El resentimiento es la
guía de muchas de las mayores maldades del ser humano. Toda la vida jugándosela
por los demás y el resultado es un “gracias” y un reloj de oro de dieciocho
quilates además de una pensión miserable. Eso es la espoleta de cualquier
bomba, especialmente si se trata de un policía que ha pasado su vida
desactivando explosivos. Conoce perfectamente los movimientos, los protocolos,
la búsqueda de patrones comunes, así que no tiene más que jugar al despiste,
cambiar el material, colocar trampas y ser algo ingenioso. Y esta vez va a
matar dos pájaros de un tiro. Hay un policía que, tal vez, no sea tan tonto
como los demás y está dispuesto a arriesgar el pellejo por salvar a gente
inocente. Está bien. Sea. Va a tener la oportunidad de demostrarlo. Y más vale
que no descienda de velocidad. La sorpresa puede ser pura dinamita.
Jack Travers es ese
policía que, aún siendo joven, no tiene nada que perder. Su vida es solitaria,
conserva algún amigo en el cuerpo, pero están contados con la mitad de los
dedos de una mano, no tiene pareja y su vida es correr de arriba abajo tratando
de salvar vidas ajenas. Al fin y al cabo, la suya ya no tiene salvación. Así
que no lo duda cuando se trata de subir a ese autobús que no puede parar, ni
aminorar la marcha. Allí hay unos cuantos pasajeros que no tienen ni idea de
cómo afrontar los designios de un loco que ha decidido prescindir de sus vidas
por una mera cuestión del acelerador. Jack va a tener que hacerlo todo porque,
en cualquier caso, el tipo de los explosivos así lo quiere…y tiene todas las de
ganar.
En la marcha suicida de
ese autobús de línea, la televisión hace daño porque permite que todo el mundo
se entere, el culpable también, de las evoluciones del vehículo. Y el tipo está
disfrutando de lo lindo porque sabe que esos pasajeros, por unos pocos
centavos, han comprado un billete para convertirse en cenizas. Habrá que correr
mucho, jugar al gato y al ratón con un desequilibrado que sabe que él es el
gato. La ciudad se transformará en un hierro retorcido de asfalto y sangre y no
basta con ser más fuerte, ni más honesto, ni más hábil. También hay que ser más
listo.
A pesar de los años
transcurridos, Speed sigue siendo una
excelente película de acción sin más pretensión que la de entretener
proporcionando unas generosas dosis de tensión, con alguna otra rosca de más,
defecto que se le perdona con facilidad debido a su ritmo trepidante. No cabe
duda de que Dennis Hopper es el que destaca entre el reparto y que, al
terminar, aún se tiene la sensación de haber tenido el cuerpo alerta y los
sentidos en guardia. Más que nada porque ninguno de nosotros sabríamos cómo
actuar si, de repente, un tipo entra en el autobús en marcha y nos dice que es
policía y que hay una bomba que explotará si se baja de una determinada
velocidad. Maldito mundo de locos. Siempre con prisas.