Si hubiera que definir el excepcional cine del director Samuel Fuller con una sola palabra, yo lo tendría muy claro: vigor. Este tipo mal encarado, con su sempiterno puro colgando de los labios te agarraba de las solapas y te decía con su voz ronca que tenía una historia que contar y no podías zafarte de él hasta que terminara todo lo que creía conveniente decir. Siempre moviéndose en una pertinaz independencia, Fuller se las tuvo que ver con presupuestos irrisorios, películas inacabadas, terriblemente mal hechas pero terroríficamente bien contadas. En tan sólo un par de ocasiones dispuso de los medios necesarios y en una de ellas se decidió a contar la historia del desmantelamiento de una banda de gángsters por parte de un infiltrado que se gana la confianza del jefe y luego no duda en prender la espita que explote todo el entramado de ladrones que unos americanos mal encarados han tejido en Japón.
Pero Fuller, ese hombre que bajo la apariencia de historias mil veces contadas te quería decir algo más, sabe deslizar con maestría la existencia de un triángulo homosexual entre los protagonistas, Robert Ryan (¡qué gran actor y qué poco valorado!), Robert Stack y Cameron Mitchell y cómo la cuestión de confianza se va reduciendo al mínimo porque, en realidad, es una mera cuestión de celos. El relato de Fuller no da lugar al respiro, no hay tiempo para pensar. Enseguida nos damos cuenta de que el hombre de la gabardina marrón no está allí para ganar dinero, sino para ganar toda la partida, de que el mundo gira con las estrellas alrededor mientras las balas silban buscando al propietario de la carne en la que tienen que hincarse, de que las casas de bambú son frágiles por muy cerradas que estén sus puertas, de que el amor puede ser una tabla de salvación cuando el cerco se estrecha aunque no seas quien dices ser y sólo te quieres aprovechar de la situación de un hombre que apenas balbuceó unas palabras antes de morir, de que la muerte es aún más dolorosa cuando viene dada por la mano de un amigo...
Fuller, jugando con la mente inconsciente de quien asiste a la historia, reviste de technicolor lo que es una historia negra de cabo a rabo, huye del expresionismo propio del género y lo visita con una luminosidad sorprendente, como si no hubiera nada que pudiera esconderse bajo el sol cuando de verdad se quiere descubrir quién aprieta los gatillos y quién planea los atracos. No en vano, Fuller consiguió, con esta película, realizar el primer rodaje íntegro de una película norteamericana en Japón después de la Segunda Guerra Mundial y captó, desde el primer momento, el colorido de un país que había sido derrotado pero que no perdió ni un solo matiz de una alegría visual que podía trasladarse al retorcido argumento de un film noir sin extraviar ni un ápice de todo su sentido.
El agua se calienta, no mucho. La copa en la que se va a beber el sake se introduce en el recipiente del agua. Una vez que la copa haya absorbido parte del calor, se vierte el sake y se bebe despacio. Así es cómo hay que degustar una película de intenso color negro con el monte Fujiyama esperando en la quietud, allí mismo, en el fondo de la pantalla recortada...mientras, probaremos el profundo sabor de la traición...mitad amargo, mitad delicioso...Es Fuller, que tenía mucha mayor pegada que varias copas de sake tomadas sin pausa.
Pero Fuller, ese hombre que bajo la apariencia de historias mil veces contadas te quería decir algo más, sabe deslizar con maestría la existencia de un triángulo homosexual entre los protagonistas, Robert Ryan (¡qué gran actor y qué poco valorado!), Robert Stack y Cameron Mitchell y cómo la cuestión de confianza se va reduciendo al mínimo porque, en realidad, es una mera cuestión de celos. El relato de Fuller no da lugar al respiro, no hay tiempo para pensar. Enseguida nos damos cuenta de que el hombre de la gabardina marrón no está allí para ganar dinero, sino para ganar toda la partida, de que el mundo gira con las estrellas alrededor mientras las balas silban buscando al propietario de la carne en la que tienen que hincarse, de que las casas de bambú son frágiles por muy cerradas que estén sus puertas, de que el amor puede ser una tabla de salvación cuando el cerco se estrecha aunque no seas quien dices ser y sólo te quieres aprovechar de la situación de un hombre que apenas balbuceó unas palabras antes de morir, de que la muerte es aún más dolorosa cuando viene dada por la mano de un amigo...
Fuller, jugando con la mente inconsciente de quien asiste a la historia, reviste de technicolor lo que es una historia negra de cabo a rabo, huye del expresionismo propio del género y lo visita con una luminosidad sorprendente, como si no hubiera nada que pudiera esconderse bajo el sol cuando de verdad se quiere descubrir quién aprieta los gatillos y quién planea los atracos. No en vano, Fuller consiguió, con esta película, realizar el primer rodaje íntegro de una película norteamericana en Japón después de la Segunda Guerra Mundial y captó, desde el primer momento, el colorido de un país que había sido derrotado pero que no perdió ni un solo matiz de una alegría visual que podía trasladarse al retorcido argumento de un film noir sin extraviar ni un ápice de todo su sentido.
El agua se calienta, no mucho. La copa en la que se va a beber el sake se introduce en el recipiente del agua. Una vez que la copa haya absorbido parte del calor, se vierte el sake y se bebe despacio. Así es cómo hay que degustar una película de intenso color negro con el monte Fujiyama esperando en la quietud, allí mismo, en el fondo de la pantalla recortada...mientras, probaremos el profundo sabor de la traición...mitad amargo, mitad delicioso...Es Fuller, que tenía mucha mayor pegada que varias copas de sake tomadas sin pausa.