Si queréis escuchar el último programa, sosegado, íntimo y verdadero, que hicimos en "La gran evasión" sobre "La buena estrella", de Ricardo Franco, podéis hacerlo aquí
El pájaro que sobrevuela el nido del cuco se vuelve loco. Eso es así porque verá, casi siempre, un nido vacío. El cuco es un ave que prefiere que sus huevos los cuide otro y su nido es aire, nada, una violencia moral sin más objetivo que ahorrarse unas cuantas molestias. Alguien lo sobrevuela por fingimiento, y eso aún es peor. Porque tirar por el atajo más corto solo puede llevar a la llegada prematura de la insania. Así, la ventana quedará abierta pero todo lo que hay ahí fuera quedará reservado para otros con más suerte y menos ganas. MacMurphy lo sabe bien y, por eso, porque tiene rasgos de humanidad que otros han olvidado, se queda en el nido y se vuelve loco.
El pájaro que sobrevuela el nido del cuco se vuelve loco. Eso es así porque verá, casi siempre, un nido vacío. El cuco es un ave que prefiere que sus huevos los cuide otro y su nido es aire, nada, una violencia moral sin más objetivo que ahorrarse unas cuantas molestias. Alguien lo sobrevuela por fingimiento, y eso aún es peor. Porque tirar por el atajo más corto solo puede llevar a la llegada prematura de la insania. Así, la ventana quedará abierta pero todo lo que hay ahí fuera quedará reservado para otros con más suerte y menos ganas. MacMurphy lo sabe bien y, por eso, porque tiene rasgos de humanidad que otros han olvidado, se queda en el nido y se vuelve loco.
No es de extrañar porque allí ha
conocido a otros pájaros, a otras aves depredadoras e implacables que no van a
dejar, bajo ningún concepto, que su autoridad se vea socavada hasta el
ridículo. Todo tiene que obedecer a una rutina que no tiene ningún objetivo.
Solo jugar con las mentes ajenas que se ven abocadas, indefectiblemente, a un
callejón sin salida. Hay cosas que son de sentido común. Claro que hablar de
sentido común en una institución mental es algo bastante paradójico. Allí, al
menos, se sienten escuchados aunque las palabras no sirven de nada. Solo las
sensaciones. Y ésas están ahogadaa por el viejo, viejísimo principio de la
autoridad.
Milos Forman dirigió esta
película para poner en evidencia a uno de esos personajes que tanto le han
gustado siempre y que bordean la genialidad reprochable. Randall P. MacMurphy
no tiene la razón absolutamente, pero tiene algo de lógica en sus
comportamientos y también está dispuesto a compartir las cosas buenas que sabe
y conoce con aquellos que se han olvidado de disfrutar de todo. Quizá no sea lo
más indicado, quizá MacMurphy esté equivocado porque lo ha estado siempre, pero
tiene algo de verdad en sus actos desafiantes, en su rebelión incansable, en su
visión deformada de una realidad que no le gusta y de la que, en el fondo, solo
quiere huir.
Para ello, Forman cuenta con un
Jack Nicholson lleno de fuerza, vitalista, incapaz de rendirse, que dota a
MacMurphy de carne y de motivaciones humanas que caen fuera del ámbito
manipulador de la perversa enfermera jefe a la que da vida una genialmente
adusta Louise Fletcher, incapaz incluso de sonreír hasta que MacMurphy, en un
último arrebato de ira, de rabia y de sinceridad, intenta crujirle el cuello.
Todo está encerrado en esas cuatro paredes de dejación y de obligación, de
chantaje moral y de demostraciones abusivas disfrazadas de irritante
amabilidad. Allí, en el sanatorio mental en el que MacMurphy se recluye, es
donde acaban las ilusiones de todo pájaro que se atreve a volar con los sueños,
de todo hombre que decidió dejar de tomar decisiones para esconderse en un
agujero blanco de gritos y desquiciamiento. Y tal vez lo único que les hace
falta a esos enfermos es que alguien les trate como a personas, que alguien les
haga vivir como personas, que alguien les haga apreciar el encanto de las cosas
pequeñas que todos los días nos rodean para dar sentido a cada uno de nuestros
pasos.