miércoles, 30 de diciembre de 2009

NO ES TAN FÁCIL (2009), de Nancy Meyers


Nancy Meyers es una de esas directoras y guionistas que tienen una cierta fama de idear puntos de partida muy atractivos para, más tarde, ir flojeando en pegada hasta acabar en la categoría de meras comedias un tanto intrascendentes y en esta ocasión, confirma con creces su reputación. A su favor, eso sí, está una actriz inmensa, divertida, sensata, comedida, indecisa y con todo el climaterio en oleadas de sofoco y en estado de reforma como Meryl Streep, inmensa, creíble, actriz.
Los demás activos de la película no pasan de ser los de una comedieta que te hace pasar un rato sin más de cualquier tarde perdida y con un tipo que empieza a merecer un seguimiento cercano como es John Krasinski (al que ya vimos como estupendo protagonista de Un lugar donde quedarse, de Sam Mendes), cuarto papel en importancia de la película, que tiene a su cargo secuencias verdaderamente divertidas. Alec Baldwin intenta poner algo de profundidad en una mirada que, en tiempos, fue muy delgada, y Steve Martín es incapaz de poner algo de chocolate a un croissant que es más bien soso.
Así que Meyers, abundando en sus preocupaciones para trazar un retrato del mundo de indecisiones, dudas, cambios de opiniones e incompatibilidades femeninas, nos deja un relato que no pasa de la mera sonrisa, del chiste que no es tan fácil de contar y de ese regusto vengativo que deja un climaterio que pasa por igual a hombres y a mujeres. Al fin y al cabo, todos los que nos hemos acercado a esa peligrosa edad de la cincuentena comenzamos a tener conciencia de que no todo es tan divertido como antes, de que la edad de hacer locuras sólo merece una mirada nostálgica, de que la juventud nos hace ser más duros y de que la madurez nos convierte en carnes caídas y barrigas vergonzantes para acabar creyendo que hemos desperdiciado la mayor parte de nuestras vidas en la búsqueda de una felicidad que, sin saberlo, ya teníamos entre las manos y que hemos dejado escapar de la manera más tonta.
Eso sí, puede que no sea tan fácil volver a fumar lo prohibido en un momento no demasiado oportuno o que consideremos que lo que antes era aburrido, monótono y conflictivo ahora sea divertido, diferente y abrumadoramente excitante. Espejismos que el calor de ese climaterio emana y que nos hace ver lo que anhelamos pero que no es más que otro medio para poner la vida patas arriba con el riesgo egoísta del daño que se puede hacer a los demás. A la vejez, viruelas pero es que tal vez a esas edades lo que se necesita es un poco de orden y sensatez.
Por lo demás, alguna broma jocosa por allí, las intervenciones ingeniosas de Krasinski como un futuro yerno que quiere mucho a los que van a ser suegros, el trauma nunca superado de un divorcio que siempre es culpa de dos por mucho que nos empeñemos en ver sólo a un reo, la tranquilidad de una lluvia como símbolo del volver a empezar o la aparición de una soledad que siempre ronda a los que queremos que nos amen, incluso forzando las tuercas de los besos. Lo demás es un poco de conversación insulsa por allí, unas ligeras gotitas de emoción por allá, escenarios agradables, vidas envidiables, ambientes calientes, niños que se pasan de listos, listos que se comportan como niños, un poco de arquitectura para una vida que se desmorona por lo inesperado, platos bien barnizados para parecer muy apetitosos, maledicencias de las amigas cotorras, alguna copa de más, alguna que otra risa de menos, el redescubrimiento del sexo a los cincuenta y tantos y la seguridad absolutamente comprobada de que, detrás de todo ello, se encuentra la palabra cine escrita en el rostro de esa impresionante actriz, que saca oro puro de un pastel, y que se llama Meryl Streep. Por ella, yo pasaría un climaterio sitiado por albañiles.
Con este artículo quiero desear a todos los que visitan estas páginas un feliz año nuevo y que cada día se convierta en una fiesta que, a buen seguro, todos merecemos. Feliz Año Nuevo.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

AVATAR (2009), de James Cameron

El hombre ya no vive en armonía con la Naturaleza. Se ha convertido en un invasor de su propio hogar, en un depredador que no se preocupa del daño que puede hacer el fuego o la codicia desbocada inherente a su condición. Ya no oye las voces del pasado. Ni siquiera es capaz de ver los amaneceres del futuro. Es un ser que vive y mata, que no piensa, que sólo copia, que sólo arrasa. Y no perdona porque ha olvidado cómo establecer vínculos. Cómo querer. Cómo cuidar.
Y entonces se preocupa de asesinar a Dios en la última Naturaleza deslumbrante que queda por saquear. Muerto el espíritu, la tierra se conquista. Y ya no puede mirar todo un mundo de maravillas, de criaturas hostiles y sorprendentes, de fieras amistosas que sirven con obediencia a quien eligen para matar. Ese mundo se abre con todo su esplendor esperando una mirada de compañía y admiración. Pero el hombre dispara y extermina sin mirar. Ha olvidado el equilibrio que tiene que guardar con el entorno. Y en ese instante en que la violencia se abate con toda su fuerza para teñir el verde de rojo es cuando la propia Naturaleza decide rebelarse contra el agresor porque ya no soporta que una especie inferior tenga el progreso en sus manos y sólo lo utilice para aniquilar todo lo que le rodea sin pensar más que en la avaricia.
La exuberancia de la vegetación parece que cobra vida, la fauna se muestra tan evolucionada como instintiva y los aires del Oeste parece que vuelven a soplar en una historia que recuerda a las que nos contaron en Bailando con lobos, de Kevin Costner; o en Un hombre llamado Caballo, de Elliot Silverstein, pero James Cameron, sabedor de lo que se trae entre manos, ciega con una puesta en escena que nunca se había visto antes. Las imágenes nos arrastran a una aventura de personajes algo planos, pecado menor cuando la recompensa es un gran rato. Y más allá de eso, hay un grito de aviso por la siempre agredida Naturaleza y por todos los seres, de la especie que sean, que tienen su casa en las hojas verdes de las tierras vírgenes, que vuelan entre nubes que no huelen a gasolina, que recuerdan lo que fueron para saber con certeza qué es lo que serán.
Así tenemos un ejemplo de lo que es la utilización de unos efectos visuales que dejan boquiabierto y que abren una nueva era en el cine, que se combina con un argumento que, dejando algún cabo suelto, queda relegado por el arrollador empuje de una imagen que llega a hipnotizar. Tal vez, de esta manera, el hombre vuelva a tener alguna conciencia sobre las máquinas que derriban los árboles que le protegen, sobre el uso de la fuerza por encima de la razón, sobre las lágrimas derramadas por los conquistados, sobre la evidencia de que la Naturaleza nunca le concederá otra oportunidad. Puede que así se sorprenda al saber que habrá un valeroso hermano dispuesto a luchar con él o que hay otros pueblos a los que no les importa arriesgarse para defender una causa perdida. Pero para eso hacen falta vínculos, uniones, valor, defenderse con flechas cuando te disparan misiles, no rendirse ante la derrota anunciada. Hace falta saber ver. Si no, puede que Dios escuche las oraciones de las víctimas y tome parte en la batalla. El cazador se convierte en presa y la última Naturaleza persistirá como símbolo del Edén perdido. Y nosotros, extraviados como un bebé en un bosque de trampas, no sabremos nunca lo felices que podríamos haber sido si conociéramos lo que significa respetar todo lo que no nos pertenece. Si Dios quisiera que fuéramos así nos hubiese hecho de papel y nos habría puesto unos números en la frente para que siempre supiéramos cuál es nuestro verdadero valor. Y el valor del hombre sólo se puede medir por la cantidad de sí mismo que entrega a los demás. El resto son los avatares de la creación.

Con esta película, en la que sobra imaginación, quiero desearos a todos Feliz Navidad y que todos los deseos de vuestro interior se conviertan en felicidades de vuestro exterior. Feliz Navidad. Hasta el miércoles de la semana que viene.

martes, 22 de diciembre de 2009

JENNIE (1948), de William Dieterle

En memoria de Jennifer Jones, inmortal ya en esta película que nunca muere.

Estoy solo ante el rectángulo sin mancillar. El papel, en su virginidad, me golpea furioso intentando excitar mi inspiración pero yo me limito a observar su inmaculada superficie y se me antoja un enorme cíclope de ojo blanco y de mirada desafiante. Mis ojos vagan con la súplica en ellos, intentando encontrar las palabras justas, las frases pulidas, la semántica perfecta que nunca he llegado a alcanzar. Pero sólo encuentran el vacío, la nada y, en todo caso, la mediocridad del muro que acosa mi intento de expresar exactamente lo que siento.
Poco a poco, algo se va formando en mí. Es ella. Es la mujer que hace que yo salga de mi estúpido ensimismamiento y comience a escribir. No es arte, desde luego. Ni siquiera es tiempo, pero es algo.
Sigo escribiendo, mi mano revolotea inquieta con el bolígrafo en ella, llenando líneas repletas de olvido, gramática de lo efímero. Y es entonces cuando me doy cuenta de que estoy emborronando estos renglones pensando en Jennie, de William Dieterle.
Y en este instante veo algunas imágenes de mi vida que están grabadas en la tela de un cuadro como inicios de una realidad completamente irreal, que parece que nunca pasó pero que, sin embargo, ahí están. Las veo en blanco y negro, difuminadas en el imperfecto objetivo de mis ojos y recuerdo la primera vez que la vi con una sonrisa que me conquistó, con una mirada que me hablaba tan claramente que parece que le hubieran crecido las cuerdas vocales por debajo de los párpados. Y entonces es cuando supe que mi obra de arte era la vida porque aquel momento superaría la cordillera del tiempo.
Y cada vez fue diferente, cada vez hubo más pasión. Y más inspiración. Y más arte en ese tiempo que se enquista de manera tan repetitiva en lo más hondo de nuestro pensamiento que no importa que hubiera tormentas, ni olas de separación, ni la vida de color verde en medio de la furia de la propia naturaleza. Que ella, como la mirada del color, del color completo, del color que sólo se puede captar en una pintura que, de puro amor, vence al tiempo y a la mediocridad y al vacío, quedaría expuesta para siempre en el museo del interior de un hombre que nunca quiso escribir más que la obra maestra que supone un amor que no muere. Porque aunque no nos demos cuenta, aunque no sepamos atisbar en nuestro pálido interior, muchas veces estéril y silencioso, todos hemos conocido a nuestra Jennie. La que hizo que, durante unos instantes, fuéramos príncipes, fuéramos artistas, fuéramos genios…y estatuas modeladas con el cincel del amor en el inmortal alabastro del blanco tiempo.

viernes, 18 de diciembre de 2009

MORITURI (1965), de Bernhard Wicki


Esta es una de esas películas que fueron en su momento machacadas tanto por la crítica como por el público. Su director, Bernhard Wicki, empujado hacia la cima por el clamoroso éxito internacional de su película alemana El puente (una auténtica obra maestra), intentó introducirse en el mercado norteamericano con esta historia de saboteadores y ética que fue un fracaso que golpeó su carrera y hundió aún más la terrible saga de películas que Marlon Brando protagonizó en la década de los sesenta salvo alguna honrosa excepción.
Sin embargo, hay varios dilemas que la historia plantea que son de largo interés y que hacen que la película sea una joya dorada escondida en el blanco y negro del instante. Los ingleses chantajean a un refugiado alemán en la India para que, camuflado como comisario político de las SS, se apodere del cargamento de caucho de un carguero que está al mando de un excelente capitán pero que, por otra parte, está en entredicho porque en su último flete se emborrachó debido a la tensión y el barco a su mando fue torpedeado y hundido.
Así, Wicki desarrolla todo el comportamiento de unos personajes dominados por su obligación. El saboteador no tiene ningún escrúpulo moral, no se plantea ningún dilema ético con tal de alcanzar su objetivo e incluso le da exactamente igual quién puede ganar la guerra. El capitán, leal a su patria, precisamente cae en la bebida de nuevo por culpa de la traición a sus principios de nobleza moral. El segundo de a bordo, nazi convencido, ejecutará sin piedad al cordero listo para el sacrificio. Algunos de los marineros guardan dentro de sí una ideología absolutamente contraria al régimen y mirarán con simpatía al saboteador cuando se descubra su juego de búsqueda de unos explosivos que pueden dinamitar toda la misión. Los prisioneros aliados son verdadera escoria incapaz de luchar ni por su país, ni por su moral, ni por nada que pueda estar por encima de la cintura. Los que tienen la razón puede que sean las guaridas de una nobleza arrasada y la película tiene la capacidad de dejarnos heridos justo por debajo de la línea de flotación, como un barco moribundo que pide a gritos un hundimiento honorable.
Quizá Wicki, en su momento, dijera cosas que nadie quisiera oír como que una causa justa no es sinónimo de poseer la razón y la moral. Quizá también dijera que en una guerra sólo hay perdedores y que sólo de ellos depende la convicción de ser libres aunque vaya la vida en ellas. Y es que no siempre la vida es el bien más preciado. Morituri, de Bernhard Wicki, con Marlon Brando en el papel del saboteador sin ideales y Yul Brynner como el capitán torpedeado en su ética de caballero. Un combate de razones contrapuestas en el campo de batalla de la cubierta de un carguero. Los que van a morir…

jueves, 17 de diciembre de 2009

ALGO PASA EN HOLLYWOOD (2008), de Barry Levinson

Muy lejos del retrato despiadado de los productores ejecutivos del cine que nos hizo Robert Altman a principios de los noventa con la demoledora El juego de Hollywood, Barry Levinson nos propone en esta ocasión una mirada al otro lado de la moviola y nos deja en manos de una cierta idea de que estos tipos del dinero y del control tienen que poseer unas tragaderas del tamaño de una plaza de toros para que, al final, valgan tanto como lo que ha valido su última película.
Así que Levinson coge algo que le pasó realmente al productor Art Linson (uno de los talentos más reconocidos de la industria con éxitos de la talla de Los intocables, Dick Tracy, Heat o El club de la lucha), lo adapta al rostro de Robert de Niro, que con su habitual minuciosidad consigue hasta parecerse físicamente a Linson, y nos cuenta, una vez más, una historia que nos dice a la cara que la industria del cine está compuesta por seres sin piedad, por oportunistas indeseables, por aprensivos enfermizos, por directores de pretendida vena artística cuando por las venas les corre otro tipo de sustancia y, con una cierta falta de mordacidad, nos muestra a los tipos que tienen que decir sí cuando deben decir no y que no se note mucho. Esos mismos a los que muchas veces se ha despreciado por ser los fulanos que ponen el dinero cuando, en incontables ocasiones, han sido los responsables de salvar o hundir una película y, en el fondo, son profundos conocedores del gusto de quien paga por un entretenimiento tan tonto como éste de contar historias con imágenes.
Pero Levinson, a pesar de la evidente flojera en algunos pasajes, deja algunos rincones reservados a la inteligencia como lo es el hecho de que el éxito o el fracaso de una película se base en la muerte de un perro de un disparo mostrada sin tapujos y que el público rechaza de manera frontal pero que, sin embargo, no pestañean cuando el protagonista es acribillado a balazos bañados de bestialidad. Más allá de eso, también consigue ser cáustico describiendo los caprichos de las estrellas con la excusa de la creación física de un personaje basándose en su barba cual Moisés moderno. La falsedad está a la orden del día y, mientras tanto, de Niro, como siempre, nos hace un repaso por todos los estados de ánimo posibles y pasa de la desesperación a la cortesía, de la tentación irresistible a la negociación sin aristas, de la decepción del fracaso a la resbaladiza búsqueda del éxito debajo de las piedras. Al final, es posible que, confinado en un rincón del poder, tenga una pequeña victoria en el rodaje de su propia vida privada pero eso es la concesión pactada de una derrota de la que parece responsable.
En todo caso, a la historia de Art Linson le falta mordacidad, un punto de agresividad y quizá dos de humor más ingenioso y menos evidente. No cabe duda de que, al contrario que Altman, Levinson es un hombre plenamente integrado en la industria y que ha regalado joyas que merecen un lugar destacado en el cine contemporáneo como son El mejor, Avalon, La cortina de humo o, incluso, El secreto de la pirámide pero también fórmulas tan vulgares como Rain man, Toys, Bugsy o Jimmy Hollywood. Tal vez, también tuvo que claudicar en algún instante del montaje tras una moviola observada por los traidores aunque eso es patrimonio exclusivo de los que tienen colgada en la cabeza la pluma que les identifica como autores con ambición. Y que no olvidemos que pueden estar tan equivocados como el productor más recalcitrante, el actor más estresante, el agente más cobarde o el matrimonio más errado. Aparte de todo ello, uno ve la película y sabe perfectamente que eso no le ocurrirá a él porque lo más cerca que hemos estado de una cámara fue en aquella grabación familiar que fue un éxito porque pillamos a papá con dos copas de más y diciendo un arrastrado “os quiero mucho” que se convirtió en nuestro no cuando quisimos decir sí.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

LA CALUMNIA (1961), de William Wyler


Hay ocasiones en que parece que la vida se empeña en hacer que resbalemos como un caracol por el filo de un cuchillo que parte el pecho, las entrañas y la vida en dos... Martha Dobie (Shirley McLaine) es como ese caracol...y cuando ya no puede aguantar más, cuando el peso de algo que sabe injusto puede con ella...sus pedazos maltrechos caen por los laterales del cuchillo golpeando dolorosamente en lo que más quiere, haciendo trizas su destino y dejando sólo una línea recta por la que tiene que caminar su compañera Karen Wright (Audrey Hepburn).
La calumnia, de William Wyler...habla de la maledicencia en la terrible hora de los niños, de la infantilidad de unos adultos que sólo alcanzan ver la huida y el daño fácil en su arrebato de egoísmo febril y de falsa moralidad, de la soledad de dos mujeres que pierden todo por lo que han luchado, de la comodidad de volver la cara cuando el apuro, el verdadero apuro, viene para sacudir fuerte...de la cobardía, del amor que no vive porque no confía...de la confianza que no vive porque no ama...sí...todo eso es verdad...todo eso se va clavando sutilmente en nuestro corazón de espectadores...y dentro de nosotros...todo se rebela...todo llama al motín contra el prejuicio...contra la falacia...contra el vacío creado alrededor de algo que, aún siendo mentira, debería ser aceptado y asumido, escrito y aprobado por todas nuestras almas de seres humanos indignados y enrabietados...
Pero también habla del daño innecesario que Martha infringe a Karen porque, al fin y al cabo, cuando ella confiesa que sus sentimientos son cercanos a la mentira que las ha destruido...no está pensando en su amiga...en esa amiga sin la cual ella se va a encontrar en la total oscuridad del aislamiento...No, en su corazón de mujer extraordinaria no late el consuelo de permanecer al lado de Karen porque ante todo ella es su amiga...no...la fuerza de su amor la impulsa a decírselo sin pensar en que esa nueva vuelta de tuerca arrasa a Karen...la rompe...la hace añicos...y por algo más que por el hecho de que esa mentira tenga algo de verdad...sino que Karen, de alguna manera, sabe que esa amistad cómplice y casi perfecta y repleta de ternura, se desmorona sin remedio, se destruye con el barreno de lo equivocado...de lo que puede que sean sinceros sentimientos...pero que también puede que sea la confusión de una mujer que hace tiempo que perdió el rumbo y que el único muelle al que puede amarrar sus frustraciones y sus sueños sea el de su amiga del alma...que lo es...aunque no de la manera en que ella desearía...o cree desear...porque muchas veces lo que creemos, lo que deseamos que sea verdad, no es más que un engaño que trazamos a nuestra medida para no hacer frente a lo que realmente nos atormenta y nos paraliza. Es la grieta de la que nos agarramos para no caer en un vacío que, tal vez, ni siquiera exista...pues lo único que existe...es nuestra propia cobardía. Tal vez, lo único que existe, es un cine tan grande como el de hoy.

martes, 15 de diciembre de 2009

EL CASTAÑAZO (1977), de George Roy Hill


Estamos ante una de esas películas que apelan a nuestro lado más gamberro. Dentro del mundo de intereses que se mueve en el terreno deportivo, cuando no hay otra solución, lo mejor es recurrir a la violencia. Así que a repartir cera. De repente, un equipo de segunda fila comienza a escalar posiciones y lo que era un recurso para evitar el ridículo se convierte en un medio para estar entre los mejores. Y, lo que es peor, a la gente le encanta tanto palo.
Así que tenemos una comedia de tortazos, de caídas imposibles, de narices rotas y de carcajadas malsanas. En el fondo, toda una crítica del éxito a cualquier precio en la que se nos dice con toda claridad que, para jugar así, mejor irse a plantar féculas. Y entre las risas por aquel mandoble y éste lance más sucio que unos gemelos que están para el arrastre, nos encontramos con una película que nos remite sin escalas al cine mudo, a la escena del pastelazo en la cara, al castañazo inesperado, a nuestra malsana moral que se ríe de la violencia en el deporte porque consideramos que es un espectáculo más y si se rompen un par de narices, no pasa absolutamente nada.
Todo el concierto de golpes está dirigido por George Roy Hill (al que siempre recordaremos como responsable de Dos hombres y un destino y El golpe) y que nos sirve con un tinte de realismo que hace que nos preguntemos si realmente el deporte es una forma de dar recreo a nuestros espíritus lúdicos o si, por el contrario, es el circo romano en moderno. Aquello que entretiene para que nadie pueda pensar y, de paso, haga salir esa bestia de fauces mojadas que disfruta de piernas rotas y sangres sobre el hielo. Y Roy Hill no hace concesiones. El lenguaje es claro y directo. Las órdenes de partir huesos no dejan lugar a dudas y ahí tenemos una película divertida, muy crítica, extremadamente ácida y terriblemente bien interpretada por Paul Newman, que lleva toda la función a sus espaldas a pesar de tener en el patín metido el perfil claro de un perdedor sin remisión.
No es una obra redonda aunque, a través de toda la violencia enseñada, destila una incómoda crítica hacia determinados estilos de vida, pero no cabe duda de que hay un afán muy gamberro en ella, muy transgresor al mostrarnos de puertas adentro lo que en la pista no es más que una intuición. La victoria, a menudo, es propiedad del más sucio, del que baja el stick para zancadillear con poca vergüenza y mucho deseo de ganar. Y, poco a poco, así como quien no quiere la cosa, El castañazo se ha convertido en un clásico del cine deportivo con afán de hacer reír por mucho que en el fondo, su pensamiento sea el de hacernos ver hacia donde vamos con el deporte-espectáculo como telón de fondo. Así que es el momento de calarse las hombreras y saltar a la pista sin importar lo más mínimo que a uno le puedan partir las napias. El precio es la victoria.

viernes, 11 de diciembre de 2009

KING RAT (1965), de Bryan Forbes

James Clavell fue un conocido novelista de éxito que, años más tarde, dirigió una excepcional película que hablaba sobre la guerra, la peste, la pobreza y la crisis de fe y que llevó por título El último valle, con Michael Caine y Omar Sharif de protagonistas. En esta ocasión, unos cuantos años antes, se intentó adaptar una codiciada novela suya que, en principio, se pensó para ser interpretada por Paul Newman. Más tarde, se le ofreció a Steve McQueen, el cual se negó alegando que no iba a pasarse la vida encarnando personajes que vivían en un campo de concentración (estaba muy reciente el enorme éxito de La gran evasión) y, finalmente, el guión cayó en las manos del, por entonces muy de moda, George Segal. El resultado es una película que no duda en hablar con franqueza del honor, del comportamiento ético que debe emanar mucho más allá del simple instinto de supervivencia y del dilema moral que se plantea entre estas actitudes propias de oficiales que, tal vez, no sean tan caballeros.
La historia, no nos engañemos, no camina por los derroteros del heroísmo dentro de un campo de concentración ni nada de eso. Se trata de hablar de humanidad. Se trata de hablar de sufrimiento. Se trata de establecer cuánta dignidad se puede perder con tal de sobrevivir. Y todo lo eso lo hace sin dejarse entretanto ni un gramo de humor mientras nos hace meditar sobre el poder, sobre el clasismo, sobre el privilegio, sobre las dificultades y sobre el carácter que marca no solamente la vida propia, sino también la de los demás. Detrás de Segal, tenemos una excelente plantilla de actores británicos encabezada por el siempre turbio Tom Courtenay y seguida por el muy eficaz James Fox. Lo peor de todo es que nunca ha sido un título demasiado valorado y, sin embargo, tiene momentos de cine de altura y es una de las mejores radiografías que se han hecho nunca de la vida de los prisioneros de guerra. Porque además, seamos sinceros. En una situación en la que te han hecho prisionero y te han internado en un campo de concentración lo único que te interesa (en contra de lo que nos han vendido una y otra vez) eres tu mismo. Tu propia capacidad de adaptarte y sobrevivir. Y si tienes que hacer negocios con quien no debes, los haces. La ética sirve de muy poco cuando las alambradas son los límites del mundo. Lo más increíble de todo es que cuando se sale de ese campo de concentración, las cosas no son muy diferentes. Lo único que te interesa eres tu mismo. Tu propia capacidad de adaptarte y sobrevivir. Y si tienes que hacer negocios con quien no debes, los haces. La ética sirve de muy poco cuando ya no hay alambradas que pongan límites. Y quizá la amargura de esa certeza es lo que tanto ha perjudicado a esta película cayendo en el olvido de quienes ven que somos prisioneros, nos guste o no, y que aún sigue habiendo algún “Rey Rata” que intenta arañar unos céntimos a cambio de alguna miseria que nos corroe por algún lugar de nuestro interior.

jueves, 10 de diciembre de 2009

IN THE LOOP (2009), de Armando Ianucci


El principio organizativo de cualquier sociedad se basa en la guerra. Por eso, de vez en cuando, nos vemos inmersos en alguna invasión llamada eufemísticamente, de “planificación futura”, o, tal vez, puede que nos veamos obligados a escalar las altas montañas del conflicto con el fin de hacer menos imprevisible el inicio de un enfrentamiento bélico. Es la alta política. Es el arte de hacer creíble lo que no tiene mérito. Es la mentira ascendida a la importancia.
Y así nos encontramos con una nueva moda que convierte las decisiones en puros juegos de palabras, en vehementes enfados asidos a la arista más indiferente, en frases dichas al azar con tanta autoridad como la que tiene el vecino en lo que se refiere al funcionamiento de nuestra cisterna. Es la moda del político de perfil bajo, del inútil disfrazado de competente, del tipo que quiere ser popular e incluso pasar a la posteridad sin tener ni pajolera idea de lo significan palabras tan simples como seguridad o bienestar. Es más. Es hasta posible que el único competente sea aquel que emplea un lenguaje soez, de una agudeza tan puntiaguda que hiere con la corbata y que es capaz de inventarse una jugada política sobre la marcha a pesar de ser un segundón que sólo se hace oír por su inventiva de chascarrillo y votación.
Es lo que impera en nuestros días. Convertir la política en un instrumento sin seriedad no porque la clase dirigente quiera mentir, que lo hace, sino porque no sabe hacer. Así nos podremos encontrar con un Ministro de Desarrollo Internacional que no pronuncia ni una sola palabra a derechas porque no tiene ni idea de lo que están hablando. O quizás a una Subsecretaria de Estado a la que le duelen los dientes y no puede torpedear una decisión encubierta que traerá prosperidad y muertos. O a la inmensa paradoja de un General pacifista que se acogerá a la estúpida excusa de no dejar solos a sus compañeros para convertirse en un belicista convencido. O a un tipo al que le encanta filtrar un secreto de estado porque su vida personal se derrumba. Es el interés personal puesto muy por encima del servicio público. Eso sí, con unos diálogos desquiciadamente rápidos y un diseño de personajes que deja en ropa interior roja al político de bajo perfil, ése que ahora manda por varios rincones del mundo.
Así que bajo la sombra de La cortina de humo, de Barry Levinson, el director y guionista televisivo Armando Ianucci nos retrata la estupidez de las ideas de los que mandan, secundada por la inutilidad imaginativa de los que asesoran y rematada por la simpleza organizativa de los que trabajan para dar como resultado una película de planificación corta y débil, con un estilo de reportaje de telediario, pero que sobresale en un guión de una tenue brillantez. Al menos, alguien escribe algo que no se derrumba como un muro en ruinas para que nos demos cuenta de que, en muchas ocasiones, la vida, la verdad y la parodia se dan la mano para cerrar un pacto político que avergonzaría a cualquier hombre de Estado.
Así que al tajo. Que los tipos que manejan los hilos sigan siendo marionetas ascendidas a titiriteros. Que la capacidad de comunicación se corte por el navajazo trapero de una política inexistente. Que la prensa haga el juego al vacío que representa lo inútil. Y tendremos una sociedad anclada en un estilo de vida basado en el engaño, en la sonrisa forzada que representa la humillación y en la seguridad de que importamos un pimiento a los tontos que mandan. A fin de cuentas, nunca había ocurrido que un tipo que se atraganta con una galleta viendo un partido de fútbol fuera el jefe del país más poderoso de la Tierra. Cuanto menos exijamos, menos nos exigirán y ya dejaremos para luego el esfuerzo de pensar. Pensar, vaya antigualla. Primero, invadamos. Luego ya explicaremos por qué invadimos. ¿No es así el juego político?

miércoles, 9 de diciembre de 2009

CARTA DE UNA DESCONOCIDA (1947), de Max Ophüls

En ocasiones, esperamos que aparezca el amor de nuestras vidas en medio del frío más gélido. Y, cuando aparece, sabemos que, tal vez, el amor, como un arpegio estridente, va desacompasado y que, ni siquiera, toca la melodía que nosotros seguimos. Entonces, nos agarramos a nuestros recuerdos de niño, a nuestra ilusión repleta de esperanza y creemos, por un instante, que el amor por el que enloquecemos se halla detrás de un cristal en el que brilla con luz propia y que, con una secreta mirada de deseo y admiración, lo podemos observar y sentir que, alargando la mano, podemos obtener lo que queremos, lo que amamos...pero que nunca poseeremos.
Y en la otra orilla del lago de nuestra existencia puede ser que el amor de nuestra vida pase rozándonos con dedos de seda sin tan siquiera darnos cuenta de que esa es la gran oportunidad perdida a la que hemos castigado con la lujuria, con el dolor, con el desdén y con la indiferencia suponiendo sólo una muesca más en nuestro recuento de debilidades terrenales cuando, en realidad, demasiado tarde, distinguimos que esa muesca no debería existir porque pertenece al territorio de la divinidad.
Por ello, porque a veces la vida es un tiovivo que encadena unos acontecimientos con otros y que no se para a pensar en la justicia para un corazón palpitante de amor, una carta es escrita por alguien a quien no se recuerda; una carta de adiós y de principio; una carta de desesperación y esperanza; una carta que te descubre al final, que el amor lo tienes en tus manos, que siempre lo has tenido pero que es demasiado tarde para recuperar una pasión que nunca has merecido pero que has visto pasar, mientras te parapetabas detrás de lo confortable y lo caprichoso, como una canción que te gustó pero que nunca tararearás porque, sencillamente, ya no te acuerdas...Y en ese preciso momento, es cuando notas que el hado te sobrepasa y te deja derrengado en el suelo, de que tu vida y tu destino cogieron caminos divergentes que terminaron por romperte en cientos de pedazos que nadie podrá nunca recoger porque estás solo...y al día siguiente, amanecerás con tu vida envuelta en vendas que jamás curarán unas cicatrices tan profundas que ni el tiempo, ni la razón, ni la ausencia son capaces de cerrar...Por eso, antes que pasar por ello, eliges el atajo más breve para ir al infierno...
Y, sin embargo, alguien, a pesar de no ser correspondido y de no saborear la intensidad de un amor que sólo tuvo billete de ida, pensará que vivir, amar y soñar siempre habrá merecido la pena, que la tragedia de una pasión inmensa que apenas encontró una alegría donde descansar hace que las lágrimas salgan en busca de algún lugar desde donde despeñarse...pero serán vertidas con la escritura de un rastro de humedad que será más eterno que el mismo cielo...Ophüls, Fontaine y Jourdan (y el extraordinario libro de Stefan Zweig) hicieron que todas esas sensaciones hechas con esqueleto de celuloide y tinta pasaran por mi cuerpo, por mi mente y por mi errante corazón dejando una huella indeleble de amor por un cine al que un desconocido, un día, tuvo la osadía de escribir.

viernes, 4 de diciembre de 2009

EL EMPERADOR DEL NORTE (1973), de Robert Aldrich


El principio de autoridad desafiado por alguien sin nombre que asume que está al margen de todo. Solamente se hace llamar A número 1. Tal vez porque es el primero, el que sabe destruir lo establecido, incluso la humillante condición de la pobreza. Es aquel que se atreve a retar al más temible de los revisores de tren para entablar una partida de ajedrez con las traviesas de las vías como tablero. Los movimientos se sucederán. Habrá un par de jugadas en las que se quede fuera de la partida. Pero tiene suficientes recursos como para no darse por vencido precisamente porque esa es la auténtica derrota: darse por vencido. No hay que rendirse ante un martillo de crueldad porque la clase de un hombre, esa clase que se instala en el interior como una hebra de tela en la raída chaqueta de miseria, es el arma principal para no ser nunca el vagón de cola.
Sin duda, hubo una época en que los más pobres sólo podían cobijarse de la tormenta del desprecio a bordo de un tren. Y entonces, subirse a un vagón a escondidas se convirtió en una forma de vida, y también en una expresión de la rebeldía contra el hambre, contra la indiferencia, contra el fracaso que, con un ritmo de ruedas mecánicas, pasaba sobre el destino de unos hombres que sólo buscaban un poco de dignidad.
Robert Aldrich propuso este duelo a muerte que entablan de manera soberbia Lee Marvin y Ernest Borgnine (después de bajarse Sam Peckinpah en la primera estación) y nos dejó con un héroe de ropa gastada y sonrisa cansina que sólo se mantiene vivo porque, en su enfrentamiento, sabe que hay una protesta, un decir no a lo que parece que es inevitable. Al otro lado de los rieles, la brutalidad orgullosamente exhibida por alguien que se cree superior por el mero hecho de tener un trabajo y que, hoy en día, se nos antoja tremendamente actual. La locomotora seguirá avanzando aunque alguien sin pasado muera seccionado por sus ruedas. El progreso no espera. Tan sólo queda la capacidad de poder negarse. Y a veces, no está permitido ni eso.
La admiración de un héroe que no quiere serlo siempre es peligrosa porque, en algún momento, se desea imitar aquello que se ensalza. Y es entonces cuando solemos darnos cuenta de que no hay suficiente clase como para llegar a la altura de las leyendas. A número uno cree que cualquiera con una cierta fortaleza de inteligencia puede llegar a hacer lo mismo que él. Pero no, cuando las hachas vuelan para matar, sabemos que el hombre sin nombre es el verdadero y el único, el que encarna los deseos que no se realizan y que no están al alcance de ese ser humano que ya no tiene muchos cambios de aguja para el resto de sus vidas. A número uno es el aviso de tiza en lo alto de un depósito, es la arrogancia del que no tiene, es el día acostado en un vagón de mercancías, es el fuego ennegrecido por el carbón. Es la rebeldía que nunca debe faltar en el corazón de quien se hace llamar hombre.

jueves, 3 de diciembre de 2009

EL BAILE DE LA VICTORIA (2009), de Fernando Trueba

Todo el mundo sabe que para que se puedan trazar en el aire los movimientos de una victoria hay que dar muchos pasos pequeños hundidos en la derrota. Y quizá desde cumbres de desolación, desde las nieves heladas del fracaso, puede haber un pequeño resquicio de esperanza, de ilusión, de la nada acariciada de un sueño que parece realizarse pero que sólo es un presentimiento de felicidad, un gran vacío con algo bonito dentro.
Y Fernando Trueba intenta por todos los medios que sintamos la emoción en la piel, nos intenta erizar los sentimientos para que nosotros también tomemos parte de la reconstrucción de una imaginación que hace ya tiempo se hizo añicos. El problema es que, durante un rato, Trueba juega con historias paralelas de las que sólo te interesa realmente una, la que lleva Ricardo Darín sobre esas espaldas de enorme actor que hace que, con una mirada, sientas el trance de ruina de un ser humano que lo perdió todo por una ambición teñida de vanidad. La otra no deja de ser un simple cuento de hadas con un Abel Ayala empalagoso, pegajoso, tiñoso, mohoso y pesadamente animoso. Cuando se cruzan ambos personajes, la película decae porque, igual que un caballo que nunca nació para correr, no sabe hacia dónde ir. Hay zonas de cine negro que no acaban de ser oscuras. Existen rincones de melodrama que no terminan de apretar los pernos. Brillan intentos de un sobrante realismo mágico que no pasan de ser fuegos de artificio sin luz ni sonido. Y al final, Trueba cae en el peor pecado en el que puede caer un cineasta y es el tedio a través de una película desequilibrada que podría haber sido una bonita adaptación de unos sueños que parecen apuñalados por el empuje de una vida empeñada en huir.
Quizá el silencio hubiera sido la llave para abrir la puerta de lo que Trueba busca con denuedo, que no es otra cosa que sobrecoger con una persecución que tiene todas las papeletas para acabar en cuarto lugar y eso le lleva a cometer incongruencias que tendrán mucho sentido dentro del relato visto desde dentro y, tal vez, para aquel avezado que haya leído la novela de Antonio Skármeta (autor de Ardiente paciencia, fuente y caudal de El cartero (y Pablo Neruda), de Michael Radford) pero que no pasan de ser saltos argumentales de nula seriedad narrativa porque el director español se esfuerza en tocar todos los palos y resulta no ser experto en ninguno, al contrario de lo que pasa en las que, hasta hoy, son sus mejores películas, como El sueño del mono loco y La niña de tus ojos.
Y uno de los grandes problemas con los que se tiene que enfrentar Trueba es que tiene al público de su parte. Ellos quieren emocionarse. Quieren afrontar lágrimas y reír de hermosura, Desean con fervor que la historia les agarre por la cintura y no les suelte más allá de los Andes pero algo anda mal en la narración, no hay pasión en la mirada de Trueba aunque tal vez sí unas cuantas huellas de alma que se diluyen con la llegada de las olas de unas reacciones poco pensadas por parte de los protagonistas, de una incoherencia que llega a ser irritante y de unas estúpidas cabalgadas por el centro de Santiago que se convierten en un recurso narrativo repetitivo y cargante. Sencillamente porque la película no es un caballo ganador.
Así pues puede que nos dejemos llevar un poco por la belleza de algunos planos, por la delicadeza de la expresión de un cuerpo que quiere decirlo todo a través de la danza, por el retrato de unos perdedores que, aún venciendo, seguirán siendo los mejores candidatos al fracaso pero hay pocas sensaciones que contar, adormecidas en el fondo de las historias que no se trabajan, cuando la ambición de provocarlas era más que una evidencia. Es lo que tienen las apuestas arriesgadas. Que no siempre se baila para vencer.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

EL CALLEJÓN DE LAS ALMAS PERDIDAS (1947), de Edmund Goulding


En muchas ocasiones, se ha catalogado esta película como un ejemplo de cine negro aunque se encuadra más ajustadamente dentro de los límites del drama de tintes oscuros. En ella, nos encontramos con la primera actuación acertadamente trágica de Tyrone Power (confirmada años después con ayuda del gran John Ford en la entrañable Cuna de héroes y por el magistral Billy Wilder en la maravillosa Testigo de cargo) para demostrar que detrás de ese rostro bonito que causaba estragos entre las jovencitas de la época había un actor de talento que tan sólo necesitaba empujones de prestigio para colocarse en el lugar que realmente le correspondía. Por esta vez, Power no dudó en dejarse coger de la mano del veterano director Edmund Goulding y adentrarse en una de las más oscuras producciones que Hollywood realizó en los años cuarenta con unos cuantos ingredientes psicológicos que añadían cierto interés a esta historia casi imposible de un hombre que comienza en un circo y termina manejando las mentes de hombres débiles que, en algún momento de su vida, han perdido el camino de la cordura. En algunos instantes, la película llega a ser impactante pues funciona como una gigantesca máquina del destino, que puede conseguir la malevolencia de un hombre que es de todo menos un héroe. La luz que recae sobre su rostro de perfección es tenue, la dirección artística parece dar importancia a los rincones de la mente que el protagonista tiene que visitar y la música crea una incómoda sensación de aprisionamiento, de inevitable descenso hacia la humillación, del fin de una escalera que se debería subir para estar un poco más cerca de lo que significa la vida.
Tal vez, en esas partes que no resultan impactantes, la historia sea demasiado predecible (dentro de un argumento que destaca por su originalidad) y cae en lo obvio aunque siempre queda la duda de si lo obvio es un invento de la mente o es la verdad de la que se trata de escapar. En cualquier caso, es un drama anómalo, que ciertamente se adelanta a la época en la que fue rodado, 1947, y que contiene una actuación que merece nuestra mirada, nuestra atención y una parte importante de nuestra admiración.
No existe ninguna duda de que el carnaval que se describe en la película huye de la alegría que preside este tipo de celebraciones y nos adentra en un festival de horrores que se erige en uno de los puntos fuertes de todo el relato y raramente ha sido superado en toda la historia del cine (aunque ahí está ese carnaval de amor y muerte que rodó Marcel Camus con el mítico título de Orfeo negro) pero es una fiesta que no hace más que poner el acento en la corrupción moral, en el deseo carnal representado magníficamente por Joan Blondell, en el cinismo, en la ascensión a una cima demasiado resbaladiza y en la caída que es más dura cuanto más alta ha sido la ambición.
Oscura pero con secuencias que dejan grabadas su impronta en la memoria, deberíamos dejar descansar un poco nuestro pensamiento para hacer frente a la manipulación a la que nos someten algunos hombres sin escrúpulos que juguetean con el artefacto más peligroso de toda la creación como es la mente humana. No seamos almas perdidas en medio del falso colorido de un carnaval que inunda de blanco y negro nuestras pesadillas más ocultas.

martes, 1 de diciembre de 2009

CÉSAR Y CLEOPATRA (1945), de Gabriel Pascal


Basada en una obra teatral del genial George Bernard Shaw, el director Gabriel Pascal (del cual Orson Welles hizo una acertada caricatura en la película Hotel Internacional, de Anthony Asquith) realizó una adaptación que no se aleja mucho de las bambalinas y que tiene su mayor activo en ese pedazo de actor, capaz de pasar del cinismo a la sinceridad de una sonrisa viperina, que respondía al nombre de Claude Rains. Aquí Rains encarna a Julio César con soltura shakesperiana y lo transforma en naturalidad escénica componiendo un personaje repleto de ironía y preparado para ser pasado a cuchillo. En cualquier caso, en sus palabras es donde se halla la voz de Shaw, su pensamiento y su ambición, su vanidad y su destino y esas frases tan maravillosamente construidas hacen que ponga un punto y aparte porque, de leerlas, estoy seguro de que el genial autor inglés no dudaría en asestarme unas treinta y siete puñaladas.
Acompañando a Rains y siempre con el talento grabado en un rostro inolvidable, se halla Vivien Leigh que compone también un personaje lleno de matices que transita desde los ademanes suaves y altivos de una princesa hasta la majestuosidad incomparable de quien fue reina de reinas. Ella era así, capaz de pasar de ser una niña mimada del Sur de Estados Unidos a una enloquecida mujer sin rumbo esperando al tranvía que tenía como última estación el Deseo. A pesar de que se prodigó muy poco en el cine en más de treinta años de carrera, Vivien Leigh demuestra, una vez más, la extraordinaria habilidad interpretativa de una mujer que embaucaba con los ojos mientras te cercaba con el resto de su rostro tan difícil de explicar.
Algunos autores afirman sin rubor que ésta es la mejor adaptación que se ha hecho de todas las obras de George Bernard Shaw. Quizá haya que recordar la excelente Pigmalión, de Anthony Asquith y Leslie Howard, interpretada por el propio Howard y Wendy Hiller o rescatar del olvido una pequeña maravilla, hecha con mimo y gracia y un inconfundible sabor de aventura titulada El discípulo del diablo, de Guy Hamilton con un reparto excepcional encabezado por Burt Lancaster, Kirk Douglas y Laurence Olivier. De lo que no cabe duda es que Gabriel Pascal decidió no airear los espacios teatrales y dejó que esta historia sobre un amor que fue imposible y de unos hechos que parecían imaginados se quedase en una especie de Estudio 1 de auténtico lujo en la que, además de los mencionados Rains y Leigh, destacan un excepcional Stewart Granger y una acertadísima Flora Robson, perfectos secundarios para una esfinge que supo lo que era encontrar a un príncipe enamorado.
Ah, y un último consejo...No hagan mucho caso de la historia. Shaw quería ser satírico y alteró hechos para dibujar una sonrisa en sus rostros. Así que déjense llevar, tal vez el premio sea un racimo de uvas degustado en un diván.

viernes, 27 de noviembre de 2009

CONFIDENCIAS A MEDIANOCHE (1960), de Michael Gordon


Estamos ante la expresión máxima de las comedias de “teléfonos blancos”, raíz y nacimiento de ese género que, en esta ocasión, cuenta con un ocurrente guión lleno de giros inesperados que tiene en Rock Hudson al principal de sus activos (nunca he sido fan devoto de Doris Day), aportando planta, clase, estilo, elegancia y alguna que otra sonrisa cómplice como sana expresión de un humor que no duda en ridiculizarse a sí mismo. El guión de Stanley Shapiro es modélico (no en vano, fue ganador de un Oscar) y la dirección del veterano Michael Gordon es clásica y sin complicaciones. Se cuenta una historia para sonreír, para tener una sensación de estar pasando un gran rato viendo una nadería bien hecha, para disfrutar viendo a Hudson fingiendo ser homosexual en una ironía que el cine se encargó de hacer vida...Todo ello, razonablemente sazonado con unas buenas dosis predecibles pero que en ningún momento pierden encanto. El resultado, naturalmente, es una película que se deja ver igual que se degusta un delicioso cóctel en un local de cierta categoría acompañado de una mujer que lleva un ajustado vestido a juego con la melodía de un piano que deja entrever un cierto desenfado.
Siempre es difícil intentar definir o hablar de una película como Confidencias a medianoche porque, al fin y al cabo, es cine que se convierte en puro entretenimiento y que se niega tercamente a ser algo más. Y entre juegos y conversaciones telefónicas entre Day y Hudson hay que destacar la maravillosa interpretación, entremés cómico entre la ligereza del argumento, que realiza la espléndida Thelma Ritter, secundaria entre secundarias e injustamente tratada por el destino (seis nominaciones y no llegó a ganar nunca) pero que aquí hace que la sonrisa rompa en carcajada, que la gracia sea un arte emanado de unas arrugas tan sabias que parece que se han formado en nuestras propias casas y, por supuesto, cuna de inspiración para tantas y tan buenas comedias de situación que hemos disfrutado a través de la televisión desde aquella mágica Enredo.
Claro que, para no caer en el feminismo más recalcitrante, también hay que destacar por el lado varonil a un Tony Randall que lleva el lado contrario de la comicidad, consiguiendo la risa a través de rostros sin expresión, viajando sin escalas por las llanuras de la perplejidad y, como siempre, siendo ese personaje donaire que tan bien supo retratar el teatro clásico de tiempos remotos en los que el teléfono no existía. (Por cierto, si hubiera existido cuán aburridas hubieran sido algunas de las comedias de Lope o Calderón).
Cuidado, si están viendo y suena el siempre molesto teléfono...no lo cojan. Puede que escuchen lo que no quieran oír. Puede que eso sea el principio de una gran conversación...

jueves, 26 de noviembre de 2009

UN LUGAR DONDE QUEDARSE (2009), de Sam Mendes


John Ford siempre decía que detrás de una gran película había que realizar una película pequeña y eso mismo es lo que ha hecho Sam Mendes después de dejarnos con el corazón arrasado y destruir todos los tópicos del sueño americano con Revolutionary road. Ha reunido los pedacitos que nos había desperdigado por el suelo y los ha vuelto a juntar con sumo cuidado, con bases bien sólidas de historia muy modesta pero contada desde la sabiduría y la falta de pretensiones.
Así nos ha dejado algún resquicio para la esperanza, presentándonos a una pareja de Ulises modernos que, ante la proximidad de ser padres, van buscando algún lugar donde echar raíces, donde asentar las convicciones de su vida para ser mejor de lo que son porque, al fin y al cabo, eso es lo que significa ser padres. Por el camino, harán parada en el egoísmo sin contemplaciones, en la falta absoluta de responsabilidad de otros padres que parecen recién salidos del manicomio, en la perplejidad que les produce aún otra pareja que se ha inventado un estilo de vida que parece sacado del manual “haz el amor y no la guerra...pero con los niños delante” (majaderos como éstos das una patada en el suelo y salen cinco) y que además te miran por encima del hombro porque no compartes su bobada y te creen un ignorante, en la decepción de quien todavía no se ha realizado en la vida, en el dolor de una separación que hace que en una cama elástica se juren amor eterno prometiendo cosas que son imposibles pero que son reales, en la impotencia de poderse prolongar por mediación de los hijos naturales recurriendo a la adopción no como un fin, sino como un medio...El gran mérito de todo esto es que Sam Mendes, en lugar de sumergirnos en un dramón de lágrima y media nos mueve en una comedia de sonrisa muy larga y sabe reflejar, con un mirar profundo, todos esos miedos que nos han sacudido a todos los que alguna vez hemos sido padres y hemos estado bajo el poder de la influencia de los demás.
Y el caso es que la búsqueda de un sitio donde echar raíces donde se hace crecer un hogar tiene una respuesta más fácil que todo eso. No hace falta tanto peregrinaje, ni tanto vaivén. No es necesario mirarse en los espejos deformantes de los demás para poder tener un ápice de seguridad de que lo vas a hacer bien, de que te equivocarás como todos pero de que también acertarás y que el premio será un beso inesperado de tu hijo, o unas palabras espontáneas dichas desde la inocencia, o un sencillo dibujo en el que te verás reflejado a través de sus ojos. Somos seres que vivimos desde la comparación cuando, en realidad, somos capaces de crear. Y ser padre es lo más creativo a lo que pueden aspirar un hombre y una mujer.
En realidad, esa isla ansiada, ese lugar ideal, donde corra el aire, luzca el sol, el arpa de hierba no deje de sonar en los árboles, el marco donde nuestro hijo depositará la riqueza incalculable de sus recuerdos es en el rincón de los brazos de la persona a la que hemos amado tanto que hemos decidido tener un hijo con ella. Ahí es donde está el lugar donde quedarse. Ahí es donde crecen las edades para convertirse en años. Ahí es donde un niño podrá reírse con ganas hasta que sea un hombre. Por todas estas estaciones nos lleva el director Sam Mendes y el resultado es una película agradable, bonita, sincera, certera. Y de una película pequeña salimos con sentimientos grandes, alguna que otra carcajada e incluso algún gesto afirmativo como reconociendo en esa situación aquella vez que nos pasó a nosotros algo parecido. El viaje es una vida. Y el destino consiste en darse cuenta de que al lado de quien realmente amas todo es cálido y que ahí mismo, en el hueco entre él y ella, es donde los niños tienen que crecer, y lo harán en el mejor sitio del mundo. Y si no pregunten a sus hijos. Quizá queden sorprendidos si contestan que quieren crecer en cualquier sitio mientras papá y mamá estén juntos.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

UN CEREBRO MILLONARIO (1968), de Eric Till

No cabe duda de que, quizás, el mejor trabajo de Peter Ustinov como guionista lleva el insigne nombre de La fragata infernal pero Un cerebro millonario, también debida a su pluma y a su siempre interesante interpretación, puede destacarse por ser una historia de actitud muy relajada y con un sentido del humor muy inglés pero muy efectivo, tanto es así que Ustinov, en su guión, opta por ridiculizar ese sentido del humor tan manierista, afectado, particular e isleño que exhiben los ingleses convirtiendo el film no sólo en una comedia sino también en una parodia. No en vano, el sentido del humor inglés tiene tanto de fraude como la misma historia que Ustinov nos cuenta...un fraude de millones de libras.
No cabe duda de que no es un film redondo, tiene sus defectos y para los espectadores más modernizados es evidente que encontrarán ridícula la representación de los ordenadores más perfectos del mundo cuando a primera vista ya han quedado totalmente obsoletos, pero también tiene algunas virtudes como la interpretación de Ustinov (un hombre de extraordinaria cultura al que era muy difícil encontrarle una mala actuación), y de los notabilísimos secundarios Maggie Smith y Karl Malden. Incluso Ustinov hace gala de su inteligencia poniendo en pantalla dos o tres detalles que pasan desapercibidos en su primera visión pero que, en sucesivas revisiones, aparecen como guiños de notable lucidez.
El director, Eric Till, no duda tampoco en aplicar un tono decididamente satírico a la historia y consigue la que es la mejor obra de una carrera absolutamente mediocre, tal vez porque aquí (y en ocasiones, se nota) siguió con cierta obediencia las indicaciones del propio Ustinov dando como resultado una película que se deja ver con un cigarrillo en la mano (sí, no pasa nada por fumar un cigarrillo) para disfrutar de una sátira que también tiene algunas tonalidades menores en clave de romanticismo, de diversión y, por supuesto, inteligencia aderezada con algunas gotas de sorpresa subrayada por algunos ojos que deben de estar bien abiertos no sea que lleguen a perderse, incluso, unos pocos instantes de magia.
Lo más curioso de todo es que, por debajo de esa capa de aguda listeza, la historia es terriblemente simple y, lo que es más, está contada de forma terriblemente simple pero, en muchas ocasiones, cuando lo que existe es un talento natural las obras resultantes son, cuando menos, interesantes, y eso es algo que, parece ser, aún no se ha aprendido suficientemente en el cine, el arte que mayores obras de arte ha dejado en apenas cien años de existencia.
Así que tal vez ahora sea el momento en que debamos dejar que una película entable un diálogo con nosotros y averigüemos si el tipo que la creó era capaz de defraudar a una empresa de seguros a través de la incipiente informática de la época. El diálogo resultará enriquecedor, nos daremos mutuamente lecciones de cómo estafar y de cómo hacer una película. Tal vez, al otro lado, haya un tipo de apellido ruso que era mucho más listo de lo que se suele considerar a los gordos. Humor inglés. Pérfida Albión.

lunes, 23 de noviembre de 2009

RÉQUIEM POR UN CAMPEÓN (1962), de Ralph Nelson


Esta película podría definirse exclusivamente a través de dos nombres propios: Uno es el de Anthony Quinn, alma y reflejo de la historia, actor en plena madurez creativa que dibuja uno de sus mejores personajes en la piel de un hombre que hizo de la vida un cuadrilátero y está al borde de tirar la toalla. El otro es el de ese excepcional guionista que fue Rod Serling, mítico creador de esa serie de culto y reclinatorio que fue Galería nocturna (a día de hoy felizmente recuperada en DVD en su primera temporada y que recomiendo encarecidamente a los amantes de lo nostálgico y de las breves historias de horror y fantasía) y que en cine es ampliamente recordado por dos trabajos posteriores a éste que nos ocupa y que fueron auténticas maravillas de la escritura en el séptimo arte: Siete días de mayo, de John Frankenheimer, y, por supuesto, El planeta de los simios, de Franklin J. Schaffner. En todos los casos, Serling, bien sea bajo la apariencia de una intriga política, de un cuento de ciencia-ficción teñido de pesimismo o del retrato de un hombre a punto de ser abatido por un k.o fulminante, tiene una mirada especial, revestida con los equívocos ropajes de la metáfora brillante, hacia las historias de interés puramente humano. En el camino, el guionista nos deja siempre un poso de tristeza indeleble ayudado por una certera dirección de Ralph Nelson, un hombre de talento mediocre que solamente fue cegado por el éxito abrumador que tuvo Soldado azul, pero que aporta una interesante visión de la historia destacable, sobre todo, al final de la cinta.
Curiosamente y con cierta lejanía, la historia del hombre que fracasa cuando termina la cuenta de su propia vida que no ha sido más que el inútil reflejo de una continua pelea en la lona, tiene un cierto parentesco con Fat city, de John Huston, gran especialista en la descripción del fracaso y tanto en una como en otra los estereotipos no existen. Sólo hay hombres que luchan por hacer algo que realmente merezca la pena en su vida llena de heridas abiertas y de puñetazos al aire. El ánimo de quien asiste al espectáculo se quiebra un poco, como consecuencia del gancho al mentón que propina la película cuando tenemos la guardia algo baja y entonces es cuando somos presas de la desorientación, de la desoladora tristeza y de un pedazo de corazón roto que ningún golpe, por fuerte que sea, podrá volver a componer. Y es que no...no es una película sobre boxeo, sino del realismo de una vida que se acaba porque, cuando llega determinado momento, alguien no sabe hacer otra cosa más que luchar en el ring.
Hay que destacar la aparición de Muhamad Alí interpretándose a sí mismo justo en el momento en que su carrera comenzaba a deslumbrar bajo el nombre de Cassius Clay y con un estilo que nunca se había visto en el boxeo así como la excelente banda sonora de Laurence Rosenthal y el soberbio trabajo de iluminación del fotógrafo Arthur Ornitz, responsable años después de las imágenes de realismo sucio de Serpico o de la sofisticación imperante en el atraco perfecto de Supergolpe en Manhattan, ambas de Sidney Lumet.
En resumen, muchas son las cintas que han tratado el mundo del boxeo y ésta es una de las más certeras hasta que, por supuesto, años después un osado, valiente e impecable Martín Scorsese dirigiera Toro salvaje con el poderío de un Robert de Niro inigualable, pero Réquiem por un campeón es una brillante película que merece la pena verse...tal vez porque muchos de nosotros no hemos hecho otra cosa en la vida y, cuando llegue el momento de la patada que nos arroje fuera del cuadrilátero, no sabremos hacer nada más. Palabra de crítico.

viernes, 20 de noviembre de 2009

LA BATALLA DE LAS COLINAS DEL WHISKY (1965), de John Sturges


En contra de lo que pudiera parecer, John Sturges, un hombre que siempre caminó por los dorados atardeceres del desierto para contarnos historias serias y de enorme trascendencia, decidió visitar en esta ocasión los terrenos pedregosos de la comedia de sonrisa ininterrumpida con una película que parece hecha para todos aquellos que no se toman a sí mismos con demasiada seriedad. Para ello, se rodeó de una serie de actores dispuestos a pasárselo en grande mientras se rodaba y encargó la música a un especialmente inspirado Elmer Bernstein. El resultado es una pequeña locura que a todos esos que creen ver un mensaje en un ladrillo, les parecerá que ofende a los indios y Sturges sólo intentó realizar una parodia, una ridiculez, un auténtico precedente de los astracanes que, años después, tan bien supo hacer Mel Brooks.
El lío está protagonizado por un inusualmente divertido Burt Lancaster, perfectamente risible en su grave autoridad, y secundado por un reparto brillante con Lee Remick, Jim Hutton (padre del actor Timothy Hutton), Pamela Tiffin, Donald Pleasence, Brian Keith y Martín Landau. Y no esperen coherencia alguna. Simplemente plántense delante del televisor y prepárense a pasar un buen rato con tonterías de repertorio que, sin duda, harán que se sientan culpables de haberse reído tanto al final de la película. Eso sí, entre cabalgadas locas y diálogos envueltos en una cierta agudeza, también abundan las escenas de acción (Sturges era un verdadero especialista en ello) que también parecen ideadas con lo absurdo como protagonista. El único arte que hay en todo este buen montón de caos es la banda sonora, auténtica maravilla que merece la pena grabarse y escuchar una y otra vez. Casi podríamos decir que, con esta película, rara especie entre géneros, se fundó la comedia épica, es decir, el heroísmo teñido de carcajada. Algo raro, e, incluso, difícil de degustar pero, si se sabe entrar en el juego, la diversión parece salir allí mismo donde termina el horizonte.
Lo que es seguro es que, en estos malos tiempos que corren y que nos cercan cual partida de indios enloquecida, dispuestos a arrebatarnos hasta la dignidad, esta película es un maravilloso remedio contra la depresión, contra el mal humor, contra la lógica, contra el orden que se nos tambalea por culpa de la inutilidad de unos cuantos que manejan los mandos. Es una forma de decirnos que todo depende de cómo se mire la vida. Y la lección nos deja una sonrisa de acero forjado.
Así que déjense apresar por el espíritu del desenfado, pónganse a pegar tiros como descosidos sin ton ni son, dejen que el sin sentido invada unos pocos minutos de sus vidas, recréense en unos tipos que eran incapaces de actuar mal, permitamos que la incorrección sea un júbilo en nuestro interior y asistamos al chiste sobre un Oeste que, simplemente, nunca existió. ¿No es atractiva la idea de mandarlo todo a las colinas?

jueves, 19 de noviembre de 2009

2012 (2009), de Roland Emmerich


Después de los desastres de Independence day y El día de mañana, Roland Emmerich, autor de este engendro, debería cambiar un poco de rollito ¿no? Qué obsesión tiene el tío con el Apocalipsis y la destrucción del mundo y arrasar la Casa Blanca con lo primero que tiene a mano, ya sea una nave espacial de malos humos o un portaaviones que anda por allí. Es que, de verdad, ya cansa. Y más si el fulanito se tira dos horas y media para contarnos la huida de unas personas que huyen y que además están huyendo. ¿Hacia dónde? Hacia un nuevo amanecer, claro.
Además es que no tiene vergüenza porque primero el genio alemán de este director se decanta un poco por la teoría de la salvación de las élites que tan brillantemente y de forma tan humorística nos retrataba Stanley Kubrick con la inolvidable ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Lo que pasa es que, claro, lo que allí resultaba divertido, aquí se convierte en patético. Luego, no contento con el tema, nos hundimos estrepitosamente en los efectos especiales que ya se apuntaban en Cuando los mundos chocan, de Rudolph Maté sólo que lo que allí era clímax, aquí se transforma en repetición saciante de lo mismo una y otra vez. Y al final, para darle un poquito de catástrofe al asunto porque no ha sido suficiente, se decanta por La aventura del Poseidón, de Ronald Neame, más que nada en aras del sacrificio heroico y demás zarandajas. Para rematar el caos, navegamos hacia la utopía. Los gobiernos acceden a salvar a unos pocos para no parecer tan crueles (eso no se lo cree ni el Roland harto de Schnapps) y como espuma del tsunami, la respuesta del nuevo Edén se encuentra en África. Ahí queda eso. Y el teutón se ha quedado más a gusto que Pilón tragándose media docena de hamburguesas (que, por otro lado, no olvidemos que proceden de Alemania).
Durante la travesía, por supuesto, hay que romperlo todo a lo bestia. De cine, poco. De espectáculo, cataclismos a mansalva. Agujeros en la tierra, movimientos de placas tectónicas, olas gigantes, sentimentalismo facilón, mezquindad humana (que eso sí que es una catástrofe), volcanes por doquier. Y encima, el perrito que es horrible y que es la causa por la que alguien se juega la vida esperando que corra, etcétera, etcétera, se llama César. Como le coja al Emmerich le voy a poner el Roland de corbata.
Eso sí, como la destrucción es total, el godo se arriesga a decir que el nuevo orden mundial residirá en los hombres de ciencia y no en el dinero, que es lo que ha imperado en la época que nos ha tocado vivir. Y para eso construimos unas cuantas arcas de Noé (como se lo digo, aunque no me crean), metemos unas cuantas parejitas de animales dentro y que la Madre Naturaleza se encargue de hacer una selección por su cuenta y riesgo cuando el hombre, seamos sinceros, no merece segundas oportunidades.
El argumento es la verdadera utopía en esta película. Tope de infografía a raudales pero ¿saben qué? Cuando llevamos una hora y diez minutos de película, uno ya está hasta el píloro de ver cómo se destruye todo y hasta incluso desea que le cuenten una historia. No sé, aunque sea pequeñita, aunque ello signifique que haya algo de interpretación en todo este reparto de campanillas que se mueve a lo largo y ancho de la película. Ahora bien, si dejo que se ahogue el disfraz de crítico tengo que decir que el público se lo pasa en grande con tantas cosas rotas (signo inequívoco del instinto depredador que nos domina). Pero lo cierto es que no hay nada que destacar en algo que es tan rutinario como previsible, tan mediocre como grandioso y tan malo como aburrido. Así que nada, prepárense para el enésimo fin del mundo. Si es así como va a ocurrir, yo me dejo engullir por una de esas olas gigantescas del tamaño del Himalaya y que vaya otro desgraciado a ver el tostón apocalíptico de turno.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

HISTORIA DE UN DETECTIVE (1944), de Edward Dmytryk

Ya desde el plano inicial, nos damos cuenta de que no nos vamos a encontrar ante una película cualquiera. Desde el cenit de la visión de la cámara, unas manos y unos cuantos sombreros de ala ancha discuten bajo la intensa luz de flexo solar. Harry Wild, una de las insignias de la fotografía del cine negro junto a otros nombres como Nicholas Musuraca y James Wong Howe y responsable de otras fotografías de clima y obsesión como Una aventura en Macao, de Josef Von Sternberg o La mujer en la playa, de Jean Renoir, se hace cargo de las luces y sombras de esta historia dirigida por un hombre ducho en los terrenos del expresionismo urbano al que nos condenaron todas estas historias de crímenes extraídas de los salones de té por autores de la talla de Dashiell Hammett, Raymond Chandler o Ross McDonald.
Las mujeres, retratadas de la forma más luminosa a pesar de la oscuridad que siempre envuelve sus apariciones son misterios envueltos en enigmas dentro de acertijos que siempre un tipo con sombrero de ala ancha y honradez incorruptible es capaz de descifrar. En el género negro, género difícil de delimitar en unas fronteras áridas y oblicuas de la maldad humana, se dan cita siempre las mujeres equívocas, el enredo de nombres que hace que, quizá, lo que menos te importe sea el argumento sino lo que está pasando en el momento, la fotografía de tintes claroscuros, la planificación cuidada con picados, contrapicados, grandes angulares y profundidades de campo para dar aún más la impresión de lo obtuso de ese mundo que nos están mostrando. Wild, bajo las órdenes de Dmytrik y de unos cuantos más, fue una de las insignias más preclaras de este tipo de cine que retorcía sus argumentos hasta exprimir el jugo de nuestras más inocentes preocupaciones. Nunca sabes muy bien qué va a pasar a continuación por la sencilla razón de que tampoco has asimilado muy bien lo que ha pasado un instante antes. Los ojos de los héroes se hallan escondidos en sombreros de ala ancha, y el cuerpo está cubierto de una gabardina que, para algunos, es como el uniforme de los tipos que luchan contra el mal y se parapetan tras una trinchera impermeable a la refinada perversión de la mente humana a la que se ven obligados a asistir como espectadores con el percutor dispuesto a disparar.
Historia de un detective, por todos estos elementos, fue considerada por la nouvelle vague como el prototipo de película de cine negro, en la que se dan cita todos los elementos arquetípicos del género bajo la cuidada dirección de un Edward Dmytrik que, antes de su acusación y encarcelamiento por el Comité de Actividades Antiamericanas del Senador Joseph McCarthy, realizó unas obras de carácter muy personal que, dentro de la misma disciplina de los estudios, le elevó a la categoría de autor en ciernes. Después de ese triste episodio y de dieciséis meses en la cárcel, Dmytrik decidió declarar ante el Comité y fue liberado para poder trabajar y aunque aún tuvo títulos de relevante interés como la excepcional El motín del Caine, su carrera derivó por derroteros mucho más comerciales, eso sí, incluyendo en todas sus historias algún personaje que, sin venir al caso, tenía un brazo roto, o una pierna lesionada o le faltaba algún miembro, símbolo personal del director como metáfora de la mutilación moral que sufrió al dar el paso de la terrible delación.
En Historia de un detective, la maldad se presenta en todas sus facetas a través de un universo de oscuridad, de sombras sugeridas, de disparos que queman con su pólvora en los ojos, del intento desesperado por preservar la dignidad de quien, sin más quimera que su honestidad, intenta desentrañar de la tierra las mismas raíces de la maldad.
No cabe duda de que no siempre los remakes de películas de altura son una buena idea, pero en este caso sí que cabe mencionar la excelente versión que en los años 70 realizó Dick Richards con Adiós, muñeca, climática adaptación, llena de humo en los ojos y colores propios de las colinas de Los Ángeles, de una historia que no hace más que demostrar con cuánta facilidad podemos enamorarnos de la persona equivocada.

martes, 17 de noviembre de 2009

ENVIADO ESPECIAL (1940), de Alfred Hitchcock


Josef Goebbels llegó a considerar esta película como su favorita aunque no dudó en prohibirla para no menoscabar el concepto de su régimen en plena guerra mundial. Decía que era la muestra más representativa de lo que él quiso que fuera el cine de propaganda nazi. Y, por supuesto, se le puede colgar cualquier etiqueta salvo la de comulgar con el nefasto gobierno de horror y alienación que preconizaba el nacionalsocialismo.
Siendo una película de encargo, Alfred Hitchcock se atrevió a dirigirla con la condición de que le dejaran realizar primero Rebeca. De hecho, tal vez no se puede encontrar un intérprete más alejado de las pretensiones del maestro como el muy limitado (aunque en un par de ocasiones estuviera excepcional, sobre todo bajo las órdenes de Preston Sturges y Sam Peckinpah) Joel McCrea.
Por otro lado, Hitchcock era capaz de sacar petróleo de un argumento un tanto disparatado y lo que crea es una película endiabladamente trepidante, que no deja respiro, que te agarra de las solapas desde el valle de lo absurdo y lo eleva hasta las impensables cumbres del entretenimiento. Por el camino de ascensión, tendremos las necesarias cornisas de suspense, humor, amor e incluso algún risco de propaganda probritánica.
Así pues podríamos considerar, en base al ritmo que no a la rima, que Enviado especial puede ser un aceptable precedente de Con la muerte en los talones, tomando el suspense como parte de la acción y no como parte de la situación, algo recurrente en el cine de Hitchcock, maestro del adelantamiento de datos al espectador para hacerle sudar suspendido del hilo del aviso imposible.
Enviado especial no deja de ser una mera película de entretenimiento eficaz pero tratándose de un hombre de inspiración genial no cabe duda de que esta misma película, dirigida por cualquier otro, estaría destacada con letras de oro en las mediocres carreras de tantos y tantos nombres del montón que no sabían ni dónde colocar una cámara.
Agarren el cuaderno de notas y apunten. Los titulares de prensa quedan anticuados a la mañana siguiente. La corresponsalía delante del televisor es dura y deben coger al vuelo las declaraciones de la muerte.

viernes, 13 de noviembre de 2009

CADENAS ROTAS (1946), de David Lean


La rápida ascensión hacia la cima social es un abismo que se abre en las relaciones de un alma errante. Nadie ha dado la cara para decir que un muchacho ha alcanzado esa posición gracias a una mano invisible y desconocida. Y así el universo de Dickens toma forma y se hace un retrato despiadado de unos cuantos defectos de un mundo que se estaba construyendo a base de desgracias personales. Los capítulos en los que haremos parada serán en lo grotesco como exageración de sombras que habitaban por las calles de un país correcto pero inhumano y también en la provocación que está ahí mismo, donde haya ojos que la quieran ver. Así descubriremos, sorprendidos, que nuestra mirada llega a rincones a los que la lectura nunca se atrevió a llegar. Por una vez, una adaptación cinematográfica es superior al material literario que sirve de inspiración. Detrás de la cámara, un meticuloso David Lean, que ya venía de hacer la que es, probablemente, la única historia de amor que el cine ha venido repitiendo una y otra vez en diferentes formatos y versiones como es Breve encuentro y que se preparaba a conciencia para, en un futuro no muy lejano, abordar la épica de un mundo en permanente guerra con El puente sobre el río Kwai. En cualquier caso, aquí se pone al frente de un reparto de actores con un peso formidable como John Mills o Alec Guinness y nos ofrece una película que pasa por ser inolvidable y que puebla, con aires góticos, nuestro álbum de imágenes de espectadores que han disfrutado del cine en estado inglés.
Y en medio de esas brillantes interpretaciones, nos encontraremos con una película dotada de una atmósfera propia, de una historia absorbente y que no posee más que escalones de un diálogo que se mantiene dentro de su época, de una perfección casi victoriana en su puesta en escena y de una recreación de unos años de miriñaque y chaquetas estrechas y pantalones de pitillo. Aquí, los detalles son protagonistas y la trama es el marco y la fotografía nos hará creer que paseamos por las calles adoquinadas metidos en un coche de caballos, mirando discretamente por la ventana para ver si podemos pillar algo que comentar en nuestra próxima hora del té.
No nos engañemos y mantengamos bien altas las grandes esperanzas. Es un melodrama al más puro estilo decimonónico pero bien es cierto que entre tanta ropa sin arrugas se esconde un sórdido retrato de la naturaleza humana, algo inherente en toda la literatura de Dickens que tan bien sabe trasladar Lean al cine y esa es la auténtica delicia de la película. Detrás de la corrección, siempre existe la corrupción. Detrás de la pobreza, tal vez se halle la garantía de la bondad. Detrás de cada vida, siempre hay una historia que contar. Y aquí tenemos la fascinante historia de un clásico de la literatura que supo convertirse en un romance para nuestra mirada de espectadores.

jueves, 12 de noviembre de 2009

JULIE Y JULIA (2009), de Nora Ephron


El camino para llegar a la felicidad de dos mujeres pasa por delante de un fogón. Ahí mismo, detrás de la sartén, se pueden poner al baño maría años de frustraciones, desalar el estofado de la decepción, espantar el horrible olor a quemado del aburrimiento, degustar la certeza de que, al otro lado, hay vida y, de paso, llegar al postre de la realización personal, del pastel intuido, del estómago asentado tras unos platos que parecen reservados para los paladares más exigentes.
Y es que el secreto está en no rendirse, está en no creer que un asado fallido es una catástrofe y también en saber que, por una sola y maldita vez, detrás de dos grandes mujeres puede que haya dos grandes hombres. Así nos encontramos con una película que sabe atravesar el espejo del tiempo y nos cuenta las historias paralelas de dos mujeres, distantes cincuenta y tres años entre sí, que intentan acabar con el fracaso que las asola mediante el dominio de las cacerolas como una batería de jazz de azúcar. El resultado es un duelo entre dos magníficas actrices, Meryl Streep y Amy Adams, que saben hacer creíbles sus personajes escondidos tras los delantales de la sabiduría. Al otro lado de la mesa, Nora Ephron, famosa por escribir la espléndida Cuando Harry encontró a Sally, de Rob Reiner, pero también por ser la ex – mujer de Carl Bernstein, uno de los dos periodistas que destaparon el escándalo Watergate y cuya crónica de su ruptura fue narrada por Mike Nichols en la menos que mediocre Se acabó el pastel.
En cualquier caso, estamos ante una de esas películas que nos dejan un regusto dulce, de media sonrisa y de soterrada y divertida crítica hacia el interior de las mujeres sin renunciar, por ello, a la historia saboreada de una realización en forma de mantequilla para cocinar. Podríamos decir, si se me permite el chiste malo, que esta película es para cocinéfilos y los gourmets de turno nos retrotraeremos a la maravillosa El festín de Babette, de Gabriel Axel o, incluso, a esa obra maestra del arte culinario que es Ratatouille, de Brad Bird con la que coincide en ingredientes y mensaje. Así que hay que desplegar la servilleta y dejar que la saliva nos inunde la boca. Estamos ante un cine de una cierta distinción, sin muchas pretensiones, pero hecho con elegancia, al que sólo le sobran algunos rebordes olvidados por la tijera de la sala de montaje pero que es pura masticación, auténtica delicia para ahondar en los secretos del alma de las mujeres, recetas para huir del fracaso que nos sitia cuando nos negamos a su comprensión.
Los platos son apetitosos y los planos se suceden ricos, ricos...con fundamento. La lucha es la clave, ese toque que hace que un menú sea un festín de los sentidos. Con Meryl Streep nos reímos porque sabemos que ella se dedica a la cocina porque no tiene nada que hacer. Con Amy Adams nos contentamos porque ella lo hace, tal vez, porque tiene demasiado que hacer. Con Streep, disfrutamos. Con Adams, deseamos. Con Streep, aprendemos. Con Adams, aplicamos. Y, claro, se sale harto de cine pero famélicos de estómago. Es lo que tiene andar mezclando, a partes iguales, dos o tres ideas de cine prometedor con un primero, un segundo, un postre, un café y un cigarrillo.
Todo destila una cierta inteligencia que sabe disfrazar el tacto de un pato deshuesado con un estudio más o menos intenso, aunque no profundo, de lo que sienten las mujeres. Y los hombres que andamos por allí sabemos que sólo tenemos que estar dispuestos a ser el punto de apoyo, la inflexión de palabra justa, la frase oportuna. No es tan difícil. Es mucho más complejo saber cocinar. Y no digamos si se trata de saber rodar. Por cierto, ¿alguien tiene unos cuantos fotogramas tostados con pimientos de gran angular o una ración de 70 milímetros cocida a fuego lento con vino de argumento?...Ah, y a propósito...odio todas esas críticas que parecen recetas...

miércoles, 11 de noviembre de 2009

CÓMO ROBAR UN MILLÓN Y... (1966), de William Wyler


Es evidente que William Wyler quiso, con esta película, hacer un producto lleno de encanto que fuera, de alguna manera, una reedición en clave de latrocinio de Vacaciones en Roma, el enorme éxito que rodó con la propia Audrey Hepburn casi quince años antes. Para ello, no dudó en contactar con Gregory Peck para que fuera el oponente masculino de su estrella pero Peck, algo mayor ya para estas aventuras, rechazó el proyecto y Wyler, con un acierto indudable, pasó el testigo a la mejor elección posible de aquellos días: ese terco irlandés de talento a raudales que responde al nombre de Peter O´Toole. Y Wyler, una vez más, dio en la diana con esta comedia de intriga y sofisticación, con dos intérpretes que rebosan estilo y que siempre es un placer asistir a sus andanzas y desventuras en lo que se convierte en toda una lección de amor y hurto con una sonrisa en la boca y una copa de champagne en la mano.
La película destila crimen, romance y comedia a partes sorprendentemente iguales. No en vano al veterano William Wyler se le conocía en el mundo del cine como “el viejo Noventa tomas” por su perfeccionismo exasperante que le llevaba a repetir una y otra vez la misma escena hasta alcanzar lo que tenía en mente y, en esta ocasión, sólo quiso realizar un ejercicio de comedia ligera, algo intrascendente, como preludio a la que iba a ser una de las obras más personales de toda su filmografía: El coleccionista.
Todo ello queda demostrado a través de una trama que no se cree ni el propio O´Toole en sus momentos más ebrios (sus borracheras monumentales han sido tan famosas como su inmenso talento) pero que, sin embargo, funciona a través de un mecanismo bien engrasado que hace que nosotros, pobres mortales pegados al sueño del celuloide, nos sintamos un poco mejor después de verla.
En principio, Wyler tenía serias dudas de que la química entre O´Toole y Hepburn tuviese la suficiente pegada, pero el oficio y el maravilloso arte que desprenden ambos hacen que lo fabuloso se quede pequeño y que, una vez más, sintamos envidia del maldito conquistador que es capaz de hacer que Audrey, nuestra bella Audrey, nuestra irrepetible Audrey, se fije en él.
Así que no hay la menor duda de que entre robos, engaños, equívocos y obligaciones de delinquir, hay un buen rato de diversión salpicado de un buen puñado de carisma, de placer suave, de adorable comodidad, de entretenimiento disfrazado de agudeza e ingenio y de estúpidos adjetivos que un crítico cualquiera es capaz de meter en su artículo con tal de invitar, con frases de perfecta caligrafía, a que pasen por delante del televisor y disfruten de todo aquello que nos gustaría ser aunque sólo fuera en sueños.
Es tiempo de dejarse dominar por el atractivo, por la seducción de mano escondida, por la mirada que nos dirige París, por los inteligentes diálogos creados de la mano del guionista Harry Kurnitz (autor de los guiones de Hatari, de Howard Hawks o de Testigo de cargo en estrecha colaboración con el gran Billy Wilder), de dejarse inyectar unos milímetros de energía en vena con una historia que nos rejuvenece al querer ser todo aquello en lo que nunca nos podremos convertir, de abandonarse a la delicia de asistir a lo agradable sin pensar en nada más. Y ahora mismo me voy a algún museo a ver si por allí veo a alguien que se parezca lejanamente a Audrey Hepburn...quién sabe, lo mismo yo me parezco a Peter O´Toole y juntos nos planteamos cómo robar un millón y...

martes, 10 de noviembre de 2009

LOS HÉROES DE TELEMARK (1965), de Anthony Mann

Cuenta la leyenda que Kirk Douglas, a la sazón productor de la extraordinaria Espartaco, despidió al director Anthony Mann después de rodar la inicial secuencia de la cantera asegurándole que “Tony, te debo una película”. Esta deuda de trabajo se materializó en Los héroes de Telemark, recreación de los esfuerzos aliados por abortar la fabricación de agua pesada por parte de los nazis, elemento necesario para crear la tan ansiada bomba atómica. Quizá Anthony Mann no se encontraba en sus mejores horas cuando realizó la película pero con oficio y veteranía (cualidades que le sobraban) sacó adelante un excelente espectáculo de acción que habla sobre la capacidad de compromiso ante el invasor, sobre cómo un grupo de resistentes noruegos consiguieron evitar la delantera alemana en la carrera atómica y sobre el precio que tuvieron que pagar por cada uno de los sabotajes que perpetraron.
El reparto, excelente, contiene una ajustadísima interpretación de Kirk Douglas, una incómoda presencia de Richard Harris y una envidiable sabiduría de Michael Redgrave, y además de todo ello, una fotografía que se convierte en uno de los principales méritos de la película con el fondo de los Fiordos noruegos como escenario del gran Robert Krasker (responsable de la oscuridad atípica de La caída del imperio romano, del árido colorido de El Cid, de la húmeda sequedad de La fragata infernal, de las angulaciones imposibles de El tercer hombre, del viento de la carpa que sopla apasionado en Trapecio o de la climática y legendaria Irlanda en blanco y negro de la maravillosa La salida de la luna, de John Ford). En cualquier caso, Los héroes de Telemark es una más que notable película que a algunos puede parecer fronteriza con lo mediocre pero que si está tomada como un mero espectáculo de acción que intenta recrear algo que fue verdad se convierte en un estimable intento de hacernos ver que los héroes, los verdaderos héroes, de la Segunda Guerra Mundial fueron hombres sin nombre, que la posteridad no recuerda pero que el cine, como una conciencia que golpea a los que no quieren participar en los conflictos, sí se encarga de escribir con letras de oro.
Es evidente que en toda acción bélica en un país ocupado el precio a pagar es demasiado alto para alcanzar la libertad, sencillamente, porque nunca es una bagatela. No hay libertad de ganga, ni en rebajas, ni siquiera con descuento. La sangre siempre está en lo más alto del cartel de su valor y no hay trato de favor para quien quiera comprarla. El camino para llegar a ella será siempre el sacrificio en un terreno helado que está empedrado con cemento rojo, con el frío amenazador, con la mancha en la nieve virgen, con la señal inútil, con la resistencia idealista que sólo acaba con la maldita muerte. Y es en esas tesituras, justo en esas, cuando se mide si un pueblo es grande o es sólo el matizado reflejo del miedo.
Ahí está el resultado, lo tradujo Anthony Mann, un especialista en hurgar en el interior de sus héroes para que tengamos la certeza de que un día sin noche puede ser un lento caminar por la oscuridad allí mismo, donde el frío escribe el nombre de aquellos que quedaron enterrados bajo el agua gélida y bajo la nieve teñida de espesura.