viernes, 30 de octubre de 2020

HOLA, MÍSTER DUGAN (1982), de Herbert Ross

 

La vida, en ocasiones, no es más que un callejón sin salida en el que llueve sobre mojado. Cuando todo parece ir mal y los problemas se convierten en la rutina, aparece una figura del pasado que estaba olvidada e, incluso, enterrada. Es una simple llamada en la puerta. Con una larga gabardina negra y un sombrero. Mucho cariño se fue por ese desagüe. Y aparece para proporcionar algunos momentos de felicidad. Todos aquellos que no pudo regalar cuando era su obligación. El señor Dugan vuelve y quiere que haya sonrisas, que la amargura se destierre del hogar de aquellos a los que más ha querido. En realidad, siempre guardó ese amor para ellos, pero la vorágine de los negocios no demasiado recomendables impidió cualquier asomo de ternura.  En una maleta, guarda todos los sueños y pretende hacerlos realidad en un último suspiro. Ya casi no queda tiempo y no quiere irse con un mal recuerdo en la memoria de los demás. Es hora de que su hija tenga un coche como es debido. Es el tiempo adecuado para que su nieto comience a ganarse la autoestima y disfrutar de algún pequeño triunfo. Incluso le cae bien ese policía que está rondando a la niña de sus ojos porque es un tipo honrado y tenaz, con todos los inconvenientes que eso conlleva. No se puede devolver nada. Ni siquiera el perro. Max Dugan no ha venido para quedarse, pero, de alguna forma, permanecerá.

Esta es una película deliciosa. Con buen humor y excelentes diálogos. Bien interpretada por Marsha Mason, Matthew Broderick, Jason Robards y Donald Sutherland, el espectador participa de los sentimientos de todos ellos con una sonrisa y una mirada relajada, sabiendo que, a veces, basta con plantar una semilla de felicidad para que sea algo más perdurable que un simple abrazo. Se trata de hacer posible lo imposible, de quitar esa sensación de nerviosismo persistente y de mostrar que la vida, más allá de las comodidades, también ofrece algo de vez en cuando. Herbert Ross dirige sin grandes exhibiciones y Neil Simon escribe con su habitual destreza sin perder ese punto agudo que hace que todo suene diferente. El resultado es intrascendente y volátil, pero terriblemente atractivo. Con sus dibujos de presentación, con esos actores despojados de afectación, con el interés de saber cuál es la próxima sorpresa.

Y es que hay momentos que deberían estar siempre presentes. No importa que el pasado haya sido un espacio vacío porque, con suerte y voluntad, se puede rellenar con el gesto relajado y las ganas de hacerlo bien. Hay que retirarse cuando es necesario y aceptar la derrota y arremeter, también, con toda la fuerza cuando la vida aprieta más de la cuenta. No hay que rendirse. Sólo sobrevivir con los ojos entornados y el corazón amable. Tal vez así seamos capaces de hacer felices a los demás dejando de lado nuestros propios egoísmos. Max Dugan lo sabe muy bien y cambia un hogar de arriba a abajo y lo crea de nuevo tal y como debió ser desde el principio. Él sí que supo batear con sabiduría cuando le lanzaron la bola de sus últimos días.

jueves, 29 de octubre de 2020

REGRESO A HOPE GAP (2019), de William Nicholson

 

Nunca digas que tantos años de convivencia, de haber compartido fracasos y triunfos, de haber criado a un niño en los acantilados de Dover y de tantas sonrisas y tantas lágrimas, la lucha fue baldía. En muchos años, quizá alguien exigió de más y alguien más fue incapaz de darlo todo. Las palabras no tienen todo el poder, pero son verdaderas losas en el ánimo cuando se dedican a destacar la inutilidad, lo que se hace mal. A veces, recordar la mediocridad no es, ni mucho menos, el camino más indicado para alcanzar la felicidad. Y ahora, el destino es el encargado de cerrar la puerta.

Nunca digas que no recuerdas aquellos días en los que un niño se columpiaba entre nuestras manos y sentía que la vida se abría tan ampliamente como la mirada infinita sobre un océano. Fueron momentos brillantes, inolvidables, punteros. Se convirtieron en la cima de la vida y ni siquiera se dieron cuenta los que los vivieron. Aquellos años se disfrazaron de algo más que de una taza de té, que de los pequeños detalles con los que se viste la rutina. Y, cuando todo eso se derrumba de repente, no es fácil de asimilar porque la ceguera de la desgracia impide ver dónde estuvieron los errores y cómo se pudieron reparar. La soledad es lo siguiente y no se puede asumir así como así. Incluso es posible que la solución pase por mirarlo todo desde lo alto de los acantilados de las rocas blancas de Dover.

William Nicholson, el reputado guionista de aquella maravilla titulada Tierras de penumbra, de Richard Attenborough, ha dirigido esta película con sentimiento, estructurando toda la historia a través de diferentes episodios que narran con sensibilidad una ruptura y un encuentro, un ruego y una evidencia. Puede que el amor no lo cure todo y, en el rostro de Annette Bening, de Bill Nighy y de Josh O´Connor se expresan todas las dudas, todas las incomprensiones y todos los cataclismos de un mundo que parece perfectamente ordenado y que, sin embargo, se desmorona en apenas unos minutos. Todo para llegar a la conclusión de que es mejor no utilizar el dolor como arma y que hay que saber cuándo hablar, sin duda, pero, también, cuándo callar. El resultado es una película de cierta emoción, con los tres personajes perfectamente trazados y en los que se puede bucear con facilidad para encontrar sus debilidades y sus fortalezas. Los años también marcan las arrugas del carácter y, es posible, que los defectos se acentúen con mucha mayor claridad. Y la catarsis será para quien aún tiene la capacidad de mirar hacia adelante.

Nunca digas que no aprendiste nada mientras leías los poemas que te hechizaban, porque llegará un día en que esperarás que él aparezca concediendo una última oportunidad. No habrá más más días, ni más esperanzas, porque, quizá, sólo es amor lo que se ha mendigado y no es suficiente. No hubo valoraciones, ni ánimos, sólo censuras y reproches. A menudo, menudos, insignificantes, casi imperceptibles, pero los granos de arena forman desiertos y éste es más grande y más inhóspito del que puedes llegar a calibrar. Los cuerpos no se abandonan y se desnudan por el camino de hielo, no se vuelven a levantar por la exigencia y por esa forma de pedir obligaciones que ya no se tienen ilusión por dar. No, no digas que fue una lucha baldía, porque no lo fue. No lo digas. Es mejor dar por hecho que los días y noches pasaron y que ahí hubo algo muy parecido a la felicidad. El resto lo hizo la vida. 

miércoles, 28 de octubre de 2020

AGATHA (1979), de Michael Apted

 

En 1926, durante once días interminables y misteriosos, la escritora Agatha Christie desapareció como lo podría haber hecho cualquiera de sus personajes. Nadie sabía dónde estaba, ni cuál era su estado. Sólo se encontró su coche vacío en una carretera vecinal y se barajaba incluso la posibilidad de que hubiese sido víctima de un asesinato. Más tarde, se supo que, airada por la proposición de divorcio de su marido, huyó de su casa cogiendo el coche y entrando en una tendencia paranoide que le provocó una cierta amnesia. Sí, aún le amaba. Hasta ahí los hechos verificados y ciertos. A partir de ahí, los guionistas Kathleen Tynan y Arthur Hopcraft (responsable del guión televisivo de la serie Calderero, soldado, sastre y espía) elucubraron con la ficción para dar una respuesta a lo que pasó durante esos once días. Quizá había un periodista americano que soñaba con hacer una completa entrevista a la más afamada escritora de misterio de todos los tiempos. Quizá, ante la ausencia de ella, se puso a investigar como un perro de presa acerca de lo que había ocurrido realmente. Tal vez la respuesta estaba justo en medio de la campiña inglesa. E, incluso, es posible que el tal periodista acabara conociendo a la que, a la postre, era la amante del marido de Agatha Christie.

Lo cierto es que una mujer se siente engañada por la propia vida y, prácticamente, no puede aceptarlo. Ella tiene éxito y una mente privilegiada y sabe que las personas no están hechas de una sola pieza. Ha indagado en los rincones más oscuros del alma, ideando asesinatos imposibles e insolubles que siempre desenlazaban en una explicación razonable a cargo de alguno de sus héroes o heroínas. Sin embargo, esto es distinto. El amor, regalado a pesar de todo, debería poder todo. Y también tendría que obligarse a convencer a su marido de que no estará más a gusto con nadie. Ella estaría ahí, como siempre, con sus renglones y sus atenciones, con sus asesinatos y sus pasiones, con su éxito que sólo tiene sentido si tiene a alguien con quien compartirlo. Su relamido marido, en realidad, sólo es un petimetre arrogante que cree que merece otra cosa. Puede que ella también empiece a pensarlo con los aires sanos de un retiro del mundo y la perseverancia detectivesca de un hombre que la admira profundamente.

Michael Apted dirigió con minuciosidad esta historia ambientada en los años veinte y con la ayuda de un fantástico Vittorio Storaro en la fotografía. Enfrente de la cámara, Dustin Hoffman y Vanessa Redgrave conocen el oficio y prestan sus rostros y sus voces a un laberinto de pasiones y misterios que, a ratos, decae un poco, pero que, en otros, acaba por ser tremendamente original y razonable. Al fin y al cabo, si una mujer desaparece sin dejar rastro es porque ella quiere que sea así, por mucho que ande con su corazón herido, por más que se quiera disfrazar de locura transitoria. Ellas y sólo ellas poseen todas las respuestas.

martes, 27 de octubre de 2020

EL HOMBRE DE LAS MIL CARAS (1957), de Joseph Pevney

 

Tal vez haya que disfrazarse y esconderse bajo toneladas de maquillaje para mostrarse como uno es en realidad. Lon Chaney fue un actor que estuvo marcado desde pequeño por el fantasma de la genética debido a que sus padres eran sordomudos. Y, como no podía ser menos, fue una estrella de cine de terror de la época silenciosa. Componía magistralmente unos personajes imposibles desde el lado físico y trataba de comunicar todo lo que podía sin palabras. Era un experto en todo ello. Temió tener hijos porque podían ser también sordomudos y arrastraba el tormento del saberse, en su interior, como un monstruo que traspasara una tara genética a sus descendientes. Y actuó. Actuó mucho. Con una mímica corporal impresionante, enseñando deformaciones físicas y mentales, tratando de exorcizar los demonios que le perseguían. Y murió con el cine sonoro, irónicamente, con un cáncer en la garganta, impidiéndole hablar.

James Cagney, más conocido por otras interpretaciones, realiza un maravilloso trabajo dando vida al actor. Incluso cuando se entierra en maquillajes monstruosos, aún vemos al intérprete transmitiendo un buen puñado de sensaciones y sentimientos, siempre perdidos tras la máscara de la estrella. Aunque la historia tiene sus fantasías, como el modo en el que fallece Lon Chaney o la algo infantil secuencia en la que presenta a su primera esposa a sus padres, podemos acercarnos al personaje con sinceridad y cierta fascinación. A su lado, la siempre brillante Dorothy Malone, la estupenda Jane Greer o al más tarde célebre productor Robert Evans dando vida al mismísimo Irving Thalberg. La fotografía en blanco y negro de Russell Metty es, simplemente, perfecta. Hay muchas razones para no dejar pasar este biopic sobre un actor que ya casi nadie recuerda.

Y es que habría que traer de nuevo a la memoria a ese fenómeno de la Naturaleza que aterrorizó a muchos en películas como El fantasma de la Ópera o El jorobado de Notre Dame, con una vida que, en muchas ocasiones, se acercaba con demasiada veracidad hacia el melodrama, acompañándole en su trayectoria desde el vodevil al cine, con renuncias terribles y éxitos extraordinarios. El aprendizaje del lenguaje de signos, la creación de almas torturadas para el cine que no se hallaban tan lejos del propio actor, el retiro a un lugar tranquilo antes que al ruidoso y falso Hollywood y la certeza de que ese lugar era un sitio donde trabajar y no un estilo de vida, están presentes a lo largo de todo el largometraje, que nos acerca a un hombre con mil caras en el cine y que todas ellas tenían algo de la única y verdadera que él poseía.

No hay que volver la vista ante tantos monstruos. Hay que interesarse por el alma que yace en todos ellos. Tal vez, la película no se detiene demasiado en la recreación de escenas míticas del cine de terror porque prefiere centrarse en la vida siempre zarandeada de una leyenda y es una decisión discutible, pero Cagney nos adentra en todo lo que es capaz de hacer un maravilloso actor.

viernes, 23 de octubre de 2020

EL HOMBRE ROMPECABEZAS (1983), de Terence Young

 

 El plan es tan sencillo que causa vértigo. Se trata de pedirle a un desertor de los servicios secretos británicos que regrese para conseguir una documentación esencial para los rusos. Por supuesto, no puede hacerlo con la misma cara. Habrá que pasar por el quirófano y cambiarle la fisonomía. El tipo es listo y sabrá arreglárselas. Sólo que Moscú no ha pensado en algo muy simple. El traidor piensa que, si consigue la ansiada documentación, es posible que los rusos no necesiten más de sus servicios así que, como buen experto, va a intentar que se libre una guerra al margen de él mismo. Así nadie sabrá a ciencia cierta para quién trabaja, hasta es posible que se vuelva indispensable para los dos bandos. Se trata, sencillamente, de armar un buen rompecabezas en el que sólo falte una pieza. Y esa pieza es él mismo.

El espionaje es el punto central de esta trama. Y hay que andar muy atento. Porque nadie es quien dice ser y las piezas tiene que encajarlas el propio espectador. El final quizá sea algo previsible, pero aún así funciona. Y, en el fondo, todo parece ser una sarcástica charada de sonrisa escéptica. No es fácil de digerir. Muchos opinan que esto es una historia sin gracia, con los actores cansados y el ingenio en fuga, pero hay que fijarse bien y volver a verla para darse cuenta de que hay algo más detrás de todo esto. Con los nombres de Michael Caine y de Laurence Olivier se espera que el espíritu de La huella se adueñe de la trama y la sorpresa y el misterio sean las señas de identidad. Nada de eso. Estamos en el mismo universo de las historias de John Le Carré con un toque de ironía desencantada. Mucho diálogo, mucha inteligencia soterrada, mucho juego de máscaras y es obligatorio andar con ojo avizor, no sea que nos la cuelen por la escuadra. Al fin y al cabo, eso es lo que intentan todos los servicios de inteligencia. Retarlos, para un solo hombre, no es tarea demasiado fácil.

Fingir la muerte, cambiar el físico, jugar a los agentes dobles y coger uno de los lados a conveniencia y según la situación, tratar de amasar una buena cantidad de dinero para disfrutar de la vida en algún rincón olvidado del mundo…son muchas pistas para un solo circo en el que yacen los acentos simulados, documentos secretos y traiciones a la vuelta de gabardina. La lista de nombres será la búsqueda misma del tesoro. Quizá el tiempo ha dejado algo de mella en esa desabrida dirección de Terence Young o en ese guión que no acaba de creerse a sí mismo, pero no es excusa para dejar pasar una película que, pensada en frío, es mejor de lo que parece. Algo así como ese espía protagonista que cambia sus facciones y decide que lo justo debe de estar por encima de todo.

jueves, 22 de octubre de 2020

LAS HIJAS DEL REICH (2019), de Andy Goddard

 


A menudo, se puede llegar a la conclusión de que transigir no es adoctrinar y es posible que sea un pecado similar. Detrás de cada rostro, hay una idea y es necesario conocer las intenciones para saber hacia dónde se dirige el futuro. Rara vez es hacia la victoria, porque el fanatismo, la sumisión ciega a la ideología, sea del color que sea, suele llevar hacia la derrota. No todo el mundo en el Reino Unido estaba a favor de la política gubernamental y había unos cuantos que se mostraban a favor de una alianza imposible con Alemania. Y, como dijo alguien una vez, no se puede negociar con el león si tienes la cabeza entre sus fauces.

Tenemos un colegio de élite situado cerca de la costa en el que se educan como señoritas a las hijas de altos mandos nazis. La educación, ese tema tan importante que se olvida en cuanto la política entra en juego, puede que sirva, también, para evitar los lavados de cerebro que llevan a cualquier extremo. Y las apariencias pueden engañar con suma facilidad. Un nuevo profesor llega a la escuela. Y no lo hace sólo para enseñar. También debe fisgar. En las mentes y en los cajones. La huida de estas niñas servirá para tener una prueba cierta de que la guerra va a empezar.

Sin embargo, nada se muestra con claridad. Los rostros casi nunca enseñan lo que esconden y puede que, quien posea el ángel, lleve consigo al demonio…o viceversa. La oposición a la autoridad también se manifiesta en una edad que es sinónimo de rebeldía. Y demostrar la verdad va a ser tan difícil como esquivar los proyectiles de odio ciego que se van a lanzar sin piedad. Todo se reduce a un número de teléfono que delata que sólo quedan seis minutos para la medianoche.

El planteamiento notable de esta película hace concebir esperanzas, pero pronto hace evidentes muchos de sus errores. El protagonista, Eddie Izzard, que, a la sazón también es uno de los guionistas, no es el más indicado para sacar adelante el papel de un experimentado capitán y maestro dispuesto a llegar hasta el fondo en las artes del espionaje. El guión deja muchos cabos sueltos, alguna que otra escena sin resolver y hay como una flojera en el conjunto que no acaba de convencer. También hay personajes que reaccionan a la inversa del modo en el que se habían retratado durante el resto de la película e, incluso, hay incomprensibles concesiones al absurdo. Sí, a pesar de Judi Dench y de Jim Broadbent, que dan todo lo que son capaces con sus exiguos caracteres, la cinta no alcanza el aprobado. Y la pena es que tenía todos los mimbres para hacerlo.

Es tiempo de huida y de buscar la seguridad en una época en la que todo es incertidumbre. Un libro sirve de apoyo. Una pistola es la prueba. Una lluvia es testigo. Un mar hostil y frío es el escenario. Las órdenes contradictorias se imponen porque no se sabe muy bien quién está por el fanatismo y quién cree en la educación. Quizá también sean días de espionaje y mentira. El nerviosismo trata de imprimir algo de agilidad en la trama y el carácter alemán se convierte en un protagonista más que no acaba de cuajar. Ni siquiera los tiros parecen demasiado creíbles. Ni siquiera los motivos están bien explicados. Pongan su nombre en la pizarra y enseñen una canción que los submarinistas alemanes cantaban en sus incursiones por aguas inglesas. Tal vez, así, sean capaces de decir adiós y de reconocer que hay un largo, largo camino hasta Tipperary. 

miércoles, 21 de octubre de 2020

EL DEMONIO DE LAS ARMAS (1949), de Joseph H. Lewis

 

En el fondo de los ojos de Laurie y Bart se hallan todas las razones. En los de Bart hay miedo, incomprensión, confusión porque no tiene ni idea de cómo ha llegado hasta allí, en medio de un pantano brumoso, sitiado por la policía y totalmente enamorado de Laurie. En los de ella hay odio, rebeldía, decisión porque sabe perfectamente cuál ha sido el camino que ha estado siempre asfaltado por el amor que siente por Bart. Las voces les llaman y ellos se pierden aún más. Han matado a gente. Han asaltado bancos y empresas. Han decidido tomar por la calle de en medio porque, sencillamente, han querido estar juntos pasara lo que pasase. Las armas han sido sus compañeras durante todo el viaje y el humo sale de sus pistolas para recordarles que lo que han hecho no ha estado bien. Los sueños de una vida cómoda y alejada de todo y de todos se han esfumado porque no han sido prudentes. Y, sin embargo, los disparos han sido puro embrujo en su frenética carrera hacia la violencia y la pasión. Sólo su sonido ha sido suficiente como para caer presas de la excitación y de la sangre ajena. A pesar de que Bart no quería matar a ningún ser vivo. A pesar de que Laurie tiene algún que otro rasgo de psicopatía homicida. Siempre ganan ellas. Hasta el último momento, porque sabe que sólo hay una persona que se ha ganado el derecho a matarla.

Escrita por MacKinlay Kantor y por Dalton Trumbo, bajo la tapadera de Millard Kaufman, El demonio de las armas es una película que devora la pantalla al igual que sentimos el amor desbocado que sienten estos dos fugitivos sin final posible. John Dall y Peggy Cummins se emplean a fondo en un producto descarado de serie B que, sin embargo, agarra inevitablemente de las solapas y no suelta el botín en ningún momento. No sólo por sus diálogos, algunos realmente espléndidos, sino también por la dirección de Joseph H. Lewis que marca diferencias a través de planos secuencia larguísimos rodados en el interior de un coche o miradas elocuentes entre los intérpretes que destapan su agresividad y su condena. También las hay de amor indomable y de locura desenfrenada que se desata desde el mismo momento en que Bart decide ser el hombre que Laurie sueña. Desde ese momento, sabemos que ese deseo sólo se detendrá en un último acto de desesperación y de amistad, de finalización abrupta y de entrega absoluta.

Las balas serán la salvación, el enlace y la razón de esta imposible pareja que vive para ver girar el cañón de un revólver. Si fueran tan precisos con su vida como con su puntería no habría ningún pantano en el que caer atrapados bajo la niebla.

martes, 20 de octubre de 2020

HORIZONTES DE GRANDEZA (1958), de William Wyler

 

El carromato avanza por la polvorienta llanura y un gran país se extiende ante él, más allá de donde, incluso, los ojos de un marino pueden llegar a alcanzar. En esas tierras hay sudor, trabajo, perseverancia…es casi un océano de ambiciones donde unos no se soportan a otros, donde las viejas rivalidades perviven como si fueran olas continuas de inquina y desprecio. Tan sólo se desea ganar al otro y el lechuguino Jim McKay lo va a comprobar de primera mano. Él llega para intentar navegar entre las colinas y las planicies de la mano de la mujer que cree amar, pero nada es como se había imaginado. La competencia es feroz y todo está organizado a través de verdaderos clanes que han echado el ancla en tierra y no pretenden moverse ni un ápice de sus posiciones de salida. Es el gran país, los horizontes de grandeza, que recogen las pequeñas y mezquinas debilidades humanas.

McKay no es un hombre del Oeste. Su brújula no es la victoria, sino el seguir adelante y, si es necesaria la cooperación, bienvenida sea. Él no busca ni la aprobación, ni la reprobación de los demás. Sólo pretende conducirse a través de los mares de su propia ética, mucho más alta que la de los propietarios de las inmensas praderas. Ellos quieren gobernar el agua, dictar sus propias leyes, marcar sus propios pasos. McKay, como buen navegante, sabe que el hombre no deja huella por sí mismo, sino por sus actos. Y allí, en el gran país, no hay ni rastro de humanidad. Él sabe, porque lo ha experimentado en sí mismo, que la violencia no es un medio para resolver los problemas. Y tratará de que todo el mundo lo entienda.

Puede que, en algún rincón de ese gran país, también haya alguien que verdaderamente le comprenda y vea el tipo de hombre que es. Tal vez esa mujer sí sea el puerto de destino, el muelle de descarga y la auténtica singladura en los interminables pastos de las pasiones humanas. Aún así, también es posible que Jim McKay tenga que demostrar que hay algo más que horchata en sus venas. Todo tiene un límite. Y una noche oscura tendrá que batirse con el hombre más duro a este lado de la frontera. Sólo para constatar, una vez más, que los puños, las pistolas o la fuerza nunca son la solución.

William Wyler dirigió con grandeza. Gregory Peck, Charlton Heston, Jean Simmons, Charles Bickford, Carroll Baker, Burl Ives y Chuck Connors interpretaron con intensidad. Jerome Moross compuso con la épica en la batuta. Y nosotros, los espectadores, nos extasiamos ante ese horizonte que parece no tener fin que ya nos presenta el gran Saul Bass en los extraordinarios títulos de crédito. Quizá el cine se halle muy cerca de ese carro que va dejando una nube de polvo en su camino, presentando la vasta extensión de los distintos puntos de vista de un país sin límites, de unos humanos que caen en la prisión del orgullo y de una película que debería figurar en la memoria cinéfila de todos…aunque a algunos les interese poco la historia de ese lechuguino trasplantado del Este.

viernes, 16 de octubre de 2020

EL CÓNDOR (1970), de John Guillermin

 

El oro ciega la mirada. Es tan resplandeciente que apenas queda sitio para vislumbrar algo más. En la fortaleza del Cóndor, en sus sótanos, se halla el tesoro de Maximiliano en lingotes y dos tipos, cansados de perder, van a jugar para ganar. Para ello, no tendrán ningún reparo en reclutar a unos cuantos apaches que ya han asumido que la avaricia mueve el mundo. Enfrente, tendrán a un oficial del ejército mejicano que vive muy bien en su cómoda estancia de oficial y caballero, con unos dulces brazos esperándole al final de cada jornada. Habrá que entrar y salir de la fortaleza y pasar unos cuantos tragos al calor de la noche, pero es hora de que el ejército se retire y el oro esté en las debidas manos.

No cabe duda de que un equipo compuesto por un solitario buscador de oro y un negro renegado y evadido de la cárcel tiene problemas desde el principio. El polvo del desierto se agarra a la garganta y la codicia tiene garras muy largas que se clavan como puñales en la espalda. Es mejor no decir nada a nadie, así el oro no tendrá más pretendientes. Sólo hay que entrar, matar a la guarnición y salir. No va a ser tan fácil. La fortaleza del Cóndor es un gris testimonio de lo incólume, es una mole de piedra y cal que no admite forasteros y destroza a quien intenta el asalto. No basta con unas cuantas armas y con la fuerza bruta. También entrará en juego la seducción para servir como entretenimiento mientras llega el momento clave. Y la inteligencia no se olvida entre tanto disparo. Si no, ya no hay vida con o sin oro.

Con hechuras clásicas y una clara vocación hacia el cine más trepidante, John Guillermin dirigió en España esta película con Lee Van Cleef, Jim Brown, Marianna Hill y Patrick O´Neal al frente del reparto. Sin grandes concesiones a la profundidad moral de la historia porque todos los personajes hacen gala de una preclara falta de ella, el espectáculo está servido con tiroteos multitudinarios, emboscadas, ataques, defensas, engaños y cegueras dando como resultado una historia sin descanso, con sus errores y sus ingenuidades, con algún que otro cabo mal explicado, pero repleto de verdades de revólver y explosiones de batalla.

Y es que el oro suele dar mucho juego. Incluso cuando se tiene entre las manos, no es lo que parece y el destino se ríe con una carcajada que retumba en el infinito del desierto hostil. Las gotas de sudor caen sin remisión y el enfrentamiento se produce después de un buen rato de disfrute y calor. Basta con desenfundar más rápido, tratar de conservar los escrúpulos y tener plena conciencia de que las riquezas son aún más efímeras que los deseos. La fortaleza del Cóndor está ahí, dispuesta a aguantar los embates de los aventureros buscavidas que tienen más valor que cualquier oficial del ejército.

jueves, 15 de octubre de 2020

NACIÓN CAUTIVA (2019), de Rupert Wyatt

 

Hay algunas personas que están dispuestas a darlo todo con tal de que la conciencia colectiva se remueva y plantar la simiente de una rebelión. Especialmente si se trata de salir de una dictadura en la que se vende un remanso de paz y prosperidad cuando, en realidad, se están extrayendo todos los recursos naturales hasta dejar al planeta exhausto y estéril. Es la resistencia pensada hasta el más mínimo detalle. Sin posturas, ni recompensas. Sólo la promesa, no muy firme, de una futura libertad. Es sólo provocar una explosión con la esperanza de que se desencadene una reacción. Hace falta mucha capacidad de sacrificio para eso. Tanta que la mentira tiene que parecer verdad. Tanta que la cooperación tiene que despojarse de su disfraz en la zona de exclusión.

Así que, del lodo de una invasión extraterrestre, hay una parte de la Humanidad que se acomoda, se adapta y colabora. Y otra parte, muy pequeña, decide resistir. Más allá de la razón y de la propaganda que intenta convencer de que los nuevos legisladores son seres más sabios, más ponderados y más cuidadosos que los tradicionales e inútiles dirigentes autóctonos. Quizá porque la mente del hombre piensa en otra frecuencia, o puede que sea porque, en algún lugar del interior de la raza humana, no se soporta la imposición por la fuerza. Sí, porque la Humanidad, al fin y al cabo, se ha rendido. Ha preferido contemporizar y ayudar en el engaño y la sociedad, esa misma que siempre busca la estabilidad aunque algunos estén empeñados en negarla, ha decidido creerse todo, tragar con todo y, además, callar. Y ya se sabe. Pecar con el silencio cuando se debería protestar, convierte a los hombres en cobardes.

Resulta algo penoso comprobar que esta película contiene un buen puñado de ideas interesantes y, sin embargo, la dirección de Rupert Wyatt resulta torpe, con un uso insistente y fútil de la cámara en hombro y de una obsesión por acercarse un paso más de lo necesario para narrarlo todo. Con el fin de que las piezas encajen con una cierta capacidad de sorpresa, hay saltos argumentales que el espectador debe rellenar a toda prisa para que el conjunto no pierda sentido. Por otro lado, hay que destacar la creación que realiza John Goodman en la piel de ese comisario serio, inteligente y pensativo que trata de mantener la autoridad humana por encima de la alienígena con ideas de fondo. Y se llega a creer que, en manos de otro director más competente, la película sería muchísimo más acertada, más clara y con una visión más nítida de lo que debe ser una secuencia de acción con acentos de terror.

Y es que no resulta fácil sobrevivir en un mundo sojuzgado por una raza que utiliza la fuerza desmedida para mantener las bocas cerradas y el pensamiento distraído. Grandes celebraciones de culto a los líderes, encuestas casi inquisitoriales para el informe de exterminio de la cabeza visible de la oposición, torturas ordenadas para que los soldados de campo confiesen sus delitos, deportaciones extraplanetarias para eliminar cualquier foco de futuros levantamientos. De alguna forma, esos alienígenas que han invadido la Tierra para sorber hasta la última gota de su alma no son tan diferentes de estos otros que gobiernan con cierta arbitrariedad a golpe de decreto y ocurrencia. Mientras tanto, el pueblo guarda silencio y se une en cánticos de gloria y aleluya porque, ingenuamente, son de la opinión de que es mejor la paz bajo el yugo dictatorial que la rebelión por lo que realmente merece la pena. Otros, dejan que todo explote para que, aunque sea por un instante, se tenga la impresión de que se puede vencer a lo imposible.

miércoles, 14 de octubre de 2020

YOJIMBO (1961), de Akira Kurosawa

 

Puede que no haya nada tan peligroso como un samurái sin señor. Vagan por el mundo sin amo y, aún así, no han perdido ni un ápice de su honor. Tal vez vayan a parar a un villorrio inmundo de una sola calle, con casas humildes a los lados y un puñado de gente más o menos noble que le acoge y le informa. Resulta que en ese pueblo todo está dividido en dos. La ciudad, los bandos, los beneficios y la justicia. Y ese ronin que se hace llamar Sanjuro “el de treinta años” va a jugar a lo más peligroso. Enfrentará a los dos clanes caciquiles para que se eliminen entre sí. Sólo de ese modo, el villorrio inmundo podrá ser un villorrio inmundo libre.

Pisando fuerte, imponiendo autoridad, Sanjuro va pasándose a uno y a otro bando. Finge que se vende, se compra, se manipula, se alquila y se pasa. Recibe lo suyo porque, en su corazón de samurái, yace todavía el sentido de la justicia y trata de hacer lo que es de ley. No permite que la sangre inocente sea derramada. En un pueblucho donde un perro pasea con una mano en la boca, todo es cosa de delincuentes. Puede que él, el samurái perfecto, sea uno. ¿Quién sabe? Tal vez traicionó a su señor porque no hacía lo que realmente fuera justo. Fuera de la contienda, nadie debe resultar herido. No lo va a permitir. Los avariciosos y soberbios tienen una cita para el duelo. E incluso esa incipiente arma con proyectiles de pólvora tendrá su papel. Todo estriba en saber madurar la situación, soltar la palabra adecuada allí, mirar con reproche o con desprecio allá, maquinar sin descanso según vayan ocurriendo los acontecimientos. No son más que una panda de botarates. Él, en cambio, es un samurái, debe ayudar al oprimido, debe expulsar al malvado. Sólo así su corazón permanecerá limpio y listo para ser usado de nuevo. Caminar de forma errante por el horizonte ya es de por sí demasiado duro, no podría soportar pasar de largo ante las injusticias. Por mucho que ese mercenario de la espada no lo dé entender.

Akira Kurosawa rodó una obra maestra del cine de acción y de justicia con un Toshiro Mifune en estado de espada afilada. El resultado es emocionante, perdido, atrevido, desatado, iracundo y ajustado. Sanjuro da a cada uno lo que se merece porque sabe que el trabajador de espalda arqueada, que tiene ganarse el bol de arroz de todos los días, es el verdadero héroe. Todos los demás son sólo sanguijuelas que quieren aprovecharse de su posición de fuerza y él está para nivelar esos abusos. La sangre correrá en esa aldea de mala muerte. El filo de la catana goteará vida robada. Y Sanjuro se irá caminando, dejando el destino de la gente pobre y trabajadora entre sus propias manos.

martes, 13 de octubre de 2020

SALVAJE Y PELIGROSA (1972), de Brian G. Hutton

 

Quizá no haya nada más letal que una mujer defendiendo su propio territorio. La amenaza de perder a su marido por culpa del amor espolea todo el carácter que se puede llevar dentro aunque la propia moral no sea precisamente un punto fuerte. La rabia se desboca y se acude a todo tipo de trucos para intentar dejar las cosas como están. Londres, en los setenta, era alegre y muy liberal y este matrimonio, sin duda, lo es. Pero el amor es otra cosa. Ya no son camisas floreadas y aventuras de una noche, no. Su marido, su compañero, su lecho de lágrimas y de gritos, su cama caliente después de una noche de sábanas ajenas amenaza con irse. Y eso no se puede consentir. Menos aún si es porque se ha enamorado de su amante. Hasta ahí se puede llegar. La furia de una mujer está mucho más allá de lo que cualquier hombre se puede imaginar. Y, desde luego, el señor Robert Blakeley lo va a comprobar.

Se puede ser superficial y primitiva, pero no se va a aguantar lo intolerable. Tal vez porque en el fondo de ese corazón indómito había algo de amor guardado bajo siete llaves. Y los señores de Blakeley, reconozcámoslo, son un par de ratas que no se han guardado ni un minuto de fidelidad. Ella es agresiva, terrible, iracunda, inaguantable. Él es conquistador sin apenas proponérselo, pero posee un aire de cinismo y de lejanía porque no puede seguir yendo a ninguna parte con una fiera a bordo. En las cuatro paredes de su hogar, se sucederán los gritos, los reproches, los insultos, las heridas…Durante algo más de una hora y media, el infierno se desatará en esa casa. Y no tiene importancia que se mezcle en la pelea a la amante en cuestión. Ella misma se dará cuenta de que asistir a ese drama es agotador en todos los sentidos, y es posible que no consiga mantener su calma y su atractivo.

Ésta es una película pequeña, eminentemente teatral, con un extraordinario esfuerzo interpretativo de Elizabeth Taylor en la piel de esa mujer desterrada de todas partes y que hace una última tentativa de conservar lo que considera suyo. A su lado, Michael Caine, siempre atinado, más impregnado de un tono menor y sugestivo, pero no exento de carácter, también dispuesto a hacer daño más allá del límite. La tercera en discordia es Susannah York, en un extraño papel al que, quizá, no sabe dar suficiente pimienta. La sal está en la discusión, sí, como si aquella Martha de Virginia Woolf hubiera salido del túnel y tuviera un marido diferente. La destrucción es la contraseña y todo va a ser una batalla sin cuartel. En ese tipo de guerra, nadie suele ganar.

viernes, 9 de octubre de 2020

RIFKIN´S FESTIVAL (2020), de Woody Allen

 

Puede que, en determinado momento del otoño de nuestras vidas, echemos la vista atrás y lleguemos a la conclusión de que el viaje ha sido apasionante, pero que, en cualquier caso, estemos condenados a la soledad. Los instantes de esplendor han pasado, el disfrute con lo que hacíamos se ha esfumado y ya no quedan más que un buen puñado de preguntas que no tendrán respuesta en este festival de cine que ha sido nuestra existencia. Es la hora de pasar página, de tener alguna relación platónica, de afrontar el enorme fracaso que, en la mayoría de los casos, somos. Y si se hace de un modo un tanto desenfadado, mejor que mejor.

Cuando sólo se llega a ser una masa informe de nostalgias e hipocondrias, quizá la muerte sea una salida bastante más esperanzadora que una colonoscopia. Las palabras ya no salen más que para audiencias sordas y hay que dejar paso al hecho de que, tal vez, tu pareja ya no se lo pasa bien contigo. Sin embargo, en San Sebastián, es posible que los sueños sean una última caricia a la realidad y el tiempo, una vez más, venza.

Rifkin´s Festival puede ser la despedida de un cineasta que ya no tiene cámaras. Es el testamento de un hombre mayor que ya ha experimentado el ocaso, que sabe que ha dejado mucho más atrás que lo que le queda por delante y que no hay demasiado sitio para ilusionarse con el amor. El protagonista, Wallace Shawn, deambula por esos lugares de brisa fresca y ambientes cálidos tratando de agarrarse al estetoscopio de una médico que está en pleno proceso de autodestrucción, pero que ya ha perdido la valentía de cambiar su destino. Gina Gershon, su mujer, aún se ve atractiva y se pierde en el dulce canto de un sirena que no dice más que simplezas disfrazadas de profundidad. En medio, el ojo de un cineasta como Woody Allen que entona una especie de canto del cisne en el que pone en juego su habitual desprecio por las falsas posturas, la impotencia de alcanzar últimas oportunidades y su inquebrantable amor por el cine, por el buen cine, por el único cine.

No es la mejor película de Allen, ni mucho menos. No es una comedia, aunque exhiba ese tono de cejas levantadas. Y coquetea con el patetismo de la vejez como si fuera una última conquista. Es la mirada de alguien que se siente fracasado aunque no le da mucha importancia porque le trae sin cuidado la posteridad. Es el lamento de una generación que creció educada por las salas de cine, con historias inolvidables que no han pasado nunca de moda y que, por desgracia, permanecen desconocidas para la gran mayoría de los jóvenes. La hora de irse aún no ha llegado, pero se presiente. Y es mejor hacerlo con una sonrisa.

Mientras tanto, el espectador se enamora platónicamente también de San Sebastián y desearía tomar algo en una terraza, sentir el salitre del aire, mirarse un poco hacia adentro y dar algo más hacia afuera. Allen te lleva de la mano por varios escenarios con cierto temblor, con el pasito corto y la mirada sin demasiada ilusión, pero, por el camino, hace varias paradas en la capacidad que aún se posee de observar a alguien con embeleso, de tener la certeza de que nada es para siempre, de comprobar que ninguna vida es perfecta por mucho que lo parezca y de saber, con absoluta seguridad, que, a veces, la vida está dirigida por Orson Welles, otras por François Truffaut, en alguna ocasión por Claude Lelouch, puntualmente por Federico Fellini y pasando por el surrealismo de Luis Buñuel y por la ilógica narrativa de Jean Luc Godard y, algo más a menudo, por Ingmar Bergman. 

jueves, 8 de octubre de 2020

OCHO MILLONES DE MANERAS DE MORIR (1986), de Hal Ashby


Un tiro. El alcohol. La caída. Y, de repente, en una reunión de Alcohólicos Anónimos, el misterio. El vicio y la prostitución. Resistirse a la antigua adicción es difícil. Ayudar a la chica, aún lo es más. Demasiadas tentaciones alrededor. Un asesinato. Nunca se deja de ser policía. Aunque se esté buscando cualquiera de las ocho millones de maneras de morir para acabar con todo. No queda mucho por lo que luchar. Salvo la chica. Tal vez, en el fondo de sus ojos, aún se puedan intuir las razones por las que se quiere seguir a cualquier parte.

Más tarde, está ese latino que, con toda seguridad, se dedica a los negocios sucios. Una fiesta. Muchas chicas. Bandejas pasando a la velocidad de una copa. Los individuos como él son los que han echado a perder Los Ángeles y a lo mejor merece la pena acabar con su posición confortable y su rentable ocupación. Nunca se sabe. Los policías, en muchas ocasiones, se mueven por impulsos. Y Matt Scudder no es una excepción, por más que ya no lo sea.

Es posible que haya que comportarse de forma diferente cuando se trata con psicópatas. Y más aún cuando hay tanto en peligro. De alguna forma, hay que recuperar la dignidad, convencerse de que aquel disparo fue un error que ya pasó y de que existen las segundas oportunidades. A pesar de ser un policía con tantas debilidades que ya no se pueden contar, aún hay tiempo para un último caso, una última redención.

Con guión de Oliver Stone, el director Hal Ashby creó una película notable con unos estupendos Jeff Bridges y Andy García en los papeles principales. Hoy resulta sistemáticamente olvidada, tal vez porque fue un fracaso en el momento de su estreno y porque contiene una de esas bandas sonoras ochenteras que están irremediablemente pasadas de moda, pero es una estimable historia de detectives y de callejones sin salida que coloca al espectador siempre al filo de la navaja, resbalándose lentamente por los costados de lo aceptable sin dejar de acompañar a ese antiguo policía que busca razones y sólo las encuentra haciendo lo que mejor sabe. Y, quizá, lo que mejor sabe es morir.

Así que es el momento de luchar contra los propios demonios y cachearlos contra la pared, afinar la mirada e introducirse en ese mismo mundo que aniquiló todas las rutinas y, también, todos los sueños, que abrió todos los abismos y cerró la puerta. La oscuridad espera y, tal vez, sea el camino más corto para salir a la luz. Es hora de dar lo mejor.

miércoles, 7 de octubre de 2020

PESADILLA (1945), de Robert Siodmak

 

Cuando alguien impide que se alcance la felicidad, la mente humana comienza a urdir planes secretos para salvar cualquier obstáculo. Son demasiados años encerrado en una mansión, pendiente de los deseos de dos hermanas, para comenzar a pensar en uno mismo. Quizá esa chica sea la indicada, quizá haya un futuro en el que no tenga que compartir espacio, vida y deseos con las dos solteronas que se han creado un mundo a su medido en el que Harry Quincey es la pieza fundamental. Así que, cuando una de ellas, comienza a vislumbrar que Harry puede empezar a volar por sí solo, es cuando la conspiración se hace presente en los lúgubres rincones repletos de olor a moho de su hogar. En el fondo, lo hace por el bien del propio Harry. Las relaciones son siempre efímeras y, está segura, la inmadurez de su hermano conseguirá que el sufrimiento empiece a aparecer en su apacible vida. Sin embargo, sólo es un intento de evitar el cataclismo que supone perder al hombre de la casa, al que se ha preocupado por todo, al que ha proporcionado seguridad y estabilidad. No es una cuestión de dinero. Es una cuestión moral y egoísta, sólo que esto último ella no lo sabe ver.

Harry, por otro lado, siempre ha sido muy tímido. No deja de ser increíble que haya trabado amistad con esa intrusa que se lo quiere llevar. Tampoco desea ver la maldad de sus hermanas aunque una de ellas tan sólo se deja arrastrar por la arrolladora personalidad de la otra. Harry siempre ha hecho lo debido, sin salirse ni un ápice de los márgenes de su obligación. Y ya tiene una edad como pensar en sí mismo, como para deshacerse de los lazos de sangre y de los cariños desmedidos y agobiantes. Quiere vivir y amar y eso siempre tiene un precio. No obstante, no es que Harry sea tímido, es que se guarda lo que siente y su hermana no lo tiene en cuenta. Y siempre se ha sentido oprimido, apenas realizado, encerrado y ninguneado. Quiere ser libre.

Con un buen cúmulo de tópicos, Robert Siodmak dirigió esta espléndida película psicológica, con la colaboración de un George Sanders extraordinario, que sabe esconder magistralmente la colisión frontal de todos sus sentimientos y que se sumerge en esa pesadilla que cada vez se enreda más, oscurece las relaciones familiares hasta límites insospechados y produce una certera y terrible sensación de angustia. A veces, al ver esta película, se puede desear que todo sea un mal sueño que viaja por la mente del protagonista a velocidad de vértigo, escapando al control de los acontecimientos para adentrarse en el caos de las decisiones. Espléndida, climática y sorprendente, Siodmak hace un regalo para la percepción y siembra la historia de detalles para que el espectador no se pierda en el laberinto de emociones que se pone en juego mientras la inquina y el asesinato parece perfilarse en cualquiera de sus sombras. Es incomprensible que esté tan olvidada como cualquier pesadilla que ha hecho presa en todas nuestras frustraciones.

martes, 6 de octubre de 2020

UN GRITO EN LA NIEBLA (1960), de David Miller

 

En la bruma se esconden todos los sueños y todos los temores. Se pueden escuchar voces amortiguadas por el agua en suspensión, ruidos extraños sin imagen, pasos que parecen provenir de cualquier dimensión, miedos que reverberan en la humedad que se siente en la piel. De pronto, una amenaza, el pánico, un momento de prisa, una eternidad en llegar y todo parece que ha sido una simple pesadilla del momento. Algo propio de un ambiente fantasmagórico que no deja de ser real. Más vale refugiarse en casa porque allí no puede pasar nada malo.

Americana, sin lazos en Londres, sólo enamorada de un marido extraordinariamente elegante, siempre atento, con la palabra justa en la boca y el cariño presto en la caricia. La soledad acucia en una ciudad que se presenta gris e inhóspita, sólo con tiendas, sólo con el lujo de la belleza acomodada. Quizá sea agradable, aunque algo misterioso, el encargado del andamio, porque hay algo en su mirada que no termina de ser acogedor. Viene la tía, una mujer inteligente, para hacer compañía y siempre es una ayuda. No es la típica pariente pesada y pegajosa, sino que tiene sentido del humor y mucho cariño para regalar. Y luego está él, el marido, apenado en sus miradas, atento en sus actitudes, caballero en sus maneras. Londres puede llegar a ser un lugar demasiado frío, demasiado húmedo, demasiado vacío, lo suficiente como para ser la guarida perfecta de una voz que suena mecánica, insidiosa, lujuriosa y homicida. Grite, señora, grite. En la niebla nadie podrá oírla.

David Miller dirigió con precisión esta estupenda pieza de misterio con Doris Day en el papel protagonista y acompañada por tres pesos pesados como Rex Harrison, John Gavin y Myrna Loy. Muchos han creído ver a Hitchcock en algunos de sus compases, pero el uso del color y de los ambientes londinenses recuerdan su cercanía a la maravillosa A 23 pasos de Baker Street, de Henry Hathaway, con algún punto de contacto en la trama. Por lo demás, la película mantiene con pericia la tensión, aunque, tal vez, sea algo previsible en algún momento. Lo cierto es que participamos de la angustia de esa dama americana atrapada en una ciudad casi escondida por la niebla y a la que van dirigidas unas cuantas palabras dichas que no son, ni mucho menos, pronunciadas al azar. El miedo entra muy fácil por los oídos, por las puertas y por las ventanas y, una vez dentro, es muy difícil espantarlo. Tanto que, en muchas ocasiones, se lleva por debajo de la piel y comienza a dibujarse un inquietante gesto en el rostro, como si la muerte contabilizara la víctima en su particular libro de inventarios y balances.

viernes, 2 de octubre de 2020

EL DEMONIO VESTIDO DE AZUL (1995), de Carl Franklin

 

“Era el verano de 1948, y yo necesitaba dinero. Después de ir de aquí para allá durante todo el día, estaba de vuelta en el bar de Joppy intentando imaginar dónde iría a pedir trabajo a la mañana siguiente. Los periódicos sólo hablaban de las últimas elecciones municipales, como si realmente los políticos fueran a cambiar la vida de alguien. Mi vida cambió realmente cuando perdí mi trabajo tres semanas atrás”.

Ezequiel Easy Rawlins ha vuelto del Ejército y no sabe qué hacer así que trabajar como detective privado no es una mala opción. Un tipo quiere que encuentre a una chica blanca que, con toda seguridad, se esconde entre los negros. Y Easy Rawlins sabe moverse entre esa gente como nadie. La política se mezcla, los bajos fondos siguen siendo bajos y Rawlins va a tener que moverse como en las trincheras. Esquivando balazos, golpes por debajo de la cintura y un buen montón de trucos para despistarle.

Claro que Easy Rawlins tiene ayuda. Es ese hombre que nunca falla cuando lo necesitas. Y es expeditivo, brutal, sin conciencia. Es Mouse y tiene un sentido del humor algo particular. Digamos que es un arma con patas. No se lo piensa dos veces si hay que apretar el gatillo y le da igual si al otro lado del cañón hay un blanco, un negro, un rojo o un ámbar. Él primero dispara y luego pregunta.

Así que ahí estamos, en pleno Los Ángeles, repleta de colores cálidos y tramas escondidas bajo la aparente tranquilidad que parece respirarse al regreso de los campos de batalla europeos. La perspectiva nunca deja de ser negra, y, además, eso es bastante nuevo. A través de las investigaciones de Easy, nos adentramos en la certeza de que son exactamente iguales que otros, con sus mismas grandezas y sus mismas miserias y con su propia personalidad como raza. No en vano, el hecho de que ese hombre blanco contratara a Easy es porque éste puede llegar a donde ningún blanco puede llegar.

Denzel Washington, como es habitual en él, realiza un trabajo fantástico en la piel de Easy Rawlins, protagonista de una serie de novelas de Walter Mosley que no puede tener otro rostro más que el del actor. A su lado, unos espléndidos secundarios. Ahí están Don Cheadle como el desconcertante e inesperado Mouse, Tom Sizemore, Jennifer Beals o Albert Hall, todos ellos muy eficaces en esos personajes que se mueven por la cálida costa Oeste de los Estados Unidos, hurgando en demasiadas suciedades, despreciando a la misma muerte y montando un lío que sólo un tipo decidido e inteligente puede desenredar.

Acomódense. Dejen sonar ese jazz sincopado que envuelve todo el ambiente. Sorpréndase porque lo que parece fácil se torna irremediablemente difícil. Hay un par de giros interesantes en las pesquisas de Easy y una sospecha apenas intuida de que hay algo muy sucio en todo el asunto. También se puede encontrar mucha calidad en las imágenes y en la historia y no cabe duda de que, cuanto más ladeen el sombrero, más desapercibidos pasarán para ese rompecabezas de difícil solución. Pónganse al lado de Easy Rawlins si les gusta lo negro. No se arrepentirán.

jueves, 1 de octubre de 2020

BLACK BEACH (2020), de Esteban Crespo

 

Hace tiempo, unos pocos años, se creía que se podía cambiar el mundo echando una mano allí donde más se necesitaba. Ahora, muchos días y trajes y corbatas después, aquello forma parte de un pasado que, quizá, nunca existió. Tal vez porque se llegó al convencimiento de que un par de manos, al fin y al cabo, no arreglaban nada y que más valía trabajar para sí mismo que para algún fin caritativo que tampoco tendría ningún reconocimiento. Sin embargo, tras muchos pactos en los despachos, el pasado se sienta ahí enfrente y trata también de negociar un rescate.

Y es que en un país donde se ha institucionalizado la violencia y el continuo ultraje a los derechos humanos, es fácil recordar de dónde se viene y saber a ciencia cierta hacia dónde se ha ido. El lujo se superpone con la pobreza y mediar entre un gobierno y unos terroristas por la vida de un compañero no es tarea fácil en un lugar donde ya no hay piedad. Los intereses económicos se convierten en la principal razón de todo de un modo imbatible. No se puede actuar contra ellos porque la maquinaria de la explotación y de los beneficios sigue su curso y no se detendrá si debe aplastar a alguien. La muerte es algo cotidiano en Guinea y se la puede ver paseando por las calles, eligiendo a sus próximas víctimas, destrozando cualquier atisbo de esperanza, aniquilando la posibilidad de vivir sin hambre y sin miseria. Ella también es un sicario pagado por el poder. Y se aviene a cumplir su contrato.

No deja de ser contradictorio el hecho de querer estabilidad aceptando un trabajo en el lugar más inestable del mundo. Tanto es así que el mundo ha dado una vuelta completa y aquel cooperante de ONG se encuentra con el ejecutivo de las Naciones Unidas en el que se ha transformado a través de un hombre que conoció en el pasado y que resulta ser el secuestrador del ingeniero que él quiere salvar. Sí, el mundo ha dado una vuelta completa y, a lo mejor, hay que rastrear el camino que ha seguido para que conozca de verdad a los hombres que lo han habitado en el mismo lugar hace bastante tiempo.

Hay una gran virtud que adorna esta película y es la dirección medida y cuidada de Esteban Crespo, con una producción nítida, sin miedo a las escenas de acción, con mimo y cuidado. Por otro lado, también se echa de menos un poco más de afinación en ese tercio final que resulta desangelado y previsible, algo tramposo y, quizá, reiterativo. Sin embargo, es el defecto justo para no despreciar la película en su conjunto, con trabajos competentes y elogiables de Raúl Arévalo y Candela Peña y una excelente fotografía, llena de detalles y nitidez, a cargo de Ángel Amorós.

Y es que la mano de occidente corrompe todo lo que roza. Los países que tratan de entrar en el desarrollo después de sufrir el colonialismo absorben todo lo que puede ser de ayuda para convertirse en una pieza más de corrupción de sus propios dirigentes. Nadie quiere perder el negocio de un país empobrecido y todos tratan de empujar hacia su propio beneficio. Allí están los políticos locales, las empresas multinacionales, los intereses de potencias extranjeras. Mientras, el país se desangra. La gente, que posee sus coches y sus casas en ciudades perfectamente asfaltadas, mira hacia otro lado, tranquilizando sus conciencias con donaciones que casi nunca llegan a su destino. Y es entonces cuando surge la rabia, la impotencia, la compasión y la mirada al cielo en busca de respuestas que nunca llegan.