martes, 30 de noviembre de 2010

SEVEN TIMES LUCKY (2004), de G.B. Yates

El sombrero parece empapado de humo cansado. Son demasiados engaños, demasiados timos perpetrados para sólo tener un golpe de suerte de vez en cuando. A la familia, ni tocarla. Y cuidado con los afectos. Un beso puede significar que te roben el reloj. Una caricia, la desaparición de la cartera. Una cama es ya la comisaría. Nada es lo que parece y lo que parece es nada. Sin embargo, debajo de ese sombrero que, bajo sus alas, esconden una mirada decepcionada, hay un tipo que no deja de pensar. Un fulano que se sienta tranquilamente en el sillón de un hotel de cuarta categoría, enciende un cigarrillo y deja que las volutas se conviertan en formas de pensamiento. Los advenedizos no le preocupan por mucho que se las quieran dar de listos. Doce relojes de oro en juego y una buena cantidad de pasta por un violín que vale menos que un martillo de ferretería. La vida al revés. Siete veces engañado. Siete golpes de suerte.
En las calles, el frío se dispara. Puede que corra un poco de sangre. Qué más da. Eso es un precio muy bajo para un golpe alto. El tipo de la melena larga pone la pasta. La mujer que siempre me salva el pellejo estará ahí, pagando mis deudas. Hacerse rico, tal vez, no sea una cuestión de suerte, sino de inteligencia. El juego a tres bandas es la seña de identidad de un intercambio que sale mal, un violín robado, un traje hecho a medida, un par de personajes de baja estofa y, en el centro de todo el entramado, ese fulano al que parece que no le afecta nada, Kevin Pollak, uno de esos secundarios estupendos que aquí se convierte en un protagonista de altura. Hiere con su mirada. Y, no obstante, algo esconde debajo de sus ojos. Todo parece que encaja pero, en realidad, una mano en la sombra hace que ninguna pieza encuentre su sitio.
Ésta es una de esas películas pequeñas, hecha con un billete de cuatro dólares (ya sé que no existen), pero que destila bastantes dosis de inteligencia. En todo momento, sabemos que hay un engaño flotando pero no tenemos ni idea de a quién beneficia. Un puñado de personajes están merodeando con gabardina larga e ideas retorcidas. La clase es algo que se lleva consigo. No se puede adquirir. Quien es un raterillo de tres al cuarto, lo será siempre porque, además, creerá que tiene razón. Y lo increíble de todo, amigo, es que no importa lo que hagas, a la vuelta de la esquina habrá alguien más listo que tu dispuesto a robarte lo poco que puedas tener.
Viendo Seven times lucky parece que dan ganas de lanzarse a la noche y encontrar a algún incauto que no sepa dónde está su mano izquierda. Demostrar lo que se vale sólo se puede hacer contadas veces porque si no se descubre el juego demasiado pronto. Y el secreto del buen timador está en aguantar hasta el momento justo. Así que súbanse el cuello del abrigo, dejen que el sombrero les guarde el anonimato, enciendan un cigarrillo e ideen un golpe que sea más que suerte. Seguro que, al final, se apiadarán de los pobres que picaron el anzuelo. Sobre todo si uno de ellos fue alguien especial que no supo anteponer el cariño a la rapiña.

viernes, 26 de noviembre de 2010

NEVADA EXPRESS (1975), de Tom Gries

Con las hechuras propias de western sobre ruedas de hierro nos encontramos por sorpresa con un thriller de asesinos y policías al uso y basado en una historia del escritor Alistair MacLean (al que también debemos otros títulos excepcionales del cine como son Los cañones de Navarone, de Jack Lee Thompson; Estación Polar Cebra, de John Sturges o El desafío de las águilas, de Brian G. Hutton). Nada es lo que parece entre golpes de juntura de raíles y el que observa, decide; el que actúa, pierde; el que desenfunda, muere y el tren sigue, imparable y arrogante, hacia un destino al que parece que no quiere llegar.
A primera vista, podría echar para atrás que el nombre estelar de esta película fuera Charles Bronson, justo a las puertas de aquella época terrible en la que le dio por encarnar a justicieros de ciudad, vengativos padres de familia que se convertían en jueces, jurados y ejecutores. Pero en esta ocasión, hay una trama sorprendente, de envidiable buen gusto, fotografiada con acierto con telas de elegancia y juego, con algún momento realmente brillante y con una dirección justa y medida de un hombre habitualmente mediocre como Tom Gries, de corta carrera y autor de una película tan errónea y falsamente afamada como El más valiente entre mil compensada por el acierto que tuvo años después con la adaptación del relato de Truman Capote La casa de cristal. El caso es que las traviesas parece que llevan a un entretenimiento muy bien engarzado, con un misterio interesante y jugando una partida de ajedrez sobre las vías del tren donde las blancas se muestran y las negras parece que están escondidas detrás de alguna biela sudada por el vapor.
Lo cierto es que en ningún momento se sabe a ciencia exacta quién es el héroe, quién es el que va a salvar el valioso cargamento que transporta el tren y todo ello está punteado por una excelente banda sonora del genial Jerry Goldsmith que pone música de altura para puentes elevados. Indudablemente, tampoco es una película que vaya a cambiar nuestras vidas, pero no es ése su propósito. Es un entretenimiento policíaco admirablemente desarrollado, con justas explosiones de violencia, con disparos para aportar algo de acción al misterio, con caracteres bien delineados para otorgar cierta profundidad al argumento y sin posibilidad de aburrimiento en ninguna estación del viaje.
Así que prepárense para algo de movimiento descontrolado mientras una locomotora coge diferentes raíles. Las formas de la película delatan su vocación de clásico más que apreciable, el invierno también aparece para hacer que la muerte sea un poco más fría y el miedo un poco más metálico. Sin trucos, sin efectos especiales. Tan sólo haciendo que nada sea lo que parece. Súbanse en el apeadero pero no olviden tener lleno el tambor del revólver. Nadie les garantiza que, por el precio del billete, no terminen con un balazo por la espalda. Las traiciones son verdades y las búsquedas son enfrentamientos que se dirimen por una justicia que intenta cazar a los culpables en el estrecho pasillo de un vagón. Agobio y aventura. Razón e intriga. Procuren no descarrilar.

jueves, 25 de noviembre de 2010

THE WAY (2010), de Emilio Estévez

Todos los que hemos sido padres, no dejamos de preguntarnos alguna vez qué es lo que guardan nuestros hijos en el corazón. No desvelamos con certeza cómo nos ven, cómo nos sienten y qué es lo que les inquieta. Sabemos que ellos tienen que volar pero creemos que nunca tendrán las alas bien hechas para hacerlo. Y sin darnos cuenta comenzamos a ser extraños que, empujados por la vida, ni siquiera se preguntan cuál es el significado de sus actitudes o el secreto de sus alegrías.
En este caso, para conseguir descifrar el por qué de una voluntad, es necesario un viaje a pie por el corazón del hijo. Hay que sufrir físicamente en un camino que, al principio, se antoja absurdo y solitario pero que es un esfuerzo constante al mismo nivel que los demás compañeros de sendero. Poco a poco, el cansancio comienza a cobrar un sentido inesperado, a ser un elemento que, lejos de separar, une con lazos de piedra a otros viajeros que tienen sus propios motivos para llegar. El reto no es religioso. El verdadero desafío es la fe en uno mismo.
No importa que se hayan hecho determinadas promesas o propósitos porque el objeto de la caminata no es el fin, sino el mismo hecho del andar. Mirar hacia delante cuando hay fuerzas casi vitales que obligan a hacerlo hacia atrás. Seguir aunque el desfallecimiento aparezca en vapores de vino que abruman la moral. Unos van porque quieren volver a crear, otros porque quieren sentir libertad, otros porque pierden y desean aprender que eso no les afecte. Las piedras, con ladina intención, van clavándose cada vez más en las suelas que no dejan de pisar con vigor el suelo. El respeto es la norma. Y así aparece, como caída del cielo, algo que cada vez escasea con mayor frecuencia como es la comprensión. Y eso es un Camino de Santiago que traza sus curvas por una ilusión que parecía extraviada.
Ya hace algunos años que Emilio Estévez sorprendió muy gratamente con una película coral que concentraba a todos sus personajes en torno al asesinato del Senador Bobby Kennedy. En esta ocasión, no cabe duda de que se mueve en niveles inferiores, en culpa por algunas ingenuidades de guión, por algún que otro fallo de rigor e, incluso, por apreciaciones un tanto fuera de lugar pero ahí dentro late el corazón de un director que quiere contar algo con movimientos de cámara elegantes y sencillos, proponiendo ratos de humor y drama, momentos de paisaje y contemplación, instantes de música al ritmo que se hace con el camino al andar. Para ello, cuenta con su padre, Martín Sheen, que hace que el papel le siente como un traje de chaqueta mal cortado y, según avanza el metraje, consigue domarlo hasta ajustarlo como un guante sobre la piel rugosa y decepcionada de un padre que se arrepiente de no haber estado más cerca de su hijo, de la prolongación de sí mismo, de una parte fundamental de su vida que fue empujada por la rutina hasta una cierta indiferencia.
Del resto del reparto cabe destacar, sobre todos los demás, a James Nesbitt, como ese irlandés loco que perdió la pasión por escribir y que encuentra la historia que necesita al saber cómo se deletrea la amistad. A su alrededor, no hay callos incómodos, ni lastimosas rozaduras, ni abandonos repentinos. Hacemos paradas en albergues de un tipismo cultural ya bastante trasnochado pero eso es bastante normal si tenemos en cuenta que la visión proviene de un americano. De ahí parten todos los defectos y todas las virtudes de esta película. Sobre todo con ese acento puesto en el auténtico significado de un viaje por el corazón de alguien que debió estar allí para compartir la pasión por el descubrimiento, por el placer de andar por una calle extraña y encontrar una diferencia que haga sentirse más peregrino en un lugar donde no hubiera límites para el ánimo.                                                                                   

miércoles, 24 de noviembre de 2010

LA ESTRELLA DEL VARIEDADES (1943), de William Wellman

A pesar del desafortunado título en español de esta película, no se asusten. No es una de esas típicas historias sobre la ascensión y caída de una chica que tiene que sufrir los acosos del productor, los fracasos de la escena o las dificultades de un amor entre los peldaños que conducen hacia el firmamento de las estrellas. Es una película de asesinatos entre bambalinas razonablemente iluminada por sonrisas. O, mejor aún, es una película de sonrisas que utiliza el misterio como vehículo para el chiste. En cualquier caso, en el centro del vestido de lentejuelas, con cuerpo y curvas, está Barbara Stanwyck, esa mujer tan difícil de retratar en el cine pero que asumía con categoría cualquier papel que le tocara interpretar. Detrás de las cámaras, todo un veterano que sabía inyectar estilo a la escena como William Wellman y el resultado no es que sea una obra maestra. No lo es ni aún vista con el mejor de los focos pero es una buena película, que bucea con habilidad en los entresijos del vodevil y de cómo se representaba.
Como curiosidad añadida, podríamos apuntar que está basada en una novela de Gipsy Rose Lee, un nombre que, con toda seguridad, no les sonará de nada. Pero ella fue la primera mujer que trabajó como stripper sobre las tablas de un teatro, enseñando lo que hasta entonces era pura fruta prohibida. Poco después, quiso demostrar que, detrás de un gran cuerpo, también podía haber un gran cerebro y lo demostró publicando varias novelas de éxito, una de las cuales fue La estrella del variedades donde supo describir con singular acierto los secretos entre decorados, las redadas policiales, los celos profesionales, los amigos gángsters encontrándonos ante una de esas películas que da mucho más de lo que promete, que regala a manos llenas ciertos puntos de interés y que, además, está espléndidamente dirigida e interpretada.
Lo que es realmente maravilloso a la hora de ver esta película es el detallado retrato del mundo del teatro burlesco, con esas compañías estables que eran consideradas poco menos que delincuentes irremediables y que, en realidad, eran grandes familias que empujaban hacia una única dirección que no era otra que la estabilidad de su trabajo. Wellman, por supuesto, va un poco más allá, y decide desplazar la cámara hacia el vestuario femenino, interviniendo en esas conversaciones de las que los hombres nunca hemos tenido ni idea, hurgando en las medias de seda falsamente sonrientes de unas chicas que un día soñaron con el éxito y se quedaron en las taquillas de la representación más barata.
Eso sí, no obstante, no es precisamente una película complaciente. Tiene mucho humor lleno de jirones, tiene un misterio que, en una vida real, no importaría a nadie. Al fin y al cabo, no traten de buscar demasiado al autor de tanto crimen, en realidad, se esconde detrás del telón. Es donde suelen estar los viejos trucos y las nuevas miradas. Y esta película merece otra. Algo desenfadada y algo cruel, pero no puede pasar desapercibida. El suspense es lo único que puede ser real en un mundo en donde todo es ficción. Incluso la más bonita y descarada de las sonrisas.

lunes, 22 de noviembre de 2010

EL VERDUGO (1963), de Luis García Berlanga

Nos reímos pero no es divertido. Creemos que todo eso no ha podido pasar aquí. No, no. Esto no es más que una fábula del tipo ése, de Berlanga, que sacaba punta a todo y luego quitaba la mina. ¿A quién se le va a ocurrir, hombre? Un tipo se hace verdugo porque así tiene casa y vida asegurada mientras se la arrebata a otros. Un asesino nace, no se hace. Claro que si pensamos un poco, es que somos así. Somos capaces de lo que sea con tal de ir a lo nuestro. Nos importa bien poco que el vecino de al lado esté con los hierros al cuello. El caso es que nos salga la cuenta. Trabajar poco, cobrar bien y tener un ataúd por cerebro. Es fácil. Todos, al fin y al cabo, somos verdugos de nuestra propia cultura. La cercenamos creyendo que la muerte es justa. El autoengaño funciona a ritmo de marcha fúnebre. Bah, sólo es apretar bien unos cuantos tornillos, tomarse un coñac bien cargado y adelante con los faroles. Y encima, viajas. ¿Qué más quieres?
El obstáculo principal es la dignidad, dejarla a un lado como si fuera un maletín ajeno y seguir adelante por Carmen, por el niño, por el abuelo y por la madre que los parió a todos. Total, es tan sólo pasar de ser el tipo que lleva la caja a ser el tipo que mete a los tipos en la caja. Tampoco hay tanta diferencia. Nooo, si no se quiere hacer daño a nadie. Con irse a Alemania, todo listo. Allí no hay pena de muerte. Eso para el abuelo, que lleva cuarenta años de experiencia. Cuarenta años. Vaya, en la República también había pena de muerte, a lo mejor es que no eran tan demócratas como piensan algunos. Para algo el protagonista de esta película, como una admonición de la indolencia, se llama José Luís Rodríguez.
Todos somos verdugos, sí. Cortamos cabezas para conservar y avanzar. Si a eso se le puede llamar avanzar. Avanzar apoyado en los guardias y en la iglesia, eso sí, pero avanzar. Berlanga, coño, que me estás haciendo reír con Isbert calculando la talla del cuello del yerno con un simple vistazo. Si es que somos paletos hasta decir basta. La cuñada metijona e irritante. El hermano indiferente y diletante. La boda por tres cuartos porque no se paga nada. Una cervecita en la futura terraza. Eso, eso. Somos los de la cervecita. ¿La silla? No, no, estoy mejor de pie. Un arroz de turista y unas extranjeras más ricas que unas gambas. Al final, el mundo sigue. No pasa nada por haber apretado unos tornillos y haber partido una vida. La gente baila, disfruta. Son verdugos del pensamiento. Más vale no pensar porque si lo piensas… ¿Qué vas a hacer? Nada. Somos ese pueblo al que no le importa nada salvo lo que le ocurre a uno mismo. En ningún otro país hubiera convivido con tanta naturalidad el horror con el sainete. Y lo que es aún peor es que no nos avergonzamos de ello. Tiramos hacia delante a ritmo de castañuelas. Nos ponemos sotanas y ensayamos la bendición pero lo de ayudar, no sabemos conjugarlo bien. No, no, este país es un pozo de indignación que nunca se escribe. Este país entero es un verdugo para la libertad, para la verdad, para lo que importa. Coge tus cosas, verdugo, y vete. Vuélvete a Madrid, al Polígono Sur y disfruta de tu casa. ¿Qué más da quien mande? Dedícate a lo tuyo. Lo tuyo es matar y vivir.

viernes, 19 de noviembre de 2010

CARTA A TRES ESPOSAS (1949), de Joseph L. Mankiewicz

Mi marido es ese hombre alto y apuesto, que parece hecho a la medida de un traje de etiqueta y no a la inversa. Es simpático, tiene clase, sabe lo que hay que pedir en el momento justo. Y a mí me conquistó  porque apareció en ese instante en el que yo tenía la certeza de que nunca tendría pareja. Sólo mis estupideces pueblerinas, mi falta de gusto, mis vestidos mal cosidos y hechos de retales pasados de moda. Supo hacerme creer que yo era el centro de su vida y decirme con su mirada de galán de teatro que no podría haber nadie más importante que yo. ¿Cómo se va a fugar con una mujer como Addie Ross? Es imposible. Addie tiene clase, más que yo, pero habría demasiada elegancia reunida en una sola pareja. Siempre las palabras adecuadas, siempre los gestos más indicados, siempre la ropa más perfecta. Serían dos seres acompañados de demasiadas burbujas de champagne. No, no es posible. Mi marido no será capaz de abandonarme por Addie.
Mi marido es un hombre basto, con modales un tanto toscos y con dinero un tanto excesivo. Me conquistó por su insistencia. Él se sabía feo, poco atractivo y que lo que hacía que tuviera tantas mujeres a su alrededor era el grosor de su cartera. Es uno de esos tipos incapaces de levantarse cuando una mujer se acerca a la mesa pero, en cambio, es un lince en los negocios, alguien que sabe cómo emplear el dinero para generar más. Supo ver en mí a una chica de procedencia humilde, al borde de lo marginal y con un empleo de asco pero que no quería ascender en posición de billetera abierta. Sabía que, en algún lugar de mí misma, yo brillaba en la oscuridad de mi pelo, tan acogedor como la noche que le ensombrecía esa cara que él ha arrastrado por la vida. ¿Cómo se va a fugar con una mujer como Addie Ross? Es imposible. Addie tiene más clase que él de aquí a Indianápolis. Sería como juntar la seda con el papel de lija. Siempre habría una fricción inesperada, un detalle de basteza que descolocaría limpiamente la delicada copa llenada a medias. No, no es posible. Mi marido no será capaz de abandonarme por Addie.
Mi marido es un hombre culto, con un modesto trabajo de profesor que le hace sentir feliz a pesar de lo ingrato que resulta. Me conquistó porque supo explicarme quién era Brahms, cómo escribía Shakespeare y de dónde procedían las cosas más bellas de la vida. Al final, acabó contagiándome y yo hago mis pinitos como escritora radiofónica para sacarnos un dinerillo extra. Pero él supo ver en mí a alguien con ansia de aprender, a una alumna aventajada, de bolígrafo inquieto y mirada agradecida. Él sabe cómo impresionarme, cómo hacerme ver que una cosa merece la pena porque es buena y tiene calidad. ¿Cómo se va a fugar con Addie Ross? Es imposible. Los dos son igual de cultos, sí, pero no me imagino una conversación entre ellos eligiendo, entre brillos de diamante y minas de lápiz desgastado. Sería como juntar a una chica de la alta sociedad con un sesudo ratón de biblioteca. No, no es posible. Mi marido no será capaz de abandonarme por Addie Ross.
Es lo que tienen las obras maestras, que nunca sabes cuál es el rostro de la tentación…

jueves, 18 de noviembre de 2010

IMPARABLE (2010), de Tony Scott

Un hombre que ha consumido su vida entre máquinas de hierro y vagones está llegando ya al final de la vía. Ha tenido que echar el freno porque siempre mandan los mismos y, cuando ya no se es rentable, la única salida es por la puerta de emergencia. Así que conduce y espera acabar después de veintiocho años de servicios nunca reconocidos. Nadie le dijo que él marcaba la diferencia. Nadie se preocupó de motivar un trabajo que siempre estuvo bien hecho.
Al mismo tiempo, un joven que no termina de encontrar el rumbo se halla en un cambio de agujas vital porque se olvidó la prudencia y la discreción en algún lugar del camino. No hay muchas salidas para él y cree que, tal vez, si zarandea al destino yendo de un sitio a otro sin parar, no puede haber apeaderos para su desolación. Un error puede marcar. Incluso puede marcar el número que no quiere olvidar. Sólo que no hay nadie al otro lado de la línea.
Son dos traviesas en vía muerta, esperando que pase algún convoy echando chispas y arrojando sobre ellos gotas de grasa que tapen sus vidas ya chirriadas. Cuando ya parece que se acerca la imparable consecuencia surge una oportunidad para la admiración y se lanzan hacia ella porque no tienen mucho que perder. Sólo el rítmico traqueteo del tren que marca el compás ineludible al que marchan sus existencias de acero recalentado.
Y así, con dos caracteres bien dibujados, el director Tony Scott consigue una película de acción estupenda, con momentos de tensión casi maestros, incoherencias que se asumen sin problemas, planos de mérito y, sobre todo, un manejo del tiempo que delata que, de vez en cuando, se convierte en el hermano más listo de Ridley.
No cabe duda de que hay una clara descompensación en el reparto porque Denzel Washington, como es habitual, es un actor solvente, capaz de aportar ironía y humor a lo que ya no tiene remedio, mientras el joven Chris Pine pone cara, ojos azules, juventud e ímpetu pero sigue estando corto de interpretación. Además, Tony Scott no elude acudir a trucos ya conocidos y vistos en películas como El Emperador del Norte, de Robert Aldrich; El diablo sobre ruedas, de Steven Spielberg; Grupo salvaje, de Sam Peckinpah y, sobre todo, a aquel maravilloso guión de Akira Kurosawa que fue rodado de forma bastante desmerecida por Andrei Konchalovsky bajo el título de El tren del infierno. Lo cierto es que, lejos de ser un lastre todos esos ingredientes bien mezclados con fuerza y ganas dan como resultado una película que, sin querer, pone los dedos en guardia y te agarran crispados al brazo de la butaca, consiguiendo poner un par de puntos de interés sobre el final y jugando con la trampa de hacer que todo sea cada vez más difícil para que todo tenga su sentido.
Cierto es que Scott está mucho más afinado que en esa reprochable versión que hizo del Asalto al tren Pelham 1,2,3 y que, en esta ocasión, está un paso por detrás del tipo que dirigió con apuntes de sobriedad Marea roja y sorprendió dando un giro original a algo tan trillado como El último boy scout pero merece la pena permanecer en el andén y dejarse sobrecoger por un sonido que se mete por los huesos del cuerpo como válido elemento narrativo. Ésta vez, el tren va por vías trepidantes que no tienen ni una sola vía muerta. Todo es una lucha contra el tiempo, ese enemigo temible que traicioneramente se alía con el ingrato destino. Hay habilidad en esa cámara que sabe mirar al más puro cine de acción con alguna que otra ingenuidad que se combina con una crítica feroz a la ausencia de responsabilidades que recaen sobre los que mandan y se dedican a jugar al golf mientras un montón de vidas están en peligro o apuestan por el parche para tapar la catástrofe. Ellos sí que son traviesas en vía muerta y lo peor de todo es que se creen que son imparables.

martes, 16 de noviembre de 2010

AL FIN SOLOS (1940), de H.C. Potter

El terror debió de apoderarse de los responsables musicales de la Metro Goldwyn Mayer cuando Ginger Rogers decidió separarse de Fred Astaire para emprender una carrera más dramática que coreográfica. Desesperados, comenzaron a buscar una pareja que fuera digna de ese Mercurio de etiqueta que bailaba como los ángeles y la elegida para el primer intento fue ni más ni menos que una actriz que bailaba menos que un árbol como Paulette Goddard. Así que, sin poder exigirle mucho a la parte femenina, Astaire domina la pantalla con su elegancia natural demostrando que no era demasiado necesario que nadie más que él poseyera la habilidad de la danza. Aún así, Goddard podía no bailar mucho, pero se aplicó como la mejor de las alumnas y pudo acompañar a Astaire en un bonito número titulado Dig it, rodado en un solo plano-secuencia sin cortes y no desentona en absoluto al lado de uno de los mejores bailarines de la historia. El otro plato fuerte de esta comedia sin mucho enredo pero claqué excepcional es Poor Míster Chisholm donde Astaire coge como pareja a una batuta y la convierte en una estela que va rasgando el aire a su paso mientras dirige los compases de la maravillosa orquesta de jazz de Artie Shaw.
Para acompañar el ritmo de blues, de noches de club y de suelos encerados como espejos, tenemos a ese espléndido actor que era Burgess Meredith y que da el toque cómico adecuado con el que introducir ese ritmo imparable que entra en los pies al ver a Fred Astaire convirtiendo al espacio en un aliado sobre el que moverse acompañado de una elegancia consumada y de una cadencia que parece imposible en un ser humano. El resultado de todo ello no es, sin duda, la mejor película del extraordinario bailarín, pero tampoco es la peor y, de hecho, está muy por encima de su último emparejamiento con Rogers, La historia de Irene Castle. De forma evidente, Astaire logra que entremos en el juego de su golpeteo rítmico transformado en jazz del bueno, que disfrutemos de un musical que sólo busca entretener pero que contiene pequeños pedazos de arte con unos bailes que parecen salidos de los pies alados de un Dios nacido para demostrar que la música es movimiento y que el movimiento es una obra de júbilo y celebración.
Tiempo de coda, que tiene nombre de mujer y por el que todo músico debe luchar con la última corchea de un aplauso. La síncopa la trae un clarinete de esos que fue leyenda con sólo sonar y los misterios de un mensaje en clave de jazz tienen que ser descifrados por unos espectadores ávidos de notas que ya están puestas con premeditación en su mente. Entre medias, un bailarín que parecía no tocar el suelo nos va indicando cuál es el compás al que se tiene que mover el cuerpo. Y nosotros, simples mortales que ni tocamos, ni bailamos, sólo podemos extasiarnos ante este juego de sencillez salpicado de minutos de gloria, de instantes imposibles que se depositan en memorias de club y en lamentos de metal. Al fin solos, delante de él, tendremos la mirada secuestrada por un hombre que hacía que el pensamiento se vistiera de frac.

LUIS GARCÍA BERLANGA: ESPAÑA NEGRA, SONRISA AMPLIA

Hace unos quince años y por motivos puramente profesionales, tuve la oportunidad de entrevistar (un don que Dios no me quiso conceder) a Luis García Berlanga. Repasamos su filmografía, nos reímos, compartimos una copa y se despidió con el deseo de volver a verme cuando lo necesitara. Ahora, don Luis, ahora es cuando lo necesito.

Era un hombre que, con tan sólo una mirada, podías intuir en él su enorme sarcasmo y su risueño escepticismo hacia todo lo que le rodeaba. A veces, podía parecer que decía cosas escandalosas pero no era más que una prueba para explorar las reacciones de su interlocutor. Se despistaba con frecuencia, quizá más como pose que como defecto. Fabulaba de forma divertida y era una de esas personas que, diciendo una cosa totalmente en serio, sonaba a broma de fino caballero y sorna irreprimible. Quizá Luís  García Berlanga fuera esa conciencia de la España negra que nos decía las cosas a la cara sin complejos y encima conseguía que echáramos un vistazo para nuestros adentros dándonos cuenta al mismo tiempo de lo ridículos que podíamos llegar a ser.
No soy amante de toda la filmografía de Berlanga, me gusta especialmente su período creativo que va desde el “americanos, os recibimos con alegría, viva tu padre, viva tu madre, viva tu tía” de Bienvenido Míster Marshall a esa obra maestra irreprochable que le sale con El verdugo. Ahí es donde yacen las mejores ideas de un cineasta que tomó del plano-secuencia su forma de ver una vida triste y gris para formular aceradas críticas en la misma cara de sus responsables pero, eso sí, de buen rollo. No en vano, cuando estrenó El verdugo, Manuel Fraga, entonces Ministro de Información y Turismo, le llamó a su despacho, le tomó del brazo y le dijo: “Luís, no sabes lo que me he reído con tu película, pero o le cortas ocho o nueve minutos o me cortan a mi la cabeza”.
Y es que para los de derechas, era un izquierdoso recalcitrante aunque útil; y para los de izquierdas, era un tipo que se alineaba con el régimen. Yo sé por qué. Porque las cosas que decía en sus películas incomodaban a unos y a otros. Famosa es esa anécdota en la que su estupenda película Los jueves, milagro tuvo que pasar el filtro de la censura y el cura encargado le metió tantos cortes a la cinta que Berlanga no tenía ningún reparo en incluirlo como guionista en los créditos iniciales porque, al fin y al cabo, alteró tanto el resultado final que tenía derecho a ello.
Y qué me dicen de aquel tipo que sólo quería pagar la letra de su motocarro el día de Nochebuena mientras se llevaba a cabo esa campaña de falsedad y apariencias de “Siente a un pobre a su mesa” por parte de la católica burguesía de ese microcosmos que él retrataba en una clarísima muestra de la España de principios de los sesenta. Quizá, en ninguna otra película española, ha habido un reparto tan extraordinario como el que hubo en esa maravillosa, cínica y, a la vez, triste historia de una Navidad que sólo existe para los ricos. Es una noche fría, no es buena, la oscuridad se mete por los huesos de los que no tienen nada y Plácido, inolvidable Cassen, sólo quiere el dinero para pagar la letra de su motocarro, que le vence hoy. Y nadie le paga porque no es día para eso. Es día de gasto pero no de pago. Es día de hambre y no de pavo. Por esta película, Berlanga fue nominado al Oscar a la Mejor Película Extranjera y allí, en el patio de butacas, estaban él, Alfredo Matas, el productor y Amparo Soler Leal. Pero ellos sabían, desde el principio, que no había nada que hacer. Que aquel año Ingmar Bergman presentaba El manantial de la doncella y que se tendrían que volver con las manos vacías, igual que Plácido el día de Nochebuena, eso sí, con la letra pagada.
También me maravillé con aquel científico que sólo quería que el mundo le dejara en paz y se refugia en Peñíscola, que por aquello de la ficción, se rebautizó como Calabuch. Y disfruté viendo lo que se podía hacer con los cohetes de fuegos artificiales y con la ilusión como única herramienta de trabajo. España podía estar llena de paletos (todavía lo está y él lo sabía muy bien) pero también estaba llena de buenas personas.
Y quién no tiene en la cabeza al alcalde aquél que debía una explicación porque los americanos iban a venir y se convertía y decoraba un pueblo castellano en andaluz por aquello del typical spanish para que luego no nos dieran, como siempre, ni las gracias. Los coches pasan, la ilusión es una brisa que no para y las banderitas de los Estados Unidos se deslizan con la tristeza impregnada hacia una cloaca. Un plano que le costó a Berlanga que Edward G. Robinson, presidente del jurado del Festival de Cannes, le cogiera del brazo para denunciarlo en comisaría por ofensa a su sagrada e inmaculada patria. Y aún así ganó el Gran Premio del Jurado. Toma americanos.
Aún con los cortes incluidos, me gusta mucho Los jueves, milagro porque pone en solfa muchas cosas de la pretendida falsedad beatífica que tanto nos ha asediado como sociedad y como país. Y lo hacía con la elegancia de no destrozar la creencia de que la santidad existía pero que empezaba por ser hombres y no inmaculados entes de conducta católica (uno de sus blancos favoritos). La película, a pesar de todos los problemas que tuvo, es una lección para los fanáticos, una comedia para los descreídos, una esperanza para los escépticos y una sonrisa para los serios. Y es que hay ángeles para todos los gustos.
Luego, claro, su obra maestra. No soy amigo de hacer listas, me parecen una tortura psicológica en grado sumo. Hago las diez mejores películas de cualquier escala y, al momento, me arrepiento porque pienso que tenía que haber metido ésta o aquélla. Pero, querido Luís, yo creo que con El verdugo, hiciste la mejor película del cine español de todos los tiempos. Negra como la sotana de un cura. Terrible como un garrote vil y aún, pedazo de genialidad capaz de sacarnos una sonrisa de algo que maldita la gracia que tenía. Matar no es fácil y para la posteridad queda ese plano largo en el pasillo de la cárcel con el condenado yendo hacia la muerte, con afectación pero sin vacilar mientras al verdugo lo llevan desmayado porque es un hombre bueno que aquello le parece una barbaridad. Una barbaridad necesaria para que la Administración le dé un piso de protección oficial, una seguridad familiar y un empleo fijo fuera de la triste compañía de unos ataúdes como empleado de pompas fúnebres. Y aún así, nos reímos. Y nos estaba llamando crueles, desalmados, cómo podéis quedaros impasibles ante algo tan cercano al horror, prisioneros del silencio, invitados acomodados del folclore de un país tan analfabeto que apenas es capaz de ver la muerte, o que, tal vez, ha visto la muerte demasiado de cerca y lo único que quiere es olvidarla mirando hacia otro lado. Qué maravillosa obra maestra.
Luego ya, la cuesta abajo. Auténticas mediocridades como La boutique, o Vivan los novios, o esa inspección de la erotomanía, muy alejada de sus habituales historias corales como Tamaño natural, momentos que recuerdan al mejor Berlanga incrustados dentro de la saga de los Leguineche en La escopeta nacional o en ese proyecto largamente acariciado que finalmente se tituló muy erróneamente como La vaquilla y productos pretendidamente divertidos y falsamente realizados, muy lejos de la gracia que nos roía las entrañas, como Todos a la cárcel, o Moros y cristianos o, incluso, esa vuelta a Calabuch que significó la torpe París-Tombuctú. Pero todo eso es disculpable. Yo me quedo con aquel Berlanga que revoluciona la planificación con larguísimas escenas, con actores entrando y saliendo y diciendo cosas que nos hieren y que nos hacen reír simplemente porque tienen toda la razón, con Rafael Azcona tecleando los diálogos que deben decir formando una asociación mítica con el director y, sobre todo, con un hombre que sabía perfectamente hurgar en las carencias de un país tan bueno como manipulable. Por eso, Luís García Berlanga no ha muerto. Está ahí, preparando el próximo plano-secuencia y diciendo alguna obscenidad que otra para ver qué cara ponemos. Sobre todo si se refiere a esa España negra de sonrisa amplia que aún nos aprieta el cuello con palomillas de crueldad. 

viernes, 12 de noviembre de 2010

EL CAMINO DE LA GLORIA (1936), de Howard Hawks

Coger una pala y cavar una trinchera exige una fuerza de espíritu que sólo los grandes narradores están dispuestos a contar. Los hombres mueren y son reemplazados y quien sostiene los galones se oscurece un poco más, se apaga un poco más. Vivir la crueldad de una guerra que se libra entre cuerpos y alambradas, entre sacos terreros y bayonetas puede acabar con ese espíritu de batalla, con ese ánimo de ataque, con esa pizca de heroísmo que, creamos o no, todos llevamos dentro. Y encima, por si el fuego graneado y los disparos perdidos fueran poco, una mujer se dedica a minar corazones que se pelean desde el sombrío escondite del desconocimiento.
Es muy difícil encontrar alguna película mala en toda la filmografía de un director tan sumamente extraordinario como Howard Hawks. Aquí, con el barro en los ojos, nos describe con tinta de barbarie cómo es la vida en esas trincheras donde parece que caminan el amor, la muerte, la nostalgia, la fatalidad y el desatino. Los soldados deberían ser sólo números porque en el momento en que tienen cara y nombre, son heridas abiertas en las entrañas de los que aún quedan vivos. El miedo está sólo en la imaginación, es cierto. Pero desterrarlo es tener la certeza del por qué se tiene que morir. Para sostener todo ese laberinto de pasillos hundidos en el suelo, Hawks cuenta con nombres de mirada intensa y trabajo en tiniebla como Fredric March; o con tornados interpretativos rellenos de carne sin posibilidad de bala como Lionel Barrymore; o con tipos duros con demasiado tiempo en el frente y demasiado desgaste en la espalda, como Warner Baxter. El resultado es una película con poso, que no se va de la cabeza con levedad sino que hace pensar, que desgarra algo por dentro y lo devora, que hace que nos preguntemos con insistencia por la naturaleza inherente de la guerra en el hombre.
Con excepcionales escenas de acción y dando alguna vuelta de tuerca al éxito que supuso algunos años antes Sin novedad en el frente, de Lewis Milestone, la dirección de Hawks es impecable, con un aprovechamiento de guión tan maravilloso que nada sobra, ni siquiera la historia de amor triangular que sirve de contrapunto al fuego incesante de las trincheras. Escondido en el reparto, como el soldado fumador de pipa y aportando alguna que otra pólvora de humor, está Gregory Ratoff, futuro director de probada solvencia y, escribiendo parte del guión, está un Premio Nobel de la altura y categoría de William Faulkner, amigo personal de Hawks, que aporta grandes frases al conjunto, consiguiendo que desfilemos, con una anticipación de más de veinte años, por los decepcionantes senderos de gloria.
También habría que destacar la fotografía de uno de los más increíbles operadores de toda la historia como fue Gregg Toland pero ¿saben qué? Eso sería quedarse más con la imagen que con el relato que tan duramente se cuenta y no sería justo con esta película de corte extraordinario. Así que protéjanse del frío y no asomen la cabeza. Puede que, al otro lado de la alambrada, haya un enemigo que les tenga en el punto de mira.

jueves, 11 de noviembre de 2010

CAZA A LA ESPÍA (2010), de Doug Liman

¿En cuántos trabajos se nos ha llegado a pedir que, en base a un supuesto código de ética profesional y personal, fuéramos un poco más allá? Unas cuantas horas, unos cuantos papeles más, unas horas de descanso menos, un favor para un influyente personaje de la cadena de mando, un silencio pactado cuando se debería gritar o, incluso, unas palabras de más cuando se debería callar. Seguro que usted es uno de los que ha pasado por ello. Y usted. Y usted.
Y ahora vayamos un poco más allá y supongamos que ese trabajo que usted está realizando influye directamente en esas dos palabras que los americanos utilizan como justificación para todo lo que hacen: seguridad nacional. Se trata de lo siguiente: usted es un mando intermedio de unos servicios secretos, uno de esos que no es que se encargue directamente de espiar, sino que maneja los hilos para que otros reaccionen como se desea y hagan el trabajo. Y da la casualidad de que ha podido comprobar sobre el terreno y por medio de algunos indicios que un régimen enemigo no tenía armas de destrucción masiva porque no poseía siquiera medios para fabricarlas. Pero no es eso lo que sus jefes quieren oír. Ellos quieren que haya un respaldo, más o menos fiable, tras una razón para poder empezar una guerra. Y todo el mundo sabe que la primera víctima de la guerra, es la verdad.
Y la verdad, escondida y miedosa, suelta perlas en los periódicos revelando cosas que incluso llegan a afectar a su familia. Y usted, querido mando intermedio, debe callar porque eso es lo que exige la seguridad nacional. Su matrimonio está a punto de romperse porque, erróneamente, se cree que el deber de un ciudadano democrático es acatar las decisiones de los elegidos. Eso es un engaño, un señuelo para incautos. El deber de un ciudadano democrático es cuestionar continuamente si esas decisiones son las correctas porque sólo así se puede preservar el ideal de este sistema que tantos países han adoptado y que siempre se ha definido como el mejor de los peores sistemas posibles.
Para narrar esta historia, hay que tener dos intérpretes de poderío como son Naomi Watts y Sean Penn. Son fuertes, convincentes y hacen que toda la coral les acompañe sin perder el compás y con cierta precisión. La película, por otra parte, está dirigida con los pies por Doug Liman, que ya demostró sobradamente en El caso Bourne que lo de manejar la cámara era algo tan extraño para él como un mensaje en arameo sandunguero y que aquí ya parece que directamente está inmerso en el infierno reservado para los beodos.
Por lo demás, la película se deja ver y se resiente de un pulso más pujante porque, siendo una historia de promesas y mentiras, llega a ser cortante pero no incisiva. Tiene aciertos como su falta de maniqueísmo y completos errores de planificación que llegan a ser preludios de biodramina para una narración que requiere sobriedad y algo más de nitidez. Más que nada porque, a pesar de que nos empeñamos en lo contrario, las guerras suelen ser productos de unos malos que quieren quitar de en medio a otros malos y que, por mucha justificación que se busque, no hay razones suficientes para mandar a muchos al matadero sin sentir ni padecer porque la lucha por la supervivencia se dirime a miles de kilómetros de distancia. Y si hay que sacrificar peones por medio de la mentira y de provocar un mortal desgarro a la ética, pues se hace y punto. Total, a los señores que manejan el poder todo eso les importa lo mismo que el hecho democrático. Absolutamente nada. Ah, y gracias por sus servicios, querido mando intermedio. Lo tendremos en cuenta para que usted no pueda rehacer su vida más que mostrando su furia a los que quieran escuchar. 

miércoles, 10 de noviembre de 2010

EL PRÍNCIPE VALIENTE (1954), de Henry Hathaway

Es hora de desenfundar las pesadas espadas de la justicia y consumar venganzas para recuperar reinos. Si la aventura tuvo un nombre en el cine, bien pudo ser el de El príncipe valiente, donde se conjuga la protección, el heroísmo, la belleza, la revancha, la oscuridad, el doble juego y la traición. Lecciones de nobleza en un mundo de bárbaros donde el acero es más elocuente que cualquier palabra. Caballeros negros para oscuras conspiraciones. Jóvenes impetuosos para heroísmos impensables. Chicas de corazones tan vulnerables como férreos. Un magnífico duelo a espada a dos manos que, con el ruido del metal, nos transporta a la pétrea frialdad de castillos henchidos de poder. Reyes depuestos en aras de la felonía. Hijos que juran restituir el honor. Aliados que no son sutiles pero que se dejan abrir la piel por quien demuestra tener el empuje y el coraje para hacer frente a todos los que se empeñan en hundir el filo en la tierra para dejar a la tierra sin rey. Es tiempo de dejarse llevar por la épica de cuento para saber que los malvados están en todas partes, incluso sentados en nuestra mesa.
El trepidante pulso narrativo de Henry Hathaway convierte a esta película en uno de los clásicos más maestros del cine juvenil de los años cincuenta. Y eso no es una afirmación gratuita teniendo en cuenta que dentro del impresionante reparto podemos ver nombres que, entonces, eran novedad como los de Robert Wagner, Janet Leigh y Debra Paget combinados con auténticos actores de prestigio y carácter, concienzudos como James Mason, primarios y genuinos como Sterling Hayden, brutalmente entrañables como Victor McLaglen, duramente paternales como Donald Crisp o estremecedoramente justos como Brian Aherne. A partir de ahí, se articula una historia que no evita los tópicos pero que los narra con un pulso firme y decidido, dejando de lado la faceta legendaria y afilando con piedra la aventura. Cine entretenido como el que más y rozando la obra de arte por mucho decorado de cartón que se pueda intuir.
Y es que no sólo delante de la cámara se puede quedar uno maravillado de lo que ocurre. Por detrás, hay un operador de la talla y el fuste de Lucien Ballard, uno de los más grandes del cine que hizo sus mejores trabajos para el gran Sam Peckinpah, y sosteniendo la pluma de todo el entramado y de todo lo que no se nos cuenta, está Dudley Nichols, uno de los mejores guionistas, habitual de John Ford y genio reconocido por cientos de páginas escritas con tinta indeleble en la historia del séptimo arte.
Y con ésta pléyade de guerreros es como se fabrica una gran película partiendo de apenas un cuento de espadas y estandartes. Vikingos feroces contra civilizados británicos en un duelo imposible de honores y mentiras. Tengan cuidado. Si alguien de su familia ve esta muestra de cine excepcional, quizá llegue un momento en que se encierre tras la puerta y se ponga a escenificar algún duelo estirando con esfuerzo el tronco para tocar al contrario. El escudo en posición de defensa, si hacen el favor.

lunes, 8 de noviembre de 2010

ÉRASE UNA VEZ EN AMÉRICA (1984), de Sergio Leone

Una enigmática sonrisa lanzada a través de un velo de encaje y envuelta en brumas de adormidera es el cierre del interrogante sobre el por qué de una traición. La amistad es el valor supremo y nada puede romper un vínculo que parece hecho con traviesas de metal de un puente que lo domina todo. América violenta es la cuna de caracteres que se enfrentan con la ferocidad propia de lobos en busca de presas. Érase una vez una tierra de ensueño que se tornó en siembra de pesadilla.
Un hombre desaparece. Se convierte en el hombre sin nombre pero se nos hurtan treinta y cinco años de huida, de escondite y de acostarse pronto. En el fondo, esa sonrisa enigmática puede que nos esté lanzando el mensaje en clave de que alguien sabe que los muertos renacen y que, tarde o temprano, la muerte aullará en una triste llamada de nostalgia  y de desencanto. Los viejos tiempos nunca vuelven. Sólo quedan los sentimientos y la permanencia de una ética que nunca fue quebrantada aunque fuera la seña de identidad de un sinvergüenza.
A su paso, todo pareció un intercambio de destinos. El inteligente fue adelantado por el jugador de ventaja pero conservó un cierto sentido de la moral. La amistad por encima de todo. Por encima de aquel niño que resbaló y que pagó con su vida. Por encima de tratos con gángsters de metralletas avejentadas de tanto escupir por los labios de fuego. Por encima de mujeres que sólo fueron aves que endulzaron una playa llena de cielo. Los errores se pagan, Noodles. Y tu precio fue la soledad errante. Te convertiste en un navegante de la tierra que nunca llegó a tocar puerto. Te convertiste en apenas un recuerdo y en un recurso para quien consiguió arrebatarte el destino. No mires atrás. No dejes que el pasado te pueda. Esos días no volverán. Ni siquiera tú volverás. Deja la copa y el revólver y dirige tu mirada hacia los tristes días que te quedan. Tan tristes como los que dejaste atrás.
Asomarse al ventanuco de la memoria trae lágrimas en los ojos, golpes resentidos que se quedan bajo la piel a pesar de que desaparece el moratón, viajes por canalladas en las que te dejas vencer por la tentación, días de furia y lujo que entraron por el túnel del tiempo para transformarse en repeticiones incesantes del mismo día. La ascensión cambiada por la rutina. El brillo de las copas y de los diamantes enranciado por el polvo sobre el abrigo, la mirada gris y la certeza de que es mejor no ser nadie que ser alguien con el nombre escrito en letras de engaño.
Sergio Leone firmó su última película sabiendo que muy cerca andaba el sabor de la muerte. Quiso retratar los ladrillos con los que se construyó América, rojos de sangre, marrones de odio y puso a un impresionante Robert de Niro y a un incisivo James Woods como protagonistas de un fresco sobre la historia de un gran país con cimientos de corrupción. Es el mito entrando a saco en la fábula. Es Morricone poniendo pentagramas de una época diluida en el humo que sale de las calles. Es Tonino Delli Colli cazando con la cámara el instante de magia de unos tipos que sólo conocían el camino de la cumbre y uno de ellos quiso saber cuál fue el sendero del abajo. Esto no es cuento. Es la ópera de una realidad que siempre fue drogada por el dinero fácil que supuso una muerte en vida y una vida de muerte.

viernes, 5 de noviembre de 2010

LA CIUDAD DE ORO DEL CAPITÁN NEMO (1969), de James Hill

No cabe duda de que el principal atractivo de esta película está inmerso en esas arrugas profundas que se dibujan en la cara de un actor como Robert Ryan. Después de las amargas experiencias del Capitán Nemo en películas como 20.000 leguas de viaje submarino, de Richard Fleischer; o La isla misteriosa, de Cy Endfield en las que el capitán asumió los rasgos de James Mason y Herbert Lom, respectivamente, el rostro de Robert Ryan parece expresar a la perfección ese rechazo casi monstruoso que ejerce el biólogo y explorador hacia la Humanidad, defensor extremista de los recursos naturales que ejerce el mar y que pudre su corazón con el odio fermentado con sal por una raza humana imperfecta, voluble, histérica y expoliadora de los tesoros de la Naturaleza.
Aunque, evidentemente, aquí no existe el soporte literario de las letras de Julio Verne, sí que planea su espíritu a través del trazado de un personaje fascinante que intenta ser comprendido y que es sistemáticamente rechazado por los humanistas que suelen rodear sus pensamientos. Como consecuencia de ello, el entretenimiento familiar está servido, con unas extraordinarias secuencias rodadas bajo el agua que superan con mucho la escritura de un guión que no llega a ser sublime pero que resuelve con eficacia la fantasía que impera en toda la aventura.
Y es que el director James Hill, especialista en rodar con animales como demostró en la taquillera y muy conocida Nacida libre, rueda con maestría todas las escenas en las que la Naturaleza es la protagonista, hábilmente secundada por animales de muchas y muy variadas especies marinas y en las que destaca el temible ataque de un tiburón, espléndidamente montado, y que se convierte en una razón más para disfrutar de una película que, además de ser una aventura, también es un documental sobre la vida en el fondo del mar.
Lo cierto es que el rostro de Robert Ryan, muy criticado en su momento por asumir el equívoco papel de Nemo, es casi la expresión en piel de la arena removida por el agua, mucho menos sofisticado que sus predecesores en el papel, Ryan otorga una autoridad creíble al personaje, amargado en el fondo de su sueño, faz de coral que hunde sus arrecifes en los pliegues de su gesto, de su forma, de su férrea voluntad. Y eso se hace aún más evidente si comparamos su profesionalidad y destreza al lado del resto de sus compañeros de reparto.
Así que, navegando a toda máquina, tendremos una película que tendrá la espuma imprescindible de la ciencia-ficción, la estela rauda y veloz de la fantasía, el balanceo de unas olas que otorgan un poquito de acción al conjunto y algún que otro salto de pez inquieto en forma de chiste aquí y de broma allá. No es una obra maestra. No es inolvidable en el espejo de nuestras retinas pero es una de esas historias que hacen sentir bien, cómodo, relajado, sin trascendencias irritantes que no nos dejan descansar del ajetreo diario. Es una miniatura recubierta de cristal, con algún que otro reflejo de valor.

jueves, 4 de noviembre de 2010

LOS OJOS DE JULIA (2010), de Guillem Morales

Hay hombres que son invisibles aunque se les pueda ver. Son aquellos en los que no reparamos porque tienen escrito en la piel que su vida es gris. Su entorno natural son los sótanos del alma. No se les ve nunca a pesar de que pueden pasar a nuestro lado. No se les nota a pesar de que su respiración no es normal. No se les mira porque sus ojos están inyectados en odio de maleza, aversión de camuflaje, nada es su entorno, ninguno es su nombre.
El combate entre quien no puede ver y quien no quiere ser visto se dirime en los entresijos del deseo de ser amado, de convertirse en lo único que pueden ver unos ojos, de rozar la felicidad por presentir la presencia de una simple mirada. Hay veces que algunos quieren tornarse en relieve en un fondo de gris y optan por transformar la negra oscuridad en rojo resentimiento. Mientras, unos cristales se tintan y, poco a poco, la falta de visión es la soledad, terrible y acusadora, rencorosa y hacedora de perversiones, de horribles actos de destaque, de la nada disfrazada de juez.
Guillem Morales articula esta película con cierta inteligencia, con detalles que delatan una certera dirección en algunos momentos y con reminiscencias muy claras de La ventana indiscreta y Psicosis, de Alfred Hitchcock; de Sola en la oscuridad, de Terence Young; de Un perro andaluz, de Luis Buñuel; de Alien, de Ridley Scott e, incluso, de la estupenda A 23 pasos de Baker Street, de Henry Hathaway. Por el contrario, yerra con algún estrépito con situaciones mal resueltas y con los dos toques gore que incluye con deleite. Hay escenas de un milimétrico sentido del tiempo mientras que alterna otras que se alargan en demasía intentando buscar el producto de terror de calidad. Y eso no se consigue con sangre gratuita ni con salidas absurdas. En ocasiones, hay que tirar de una bolsa en la cabeza para que el asesino no pueda ser visto.
Por otro lado, habría que destacar el excelente trabajo de Belén Rueda, convenientemente recauchutada para la ocasión en contraste con el retrato del barrio de pirados como motos que se juntan en una densidad que puede llegar a ser bastante peligrosa para la salud humana. No quiero ni pensar que tengamos un vecindario con tal galería de zumbados a pocos metros de nuestras puertas. Claro que es posible que, a veces, incluso en un ascensor, ellos también lleguen a ser invisibles.
El caso es que el rato se pasa entretenido, con recursos de buen cine y torpezas devenidas que empañan parcialmente una película que se deja ver. Que se deja ver. La angustia parece que se sienta en la butaca de al lado y nos pega un par de codazos para que saltemos por culpa del pellizco del susto. La culpable es la oscuridad. Es esa dama que se adueña de la noche y de los apagones, que puede ser acogedoramente cruel, que puede conquistar mientras se deja sonar con cierta ironía la melodía de The look of love, de Burt Bacharach. No hay miradas de amor cuando la oscuridad es la mujer deseada. Sólo hay movimientos, olor, ruido ensordecedor cuando cae algo al suelo. Es la intuición de la vida que también pasa a nuestro lado y muchas veces no la vemos. Una cuerda nos sirve de guía. Un llavero con un ruido irritante es la pista que el oído necesita. Nuestro universo está hecho de tacto. Todo tenemos que tocarlo para reconocerlo y resulta que concentramos nuestros sentidos en la visión porque sin ella nos sentimos perdidos, abandonados, huecos, indefensos. Igual que algunos a los que no se pueden ver porque están mimetizados con el ambiente. Son semillas de crueldad que vamos sembrando y apenas nos damos cuenta. La luz se apaga pero sabemos que el cielo sigue allá arriba y tiene ojos con sus estrellas que brillan tanto que no necesitamos velas. Hay que volverse a quien amas y decir unas palabras mágicas. Sólo así la noche se hará día y la luna pasará a llamarse sol.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

LOS MALVADOS DE FIRECREEK (1968), de Vincent McEveety

Una ciudad es tomada por unos salvajes sin alma. Lo peor de todo es que en ese villorrio de rezos y buenas vecindades no hay un héroe que sostenga un revólver que pueda contestar a esos malvados. Sólo hay gente normal, que intenta hacer una vida normal y que ven cómo sus vidas son brutalmente interrumpidas por unos individuos totalmente anormales. No hay puntos débiles que atacar. No hay un flanco que abatir. La única arma que queda es la inteligencia desafiando continuamente a la psicología de unos tipos que se dedican a saquear y a matar sin pensar en un mañana sin armas.
Estamos ante un western que quizá no lo es tanto, que puede que sea ligeramente predecible, que está lejos de ser perfecto pero que en las sombrías imágenes que muestra hay dos actores como James Stewart y Henry Fonda que deben salir a la calle principal para poner a prueba los rifles de sus mentes. Hay un enorme negativismo en el retrato de esas personas que ven perturbada su rutina y su paz. Pero, con un poco de paciencia, podremos ver algunas imágenes muy poderosas y que se acerca con cierta precisión al realismo. También notaremos algunos posos polvorientos de suspense, de no saber a ciencia cierta qué es lo que pretenden algunos de los personajes y que desprende un cálido roce en el corazón. Fue muy criticada en su día, precisamente porque el héroe no es tal y es difícil identificarse con alguno de los protagonistas, pero hay cosas que ganan efectividad con el paso del tiempo, e incluso, a veces, consiguen dar en la diana que en su día fue errada.
Todo esto no quiere decir que no haya disparos o alguna que otra escena de acción más que notable. Tan sólo se trata de destacar cuál es el centro de los ojos al que apunta la película, con un notable acierto en el estudio de personalidades sin caer en ningún estereotipo conocido. Es un western que no se queda en el ruido sordo de los percutores golpeando balas intentando encontrar a la víctima ideal sino que intenta hacer llegar un mensaje y, tal vez, una lección.
Y es que también puede que la incómoda sensación de haber pasado la vida entera construyéndose una reputación y un futuro acabe en una mirada a nuestro alrededor y nos pruebe que somos unos don nadie, unos seres tan aburridos como prescindibles. El objetivo de esta película es intentar hacer mejores personajes a aquellos que la vean con la ventaja añadida de ofrecer un buen entretenimiento. El dominio de la madurez es evidente en todo el largometraje, con todos sus inconvenientes. El cine negro, por momentos, reemplaza el repicar de los cascos de los caballos. No todos saben saborear esta historia. No todos saben dejar el revólver en la funda a la espera de la mejor oportunidad para dar el golpe definitivo. Al fondo, piénsenlo, puede que se yerga la figura de un hombre con una estrella que se enfrentó a tres tipos bajo un sol abrasador estando absolutamente solo ante el peligro.

martes, 2 de noviembre de 2010

LA IMAGEN EN EL ALMA (2010), de César Bardés

Para quien pueda estar interesado en la adquisición de este libro, pongo aquí el ISBN asignado al libro que es su número de registro y con el cual se comprueba que el susodicho existe y que se puede pedir a través de la distribuidora correspondiente a cada zona. El número es: 978-84-92604-42-5. Espero que el dato sea de utilidad para quien esté interesado. Nos vemos en el cine.

Bueno, por una sola vez y sin que sirva de precedente, me vais a permitir que anuncie el lanzamiento para mañana día 3 de noviembre de este libro realizado por mí mismo. El camino ha sido largo, arduo y duro. Comenzó con la búsqueda de un prologuista de categoría para introducir con propiedad la obra que en él se contiene y lo conseguí gracias a la generosidad de un hombre como Lorenzo Silva que ha realizado un trabajo fantástico y que da una idea de la talla que tiene como autor y como hombre. Luego, hubo que seleccionar los artículos, darle una estructura al libro y corregirlo y darle mil vueltas, hasta tal punto de que lo he tenido tan cerca que ya no puedo tener una mirada fresca sobre él.
Primorosamente editado por Editorial Quadrivium, estaba prevista una presentación para mañana en algún lugar de Madrid pero, lo que son las cosas, no ha habido disponibilidad de sitio para hacerla así que ha tenido que aplazarse, con toda probabilidad, para mediados de diciembre. En todo caso, ahí está. Con mucho sudor y mucha ilusión, un libro para quien quiera ver el cine desde el alma.
Dentro de él, además del admirable prólogo de Lorenzo Silva, podréis encontrar una selección de unos 125 artículos publicados en el diario "El Pueblo de Albacete" tanto sobre cine de estreno (comprenderéis que vaya con un cierto retraso) como de cine clásico. Un especial dedicado "Al este de Eastwood" y otro "Reservado para los Coen". Más allá, encontraréis un apartado de "Gente con alma" en el que se detallan algunas de las monografías que he tenido que realizar con los más diversos motivos (fallecimientos, centenarios, aniversarios o concesiones de premios). Luego, "Los extras del alma", en el que hemos colocado algunos artículos monotemáticos sobre diversos asuntos propios del cine y de la imagen que dejan en el alma. Finalmente, el libro se cierra con "El final del alma", donde nos encontramos con dos narraciones cuyo ambiente y finalidad, cómo no, es el propio cine.
A partir de aquí, vendrán las críticas, positivas y negativas y todo la parafernalia propia al lanzamiento de un libro. Prometo no dar el rollo a nadie con que lo compréis o lo regaléis y demás. Lo cierto es que está ahí, que ya estoy pensando en el siguiente (otra selección de artículos) y que así se cumple un viejo sueño que también estaba guardado en el alma, justo al lado de las imágenes. En todo caso, disfrutadlo. Se ha hecho con mucho amor, sobre todo por el cine. Mañana volvemos al ritmo habitual de las películas que estáis esperando y supongo que sabréis perdonar mi arrogancia al anunciar este lanzamiento. Sólo lo repetiré cuando se realice la presentación, para que se vea que allí estarán, en principio, tanto Lorenzo Silva como Laura Cristóbal, periodista de la Agencia EFE y antigua jefe de la sección de espectáculos de "La Razón".
Un saludo a todos los que entráis. Ante todo, vosotros.
César Bardés