jueves, 30 de diciembre de 2021

WEST SIDE STORY (2021), de Steven Spielberg

 

Con este artículo, quiero desear a todos una feliz salida y entrada de año, lleno de cosas estrupendas y de grandes películas. No dejéis de ir al cine. Es nuestra vida de repuesto. Después, ya no hay más.

Sensaciones:

Un escalofrío recorre el espinazo cuando se oyen esos silbidos llamando a la batalla callejera. Las lágrimas tratan de salir a empujones porque aquello no sólo recuerda los años en los que, una y otra vez, llevaste a rastras a todos tus amigos en los diferentes reestrenos, sino también todo un universo de sensaciones en el que la violencia, la ternura, la emoción y la euforia ocuparon las principales notas de tu partitura privada. Los Jets salen de sus agujeros y quieres bajar ahí mismo, a desahogar tu rabia y compartir la energía de unos bailes que se te antojaron inolvidables e insuperables. Y entonces sabes que estás de parte de ese amor imposible que se te va a contar, de esa lucha que se te presenta incomprensible, de esa frustración que sabes que es posible que ronde tu propio devenir.

Y sigues deseando ponerte de punta en blanco para participar de ese grito de mambo para demostrar que bailas mejor y con más ganas. Perderte en la partitura de Leonard Bernstein es demasiado fácil para no abandonarte, para darte cuenta de que esta noche puede ser irrepetible, de que tienes que mantener la calma porque, de lo contrario, te arrastrarán los acontecimientos que ya viviste anteriormente. Ella está allí, sólo ella, en medio de la multitud, mirándote de nuevo y pronuncias su nombre y vuelves a extraviarte en su melodía porque el amor, si era así, era tu vida y no querías dejar de verla, soñabas con su caricia, imaginabas su beso, pensabas en sus palabras.

Sin embargo, el entorno suele ser un enemigo difícil de batir. Y ante tanta incomprensión, sólo queda refugiarse en la noche de tus propios sentimientos. Puede que algunos no aguanten tanta pasión y que siempre se espere algo de optimismo en un ambiente tan deprimente que condena tantos futuros y aplaste tantas esperanzas. Y quieres, y deseas, y ruegas por tener un amor que sea todo lo que poseas y que, acertado o equivocado, no puedes hacer nada más. Volverás a llorar en las calles húmedas en medio de una ciudad que se está demoliendo y la sangre hierve en tus venas, tratando de encontrar una razón para salir adelante cuando todo ha terminado, cuando ya no hay más remedio que odiar porque se te ha quitado toda la capacidad de amar. Mientras tanto, tratarás de ser alguien en ninguna parte y, una vez más, serás nadie en todos los sitios. Especialmente en el lado oeste del infierno. Allí donde no hay más remedio que luchar por un territorio que no existe, por un derecho que se te ha negado y por un amor que se condena desde la primera mirada.

Tu amor es tu vida, porque le quieres, porque eres él, porque sois uno, porque puede que haya un lugar para ella y para ti, un lugar de paz y tranquilo, con aire libre. Un lugar al que sólo podrá llevarte la verdad que siempre pronuncia un beso, una promesa, una complicidad, un deseo, un brillo en los ojos. Y del prólogo al final sólo hay unas balas de diferencia. Las que te han atravesado mientras has bailado, has rabiado, has querido y, una vez más, has vuelto a perder. El asfalto de la gran ciudad será el testigo de las luces en movimiento y el sol parece que nunca se pone en América para aquellos que eligen al amor como única opción.

Valoraciones:

Sólo hay un aspecto en el que esta película supera a la original y es la adaptación musical. No cabe duda de que Steven Spielberg realiza una apuesta valiente y que, en todo momento, hace gala de su estilo impresionante en la planificación. Sin embargo, la puesta en escena no siempre es la más acertada y las coreografías, aunque indudablemente enérgicas, no se acercan ni por asomo a las diseñadas por Jerome Robbins. Y si no, cuando vean la película, hagan una prueba. Traten de recordar alguno de los pasos como algo mítico, como algo que forma parte inseparable de la historia. No encontrarán ninguno. Hagan lo mismo con la versión de Wise y Robbins. Seguro que hay alguno que les vendrá a la cabeza.

Este detalle puede parecer una tontería, pero en un musical de las características de West Side Story no lo es. Uno de los puntos más fuertes de su trama son, precisamente, las coreografías, llenas de un impulso y de una intensidad que es difícil de olvidar tanto en su versión teatral como en la cinematográfica. Comparen el Cool y díganme cuáles son las diferencias. Por supuesto, Spielberg no rehúye la espectacularidad y trata de dejarla bien clara en América, pero un baile que se pretende inolvidable no puede consistir sólo en complicados giros, hace falta imaginación, y, sobre todo, claridad. Y aquí está la demostración de que no sólo la pericia del director es suficiente.

Por otro lado, algunos intérpretes cumplen, pero son notoriamente más jóvenes, lo cual lleva a una cierta infantilización de la historia, sobre todo porque se reescriben los diálogos y resultan más simples, mucho menos sugeridos, por mucho que se siga la estructura del original. También hay un cierto descoloque en el orden de las canciones que no beneficia en nada a la estructura y algún número que resulta un error lamentable como es el ya citado Cool o el imposible Gee, officer Krupke que se representa en una comisaria sin ninguna gracia.

Siempre agrada ver a alguien que se llevó, quizá, el mejor papel de la primera versión como Rita Moreno asumiendo el personaje que llevó a cabo Ned Glass. Es comprensible el sentido homenaje que le quiere tributar Spielberg, pero hacerle cantar el Somewhere resulta gratuito porque no tiene mucho sentido. Por supuesto, hay menos referencias pictóricas porque la fotografía de Janusz Kaminski apuesta por el realismo y el color siempre está más apagado. Y el único error que se puede atribuir al director es la falta de control en el reparto de secundarios que resultan demasiado exagerados en gestos, como intentando subrayar toda la rabia que sienten estando a la cabeza de todos ellos David Álvarez en el papel de Bernardo.

Y se podría entrar en más detalles que acaban por ser prescindibles y que es mejor no desvelar y que proceden del ansia por dejar bien claro de dónde vienen algunos personajes y por qué se comportan así. Las voces de Rachel Zegler y Ansel Elgort como María y Tony son agradables aunque él está ligeramente mejor que ella. Y aún así, a pesar de todas estas diferencias, sigues intentando enfundarte unos vaqueros y unas deportivas y pelear por un barrio que aquí se presenta en estado de ruina para realzar todavía más la hostilidad y la inadaptación de unos jóvenes que, no importa la forma que revistan, siempre intentan robarte el corazón.

miércoles, 29 de diciembre de 2021

BEING THE RICARDOS (2021), de Aaron Sorkin

 

El éxito suele ser un elemento muy frágil para quien lo tiene a manos llenas. Cualquier detalle puede desequilibrar ese momento cumbre. Un guión mal escrito, un rumor agrandado, una certeza confirmada…Todos son picos y palas dispuestos a derribar el muro de la fama. Lucille Ball y Desi Arnaz fueron, tal vez, la pareja más nombrada del mundo de la televisión durante años con su serie Te quiero, Lucy y, sin embargo, hubo quien quiso echarlos abajo después de muchas congas, muchas canciones de segunda, muchas películas de tercera y mucho esfuerzo para hacer reír a la gente.

Así pues, después de ser sometida a investigación por el Comité de Actividades Antiamericanas y ser absuelta de cualquier cargo, la prensa, sólo por el afán sensacionalista de vender y de publicar con letras enormes, siguió insistiendo en la posibilidad de que Lucille Ball, una de las actrices más graciosas de todos los tiempos, era comunista. Y ése es el punto en el que comienza a tambalearse todo. Desde la construcción de un guión que necesita ser acotado para llegar a la gracia indiscutible hasta la relación con su marido. Por supuesto, hay diálogos a doscientos por hora, una situación tras otra, una sensación de agobio creciente, una radiografía de lo que se cuece tras las bambalinas de la televisión con sus abogados y patrocinadores ojo avizor para que no se asocien las marcas con tendencias poco comerciales, la estúpida censura que no permitía que una mujer embarazada saliese por la pantalla de todos los hogares…Todo un entramado de intereses y frustraciones que van saliendo como si se tratara de una comedia de situación. Lo que sea con tal de salvar la serie de más éxito de todos los tiempos, con una audiencia semanal de sesenta millones de espectadores.

Aaron Sorkin escribe y dirige con su habitual soltura, aunque, quizá, pierda algo de fuerza al final. Aún así, la película es esplendorosa en presentación, ambientación y desarrollo, con un reparto de secundarios muy competente y en el que destaca por sabiduría, sarcasmo y precisión J. K. Simmons. No cabe duda de que toda la historia gira en torno a Javier Bardem, que, esta vez, parece muy cómodo en el papel de cubano agradecido a su nacionalidad estadounidense, listo como pocos, avispado y, en algunos momentos, genial. Y, desde luego, hay que hacer mención a Nicole Kidman que es la verdadera protagonista. Es una lástima que una actriz con hechuras de perfección, que lo tenía todo para ser una de las más grandes damas del cine, se haya quedado en una máscara que resulta más convincente en blanco y negro que en color. Es como asistir a la interpretación de una muñeca que apenas consigue expresión más que en sus ojos y no es suficiente. De otra manera, Kidman hubiera clavado un trabajo difícil y atractivo y no se diluiría gran parte del efecto dramático que pretende. Y, prácticamente, es el único defecto que se puede poner a una película, por lo demás, impecable, retrato atinado de las decisiones creativas y personales alrededor de algo que es todo un negocio en televisión y que es imposible de ver y, casi, imposible de creer.

Por otro lado, Sorkin acierta en pleno blanco cuando trata de describir el trabajo de una actriz tan soberbiamente dotada para la comedia, que pasó un poco de largo por el cine y que hizo historia en la pequeña pantalla. Una mujer que era capaz de ponerse en la piel del público para adivinar qué es lo que hace reír. Y eso es un trabajo muy difícil y verdaderamente apasionante. Te quiero, Lucy.

jueves, 23 de diciembre de 2021

SPIDERMAN: NO WAY HOME (2021), de Jon Watts

 

Con este artículo quiero desear a todos una Feliz Navidad. El blog quedará cerrado a excepción de los días 29 y 30 de diciembre y 5 y 7 de enero en los que publicaremos diferentes estrenos de la cartelera. Mientras tanto, id al cine. Ya se están viendo muchas salas llenas.

El hombre araña debe empezar donde terminó todo. Y, claro, debe arreglar los problemas que tiene pendientes. Y la juventud no es la mejor amiga para afrontar con serenidad las soluciones. Ya se sabe, muchas hormonas, mucha impulsividad y pocas ideas nítidas. A partir de ahí, se desencadenan unos cuantos mundos paralelos que tratan de ofrecer la imagen completa de un chico que tiene un gran poder y, por tanto, una gran responsabilidad.

Así que el fracaso ronda por sus telarañas y se enreda en los entresijos de su azarosa vida. Trata de conseguir ayuda y tampoco es la mejor solución. Debe de encajar un rompecabezas que sólo está reservado para los adultos, sin todas las piezas, imaginando lo que debe ser la aventura al otro lado del espejo, para salvar a los que ama, para tratar de no hacer daño, para que su instinto arácnido, por una vez, pruebe cuáles son las delicias que se hallan al borde mismo de los labios. El beso del hombre araña tendrá que ser el único respiro cuando el recuerdo está a punto de desvanecerse. Y habrá abundancia de telarañas, aplausos rabiosos, algún que otro fleco que, si se piensa, romperá la pretendida lógica y, desde luego, mucho entretenimiento.

El hombre araña deberá taponar el dolor y los días serán diferentes, dando lugar a un nuevo principio que no es más que la continuación de un final impío. La furia también aparecerá en algún momento porque las pérdidas desorientan y establecen nuevas reglas. El universo múltiple tiene grandes inconvenientes y los hechizos no deben tener molestas interferencias. El día del hombre araña se convierte en la noche en la que hay que ajustar cuentas con el destino, con los destinos, con las confluencias, con las simpatías y con la certeza de que la soledad es algo inherente al propio ser humano.

Puede que el único problema de esta película sea que contiene tantas sorpresas que el espectador no tiene tanto interés por lo que cuenta y sólo espera el próximo golpe inesperado. Por supuesto, la acción es el móvil y el espectáculo visual existe, algo habitual en el universo Marvel. Algunos diálogos son directamente malos y otros tienen su gracia apoyándose en esas continuas sorpresas que van jalonando su extenso metraje. Sí, no importa. Se sigue saltando con el hombre araña, participando de sus preocupaciones terrenales y universales, sufriendo con sus esfuerzos por salvar y volver al orden habitual, a la rutina ansiada que él jamás podrá disfrutar. El resultado es que el público sale encantado aunque está lejos de ser la mejor historia de Marvel. Y contiene la suficiente magia como para que eso no sea motivo suficiente como para despreciarla. Todo el mundo lo pasa bien. Y esa es la telaraña en la que todos nos quedamos enredados, siendo presa fácil del hombre araña, dándonos vueltas hasta quedar sepultados en su dominio, sin pensar en nada más, sólo acompañando a ese joven que parece confuso, a pesar de su inteligencia, como tantos y tantos otros adolescentes.

Así que no cabe duda de que es fácil abandonarse en la butaca y abandonar cualquier otra pretensión. Él es asombroso, es inmaduro, es increíble, es pena y también es alegría y, en algún momento, llega a ser júbilo. Mientras tanto, hay que acabar con unos cuantos megavillanos que han atravesado la dimensión del espacio y del tiempo y tratar de construir un futuro coherente. Y eso, en un apartado lugar de la imaginación donde habitan los super-héroes no deja de ser un ejercicio que va de lo inútil a lo imposible. Dejemos que nos embargue el beso del hombre araña. De vez en cuando, la pasión es muy recomendable. 

miércoles, 22 de diciembre de 2021

EL PODER DEL PERRO (2021), de Jane Campion

 

Entre las obsesiones de la directora Jane Campion se encuentra esa descripción de personajes que se hallan desubicados, que pertenecen a otra época y, quizá, a otro lugar y que tratan desesperadamente de adaptarse a las circunstancias que rodean una vida que, por lo general, suele ser un reflejo de frustración, de soledad, de conciencia de ser diferente. En esta ocasión, las lejanas colinas de Montana parecen erguirse con orgullo para convertirse en la prueba definitiva para quien tiene la mirada en la piel.

Así, pues, en un universo reducido de polvo, reses y órdenes preestablecidos, se hallan estas personas que tratan de hacerse un hueco en la felicidad. Uno de ellos, no obstante, ya lo es y no acepta fácilmente ningún cambio. Tiene su parcela de poder, su compañía permanente, su experiencia contrastada. Y todo eso se pondrá en peligro cuando una forastera venga a ocupar un lugar primordial en la estructura de mando de un rancho en el que predomina el olor a sudor masculino. A partir de ahí, se desencadena una guerra oculta, en ocasiones muy sugerida, por arrebatar las posesiones del rival. Y el deseo en la piel puede más que cualquier otro tipo de cuidado.

Jane Campion, para contar esta historia, cuenta con la inestimable colaboración de Benedict Cumberbatch, enorme una vez más, moviéndose con maestría dentro de los más variados recursos, de Kirsten Dunst que ya está dejando atrás su brillo casi juvenil y deja ver el sufrimiento de los años, de Jesse Plemmons que, con un personaje que no acaba de trazarse con precisión y que tiene pocas oportunidades para el lucimiento, opta por la sobriedad y la auténtica serenidad que impide que una palabra sea más alta que la otra. Estos tres intérpretes, ayudados por la juvenil inteligencia de Kodi Smith-McPhee, agarran a sus personajes por el cuello y les obliga a sumergirse en sus miserias, en sus errores, en sus miedos y en sus tremendas limitaciones hacia unos sentimientos que oscilan entre el enfrentamiento y la decepción, entre la repentina caricia y el previsible desahogo del insulto. El resultado es una película delicadamente rodada, a la que sólo se le puede colocar el reparo de alguna transición demasiado repentina en el comportamiento de algunos caracteres, pero que no deja de tener una capa escondida e inevitablemente interesante bajo su apariencia ganadera.

Las pieles se ponen a secar al sol, sin curtir, sólo para quemarse sin remedio. La soga se seguirá trenzando para que el deseo sea el móvil de algo que llegará a ser impensable. El perro espera, con sus lomas hendidas en la tierra, haciendo que las leyendas se olviden en una época que ya se acaba. La fotografía de Ari Wegner es una apuesta segura para trasladar las reses hacia el beneficio y sorprende la aparición de un viejo amigo como Keith Carradine. Mientras tanto, la madera soltará astillas, la atracción será un conejo que hay que cazar y las sombras se alargarán a la caída del atardecer mientras se madura el siguiente paso. Sólo la muerte podrá aclarar el dilema. La botella dejará de tener respuestas. Y el deseo en la piel será el cebo perfecto. El rencor, ya se sabe, siempre espera su momento perfecto, con paciencia, sin afectación, sin ninguna escena de más, con toda la verdad secada al sol. Y la mirada se perderá en el horizonte, tratando de no perder de vista ninguna cabeza, atenta a los detalles, afinada con la inteligencia, implacable a través de la decisión. Y el sudor masculino se transformará en el agua de la muerte. 

martes, 21 de diciembre de 2021

EL HOMBRE QUE MATÓ A LIBERTY VALANCE (1962), de John Ford

 

Los años pasan y los recuerdos quedan. Cuando se trata de elegir entre leyenda y realidad, siempre se imprime la leyenda porque la realidad, demasiado a menudo, es más fea, más prosaica y hace menos por formar mentes. Eso no es lo que pensaba Ransom Stoddard cuando se desplazó al Oeste siguiendo el consejo de Horace Greeley. Allí encontró violencia y amistad, amor y hostilidad. Todo muy mezclado como corresponde al cambio de época. Incluso tuvo la oportunidad de escribir en un periódico a las órdenes del propietario, editor y único redactor del Shinbone Star. Así, piedra a piedra, Stoddard intentó cambiar la mentalidad de un país que se movía en los límites de la ley del más fuerte por los cimientos de una democracia que creyó que no le correspondía porque había matado a un hombre. Y, quizá, no fue sólo una vida la que acabó muriendo.

El Oeste, la tierra sin gobierno, necesitaba hombres como el abogado Stoddard. Son carne de despacho y de teoría, apóstatas de la acción que no comprenden que se pueda desenfundar un arma por un simple filete tirado por el suelo. Inténtalo, Liberty, sólo inténtalo. Puede que el plomo esté deseando entrar en tus entrañas y devorar de una vez esa fuerza impuesta que no tiene más salida que a través del cañón de un revólver. Vamos, Liberty… ¿no eres tan valiente? Eres capaz de poner la zancadilla a un camarero, pero no tienes redaños para enfrentarte a un tipo que sabe apretar el gatillo con destreza. Es tu propia trampa la que acaba aniquilándote. Es tu propia saña la que abre los agujeros en tu carne.

Desde un callejón, con un simple disparo, es donde se planifica el intercambio de destinos. El que debía ser héroe, acaba olvidado, con el simple recuerdo de una flor de cactus en la tapa de su ataúd. El que debía morir es enaltecido como máximo representante del nuevo Oeste, del nuevo país que abre sus fronteras al progreso y a la civilización. Y el amor, bien lo saben los que esperan, siempre acaba con los triunfadores, a pesar de que no les pertenece. Y nadie se dará cuenta hasta que la capa de olvido sea demasiado gruesa, demasiado importante y demasiado insalvable. Es posible que haya una diligencia destartalada en algún cobertizo, esperando un último recuerdo. Al igual que ese hombre que disparó una bala de justicia y se sumió en el ostracismo y la amargura. No tendrá nada más que sus botas y un trozo de terreno que se quedó muy solitario desde el mismo momento en que apuntó con su rifle. El destino, esta vez, cambió de propietario y la felicidad se fue para siempre con el que nunca hubiera sobrevivido.

John Wayne, James Stewart, Vera Miles, Edmond O´Brien, Lee Marvin, Woody Strode, Andy Devine, Jeanette Nolan, Lee Van Cleef…y John Ford entonando lo que, en realidad, no es más que un último adiós a la leyenda porque la realidad no es tan bonita. Él lo hizo durante toda su vida mirando a través de una cámara. Y, más tarde, lo celebraba con un trago de whisky.

viernes, 17 de diciembre de 2021

ENCADENADOS (1946), de Alfred Hitchcock

 

Las heridas no se cierran con el desprecio. Se ha vendido que el amor es algo maravilloso y exclusivo, que esa persona que posa sus ojos en alguien, está dispuesta a cualquier sacrificio con tal de conservarla. Y, sin embargo, Alicia Huberman no obtiene más que la indiferencia de Devlin a pesar de que ambos están irremediablemente enamorados. La cadena que les une es irrompible, por mucho que haya que mezclar espionaje, uranio y una banda de neonazis. Devlin la tensa porque cree que Alicia no ha cambiado, que se entrega con placer en las sábanas de Alexander Sebastian porque su propia naturaleza le impulsa a ello. Y no puede estar más equivocado. Él guardó silencio cuando debería haber protestado. Y, quizá, sabe que fue un cobarde porque se negó a luchar por su amor. Prefirió creer que la inercia de las cosas empujaba a Alicia a retomar su vida disoluta. Las mujeres no cambian y él no puede hacer nada para evitarlo. Se conformará con ser un espectador lejano porque, de esa manera, el daño será menor y ella…da igual. Es lo que ha hecho toda su vida. El límite será convertirse en el enlace para la información que ella pueda extraer de esa guarida infame y agobiante que es la residencia de Petrópolis. Ella no merece el riesgo. Sólo el silencio.

Alicia se lo juega todo porque, a pesar de todo, quiere dejar claro que está dispuesta a llegar hasta el final para lavar su apellido. Y lo dejaría todo si Devlin la hubiera defendido cuando insinuaron que ella tendría que conquistar a Sebastian. Así, utilizándola, como si no fuera nada, como si no fuera nadie. Aquella terraza en lo alto de un edificio con vistas a la playa de Copacabana no tiene la menor importancia. Allí besó a Devlin hasta que sus labios se convirtieron en uno sólo y eso ya parece un sueño dentro del veneno. Hasta el aire que corría agradable se transformó en un viento helado. Y los sentimientos se quedaron dentro de una cubitera sin botella.

Devlin subirá una escalera por última vez. Tratará de salvar no sólo a Alicia, sino también lo poco que le queda de hombre. Tendrá que ser todo lo implacable que ha sido con ella, pero con Alexander Sebastian. La célula nazi quedará desarticulada y sus planes, hechos trizas. Sólo Alicia entra en los suyos. Ella no quiso hacer nada. Sólo quiso aparecer como una mujer nueva a sus ojos y él se ha dado cuenta demasiado tarde. La brisa volverá a acariciar el rostro enfermo y envenenado de Alicia mientras una sombría voz llamará a Sebastian para atravesar las puertas del infierno. El amor salió de la bodega porque los labios no olvidan. El recuerdo que se deja en ellos a través de los besos no tiene comparación posible. Es hora de regresar, Alicia, de sentirte protegida en los brazos de Devlin, de dejar de preocuparse por lo que puedan pensar, de abandonar la terrible tensión de guardar las apariencias. La carretera serpentea delante del coche y la cadena se ha vuelto a engarzar. Y el beso, esta vez, será para siempre.

jueves, 16 de diciembre de 2021

NO MIRES ARRIBA (2021), de Adam McKay

 

¿Cuál sería nuestra reacción si, de repente, dos científicos nos aseguraran que un cometa se aproxima a toda velocidad a la Tierra y nos quedan seis meses para ponerle remedio? El director Adam McKay lo tiene muy claro. A la pantalla del móvil. Se sucederían los memes burlones porque ella tiene algo de simpatía por la histeria y, también, caería una lluvia de popularidad sobre él porque tiene cierta imagen a pesar de su marcada tendencia por la ansiedad. Y la conclusión no puede ser otra que nos merecemos todo lo que nos pase.

Entre otras cosas porque, con noticias de ese calado, los brillantes presentadores de talk shows no dejarían de intentar ser inteligentes y estrellas de sus propios programas a pesar de que la situación es de absoluta emergencia. O, incluso, porque acudiendo al centro del poder con una Trump con faldas (sí, las mujeres también pueden ser como Trump, por mucho que él no quiera) lo único que se tiene en mente es cómo renovarse en las próximas elecciones y subir en las encuestas. Eso sí, con la colaboración del Bill Gates de turno o cualquiera de esos genios de Silicon Valley con problemas de relación con el resto de la Humanidad. Y, desde luego, los que dan la voz de alarma también caerán en los pecados de la arrogancia, de la vanidad, del trastorno obsesivo compulsivo con el hecho de que un general cobre a las visitas en la Casa Blanca las botellas de agua y las bolsas de ganchitos, de la tentación de la popularidad, del oprobio de la calumnia, de los algoritmos que no dejan de moverse con los millones de datos que manejan las multinacionales…etc…etc…¿qué les voy a contar que ustedes no sepan ya?

Y el caso es que no faltan los especiales con músicas escalofriantes para reconocer culpas y sembrar la semilla de la esperanza, de las campañas y de las contracampañas de sectores de extrema izquierda y del fascismo que se encarama en la cima. McKay, con la inestimable colaboración de Leonardo di Caprio, de Jennifer Lawrence, de Cate Blanchett, de Meryl Streep y de Mark Rylance, nos obliga a mirarnos en el espejo para reírnos un poco de esta absurda época del mundo en la palma de la mano y que nos ha vuelto más estúpidos que nunca y, de paso, también no duda en arrojar vitriolo en estado puro en pleno proceso del fin del mundo. El resultado es una película que tiene gracia en la perplejidad de las reacciones de una prensa vendida, de una audiencia alienada, de unos gobernantes descaradamente ineptos e interesados, ligeramente prolongada en algún momento y con un sentido del humor que, sin duda, pasa por la destrucción y por la posibilidad de una extinción. Al fin y al cabo, el ser humano comienza a ser bastante poco productivo y edificante.

Así que, aún con alguna que otra risa congelada, hay ratos de auténtico absurdo siempre que seamos capaces de mantenernos como espectadores de una película, pero que, de alguna manera, también podamos darnos cuenta de que somos parte del espectáculo, de ese mismo que nos hunde en un absurdo impensable y que, sin embargo, existe. No como el fin del mundo que nos venden de vez en cuando y que siempre se queda en agua de borrajas. A ver si en alguna ocasión aciertan y podemos valorar lo que realmente importa en este teatro lleno de ruido, furia e inmoralidad. Mientras tanto, no lo duden, seguirán engañándonos y montando miles de maniobras de distracción para que la atención se dirija al lugar equivocado. Ni siquiera nos dejarán mirar arriba para ver si se aproxima un meteorito que acabe con todo de una vez por todas.

miércoles, 15 de diciembre de 2021

UN MUNDO PERFECTO (1993), de Clint Eastwood

 

Llegar a Alaska y dejar que el viento recorra la piel como una caricia después de la tormenta. Con la respiración profunda y la sonrisa puesta, sin preocuparse del dinero que aletea alrededor o de la oscuridad que, poco a poco, cae como una hoja desprendida de una rama. Sueños que, en un momento dado, pueden hacerse realidad porque la inconsciencia es más profunda, más verdadera y más definitiva. Por el camino, tal vez se haya dejado que un niño viva más su infancia que en todos sus días anteriores. Darle la oportunidad de disfrutar una época única, que ya no volverá, que acabará ahogada entre la intoxicación de la edad adulta y la crueldad de los acontecimientos y realidades que tendrá que asumir. Por supuesto, no se llega a Alaska y al sueño por ningún camino fácil. Habrá disparos, malentendidos, pérdidas y reencuentros, malas intenciones, agujeros muy certeros y la seguridad de que la felicidad está ahí mismo, al otro lado de una puerta que no todos se atreven a abrir. Tras una persecución. Tras tragar odio. Tras la irresponsabilidad de una existencia que nunca ha sido amable. Ése es el peaje a pagar en tan largo viaje. El mundo no es perfecto, pero puede serlo después de atravesar todos los campos posibles.

Por el otro lado, siempre habrá alguien que intente mirar un poco más allá para adivinar las intenciones del perseguido. Es posible que los arrogantes de turno sean auténticos verdugos que sólo quieren acabar con cualquier promesa, con cualquier facilidad que se pueda conceder a quien nunca ha tenido ninguna. El cerebro sirve para pensar, no para disparar. Y cualquiera con un mínimo de humanidad sabe eso, pero hace falta sentirlo, ejercitar la comprensión, ponerla en práctica, descifrar actitudes y buscar salidas. Lo fácil es poner el dedo en el gatillo, apuntar y disparar. Eso lo puede hacer cualquiera aunque algunos lleguen a pensar que sólo lo pueden hacer unos pocos. Basta con tener una espalda como blanco fácil y el deseo irrefrenable de dar su merecido a un tipo que se ha pasado la vida burlando la ley porque no ha sido amable con él. Eso es todo. Así de simple.

Quizá no sea la película más conocida de Clint Eastwood, pero hay que reconocer que supo realizarla con el atractivo suficiente como para huir de las comparaciones con Thelma y Louise, de Ridley Scott, y establecer su propio universo de motivaciones y finalidades. Kevin Costner da una perfecta medida sobre ese personaje cansado de no tener oportunidades, que trata de buscar un sueño imposible. Tal vez, porque ya no le dejan hacer otra cosa. Tal vez, porque ya no hay oportunidad de hacer otra cosa. Tal vez, porque Alaska está casi al alcance de la mano, en ese viento suave que acaricia la piel mientras se dibuja una última sonrisa viendo las nubes blancas recortadas sobre el fondo azul del cielo, en esa sensación de que ya se ha llegado a la meta y el esfuerzo de vivir ha cesado para dar paso a una tranquilidad que nunca se ha sentido antes.

martes, 14 de diciembre de 2021

DE MIEDO TAMBIÉN SE MUERE (1978), de Burt Reynolds

 

Wendell Lawson no es el primero que recibe la noticia de que no le queda mucho tiempo de vida y que decide que lo mejor es acabar cuanto antes. El plan es perfecto, pero tiene sus carencias. Hay que tener redaños para hacerlo y Lawson tiene más bien pocos. Así que lo mejor es agenciarse a alguien para que haga el trabajo y así no tiene que enfrentarse a la meditación del cómo y del cuándo. La muerte le pillará de improviso y así será bienvenida. Lawson, además, es un poco infantil. La hipocondría y los complejos han anidado en él y se comporta como un niño en algunas cosas, pero sin llegar a ser ridículo. En el fondo, cualquiera se puede ver identificado en sus temores y traumas. Es egoísta y es incapaz de mantener una relación madura, pero su decisión es todo un tratado de la muerte y de la forma de morir. Quizá la ética se quede arrinconada en algún lugar, pero eso, en las horas desesperadas de un hombre que quiere acabar con todo y no sabe cómo, tiene muy poca importancia. Al fin y al cabo, la muerte no es ningún orgullo y, en cambio, es un negocio muy serio.

Lawson, después de todo, tiene una relación casi comercial con su ex esposa, posee unos padres algo débiles e, incluso, sale con una chica que es aún más débil. Por el contrario, su hija es más madura que él, su abogado es un poco pesado y, para completar el cuadro, se confiesa con un novicio bastante ingenuo y ha decidido que un esquizofrénico mental sea el encargado de buscarle el final. Las cosas no cuadran demasiado en su vida. Hallarse al final de la cuerda no es una situación deseable. Mejor acabar y hacer borrón y cuenta nueva.

No cabe duda de que Burt Reynolds realiza un espléndido trabajo de dirección en esta comedia negra que llega a arrancar carcajadas, pero el que lleva la responsabilidad de la mayor parte de ellas es un Dom deLuise en estado de risa. Incluso está decidido a tirar a la víctima desde lo alto de una torre, pero no está seguro de que sea suficientemente alta. Por si eso fuera poco, el reparto es de auténtico lujo con Joanne Woodward, Sally Field, Carl Reiner y Myrna Loy. Y lo más terrible de todo es que muy pocas personas conozcan esta estupenda película, realizada con brillantez, con unos diálogos llenos de dobles y triples sentidos y con situaciones realmente hilarantes. Todo para decir que, en efecto, el miedo también es una razón para morir.

Por supuesto, estoy de acuerdo. El suicidio no es para tomarlo a broma, pero aquí hay ingenio como para pensárselo dos veces porque, en el fondo, es una película que habla sobre la vida y sobre la oportunidad de hacer las cosas mientras se tenga la oportunidad de hacerlas. Puede que ésta sea una historia que haga que amemos un poco más nuestra existencia…y pensárselo dos veces antes de que venga un tipo más pirado que una cabra sin cuernos para quitarnos todo lo que somos, seremos y hemos sido. Quizá sea mejor tener una larga charla…o monólogo con el de ahí arriba. Puede que nos sintamos más a gusto.

viernes, 10 de diciembre de 2021

LA CLASE DIRIGENTE (1972), de Peter Medak

 

Lo malo de la aristocracia es que pueden creerse lo que les plazca. Pueden creer que son Jesucristo. Pueden creer que son Jack el Destripador. Y las apariencias seguirán intocables y perfectas. Ante todo educación. Aunque por debajo se deslicen las ambiciones más diabólicas con el fin de arrebatar una herencia. Ninguno está a salvo porque ninguno tiene buenas intenciones. Y el peor de todo, naturalmente, es el heredero del condado de Gurney, miembro de la Cámara de los Lores. El traje de rayas y la chistera van a ser cambiados por la sangre y la psicopatía. Atractiva combinación.

A primera vista, todo esto es una comedia que exhibe con orgullo el humor británico y la ácida crítica a la clase dirigente. Sin embargo, según avanza el metraje, todo se va oscureciendo, mientras se introduce alguna secuencia verdaderamente sorprendente. Colocar a uno de los más nobles linajes en el centro de la esquizofrenia paranoide más peligrosa es una carga de profundidad que divierte a los más humildes y humilla a los más poderosos. Peter O´Toole regala otra interpretación deslumbrante, siempre caminando por los abismos de la locura, siempre sarcástico, siempre inteligente, sacando partido de la ridícula pomposidad de la posición social de su personaje. Llega a tal punto que su Conde de Gurney llega a expandir la idea de que no hay diferencia entre la locura y la moralidad. Ambas son lo mismo. Y ambas exigen su precio. Él es el cobrador.

Efectivamente, la película es muy extraña porque contiene números musicales, un vestuario extremadamente cuidado, unas localizaciones espectaculares, asesinos en serie, agudos diálogos, desnudos, ópera, aristocracia, romance, locura, drama, comedia y algo de teología. Lo cierto es que es lo más parecido que se puede ver en cine a la manía como enfermedad psiquiátrica porque toda el desorden mental como algo absolutamente normal, aceptable y, sin embargo, tremendamente monstruoso.

Encuadrado dentro de la contracultura propia de los setenta, utiliza todas las armas a su alcance para ridiculizar toda la cínica corrección política y moral de las clases más altas del Reino Unido como el expresionismo o elementos alegóricos y no cabe duda de que la alucinación es un invitado a la proyección. Sin ella, no podríamos resistir las dos horas y media que dura el proceso.

Mientras tanto, habrá que caer en los brazos de ese maníaco que enloquece mientras suelta sin parar referencias o citas textuales de William Shakespeare, que se cura y recae en algo peor, que tiene un mayordomo sospechosamente comunista y, finalmente, resbala por la pendiente de la violencia más brutal y el asesinato. Al fin y al cabo, él forma parte de la clase dirigente y puede hacer lo que se le antoje. Ni siquiera le van a mirar mal. Como mucho pondrán muecas de escándalo o censurarán su comportamiento con susurros silabeantes a la hora del té. Todo para hacer pensar que quizá sea necesario revisar nuestro sistema de creencias al completo mientras se habla del castigo al capitalismo, mientras se plantean las relaciones entre patrones y empleados, mientras se pone en cuestión todo lo relativo a la gobernabilidad y a la influencia. ¿Quién quiere ser el próximo?

jueves, 9 de diciembre de 2021

FUE LA MANO DE DIOS (2021), de Paolo Sorrentino

 

Fabio es un joven como otro cualquiera. Cursa su último año de instituto y tiene cierta predilección por los clásicos. Su familia es algo pintoresca, pero arrolladoramente divertida. No es perfecta, ni mucho menos. Algún agujero negro sigue abierto porque los deslices permanecen, pero no existe el aburrimiento en el largo y cálido verano. Siente un amor platónico por su tía que, en el fondo, no está demasiado bien de la cabeza, pero se ríe. Es un joven que se ríe. Y eso es un tesoro que no sabe que posee.

De repente, la tragedia llama a la puerta de la vida de Fabio. Ya nada será igual, pero la experiencia va a ser lo suficientemente fuerte como para que tenga algo que contar. Quizá, incluso, detrás de una cámara, hablando de grandes bellezas, de juventudes perdidas o de Silvio Berlusconi. O de su propia familia. Esa misma que le va a sumergir en el dolor por un caprichoso giro del destino. Esa misma que le va a dejar un vacío que no podrá rellenar. Fabio tendrá una mirada adulta dentro de su juvenil ímpetu porque tendrá la certeza, única e invariable, de que el dolor forma parte de la felicidad y que así lo dispuso la mano de Dios.

Al fondo, una ciudad caótica e intrincada, de callejas estrechas y tratos de medianoche como Nápoles. Allí se espera a Diego Armando Maradona y, durante un tiempo, todo girará en torno de ese ídolo que unirá a todos los napolitanos de tal manera que, incluso, celebrarán los goles de Argentina en el mundial sólo porque allí juega el astro del fútbol. Como no podía ser menos, el equipo de la ciudad añadirá fuerza a ese caos que parece ser un ciudadano más. Y hará que Fabio sobreviva aunque, luego, cuando las cosas verdaderamente importantes se presenten como una visita sorprendente, todo lo demás carezca de importancia.

Paolo Sorrentino ajusta cuenta con su propio pasado a través de la figura de ese joven que quería dirigir cine sólo porque tenía algo que decir, algo rabioso que no merecía permanecer en silencio. Con una primera mitad que resulta brillante, ágil, irremediablemente sonriente, Sorrentino se hunde en una segunda parte que resulta morosa, ligeramente desorientada en la que pesa demasiado inútilmente esa larguísima escena de la seducción en la que Fabio pierde su virginidad. Por lo demás, asistimos al crecimiento obligatorio al que tuvo que hacer frente al perder esa felicidad que parecía ofrecer muchas puertas de continuidad para, más tarde, cerrarlas todas. El resultado es una película sincera, que parece salida de las mismas entrañas del realizador y eso siempre es admirable, aunque haya escenas alargadas innecesariamente y el ritmo decaiga hasta pedir la hora con insistencia porque la victoria es por la mínima.

Por el camino, Fabio descubrirá la belleza nocturna de Nápoles a través de compañías que parecen más ensoñadas y, por supuesto, habrá un lugar para recordar al delantero centro del cine italiano Federico Fellini. El dolor mismo impedirá que las lágrimas salgan hasta que broten en el instante más inesperado porque, al fin y al cabo, Fabio tiene que afrontar un camino de soledad y de aprendizaje que resulta duro, pero inmensamente enriquecedor para un futuro que se adivina inteligente. La mano de Dios quiso que él marcara el gol mientras el equipo se hundía definitivamente. Y eso no podrá contar con la ayuda de ningún árbitro. Fabio quedará en fuera de juego, pero su mirada, su cerrar de ojos, su pasión estética, su entusiasmo hará que vuelva a una posición legal para hacer el partido de su vida. Paolo Sorrentino nos lo cuenta e intenta sudar la camiseta para que no haya ninguna duda de la equipación que le hará superarse.

viernes, 3 de diciembre de 2021

MERCENARIOS SIN GLORIA (1969), de André de Toth

 

Con esta película, despedimos el blog ya hasta el jueves 9 de diciembre por el puente de la Constitución y la Inmaculada. Mientras tanto, id al cine. Cada vez estoy más convencido de que es lo único que, a la larga, no falla.

Quizá el cumplimiento del deber no lleve consigo la gloria, sólo la obligación. Por las áridas tierras del desierto es muy duro tener que llevar a cabo una misión a la vez que se vigilan las espaldas porque estás acompañado de unos cuantos soldados no demasiado recomendables. En realidad, todos son carroñeros, que están haciendo un negocio bastante reprochable mientras los obuses caen a uno y otro lado. Sin embargo, eso no quiere decir nada. En las altas esferas, la oficialidad se comporta exactamente igual. Sólo quieren el mérito, pero no la responsabilidad. Si alguna misión tiene algo de fundamento, más vale atribuirse su invención antes de que venga cualquier otro oficial a decir que fue idea suya. El desierto esconde muchos secretos. Uno de ellos es que los fracasos no son de nadie, pero su nombre queda escrito con la sangre filtrándose por la arena.

Ahí tenemos unos depósitos de combustible que hay que volar aunque, si se hurtan unos cuantos litros, mejor que mejor. Habrá que subir colinas muy empinadas, hacer callar las armas para ver cómo mueren unos compañeros, sostener la guerra de miradas con otro tipo que parece que quiere sabotear a cualquier precio el sentido de la autoridad. Puede que la valentía supere los sentimientos de traición. Va a ser un largo camino detrás de las líneas enemigas y detrás de las líneas morales de unos cuantos tipos que no las poseen y el sabor a tierra se pegará en la garganta mezclado con la pólvora y la gasolina. La ira tendrá que ser dosificada. Y esos mercenarios sin gloria yacerán en el polvo y en la nada, porque nadie se acordará de ellos. Ni siquiera si consiguen volver con vida.

Michael Caine protagoniza esta película en la piel del Capitán Douglas, de Ingenieros Reales, y consigue transmitir el agobio del mando cuando hay muy pocas posibilidades de que se cumplan las órdenes. A su lado, Nigel Davenport como el Capitán Cyril Leech, rostro de piedra grabado en la roca de arenisca que desafía cualquier intento de imposición y de honestidad. El Coronel Masters, interpretado por Nigel Green es un individuo con el que más valdría no ir ni a la esquina. Y aún más arriba, el siempre excelente Harry Andrews se coloca las insignias del Brigadier Blore, deseoso de apuntarse tantos aunque no le corresponda ni la graduación que ostenta. Salvo Douglas, todos ellos son personajes negativos, que huyen del heroísmo y de la supervivencia y sólo quieren los bolsillos llenos de dinero o de gloria. Todos perderán algo. Unos más que otros.

El esfuerzo será grande y la recompensa, muy corta. Y más aún cuando, en el momento más decisivo, la traición sea destapada porque, sencillamente, no interesa que la misión tenga éxito porque más vale fracasar que conseguir que otro se embolse el honor. Tal vez sea mucho mejor morir sin que nadie se dé cuenta porque, al fin y al cabo, el silencio es un excelente compañero para aquellos que combatieron con ahínco y decisión. Las mismas virtudes que el desierto se encarga de abrasar.

jueves, 2 de diciembre de 2021

LA CASA GUCCI (2021), de Ridley Scott

 

Una de las especies más peligrosas de la Tierra es aquella que sale de la nada para tenerlo todo. Sin formación, sin elegancia, sin ninguna pauta de comportamiento propio de las altas esferas, influye en las decisiones ajenas, urde tramas para aglutinar todo el poder posible, se comporta como una provinciana y tiene modos y maneras en las que se puede notar cómo desprende el olor seco del sudor más rancio. No admite intrusos. Rechaza cualquier alteración de su impostada rutina. Mata cuando no tiene nada que perder.

Patrizia Reggiani fue una representante destacada de ese tipo de especie. Supo esperar su momento bajando de las estrellas a su príncipe encantado para, luego, empujarle hacia arriba sin medida. Maurizio Gucci, al fin y al cabo, era un tipo sin demasiada personalidad, temeroso de recibir una herencia que, en el fondo, sabía que no podría manejar. Y una vez que se recibía un apellido tan legendario dentro del mundo de la alta costura, sólo se podía participar en conspiraciones, jugadas ejecutadas con la sutilidad ausente, por pura ambición, para satisfacer esa rabia que parecen tener todos aquellos que, de repente, tienen las manos llenas mientras el corazón se pudre.

Y así, una vez más, Ridley Scott nos sirve el Falcon Crest de la moda. Un culebrón de casi tres horas que se podría convertir fácilmente en serie de los ochenta con sus intrigas, sus competiciones de maldad, sus personajes con la correspondiente parcela de protagonismo, sus certezas de que, cuando hay dinero a espuertas, sólo queda la traición. El resultado es una película mediocre, que comienza con un festival de Lady Gaga y termina con un retrato cobarde por parte del director hacia esa fashion mantis que era la Reggiani. No sea que el feminismo se enfade porque la mala más mala de la función, por esta vez, es una mujer.

No cabe duda de que los mejores momentos están a cargo de Al Pacino en la piel de Aldo Gucci, tío de Maurizio, aunque la edad ya puede con los mejores y, en algunos momentos, da la impresión de que quiere acudir a sus gestos tan conocidos y ya no sabe cómo hacerlos. Aún así, Pacino tiene momentos de fortaleza, de evidente sabiduría. Al igual que Jeremy Irons en la piel del patriarca Gucci. Por el contrario, Jared Leto, una vez más, desperdicia su oportunidad de perderse detrás de un rostro que no es el suyo para ofrecer otra interpretación pasada de rosca, buena en miradas, horrible con sus tontas y ridículas inflexiones de voz. Adam Driver se esfuerza por darle algo de carne a Maurizio Gucci con su sonrisa tonta y algo floja de personalidad. Mientras tanto, sin dejar de servir carnaza, Scott nos hace un repaso por el lujo de palacios, villas invernales, Lamborghinis, polos de inusitada elegancia, bolsos de la marca y desfiles de música machacona. Si hace cuarenta años nos dicen que el director que fue capaz de hacer películas como Blade Runner, Alien, Los duelistas o, incluso, La sombra del testigo iba a dirigir algo como esto, hubiéramos llamado loco al incauto que afirmase tal cosa.

Y es que, en algunos momentos, no deja de haber cierto ridículo en la puesta en escena y, a la vez, una aceptable pericia en la dirección, huyendo de esos ambientes neblinosos y propios del video-clip a los que tan acostumbrados nos tiene Scott. Todo sea para ofrecernos un retrato indulgente acerca de una mujer que, según él, estaba tan enamorada de su marido que no soportaba perderle en aras de mantener todo un imperio. Y ahora, compren los modelitos. 

miércoles, 1 de diciembre de 2021

EL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIÓ (1956), de Ronald Neame

 

La audacia es lo sencillo. Un plan con poco despliegue, pero mucha logística. Se trata de inventarse todas las circunstancias que rodean a un hombre que no existe. Él es el Mayor William Martin. Sólo es un cuerpo hallado en una playa con una serie de documentos encima. Entre ellos, la carta de su novia. También un par de entradas para el teatro. Es como si la muerte le hubiera sorprendido en algún lugar del Atlántico y las aguas lo depositaran en la costa española porque no le corresponde estar en el océano. Y, sin embargo, todo obedece a un plan minuciosamente preparado por el Comandante Ewan Montagu, del Servicio Naval de Inteligencia. Consiste en hacer creer a los nazis que los ingleses desembarcarán en Grecia y no en Sicilia. Y no van a necesitar toda una red de espías para filtrar esa falsa información. Sólo un cadáver. Nada más y nada menos.

Así que, lo primero de todo, es fabricar una vida. Hay que tratar al finado como si hubiera existido realmente. Y así fue, pero nadie lo sabrá nunca. Más tarde, hay que mantener el engaño. Incluirlo en la lista de bajas, hacer que todo parezca real. Un agente secreto se presentará en Londres, intentando corroborar esos pequeños detalles que hacen que una vida sea muy similar a la realidad aunque no siempre sea así. Y habrá suspense, detalles, inquietudes, casualidades que nunca deben faltar en cualquier misión, incluso cuando el encargado de llevarla a cabo sea un muerto. Los nazis deben llegar hasta el final del engaño para tragárselo entero, sin dejar ni una migaja. Y el Comandante Montagu hará todo lo posible para que así sea.

Espléndidamente interpretada por Clifton Webb en la piel del Comandante que inventa uno de los planes más fantásticos de la Segunda Guerra Mundial, El hombre que nunca existió es una excelente película, que contiene elementos de varios géneros y resuelve todos ellos de forma apasionante. Habrá momentos de humor, de suspense, de intriga, de melodrama y de espionaje mezclados con una fotografía maravillosa y la compañía de un reparto competente empezando por el extraño e inusual papel que realiza Gloria Grahame o el convincente retrato de Stephen Boyd que, con sólo miradas y gestos, hace del espía nazi un personaje agresivo y odioso. Detrás de las cámaras, Ronald Neame demuestra un estupendo dominio del ritmo, con secuencias en las que se detiene con minuciosidad y otras en las que imprime velocidad a la historia sin desequilibrar en ningún instante toda la película. Al fin y al cabo, es apasionante comprobar cómo se engañó a todo un ejército con la ayuda de las olas, de unos cuantos documentos hollados apropiadamente y con un cadáver.

Y es que, a veces, las guerras se ganan a través de ínfimos detalles que se hacen creíbles al enemigo. No cabe duda de que la Segunda Guerra Mundial, en materia de espionaje, estuvo repleta de señuelos llenos de astucia y sentido y que eso daría para toda una enciclopedia. En todo caso, el hombre que nunca existió es uno de sus más apasionantes episodios.