas. Necesitamos ayuda. Necesitamos que alguien dé ejemplo. Necesitamos que haya un mañana que ofrecer. Necesitamos un David que se enfrente a Goliat en el valle de Elah. Alguien que oriente, que ofrezca un código de conducta que, de verdad, sea pura ética, puro humanismo, pura sinceridad. Ayuda para ir y para volver. Ayuda para los que se pierden en la noche entre brumas de alcohol y matan y después se van a comer. Porque la muerte se ha vuelto rutina. Porque ya no hay valores que defender. Porque ni siquiera las lágrimas quieren salir para desatar a la pena. Los ojos son ya cavernas y las arrugas se acentúan. El dolor ha venido para quedarse. Y todo parece un giro hacia lo inútil. Sin volver la vista atrás. Solo una bandera. Solo una intención. Días de uniformes manchados de sangre. Días de ira dormida. Días de nada que solo ponen fin.

jueves, 27 de septiembre de 2012

A ROMA CON AMOR (2012), de Woody Allen

Por una vez, las calles parecen jardines que salvan las calzadas con puentes de un verde cálido. Los adoquines abrazan los pasos, acogiéndolos con el suave resonar de la comodidad. Las historias saltan de acera en acera, buscando pensamientos en los que cobijarse. Los desconchones de las esquinas son testigos de encuentros que parecen hijos de la suerte, casualidades de la verdad, nostalgias en grado agudo que hacen que deletreemos al revés el nombre de la ciudad que es antigüedad, que es caos y es pérdida, que es locura y es sonrisa, que es parodia y levedad, que es la intrascendencia de la anécdota llevada a la imaginación de unas cuantas verdades. Roma. Amor. Todo es según se mire.
En una esquina, alrededor de una partitura, tenemos a un hombre que se niega a permanecer inactivo y que siente nostalgia de sentirse en el remolino del arte. Es capaz de despreciar a las turbulencias aunque sus ideas sean pura inestabilidad. Roma le agarra con fuerza con sus calles atestadas de arias y recitativos. La música es la insistencia de la razón. Es la lógica de su devenir. Y más vale quedar como un imbécil que no quedar como nada.
En el centro, tenemos a una pareja de recién casados. Ingenua ella, amante de las apariencias, él. Y Roma, con sus callejas intrincadas y sus explicaciones imposibles consiguen extraviar sus planes. Por el camino, parece erguirse de fondo la sombra de Billy Wilder y su Bésame, tonto con aquella jugada de intercambiar papeles entre esposa y ramera. Eso sí, la complaciente farándula de una ciudad que parece posar a cada fotograma tendrá su protagonismo pasado por el tamiz de lo ridículo.
En el fondo, un estudiante de arquitectura se encapricha de una chica con menos atractivo que una salsa de tomate empapada en vino. La lluvia acaricia sus sentidos y los dos o tres tópicos sobre la cultura son moneda de intercambio que aparece machacada por la voz de la conciencia de un ídolo que solo quiere inundarse de nostalgia y recordar la ingenuidad de su juventud, los errores evidentes de la pasión juvenil y, de paso, la insoportable vanidad de la nada disfrazada de algo.
En primer plano, un individuo normal y corriente comienza a ser famoso. No ha hecho nada para serlo pero, mira, parece que las cámaras no tienen otro lugar hacia el que apuntar. La reflexión de la fama pasa por considerarla una prostituta que hoy se empeña en estar contigo pero que, mañana cruzará la acera, se fijará en otro y se marchará con él. Pero la fama es molesta, es la conversación interrumpida, es la pregunta estúpida, es el acoso continuo, es el espectáculo de la intimidad. Cuando se va, el alivio asoma la cabeza y, eso sí, no se puede perder la sensación de que ha dejado un rastro demasiado adictivo, demasiado verdadero, demasiado leve y, sin embargo, demasiado importante para algunos individuos que, en realidad, son el capullo de la esquina.
Y así Roma muestra algunos de sus encantos. La ciudad se desnuda, se exhibe, se tapa, se esconde, se vende y se guarda. Al fin y al cabo, las historias abundan, las motos petardean, las simpatías proliferan, los monumentos esperan. Hay mucho de Woody Allen en ella aunque, a la salida, quede una leve pisada de liviandad, de algo que no pasa de ser meramente anecdótico pero irremediablemente divertido. No importa. Es como disfrutar de un paseo por algunos de los lugares por los que deambulaste en una noche agradable cogido de la mano de alguien. Es como disfrutar de una suave bebida en una terraza en la que, por una vez, no se mira a la ciudad sino que la ciudad te mira a ti. Es como darse una ducha mientras uno canta a pleno pulmón con el aplauso del agua en los azulejos. Es vencer a la seriedad mientras te pierdes en el laberinto de calles y de vidas. Es abandonarse a un caso evidente de nostalgia gravis. 

miércoles, 26 de septiembre de 2012

THE NARROW MARGIN (1952), de Richard Fleischer

Un par de policías curtidos en mil batallas tienen que recoger a una testigo protegida y llevarla en un largo viaje en tren a su ciudad de origen. Uno de ellos es asesinado. El otro está solo. Es un policía veterano y demuestra su capacidad para ser incorruptible. Pero en el tren, en ese margen estrecho repleto de laberintos con forma de pasillo lateral, está sitiado. Hace lo imposible para proteger a la chica que, por otra parte, se muestra desdeñosa con él porque está convencida de que no va a llegar a su destino. La soledad del sargento Brown es abrumadora. Incluso juega al despiste intentando hacer creer que su protegida es otra. Y se plantea una cruenta batalla en el tren con armas como la astucia y el juego psicológico. Él no es el típico héroe perfecto. Es un hombre que intenta cumplir con su trabajo lo mejor que sabe. Comete errores. Sabe que la partida es casi imposible de ganar. Pero corre por los pasillos. Juega al disimulo. Cuenta con la ventaja de que los asesinos no saben quién es ella. Él lleva el dolor por su compañero perdido. No acepta el soborno. Él es un hombre. Sólo un hombre. Nada menos que un hombre.
Richard Fleischer articuló esta película de asumida serie B con una envidiable creatividad destinada a mantener la tensión. Combinó planos de maestría comprobada con una narración que tiene la singular virtud de no excederse en el tiempo y, a la vez, no precipitarse en la acción, lo que hace que la tensión contenida sea una clase magistral de una historia convincente de márgenes muy estrechos por los que moverse en manos de un hombre que, a pesar de no haber sido nunca considerado un autor, merece un lugar propio en la memoria de los amantes del cine con títulos tan apreciables como El estrangulador de Boston, Cuando el destino nos alcance y su obra maestra, paradójicamente un tanto desconocida, Impulso criminal.

martes, 25 de septiembre de 2012

MYSTIC RIVER (2003), de Clint Eastwood

Las sombras del pasado se ciernen sobre una calle que nace en un río y se pierde en la muerte. El destino parece escrito sobre una losa de cemento en plena acera y la cruz se posa en las espaldas de quien no puede con tanta desgracia. Una placa está a la espera de hacer justicia con un gesto y una palabra adecuada. No solo por un crimen sino también por un error en la vida. La simple fortuna elige la presa que ha de ser devorada por los lobos y la noche, la oscuridad, la desgracia y, sobre todo, el dolor, incitan al suicidio y a la rabia vengativa.
Las miradas se entrecruzan. La ira contenida parece echar un pulso a la mansedumbre que siempre es compañera del falso deambular en busca de respuestas sin final. La investigación espera, paciente y eficaz, porque Dios reclama sus deudas tarde o temprano. Llega la hora de la sospecha, del miedo mal entendido, del arrepentimiento tardío, de los nervios mal disimulados. La sangre delata y el hado aprieta. Un coche vigente en la memoria que se vuelve a presentar. La precisión de los sentimientos. Los celos provocados por las pérdidas, por la deprimente rutina de calles, de arañazos, de líos, de cariño desterrado. Una llamada de teléfono que no tiene contestación porque el abandono es evidente. Días de gris azulado que se suceden en los ojos del sufrimiento. Porque un día puede marcar. Porque un día puede ser la vida entera.
Las lágrimas quieren correr aún más que la sangre. Las palabras parecen dardos que esperan a ser disparados. La tristeza se instala porque los árboles están ahí, confundiendo el camino de salida, sin más salida que vagar sin rumbo, sin más objetivo que correr en medio del bosque. No hay un mañana porque se mutiló el ayer. La lluvia cae y nubla la visión. El amor se ausenta. La sensación de poder crece. Lo que es necesario e injusto. El crimen. La entrega. Agua. El río místico esconde sus secretos en agujeros de bala, como un velo de tinieblas y de bajos instintos. En la orilla, la desolación, la decepción, la derrota. Hay que ser fuerte para sobrevivir. Hay que matar para que la rabia siga controlada.
Y así, tres destinos que vacilan, que tropiezan, que caen, que se arrastran, que eligen y que temen, se unen una vez más para ver a uno de ellos alejándose, perdiendo su infancia, torciendo su existencia sin reparo posible, sabiendo que todo pudo ser intercambiable, y entonces todo hubiera sido al revés. No se supo reaccionar de niños y tampoco se supo reaccionar de adultos. La felicidad se puede agarrar con la punta de los dedos y nunca pasa por matar los traumas. El aire parece morir en el agua. Todo sigue según la imparable corriente.

viernes, 21 de septiembre de 2012

LAS AVENTURAS DE TADEO JONES (2012), de Enrique Gato

Soñar que se es algo diferente es algo que nos ha pasado a todos. Tener la imaginación suficiente como para pensar que una grúa es una peligrosa liana que te salva de un lago de peligros es estar un poquito más cerca de lo que se desea, aunque todo se desarrolle en el vasto campo de la mente, de lo inalcanzable, de la hazaña imposible. Y algunas veces, los sueños, sobre todo en las mentes de los niños, están cerca, muy cerca de hacerse realidad.
Aventuras trepidantes, sin descanso, con un dibujo sereno y algo austero pero con un diseño de personajes excepcional que, aunque caigan en el estereotipo, siguen funcionando como si fuera la primera vez. La sombra del héroe del sombrero y del látigo es alargada pero siempre es bueno volver a él, aunque sea bajo la mirada de un ingenuo al que le sobra valentía. Por ahí andan también La guerra de las galaxias, el estupendo cortometraje de Pajaritos, de la factoría Píxar y El secreto de los incas, la fuente original de la que bebieron las mejores aventuras del cine contemporáneo con Harrison Ford de protagonista . Lo cierto es que el rato se hace una trampa peligrosa, el acertijo está envuelto en vendas y la diversión es buena, de calidad, de cierta altura y, lo que es mejor, a los adultos nos recuerda algunos tiempos en los que descubrimos por primera vez al Profesor Henry Jones Jr.
La música acompaña al héroe y la épica parece servida entre acertijos y engañifas. Nadie es lo que parece ser y el futuro se halla a muy pocos segundos de distancia. Las sombras de la infancia se transforman en fantasmas de la edad adulta y lo que, en apariencia, es terror resulta ser un hallazgo. No quedan más salidas que los sueños cuando la realidad es tan gris como una piscina de cemento. Más que nada porque los mismos sueños son la libertad. Libertad de ser como se desearía. Libertad de vivir buscando tesoros. Libertad de hallar unos ojos de ilusión y búsqueda en medio de la selva hostil. Libertad de hacer una película capaz de competir con las grandes producciones que dibujan sonrisas en las caras de los niños y disfrute en la de los mayores. Y salir más que airosos del envite.
Así pues, no solo hay un cierto desenfado, sino que también se esbozan caracteres con sentido que corren el peligro de diluirse por algún que otro error aislado. Pero aún hay grandes espacios para sentir al peligro resoplando en el cogote, cual serpiente dispuesta a hincar los dientes e inocular el veneno. Las llaves de la antigüedad encajan en los días de hoguera y excavación, con unos malvados que llegan a ser apreciables y muy apreciados porque la traición está  a la misma vuelta de la momia.
El personaje queda ahí, dispuesto a seguir cabalgando a la puesta de sol, desafiando al riesgo con cierta inconsciencia y un buen montón de valor. Los secundarios se quedan, mientras tanto, vendiendo baratijas a la espera de una nueva odisea. Los animales corren y revolotean y la maldad, a buen seguro, resurgirá en otra tumba, en otra ciudad perdida o, incluso, en otro templo. Qué más da. Lo que importa es que no haya respiro en los sueños, que todo quede al alcance de la mano, o de la pinza, o de la verdad. Y aquí, además de sus virtudes y sus defectos, hay un buen puñado de verdad en cine. Aunque sea una verdad para niños. Aunque sea una verdad de cuento. Es la verdad de que no somos nada, ni nadie si no somos capaces de soñar. Y hay muchos, muchos arrogantes ebrios de éxito que no son capaces de articular un sueño más que para agarrarse a la dureza cortante de más éxito, de más falsedad, de más felicidad impostada. Para eso, es preferible ser un albañil y creer que se está construyendo una barricada en plena batalla, o que se está descubriendo un tesoro escondido en la hormigonera, o que el entusiasmo es la llave que abre todos los mañanas. 

jueves, 20 de septiembre de 2012

TOTAL RECALL (2012), de Len Wiseman

Levantarse y ver la oscuridad del sucio techo, el hacinamiento de la gente en unas viviendas futuristas que deberían ser devoradas por el pasado, la nada de un día que se empeña en repetirse con cansina gravedad. Huir de todo eso y construir un sueño del que no se quiere despertar. Una vida de peligro, de aventuras, de chicas guapas y disparos ratoneros, de muerte segura a la vuelta de la esquina pero de sentido rápido e intuición certera. Es la rellamada total, la última oportunidad.
Bien es cierto que el mundo parece tan mecanizado que ya solo falta prescindir de la propia humanidad. Demasiadas guerras, demasiada sombra que obliga al hombre a convivir con el fantasma de la superpoblación en los últimos reductos habitables. La zona prohibida es pensar. Todo se puede tergiversar. Desde el infiltrado al resistente. Desde el traidor hasta el valiente. Y así vemos que no fuimos aquellos que se dirigen a trabajar en manadas de plataformas futuristas como si fueran ganado cibernético. Pero tampoco podremos ser el hombre que realmente creíamos ser. La identidad es una elección y, casi siempre, suele ser la equivocada.
Al ver esta película es inevitable retrotraerse en el tiempo y recordar aquella Desafío total, de Paul Verhoeven con Arnold Schwarzenegger de protagonista y nos encontramos que la mirada de Len Wiseman, director de esta versión, es más sombría, más oscura, más pesimista, menos misteriosa, menos aseada, menos fantástica y menos fiel. El mundo futuro descrito por Wiseman es más endemoniado, con mutantes ausentes y acciones descritas con una cierta precipitación pero que, en general, funciona con eficacia. Hay escenas trepidantes, resueltas con habilidad y otras hundidas en la más torpe realización. Hay menos humor y un plantel de intérpretes bien limitado del que sobresale una Kate Beckinsale de instintos salvajemente inexplicados a pesar de que el papel no le da para mucho. El resto son modificaciones que cogen de base, más que la novela de Philip K. Dick de la que parte la historia, la propia película de Verhoeven, reinventada y pulida y con un intento de coger por los pelos la estética que presidió Blade Runner, de Ridley Scott, también basada en un relato del mismo escritor.
El rato de diversión está asegurado siempre que no se planteen muchas preguntas. No hay esa ambigüedad latente que yacía por los rincones de la primera versión porque esta vez se apuesta por la acción como reclamo. Todo ocurre en nuestro planeta. Más que nada porque está habitado por extraterrestres (y este no es un comentario relativo a la película) que están dispuestos a destruir las colonias para asegurarse una cómoda supervivencia. El caso es que es difícil esquivar tantas balas, pasar dos o tres veces por el centro de la Tierra, impedir una conspiración, cambiar de bando y comprobar que tu mujer, si pudiera, te mandaría al mismo infierno con tal de salirse con la suya. Es lo que tiene el amor, que se equivoca como el que más.
Es tiempo de evasión cuando la realidad se impone de una forma tan gris como ingrata. Hay que buscar salidas que permitan el respiro y coger fuerzas para afrontar la inútil rutina del día siguiente. Y de pronto, descubres que no, que no eres quien creías ser, que se poseen habilidades que se desconocían, que, con un gesto, eres más temible que todos esos cañones que apuntan directamente a tu cabeza. El mañana es pura incertidumbre porque eso es lo que nos gustaría. Que fuera diferente. Que estuviéramos tan seguros de nosotros que el derribo fuera solo una circunstancia y la voltereta, un simple recurso. El fuego de todos los días puede dejarnos en una situación de delicado equilibrio. Incluso aunque el pasado sea solo un producto de la imaginación y el futuro, una misión que adquiere una notable importancia en todo lo que te rodea y en todo lo que te importa. Ése quizá sea el hombre que realmente eres.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

¡PIRATAS! (2012), de Peter Lord y Jeff Newitt

El reconocimiento público es solo un acento sobre la vanidad. Intentar que los demás reconozcan lo que haces a través de premios que no son más que anuncios de venta enorme es un alimento innecesario para el orgullo aunque muchas veces abrirse paso sea necesario mediante competiciones del todo injustas. Y he aquí que el premio al pirata del año está duro, muy duro. Entre otras cosas porque de piratas, andamos sobrados.
El caso es que la consecución de ese reconocimiento generalizado puede hacer olvidar cosas más importantes. El aprecio de los que te acompañan en el viaje, la diversión de trabajar a tu lado, la maravillosa sensación de que se está haciendo algo que te gusta. Desenvainar la espada también puede ser el inicio de una fiesta demoledora y ahí tenemos a los Errol Flynn y a los Burt Lancaster que nos hicieron vibrar con sus piraterías y sus buenos humores. No vale cualquier cosa para ser mejor. Solo vale si se da lo mejor de uno mismo.
Esencialmente divertida, levemente disparatado, con la dosis justa de caricatura y con alguna que otra risa justa, los chicos de la Aardman han puesto en pie otra de sus extravagancias con estética de plastilina que llega a ser aceptada con algo más que un simple aprobado. Ahí están personajes bien perfilados, locos y terriblemente inesperados como el Pirata de Curvas Sorprendentes o la ingenuidad del Pirata Albino y los evidentes homenajes a El hombre elefante, Titanic o Master and commander que van desfilando por la película. Los hombres de esta productora británica que han conseguido encontrar un sello de calidad y también de identidad se han esmerado para hacer que esta no sea una típica historia de piratas para el mundo infantil y pueden disfrutar de ella niños y mayores.
Aunque, sin duda, yendo de babor a estribor y con el palo de mesana por en medio, hay que decir que no es la mejor que se ha visto procedente de la Aardman. Desde sus afamados cortos Los pantalones equivocados o El confort de las criaturas hasta sus estupendos largos Evasión en la granja y Arthur Christmas, hay calidades que no se atisban en este intento. Eso sí, se halla algunos escalones por encima de La maldición de las verduras, cargante historia con sus afamados Wallace y Gromit de protagonistas.
Así pues, larguen las velas, caballeros. Se pueden entregar sin oposición posible a este entretenimiento de ojo de buey y mascarón de proa. La entrega del tesoro que va en sus bodegas va a ser todo un éxito y luego se emprenderá una carrera para ver quién es el mejor pirata con alguna que otra visita a la ciencia. Por el camino, se les va a llenar la nariz de olor a brea, de sal estrellada contra el casco, de cañones por la banda de babor y por ocurrencias por la de estribor. El rato es digno de ser pasado, hábil de ser paladeado y lujo para ser apreciado. Así sabremos que los auténticos piratas no son cosa del cine.

martes, 18 de septiembre de 2012

MADAGASCAR 3 (2012), de Eric Darnell, Tom McGrath y Conrad Vernon

La búsqueda de la propia identidad siempre ha sido una tarea fiera, destinada solo a corazones que reinan por encima de la mediocridad. El regreso a casa puede ser una excursión, una aventura y un espectáculo. Conocer a la chica que te eriza el pelo puede ocurrir mientras saltas por los aires y conseguir lo imposible, amigo, es la sonrisa asegurada, el aplauso continuo, la fama en ti mismo.
Pero, muy a menudo, las ambiciones chocan y siempre hay alguien que desea tener una cabeza de león en su despacho porque el odio forma parte del mundo, igual que el amor. Un poco más allá se podría decir que el desprecio también pero es algo más débil, más fácil de manipular, difícil de sobrellevar pero voluble y, por tanto, vencible. Y así, en una fuga de locura, donde unos dibujos se esfuerzan por encontrar un final a sus odiseas y a sus estúpidos sueños de libertad, encontramos un ratito de diversión y la casi segura complicidad de un niño.
Parece que las aventuras de Alex, Marty y compañía han llegado a su fin. Lo cual no quiere decir que eso sea triste. Todo lo contrario. Los creadores de Madagascar han querido coronar a los personajes con una fiesta por todo lo alto para dejar bien claro a niños y mayores que estarán bien, que permanecerán en la memoria por unos cuantos buenos ratos que han hecho pasar a todos y que, quién sabe, quizá dentro de unos años, cuando los niños sean hombres y tengan que llevar al cine a sus propios niños, Alex y Marty pueden volver, montados en globo, en un zoo, en una selva perdida de África o en medio de la jungla de asfalto. Eso sí, en esta ocasión, Marty aparece menos y Alex un poco más. Los pingüinos menos (al fin y al cabo, estos tienen su propia serie) y los invitados más. Y, eso sí, hay un personaje malvado de impresión, que parece asumir los rasgos de Edith Piaf con placa y uniforme y que es temible porque es hábil y husmea en todos los rincones. Eso eleva la película, en algún momento, por encima de sus propias ambiciones.
Por lo demás, nada que decir. Se pasa bien. Hay humor, hay amor, hay temor y hay una resolución que, además de ser aceptable, resulta también todo un homenaje a cierto tipo de fieras que también se encuentran encerradas pero haciendo que miles de niños no se dejen de preguntar cómo es posible que los animales salvajes hagan lo que hacen en medio de una pista de ilusión y de colorido. Alex, Marty, Gloria y Melman se encargan de retorcer un poco más la fórmula sobradamente conocida pero que siempre funciona. El resto es espectáculo.

viernes, 14 de septiembre de 2012

TODOS TENEMOS UN PLAN (2012), de Ana Piterbarg

La ciudad parece cernirse sobre los hombros y el peso es demasiado grande como para añadir unas lágrimas de recién nacido. El gris puede más que el color y el silencio oprime tanto que solo queda darse la vuelta y seguir durmiendo. La soledad, a veces, es algo que se gana uno a pulso y, cuando eso pasa, hay quién disfruta viviéndola. Llegar a casa y que todo esté en su sitio. Llegar a casa y que la tranquilidad sea el ambiente. Llegar a casa y desear una cerveza y un partido. Y así, sin grandes sobresaltos, esperar que se cumpla el plan.
De pronto, la crisis estalla. Tal vez porque se ha aplazado indefinidamente esa discusión que no ha apetecido iniciar. Tal vez porque la cobardía forma parte de esa planificación apática de que nada tiene que ocurrir para que todo siga igual. Reproches, lágrimas, aislamiento, vacío...la luz huye y la oscuridad parece acoger la desidia. Y así, como quien no quiere la cosa, surge un visitante inoportuno, un viajero de la noche que hace mucho, mucho tiempo que renunció a vivir. El reencuentro, la perplejidad, la sorpresa, el recuerdo breve... La decisión no planeada. El cambio de vida se sirve y hay que nadar entre aguas pantanosas para llegar a un atisbo de felicidad. Nada, tan solo un pellizco de esperanza que resulta ser muchísimo más de lo que ha proporcionado una vida acomodada e insoportablemente burguesa. El plan es huir hacia delante y pararse en algún recóndito muelle de maderas bien podridas.
Se deja dolor atrás, se deja el sueño de los que han compartido el aburrimiento. No se quiere volver la mirada, no se desea tirar los harapos y recuperar los trajes. Quizá recibir unos cuantos puñetazos en el estómago sea algo parecido a la diversión y a la realización personal. Unos cuantos moratones, un par de cortes en la cara y las mismas aguas se encargan de ahogar las frustraciones, las odiosas miradas al espejo, las rutinas repetidas hasta la hartura. Incluso hay algo parecido al amor aunque no sea exactamente eso porque amar es un verbo desconocido y no se sabe cómo conjugarlo porque nunca se ha probado, nunca se ha notado el sabor en los labios, nunca ha pasado de ser una rutina más.
Espléndido trabajo de Viggo Mortensen, matizado en sus reacciones, comedido en sus frustraciones. Él es el centro de una película que navega por turbias aguas que recuerdan a la reciente Winter´s bones, que no renuncia a la negrura pero que tampoco vuelve la espalda al drama personal, a la búsqueda de una identidad que parece cambiada por el destino caprichoso que reparte infelicidad a partes iguales con distinta suerte. La facilidad con la que se pasa de ser un respetable ciudadano a un sinvergüenza marginal y de rincón perdido llega a la sutilidad y al refinamiento porque vivir, en el fondo, es bastante torturante así que es mejor que todos tengamos un plan.
Así, amarramos embarcaciones en rostros que parecen cortados por las frías aguas de ríos de orillas rugosas y maderos abandonados, la humedad parece calar los huesos a menos que tengamos una buena cazadora a mano y la sensación de estar allí, donde nada ni nadie te puede alcanzar, es creciente cuando se ven pasar los días y las noches sin más engaño que el de la parca palabra, siempre dispuesta a quedarse en la garganta, refugio del sonido que delata culpabilidades. Todos tenemos un plan, sí y tal vez el plan sea matar. O morir. O ambas cosas. Eso es lo que no se sabe teniendo en cuenta que las cosas agradables de la vida residen en los más pequeños detalles. Un libro que compartiste con alguien. Una foto que fue testigo de un instante de alegría. Un beso que muere cuando nace. Planes pequeños que nos engañan para que creamos que hay un plan mucho mejor. Y si los ojos no se detienen en ellos, el hastío es quien tiene todas las balas y todas las verdades, aunque sean disfrazadas. 

jueves, 13 de septiembre de 2012

HOLMES Y WATSON: MADRID DAYS (2012), de José Luis Garci

Cuadros costumbristas que extrañan y fascinan al rígido y metódico visitante británico. Tierra imprevisible que puede sorprender por su incultura recalcitrante o su pasión por lo más pequeño. Siniestros personajes de altas finanzas que conspiran para derramar sangre a cambio de un desprecio de la conciencia. La oscuridad se cierne y los desconchones que proliferan en las fachadas del Madrid de Galdós son testigos de horribles crímenes y de choques de mentalidades.
Y, en esta ocasión, estamos ante un Sherlock Holmes que parece triste, como melancólico, algo lánguido, entregado a una soledad ganada a pulso mediante la ausencia de compromiso reiterada. Amar es la mayor aventura y el gran detective se niega a que ese misterio de carne atraída y de ternuras imposibles consiga un hogar entre su mente deductiva. Holmes queda fascinado por un Madrid que está en las antípodas de su estilo de vida, que es capaz de sacar alegría de una situación fantasmal, que despide a Albéniz con una fiesta y celebra a Galdós como su escritor fundamental. Holmes tampoco es, salvo en una rara ocasión, un cerebro capaz de sacar una historia de apenas una pista. Es un personaje falible, cobarde, que huye ante la responsabilidad y que cree que, en Madrid, es inútil razonar porque el desastre se intuye a cada vuelta de esquina.
Por otro lado, Watson es apenas un comparsa. De físico adecuado y de decidida voluntad, se dedica casi exclusivamente a los placeres del amor, al cortejo indeseado, a la frivolidad efímera. Nada hay que delate en él su condición de digno compañero de la misma inteligencia salvo una evidente sumisión al privilegio de observar. Watson, a pesar de su maravillosa voz, es una sombra que se pasea con el único fin de hacer presentes los flecos de un mito.
Por lo demás, hay momentos de soberbia mirada, de decorados excepcionales y algún que otro truco para evitar la escasez de medios pero no hay misterio que resolver, no hay sospechosos habituales, no hay nunca un quién porque, la verdad, se habla mucho más del amor que de la muerte, por mucho que ésta sea violenta, descarnada y cruel. Incluso hay fogonazos de lucidez que proponen una vuelta a aquellas Asesinato por decreto, de Bob Clark, con un Christopher Plummer desenfadado y dinámico y un James Mason que consiguió uno de los más espléndidos retratos del afamado médico; o de la estupenda Elemental, doctor Freud, de Herbert Ross, con Nicol Williamson perdido en las brumas de la solución al siete por ciento y con un Robert Duvall con más de un parecido al Watson que aquí se intenta presentar. Pero el ritmo cansino se hace patente, la inevitable admiración por el mal se queda corta, hay apreciaciones sobre el carácter y las costumbres hispanas que no pasan de ser un ejercicio de elucubración interesante pero fútil. Y ahí caben todos los tópicos que van desde el flamenco a los toros, desde el mantón de Manila a la acostumbrada dejadez en cualquier trabajo de precisión. Nada que sepa a mucho, salvo una taza de té degustada con lentitud, con cierto gusto a mitad del ágape y con la sensación de que se ha tomado un poco de agua hervida sin demasiada gracia.
Aún así, el intento está cuidado y merece el aprecio de un riesgo bien asumido. Resolver las claves de un personaje tan conocido no es tarea fácil y, tal vez, habría sido valioso construir un misterio con sólidos indicios para dar una visión de lo que una mente tan preclara piensa en una ciudad de imprevistos y de desvíos, que no da pistas al visitante, que se niega a ser encuadrada en la misma categoría que muchas otras ciudades europeas más cosmopolitas y menos empobrecidas. La proyección de lo que se quiere decir con estos días amargos es nítida y, tal vez, España es el único país que  tiene fuerzas para sonreír aunque las puñaladas caigan sin piedad sobre los más desfavorecidos.  Elemental, querido Galdós.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

BRAVE (2012), de Mark Andrews y Brenda Chapman

El coraje siempre lucha por salir a la luz, como un caballo desbocado corriendo en medio de la floresta escocesa, con su galopar incesante a ritmo de libertad. Las lágrimas de la tradición han ido regando la tierra verde, la costumbre incolora y ha convertido el futuro en algo demasiado escrito de antemano. El destino está ahí y solo la bravura y la valentía son capaces de torcerlo, como la fuerza imparable que deforma una flecha en busca de la diana.
Las leyendas existen para ser ejemplos y nunca es tarde para convertirse en una de ellas. En un mundo de hombres, con reglas establecidas, incluso los caminos parecen llevar al recinto sagrado de nuestro interior. El pelo rojo en la cabeza es el fuego en el aire, llevado por el viento como signo inequívoco de fiereza, de certeza, de arrojo, de valor inexcusable. La leyenda nace porque el amor es el arco que mueve todos los sueños. Las maldiciones desaparecen porque los vínculos que nunca debieron ser rasgados, son restaurados. La amistad, la fuerza, la perseverancia, la lucha, la mujer.
Las piedras parecen estar grabadas con lluvias de ira, la fábula tiene su embrujo para que no nos olvidemos que todo lo que es mentira tiene su reflejo en la realidad. Los castillos se alzan, desafiantes, frente a alfombras de agua para ser testigos de que los tiempos cambian, de que lo que es débil contiene una resistencia capaz de cambiar los designios de un reino. El amanecer llega y el oro baña las colinas verdes de los dominios que un día fueron separadas por un rey que se parece a Lear. El hechizo sale de la hoguera para recordar que basta con desear que el destino cambie para que se transforme…Macbeth…Macbeth. Los fantasmas llegan para un último adiós y la música nos golpea justo en ese sitio donde la sangre comienza a ir más deprisa y la emoción es el día que tanto se esperaba. Mujer, coge tu arco. Cambia lo escrito. Ahora.
El rostro parece una noche oscura de dos estrellas. El alma indecisa oscila entre el instinto y el cariño. Las soluciones nunca pasan por la beligerancia. El destino es tuyo. Y si hay que mutarlo, cógelo del cuello, retuércelo, entabla un combate con él y vence. No digas que has perdido porque el mero hecho de intentarlo ya te convierte en triunfador.
El oso busca la muerte. El cuervo imita a la vida incluso cuando han terminado los títulos de crédito. La dama de compañía de Desdémona parece deslizarse por entre los corredores de un castillo con una llave guardada entre montañas. Todo es un arte que se ve envuelto por las melodías de un tal Patrick Doyle que ya le puso música de maestro a un rey llamado Enrique V y a un delicioso juego entre hombres y mujeres que, al fin y al cabo, fue Mucho ruido y pocas nueces. Y él, con su habilidad de música que no muere, llena los oídos con extrañas historias escocesas, con gaitas de heroísmo, con tambores de orden, con reyertas entre clanes, con carácter celta.
Y así, mitad niños, mitad mayores, salimos del cine en volandas, rodeados de aire fresco con un punto de partido algo tópico y que parece estar a punto de zarandearse en algún momento pero que, como buena mujer, hace que todo tenga el sabor del encanto, mucho más que el del humor; de la emoción, mucho más que el de la aventura; de la maravillosa esencia femenina que asume el protagonismo de una película que no debería morir, igual que las leyendas. Porque su vocación es la de de un suave rastro que no se puede aprehender, que no se puede tocar, que tan solo, igual que las mujeres, se puede sentir.

martes, 11 de septiembre de 2012

PROMETHEUS (2012), de Ridley Scott

Suele ser regla universal que cuando se parte en busca del origen de una especie se encuentra también el principio del exterminio de esa misma especie. Y no podía ser de otra forma cuando el universo tiene tantos infiernos como paraísos, tantas virtudes como defectos, tantas hostilidades como bienvenidas. Quizá la raza humana sea el Prometeo de una raza superior y Dios sea una respuesta sin pregunta.
Lo cierto es que no faltarán los que se sientan desilusionados con esta película, prometida como una precuela de la fantástica Alien, el octavo pasajero pero que, en realidad, es una precuela de una precuela de una precuela. Más que nada porque es una trilogía y, claro, el final de esta película no coincide en nada con el inicio de la inquietante aventura de la nave Nostromo y de la valiente Suboficial Ripley. Por otro lado, no serán pocos los que digan que esto es el sumun de las historias de ciencia-ficción y que parecía difícil que Ridley Scott se superara a sí mismo con una historia que bebe de cientos de historias clásicas, desde 2001: Una odisea en el espacio hasta su propia obra Blade Runner. Y es que, si miramos con las pupilas ligeramente infectadas y con un leve ardor de estómago, después de ver Prometheus no entra ni frío ni calor y eso que en la pantalla hay de los dos.
Primero habría que hablar del reparto, en donde sobresale, con mucho, Michael Fassbender, espléndido en su inexpresividad elocuente, envarado en su andar e impersonal en su gesto. Él supera con creces a todo el resto del reparto, empezando por Charlize Theron, empeñada en una frialdad suprema que resulta casi intragable porque esta mujer despierta de todo menos frialdad y terminando por Noomi Rapace que parece muy centrada en algunos pasajes y tremendamente despistada en otros. Mención especial merece el capitán encarnado por Idris Elba, que intenta desesperada y desacertadamente encajar sus exagerados gestos dentro de un personaje que está trazado con el tren de aterrizaje de la nave que pilota. Tanto es así que el resto de personajes se contagia de tal dejadez y hay reacciones incomprensibles, que no vienen a cuento, diálogos de patio de jardín de infancia y cosas que, de repente, pasan y tonto el que las ve que no se ha dado cuenta antes.
Es de agradecer que se haya contado de nuevo con H.R. Giger para la dirección artística porque ahí precisamente radicaba una de las mayores virtudes de la película original y Ridley Scott huye todo lo que puede de los espacios cerrados para construir una historia más abierta y más misteriosa en su desarrollo pero, desgraciadamente, mucho menos intrigante y con algunos fallos de bulto en su concepción.
Hay una vieja máxima en el cine que dice algo así que “cuanto más se sugiere y menos se dice, mejor es la historia”. Cuando, hace muchos años, asistíamos aterrorizados a la debacle de la tripulación de la Nostromo, podíamos intuir lo que había ocurrido antes del comienzo de esa historia porque estaba tan bien dirigida y tan bien construida que sobraban las explicaciones. Ahora parece ser que nos lo tienen que explicar para que nos quede bien claro que el ser humano lucha contra sí mismo, que él mismo es el agente principal de su propio exterminio, que si nosotros fuimos la obra máxima también somos la basura mayúscula. Y esto parece muy largo. Como si no valiera con nuestra imaginación, con nuestra valía de pensadores, tan vasta y tan maravillosa como malvada y cicatera. Ridley Scott fue uno de los múltiples principios del cine de ciencia-ficción y, poco a poco, se va convirtiendo en su propio verdugo. Y aún hay quien, cual empresa ambiciosa y sin escrúpulos, le aplaude en sus intentos. La imaginación es el embrión de toda creación. Y estamos matándola cuidadosamente, dejando mensajes por todos lados. Como si eso nos importara.                     

jueves, 6 de septiembre de 2012

EL CABALLERO OSCURO: LA LEYENDA RENACE (2012), de Christopher Nolan

La mirada de la decepción, puro arrasamiento del alma, también se instala en los que no tienen otra cosa que ofrecer más que su valor. Y la bravura se demuestra cuando esos ojos no buscan el odio, ni la venganza sino el bien común, algo que sea para todos y no sólo para unos cuantos. Y hasta que el ser humano no tenga bien claro que la ayuda, la solidaridad y la preocupación por los demás es lo único que nos mantiene a salvo sólo seremos los presos perfectos de un pozo sin fondo.
No todo debe ser derribar lo establecido porque los cambios no proceden de lo repentino, ni de lo violento, ni mucho menos del rencor. El cambio debe venir del espíritu y de la capacidad de convencimiento que todas las personas tenemos. En muchas ocasiones, el resultado no será otro más que el fracaso, la intención estrellada contra el muro del poder, contra el desprecio y contra todo lo que ha hecho que unos sean superiores y otros sean los oprimidos. Pero puede ser que un policía llame a gritos al héroe y que, de paso, dé una brizna de esperanza a unos niños sin padres ni hogar. O que una urraca ladrona decida darse a los demás en lugar de pensar en llevarse todo lo que reluce. O que un caballero oscuro, señor de la noche y de la nada, decida darse a todos los que le miran porque eso es lo justo, lo que se espera que haga, lo que le convierte, decididamente, en un héroe. El miedo es lo que impide que todos seamos héroes. El miedo es la cuerda que todos debemos soltar de la cintura para impedir que la caída sea el destino inevitable.
Las circunstancias del héroe son los resortes de su comportamiento, lo que hace que suplante la indiferencia con la acción. En él caben los prejuicios, la desolación y la más terrible de las soledades porque su sufrimiento no sólo le alcanza a él sino también a todos los que le rodean. El aprendizaje del dominio de la rabia es algo que tiene que llegar a controlar. Los golpes son parte del trato. La traición es lo que verdaderamente duele, lo que hace que su oscuridad sea absoluta, nocturna, delatora, impresionante, indeleble, negra, negra como el fondo de los ojos donde quiere verse reflejado.
Con todas estas premisas, un par de secuencias no muy bien resueltas, alguna que otra escena que parece un compromiso con la acción y un plantel de actores de profesionalidad más allá de toda duda, Christopher Nolan sigue afianzándose como uno de los realizadores más interesantes de los últimos años. A pesar de que sigo bastante más cerca de Insomnio, de Memento y, sobre todo, de Origen, hay que reconocer que su reformulación del personaje de Batman a través de las tres entregas realizadas hasta ahora es acertada y valiente, dando un repaso a la moralidad del que provoca como del que sufre la situación actual y avisando de las rebeliones repentinas y auspiciadas por intereses tan turbios como los que denuncia. Batman debe cambiar, el entrañable Alfred que interpreta Michael Caine debe cambiar, el comportamiento de la sociedad debe cambiar y el de los poderosos, también. Y debe cambiar para que nada siga igual.
Más allá de eso, interesante resulta el origen del ínclito compañero del hombre-murciélago bajo el nombre de Robin e interpretado con energía por Joseph Gordon-Levitt, así como el atractivo de una Anne Hathaway que resulta tan hermosa como equívoca. Por una vez, el cine sabe ser cómic sin dejar de ser cine. Hay profundidad en esas circunstancias que rodean al héroe, que intenta comprenderse a sí mismo para poder salvar vidas y conceptos. Algunos de ellos tan anticuados como el altruismo, la sinceridad, la responsabilidad, la capacidad, la habilidad...palabras que han caído en el vacío más espantoso en unos tiempos de miseria, de desgracia y de egoísmo radical. Y hay que ser radicales. Siendo, cada uno de nosotros, toques de esperanza y héroes a pesar de nuestras circunstancias que hacen que la verdad, la corrección y la justicia sean tan sólo conceptos hundidos en la mediocridad. 

ABRAHAM LINCOLN: CAZADOR DE VAMPIROS (2012), de Timur Bekmamentov

A algunos nos gustaría saber cuál hubiese sido la reacción de John Ford, genial autor de El joven Lincoln, al asistir a una proyección de esta cosa. Con toda seguridad, el viejo maestro se hubiese mordido el amarillento pañuelo que solía llevar atado en la muñeca, se hubiera colocado el parche en el ojo y, después de emitir un gruñido hubiese dicho: “Hay días en los uno desearía llevar un parche en los dos ojos...”
Lo cierto es que engendrar algo como Abraham Lincoln: Cazador de vampiros debe ser consecuencia del uso continuado de psicotrópicos peligrosísimos combinados con alcohol de noventa y seis grados porque si no, no se puede explicar que a alguien se le haya ocurrido con tal premisa escribir una novela, a otro se le haya pasado por la cabeza comprar sus derechos para adaptarla al cine y aún a otro más haya querido dirigirla e intentar hacer tragar al público con una diversión que ni existe, ni se la espera.
Sería estúpido hablar, en una película así, de interpretaciones y de aproximaciones históricas con un fondo tenebroso de colmillos largos y manejos de hacha que hacen palidecer al mismo Gimli de El señor de los anillos, de Peter Jackson. Y es que, parece ser, que no contentos con intentar encumbrar a mitos que ni de lejos lo son, de lo que se trata es de magnificar a mitos que siempre lo han sido. Y luego añadir la genial idea de mezclar la lucha por la abolición de la esclavitud y la guerra de secesión americana con la existencia de unos vampiros que viven mejor que mueren que, por supuesto, deciden apoyar al Sur porque, vamos a ver, ¿qué son unos vampiros sin nación? Nada, todo el mundo lo sabe. Un vampiro sin nación es como una guinda sin pastel, un espejo sin reflejo o un tenedor de plata sin trozo de carne pinchado.
Todo este batiburrillo sin más sentido que el de fabricar espectacularidad a troche y moche está dirigida por Timur Bekmamentov, un tipo que se ha asociado con Tim Burton para llevar a cabo sus desatinos (y eso, señores, es lo que hace que algunos hayan apreciado tanto una película tan penosamente efectista como Wanted) y que adora y profesa culto a la cámara lenta. Tanto es así que cuando se sale del cine uno tiene la impresión de que sus pasos son pura épica, que sus movimientos son más chulos que Cristiano Ronaldo cuando marca un gol y que hasta un simple pestañear sea una caída de ojos espectacular. Tanto como ver a Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos, manejar un hacha de plata con mango calibre 45 con tanto malabarismo y fuerza que parece una majorette en pleno desfile. ¿Se imaginan ustedes a Barack Obama matando seres de las tinieblas con su cortauñas plateado para salvar al mundo de la más injusta de las crisis económicas que ha padecido nunca? Eso sí que son vampiros chupasangres y lo demás son verdaderas tontadas.
El caso es que lo de intentar que los hechos históricos cuadren con esa profesión oculta del leñador-abogado-político-presidente es un encaje de bolillos que haría sonreír al más pesimista a poco que tenga un poco de idea. La reducción llega a ser simplista, con una sangre inusualmente oscura que hace palidecer la que fue derramada con terrible crueldad en la legendaria batalla de Gettysburgh. Y es que el fregado fue difícil porque, increíblemente, estaban de por medio los afamados hijos de la muerte vestidos de sudistas y, claro, es muy complicado matar a quien ya está muerto. Pero ahí está el presidente para tener brillantes ideas, para erradicar de los Estados Unidos cualquier rastro de bestia infernal, para ser figura central de escenas tan efectistas que el aburrimiento no tarda en aparecer, la sorpresa ni siquiera viene y la calidad emprende una fuga de éxito. Aunque quizá el objetivo de esta maravilla sea poner los dientes largos a los que desean ver buen cine, quién sabe. 

martes, 4 de septiembre de 2012

EL IRLANDÉS (2011), de John Michael McDonagh

Sigue la distribución de "El ojo privado" a un ritmo, cuando menos, interesante. Esta vez las Librerías Picasso de Granada y de Almería son las que tienen ejemplares. Gracias a todos los que os habéis acercado a adquirir un ejemplar. A ver si consigo que el próximo sea mejor.

Ya estoy harto de ver a jovencitos descabezados que se empotran con sus flamantes cochecitos de hijos de papá contra los muros de las carreteras de por aquí. Estoy harto de los ingleses que han separado Irlanda y aún dicen que tienen muy poco de imperialistas. Estoy hasta la coronilla de esos agentes de tres al cuarto que me envían desde Dublín y que se creen Sherlock Holmes y que no tienen ni el más mínimo sentido del humor. Aunque, claro, eso es discutible porque, tal vez, quien tiene un sentido del humor un tanto difícil soy yo. Me patean las narices los sabihondos de traje y corbata que vienen a enseñarnos cómo se combate el tráfico de drogas y no son capaces de ver a un muerto delante de sus miradas inteligentes. Y, sobre todo, estoy muy resentido con la vida porque mi madre se está muriendo. Y ella sabe conectar conmigo como nadie lo ha hecho nunca.
El caso es que estoy dominado por mi cinismo descreído, por mi carencia absoluta de valores aunque sé que, en algún lugar de mi interior, hay algo parecido a la ética luchando por salir. No he conseguido ningún sueño. No he hecho nada que valga un poco la pena. Solo he tenido la frase aguda, el toque necesario para molestar a todo el mundo y, sobre todo, he sabido hacerme pasar por tonto. Eso desconcierta mucho a la gente. De vez en cuando, les haces saber que sabes de qué va la vaina y, a continuación, les dices algo que tú mismo meterías en el cajón de los trapos orales.
No aguanto a esa gente que viene con aire arrogante, con ese perfume inconfundible de universidad cara, con esa vitola de triunfador y de luchador con experiencia cuando ni siquiera saben distinguir entre croatas y rumanos. Para vivir y entusiasmarme un poco con la vida, tengo que pagar a unas chicas para que se disfracen y me traten como si yo fuera alguien. Al fin y al cabo, durante toda mi vida he jugado a no ser nadie. Incluso cuando tuve la oportunidad de colgarme el oro y quedé en ese honroso y olvidado cuarto lugar de una competición que ya nadie recuerda. Me muevo por impulsos y, a veces, el impulso es apretar el gatillo.
Hay que reconocer que Brendan Gleeson me interpreta muy bien, sabe darme ese aire cansino e irónico que siempre he tenido y escupir ese sentido del humor áspero del que tanto me gusta alardear. Don Cheadle no lo hace mal, pero es que al lado del tremendo trabajo de Gleeson, se queda en una presencia agradable. El que lo hace realmente bien y no termina de despegar es Mark Strong como ese asesino inglés que posee el don de la palabra pero no el de la puntería. Y es que no todos los malos pueden ser perfectos.
Sí, esto es una comedia. La comedia de mi vida. Una comedia que se ha desplazado a través de placas, uniformes, naderías, salidas de tono, irrespetuosidades, chicas de precio barato y alto atractivo, cervezas negras, nubes blancas, lluvias pesadas, ilusiones perdidas y hartazgo pleno. Es lo que tiene ser policía en un rincón de Irlanda. Los tipos estos han hecho una película con mi vida y lo han hecho bastante bien. Incluso me han arrancado una carcajada algo gamberra con mis contestaciones brillantes y mis caídas de ojos despreciativas. Pero nada fue apasionante. Por eso, nunca me volví para ver cómo quedaba el panorama. Porque me importaba un rábano con una Guinness. Al diablo con esos burócratas estúpidos que solo funcionan cuando se dejan sobornar. Al diablo con esos guardias irlandeses que han sido comprados para mirar relajadamente el mar mientras a sus pies se descarga un botín de estupefacientes que siempre es más de lo que realmente es. Al diablo con la vida sin mi madre. Al diablo con todo. No merece la pena quedarme más por aquí. Devoción y valor. Eso es lo que hace falta. Y yo no tengo ninguna de las dos cosas. ¿O sí?    

EL PACTO (2011), de Roger Donaldson

Imaginemos por un momento que algo le pasa a la persona que más quieren. Una agresión violenta, brutal, salvaje. Las heridas seguro que sanarán pero quedará la laceración moral para recordarles que tienen que denunciar a la policía, pasar rondas de identificación, asistir a juicios de dudosa utilidad y contemplar, anonadados, cómo el criminal sale en muy poco tiempo tan campante para volver a cometer cualquier barbaridad. Y la misma noche de la agresión, un tipo trajeado se sienta junto a usted y le ofrece, a cambio de un favor indeterminado, acabar con la vida del  tipo que ha golpeado sin conmiseración a lo más preciado de su corazón. ¿Aceptarían?
Y es que la conciencia es muy traidora porque, a pesar de que trabaja duro, puede adormecerse y caer presa de una rutina agradable, de un lento proceso de asimilación y de un refugio acogedor en medio del bosque de los sentimientos. Luego llega la petición del favor que se debe y ahí es cuando empiezan los problemas. Ahí es cuando nos damos cuenta de que, algunas veces, todos pensamos en que la justicia debe ser fuerte pero que nosotros somos débiles. El fascismo llama a la puerta. Todos lo pensamos pero pocos somos capaces de llevarlo a cabo.
La premisa de la que parte la película es lo suficientemente atractiva como para mantener enganchado al incauto que se asoma. Y es fácilmente perdonable todo giro de tuerca fácil, todo comportamiento inesperado e, incluso, uno puede llegar a identificarse con ese Nicolas Cage que, a la postre, acaba siendo el mayor lastre de una historia que podría haber sido pero que, para los más exigentes se negó a devolver el favor de comprar la entrada.
El conejo hambriento juega, dicen por ahí. Y eso quiere decir algo así como que el ciudadano quiere justicia, tiene hambre de hacer las cosas bien contra los malos. El entuerto se complica y la tensión se mantiene con cierta habilidad. No en vano, cabría recordar que Roger Donaldson, el director, fue aquel que nos mantuvo en vilo cuando Kevin Costner se perseguía a sí mismo en la más que aceptable No hay salida, con Gene Hackman apretando muy bien los tornillos. La ciudad de Nueva Orleáns sirve de marco y la resolución de la trama es algo arrojadiza pero la sensación con la que se sale es el deseo de que el conejo hambriento siga jugando porque hay tipos muy listos por ahí, preparando un nuevo asesinato para dormir más tranquilos.
Hay reminiscencias de aquella Los jueces de la ley, de Peter Hyams e, incluso, en la forma de plantear el dilema de la maravillosa Plan diabólico, de John Frankenheimer, solo que, claro está, los tiempos han cambiado y todo ha de abordarse de forma mucho más directa, desechando sin problemas los flecos que pueden causar algunas incoherencias o hasta pequeños pellizcos de tontería. Qué más da. El caso es saber que hay dos o tres individuos dispuestos a rellenar los resquicios que la Justicia deja atrás. Y eso aporta una cierta tranquilidad a una sociedad herida que aún no se ha repuesto del desastre de un huracán que cambió el ritmo de una ciudad entera.
Así pues, el conejo hambriento no deja de jugar. El deseo de escapar de las garras de una justicia por la que se clama llega a cambiar el interior de las personas. Hay veces que los sistemas fueron preferibles a pesar de todos sus defectos y de todas sus ambigüedades. Es lo que deberían hacer algunos cuando se ponen a decir lo que debemos o no debemos hacer. Establezca usted los términos en los que no se puedan producir nuevos vacíos pero no haga que justos paguen por pecadores. Eso es algo que solo está reservado a los canallas. Aunque uno hable de cine y estas letras sirvan simplemente para un ratito de esparcimiento pituitario.