En cierta ocasión, el
actor Karl Malden dijo que una vez optó a un papel que le fue arrebatado por un
insolente muchacho que tenía un irritante hoyuelo en la barbilla. Muchos años
después, cuando empezó a grabarse la serie Las
calles de San Francisco le presentaron al que iba a ser su compañero.
Malden, sorprendido, se encontró con que era el mismo tipo que le había quitado
un trabajo muchos años antes, pero que, curiosamente y a pesar del tiempo
transcurrido, no había envejecido ni una arruga. Cuando el otro habló y dijo: “Soy Michael Douglas, el hijo de Kirk”,
Malden tuvo la certeza de que aquello no era una pesadilla.
Kirk Douglas, sin duda,
ha sido un actor de estilo acusadamente feroz en muchas ocasiones y con un punto
de locura que, por otra parte, hizo que le tildaran de ser un intérprete algo
irritante y pasado de rosca. Sin embargo, es evidente que Douglas ha sido un
animal escénico, dispuesto a devorar a quien compartiera con él cualquier
plano, como si se tratara de una simple competición. Posiblemente, ha sido el
actor más agresivamente brillante que ha habido nunca.
Le vi en una ocasión,
serenamente envejecido, cuando vino a España a promocionar su excelente
autobiografía El hijo del trapero. El
acto de firma de ejemplares se realizó en una sucursal de una conocida cadena
de almacenes y yo, convenientemente trajeado, volvía de una comida de empresa
y, aunque no llevaba ningún ejemplar porque lo tenía en casa, decidí pasarme
por allí sólo por verle. En un momento dado, se encontró con que estaba solo,
sin ningún acompañante de la editorial o de la misma tienda y estaba
abrumadoramente sediento. Muy cerca de él, estaba yo, con mi traje, y me tomó
por un empleado de los grandes almacenes. Se levantó de la mesa, se acercó y me
dijo, casi silabeando las palabras “Can
you bring me a glass of water?”. Apenas pude balbucear “Of course, one moment, Mr. Douglas” y corrí a buscar al primer
empleado que pude encontrar. Al momento, le trajeron una jarra de agua. Se
llenó un vaso, me buscó con la vista y, con un gesto de brindis que siempre he
sido incapaz de reproducir, dijo “Cheers!”.
Yo le devolví el saludo y sentí que era el hombre más importante del mundo.
Lejanos estaban los
tiempos en los que le vi en Brigada 21,
de William Wyler, en la que encarnó fielmente al inflexible, fanático y brutal
Inspector James McLeod, que lidiaba, a la vez que con su deprimente trabajo,
con un buen puñado de prejuicios. Y me pareció que había pasado un tornado con
un hoyuelo de furia en la barbilla.
Más tarde, me encandiló
su forma de interpretar ese papel, híbrido de David O. Selznick y Val Lewton,
en Cautivos del mal, y quedé tan
preso de su perverso encanto como Dick Powell, Lana Turner y Barry Sullivan. El
personaje de Jonathan Shields, el implacable productor que no duda en hacer
cualquier cosa con tal de que sus películas sigan adelante, es una auténtica
lección sobre cómo es Hollywood por dentro y la gente que lo compone.
Tuvo su regreso al
interior del mundo del cine justo diez años después, también con Vincente
Minnelli, en la magnífica Dos semanas en
otra ciudad y, aunque inferior a la primera, su personaje de actor retirado
con grandes problemas psicológicos que se pasa a la dirección, es primo lejano
de aquél Jonathan Shields, sólo que ya redimido por el negocio del cine,
hundido por una mujer y enamorado de una ciudad eterna como Roma.
Nunca olvidaré su
rostro, en primer plano, ausente de vida en el final de esa obra maestra que es
El gran carnaval, como una foto
merecedora de portada en el periódico más sensacionalista que se pueda publicar
con la firma imperecedera del gran Billy Wilder.
Fue parte crucial del
tono que dominaba en otra obra maestra como Carta
a tres esposas, en la que Joseph L. Mankiewicz le sujetó con brío, de la
misma manera en que lo hizo más de veinte años después en el insólito y cínico
western El día de los tramposos en la
que es, quizás, su última gran interpretación en la piel de un ladino y
manipulador forajido que no vacila en utilizar todo lo que se le ponga por
delante con tal de escapar de la prisión regentada por el honrado Henry Fonda y
hurgar en un pozo de serpientes que esconde un botín.
Hablando de westerns,
Kirk Douglas tiene una serie excelente de películas de este género como La pradera sin ley, de King Vidor,
encarnando a un vaquero que odia a muerte el alambre de espino que pone coto a
la trashumancia y que se enfrenta con valentía a los que quieren limitar la
tierra de todos. Sigue con su atormentado papel de John Doc Holliday en Duelo de
titanes, de John Sturges, dando una más que adecuada réplica a su gran
amigo Burt Lancaster en una de las más vibrantes y falsas versiones sobre el
mítico duelo del O. K. Corral, con permiso de John Ford. No menos atormentado
es Matt Morgan, el sheriff obligado a enfrentarse a un amigo de pasadas
correrías interpretado por Anthony Quinn en El
último tren de Gun Hill, también con John Sturges. Por último, se recubre
de ambigüedad y de redención en la atípica y maravillosa El último atardecer, de Robert Aldrich, con un papel de malvado que
debe enfrentarse con la burla del destino.
De su mencionada
autobiografía se desprende el tremendo conflicto de personalidad que tuvo que
afrontar al interpretar, con total convicción, a Vincent Van Gogh en El loco del pelo rojo, hasta tal punto
que creyó verse a sí mismo reflejado en uno de los autorretratos del genial
artista. Lo cierto es que su interpretación fue formidable, con una recreación
pletórica de su inusitado estilo repleto de ferocidad y muy cercano a la
locura.
Siempre ha declarado
que su película favorita es Los vikingos,
de Richard Fleischer, donde dio vida con eficacia y crueldad a Einar, un sádico
guerrero nórdico con una memorable mirada de Polifemo al que dotó de cierto
sentido del humor haciendo de él un malvado del que emanaba atracción y rechazo
a partes iguales.
Volvió a un registro
lleno de serenidad y contención en el espléndido melodrama Un extraño en mi vida, de Richard Quine, formando pareja con Kim
Novak, en la que exhibió elegancia, romanticismo y sobriedad.
Confieso que me sentí
parapetado en la misma trinchera de la que él no podía salir en la inolvidable Senderos de gloria, de Stanley Kubrick,
hasta tal punto que el barro llegaba a salpicar su rostro igual que el mío. Y
también defendí en consejo de guerra a aquellos tres soldados en una historia
que era tan extraña y atípica que sólo podía ser verdad.
Repitió como abogado
militar en la notable Ciudad sin piedad,
de Gottfried Rheinhardt en la que nos plantea, a través de la violación de una
muchacha por parte de tres soldados norteamericanos destacados en Alemania, la
venganza que siempre tratan de tomarse aquellos que se sienten vencidos.
Se arriesgó con otra de
las películas que siempre ha estado entre sus favoritas como es Los valientes andan solos, una excelente
cinta con guión de Dalton Trumbo de la que llegó a decir que era “una buena película que dio muy poco dinero”.
También hizo de las suyas con la cínica y juguetona El último de la lista, sorpresivo y equívoco divertimiento de John
Huston. Estuvo tremendamente acertado en la extraordinaria fábula
político-militar Siete días de mayo,
de nuevo con la fuerza y la rebeldía marcada en su expresión.
Supo encarnar
magistralmente al héroe lleno de esquinas oscuras de Primera victoria, de Otto Preminger y también al escéptico y
aguerrido físico nuclear de Los héroes de
Telemark, notable película de guerra de Anthony Mann. Por último, una de
las que considero más completas interpretaciones es en El compromiso, de Elia Kazan, con un tortuoso papel de empresario
hastiado de la vida en todos sus órdenes, que no encuentra alicientes para
seguir viviendo, que lo ha conseguido todo a base de mucho esfuerzo y que, un
buen día, se da cuenta de que, en realidad, no tiene nada. Una injustamente
menospreciada película de mirada profunda en el cine de Elia Kazan en la que
Douglas mostró una impresionante amplitud de registros.
Un día, hace muchos
años, en mi colegio, decidieron proyectar Espartaco
en el salón de actos. Yo era muy pequeño, pero aquella experiencia me dejó tan
sobrecogido que la película estuvo dando vueltas en mi cabeza durante varios
días. Incluso escribí una infantil redacción sobre ella, ignorando que el
protagonista era Kirk Douglas y que detrás de la cámara había un señor llamado
Stanley Kubrick. Desde entonces, de cuando en cuando, he vuelto a ella para
sentir, como aquella primera vez, que yo también era Espartaco. Hoy, con el
fallecimiento de este inmenso actor que nos ha dejado con toda esta retahíla de
títulos inolvidables, todos estamos a los pies de aquella cruz murmurando “Goodbye, my life, my love” al hombre
del legendario hoyuelo en la barbilla.