El
destino suele ir montado en una noria que, demasiado a menudo, te deja en el
mismo punto de partida. Habrá momentos en los que estés en la cúspide, creyendo
que tus sueños tienen visos de convertirse en realidad. Habrá otros en los que
pienses que estás ascendiendo, que estás en tu instante y que nada te puede
parar. Por último, también habrá algunos en los que caerás irremediablemente y
creerás que estás a punto de romperte como el cristal de una botella vacía. La
noria no deja de girar y la vida siempre tiene un extraño encaje de
consecuencias imprevisibles.
El juego de destinos
cruzados puede provocar tormentas de aparato eléctrico con sus frustraciones,
sus deseos y sus coincidencias. El ahogo se hace presente porque los callejones
sin salida proliferan en el mapa de la existencia y rara vez se aprende de los
errores. El amor se puede presentar de las más diversas formas, pero, en el
fondo, es volátil, inseguro, engañoso. La noche se cierne sobre las estridentes
luces de neón y la cosa está que arde. Incluso para aquellos que no hacen más
que verter jarros de agua en el incendio de nuestros actos.
Basta con que alguien
enseñe algunos parajes que resultan idilios de la respiración difícil. Los
sueños nunca realizados comienzan a tomar otras formas y, de lejos, parecen
posibles en medio de tanta mediocridad enfermiza. El alcohol es un viejo
fantasma que se esconde en las alacenas y llega un momento en que no se presta
atención a los pequeños detalles que pueden encerrar regalos de ínfima
felicidad. Ya no hay evasiones, porque la rueda sigue girando, haciendo que,
una y otra vez, lo verdadero se confunda entre la multitud y la belleza se
marchita entre las irritantes arrugas de los ojos, entre la maldita inercia del
destino caprichoso, entre la nada que hay justo al lado de la noria. Los
sentimientos también pueden arder como la yesca, como el cartón abandonado,
como maniquíes que ruegan un lugar entre las cenizas.
La sombra de Eugene
O´Neill es alargada entre las afiladas manos melodramáticas de Woody Allen. Él
nos lleva a través de los colores rojo, azul y gris del gran director de
fotografía Vittorio Storaro hasta el corazón de una mujer que anula el
entendimiento. El vaso está a punto de rebosar en el rostro maravilloso de Kate
Winslet y creemos oler la camiseta rancia, ajada e impregnada de sal de Jim
Belushi. Con esta historia, nosotros también nos subimos a esa noria
implacable, que no deja de girar, poniendo fin a destinos forzados, dando a
entender que no habrá nuevos días de pesca y sol en una playa que no deja de
estar nublada. Y seguimos en la duda de Hamlet, en el error de Edipo, en la
helada sentimental que siempre deja el gran O´Neill en sus letras de amargura.
Cuando alguien se baja de la noria, no queda más que esperar.
No faltarán leves
momentos de humor, ni cálidas luces a través de los grandes ventanales de un
local que, un día, fue un bar. Allí habrá que hundir las penas en el pescado
del día y en un buen trago de whisky furtivo. Los días pasan y, cuando la
voluntad queda anulada por los vaivenes de lo inesperado, entonces ya sólo
resta fingir como si se estuviese encima de un escenario sin más audiencia que
el corazón abandonado, roto y atormentado.