Apenas fue ayer cuando el juego de la supervivencia fabricó a una heroína. Y, sin embargo, algo ha madurado en su mirada. Se ha hecho más dura, más implacable, más segura. Sabe que participar en los juegos del hambre fue una de las experiencias más terribles a las que se puede someter un ser humano y no querría, por nada del mundo, volver a ellos. No es posible que eso suceda. Una vez y solo una vez. Incluso haciendo una gira por todo el país diciendo lo que ellos quieren que diga…No, no, volver a matar es imposible.
Pero es que ella no es solo una heroína. Es un símbolo. Es la certeza de que, dentro de todos, existe una rebelión que lucha por salir a la luz. Ella recuerda a la gente del pueblo lo grande que es solo con existir. Y lo que hay que hacer es apagar cualquier llama de recuerdo. El pueblo no debe tener sentimientos, debe acatar las órdenes. Ella no lo hizo y, de alguna manera, triunfó. Por eso, es peligrosa.
Todo el mundo sabe que las rebeliones prenden cuando hay un solo detalle que enciende la mecha de la injusticia. Algo que, por muy leve que sea, lo único que hace es rebosar el vaso. Y hay que evitar que eso se produzca. Ella debe concursar de nuevo, volver a pasar por todo en un juego de campeones. No podrá durar. No deberá durar.
Hay que reconocer que esta segunda parte de Los juegos del hambre tiene más calidad, más intensidad y más conjunción que aquella fábula sobre la importancia de la individualidad que tanto calaba en los jóvenes de la primera entrega. Aquí hay un instinto mayor de equipo, la interpretación de Jennifer Lawrence es más convincente porque es una actriz que ha crecido desde entonces. En algunos planos se resalta la fiereza de un rostro que llega a ser agresivo a pesar de su aparente dulzura. La película planea más sobre el instinto de equipo, mucho más realista y menos adolescente, que en el interminable juego de tiro al pavo en el que se convirtió la primera. Y lo que es aún más importante: Francis Lawrence no menea tanto la cámara.
Bien es verdad que se desvela ya demasiado el personaje de Donald Sutherland, apenas cincelado antes, que se mueve mucho más cómodamente en los terrenos de la ambigüedad que en los de la evidencia y, por tanto, pierde atractivo en esta ocasión. La presencia de Philip Seymour Hoffman es anecdótica más que otra cosa, previsiblemente presentando al personaje para desempeñar un papel fundamental en la tercera parte que aún está por venir. Hay una cierta imaginación en algunos pasajes pero, sin embargo, se dejan de lado cosas interesantes como la presencia de los patrocinadores, o algunas estupideces que se pasan por alto como el rechazo que se experimenta hacia la protagonista que se vuelve en admiración por una exhibición de entrenamiento del tiro con arco. Pero, en general, el conjunto es mejor, está más encajado y, quizá, se disfruta un poco más como espectador normal y corriente y no lleno de acné juvenil.
Así que la rebelión va tomando forma porque la realidad, poco a poco, se va acercando a todos y cada uno de los miserables que forman parte del pueblo. Una chispa es suficiente para expresar la disconformidad, el no definitivo, la aportación de un granito de arena que se vuelve en semilla de motín cuando ella, solo ella, la chica en llamas, sabe que la victoria no es suya, es de todos los que han puesto la esperanza en un mañana diferente. Esperanza, la riqueza de los pobres, la palabra que siempre está ahí pero que se esfuma como humo ante ventisca. Ella, sin embargo, representa, a cada triunfo, una razón para que la esperanza crezca. Y eso es algo que no tiene flechas, ni blancos, ni razones, ni violencias. Es el deseo de un futuro mejor que el que nos ha reservado una clase dirigente que merece un declive como el del imperio romano. Solo así conseguiremos mirar al cielo y verlo azul. Hoy, todavía, sigue estando en llamas.