miércoles, 31 de mayo de 2023

PÉNDULO (1969), de George Schaefer

Frank Matthews no es un hombre simpático. A pesar de ser capitán de la policía y haber sido condecorado y trasladado a un servicio especial, la amargura preside sus actos. Tiene unos celos terribles de su esposa, una mujer maravillosa que, probablemente, busca el consuelo en otros porque considera que Frank no la ama en su justa medida. Sabe que ha utilizado métodos no demasiado aceptables en su trabajo. No hay demasiado lugar para la relajación, para tomar una copa con sus antiguos compañeros, para que su matrimonio sea feliz. Busca obligaciones donde no las tiene para no estar más tiempo del normal en su casa. En el fondo, Frank piensa que es un fracasado, aunque haga lo que tiene que hacer.

Todo se complica cuando su mujer es asesinada en brazos de otro hombre. ¿De quién se sospecha en primer lugar? Del marido, naturalmente. No está claro que no estuviera en la ciudad cuando se cometió el crimen, pero tampoco hay pruebas evidentes de que estuviera, así que, de momento, está libre. Y él tiene una ligera idea de quién puede haber sido el culpable. A pesar de estar suspendido y bajo sospecha, se lanzará a descubrir al autor. Al fin y al cabo, a pesar de su amargura, le ha arrebatado lo único que realmente amaba en esta vida.

Excelente y bastante desconocida, Péndulo es una película que llega fácilmente hasta la angustia, porque el espectador tiene exactamente las mismas dudas que se plantea la policía. Frank Matthews no es un personaje con el que se empatice porque se esfuerza en parecer distante, frío y ligeramente manipulador. No se sabe si realmente es inocente, aunque, eso sí, se asiste a su búsqueda del asesino, que puede ser cualquiera que guardase resentimiento hacia él. Todo este rompecabezas está resuelto con una claridad excepcional en la puesta en escena y tomándose el tiempo necesario para situar a cada personaje en su lugar y en su tiempo. George Peppard se esconde detrás de esa máscara de imperturbabilidad que recubre a Frank salvo en momentos muy aislados, como ése al principio de la película en el que recibe su condecoración. Jean Seberg se atormenta y se luce como la esposa atribulada que ama apasionadamente a su marido, pero cree que él no lo hace de la misma manera. Un espléndido elenco de secundarios dan forma y textura a la película, empezando por Richard Kiley en la piel del avispado abogado del detenido y que, por expreso deseo del policía, también se convierte en su más acérrimo defensor. También anda por ahí Charles McGraw, veterano entre veteranos, comisario jefe, abnegado defensor de la ley que se atiene exclusivamente a los hechos. O Frank Marth como el amigo y compañero de Frank que quiere creer en su inocencia, pero no está demasiado convencido. O el espléndido sociópata que compone Robert F. Lyons, capaz de esconderse tras una expresión de inocencia cuando un cúmulo de rencor y de desprecio se amontona en su interior. Una excelente película de finales de los sesenta, que merece una mirada.

Y es que huir, no sólo de la culpabilidad, sino también de la sensación de culpabilidad, no es tarea fácil para un hombre que ha destacado por ocultar siempre sus sentimientos. Quizá los dejó en la empuñadura de su pistola, o en esa placa que tan pocas veces muestra, o en el deseo imposible de conseguir que su mujer, lo más bonito que ha tenido nunca, vuelva a mirarle con todo el amor que él siente.

martes, 30 de mayo de 2023

A MERCED DEL ODIO (1965), de Seth Holt

 

Esta es la muestra de que un argumento no tiene por qué ser complicado para causar una tensión cercana al horror. Al fin y al cabo, el trabajo de niñera siempre es muy delicado y más cuando se trata de cuidar a un niño de diez años que puede oscilar entre la insolencia más despreciable o la perturbación mental. Es cierto que, además, suele ser la testigo silenciosa de las miserias que pueden ocurrir dentro del núcleo familiar en el que sirve. Un padre despreocupado, una madre al borde de la neurosis, una niña adorable…Hay que moverse en un espacio muy estrecho para mantener la impasibilidad mientras el niño progresa en sus problemas. Puede que una tragedia se esconda entre las paredes de esa casa, con su correspondiente trauma. Y eso se puede aclarar. La niñera es eficiente, es servicial…y no es nada tonta.

La atmósfera se vicia paulatinamente. El gris domina en todos los actos. La rutina preside todos los movimientos de la empleada que se muestra exageradamente correcta y dedicada. Y el odio, naturalmente, empieza a crecer. A pesar de su impecable comportamiento, el niño trata de culpabilizar a la niñera volviéndose, cada vez, más agresivo e incontrolable. Puede que ella fuera la responsable de la tragedia. La tensión se mantiene. Se vuelve casi inaguantable. La niñera sigue escondiéndose detrás de su máscara de eficiencia aunque intuye que está en peligro. Todo está contado con cierta parsimonia y se incluye, con inteligencia, una acerada crítica a cierta clase social británica, atrincherada en su vida cómoda e incapaz de afrontar los problemas. La verdad se esconde tras las cortinas. La maldad persiste. Y puede asumir las formas y maneras de un niño.

Bette Davis está inmensa en el papel de la niñera, dando los matices adecuados dentro de un registro estoico, que mantiene dentro de la impasibilidad, pero con sutiles pistas de la tormenta emocional que se desencadena en su interior. No cabe duda de que la mítica productora Hammer quiso explotar el éxito de Davis en sus películas anteriores como ¿Qué fue de Baby Jane? y Canción de cuna para un cadáver e, incluso, se aleja de su estilo de terror evidente para sumergirse en el pánico psicológico, muy bien mantenido por el director Seth Holt y por el guión de Jimmy Sangster. En realidad, con menos medios, A merced del odio podría competir perfectamente con las dos anteriores y no saldría perdiendo con alguna.

Así que hay que estar preparados para asumir esa especie de sombra pesada que se instala en las cejas cuando hay algo que inquieta sin llegar a asustar. Toda palabra se dice como un dardo. Toda reacción tiene una causa. Y el espectador debe entrar en el juego y moverse entre esas habitaciones, entre ese muestrario de neurosis en el que se ha convertido un hogar que no puede asumir una pérdida irreparable. La felicidad se esfuma demasiado rápidamente y el alma humana se apresura en buscar culpables para dar algo de descanso a la conciencia. Por eso, es mejor dejar a los niños al cuidado de la niñera. Ella sabrá lo que hay que hacer.

viernes, 26 de mayo de 2023

ENVUELTO EN LA SOMBRA (1946), de Henry Hathaway

 

El detective Bradford Galt no ha tenido demasiada suerte. Tuvo un encontronazo con su antiguo socio y acabó con sus huesos en la cárcel. Decidió cambiar de ciudad y empezar desde cero, pero algo no va bien. Su antiguo socio también anda por allí y parece como que la amenaza se cierra sobre él. Galt comienza a investigar porque no quiere sentir el aliento de los tipos del FBI y los que están moviendo los hilos no son, precisamente, de los bajos fondos. Sin embargo, Galt tiene un arma secreta. Algo que ningún detective puede llegar a soñar. Es su secretaria, Katy. Es una mujer inteligente, arrojada, entregada. Se siente atraída por Galt y va a luchar por él hasta que el asfalto se vuelva arena. Da igual que esté metido un matón de tres al cuarto o un refinado galerista de arte. Ella va a ir contra todos y contra todo con tal de que Galt tenga su oportunidad. De algún modo, parece como que ella es la que tiene todas las ideas para hallar pistas que den salida a los misterios que se plantean. Incluso hay un asesinato y todos los indicios conducen a Galt. Esta vez va a tener que ser muy inteligente para evitar la acción de la policía. Y esa inteligencia, por supuesto, se la va a proporcionar su secretaria que, al fin y al cabo, va a terminar siendo la mujer de su vida.

Por otro lado, el amor no tiene edad. Y más aún cuando la perspectiva es la soledad. Un hombre maduro está locamente enamorado de su mujer porque ella es el vivo retrato de una obra de arte. Es como si hubiera salido del cuadro y la pintura se hubiese transformado en una imagen tridimensional de carne y hueso. Y nadie va a arrebatarle la misma belleza que tanto le ha costado encontrar. Ni siquiera ese guaperas abogado que tuvo algo que ver con un detective algún tiempo atrás. La trama se complica. El arte, el asesinato, las apariencias, las habilidades y la maldad se van a dar cita para que se haga justicia por la razón más vieja del mundo.

No cabe duda de que François Truffaut se inspira en esta película para realizar Vivamente el domingo, pero esta película de cine negro con variantes se erige como una extraña trama en la que el detective privado quizá no sea tan inteligente y el malvado acaba por ser aún más cruel a pesar de que tiene a alguien que le hace el trabajo sucio. En la dirección, Henry Hathaway, aportando sabiduría y experiencia. Y en el reparto Clifton Webb aportando su habitual clase con crueldad de pajarita, William Bendix en la piel de un sicario sin contemplaciones, Mark Stevens estando por debajo del resto cuando tiene el papel del detective y una maravillosa Lucille Ball, lejos de su registro cómico, encarnando a una mujer de ensueño, con agallas e inteligencia, algo muy poco habitual en el cine negro de los años cuarenta. La propia Lucille Ball renegaba de esta película porque sus relaciones con Hathaway fueron terribles, pero quiso hacerla porque significaba el fin de su contrato con la Twentieth Century Fox. El resultado es el retrato de una de las mujeres más fuertes de los callejones más oscuros de la honradez y la entrega, soberbiamente fotografiada por Joseph McDonald, uno de los mejores trabajos dentro del género. Más que nada porque es muy difícil entrever en las sombras. Y, además de la luz, hay que estar alerta para saber cuál es el próximo movimiento en la oscuridad.

jueves, 25 de mayo de 2023

UNA BUENA PERSONA (2023), de Zach Braff

El destino es como esa pareja caprichosa que un día está de buen humor y, al día siguiente, ya no es así.  Es ese chico que está bailando contigo un vals y, al minuto, cambia a un rock and roll. Y, en ocasiones, olvidamos que no siempre deberíamos luchar contra él, sino que deberíamos adecuar la vida a las circunstancias que nos impone. Eso, por supuesto, entraña su dificultad porque, a veces, es extremadamente cruel y pone la existencia patas arriba con cualquier ocurrencia que puede ser un vertedero de lágrimas. No es fácil lidiar con él. No es fácil amarlo. Y no se trata de rendirse, ni de claudicar. Es sólo una cuestión de mera supervivencia.

Así pues un gesto sin importancia, desata una serie de consecuencias que hunde a una serie de personas en un pozo sin fondo de desgracias y de tentaciones. Desde el trauma hasta el consumo de drogas, desde el deseo hasta la búsqueda de respuestas en el fondo de una botella. Y no deja de ser irónico que todo lo que perseguimos sea comportarnos como buenas personas, sin provocar la caída de mundos enteros en aquellos que nos rodean por culpa de las decisiones que tomamos. Hemos olvidado todo eso. No queremos acordarnos de que todo lo que hacemos tiene su prolongación en la vida de otros. Ahí es donde perdemos toda razón, toda claridad, toda vergüenza.

La peripecia de esta mujer que sufre un accidente de coche cuando mejor le van las cosas acaba por ser una inmersión de realidades colaterales como la seguridad de que las drogas están al alcance de la mano, de que el sufrimiento es la excusa perfecta para escudarnos en algo que, en verdad, no tiene ningún sentido. Tratamos de encontrar salidas, atajos, esperanzas y procuramos no traspasar límites y no encontramos el modo. Deberíamos tener amor por el destino, sea cual sea porque, a pesar de ser un bromista cruel, tiende a normalizar la línea que hemos elegido.

El esforzado trabajo de Florence Pugh en su particular descenso a los infiernos contrasta notablemente con la impresionante tranquilidad de Morgan Freeman porque él, mirándolo con objetividad, no necesita actuar. Todo lo que hace está medido por la naturalidad, por la falta de afectación, lo cual no quiere decir que no guarde dramatismo en sus reacciones. Y la película, dirigida por un actor como Zach Braff, no es más que una serie de viñetas, algunas más afortunadas que otras, sobre este viaje por el lado más oscuro del amor, las tinieblas de lo que más queremos, sean personas, cosas o situaciones. La historia sólo se hace fuerte cuando se centra en subrayar las consecuencias terribles que sufren los que rodean a los protagonistas porque es eso mismo lo que hace que ya no sean buenas personas, sino charcos de egoísmo difíciles de evitar. Nadie dice que no se sufra. Nadie dijo nunca que no hay dolor. Por supuesto que lo hay. Y a veces, inhumano. No obstante, no se debería provocar eso mismo en los demás cuando tratamos de sobrellevarlo acudiendo a las trampas del camino más corto.

El resultado es una película ciertamente morosa, con episodios largos en los que parece que Braff desea recrearse tranquilamente, con alguna que otra situación tan típica que ya parece infantil, con diálogos que no destacan por su ingenio, sino por su nihilismo insistido. La banda sonora tampoco es la más adecuada porque la propia Pugh parece empeñada en demostrar sus habilidades musicales y no es más que una sucesión de canciones lánguidas, que no conectan con el público, por otra parte, abandonado a su suerte en una reunión de espectadores anónimos. Y es que no es fácil trasladar la sensación de dolor mostrando dolor durante todo el tiempo. Apaguemos las luces. La oscuridad, en el fondo, tiene mucho de acogedora. Y mucho cuidado, sus brazos son tan largos que resulta excepcionalmente complicado deshacerse de ellos. 

 

miércoles, 24 de mayo de 2023

NICOLÁS Y ALEJANDRA (1971), de Franklin J. Schaffner

 

A veces, hay que bajar al sótano para caer en la cuenta de que las revoluciones también cometen asesinatos. Es posible que Nicolás II, zar de todas las Rusias, la última cabeza coronada de la estirpe de los Romanoff, fuera un hombre apegado al poder, temeroso de perderlo, indeciso cuando eran tiempos de manos fuertes y, sobre todo, despreocupado de todos los que vivían en la pobreza. Es posible que se quisiera acabar con él para evitar contrarrevoluciones financiadas por la aristocracia o por primos lejanos de la realeza. Pero lo que ocurrió en aquel sótano fue un asesinato en toda regla. No sólo se llevaron por delante a Nicolás, sino, además, al resto de la familia, incluyendo los niños. Mientras tanto, a la espera de ese momento, se puede repasar sin riesgo a equívoco todos los errores que cometió ese hombre que, sencillamente, tenía rasgos de inutilidad en su posición, no sabía enderezar el rumbo y se dejó influenciar por otros, dejando que locos de vuelta y media ascendieran en el escalafón del poder.

También es posible que fuera un hombre irremediablemente enamorado de su mujer y que quisiera a sus hijos como cualquier padre. Y, sin duda, fue responsable de todo lo que hizo, pero no sus hijos con edades que variaban desde la infancia a la adolescencia. Fue un asesinato a sangre fría, por motivos políticos, tan execrable como cualquiera de los que ordenó él mismo. Rusia se desmoronaba y nada iba a parar el derrumbe.

Impresionante el trabajo de Gil Parrondo en la dirección artística de esta película que mereció el Oscar en su categoría, el director Franklin J. Schaffner reservó toda la fuerza para la escena final, que llega a sobrecoger el alma y ensombrecer el ánimo a pesar de la venganza de los oprimidos. El error de escoger para los papeles principales a dos intérpretes de segundo orden como Michael Jayston y Janet Suzman intenta compensarse con la inclusión de actores de prestigio en papeles secundarios como Jack Hawkins, Harry Andrews, Laurence Olivier, Ian Holm, Brian Cox o Curd Jurgens. Sin embargo, tras un inicio prometedor, la película se estanca peligrosamente, con la aparición de un alucinado Tom Baker en la piel del monje Rasputín y la pérdida argumental entre las jugadas políticas y la falta de previsión. Sabiamente, la trama evoluciona desde el lujo desmedido a la austeridad sin ambages y Parrondo se convierte en, prácticamente, el mejor motivo con el que transitar los estados de ánimo de un zar sin iniciativa, apegado a la nada y errado en sus planteamientos.

Y es que la púrpura del poder, a menudo, ciega cualquier tipo de razonamiento. Quizá no se pueda notar cuáles son las necesidades de un país de enormes dimensiones porque la riqueza y el mármol aíslan cualquier atisbo de preocupación. Más allá de los ricos muros de palacio, la gente moría de hambre, el país se precipitaba en una guerra imposible, el frío se convertía en un enemigo a batir y la opulencia era una señal de ostentación que se interpretaba como una burla hacia el pueblo. Con esos mimbres, la monarquía debía caer. Lo innecesario, lo condenable, lo terrible fue el reguero de sangre que quedó marcado en las paredes desnudas de un sótano de luz solitaria.

martes, 23 de mayo de 2023

UN TIPO GENIAL (1983), de Bill Forsythe

 

Llegar a un sitio para intentar cambiar el paisaje…y tú eres el cambiado. El afecto de la gente puede ser muy poderoso si se deja fluir la vida allí mismo, donde las nubes no dejan de exhibir orgullosas su color gris y las pintas de cerveza negra se degustan siempre con una sonrisa porque se están compartiendo momentos con buenas personas. Un multimillonario ha pensado que sería buena idea instalar una refinería en un pueblecito en medio de ninguna parte de Escocia y envía a un hombre de confianza para hacer la oferta de compra a todos los habitantes de una pequeña villa. Ese hombre, en el fondo, forma parte de ese mundo de altas finanzas, prisas fiduciarias, negocios de despacho y pluma y traiciones a mansalva. No es de este planeta. Y, sin embargo, llega allí, a ese lugar que parece que nunca existió, y queda cautivado por la gente sencilla, muy amiga de sus amigos, que saborean la madera del bar de la plaza, que tienen sus ocurrencias que sacan una sonrisa al más osado. Es imposible dejar que aquello se convierta en un monstruo de acero y petróleo. Es un lugar que nadie debería tocar.

El trato puede complicarse porque el multimillonario, extrañado por la tardanza en cerrarlo todo, se presenta allí, entre las olas, con la arena oscura de las playas violentas azotando las rocas con bofetadas de agua y espuma. Y, de alguna manera, también cae subyugado por el encanto del lugar y de sus habitantes. Los héroes locales van a ser dos tipos extranjeros que pasaban por allí para acabar con todo. Una contradicción que va a costar millones a unos cuantos.

De vez en cuando, hay películas pequeñas que tocan la fibra más sensible, y éste es el caso de esta cinta de Bill Forsyth, protagonizada por Peter Riegert y Burt Lancaster. Y mantiene una curiosa virtud. Lejos de ser un cuento amable que apela directamente al corazón, no deja de ser realista con el pálpito permanente de que todo lo que ocurre en ese pueblecito puede ser posible. Quizá el dinero también tenga algo de emoción escondido en sus cifras. Quizá la prosperidad no debería medirse por el progreso. Quizá sea el momento de agarrar una buena botella de cerveza negra por el gollete y saborear el auténtico valor de un lugar y de los seres humanos que allí viven. Como premio extraordinario, la guitarra de Mark Knopfler va a acompañar el periplo de estos hombres que, cuando vuelven a su vida normal, se encuentran con que nada es igual, aunque eso ya se deja para la imaginación de los que han asistido a su historia. No hay nada firmado más que aquello que se deja en la rúbrica de los labios. Y así, invitando a una ronda, se puede llegar al acuerdo más conveniente que no tiene por qué incluir un número indeterminado de ceros. Un tipo genial ha llegado al pueblo y habrá que conquistarle para que sus intenciones sean papel mojado con el salitre del mar. Paseemos. Puede que se nos ocurra algo.

viernes, 19 de mayo de 2023

EL DULCE PORVENIR (1997), de Atom Egoyan

 

Cuando la tragedia se presenta de improviso, es difícil comenzar a moverse de nuevo. La rabia, la furia, ese sentimiento que es imposible de definir con una sola palabra, paraliza hasta el límite en el que ni siquiera se tiene la voluntad de emprender alguna acción para que la justicia o el rencor o cualquier otro estado de ánimo se cobren su deuda. Han muerto niños. Tanto dolor no se puede asimilar de un día para otro. La mirada no deja de ser sombría ni un solo instante. Sólo quien ha vivido la tragedia y ha escapado de la muerte será capaz de moverse, a pesar de que ha acabado en una silla de ruedas. El mundo es así. Gira más por los que tienen un corazón fuerte que por los que tienen un físico poderoso. La perplejidad se adueña de los que quieren que haya algún responsable, o que haya algún resarcimiento económico a pesar de que no hay nada que pueda compensar tan irreparable pérdida. El mundo se ha parado allí, en medio de la nieve, en un autobús que se salió del camino, en un burlón engaño de un destino que se extravió en las montañas y quiso regresar dejando huellas de muerte. El dulce porvenir…

Aún es todo más incomprensible cuando allí, en ese pueblo de blancura y parálisis, no hay mucho dinero en los bolsillos. Tendrá que ser ella. Ella. Una chica que ha sufrido demasiado en su casa, que sintió los cristales rotos, que vio las cabezas moviéndose de temblor y pánico. Eso hará también que muchos vecinos recuerden cómo eran sus vidas antes del terrible accidente. Antes del fin. Y quizá ahí es donde comiencen a salir las verdaderas miserias de unas vidas que no fueron felices. Y, posiblemente, el autobús fue una especie de liberación. Es triste. Es significativo. Es estremecedor.

Una de las mejores películas del director Atom Egoyan con un impresionante Ian Holm en la piel de ese abogado que quiere hacer algo por las familias porque él, en primera persona, ya tuvo que soportar hace mucho una pérdida que, sencillamente, no se puede olvidar. Donald Sutherland era el protagonista previsto, pero, apenas un día antes de empezar a rodar, tuvo que dejarlo por enfermedad y se llamó de urgencia a Ian Holm. El resultado no podía ser mejor. En ese abogado confundido y perseverante, Holm compone un personaje extraordinario, perfecto acompañante de la única que siente verdaderos deseos de hacer algo, encarnada por Sarah Polley. Una película que desgarra y que deja una cierta sensación de que no hay que tener piedad con la misma muerte, ni tampoco con la desgracia de una vida que, a veces, hacemos demasiado difícil con nuestras frustraciones, nuestros deseos incumplidos, nuestros defectos como seres humanos, nuestras malas decisiones. Todo tiene sus consecuencias y, a veces, es necesaria una catarsis traumática para destapar comportamientos que están muy lejos de la justicia. Por eso, no hay un dulce porvenir. Por eso, vivir, en ocasiones, es excepcionalmente difícil. Mucho más que morir.

jueves, 18 de mayo de 2023

MARLOWE (2023), de Neil Jordan

 

La última vez que Philip Marlowe se asomó por las pantallas de cine fue en aquella incursión que realizó James Caan en la piel del famoso detective bajo la dirección de Bob Rafelson en la más que aceptable Poodle Springs, la novela inacabada de Raymond Chandler que completo Robert A. Parker. En esta ocasión, se trata de adaptar La rubia de ojos negros, de Benjamin Black, seudónimo de John Banville, al que los herederos de Chandler le encargaron una entrega más del detective que acabó por convertirse en el arquetipo por excelencia de la novela y del cine negro.

Lo que no parece tan acertado es confiar en la dirección a un hombre como Neil Jordan para llevar la historia a buen puerto. Si nos dejamos de fanatismos y modas, la mejor película que ha realizado nunca Jordan es In dreams, con una impresionante Annette Bening, aunque su fama se la debe a productos que han quedado en el imaginario del público de opinión fácil como Juego de lágrimas y En compañía de lobos. Bien es verdad que Jordan, de alguna manera, salió airoso en los terrenos del cine negro con El buen ladrón, pero estamos ante un héroe clásico, que necesita brío y ambientación, que siempre ha destacado por unos diálogos punzantes que serían el sueño de cualquier arrogante y nada de todo eso se puede apreciar en esta película.

Para empezar, tampoco Liam Neeson parece el más adecuado para encarnar al detective. No sólo está mayor, sino que también lo parece. Bien es verdad que ya en la novela se advierte cierto declive al estar situada justo antes de Payback, que aún no cuenta con ninguna adaptación en cine, y de la mencionada Poodle Springs en la que ya se puede apreciar a un Philip Marlowe al borde de la jubilación, pero es que aquí las arrugas pueden con la licencia del investigador, carece de ímpetu, mantiene su honradez, pero ya no es tan cínico. Y, por supuesto, le falta encanto para conquistar. Lo mejor de la película pasa por el histerismo soterrado del que hace gala Jessica Lange y la ambigüedad odiosamente educada de Danny Huston, cuya inclusión en el reparto tampoco parece una casualidad. El resultado es una película que se queda a unas décimas del aprobado, carente de garra, en la que ninguno parece creerse lo que está haciendo y que no acaba de aterrizar salvo en parcelas muy determinadas, como la selección musical, o alguna que otra escena aislada.

Y es que es duro esto de dedicarse a encontrar personas desaparecidas, o que se cree que han pasado a mejor vida cuando, en realidad, se han construido la coartada perfecta para proseguir con negocios de chantaje y tráfico de estupefacientes. Los sombreros ya no tienen el ala demasiado ancha y la aparición de las pistolas es tan furtiva que apenas les da tiempo a proferir una amenaza, por mucho que haya ráfagas de ametralladora salpicando la producción de películas. La mujer siempre es una tentación a la que, de vez en cuando, hay que perdonar y el día nunca tiene muy buena cara cuando el fuego se va a encargar de arrasarlo todo. Ya se sabe. Nunca hay que tener las manos ocupadas con el sombrero. Eso entorpece si hay que sacar el arma de la sobaquera. Un whisky fingido, una pecera que guarda gran parte de verdad y mejor suprimir cualquier romance del tipo que parece que lleva la razón. La simplificación es un arte en peligro de extinción y, por esta vez, también resulta ser un pequeño error. No importa, todos cometemos fallos. Dejamos ir a quien no debemos, somos incapaces de retener lo que nos teje como seres humanos y la guerra está a la vuelta de la esquina. Demasiado para Marlowe, que nunca fue irlandés, ni tampoco español.

viernes, 12 de mayo de 2023

UN HOMBRE ACUSA (1952), de William Dieterle

 

La amistad, en esta ocasión, parece un leve brillo de esperanza. Al fin y al cabo, no todos los días se nombra a un amigo de toda la vida para liderar la Fiscalía contra el crimen organizado. Durante años, un periodista ha venido denunciando la corrupción que existe en los distintos estamentos de la administración y de la autoridad y sólo ha sido un mosquito molesto en los planes del poder. Ahora, con un viejo amigo, puede que sus artículos no caigan en saco roto. Él tiene empuje, es hijo de policía, y eso también cuenta. La honestidad parece presidir sus actos y ya puede temblar ese individuo tan poco recomendable que controla la ciudad desde detrás de su puro habano con una serie de lugartenientes tan fiables como una puerta rota. Sólo falta comprobar que todas estas suposiciones son verdad.

Y, quizá, todo llegue cuando el nuevo fiscal se dé cuenta de que la corrupción está tan instalada, tan hundida en la sociedad que en su casa también huele a pescado podrido. A partir de ahí, el fiscal tendrá que elegir entre su cariño personal y su obligación. Y no es fácil. Eso es algo que se suele olvidar cuando se denuncia un caso de corrupción. En muchos casos, están implicados amigos, o parientes, o amores… Desde más allá de su mesa de despacho, el fiscal comprobará que todo está más cerca de la corrupción que de la honestidad. Y él también. Aunque siempre habrá alguien que tendrá que pagar un alto precio para el mantenimiento de la ley dentro de la democracia.

Excelente película en la que brillan dos actores de la talla de William Holden y Edmond O´Brien bajo la dirección de William Dieterle con el fin de destapar la terrible podredumbre que alcanza a todos cuando se pone el cartel de “se vende” sobre el pecho de cada uno. El lado más frágil de la historia, posiblemente, sea el que corresponde a la parte femenina representada por Alexis Smith, una actriz sin profundidad que gozó de un incomprensible éxito durante algunos años. Sin embargo, eso no empaña el resultado de la película que lleva al espectador de un lugar a otro sin dar respiro, con acontecimientos continuos en su narración, con una especial mirada sobre los giros de ánimo que experimentan los dos protagonistas, amigos del alma y que, por supuesto, llegan a estar enfrentados aunque ambos busquen la integridad como arma definitiva contra la delincuencia organizada. La dirección de Dieterle, con una cuidada fotografía en blanco y negro, les pone en medio de un paisaje urbano en el que los rostros de la traición se confunden con los que quieren realizar un último acto de honradez, algo que cada vez escasea más. Y esta es una película que ya tiene setenta años…

Así que, ante todo y sobre todo, no hay que dejar de leer la afilada pluma que se atreve, desde un punto meramente subjetivo y de servicio, a denunciar los atracos a mano armada de uno y de otro lado. Los pretendidamente buenos y los demostradamente malos. Después, hay que poner a alguien que merezca realmente la pena al frente de una oficina de investigación y justicia para que no haya diferencias a la hora de acusar. Más tarde, la ley, en un sistema democrático, debe actuar. Y limpiar. Y otorgar la libertad. Esa es la verdadera esencia de las obligaciones de cualquiera que ocupe un puesto de responsabilidad ante la ciudadanía.

EL RASTRO DEL ASESINO (1957), de Joseph Pevney

 

Un hombre bueno ha sido asesinado. Y un simple policía de tráfico se empeña en descubrir al culpable. Es un joven que arrastra una deuda, porque aquel hombre bueno fue quien le educó entre las paredes de un orfanato. Apenas tiene experiencia en labores policiales, pero está dispuesto a renunciar a la placa si no le encomiendan la investigación. Tiene un sospechoso y su plan es infiltrarse en esa familia. Y aquí es donde se dejan atrás las consideraciones meramente policiales porque el melodrama se instala en su vida. La familia es encantadora, el tipo sospechoso es encantador, su hermana es encantadora…El simple policía de tráfico queda cautivado por esa misma familia que a él le faltó desde que vino al mundo. Quizá eso también se lo deba al hombre bueno muerto. Y una extraña lucha entre la conciencia y el deber comienza a ocurrir en su interior. Por un lado, debe denunciar a ese amigo que le ha acogido en su casa, le ha hecho un miembro más de la familia, le ha dado dinero, casa, cariño y amistad. Por el otro, quiere quedarse en el seno de ese hogar que le ha dado calor, no quiere causar ningún daño, está profundamente enamorado de la hermana del sospechoso que, a buen seguro, acabará por rechazarle si cumple con su deber de policía. Se lo han dado todo y él tendrá que arrebatárselo todo.

Joe Martini, como se llama el policía de tráfico, comienza a investigar y llega a tener la esperanza de que las coartadas de Silvio, su amigo, son ciertas y no tiene nada que ver con el asesinato del Padre Marcelino. Interroga hábilmente, como si fuera una conversación casual, a unos y a otros y, por momentos, Silvio pasa a ser culpable o inocente. Aquél le exculpa, este otro, sin saberlo, le condena. La sombra de la traición abruma a Joe, le hace sentir a él culpable e, incluso, en un último intento, se hace pasar él por el sospechoso para que su amigo realice un último acto de entrega. El rastro del asesino, a veces, no es tan apasionante de seguir.

Comenzada como una película de cine negro que, poco a poco, va derivando hacia el melodrama, El rastro del asesino es una historia bien llevada, con Tony Curtis en el mejor momento de su carrera, secundado por un hábil Gilbert Roland y una estupenda Marisa Pavan. La dirección de Joseph Pevney, aunque austera, es certera, centrándose, sobre todo, en la tormenta moral que experimenta ese policía de tercera que se centra en la investigación de un caso de asesinato a pesar del deseo de sus superiores. Y es que, en ocasiones, no se quiere que un amigo sea culpable. Y se hace cualquier cosa con tal de demostrar su inocencia. La amistad, la traición y el amor son motivaciones demasiado poderosas como para desaparecer sin más y dejar que la vida siga como si nada hubiera pasado. Ni con un brindis por un compromiso. Ni con un chantaje inventado. Ni con el destino saliendo al encuentro.

ORDEN: CAZA SIN CUARTEL (1948), de Alfred L. Werker

 

Un policía fuera de servicio es asesinado y el culpable es un témpano de hielo. Quizá sea uno de esos individuos que disfrutan con el crimen, que se relamen con su planificación y que tampoco es necesario que tengan un móvil para cometer un asesinato. Tiene cara de buen chico y eso le ha abierto algunas puertas en un trabajo en el que también comete fraude. Es como si su lado más abyecto le llamara de forma irresistible y él no tuviera ningún problema en acudir. Cuando sonríe y trata de ser afable, parece sincero, pero hay algo en su expresión que indica que, en realidad, todo es una tomadura de pelo. Es un tipo resentido con el mundo entero y posee rasgos psicópatas. Por eso, la policía ha dado la orden tajante de la caza sin cuartel. No han conseguido demasiadas pistas porque el interfecto es tremendamente meticuloso con sus acciones, lo medita y lo premedita. Así que no hay más remedio que patear las calles y tratar de dar con la aguja en el pajar. Tal vez la dedicación sea un arma con la que el fulano no cuenta. Y, también, con algún que otro testigo que está dispuesto a jugarse la piel con tal de atrapar a ese criminal con buen rostro y muy malas intenciones.

Sin embargo, existe algún que otro profesional con placa que también es muy metódico. La atmósfera de las calles de Los Ángeles, lejos de ofrecer una imagen despejada y repleta de sol, resulta tenebrosa y agobiante. Y las alcantarillas de Los Ángeles remiten a cualquiera al otro lado del mundo, a Viena, a la seguridad de que los disparos resuenan con un inconfundible eco, a las aguas bajando como un torrente por las cuestas de la caza. Sí, es muy escurridizo. Y más aún si utiliza los túneles del alcantarillado. El despliegue va a ser de gran magnitud. Y el día morirá, si cabe, con la buena noticia de que uno de los asesinos más fríos que se hayan visto ha sido atrapado.

Narrado con un estilo semi-documental, esta joya del cine negro destaca por la impresionante interpretación de Richard Basehart en la piel de ese asesino sin escrúpulos que mantiene en jaque a toda la policía. A su lado, Scott Brady emerge como la figura del cazador, y Whit Bissell, secundario visto en mil películas, es el testigo que sirve como pista y cebo. En apenas una hora y dieciocho minutos, la película narra todo el dispositivo policial que se pone en marcha para atrapar a una fiera que anda suelta por la noche y que todo su afán es robar y matar. La dirección de Alfred Werker, ayudado en algunas secuencias por Anthony Mann, es sobria y muy precisa y no cabe duda de que esta película merece ser rescatada por cualquiera al que le gusta el buen cine de policías. Al fin y al cabo, no sabemos cuántos chicos de cara inocente esconden en su interior a un sociópata capaz de matar sin mover una pestaña.

jueves, 11 de mayo de 2023

THE LOST KING (2023), de Stephen Frears

 

“Este es el invierno de nuestro descontento convertido en verano glorioso bajo el sol de York”. Con estas palabras William Shakespeare dio inicio a su Ricardo III extendiendo la idea de que el último de los Plantagenet de Inglaterra era un ser moral y físicamente deforme, embebido de su propia crueldad, que moría como un villano en el campo de batalla rogando por un caballo para su reino. Sin embargo, muchos siglos después, una mujer indecisa, también menospreciada por el entorno, comenzó a investigar sobre los hechos y el paradero de la tumba de ese rey malvado. Y demostró que las personas pequeñas también pueden hacer grandes cosas.

Lo verdaderamente escalofriante es que ella no estaba segura de nada. Armada sólo con su entusiasmo y con el deseo de hacer algo que realmente mereciera la pena después de haberse esforzado en otros campos y no conseguir nada, Philippa Langley husmeó, insistió, investigó, desechó y encontró los restos del rey que, hasta ese momento, fue considerado un malvado en el trono, un usurpador sin derecho, una mancha en la historia del país que fue sólo una excusa urdida por la dinastía que heredó su trono. Los Tudor se encargaron de construir esa imagen y, en base a ella, el bardo de Stratford lo hizo inmortal sobre las tablas.

No obstante, la búsqueda de la verdad, en muchas ocasiones, proporciona la seguridad necesaria para seguir adelante. No es tanto el resultado como el camino, a pesar de encontrarse con la consabida ralea de petimetres reluctantes a financiar la excavación o de estúpidos oportunistas que no dudan en dejar de lado a quien se ha de llevar todo el mérito tan sólo porque vende mucho más que el responsable sea alguien reconocido dentro del ambiente universitario más elitista. Ingleses, ya se sabe.

Stephen Frears ha dirigido muy bien, con un extraordinario pulso clásico esta historia de superación de una persona que era apenas nada y que sólo luchaba para convertirse en apenas algo y que consiguió mucho más que su propio reconocimiento. Removió todas las piedras y encontró el sepulcro de nuestro descontento, ese mismo que confirmó que la imagen de un jorobado no era más que la de un hombre con escoliosis, que tuvo más buenas intenciones que malas y que nunca llegó a quitar la vida de aquellos príncipes que eran sus legítimos herederos. Sally Hawkins acaba por ser perfecta en la piel de Philippa Langley, insegura, indecisa, preguntándose a cada momento si realmente está loca como todo el mundo cree. Steve Coogan que, además de ser productor y guionista también se reserva el papel del marido de la heroína de la película, tiene diálogos secos y realmente buenos aunque su cometido no pase de secundario. Y hay que destacar como uno de los grandes aciertos de la cinta la banda sonora de Alexandre Desplat ejecutada por la Orquesta Sinfónica de Londres. Elaborada y climática, excepcional en su aportación al ritmo, otorga vida y nobleza a la búsqueda de una tumba de la que se ha hablado muy poco y que merecería algo más de reconocimiento.

Así que, más allá de razones históricas y reivindicativas, también es el retrato de alguien que se negó a obtener una negativa por respuesta, que perseveró en sus creencias cuando nadie apostaba ni una pinta de cerveza negra por ella y que, por supuesto, fue un ejemplo de empuje en un mundo de flojera y cobardía. Se sacudió de encima todo ello y trató de devolver a la Historia lo que tenía de verdad. 

miércoles, 10 de mayo de 2023

NIGHTFALL (1956), de Jacques Tourneur

 

Un hombre en fuga. Estuvo en el lugar equivocado en el momento menos adecuado y sólo puede ir hacia adelante. Tratará de demostrar su inocencia, pero no va a ser fácil. Los tipos que le persiguen son de cuidado y la noche no será suficiente para esconderse. Tendrá que recurrir a su vieja experiencia de soldado en el frente de Europa para luchar en medio de la nieve, para reconocer el rostro más hermoso en medio de una cena, para contar con la ayuda de un investigador que sabe hacer muy bien su trabajo en medio de la calle. Sin embargo, los dos individuos de cinismo redondeado, sonrisa de cartucho y disparo sin pensamiento, son pertinaces. No sueltan la presa. Querrán saber dónde está la maldita maleta. Un inoportuno accidente cerca del lugar de una acampada y todo se va al traste. Sólo hacia adelante. Y mirando mucho por encima del hombro. La siguiente sombra puede ser la de ellos. Y el desprecio también les inunda. No conciben que la honestidad sea un modo de vida y que el dinero no sea lo más importante para cualquiera. Jimmy Vanning va a correr. A correr mucho. Y le van a alcanzar.

Entre zancadas, Jimmy conocerá a una chica que es pura elegancia. Su forma de mirar es irremediablemente inteligente y es capaz de hacer cualquier cosa si encuentra al hombre que la lleve en volandas hacia el amor. La chica tiene agallas, tiene belleza y está un punto por encima del ambiente en el que se mueve Vanning que, al fin y al cabo, no es más que un ex combatiente que trata de encontrar un sitio en la vida. Por allí al lado, pidiéndole fuego en una esquina, también se halla un investigador de una compañía de seguros. Lleva tiempo siguiéndole y se ha convencido de que Jimmy Vanning no tiene nada que ver con la desaparición de trescientos cincuenta mil dólares. Es un buen tipo. Tiene profesionalidad a raudales y calma por cientos. Es capaz de prever los próximos movimientos con bastante exactitud y la inteligencia corre por sus venas. Entre los tres formarán una especie de equipo para luchar contra esos dos pistoleros que sólo entienden de callejones. Tal vez por eso se pierden en un espacio abierto. Ahí es donde Jimmy Vanning podrá vencerles porque está acostumbrado a las trincheras, al combate cuerpo a cuerpo, a la verdad a cielo abierto.

Jacques Tourneur dirigió con extraordinaria habilidad esta muestra de cine negro trepidante, muy lejos de su anterior Retorno al pasado, pero añadiendo toques de azabache para que la película no sea sólo una simple película de acción. Hoy en día, eso es lo que sería. Para ello cuenta con un algo inexpresivo Aldo Ray en el papel protagonista, pero, detrás de él, se encuentra una maravillosa Anne Bancroft, rara vez más guapa y elegante, James Gregory, rostro mil veces conocido en papeles de cariz negativo y que, en esta ocasión, incorpora al avezado investigador, Brian Keith, muy alejado de sus papeles amables para ser un asesino sin escrúpulos y un fantástico Rudy Bond como el psicópata criminal de la pareja de facinerosos que van detrás de esa maleta que ellos mismos robaron y que perdieron en la alta sierra. El resultado es una película trepidante, muy seria a pesar de su convencida serie B, con sentido, con una corta duración y con un gran talento. Una película que hay que ver para no perder las maletas de dónde se halla el verdadero cine.

martes, 9 de mayo de 2023

EL CORONEL VON RYAN (1965), de Mark Robson

 

-. ¡Conseguirá la Cruz de Hierro por esto, Von Ryan!

Una huida hacia adelante en la que hay que prescindir un poco de los sentimientos. La rendición italiana ha servido para que unos cuantos prisioneros decidan evacuar todo el campo de concentración a través de las líneas enemigas hasta el mar con un tren atravesando todo el país. Los nazis, por supuesto, están ocupando todas las posiciones que poseían sus antiguos aliados. Y Von Ryan, como llaman al Coronel de aviación americano que se ha hecho con el mando de los prisioneros, capitanea todo el plan de fuga. Los raíles son odiseas porque hay que ganarse la libertad metro a metro. Von Ryan tiene que tomar decisiones difíciles, improvisar trampas, dejar de lado cualquier consideración. Todo con tal de alcanzar un horizonte y conseguir que los hombres bajo su mando vuelvan a sus casas. La misión será tan compleja que el mar se antoja demasiado lejano y el destino cambia a Suiza. Al fin y al cabo, las vías también serpentean a través de los Alpes y a los alemanes no les va a ser fácil seguir las huellas del convoy de Von Ryan. Es todo tan imposible que puede pasar cualquier cosa a la vuelta de la siguiente traviesa. Y no faltará el elemento de la venganza con el facineroso fascista italiano que está dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de devolver el golpe de la humillación sufrida en el campo de concentración. Von Ryan tiene todo en contra. Empezando por la antipatía de su plana mayor.

Intriga, tensión, nervios, entretenimiento, diversión…Eso son los vagones a los que se une el expreso de Von Ryan. Puede que no sea todo muy creíble, pero es endiabladamente trepidante, con buenas secuencias, disparos, suspense a raudales, enfrentamientos verbales continuos. Un uniforme alemán, ya se sabe, da para mucho juego cuando se trata de atravesar las líneas enemigas para volver a casa. Todo se reduce a una mera cuestión de supervivencia en cuyo camino el líder no hace, precisamente, amigos. Frank Sinatra incorpora con aires inflexibles a Von Ryan, sin dejar de acudir a su marca de fábrica en la que el encanto también tiene algo de sitio. Trevor Howard, su oponente británico y, sin embargo, aliado, pone a prueba su capacidad de furia para no estar de acuerdo con algunas de las decisiones que toma Von Ryan. Es inevitable que Sinatra sea Sinatra, pero también lo es el hecho de que, en algunas ocasiones, estás de acuerdo con las protestas de Howard. Y Edward Mulhare, muchos años después el jefe de El coche fantástico, incorpora con gracia al único de los miembros de la evasión que sabe hablar correctamente el alemán. Eso no sería ningún problema si no fuera porque es capellán y todo lo que puede hacer tiene ciertos límites.

“Si un hombre escapa, es una victoria”, dice el Mayor Fincham (Trevor Howard). Y ése es el objetivo. Conseguir un buen puñado de triunfos frente al enemigo. Ése mismo que no se lo piensa dos veces antes de apretar el gatillo y fusilar a cualquier que ose desafiarle. Y tal cosa es, precisamente, lo que hace el Coronel Von Ryan, un aviador americano en medio de un mar de británicos, que está permanentemente cuestionado.

viernes, 5 de mayo de 2023

LISBOA (1956), de Ray Milland

 

Un señor muy refinado es despertado por su mayordomo para desayunar en una agradable residencia con vistas a la desembocadura del Tajo en Lisboa. El día es luminoso y agradable y el señor se despereza agradablemente mientras coge su bata para empezar sus obligaciones. Abre la ventana y respira el aire casi marino de la ciudad y, de una coqueta cajita que tiene en una mesa al lado de esa ventana, coge unas miguitas de pan para que los pájaros vengan a comer al alféizar. Cuando ya lo ha hecho, agarra una raqueta de tenis y espera pacientemente a que los gorriones se acerquen. Cuando están a tiro, suelta un golpe brutal, agarra a la víctima y, dirigiéndose a su gato con una sonrisa siempre ambigua, le dice:

-. Toma. Tu desayuno.

De esa manera, Ray Milland, que también dirige esta película, nos presenta al resbaladizo personaje de Arístides Mavros, una especie de millonario mezclado en un montón de negocios sucios con sede en la capital portuguesa. Interpretado con soberbia elegancia y un punto permanente de ironía por Claude Rains, con esa simple escena ya nos ha descrito que no es un individuo de fiar. Y lo va a ser menos cuando tenga que contratar a un reputado contrabandista como el Capitán Evans, éste sí, interpretado por Milland, que debe rescatar con vida a un millonario en algún punto de la costa francesa a cambio de una promesa de pingües beneficios. Por supuesto, ese millonario tiene una esposa maravillosamente bella, sospechosamente apasionada y tremendamente decidida, pero tampoco es que sea mucho de fiar. Ya se sabe, cuando hay tantas ganas, algo se esconde. Por otro lado, Mavros tiene una chica que esconde muchos más rincones que su evidente atractivo. El Capitán Evans se va a ver atrapado en una maraña de intereses femeninos en los que le resultará muy difícil elegir.

Más allá de su labor como actor, Ray Milland llegó a dirigir cinco películas. Ninguna es demasiado conocida y es bastante injusto porque siempre intentó dar un punto de originalidad a todas sus obras. En Un hombre solo, realizó un atípico y claustrofóbico western en cuyos primeros treinta minutos no se dice ni una palabra; en Ladrón de manos de seda, se adentró por los terrenos del espionaje en la Segunda Guerra Mundial a través de un tipo que roba para otro; en Pánico infinito, se atrevió a explorar por primera vez los peligros de una guerra nuclear que destruye el mundo mientras un padre trata de salvaguardar a su propia familia (¿les suena de algo?); y en Testigo hostil, osó internarse por los terrenos de Agatha Christie con la historia de un abogado que es acusado de asesinato y se defiende a sí mismo con la colaboración de una aventajada aprendiz que destaca por su inteligencia. Lisboa, por su parte, con ese comienzo salvajemente original, destaca por convertirse en una aventura en la que el contrabandista confeso acaba por ser la mejor persona. Ninguna de ellas fue un éxito y nadie recuerda el hecho de que Milland era un director más que competente, pero merecería una revisión por su tremenda originalidad a la hora de abordar cualquier historia. Siempre intentando innovar, protagonizando todas ellas, demostró saber lo que quería en cada ocasión, tratando de sorprender al público con algún detalle de estilo muy particular en una filmografía como director que es más que notable, aunque haya pasado totalmente inadvertida. Empezar con Lisboa puede ser el primer paso para descubrirle, así que viajemos a Portugal, disfrutemos de una ciudad extraordinariamente bien fotografiada y suframos con las sucesivas trampas a las que se ve sometido el Capitán Robert John Evans. Señor Evans. Ah, y no hay que perderse los estupendos diálogos. Estén muy atentos. La mordacidad y el doble juego están a la vuelta de la siguiente frase.

jueves, 4 de mayo de 2023

FATUM (2023), de Juan Galiñanes

 

El destino suele ser un científico loco que idea alguna ocurrencia elaborada para probar las reacciones del inmenso laboratorio que es el mundo. Le gusta acumular circunstancias para que se dé lo imposible o, más bien, lo impensable y, de ahí, comienza a desgranar el caos. Tiene dos enemigos bien identificados. Uno es el corazón. Impulsivo, visceral, motor y arranque, y también algo ciego. El otro es la cabeza. Racional, analítica, letal cuando se distrae, genial cuando se centra. Y, sin embargo, a veces, consigue que ambos se presten a su juego de equívocos, de motivaciones y de arrepentimientos.

El destino es también ese maestro que, en muchas ocasiones, trata de demostrarnos con hechos que los hombres buenos pueden hacer cosas malas, que nadie es definitivamente bueno o malo aunque se tengan tendencias propensas a uno o a otro lado. Esas circunstancias que el destino acumula para que la línea de acontecimientos parezca absurda y, a la vez, lógica, son las que mandan. Y todo es comprensible. Y, al mismo tiempo, no lo es. Los padres hacen cualquier cosa por sus hijos porque en ese cariño incondicional que se brinda cabe todo el amor del mundo, pero también otros sentimientos como la venganza, la rabia, la espera, la oración, la lágrima y la desesperación. Y al destino le gusta hacer que todo salga en la colisión de sentimientos.

A veces, se apiada de las marionetas que ha manejado a su antojo y todo sale bien. Por el contrario, en días torcidos, es posible que no quiera tener piedad y el resultado es algo sin remedio. La generosidad es otro elemento que también interviene y que puede torcer las intenciones del destino. Y siempre habrá una barandilla cerca de la que agarrarse para preguntarse por qué ocurren las cosas, por qué de esa manera, por qué todo.

Juan Galiñanes demuestra saber dirigir porque consigue sujetar las riendas de una historia que se escora peligrosamente hacia el melodrama para mantenerla dentro de los límites del suspense emocional. Todas las reacciones son lógicas, aunque no tienen por qué ser verdaderas. Dentro del elenco, nos encontramos con interpretaciones de todo tipo, pero quien destaca por encima de los demás es Álex García, creíble como el policía que falla en su trabajo y que no quiere fallar como padre. Por supuesto, la eficacia habitual de Luis Tosar le secunda y Elena Anaya endurece el rostro para luego dejar que el corazón hable por encima de su cabeza. Algunos otros no están tan brillantes y hay líneas de diálogo que no están a la altura, pero el conjunto es sólido, con buenas hechuras, sin llegar a la maestría, pero realizado con cierta inteligencia. Y llega al espectador con fuerza porque se comprenden las reacciones, se comparten los sentimientos, se desean las acciones y se perdonan las distracciones. Eso le pasa a cualquiera en su trabajo. Sólo hay que tratar de conducirse con la racionalidad, con el deseo de acertar a través de la honestidad y del equilibrio. Y hay personas que no quieren saber nada de mantenerse encima del alambre.

Pulso firme, mirada quieta. Y eso no debe circunscribirse sólo al trabajo policial. Eso debería presidir la mayoría de nuestros actos vitales. Aunque el amor sea lo que motive cualquier forma de pensar. Aunque el amor, que nace del corazón, ciegue lo que piense la cabeza. A veces, es bueno llevarse por él porque ese órgano de latido prolongado es lo que hace que seamos buenas personas. La cabeza es lo que nos vuelve malos. Y no deberíamos olvidarlo ni en la azotea, ni en la sala de máquinas.

miércoles, 3 de mayo de 2023

VENTANAS (1980), de Gordon Willis

 

A veces, hay que acercarse a cualquier cosa que hizo alguien a quien se admira para comprobar que también se puede fallar. Es el caso de esta película dirigida por el aclamado e irrepetible director de fotografía Gordon Willis, que se encargó, por única vez en su carrera, de la dirección de esta historia sobre voyeurs, lesbianismo, crímenes y lujuria. Es posible que parte del gran error se halle en ese ritmo deliberadamente lento, sin garra, sin nervio, pero hay que reconocer que la trama tiene algún acierto, especialmente en su realización, como es, por supuesto, la fotografía y, desde luego, el ambiente claustrofóbico, casi agónico que se genera en esa relación enfermiza entre vecinas.

Todo empieza de forma prometedora a través del ataque que recibe una mujer, estupenda Talia Shire, nada más mudarse a su nuevo apartamento. Puede que el agresor no sea un hombre, aunque la fuerza y la forma se corresponda con el sexo masculino. Puede que la respuesta esté mucho más cerca, al otro lado de la calle. El guión intenta, por todos los medios, evitar cualquier demostración de violencia. Todo es sugerido para insinuar que gran parte de lo que ocurre es en la mente de la víctima. Por otro lado, hay interminables conversaciones entre las vecinas (Shire y Elizabeth Ashley) sobre sus experiencias con los hombres. Eso no añade nada al misterio, sino a las motivaciones. Entre otras cosas porque ambas tienen pareja heterosexual.

Una buena porción de las virtudes radica en el modo en el que Willis dirige a las dos actrices. A pesar de querer, a toda costa, establecer una atmósfera de opresión, ambas se presentan como mujeres frágiles, fácilmente vulnerables, susceptibles de sucumbir ante el daño que pueda infligir el mundo exterior en el que, naturalmente, están los hombres. Sin embargo, Willis yerra estrepitosamente al intentar convertir esa atmósfera agobiante en suspense y ahí es donde radica su principal reparo. Y quizá la evidencia de que Willis era un genio en la creación de ambientes, pero ni mucho menos lo era como director.

Por otro lado, comercialmente fue muy perjudicada allá por el comienzo de los años ochenta porque, de forma absurda, se intentó comparar como el lado lésbico de una película que también se estrenó aquel año y causó verdadera controversia como fue A la caza, de William Friedkin. No tienen nada que ver salvo la temática homosexual.

Es cierto que aquí existe una especie de caza, pero la presa está identificada desde el primer momento y es fácil adivinar quién es el cazador. En algunos momentos, la torpeza del guión y de la dirección de Willis hace derivar a la película en un melodrama algo ridículo en instantes aislados. No basta con ser lúgubre. Hay que tener fuerza en lo que se narra y aquí se afloja por todos lados. Tanto es así que, siendo una película de mujeres, el que acaba por ser el mejor papel es el del Detective Luffrono, interpretado por Joe Cortese, que auxilia a Talia Shire en sus tribulaciones vecinales, en sus obsesiones, un tanto emparentadas con Repulsión, de Roman Polanski, y en sus miedos cervales a aceptar una sexualidad que es la contraria a la que siente Elizabeth Ashley, una vez más en la parte más malvada de la historia.