Hace unos quince años y por motivos puramente profesionales, tuve la oportunidad de entrevistar (un don que Dios no me quiso conceder) a Luis García Berlanga. Repasamos su filmografía, nos reímos, compartimos una copa y se despidió con el deseo de volver a verme cuando lo necesitara. Ahora, don Luis, ahora es cuando lo necesito.
Era un hombre que, con tan sólo una mirada, podías intuir en él su enorme sarcasmo y su risueño escepticismo hacia todo lo que le rodeaba. A veces, podía parecer que decía cosas escandalosas pero no era más que una prueba para explorar las reacciones de su interlocutor. Se despistaba con frecuencia, quizá más como pose que como defecto. Fabulaba de forma divertida y era una de esas personas que, diciendo una cosa totalmente en serio, sonaba a broma de fino caballero y sorna irreprimible. Quizá Luís
García Berlanga fuera esa conciencia de
la España negra que nos decía las cosas a la cara sin complejos y encima conseguía que echáramos un vistazo para nuestros adentros dándonos cuenta al mismo tiempo de lo ridículos que podíamos llegar a ser.
No soy amante de toda la filmografía de Berlanga, me gusta especialmente su período creativo que va desde el “americanos, os recibimos con alegría, viva tu padre, viva tu madre, viva tu tía” de Bienvenido Míster Marshall a esa obra maestra irreprochable que le sale con El verdugo. Ahí es donde yacen las mejores ideas de un cineasta que tomó del plano-secuencia su forma de ver una vida triste y gris para formular aceradas críticas en la misma cara de sus responsables pero, eso sí, de buen rollo. No en vano, cuando estrenó El verdugo, Manuel Fraga, entonces Ministro de Información y Turismo, le llamó a su despacho, le tomó del brazo y le dijo: “Luís, no sabes lo que me he reído con tu película, pero o le cortas ocho o nueve minutos o me cortan a mi la cabeza”.
Y es que para los de derechas, era un izquierdoso recalcitrante aunque útil; y para los de izquierdas, era un tipo que se alineaba con el régimen. Yo sé por qué. Porque las cosas que decía en sus películas incomodaban a unos y a otros. Famosa es esa anécdota en la que su estupenda película Los jueves, milagro tuvo que pasar el filtro de la censura y el cura encargado le metió tantos cortes a la cinta que Berlanga no tenía ningún reparo en incluirlo como guionista en los créditos iniciales porque, al fin y al cabo, alteró tanto el resultado final que tenía derecho a ello.
Y qué me dicen de aquel tipo que sólo quería pagar la letra de su motocarro el día de Nochebuena mientras se llevaba a cabo esa campaña de falsedad y apariencias de “Siente a un pobre a su mesa” por parte de la católica burguesía de ese microcosmos que él retrataba en una clarísima muestra de
la España de principios de los sesenta. Quizá, en ninguna otra película española, ha habido un reparto tan extraordinario como el que hubo en esa maravillosa, cínica y, a la vez, triste historia de una Navidad que sólo existe para los ricos. Es una noche fría, no es buena, la oscuridad se mete por los huesos de los que no tienen nada y Plácido, inolvidable Cassen, sólo quiere el dinero para pagar la letra de su motocarro, que le vence hoy. Y nadie le paga porque no es día para eso. Es día de gasto pero no de pago. Es día de hambre y no de pavo. Por esta película, Berlanga fue nominado al Oscar a
la Mejor Película Extranjera y allí, en el patio de butacas, estaban él, Alfredo Matas, el productor y Amparo Soler Leal. Pero ellos sabían, desde el principio, que no había nada que hacer. Que aquel año Ingmar Bergman presentaba
El manantial de la doncella y que se tendrían que volver con las manos vacías, igual que Plácido el día de Nochebuena, eso sí, con la letra pagada.
También me maravillé con aquel científico que sólo quería que el mundo le dejara en paz y se refugia en Peñíscola, que por aquello de la ficción, se rebautizó como Calabuch. Y disfruté viendo lo que se podía hacer con los cohetes de fuegos artificiales y con la ilusión como única herramienta de trabajo. España podía estar llena de paletos (todavía lo está y él lo sabía muy bien) pero también estaba llena de buenas personas.
Y quién no tiene en la cabeza al alcalde aquél que debía una explicación porque los americanos iban a venir y se convertía y decoraba un pueblo castellano en andaluz por aquello del typical spanish para que luego no nos dieran, como siempre, ni las gracias. Los coches pasan, la ilusión es una brisa que no para y las banderitas de los Estados Unidos se deslizan con la tristeza impregnada hacia una cloaca. Un plano que le costó a Berlanga que Edward G. Robinson, presidente del jurado del Festival de Cannes, le cogiera del brazo para denunciarlo en comisaría por ofensa a su sagrada e inmaculada patria. Y aún así ganó el Gran Premio del Jurado. Toma americanos.
Aún con los cortes incluidos, me gusta mucho Los jueves, milagro porque pone en solfa muchas cosas de la pretendida falsedad beatífica que tanto nos ha asediado como sociedad y como país. Y lo hacía con la elegancia de no destrozar la creencia de que la santidad existía pero que empezaba por ser hombres y no inmaculados entes de conducta católica (uno de sus blancos favoritos). La película, a pesar de todos los problemas que tuvo, es una lección para los fanáticos, una comedia para los descreídos, una esperanza para los escépticos y una sonrisa para los serios. Y es que hay ángeles para todos los gustos.
Luego, claro, su obra maestra. No soy amigo de hacer listas, me parecen una tortura psicológica en grado sumo. Hago las diez mejores películas de cualquier escala y, al momento, me arrepiento porque pienso que tenía que haber metido ésta o aquélla. Pero, querido Luís, yo creo que con
El verdugo, hiciste la mejor película del cine español de todos los tiempos. Negra como la sotana de un cura. Terrible como un garrote vil y aún, pedazo de genialidad capaz de sacarnos una sonrisa de algo que maldita la gracia que tenía. Matar no es fácil y para la posteridad queda ese plano largo en el pasillo de la cárcel con el condenado yendo hacia la muerte, con afectación pero sin vacilar mientras al verdugo lo llevan desmayado porque es un hombre bueno que aquello le parece una barbaridad. Una barbaridad necesaria para que
la Administración le dé un piso de protección oficial, una seguridad familiar y un empleo fijo fuera de la triste compañía de unos ataúdes como empleado de pompas fúnebres. Y aún así, nos reímos. Y nos estaba llamando crueles, desalmados, cómo podéis quedaros impasibles ante algo tan cercano al horror, prisioneros del silencio, invitados acomodados del folclore de un país tan analfabeto que apenas es capaz de ver la muerte, o que, tal vez, ha visto la muerte demasiado de cerca y lo único que quiere es olvidarla mirando hacia otro lado. Qué maravillosa obra maestra.
Luego ya, la cuesta abajo. Auténticas mediocridades como La boutique, o Vivan los novios, o esa inspección de la erotomanía, muy alejada de sus habituales historias corales como Tamaño natural, momentos que recuerdan al mejor Berlanga incrustados dentro de la saga de los Leguineche en La escopeta nacional o en ese proyecto largamente acariciado que finalmente se tituló muy erróneamente como La vaquilla y productos pretendidamente divertidos y falsamente realizados, muy lejos de la gracia que nos roía las entrañas, como Todos a la cárcel, o Moros y cristianos o, incluso, esa vuelta a Calabuch que significó la torpe París-Tombuctú. Pero todo eso es disculpable. Yo me quedo con aquel Berlanga que revoluciona la planificación con larguísimas escenas, con actores entrando y saliendo y diciendo cosas que nos hieren y que nos hacen reír simplemente porque tienen toda la razón, con Rafael Azcona tecleando los diálogos que deben decir formando una asociación mítica con el director y, sobre todo, con un hombre que sabía perfectamente hurgar en las carencias de un país tan bueno como manipulable. Por eso, Luís García Berlanga no ha muerto. Está ahí, preparando el próximo plano-secuencia y diciendo alguna obscenidad que otra para ver qué cara ponemos. Sobre todo si se refiere a esa España negra de sonrisa amplia que aún nos aprieta el cuello con palomillas de crueldad.