viernes, 28 de febrero de 2020

EL MISTERIO DE LAS DOCE SILLAS (1970), de Mel Brooks



Quizá ésta sea una de las joyas más escondidas de toda la filmografía de Mel Brooks. Cuando todos esperaban que realizase otra de sus locuras después del éxito que supuso Los productores, el director y productor decidió trasladarse a la Rusia postrevolucionaria dispuesto a localizar las alhajas escondidas de una familia zarista en una de las doce sillas que componían su enorme mesa. No dejó de hacer una comedia, pero en ningún caso fue alocada, ni de humor un tanto desquiciado. Con la sombra de Dostoievski alrededor, Brooks articuló una tragicomedia estupenda, muy poco valorada por la crítica y el público, con un elenco que incluía a Ron Moody, Frank Langella y Dom DeLouis en los papeles principales.
No cabe duda de que doce sillas, después de toda una revolución, sirven para que el proletariado pueda comer a cuerpo de rey, digo de zar, digo de pueblo, así que hay que buscarlas con ahínco para que a nadie se le ocurra destrozar su noble madera para hacer una buena leña en esos días de frío y pobreza y encontrar con que en las patas hay toda una fortuna. Y la caza comienza, más que nada porque un cura ortodoxo también conoce el secreto y, además, para más confusión, se pone en juego otra partida de doce sillas idénticas para confundir a los buscadores. Así que son veinticuatro y no doce. E, incluso, se puede apreciar cómo el auténtico criminal es el único buscador mentalmente sano de los que entran en la charada. Al final, se descubrirá el peligro de la soledad y lo que realmente merece la pena en la vida, a pesar de que el entorno no favorece mucho las libertades y la propiedad privada. No se puede tener todo, salvo un buen ataque epiléptico de vez en cuando.
Tal vez no sea una película perfecta, tal vez Brooks también aprovecha la coyuntura para darle un par de bofetadas al comunismo, pero resulta muy interesante asistir a la odisea de estos dos personajes que viajan por media Rusia en busca del capitalismo puro y duro. Lo realmente valioso es que Mel Brooks reviste todo de un humanismo brillante de fondo muy serio mientras, en la superficie, se esfuerza por dibujar la sonrisa que produce una búsqueda absurda con los ojos teñidos de avaricia. Y, una vez revisada, el aliento del clasicismo se cierne sobre ella con algunas risas leves y un par de lágrimas.
Y es que estudiar el carácter humano siempre es fascinante. Por las estepas heladas o las calles rellenas de nieve, perfectos laboratorios de observación, se puede disfrutar de las reacciones individuales ante ciertas situaciones embarazosas y hasta dónde puede llegar la capacidad de humillación de las personas con tal de sobrevivir. Al fin y al cabo, esa sensación es a la que conduce siempre el fracaso. El mismo que cosechó esta película en el momento de su estreno en una apuesta arriesgada y circense por parte de su director. Por lo demás, ya saben. No hay nada como aprovecharse de la caridad de los demás intentando infundir pena, como un loco tumbado en la gélida acera de una ciudad soviética, con los ojos en blanco y abrazado al respaldo despegado de una quimérica silla.

miércoles, 26 de febrero de 2020

MANHATTAN SIN SALIDA (2019), de Brian Kirk



Treinta no es lo mismo que trescientos. Y la noche en Manhattan es larga y lluviosa. La carnicería se desata y el más competente se hace cargo del asunto. Lo malo es que no todo es lo que parece y hay más porquería debajo de las alfombras. Alguien llega antes. Y se trata de desenmascarar esa red que intenta convertirse en un poderoso vendedor dentro de la más corrupta legalidad. La sombra de alguien bueno es muy alargada. Los sospechosos son más de los que se pueden contar. Los puentes cortados y la trampa se extiende. Es la hora de mirar al diablo a la cara.
Y no es fácil aunque, tal vez, para uno de los policías más inteligentes sea una rutina porque ha aprendido a hacerlo desde que era pequeño. No cabe duda de que ha habido demasiados disparos en su vida y debe demostrar, también, que la solución no siempre es el gatillo. La persecución es feroz. Los engaños son los minutos de esa noche interminable. Y todo es un gigantesco rompecabezas que es muy difícil encajar porque hay movimientos que no son normales dentro de lo que parece, simplemente, una matanza de policías. La verdad no interesa demasiado y quizá sea mejor mirar hacia otro lado. No, no. Es preferible enfrentarse al diablo y mirarlo a la cara. Al menos, la honestidad seguirá impregnando los días de investigación y servicio. El hilo se debe desenredar poco a poco para poder formar un tejido coherente. Es tiempo de correr y pensar. Es día vestido de oscuro.
En contra de lo que pudiera parecer, Manhattan sin salida es una estimable película de cierto valor. La trama está bien manejada, los tiroteos tienden al realismo, la historia es creíble y ciertamente absorbente. Brian Kirk, el director, ha manejado los mandos con sobriedad y con cierto estilo, con algunos planos cenitales de mérito, y con cierta agilidad dentro de una película que no es sólo secos disparos, sino también entretenimiento y alguna que otra dosis de inteligencia. La interpretación de Chadwick Boseman es de cierta intensidad y la banda sonora de Henry Jackman es climática y, en algunos momentos, brillante. Mientras tanto, la noche avanza con rapidez y el público acaba por tener la certeza de que hay algo más debajo de lo que podría ser una película más de espectacularidad banal y sin sentido. Es una pequeña sorpresa de la que hay que dar buena cuenta sin cargar demasiado las tintas.
Así que hay que prepararse para disparar a través de las paredes, realizar una fuga espectacular, conocer bien cuál es el precio de la droga en la calle, pensar antes de usar el arma, bloquear las puertas del metro para dar confianza, poner a Manhattan en cuarentena, destapar unos cuantos nidos de ladrones, mirar con mucho cuidado por una mirilla y andarse con pies de plomo con el dinero. Hoy en día, ostentar una placa es algo muy valioso y aún hay algunos que no se dan cuenta de que eso no debería tener precio. Al día siguiente, Manhattan volverá a recuperar su latido habitual, como si no hubiera pasado nada en la larga noche de muerte y lluvia. La memoria de una ciudad es tan débil que no quedan apenas recuerdos de quien lleva la honestidad hasta sus últimas consecuencias. Es necesario que alguien guarde el sueño de los que todos los días se levantan para ir a trabajar. Aunque mirar al diablo a la cara sea penoso y, tal vez, se tome como una traición. Más vale seguir con la certeza de que, al día siguiente, se puede volver a abrazar a los que más quieres. 

martes, 25 de febrero de 2020

LA COSTILLA DE ADÁN (1949), de George Cukor



Por supuesto que una mujer también tiene derecho a descerrajar un par de tiros al golfo de su marido si le pilla con una pelandrusca pelando la pava. Faltaría más. Y no cabe tampoco ninguna duda de que una mujer abogada puede ser tan competente o más que cualquier hombre abogado. Y, sin embargo, siempre hay una pequeña diferencia. No es una diferencia que nos haga a unos y a otras mejores o peores, no. Es sólo una diferencia. Los tigres van a rayas y las panteras lucen una manta negra. Y son igualmente hermosos. Igualmente diferentes. Igualmente hechos el uno para el otro (vale, para la otra). Y, además, ¿no es fantástico que George Cukor nos diga todo esto con una sonrisa en la boca? ¿No es aún más fantástico que dos intérpretes como Katharine Hepburn y Spencer Tracy nos digan tanto acerca de las complicidades como de los defectos de ambos sexos? La película es un raro disfrute que se adelanta muchos años a otras inquietudes. Y da la razón a unos y se la quita cuando es necesario. Y da la razón a otras y se la quita cuando es necesario. La mujer es tan capaz como el hombre. Eso no debería dudarlo nadie. Y aún así, somos diferentes.
Y es que seamos sinceros, nadie tiene derecho a tomarse la justicia por su mano. Ni hombres, ni mujeres. Tal vez si nos metiéramos bien eso en la cabeza las cosas serían algo distintas. Un no es un no. Y, cuidado, un sí también es un sí. Por mucho que se quiera disfrazar de otras razones. Más allá de eso, no se puede convertir un juzgado en un circo sólo para demostrar que se tiene razón. No vale todo. Lo que más valor tiene en nuestro cuerpo, seamos sinceros, es el cerebro. Y eso es lo que nos iguala, nos hace más fuertes, más cómplices, más serenos, nos junta, nos anima, nos marca los límites y nos atormenta. Y si el cerebro no funciona, todos somos iguales de tontos (y tontas). Tampoco es tan complicado. También, por supuesto, hay que tener unas ciertas dosis de empatía y de verdad, y de objetividad, que de eso vamos muy justos y si, para ello, hay que subirse a un estrado y jurar que se va a decir todo y nada más que lo auténtico, pues se hace. Sin olvidar, no obstante, que todos (y todas) somos nosotros y nuestras circunstancias pues eso es lo que nos hace seres humanos, sin distinción de sexo.
Así que viva esa pequeña diferencia que a ninguno hace mejor ni peor. Yo estoy de acuerdo en que exista porque, si no, seríamos aburridas repeticiones de carne y hueso y no estoy dispuesto a ser uno más. Tenemos que amar y ser amados (en caso contrario, la vida merece muy poco la pena), debemos respetar y ser respetados, podemos desear y ser deseados y, desde luego, estamos obligados a comportarnos en todo momento y lugar. Unas y otros. Unos y otras. Y corramos la cortina y seamos uno.

MUERTE BAJO EL SOL (1982), de Guy Hamilton



Así, de lejos, parece como si Tirania fuera un paraíso en la Tierra. Sus aguas azules, su sol casi permanente, sus acantilados de ensueño, su paz, su asesinato preceptivo…sí, no falta de nada en Tirania, a las orillas del Mediterráneo. Incluso los huéspedes del Hotel de Daphne parecen un muestrario de las más diversas personalidades. Ahí tenemos al matrimonio de productores teatrales, deseosos de un nuevo éxito porque el dinero se les está yendo por el sumidero; o a la extraña pareja que discute todas las noches porque ella, en el fondo, es una aburrida a la que le salen manchas si le da el sol; o a ese algo remilgado escritor que, por aquellas cosas del éxito, se ha reciclado en biógrafo de una rutilante estrella de los escenarios; o ese detective melifluo y decididamente ridículo que ha venido a Tirania a disfrutar de sus playas y de sus huevos pasados por agua; o, por supuesto, esa dama del teatro que viene a exhibir sus encantos con marido millonario incluido y, si ya estamos, también la propietaria del hotel, una señora que también hizo sus pinitos en Broadway hace algunos años y que encontró una estupenda razón para seguir adelante en su negocio. A lo lejos, otro multimillonario en busca de un diamante. Ya digo, en Tirania no falta de nada. Y a la vuelta del siguiente acantilado nos encontraremos hasta un misterio.
Entre tonteos, galanteos, viandas y cuchipandas, no falta animación en el Hotel de Daphne. La música de Cole Porter parece que gotea por las paredes y, de alguna manera, entre tanto sol y tanta variedad, se masca una tragedia. Y todo por coger algo de color tumbados en la playa. Ah, la vanidad, hasta dónde llegaríamos por ella. El caso es que Hércules Poirot se tiene que hacer cargo del asunto. Y ya se sabe, madames et monsieurs. Las células grises de este hombre nunca descansan. Por muy absurdo que sea el tema.
No cabe duda de que el Poirot de Peter Ustinov estaba a años luz del que consiguió Albert Finney en Asesinato en el Orient Express porque Ustinov prefirió explotar la vena cómica del personaje, situarlo al borde del ridículo e, incluso en alguna ocasión, traspasar esa frontera. Muchos dicen que la mejor de sus películas interpretando al gran detective es Muerte en el Nilo, pero no cabe duda de que Muerte bajo el sol funciona como un juguete eficaz que trastea en la comedia sin olvidarse nunca del plato principal del misterio. Hay alguna secuencia que hasta podría ser memorable como la interpretación de la estupenda You´re the top, de Cole Porter por parte de Diana Rigg con mucha intención en su maravillosa letra, o el simulacro de baño que practica Ustinov en el mar en el que llega a sacarse el agua de los oídos a pesar de que no ha sido capaz de introducirse más allá de las rodillas. El resultado es una película ágil, divertida, a mucha distancia de la película de Lumet, pero que funciona con la ligereza de su puesta en escena y la sabiduría de sus actores.
Y es que no cabe duda de que lo sublime y lo siniestro también se hallan en el paraíso. Afortunadamente, las apariencias engañas y el individuo de bigotito tieso y barriga prominente descubrirá cuánto mal se esconde bajo el sol, bajo los sombreros, bajo las ambiciones y bajo la aparente elegancia de un hotel donde se pone de manifiesto la crueldad de los ociosos.

viernes, 21 de febrero de 2020

LA NOCHE DE LOS CRISTALES ROTOS (1991), de Wolfgang Petersen



Añicos. Trizas. Mil partes de uno mismo estalladas en millones de pedazos. Ese recuerdo se presenta una y otra vez y no se va. Tal vez porque ha estallado algo más que un rostro, o se va a romper algo que parece perfecto en el rostro de una mujer, o la disonancia vital se hace tan insoportable que todo está descolocado a pesar de que todo parece en perfecto orden. Un accidente cambia la vida de una pareja. El trabajo ya no es el mismo. La vida se ha borrado y hay que reconstruirlo todo a base de esfuerzo, de curiosidad, de noches en vela intentando recordar. Y la memoria huye despavorida. Puede que porque vio lo horrible. Puede que también tenga miedo de volver a proyectar aquellas imágenes a las que no quiere regresar. La noche se hace larga y las preguntas se acumulan. ¿Mi mujer era infiel? ¿Yo lo era? ¿En qué estaba trabajando? ¿El espejo me dice la verdad? ¿Quién me puede ayudar?
Un detective medio loco y una factura perdida son el principio del hilo. Tirando por ahí puede que se extraiga la verdad de todo este enrevesado asunto. Ni siquiera el accidente parece que fuera de verdad. La realidad se confunde peligrosamente con el recuerdo y, sin embargo, ahí enfrente, en el espejo, hay un extraño mirando. Nada es como parece ser y, sin embargo, todo es como debe ser. Es tan extraño, tan impensable, tan retorcido que el asesinato se presenta porque es el invitado natural. Y aún así, se empieza a dudar de uno mismo porque no se sabe si los impulsos son buenos o malos. Cuando aún se tiene memoria, somos lo que recordamos. Si la memoria no existe, sencillamente, no somos nada.
Wolfgang Petersen dirigió esta historia con reminiscencias de Alfred Hitchcock con soltura aunque, en el momento de su estreno, fuera un sonoro fracaso. Tom Berenger, Greta Scacchi, el por entonces muy de moda Corbin Bernsen, Joanne Whalley Kilmer y Bob Hoskins ocuparon la escena tratando de resolver el intrincado misterio derivado de un accidente de coche brutal. El resultado es una película aceptable, con aciertos sin continuidad y alguna tendencia hacia la complicación exagerada, con secuencias notables y desviando siempre el foco para que no se vea el cartón. La estética ochentera también delata un cierto rastro de antigüedad y habría que destacar que, a pesar de todo ello, la película arrastra al espectador porque está deseoso de resolver todo el enigma. Y es que la amnesia, ya se sabe, ha sido siempre un poderoso encubridor que ha saltado de una película a otra a través de la historia del cine y ejemplos se pueden encontrar por centenares.
Así que abróchense el cinturón, no vaya a ser que arramblen con los protectores laterales de la calzada y despierten en un hospital con un rostro totalmente destrozado y, lo que es aún peor, con la memoria en desbandada, incapaz de recordar todo lo que se ha llegado a ser hasta ese momento. Aunque, no lo duden, olvidar, a veces, puede ser toda una bendición.

jueves, 20 de febrero de 2020

FANTASY ISLAND (2019), de Jeff Wadlow



Hace muchos años, allá por los ochenta, hubo una serie de televisión que obtuvo un gran éxito. Se llamaba La isla de la fantasía y estaba protagonizada por Ricardo Montalbán y el acondroplásico Hervé Villechaize. Todo consistía en un lujoso hotel que ofrecía a sus huéspedes hacer realidad sus sueños a través de unas cuidadas puestas en escena que siempre hacían pensar si lo que ocurría era algo previamente planeado o si la ficción superaba la más disparatada de las imaginaciones.
La idea no era nueva. Ya en los setenta Michael Crichton publicó una novela y la adaptó posteriormente al cine con el título de Almas de metal, con Richard Benjamin y Yul Brynner en los papeles principales e, incluso, hubo una secuela poco después dirigida por Richard Heffron y con el título de Mundo futuro, con Peter Fonda y de nuevo con Brynner cuyo argumento era exactamente el mismo, sólo que los personajes que intervenían en las fantasías de los clientes eran autómatas y el lugar de los hechos era un parque temático. Ahora estamos ante una versión de la serie y el resultado es tan malo que más vale guardarse los sueños para una mejor ocasión.
La película comienza con ciertas ganas de convertirse en algo parecido al terror, pero todo se fía a que la isla tiene propiedades mágicas, y las diferentes historias contienen giros increíbles, desbarres importantes, mutaciones sin razón y un final tan largo y tan cavernoso que uno ya no sabe si levantarse de la butaca o echarse un sueño de verdad. Las interpretaciones no merecen la pena, el sentido se pierde en cada tramo y aquel encanto ochentero que destilaba la serie se pierde en los meandros de una adaptación pobre, sin inspiración e incapaz de sembrar la sorpresa.
Y es que todo es para terminar con la moraleja de que las segundas oportunidades no existen. Y si el destino brinda esa posibilidad ha de ser siempre a costa de un gran sacrificio. Los personajes cambian de dirección como el viento en esa paradisíaca playa de las Islas Fidji donde está rodada la película y el humor es tan ingenuo que parece que la haya escrito un jovenzuelo de quince años al que le gusta jugar con granadas, con armas, con chicas de bandera, con fuego y con alucinaciones variadas. Así, de este modo, la historia parece un disparo en medio de los sueños, tratando de acabar con cualquier atisbo de imaginación de aquellos a los que les gusta creer que todo es posible en una vida que regala muy poco. La supuesta magia isleña resulta ser tan dura como la propia existencia y, eso sí, todos salen conociéndose un poco más y con la conciencia de que las fantasías propias siempre interfieren en las ajenas.
Habrá que dejarse invadir por la suave brisa tropical, por las cálidas aguas del Océano Pacífico, por la sensación, durante unos momentos muy escasos, de ser Dios y de haber conseguido lo que el destino niega con terquedad. La venganza suele estar presente en muchas de esas fantasías de debilidad y error y la visión se vuelve negra según avanza el metraje. Quizá algunos hasta lleguen al borde de la irritación por el descuido con el que se intenta armar algo con lo que se pretende encajar el sentido común, pero más vale arrellanarse en el asiento, asumir la cara de escepticismo con las cosas delirantes y pensar que el dinero se puede invertir en tomar unas cañas con los amigos y nadar en la sensación de que aquello, por muy rutinario que nos parezca, sí que es una auténtica fantasía muy cercana a la felicidad. 

miércoles, 19 de febrero de 2020

EL AVIADOR (2005), de Martin Scorsese



Quizá el dinero no lleve nunca a la felicidad, sólo a algún rincón solitario. En la locura de Howard Hughes yacía un trastorno obsesivo compulsivo por la higiene, pero también por el afán de innovar, de un ir un poco más allá de sus propias fronteras. Era arriesgado, valiente, sin miedo a pagar muchísimos millones por alguno de sus sueños, algo presuntuoso y totalmente entregado a sus metas. Cada vez más renovadas, más ambiciosas, más imperfectas. Tal vez por eso fue tan odiado por la gente. No soportaban que alguien con tanto dinero pudiera demostrar su inteligencia y su atrevimiento. Por mucho que el tipo fuera un raro, incapaz de compartir un vaso de leche con nadie, o con el deseo irrefrenable de encerrarse en una sala de proyección donde sólo podía convivir con sus propios fluidos. El mundo, para él, podía ser perfectamente una pista de aterrizaje. Podía ser una larga e interminable, compuesta por cientos de miles de metros de celuloide fotografiado a la velocidad de 24 imágenes por segundo o, también, podía ser un aeródromo de pruebas situado en medio del desierto. Podían ser las largas piernas de una estrella de cine o también las obsesivas manías por el espionaje, por la limpieza, por el orden o por la perfección. Daba igual. Él quería llegar un poco más allá en todo. Incluso en aquello que estaba prohibido.
Sin embargo, cuando superaba sus miedos y paranoias, Howard Hughes podía llegar a ser brillante, oportuno, adecuado. Sin pelos en la lengua, podía dirigirse a un puñado de nuevos ricos bastante presuntuosos y decirles que no les preocupaba el dinero por la sencilla razón de que lo tenían. O podía imaginar que una especie de autobús gigante de transporte era capaz de volar. O regalar algunas imágenes excepcionales de combate aéreo para demostrar al mundo que pilotar un avión no es un juego de niños. Con su ceño fruncido, su batalla diaria contra el fracaso y su soledad intermitente, Howard Hughes supo ser más siendo mucho, mucho menos.
Aunque fue un proyecto ideado y construido por Michael Mann, no cabe duda de que se deja sentir el cariño en la dirección que puso Martin Scorsese en una película que le daba la oportunidad de poner en escena una época de fascinada sofisticación en la que cualquiera se podía encontrar a Errol Flynn en un restaurante, a Ava Gardner posando para la posteridad, o a Katharine Hepburn a bordo de un velero junto a Spencer Tracy. O en la que la competencia por el espacio aéreo era feroz. O en la que la censura no dudaba en tratar de imponer sus infantiles reglas. O en el que los coches rugían con sus neumáticos blancos y los aviones trataban de llegar un poco más alto. Para ello, Scorsese cuenta con un espectacular trabajo de Leonardo di Caprio, magistralmente secundado por un reparto maravilloso con nombres como los de Cate Blanchett, Kate Beckinsale, John C. Reilly, Danny Huston, Ian Holm, Jude Law, Alec Baldwin o Alan Alda. Y así, con una puesta en escena espléndidamente fotografiada y mimada hasta el más mínimo detalle, nos percatamos de cuánto cuesta ser un millonario de ensueño.

martes, 18 de febrero de 2020

BUENAS NOCHES Y BUENA SUERTE (2005), de George Clooney



Decir la verdad cuando la sombra del miedo se cierne sobre ella convierte a los hombres en valientes. En unos tiempos en los que la prensa se encarga de desprestigiarse a conciencia, no está de más recordar esta película, en la que se pone en alza la labor de unos cuantos que trataron de hacer que la palabra fuera la máxima expresión de una democracia. La presión existirá (siempre ha existido) y, muy posiblemente, la maledicencia estará en boca de todo el mundo, incluso de viejos amigos, cuando se trata de decir que algo pone en peligro las libertades. Y eso sólo algunos son capaces de difundirlo a los cuatro vientos. A finales de los años cincuenta, un periodista como Edward Murrow, apoyado por un equipo de producción que, a cada día que pasaba, estaba más en entredicho, no dudó en desear buenas noches y buena suerte a cada uno de sus televidentes después de denunciar la falsedad y la incompetencia del Senador Joseph McCarthy en su implacable caza al comunismo. Y lo hizo mirando fijamente a la cámara, arriesgándose a que algún espectador le tomara por mentiroso o…quizá no. Ese gesto, precisamente, era la garantía de que cada palabra que salía de su boca era la rigurosa verdad. Sin concesiones al partidismo, sin más armas que la objetividad. Y hoy echamos mucho de menos todo aquello. Más que nada porque ya no existen periodistas tan osados y audaces, defensores de la verdad sin matices ideológicos. Sólo con la democracia por delante.
El riguroso blanco y negro de la película nos coloca en aquellos años, cuando la televisión comenzaba a ser un medio de comunicación que llegaba a todos los hogares sin ningún filtro. Sólo la pantalla sin adornos. Sólo la cara de quien hablaba y sus frases. La sobriedad se hace sitio con la dirección de George Clooney y la persecución parece esconderse detrás de cada esquina envuelta en una atractiva melodía de jazz. David Strathairn se encarga de aportar veteranía a cada una de sus noticias, de sus verdades, para decir que el fascismo existe y que precisamente el periodismo, el bueno, el de verdad, es el encargado de destapar sus intenciones, de hacer naufragar sus intentos de adoctrinamiento. Al igual que debe hacerlo con el comunismo o con cualquier otra ideología con tendencia al totalitarismo. Sólo una sociedad bien informada podrá tener una opinión sobre los que quieren acabar con la libertad. Y para ello, las simpatías ideológicas deben dejarse a un lado. Algo tan difícil de conseguir que dan ganas de abandonar el teclado y plantar coles.
Dirigida con mimo, interpretada con profesionalidad, fotografiada con cuidado, Buenas noches y buena suerte también es un alegato en homenaje al auténtico periodismo. Aquel que mueve y conmueve. Aquel que forma librepensadores al final de cada línea escrita. Y, al final, seguro que se puede atisbar algún resquicio de luz ante tanta confusión, tanta marea de opiniones que sólo dan aquellos que deberían callar para no exhibir tanta ignorancia.

viernes, 14 de febrero de 2020

VIDA OCULTA (2019), de Terrence Malick



La Historia nos ha enseñado a ver que la felicidad no dura demasiado. Quizá haya un paraíso en la Tierra, inundado de aire puro, de abundantes cosechas y lejanía frente a las peligrosas veleidades del mundanal ruido. Sin embargo, cuando los acontecimientos se precipitan y se ciernen sobre los que no tienen nada que ver, siempre les afecta. Normalmente, para arrebatarles el equilibrio y la paz e imponerles una serie de obligaciones a las que no se puede renunciar.
Un juramento de fidelidad no es más que eso. Palabras que pueden ser pronunciadas con el convencimiento interno de que lo se dice es un formulismo que no afecta en nada a la moral individual. Aunque sean palabras de un asco insoportable, portadoras de la guerra y de la injusticia, abyecciones que convierten el patriotismo en una policía política. Un hombre dice no. Y entonces se pone en marcha toda la maquinaria de una supuesta justicia que no dudará en aplastar al más débil. No porque deba, sino porque puede. El gesto no servirá de nada. No tendrá ninguna repercusión. No provocará una reacción en cadena y, ni mucho menos, una rebelión. Probablemente porque el ser humano es acomodaticio por naturaleza y procurará que el Estado, sea el que sea, le deje en paz cuanto más, mejor. Sin embargo, es posible que el gesto de uno sólo, esa rebelión ética de un minúsculo opositor sirva para que, de alguna manera, todos los demás nos planteemos si hacemos lo correcto siguiendo lo que los demás hacen. La masa es voluble,  puede manipularse, se manifiesta en pulsiones absurdas para, luego, volver a su estado original. Cuando las tormentas hayan pasado, parecerá que todo ha sido una tontería transitoria, un sueño imposible de acusación y una realidad basada en valores que, en un momento dado, parecían los verdaderos.
Cuando la desesperación ya rodea todos los rincones de la razón, entonces ya sólo queda acudir a Dios. Y si no lo hay, a cualquier divinidad que ha creado el destino para que se cumpla con un objetivo. Nada pasa casualmente. Todo sirve para algo. Dios sigue en su silencio y, no obstante, sigue ahí. Y en los instantes en los que todo va a ser arrancado y demolido, es reconfortante pensar que hay algo ahí fuera. Sin pesadas evangelizaciones, sin sermones con afanes de convicción. Sólo hablando en línea directa con quien, se supone, permite el libre albedrío hasta tal punto que es incapaz de parar lo que es pura crueldad.
Terrence Malick ha dirigido esta película con la belleza en la cámara y el tedio en el ritmo. Continúa insistiendo una y otra vez en determinados aspectos de lo que nos muestra y llega un momento en que el metraje se hace largo y pesado. Siendo una historia interesante la que nos propone, podría haberla contado en muchísimo menos tiempos y con un punto más de agilidad. En cambio, Malick se entretiene con largos monólogos para expresar el ánimo arrasado de los personajes, el subrayado de los momentos de felicidad, la sensación de que todo sería paradisíaco si no fuera por la misma presencia de los hombres. E, incluso, se espera un milagro, un por qué, una mínima ventana de esperanza que no es más que una ilusión en esta desaprovechada oportunidad.
Y es que el paraíso no dura para siempre. Los vecinos murmuran. Las autoridades se mueven. Los prejuicios abundan. Y el espectador bosteza. 

jueves, 13 de febrero de 2020

EL ESCÁNDALO (Bombshell) (2019), de Jay Roach



La denuncia por acoso sexual dentro de un medio reconocidamente republicano como Fox News sacudió los cimientos sociales y económicos de Estados Unidos en plena campaña para la elección de Donald Trump. No obstante, también fue la historia del valor de unas cuantas mujeres que decidieron contar la verdad saltándose un puñado de estúpidas reglas establecidas en las que se colocaba al sexo femenino como un objeto provocador para ganar audiencia. El ogro estaba en los despachos y no fue fácil abatirlo.
Puede que una de ellas fuera una periodista de prestigio disminuido, que fue castigada en horarios de mínima audiencia y condenada a llevar un programa no demasiado serio. Ella supo que la guerra estaba próxima y se preparó a conciencia, intentando provocar una reacción en cadena que tardó en producirse. Tuvo que soportar libelos y difamaciones vergonzosas además de la sospecha del reojo porque quiso iniciar su particular batalla cuando ya no pertenecía a la todopoderosa cadena.
Otra resultó ser una auténtica profesional que buscaba la noticia contrastada, con la verdad por delante, tratando de poner en aprietos al candidato presidencial y aguantando una lluvia de antipatías por torpedear, desde un medio afín, al hombre que concentraba todo el enfado del estadounidense medio. No quiso unirse a la lucha hasta que no tuvo suficientes nombres que respaldasen su testimonio. Y comprobó que, cuando las cosas vienen mal dadas, todo el mundo esconde la cabeza vergonzosamente.
La última fue nadie. Una obrera de la información que soñaba con abrirse paso y que cedió creyendo que aquello le iba a abrir puertas sin reparar en que, posiblemente, el precio era demasiado alto. Su ingenuidad iba de la mano de su ansia por mantener y prosperar en el trabajo soñado. Es la única que no rompe la cuarta pared para hablar con el espectador y confesarse porque prefiere vivir con el engaño antes que con la realidad. Y llegó a la certeza de que nadie, alguna vez que otra, puede convertirse en alguien.
No cabe duda de que el principal atractivo de esta película reside en el trabajo de sus tres actrices principales. Maravillosa es Charlize Theron, haciendo gala de una seguridad extraordinaria, pisando fuerte por los pasillos y concentrando la inteligencia en el rostro. Estupenda y en otro tono está Margot Robbie, con oportunos pestañeos de perplejidad, cayendo en la trampa de los hombres y sacando dramatismo cuando se da cuenta de lo que ha hecho y de lo que ha escondido. Decepcionante Nicole Kidman, empezando por una expresión que parece fabricada con plástico, lo que la obliga a exagerar movimientos y gestos. Y en el apartado masculino merece una mención especial el trabajo de John Lithgow, enorme y poderoso, con autoridad y destreza, trazando el personaje desde su primera secuencia, dragón en su cueva que devora a todas las que se acercan.
Por lo demás, la dirección es correcta y, desde luego, la forma de la narración remite directamente a La gran apuesta por esos intervalos en los que las actrices reducen el efecto de distanciamiento hablando directamente al público. Tal vez porque debemos acercarnos más a las causas y a los efectos, a los miedos a los que tienen que hacer frente y a las razones por las que deciden callar durante años lo que han sufrido. Y, además, dar buena cuenta de que lo que les pedían era una simple demostración de lealtad. 

miércoles, 12 de febrero de 2020

KIRK DOUGLAS: EL HOYUELO DE LA FURIA




En cierta ocasión, el actor Karl Malden dijo que una vez optó a un papel que le fue arrebatado por un insolente muchacho que tenía un irritante hoyuelo en la barbilla. Muchos años después, cuando empezó a grabarse la serie Las calles de San Francisco le presentaron al que iba a ser su compañero. Malden, sorprendido, se encontró con que era el mismo tipo que le había quitado un trabajo muchos años antes, pero que, curiosamente y a pesar del tiempo transcurrido, no había envejecido ni una arruga. Cuando el otro habló y dijo: “Soy Michael Douglas, el hijo de Kirk”, Malden tuvo la certeza de que aquello no era una pesadilla.
Kirk Douglas, sin duda, ha sido un actor de estilo acusadamente feroz en muchas ocasiones y con un punto de locura que, por otra parte, hizo que le tildaran de ser un intérprete algo irritante y pasado de rosca. Sin embargo, es evidente que Douglas ha sido un animal escénico, dispuesto a devorar a quien compartiera con él cualquier plano, como si se tratara de una simple competición. Posiblemente, ha sido el actor más agresivamente brillante que ha habido nunca.
Le vi en una ocasión, serenamente envejecido, cuando vino a España a promocionar su excelente autobiografía El hijo del trapero. El acto de firma de ejemplares se realizó en una sucursal de una conocida cadena de almacenes y yo, convenientemente trajeado, volvía de una comida de empresa y, aunque no llevaba ningún ejemplar porque lo tenía en casa, decidí pasarme por allí sólo por verle. En un momento dado, se encontró con que estaba solo, sin ningún acompañante de la editorial o de la misma tienda y estaba abrumadoramente sediento. Muy cerca de él, estaba yo, con mi traje, y me tomó por un empleado de los grandes almacenes. Se levantó de la mesa, se acercó y me dijo, casi silabeando las palabras “Can you bring me a glass of water?”. Apenas pude balbucear “Of course, one moment, Mr. Douglas” y corrí a buscar al primer empleado que pude encontrar. Al momento, le trajeron una jarra de agua. Se llenó un vaso, me buscó con la vista y, con un gesto de brindis que siempre he sido incapaz de reproducir, dijo “Cheers!”. Yo le devolví el saludo y sentí que era el hombre más importante del mundo.
Lejanos estaban los tiempos en los que le vi en Brigada 21, de William Wyler, en la que encarnó fielmente al inflexible, fanático y brutal Inspector James McLeod, que lidiaba, a la vez que con su deprimente trabajo, con un buen puñado de prejuicios. Y me pareció que había pasado un tornado con un hoyuelo de furia en la barbilla.
Más tarde, me encandiló su forma de interpretar ese papel, híbrido de David O. Selznick y Val Lewton, en Cautivos del mal, y quedé tan preso de su perverso encanto como Dick Powell, Lana Turner y Barry Sullivan. El personaje de Jonathan Shields, el implacable productor que no duda en hacer cualquier cosa con tal de que sus películas sigan adelante, es una auténtica lección sobre cómo es Hollywood por dentro y la gente que lo compone.
Tuvo su regreso al interior del mundo del cine justo diez años después, también con Vincente Minnelli, en la magnífica Dos semanas en otra ciudad y, aunque inferior a la primera, su personaje de actor retirado con grandes problemas psicológicos que se pasa a la dirección, es primo lejano de aquél Jonathan Shields, sólo que ya redimido por el negocio del cine, hundido por una mujer y enamorado de una ciudad eterna como Roma.
Nunca olvidaré su rostro, en primer plano, ausente de vida en el final de esa obra maestra que es El gran carnaval, como una foto merecedora de portada en el periódico más sensacionalista que se pueda publicar con la firma imperecedera del gran Billy Wilder.
Fue parte crucial del tono que dominaba en otra obra maestra como Carta a tres esposas, en la que Joseph L. Mankiewicz le sujetó con brío, de la misma manera en que lo hizo más de veinte años después en el insólito y cínico western El día de los tramposos en la que es, quizás, su última gran interpretación en la piel de un ladino y manipulador forajido que no vacila en utilizar todo lo que se le ponga por delante con tal de escapar de la prisión regentada por el honrado Henry Fonda y hurgar en un pozo de serpientes que esconde un botín.
Hablando de westerns, Kirk Douglas tiene una serie excelente de películas de este género como La pradera sin ley, de King Vidor, encarnando a un vaquero que odia a muerte el alambre de espino que pone coto a la trashumancia y que se enfrenta con valentía a los que quieren limitar la tierra de todos. Sigue con su atormentado papel de John Doc Holliday en Duelo de titanes, de John Sturges, dando una más que adecuada réplica a su gran amigo Burt Lancaster en una de las más vibrantes y falsas versiones sobre el mítico duelo del O. K. Corral, con permiso de John Ford. No menos atormentado es Matt Morgan, el sheriff obligado a enfrentarse a un amigo de pasadas correrías interpretado por Anthony Quinn en El último tren de Gun Hill, también con John Sturges. Por último, se recubre de ambigüedad y de redención en la atípica y maravillosa El último atardecer, de Robert Aldrich, con un papel de malvado que debe enfrentarse con la burla del destino.
De su mencionada autobiografía se desprende el tremendo conflicto de personalidad que tuvo que afrontar al interpretar, con total convicción, a Vincent Van Gogh en El loco del pelo rojo, hasta tal punto que creyó verse a sí mismo reflejado en uno de los autorretratos del genial artista. Lo cierto es que su interpretación fue formidable, con una recreación pletórica de su inusitado estilo repleto de ferocidad y muy cercano a la locura.
Siempre ha declarado que su película favorita es Los vikingos, de Richard Fleischer, donde dio vida con eficacia y crueldad a Einar, un sádico guerrero nórdico con una memorable mirada de Polifemo al que dotó de cierto sentido del humor haciendo de él un malvado del que emanaba atracción y rechazo a partes iguales.
Volvió a un registro lleno de serenidad y contención en el espléndido melodrama Un extraño en mi vida, de Richard Quine, formando pareja con Kim Novak, en la que exhibió elegancia, romanticismo y sobriedad.
Confieso que me sentí parapetado en la misma trinchera de la que él no podía salir en la inolvidable Senderos de gloria, de Stanley Kubrick, hasta tal punto que el barro llegaba a salpicar su rostro igual que el mío. Y también defendí en consejo de guerra a aquellos tres soldados en una historia que era tan extraña y atípica que sólo podía ser verdad.
Repitió como abogado militar en la notable Ciudad sin piedad, de Gottfried Rheinhardt en la que nos plantea, a través de la violación de una muchacha por parte de tres soldados norteamericanos destacados en Alemania, la venganza que siempre tratan de tomarse aquellos que se sienten vencidos.
Se arriesgó con otra de las películas que siempre ha estado entre sus favoritas como es Los valientes andan solos, una excelente cinta con guión de Dalton Trumbo de la que llegó a decir que era “una buena película que dio muy poco dinero”. También hizo de las suyas con la cínica y juguetona El último de la lista, sorpresivo y equívoco divertimiento de John Huston. Estuvo tremendamente acertado en la extraordinaria fábula político-militar Siete días de mayo, de nuevo con la fuerza y la rebeldía marcada en su expresión.
Supo encarnar magistralmente al héroe lleno de esquinas oscuras de Primera victoria, de Otto Preminger y también al escéptico y aguerrido físico nuclear de Los héroes de Telemark, notable película de guerra de Anthony Mann. Por último, una de las que considero más completas interpretaciones es en El compromiso, de Elia Kazan, con un tortuoso papel de empresario hastiado de la vida en todos sus órdenes, que no encuentra alicientes para seguir viviendo, que lo ha conseguido todo a base de mucho esfuerzo y que, un buen día, se da cuenta de que, en realidad, no tiene nada. Una injustamente menospreciada película de mirada profunda en el cine de Elia Kazan en la que Douglas mostró una impresionante amplitud de registros.
Un día, hace muchos años, en mi colegio, decidieron proyectar Espartaco en el salón de actos. Yo era muy pequeño, pero aquella experiencia me dejó tan sobrecogido que la película estuvo dando vueltas en mi cabeza durante varios días. Incluso escribí una infantil redacción sobre ella, ignorando que el protagonista era Kirk Douglas y que detrás de la cámara había un señor llamado Stanley Kubrick. Desde entonces, de cuando en cuando, he vuelto a ella para sentir, como aquella primera vez, que yo también era Espartaco. Hoy, con el fallecimiento de este inmenso actor que nos ha dejado con toda esta retahíla de títulos inolvidables, todos estamos a los pies de aquella cruz murmurando “Goodbye, my life, my love” al hombre del legendario hoyuelo en la barbilla.

martes, 11 de febrero de 2020

JOSÉ LUIS CUERDA: AMANECE...Y ES MUCHO



Pues mire usted que ahora resulta que se nos ha muerto José Luis Cuerda. A quién se le ocurre. Con el fervor que tenemos en este pueblo por José Luis Cuerda. Ya podría usted haber muerto a otro. Ahora, eso sí, se ha muerto divinamente. Yo no he visto a nadie morirse tan bien. Porque, al fin y al cabo, un hombre es un hombre y la inteligencia se demuestra en un examen de ingles. O, tal vez, dando algo de visión a unos girasoles. O, puede que, incluso, a un bosque lleno de almas. Por eso era animado, no porque hubiera dibujos. Que parece que hay que explicarlo todo.
La verdad es que José Luis Cuerda se nos ha ido porque ganó las elecciones a muerto. Se presentó y mira. A la gente le dio por votar. Y como siempre fue muy cumplidor, no como estos politicuchos que pueblan la flora y la fauna, pues fue y se murió. Lástima que nos dejara huérfanos de inteligencia y de esos estudios de carácter hispano que nos dejaba en forma de joyas del humor absurdo. Porque, en el fondo, eso es lo que somos. Una banda de patéticos contingentes que no somos necesarios en ninguna parte y que damos más la tabarra que la lección. No fuera a ser que la lengua de las mariposas se desatara y siguiéramos, como niños, a la masa. La verdad es que Cuerda nos ha dejado un sindiós en el cine, porque el sol no sale por donde debe y más vale ir pegando tiros a diestro y siniestro que jugarse el prestigio a pares y nones. Como él mismo decía “los tontos de antes no gritaban tanto como los de ahora” y anda que no sabía el señor. Más que las amapolas. Porque los hombres, los de verdad, no crecen en un bancal. Y las fechas más vale darlas siglo arriba o siglo abajo. Y no juegue usted con las armas que al final me voy a enfadar.
La educación de las hadas no deja de ser algo bastante difícil de conseguir en un país como el nuestro, que lo mismo se bebe un orujo que una naranjada, que lo mismo olvida a los que más necesitan y recuerda a los que quieren ser olvidados. El futuro puede ser un pasillo patrullado por una pareja de guardias civiles y, la verdad, no, oiga no. Hasta ahí podíamos llegar.
José Luis, amigo, perdona todas estas sandeces que no llegan ni a la suela del zapato que calzas. Sabes muy bien que, yéndote, nos has dejado con un poco menos de inteligencia y ésta es una buena muestra de ello, por mucho que esté llena de buenas intenciones, pero las cajas fuertes están llenas de buenas intenciones. Así que no olvides de irte al cielo con esa seriedad para decir las cosas en broma y con esa enorme sonrisa que, estoy seguro, guardabas en alguna parte. Allí, podrás rodar todas las películas que quieras, reírte de nosotros, decirle a Dios cuatro frescas y darte el gustazo de reunirte con un buen reparto para que los ángeles se den cuenta de su propia ridiculez. Espero que me sepas perdonar por estas humildes líneas que sólo quieren rendirte homenaje a través de lo que más amabas, aparte de tu familia. Mientras tanto, hoy he contemplado el amanecer y me he dado cuenta de que, sin ti, no es mucho. Así que prepáranos una buena filmografía para cuando vayamos a tu cine. Seguro que disfrutaremos de forma total y algún tiempo después. Mientras tanto, nos pondremos tus películas por aquí abajo. Te prometo que seguiremos disfrutando de todo el surrealismo y de toda la poesía que nos dejaste.                            

viernes, 7 de febrero de 2020

EL OSCAR EN LAS TRINCHERAS



Este cartel de los Premios Oscar no corresponde a este año, lo sé, pero me parece una auténtica maravilla que debería estar en este blog. Mil disculpas por este capricho.

Hace ya muchos, muchos años que no había películas de tan alto nivel nominadas a los Premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood. Quizá la alegría dure poco, pero hay que disfrutarla. Y el pronóstico parece bastante claro aunque hay algunas categorías en las que la lucha se da en las alambradas. El Oscar, este año, surge con un grito de batalla desde las mismas entrañas del cine.

Para la categoría de mejor actor parece que no hay ninguna duda. Ganará Joaquin Phoenix por Joker. Al principio de la temporada de premios parecía que se desinflaba su candidatura, pero sería injusto que se la dieran a cualquier otro, por mucho que nos gustase que Antonio Banderas subiera a recoger al calvo de oro. Phoenix hace una auténtica demostración de recursos en la piel de ese hombre que se hace malo por humillación y que, en el fondo, levanta pasiones porque todos los ciudadanos de a pie se sienten así. Con esos mimbres, es muy difícil fallar.

En la categoría de mejor actor secundario, Brad Pitt por Érase una vez en Hollywood parece que también es una opción clara. El mérito de su interpretación en la película de Tarantino es que intenta ponerse a la sombra del añorado Steve McQueen, no sólo en cuanto a formas y maneras, sino también en lo cool que parece exudar en su personaje. Joe Pesci parece que se pone en segundo lugar por El irlandés, pero Pitt, en sí mismo, ha traído el sabor de una época que parecía olvidada.

Como mejor actriz, la Academia optará por el impresionante tour de force que hace Renée Zellweger en Judy. Su mimetización es total y copia físico y gestos, sin dejar de traspasar la idea de que la gran Judy Garland nunca estuvo bien del todo. Todas las demás candidatas parecen muy lejos y lo de Renée no deja de ser un regreso después de una carrera vacilante que no llevaba a ninguna parte. Aunque su imagen siempre es algo errática, la actriz tiene talento de sobra y aquí lo demuestra.

Entre las nominadas como actriz secundaria, parece muy nítida la apuesta por Laura Dern en Historia de un matrimonio. Su papel de devoradora de leyes en pro de su cliente en un proceso de divorcio puede que no sea más que una continuación de lo que ha venido mostrando en la serie Big Little lies, pero es una actriz competente, que le ha puesto carnaza al personaje y que llega a ser atractivo y rechazable a partes iguales.

La virguería técnica de Sam Mendes le proporcionará el segundo Oscar al mejor director por esa maravilla que es 1917. Y una de las enorme virtudes que contiene es que ha prescindido del croma para narrar la historia de estos soldados que llevan un mensaje vital más allá de las líneas enemigas. Además de eso, el hecho de contarlo todo en un falso plano secuencia no cansa, algo que no está al alcance de todos. La sobriedad es la marca de la película y Mendes ha logrado una grandísima película que será un clásico de aquí a unos pocos años.

Dicho esto, es fácil creer que la mejor película del año ha sido 1917. Lo es sin ninguna duda. Y es doble el mérito porque detrás tiene otras películas que podrían haber sido las ganadores en cualquiera de los últimos años como El irlandés, de Martin Scorsese (al fin y al cabo, depositaria de una forma de hacer cine que ya no volveremos a ver), o Érase una vez en Hollywood, de Quentin Tarantino y que surge como la particular venganza de un cinéfilo irredento hacia quienes arrebataron el sueño y la fascinación de las últimas bocanadas de un cine no exento de encanto.
Las categorías más competidas pueden ser las de mejor guión. En el adaptado, es posible que sea Joker la ganadora aunque el mítico Steven Zaillian, uno de los guionistas más reputados del cine contemporáneo, tiene sus opciones por El irlandés. En el original, es muy posible que el elegido sea Bong Joon-Ho y esa inquietante película que llega a ser Parásitos aunque, personalmente, preferiría que la estatuilla se la llevara Quentin Tarantino por Érase una vez en Hollywood.

Daríamos un grito de alegría por el triunfo de Pedro Almodóvar por su particular Ocho y medio sentimental con el título de Dolor y gloria. También lo merecería en cualquiera de los años que nos rodean, pero aquí sí que parece muy claro el triunfo de Bong Joon-Ho por Parásitos, esa versión moderna de El sirviente, de Joseph Losey, que ha encantado a medio mundo por esa extraña mezcla de comedia negra, suspense y drama que funciona bastante bien a todos los niveles, aunque no sea tan gran película como algunos se empeñan en ensalzar.
La solución, el domingo 9 de febrero. No importa demasiado quién gane. Lo más importante es celebrar un día de fiesta del cine que resulta particularmente indicado porque, desde las trincheras a la Mafia, desde el cine  a las mujeres, desde la fantasía infantil hasta el divorcio, ha sido un año que merece todos los brindis.

jueves, 6 de febrero de 2020

JUDY (2019), de Rupert Goold


En apenas dos días se nos han marchado José Luis Cuerda y Kirk Douglas. La semana que viene dedicaremos sendos monográficos a estas dos entrañables figuras del cine a las que, seguro, echaremos mucho de menos. Este artículo va por ellos.

Judy Garland emprendió el camino de baldosas amarillas desde el mismo momento en el que decidió ser una estrella del cine y de la canción. El único defecto es que ese camino no llevaba al reino mágico de Oz sino que estaba empedrado de manipulaciones abyectas, decepciones sin asidero y soledades recalcitrantes. Quizá sí se encontró con algún que otro amigo y, desde luego, levantó respeto y admiración, pero el precio que tuvo que pagar fue demasiado alto porque nadie quiso ayudarla cuando más lo necesitaba. Y sólo pedía alguien en quien apoyarse.
Sus inseguridades se agrandaron hasta hacerse insoportables. Su mente enferma creyó que lo único que querían era succionar su voz y quedarse con el arte que ella podía ofrecer. Por su interior pasaron demasiadas dudas sobre su valía, su capacidad para ser madre, su certeza de que podía vivir con alguien y amar, simplemente amar. Tuvo que recorrer el camino por ella misma, a bordo de sus debilidades, siendo incapaz de odiar y obteniendo demasiados desprecios. Llegó al final de ese camino que tantas promesas ofrecía y sólo obtuvo incumplimientos, negativas, incomprensiones y caídas, muchas caídas. Al final del arco iris no había ningún baúl lleno de oro, sólo el fondo de un vaso vacío y de un frasco abierto.
Su mirada se halló perdida buscando unas respuestas que nunca consiguió. Procuró refugio en otro país para saborear las últimas caricias del éxito y no supo convivir con él. Sólo era otra canción, otro desgarro, otra derrota que aplastaba su talento y otra renuncia que significó el lamento más solitario de todos. Judy Garland fue un juguete roto desde el mismo momento en que decidió ser el mejor de todos ellos, sin poder valorar las consecuencias, sin poder disfrutar de sus ventajas.
Renée Zellweger es el centro de toda la historia. Ella domina la escena de principio y fin y realiza una asombrosa transformación física que, en determinados planos, hace que pensemos que Judy vuelve de entre los muertos para ofrecer un último concierto. Quizá su voz esté lejos del original, pero realiza un esfuerzo muy preciso para que sus vibratos se asemejen a los de esa cantante única y especial. Concentra la interpretación en sus ojos, y ellos lo expresan todo. Por ellos viajamos y sufrimos. Y también la acompañamos. Y también exagera un poco aquí y allá. Sin embargo, la película, basada en la obra de teatro Al final del arco iris, de Peter Quilter y que en España estrenaron Natalia Dicenta, Miguel Rellán y Javier Mora, resulta, en algunos instantes, floja, sin pasión, con demasiadas insistencias, dando vueltas a lo mismo hasta la saciedad, atrancando la trama que necesita de muy poco para captar la atención del público, siempre a favor de Judy. Incluso hay canciones desaprovechadas que no hacen justicia al apoteósico éxito que tuvieron en su día, como es el caso de uno de sus grandes temas, Get happy. Sin demasiadas ideas, sólo la interpretación de Renée Zellweger parece reservada a la fama porque, al fin y al cabo, su carne es la de Judy, su inquietud es la de ella y su desesperación es la de todos.
Las horas sin dormir no fueron canciones dignas de ser cantadas. Los jugadores de ventaja que intentaron aprovecharse de ella no fueron melodías inmortales. Las películas que nunca hizo no se convirtieron en románticas historias de amor que alimentaran al mito. Judy, sencillamente, era una mujer. No muy fuerte, pero irrepetible. Y su voz sigue resonando allí donde las leyendas encuentran su música.

miércoles, 5 de febrero de 2020

MUJERCITAS (2019), de Greta Gerwig



No hacía falta ser ningún adivino para prever que, en los tiempos que corremos, la nueva versión de un clásico de la literatura como Mujercitas tendría su correspondiente versión. Es difícil resistirse al retrato de Jo March como el de esa mujer independiente, decidida, algo voluble y subjetiva, pero también enormemente razonable y llena de talento en un mundo y una época en la que la mujer es despreciada por el mero hecho de serlo. Ella lleva sus elecciones vitales hasta sus últimas consecuencias y, cuando cambia de opinión, siempre es para peor. Y esa es una gran cualidad de las mujeres. Aprenden muy rápido de sus propios errores.
También son constantes, valerosas y determinantes. El amor, para ellas, es algo más que un sentimiento. Es una realización, un fin y nunca un medio. Y ese amor lo reparten entre todas las cosas y personas que son importantes en su vida. Persiguen sus sueños con ahínco, sin descanso, porque están hechas de ese material con el que se forjan. Sus miradas de ojos entornados son los mayores tesoros que pueden poseer los hombres. El deseo casi se convierte en una obligación y ellas, por supuesto, saben sacar lo mejor que hay en el sexo opuesto. Son mineras de la emoción. Y la vida sólo tiene importancia si ellas están.
La espera es una de sus virtudes y saben apoyar en cualquier circunstancia y en cualquier momento. La venganza es uno de sus peores defectos porque, en algún rincón de su alma, hay una herida imposible de cerrar de forma inmediata. Puede que ese rencor se supera saliendo hacia adelante, o haciendo un daño excesivo, o buscando otros horizontes. Resisten todo. Y el dolor, que padecen de forma mucho más extrovertida, acaba por ser un animal domesticado en su interior. Son fascinantes, magnéticas, atrevidas, transgresoras, exigentes, hermosas, siempre hermosas. En ellas, la importancia femenina se hace toda una obra de arte.
Greta Gerwig dirige esta versión de la novela de Louise May Alcott con cierto gusto, aunque con algún que otro error. Hay algún fallo de continuidad, provocado, sin duda, por el montaje, insertos sin mayor trascendencia y, por supuesto, llega a ser redundante el hecho de ver a Timothée Chalamet con un niño en brazos. Sin embargo, Saoirse Ronan sabe imprimir alegría a su Jo y entre los secundarios destaca por encima de los demás el maravilloso trabajo que realiza Chris Cooper. La banda sonora de Alexandre Desplat, como es habitual en él, es de una delicadeza exquisita y se ha puesto un especial cuidado en el vestuario y la ambientación. El resultado, con sus errores incluidos, es bueno, con un inteligente uso de la fotografía, sin abusar del folletín y construyendo con paciencia a las cuatro protagonistas para entender sus trayectorias como adultas conscientes y valientes.
Y es que no deja de estremecer el placer que siente un anciano al escuchar el sonido envolvente de un piano en manos de inocencia. O la emoción que destila un reencuentro, una negativa y una afirmación de personalidad. O, incluso, la caridad bien entendida en tiempos muy difíciles. Los verdes campos de Nueva Inglaterra son los depositarios de la ilusión de unas cuantas mujeres a punto de convertirse en adultas y no podremos más que entornar un poco los ojos por ellas, por mucho que alguna no nos convenza. Es la magia que surge cuando se escribe en un papel todo aquello que nos hizo ser como somos. 

martes, 4 de febrero de 2020

MUERTE EN INVIERNO (1987), de Arthur Penn



Una actriz en busca de un papel. De repente, la oportunidad se presenta y el director quiere una prueba grabada en vídeo en una mansión remota, al borde de un acantilado. Allí, la actriz se dará cuenta de que la vida no es una representación y de que el asesinato se puede presentar más allá de la toma de una cámara. El chantaje también planea sobre el guión y no es fácil salir de la confusión que proporciona el sueño de la actuación. Sangre y truenos, diablos. Y habrá que ahogar los gritos que parece que luchan por salir de la garganta. El juego del gato y del ratón puede ser un recurso interpretativo más. Quizá es la típica trampa del director genial. Y, tal vez, también por eso, la anterior candidata al papel sufrió una rotura de nervios definitiva. Habrá que aguantar. A no ser que la última escena incluya un asesinato.
Mirando fríamente por la ventana, es posible que esta película no ofrezca nada nuevo. Y no cabe duda de que sufre de un cierto desequilibrio porque Mary Steenburgen está brillante, sublime, inalcanzable y Roddy McDowall no deja de ser un poco más que mediocre. El terror, en esta ocasión, es triple y estar atrapada bajo la siniestra mirada de un director tiene su agobio incluido. La trampa está servida con queso en la ratonera y hay que andarse con pies de plomo porque lo que parece no es y lo que es no lo parece. Arthur Penn sabía tocar todos los resortes, incluso cuando se ponía detrás de las cámaras para dirigir una historia que no entraba en su estilo característico, pero lo hacía rematadamente bien. El tiempo atmosférico se convierte en un personaje más y el misterio se esconde por los rincones de esa vieja mansión, retratada a veces como perfecto plató cinematográfico de reminiscencias góticas y, en otras, como lúgubre caserón que esconde más secretos que luces y atrapa a quien se atreve a traspasar su umbral. Cierto es que todo se torna algo previsible, pero el viaje hacia el centro del horror es lo que importa, porque el misterio es bueno, los caracteres se mueven con sus traumas, sus anhelos y sus vanidades y siempre hay alguna pregunta que queda sin contestar.
Así que pónganse cómodos. La principal obligación de una actriz es hacer creíble su personaje y, tanto es así, que habrá alguien que crea que es real. El buen gusto es marca de la casa y es mejor prepararse para el papel metódicamente. Es posible que la tensión ayude un poco a hacerlo todo más verdadero. Y está absolutamente premeditado. Como un buen crimen con sus detalles bien definidos. El invierno está furioso ahí fuera y es posible que desee una víctima propiciatoria. La tela de araña se va tejiendo con manos casi invisibles y la tortura, el secretismo y la sangre esperan su turno a la segunda toma. Por allí, al fondo, podemos ver a Nina Foch protagonizando una versión de esta misma historia en 1945 con el título de Mi nombre es Julia Ross, pero desdibujamos el recuerdo al ver cuánto se puede alcanzar si detrás de las cámaras se halla un director competente para poner orden en toda esta locura.