jueves, 27 de junio de 2019

SPEED (1994), de Jan de Bont



El resentimiento es la guía de muchas de las mayores maldades del ser humano. Toda la vida jugándosela por los demás y el resultado es un “gracias” y un reloj de oro de dieciocho quilates además de una pensión miserable. Eso es la espoleta de cualquier bomba, especialmente si se trata de un policía que ha pasado su vida desactivando explosivos. Conoce perfectamente los movimientos, los protocolos, la búsqueda de patrones comunes, así que no tiene más que jugar al despiste, cambiar el material, colocar trampas y ser algo ingenioso. Y esta vez va a matar dos pájaros de un tiro. Hay un policía que, tal vez, no sea tan tonto como los demás y está dispuesto a arriesgar el pellejo por salvar a gente inocente. Está bien. Sea. Va a tener la oportunidad de demostrarlo. Y más vale que no descienda de velocidad. La sorpresa puede ser pura dinamita.
Jack Travers es ese policía que, aún siendo joven, no tiene nada que perder. Su vida es solitaria, conserva algún amigo en el cuerpo, pero están contados con la mitad de los dedos de una mano, no tiene pareja y su vida es correr de arriba abajo tratando de salvar vidas ajenas. Al fin y al cabo, la suya ya no tiene salvación. Así que no lo duda cuando se trata de subir a ese autobús que no puede parar, ni aminorar la marcha. Allí hay unos cuantos pasajeros que no tienen ni idea de cómo afrontar los designios de un loco que ha decidido prescindir de sus vidas por una mera cuestión del acelerador. Jack va a tener que hacerlo todo porque, en cualquier caso, el tipo de los explosivos así lo quiere…y tiene todas las de ganar.
En la marcha suicida de ese autobús de línea, la televisión hace daño porque permite que todo el mundo se entere, el culpable también, de las evoluciones del vehículo. Y el tipo está disfrutando de lo lindo porque sabe que esos pasajeros, por unos pocos centavos, han comprado un billete para convertirse en cenizas. Habrá que correr mucho, jugar al gato y al ratón con un desequilibrado que sabe que él es el gato. La ciudad se transformará en un hierro retorcido de asfalto y sangre y no basta con ser más fuerte, ni más honesto, ni más hábil. También hay que ser más listo.
A pesar de los años transcurridos, Speed sigue siendo una excelente película de acción sin más pretensión que la de entretener proporcionando unas generosas dosis de tensión, con alguna otra rosca de más, defecto que se le perdona con facilidad debido a su ritmo trepidante. No cabe duda de que Dennis Hopper es el que destaca entre el reparto y que, al terminar, aún se tiene la sensación de haber tenido el cuerpo alerta y los sentidos en guardia. Más que nada porque ninguno de nosotros sabríamos cómo actuar si, de repente, un tipo entra en el autobús en marcha y nos dice que es policía y que hay una bomba que explotará si se baja de una determinada velocidad. Maldito mundo de locos. Siempre con prisas.

TOY STORY 4 (2019), de Josh Cooley



En algún momento de nuestra vida de niños hemos fabricado un juguete con algún objeto rutinario que se encontraba a mano. Así una pinza para la ropa comenzaba a hablar por sí sola con una voz fingida, o un tenedor entablaba una interminable y absurda conversación con un cuchillo, o una escoba se transformaba en un mágico rifle con mira telescópica. En algunas ocasiones, incluso, se les dotaba de elementos externos como plastilina, palillos o goma elástica y, por arte de la imaginación, esos objetos sosos y sin gracia lúdica se convertían en nuestros juguetes favoritos.
Y eso ocurría porque, tal vez en nuestra inconsciencia, esos juguetes conservaban algo de nuestra fantasía más particular, o de nuestra creatividad, o de nuestra frustración ingenua. Consolaban, se convertían en confidentes, o con sus voces impostadas decían cosas que no nos atrevíamos a soltar por nuestra propia boca. Así, alcanzaban esa nobleza destinada sólo a los compañeros más privilegiados de nuestros juegos que consistía en formarnos, en poblar nuestra mente de recuerdos que, a pesar de su naturaleza infantil, han sido decisivos para formar nuestro cerebro de hombres o mujeres. Quizá todos, incluso los juguetes, hayamos nacido con una finalidad y, si conseguimos cumplirla, entonces habremos llegado a alcanzar el derecho de existir por nosotros mismos.
En ocasiones, parece que esos juguetes desaparecieron porque sí, porque, llegado determinado momento, ya no interesaban tanto o, directamente, nada y fueron llevados subrepticiamente a un rastrillo, o fueron donados a alguna asociación benéfica. La ausencia del pensamiento en ellos les hizo ocupar un sitio en una memoria que siempre tardó en recuperarlos y, cuando lo hizo, nos hizo dibujar una sonrisa, o, cuando menos, una sensación siempre entrañable. Fueron grandes amigos y no merecen el olvido. Para ellos, nunca no existía.
Cuando cada cosa que ha sido importante para nosotros ocupa su sitio en el aburrido universo de los adultos, deberíamos ser capaces de reconocer cuánto hicieron por nosotros, cuánta dureza derrocharon, cuánto aguantaron nuestras trastadas y nuestros caprichos que, casi siempre, duraban lo que tardaba en llegar el siguiente regalo. Algo así ha ocurrido con esta maravillosa saga compuesta por unos cuantos protagonistas que, no importa la edad que se tuviera, se han instalado en nuestro corazón desde aquellas desventuras causadas por un muñeco espacial que venía a quitar el protagonismo al inefable vaquero de frases tópicas. Cuando parecía que ya todo estaba cerrado, han decidido dar una nueva vuelta de tuerca para despedirles ya definitivamente y emocionar con sus valores, con sus debilidades, con sus verdades y con todas las lecciones de vida que puede dar un juguete. Y vuelve a funcionar. Nos encanta de nuevo y nos lleva a territorios desconocidos de optimismo, de valentía femenina, de comprensión hacia situaciones que pueden reflejarse en la vida real y, de paso, nos lleva de visita también hacia el cine de terror, hacia El resplandor, de Kubrick; hacia los zombies o hacia ese corazón de niño que dejamos arrinconado en algún lugar de nuestro interior. En realidad, estos personajes, sin duda, nos han llevado hasta el infinito y más allá. Y lo han hecho con sentido, con una sonrisa y con ternura. Y el viaje ha merecido la pena. 

miércoles, 26 de junio de 2019

EL ASESINO VIVE EN EL 21 (1942), de Henri-Georges Clouzot



Hola, soy Monsieur Durand. Me dedico a matar por afición. Sí, podría decirse que soy un asesino en serie en todas sus acepciones. La policía está totalmente despistada porque no saben que me dedico a ejercer la crueldad desde mis tiernos días de colegial. Por mi cuchillo han pasado borrachos, mujeres de mala vida y escritoras frustradas. Me refugio en la pensión de Las Mimosas y nadie puede ni imaginar quién soy. Sólo la casualidad puede hacer que lleguen a atraparme. De todas formas, da igual. Cuando yo desaparezca, vendrán otros tras de mí que se encargarán de hacer el mismo trabajo. Mientras tanto, disfruto con el desconcierto general, con las miradas de terror cuando en las noticias se dice algo sobre mí. Me van a perdonar. Tengo un asunto urgente que tratar. Cuando me vaya, dejaré mi tarjeta de visita.
Hola, soy Monsieur Durand. Me dedico a matar porque, en el fondo, la muerte es el último truco de la vida. Nunca se sabe por dónde puede venir y eso me encanta. Es como un número de magia. Nada por aquí, nada por allá. Muerte y nada. ¿No es maravilloso? Muerte por aquí, muerte por allá. La policía va a tener que trabajar mucho para cogerme porque, en el fondo, soy alguien simpático, caigo bien, y no pueden imaginar que mi pasatiempo preferido sea asesinar. Y es que me gusta muchísimo ver las caras que ponen cuando me miran preguntándose si yo soy el asesino. La vida es así. Una continua pregunta que rara vez tiene respuesta. Voy a ponerlo todo en orden para que ese investigador disfrazado de pastor evangélico, Wens, no sepa por dónde se anda. Tiene cara de inteligente, pero mi inteligencia es superior. Ríndase, Wens. La próxima detención será la de su propia vida. Me van a perdonar. Tengo una visita que hacer. Por supuesto, voy equipado con un buen puñado de tarjetas de visita.
Hola, soy Monsieur Durand. Me dedico a matar porque estoy harto de que me traten mal. Tengo un resentimiento bastante acusado porque todo el mundo cree que merezco algo de compasión y los que merecen compasión son ellos. Mi andar es muy característico. Eso lo supieron muy bien mis propias víctimas. Ahora ha llegado ese comisario, Wens. Bah, es otro petimetre que se cree más listo porque se ha infiltrado entre los huéspedes de la pensión y piensa que así será más fácil cazarme. Y no sabe que es muy difícil emprender la búsqueda de un fantasma que sólo hace ruido al andar. Tonto. Tiene una cierta mirada de superioridad que no hace más que irritarme. En un callejón oscuro le daré su merecido. Estoy harto de deshacerme de los Wens de este mundo.
Henri Georges Clouzot dirigió esta película como si fuera una comedia de crímenes serios. Los personajes son grotescos, el policía utiliza métodos nada convencionales, y el aire de vodevil parece que se impregna en el ambiente con algún que otro chiste, alguna que otra actitud jocosa y un aire de despiste que acaba por sorprender. Aún no es el Clouzot que dirigió con maestría El cuervo, Las diabólicas o la extraordinaria El salario del miedo, pero sabe que las cosas se pueden contar de muchas maneras cuando se va tras un asesino que vive en el 21…sí, allí mismo, en esa pensión respetable en la que viven un médico retirado, un muñequero, un ex boxeador ciego y su atractiva enfermera y unos cuantos desgraciados. Clouzot, con esta película, dejó realmente su primera tarjeta de visita.

martes, 25 de junio de 2019

LA SEÑORA MINIVER (1940), de William Wyler



Una rosa puede llevar el nombre de una mujer…y una mujer puede ser una rosa. Ella sólo aspira a hacer más agradable el mundo que la rodea, por mucho que sea un mundo que sólo ofrece un futuro de ruinas. Es bonita, es razonable. Ama, sobre todo, ama. Aspira a conservar su hogar en armonía por encima de las bombas, de las amenazas, de la posibilidad de que su hijo muera en algún raid aéreo, de que la familia, de algún modo, llegue a romperse. Sabe sacar el jugo a las cosas más sencillas porque quiere a la vida y no piensa renunciar a ella. Y también tiene la plena certeza de que ella es así porque hay personas que la rodean que la hacen ser así. Su marido, sus hijos, sus vecinos, la novia de su hijo, el encantador vigilante de andén con el que habla todas las mañanas para ir a Londres. La señora Miniver es algo más que una simple mujer. Es el elemento de unión para que la vida siga pareciendo normal dentro de la más anormal de las guerras.
Tal vez, por eso, ella es tan inteligente que decide abrir un segundo frente en la retaguardia. A través de la moderación, del simple y llano encanto personal, poniendo cariño en todas y cada una de las cosas que hace, trata de mantener a su familia unida, como si fuera una sola persona. Ella afrontará las desgracias con serenidad, llorando y ofreciendo consuelo, apoyo, verdad. Y eso la hace aún más adorable, más mujer, más superior a todos los que la rodean. Y sin perder la esperanza, incólume, creyendo que las escuadrillas que defienden su tierra al final lograrán su propósito. No, a ella no la borrarán las bombas, ni la sangre, ni las ruinas, ni la desgracia. Ella estará ahí, recordando a todos que hay que seguir. Espíritu de mujer. Espíritu de victoria.
A través de las huellas del melodrama, William Wyler realizó un lúcido retrato de la vida bajo las bombas y de la inmensa capacidad de una mujer que decide defender lo que es suyo con armas tan sencillas como la seducción de la sencillez, como la belleza natural, como la serenidad en los momentos más difíciles, como la capacidad de hallar recursos donde no los hay, como el convencimiento de que lo que hace es lo correcto. Y todos, de alguna manera, nos enamoramos de esa señora Miniver que destaca en su elegancia, en su discreción, en su entrega, en su valentía callada, en su saber estar en todo momento. Una mujer capaz de convencer a un dragón de que renuncie a lo que más desea. Con mujeres así… ¿cómo iban a ganar la guerra los nazis?

viernes, 21 de junio de 2019

¡QUE VIENE VALDEZ! (1971), de Edwin Sherin



No es muy conveniente humillar a la persona equivocada, por muy pequeña que nos parezca. Es muy posible que ignoremos su pasado, lo que ha hecho, lo que ha vivido y sus destrezas. Y más aún cuando es un hombre de principios que sabe que la peor violencia es la moral. Así que cuando Valdez carga con su cruz a través de los campos áridos de Nuevo Méjico, Frank Tanner ha comenzado a socavar su propia autoridad. Y lo hace con el individuo al que considera menos de todo su territorio. Prepárese, Tanner. Que viene Valdez.
Y es que Valdez se conformaba con pasar una vejez tranquila, como un comisario honorario de una reserva india. Lejos estaban las revoluciones, los combates y aquellos días de la guerra contra Santa Ana. Olvidado estaba ese fusil que ya debía tener hasta telarañas en la boca del cañón. Sus ropas, ya pasadas y casi ridículas, yacían en el fondo de un baúl que el propio Valdez esperaba no tener que abrir nunca más. Y, sin embargo, siempre hay alguien que, por el mero hecho de tener dinero, se cree más poderoso que los demás, más capaz que cualquier otro, con mayor autoridad que todas las almas que pueblan su territorio. Y no es así y Valdez lo sabe. Sólo tiene más dinero, nada más. E incluso ese dinero está ganado con engaños, con aprovechamientos moralmente ilícitos, con explotación, con rabia, sin dar oportunidades a nadie. Y por ahí, es por donde atacará Valdez. Sabe que cualquier hombre honrado no puede ser tan honrado. Se dedicará a destruir su imagen, a demostrar a ciencia cierta que Frank Tanner, el poderoso terrateniente, es un ser humano despreciable que tendrá que pagar su arrogancia y su despotismo con la mayor soledad. ¿Hay alguna bala que pueda conseguir eso?
Por supuesto, por el camino habrá víctimas. Valdez lo sabe y jamás podrá estar orgulloso de eso. Con su vista de águila, su rifle y su puntería, once hombres de Tanner acabarán arrollados por la fuerza de las armas manejadas por ese mestizo que cabalga en solitario por las encrespadas rocas de la sierra. La vida, al fin y al cabo, también es un bien preciado y es necesario inspirar temor para que alguien te haga caso. Ya sea un sicario, un pistolero, un trabajador o…sí, una mujer. Cuando llegue la hora de la verdad, todos se negarán a matar a Valdez porque, sencillamente, Tanner no se ha ganado el derecho de matarlo. Si quiere hacerlo, que lo haga él. Y ese desafío quedará ahí, grabado en la inmensidad, con las montañas como testigos y la perplejidad ridícula como arma principal. Valdez vencerá. Él viene. Y si lo hace, lo hace para ganar.
Con un guión escrito por Elmore Leonard y una interpretación comedida y cansada de Burt Lancaster, ¡Que viene Valdez! es una pequeña gran película que se aleja de las espectacularidades y establece una guerra psicológica sin cuartel para restituir la honestidad a una tierra que, poco a poco, se está corrompiendo. Rodada en la Sierra de Gredos, su paisaje es un protagonista más para este soldado que nunca quiso volver a combatir y que, sin embargo, no duda en dar una lección a todos los que quieren apretar el gatillo contra alguien tan…ínfimo. Cuidado, Valdez puede venir de nuevo.

jueves, 20 de junio de 2019

TOLKIEN (2019), de Dome Karukoski



En la inmensa vorágine de la vida se pueden encontrar las raíces de la inspiración de cualquier obra maestra. Tal vez un niño se quede fascinado por las sombras proyectadas a contraluz sobre una pared lisa. O, quizás, un soldado distinga guerreros medievales en medio de la niebla amarilla de un campo de batalla. O, incluso, la sonrisa de la mujer de tu vida sea lo más cercana a un personaje de princesa inalcanzable y, a la vez, irresistiblemente hermoso. Las viñetas de la existencia van conformando las páginas de la creación con la naturalidad de su propia crueldad, de su propia felicidad, de su propia tristeza.
John Ronald Reule Tolkien encajó todas sus experiencias para fantasear sobre ellas y, más tarde, hablarnos de gente pequeña de valor extenso, de la comunidad que se forma a través de esa familia por elección que es la amistad, de ingenuos duelos a espada de madera transformados en épicos combates a lomos de un caballo que toca con fuerza con sus cascos en el tambor de la llanura. Al mismo tiempo, trataba de encontrar su camino en la vida, su auténtica pasión para consumir una vida que, lentamente, se escapaba en la derrota a pesar de que no se rendía nunca. Puede que supiera, con esa certidumbre que sólo se aparece a través del talento, que las letras se estaban formando en su interior para dar paso a una de las leyendas más mágicas que nunca se han escrito. Y ese magistral dominio de las palabras y de la aventura es la consecuencia directa del dolor que emana de la misma vida.
Cuando finaliza esta película, uno tiene la impresión de que se ha perdido una buena oportunidad para ahondar aún más en el alma de un escritor que, con muy pocas obras, está en el imaginario de generaciones enteras, de que, de alguna manera, se dejan cosas muy interesantes en el tintero y se entretiene un poco en dudas existenciales de discutible interés. Nicholas Hoult en la piel de Tolkien resulta atractivo aunque en algunos pasajes se antoja demasiado joven y Lily Collins está espléndida en el papel de su compañera Edith Bratt. Además de todo ello, toda esta biografía parcial está acompañada de una espléndida partitura de Thomas Newman y no deja de ser gozoso disfrutar de la presencia académica de Derek Jacobi como el más directo precedente del mago Gandalf en la vida del escritor. El resultado es una obra irregular, correcta en su puesta en escena, pero estancada durante una buena parte del metraje, como si Tolkien y su innegable fuerza literaria fuera un producto de sus avatares y no tanto de su talento. O también es posible que la vida, sencillamente, sea mucho menos interesante que la imaginación.
No se puede dudar que los árboles desnudos de la tierra de nadie en una guerra de trincheras son menos atrayentes que los paisajes duros y siniestramente bellos de la Tierra Media, o que la desolación de compartir un hoyo con incontables cadáveres tiene mucha menos épica que la batalla del abismo de Helm y la creación de ese mundo nuevo, con su nuevo lenguaje, es más apasionante que la constatación de la pobreza y de la falta de medios de un hombre de mente privilegiada. En definitiva, es posible que queramos enterrarnos de nuevo entre espadas, flechas, orcos, medianos, elfos, embrujos y dragones porque lo echamos mucho de menos cuando se nos pone la vida por delante. Precisamente es una de las cosas contra las que tiene que luchar un escritor que hizo de la fantasía todo un arte. 

miércoles, 19 de junio de 2019

EL NADADOR (1968), de Frank Perry



Ned Merrill se inventa un río de piscinas. Hacer un último largo para una última aventura. Su vida ha estado llena de lujos, de fiestas, de copas, de mentiras, de chicas, de apariencias. Y ahora sólo tiene ese río de piscinas, propiedad de sus vecinos, que atravesará con la intención de hacer su particular calvario para encontrarse con la verdad. Y acabará ahí mismo, crucificado en la puerta, rogando por recuperar lo que tenía e ignorante de la certeza de que no tenía nada. Sólo lujo, sólo fiestas, sólo copas, sólo chicas. Entre bromas fútiles y conversaciones ociosas, Ned mendiga amor porque, sencillamente, ya no tiene nada. Se declara tantas veces como puede y es rechazado una y otra vez. Es como nadar en las piscinas ajenas. Y, poco a poco, se irá dejando atrás una estela del hombre que pudo ser y en el que ya no podrá convertirse. Su vida ya no es nada. En realidad, Ned nada en la nada.
Parece ser que Ned se arruinó y es posible que parara con sus huesos en la cárcel. Hace tiempo que no venía por esa urbanización de estúpidos que sólo quieren mantener a toda costa su posición social para poder despreciar a los que no son como ellos. Al principio, todo son sonrisas, ganas de ver al viejo amigo, cordialidad e, incluso, un punto de complicidad. Pero según Ned avanza en su río de cloro y purificadoras, se va encontrando con la indiferencia, con el desprecio, con el rechazo, con la inutilidad de todo porque él se ha encargado, bien a conciencia, de fallar a todos, de decir que mañana llamaría para interesarse, de expresar un cariño sincero que no era más que una máscara de levedad, de participar en una farsa en la que él era el actor principal y los demás sólo una retahíla de secundarios sin demasiadas líneas. Ned Merrill es todo un fracaso y quizá quiera dar unas últimas brazadas en el agua del éxito.
Y según sigue en su periplo, Ned empieza a sentir frío, y se lastima un tobillo, y también se hiere en el corazón. Quiere volver a proteger a alguien. Quiere volver a sentir amor y que los demás sientan algo bueno hacia él, pero ya ha gastado todo su dinero, se ha evaporado el encanto de su sonrisa, se ha ahogado en días de vasos llenos de hielo con brebajes variados, ha dejado que la vida pasara sin llegar a agarrarla. Ya sólo puede entrar por la puerta de atrás y esperar el final. Porque nada es verdad, nada merece ya la pena. Es sólo pasto del olvido, del desprecio y de la lluvia que se le agarra a su piel con sus fauces de agua fría y de crueldad. Sólo llueve ya para Ned porque está sólo, abandonado, perdido y total y absolutamente derrotado. Y en su casa, sólo está el silencio para recordarle el desolador fracaso que lo domina todo.
El nadador es una película atípica, en la que el espectador tiene que trabajar duramente para desentrañar las claves de ese devenir por la corriente que emprende el protagonista, interpretado con majestuosidad por Burt Lancaster. Y, de alguna manera, se consigue que el espectador también crea que tiene que nadar por esas piscinas para llegar al corazón de la verdad y de la hipocresía que intenta tirarnos hacia el fondo. Cojan aire, exhiban su estilo y procuren no molestar. El río contiene respuestas que, quizás, no queramos conocer.

martes, 18 de junio de 2019

CITA EN HONG-KONG (1955), de Edward Dmytryk



Hank Lee es un aventurero. Ha ido de aquí para allá buscándose fortuna y, al final, consiguió prosperar con un negocio de transporte de juncos en Hong-Kong. Algunos creen que no tiene ningún escrúpulo y le temen. Todos creen que es justo. Y, lo que sí es cierto, es que es todo un hombre. Sabe dónde buscar lo que necesita. Y lo que necesita se le presenta en los brazos de una atractiva mujer casada que está dispuesto a lo que haga falta para que él busque a su marido, perdido en algún lugar de la China Popular. Al fin y al cabo, Lee conoce a todo el mundo, sabe moverse por los altos y los bajos fondos, y, sobre todo, conoce los rincones en los que debe buscar. Es el hombre ideal. Aunque sea la misma encarnación del pecado.
La señora Hoyt es valiente y decidida. No tiene miedo de nada, ni de nadie. Está casada con un intrépido fotógrafo que está empeñado en reflejar la realidad de un país sumido en la pobreza. Su mirada es cautivadora incluso cuando se empeña en no serlo. Es capaz de ir al fin del mundo con tal de encontrar a su marido. Y lo hará con tal ímpetu que parecerá una tormenta llena de furia. No, no es de esas mujeres a las que se las conquista fácilmente. Tiene elegancia y le gustan los hombres elegantes, que se arriesgan. Por eso, cuando Hank la besa improvisadamente, ella se enfada, se enrabieta, se enciende…pero le gusta. Ha encontrado a un hombre de verdad y la aventura está a punto de comenzar.
Y el ritmo es trepidante. Habrá que navegar con un junco, raptar a un policía de buenas intenciones y obligarle a colaborar, salvar a la dama, arriesgarse a un rescate y volver para, quizá, encontrar la soledad que sólo otorga el triunfo. La cita en Hong-Kong ha desvelado de qué pasta está hecho ese hombre llamado Hank Lee. Es alto, fuerte, arriesgado, tierno, provocador, imponente, atractivo y bastante rico. Y todo se lo ha ganado él mismo. No se ha vendido ni a unos, ni a otros y, en todo caso, lo ha conseguido abriéndose paso a empujones, con autoridad y con la razón como arma. No, no hay muchos hombres así.
Cita en Hong- Kong es una espléndida película que, incomprensiblemente, parece cerrarse en falso hacia el final, como si quisieran dejar, sin demasiadas explicaciones, un aparente desenlace feliz para contentar al público. Su ritmo es alto, sus interpretaciones son destacadas y llenas de encanto, los secundarios son de categoría, con mención especial para Alexander D´Arcy en la piel de ese francés buscavidas que pierde la cabeza cuando se emborracha y que, no obstante, resulta irresistible cuando no lo hace. Edward Dmytrik combina con maestría el uso de exteriores y de interiores para evitar las limitaciones del rodaje debido a que Susan Hayward no quiso viajar fuera de Estados Unidos para cuidar de sus hijos. Es una película olvidada que, tal vez, merecería un par de miradas de atención. Tantas como las que acapara Clark Gable, cómodo y resuelto en su papel, que es capaz de conquistar a cualquiera con sus miradas escépticas y llenas de dobles sentidos. Quizá hubiera que rescatar a unos cuantos espectadores que quedan cautivos de un encanto que ya sólo permanece en películas como ésta.

viernes, 14 de junio de 2019

¿ARDE PARÍS? (1965), de René Clément


Una ciudad grita desesperada por su libertad. Su gente está harta de ver los desfiles grises y ruidosos del invasor y quiere levantar la cabeza y mirar hacia el cielo sin necesidad de ver la cruz gamada por el camino. La Resistencia se organiza. Es necesario dar un par de golpes de fuerza que distraigan a los alemanes mientras los Aliados llegan. Entre medias, miles de historias personales se entrecruzan y las lágrimas caen, las balas se disparan y el sufrimiento se agota. Es vencer o morir. Mientras tanto, hay un nuevo Comandante del Gran París, el General Von Choltitz. Y viene con órdenes tajantes de destruir la ciudad en caso de que corra serio peligro ante los Aliados. En el fondo, Von Choltitz sabe, tiene la certeza absoluta, de que eso es un asesinato en masa. Y no sólo de personas, sino también de humanidad, de Historia, de sangre y cemento, de locura que no debe traspasar ciertos límites. Hará todo lo posible por alargar la defensa, pero no permitirá que una hermosa ciudad perezca bajo los gritos de un loco que sólo pretende demostrar su poder.
Así, en una situación de tensión extrema, podemos asistir a la toma de Prefectura Central de Policía, que permanece francesa tras una heroica resistencia. También permaneceremos atentos a esa mujer que quiere rescatar a su marido de los trenes de la muerte, abarrotados de judíos y disidentes bajo la atenta mirada de la Gestapo. Un poco más hacia el otro lado del Sena veremos cómo se reúnen los máximos mandatarios de todas las posiciones ideológicas de la Resistencia y se tiran los trastos a la cabeza pensando en los beneficios políticos de una hipotética liberación. Incluso acompañaremos, no sin cierta perplejidad, a la toma del Palacio del Elíseo por parte de una fuerza incomparable…de dos personas. París, París…por tus adoquines corre la sangre de valientes, de traidores, de soldados, de resistentes que se negaron a rendirse y a aceptar la evidencia de un enemigo superior en número y más cruel en intenciones. En ti, se dan todas las contradicciones. La belleza y la muerte. La astucia y la temeridad. La paciencia y la perseverancia. La necesidad y el olvido. Sólo dependes de que unos corran y otros huyan. París…tú no arderás jamás. El cariño por quien te salva, te puede.
Francis Ford Coppola y Gore Vidal adaptaron el libro de Dominique Lapierre sobre la liberación de París y consiguieron un fresco en estilo casi documental con la firma tras la cámara de René Clément. Entretenido, bien urdido en el complicado tejido de historias que se cruzan y siguen su camino y con un elenco impresionante que incluía nombres como Orson Welles, Leslie Caron, Anthony Perkins, Glenn Ford, Kirk Douglas, Charles Boyer, Yves Montand, Simone Signoret, Jean Paul Belmondo, Alain Delon, Jean Pierre Cassel, Gert Frobe (enorme y casi el protagonista de todo como el General Von Choltitz, un héroe al que nadie rinde homenaje), Jean Louis Trintignant, Michel Piccoli, Robert Stack y George Chakiris. Todos ellos para demostrarnos que la eternidad jamás podrá arder. ¿Arde París? El silencio será la respuesta.

jueves, 13 de junio de 2019

EL SÓTANO DE MA (2019), de Tate Taylor



No cabe duda de que el mayor atractivo de esta película es asistir a la transformación de una actriz como Octavia Spencer, especializada en papeles bondadosos y entrañables, para exhibir un registro de crueldad y psicopatía que muestra con desparpajo y, todo sea dicho, sin demasiada sutilidad. Además, en un espléndida metáfora de la personalidad de cualquiera, juguetea con ambos lados con indudable soltura y puede ser amable y, sin apenas transición, endurecer el rostro hasta la furia y el resentimiento.
Y es que ese resentimiento que anida en su personaje es añejo, ha ido madurando con los años y se podría decir que es pura reserva, criado en bodega de odio y desprecio con algunas vueltas de rencor. Por si fuera poco, manipula a unos cuantos adolescentes de carácter voluble y blando para que, lo que parece una desviación, se convierta en un meditado plan de venganza con una resolución que, por momentos, se asemeja al giallo Dario Argento y, sobre todo, de Mario Bava.
Entre medias, podemos andar entre los pasillos del típico instituto de carne fresca y mente sin hacer y comprobar que la responsabilidad no es un atributo propio de jóvenes. El deseo de huir de la rutina que, en ocasiones, puede pesar como una mochila llena de libros, hace que se busque un refugio natural para experimentar esa ansiada libertad de unos chicos que sólo desean escapar del ambiente familiar, de sus frustraciones y decepciones, de su terrible condena a la mediocridad que resulta más evidente cuando esa mujer de color que nunca ha sido tenida en cuenta comienza a extender sus garras para que nadie la olvide.
El resultado es una película que, a ratos, es correcta. En otros, en cambio, es demasiado ingenua e, incluso, con alguna que otra secuencia innecesaria. El conjunto es presa de una trama previsible, algo engañosa, sin miedo aunque con alguna que otra incursión en el suspense y con síntomas de precipitación en súbitos tragos sin hielo entre melodías ocultas en los años ochenta.
Y es que es fácil caer en la tentación de tener un lugar donde reunirse y escuchar música a todo volumen, dormir a pierna suelta las consecuencias de demasiados chupitos, besar a la pareja sin inhibición, bailar Funky Town como si fuera una melodía de moda o sentirse parte de un grupo que grita sin sentido y desahoga su cuerpo. Sin embargo, es posible que el viejo consejo de una madre de no hablar con desconocidos tenga mucha base y más aún cuando ese desconocido se muestra demasiado amable. Nadie hace favores en un mundo que se ha ocupado de reírse de los más débiles. A nadie le importa si se comienza una nueva vida o si llevas toda la triste existencia en la misma ciudad sin alicientes. Es intrascendente que un chico te sonría si detrás no hay ni la más mínima intención honorable. El tiempo pasa y el resentimiento de la humillación sigue ahí, cogiendo sabor, ganando olor, deseando ser destapado para que la rabia salga espumosa. Es el pasado que llama a la puerta de los que ni siquiera tienen la oportunidad de haberlo vivido. Es la penumbra del alma que hace agujeros en el interior y deja daño allá por donde pasa. Más vale mantenerse alejado. No todo debe basarse en la cesión por la presión del grupo. La razón vale más, muchísimo más. Aunque el resentimiento siga acumulando años de amargura para entintar de rojo la pérdida de la inocencia.

miércoles, 12 de junio de 2019

LA SOLEDAD DEL CORREDOR DE FONDO (1962), de Tony Richardson



“Creo que en mi familia correr fue siempre muy importante. Especialmente para ir delante de la policía”.
Y la cámara sigue a ese muchacho que corre, algo desmadejado, a lo largo de una carretera solitaria en algún lugar perdido de Inglaterra. Quizá corre porque no ha dejado de huir en toda su vida. Quizá corre porque se hace la ilusión de que va a alguna parte cuando, en realidad, no va a ninguna. Corre hasta la extenuación porque, de alguna manera, así también desahoga su rabia. Y también para demostrar algo. Pero no a los demás. A sí mismo. Tal vez desea que todos se den cuenta de que vale para algo, que los sempiternos reproches de los adultos no llevaban ninguna razón a cuestas, que quiere tener un futuro que no ve claro, pero que, al fin y al cabo, es suyo. Ese chico, Colin Smith, corre para desafiar los rancios presupuestos de moral de una generación anterior a la suya. Y se siente solo.
Colin no es malo, pero ha ido a parar con sus huesos a un reformatorio porque perpetró un estúpido atraco a una panadería.  Allí comprobará que la disciplina existe y que correr puede servir para algo. Pero Colin también se da cuenta de algo más. Está harto de hacer lo que le mandan. Primero respiró todo el aire que le faltó a su padre en casa y supo que el cinismo podía vivir en medio de la familia. Luego trató de salir al exterior y romper con reglas y moldes y acabaron pillándole. Ahora, un estirado director de reformatorio quiere que corra para ganar una maldita copa que dé prestigio a la institución. Y que corra más. Y más rápido. Colin cree que ya está bien de hacer lo que le manden esos adultos que viven en su mundo de adultos, anquilosado y despreciable, más atento a las formas que a los fondos, más estirado, más políticamente correcto que cualquier cosa que él mismo pueda llegar a pensar. Puede que sea la hora de dejar de correr para que se den cuenta del sentido de su rebeldía aunque también es posible que no sirva para nada. Es igual. En esta ocasión, el triunfo será no ganar. Algo a lo que, por otra parte, Colin está bastante acostumbrado y, una vez más,  no se va a notar.
Tony Richardson dirigió esta película, señera del movimiento del Free Cinema inglés, con su realismo de cocina, su mensaje de sublevación hacia un mundo que tenía que agonizar en su inmovilismo y contó para ello con el excelente Tom Courtenay y con el rostro perplejo y colocado de Michael Redgrave. Por el camino, nos hizo sentir el flato que puede entrar cuando te dedicas a correr por las laderas de un enemigo mayor en número y en actitud, en personalidad y en apariencia…pero no en razón. Así se expresaron los jóvenes airados, con John Osborne y Allan Sillitoe a la cabeza. Quizá quisieron decirnos que la soledad del corredor de fondo es la misma que acabamos por sentir todos cuando nos encerramos en nuestra rabia particular deseando que las cosas sean de otra manera y podamos ser un poco más libres.

martes, 11 de junio de 2019

TRIPLE CROSS (1966), de Terence Young



Decantarse hacia un lado o hacia otro no va con Eddie Chapman. Él siempre ha tenido el mismo bando y es él mismo. Ir hacia donde más le calienta el sol. Primero fueron los robos de guante blanco. Chapman era de esos gatos silenciosos que penetraban en habitaciones ajenas y, aprovechando algún ruido exterior, se llevaba todo lo que pudiera brillar. Más tarde vinieron los alemanes. Una alianza conveniente teniendo en cuenta que Eddie estaba en la cárcel. Más tarde, los británicos, a los que siempre pensó en acudir. Luego, los alemanes otra vez. Por último, los británicos y, en medio de todo ello, él, Eddie Chapman, el ladrón que lo mismo podía vestir un uniforme gris que lanzarse en un paracaídas. También podía entrar dando patadas en las puertas y, ante todo y sobre todo, le encantaba tomar el pelo a los arrogantes oficiales prusianos que intentan ponerle ante las cuerdas.
Además, Eddie Chapman tiene otra virtud ignota. Es capaz de conectar con el mismísimo diablo con tal de ganarse sus favores. Y lo hace con la verdad de los hechos. Es irrebatible y él lo sabe. También tiene plena conciencia de que una mirada suya, bien dejada y algo fija, encandila a cualquier chica que se ponga por delante. Despierta en ellas una pasión que creían olvidada. Todo esto es muy conveniente cuando haces un juego de triple cruz. En realidad, Eddie, ya lo habrán adivinado, juega para tres bandos. Los alemanes, los británicos y él mismo. Y los intereses nunca son los mismos.
No cabe duda de que aquí había mimbres para hacer una buena historia. Además cuenta con un reparto que atraería a cualquiera. Christopher Plummer, Romy Schneider, Yul Brynner, Gert Frobe, Trevor Howard…actores sólidos, con carácter, capaces de dar textura a cualquier trama con nazis de por medio. Sin embargo, en algunos momentos, parece como si a Terence Young, el director, le entrasen las prisas y cuenta algunas cosas a medias, se producen saltos que hay que deducir, el montaje es precipitado. Parece como si quisiera terminar cuanto antes aunque tiene a favor la baza de lo apasionante de lo que cuenta, que no es más que los avatares de un doble espía que trata de sacar pingües beneficios de sus andanzas a uno y a otro lado del Canal de La Mancha. Al fin y al cabo, la guerra es un negocio. Y un ladrón de joyas no puede sustraerse a esa verdad. Aunque por el camino tenga la oportunidad de demostrar que tiene predilección por uno de los lados.
Y es que la guerra está llena de granujas. Un conflicto está lleno de pactos y los gobiernos están dispuestos a pagar lo que haga falta con tal de hacerse con un puñado de información procedente del contrario. Cualquier palabra fuera del orden establecido será automáticamente considerada como sospechosa. Y hay que reconocer que una afirmación dicha con inocencia es un sinónimo de traición. Hay que tener cuidado cuando cerca hay unas botas de caña y un montón de cruces de hierro. Es posible que el bando más débil sea aniquilado…y entonces ya no importará quién gane la guerra.

viernes, 7 de junio de 2019

EL GUERRERO NÚMERO TRECE (1999), de John McTiernan



Quizá haya un momento en que la historia de un hombre se mueve por los caminos de una profecía. Los vikingos se aprestan a luchar contra auténticas bestias, pero para que el éxito sea completo, se necesita a un guerrero, un ser de otra raza, que complete la patrulla de defensa. Son tiempos difíciles de Medioevo, en los que un árabe es mucho más civilizado que esos bárbaros nórdicos que sólo entienden de cerveza, acero e higiene espantosa. El camino será largo y el árabe tendrá tiempo de observar, de construir, de encajar los misterios de la lengua nórdica y podrá entender lo que dicen esos tipos melenudos, que no saben lo que es afeitarse, que fanfarronean a través de los embarrados caminos de la grosería. Sólo por eso, se gana la admiración de los demás. El árabe no es tonto. Es un hombre de vasta cultura, que maneja bien la espada siempre que sea ligera, que aportará la dosis necesaria de inteligencia que a estos salvajes les falta. Sólo estará en inferioridad cuando los vikingos naveguen con placidez en medio de una tormenta porque, al fin y al cabo, su mar es el desierto y allí se pasa sed, pero el suelo no se mueve. Es hora de hacer cumplir la profecía y de enfrentarse a las bestias, de deshacer leyendas de la oscuridad y mostrar al mundo que el ser humano es capaz de lo peor, pero que también, cuando se aplica y cree en sí mismo, es capaz de lo mejor.
¿Y qué es lo mejor? A través de la aventura que supone defender a un pueblo de unos infrahumanos que practican el canibalismo y la conquista por la más cruel de las fuerzas, podemos intuir que el conocimiento entra en ese adjetivo. La certeza de que el respeto a las culturas sólo sirve para el enriquecimiento del espíritu. La verdad ineludible de que la solidaridad no hace más que fortalecer el instinto del hombre. La nobleza de admitir que el sacrificio por los demás es una de las acciones más extraordinarias que se pueden realizar. La absoluta sinceridad que se demuestra cuando se siente la auténtica amistad. Todas esas cosas están en la parte mejor del hombre. El árabe, Ahmed, lo sabe bien. Aprendió de todo ello y ahora la necesidad de la supervivencia de un pueblo le llama para que transmita lo que sabe.
No cabe duda de que, en algunos momentos de esta película, se puede intuir el desastre que estaba ocurriendo detrás de las cámaras. Las discusiones entre John McTiernan, el director, y Michael Crichton, el autor de la historia, fueron de tal magnitud que desembocaron en el despido del primero y Crichton se hizo cargo de lo que faltaba por rodar. Hay secuencias épicas, de una agilidad extraordinaria, realizadas con ritmo y certeza, mientras otras, sin ser malas, parecen desear el empequeñecimiento de la película, como si todo tuviera que trasladar la idea de que lo físico tenía que imperar en unos tiempos de filo y herida. En cualquier caso, la trama es apasionante, el choque entre culturas es absorbente y la aventura te lleva hasta el mismo regazo de Odín. Ambos, McTiernan y Crichton, eran maestros en lo que hacían. Y la interpretación de Antonio Banderas es de las mejores de toda su carrera. Tal vez les faltó entender que, con sus enfrentamientos, iban en contra de la propia historia.

jueves, 6 de junio de 2019

ROCKETMAN (2019), de Dexter Fletcher



El éxito es una bestia muy difícil de asimilar, pero, también, es una máscara perfecta para esconder todas las carencias del ídolo adorado. Detrás de cada nota, siempre hay una historia que contar. En las huellas del pentagrama hay sufrimiento, dolor, búsqueda, alegría, contagio, entusiasmo, tristeza y amargura. Y los vítores y los aplausos suenan con tanta fuerza que, a menudo, no se puede mirar en el interior porque se abren unos barrancos tan abismales que sólo producen pánico y es mejor quedarse en la superficie, recibiendo honores y viviendo la falsa vida de las luces, de las indumentarias extravagantes y de los acordes imposibles que preludian una nueva melodía que nunca llegará a tocarse.
Elton John vivió todo ello y mucho más y no cabe duda de que, en sus canciones, también está el disfraz. Su utilización del piano como un instrumento tan melódico como percusor, coqueteando con el buen gusto que siempre le faltaba en su vestuario, abría agrios interrogantes sobre su condición sexual, su genio incompleto, su estilo inmediato y reconocible y su tendencia al exceso. Todo ello olvidando que, detrás de esa puesta en escena, había un hombre que sufría porque no conseguía ser realmente amado. Y ahí es donde se descarnaban profundas cicatrices ocultas por las plumas sobre el teclado, por las letras extraordinariamente sensibles que escribía para él Bernie Taupin y por la dispersa personalidad de alguien que alcanzó el reconocimiento porque, sencillamente, era su trayectoria natural.
La opulencia suele tragar cualquier consideración sentimental y comienza a confundirse el amor con el sexo vicioso, la estima con la presunción, la creación con la mediocridad. No todo lo que hace un ídolo de masas es irreprochable, ni siquiera en su propio terreno. También hay que reconocer el momento en que no se ha dado todo, se ha recibido muy poco y el tupido entramado de intereses que se teje alrededor de cualquier celebridad. Y hay demasiado ruido, demasiado desamor, demasiadas preguntas al final de un vaso vacío y la seguridad de que probar las distintas opciones no tiene por qué conducir a la felicidad.
No cabe duda de que el trabajo de Taron Egerton para encarnar al cantante es esforzado, tanto en el terreno vocal como en el físico, adecuando, sobre todo, la peculiar tendencia de Elton John a ganarse unos kilos de más. Egerton consigue ser tierno y digno de compasión, cruel y gastado, en permanente búsqueda, en eterno fracaso personal que sólo se supera con el equilibrio. En la dirección, Dexter Fletcher, el hombre que sustituyó a Bryan Singer cuando éste fue fulminantemente despedido en medio del rodaje de Bohemian Rhapsody, combina alguna que otra escena mediocre con cierto regusto por el videoclip y, también, algún pasaje memorable como ese plano-secuencia que construye con la excusa de la canción Saturday Night´s Alright. El resultado es una película irregular que, al menos, funciona como musical. Y el público, inevitablemente, acaba acompañando con el pie todas y cada una de las canciones, algunas con nuevos y muy meritorios arreglos, para, de alguna manera, también ser parte del espectáculo.
Y es que hay que reconocer que escuchar la música de Elton John no ha dejado de ser un privilegio para muchas generaciones de entusiastas del pop. Por su sonido inconfundible, por sus letras y porque, esperando que no te moleste que lo ponga por escrito…qué maravilloso es el mundo si tú estás en él. 

martes, 4 de junio de 2019

AL LÍMITE (1999), de Martin Scorsese



Frank Pierce está cansado de sentir cómo la vida de los demás se escapa entre sus manos. Él sufre y hace todo lo que sabe para curar a enfermos, para traer a los muertos a la vida, para prestar los primeros y fundamentales auxilios a cualquiera que lo necesite…pero asiste, impotente, a la certeza de que no puede con la muerte. Ella se lleva a quien quiere y no a quien debe. Los fantasmas rodean su visión y Nueva York parece difuminarse en las luces de las calles mojadas. Todo es un carrusel continuo que le lleva al mismo borde de la locura sin sentido. Los gritos, la sangre, el surrealismo cruel que puebla cada uno de los rincones de la gran urbe, son demasiado para él. Al fin y al cabo, Frank ha perdido algo de sí mismo cada vez que se le ha muerto alguien en la camilla. Las ambulancias ya no son vehículos de emergencia. Son féretros. Está cansado y quiere dormir. Y dormir para siempre.
En su alucinado peregrinaje por las noches se encuentra con el ruego que hace a su jefe para que le despida y éste no lo hace, con que un compañero sólo piensa en comer a pesar de haber entubado a alguien sólo unos minutos atrás, con que a otro de sus compañeros le gusta apalear a mendigos que, reconozcámoslo, son los auténticos fantasmas del castillo de nuestras grandes ciudades. Olores repugnantes, agujas inyectadas con prisa, camillas en los pasillos…un accidente con la ambulancia. Frank ríe porque ya no tiene lágrimas. Siente que está allí por casualidad, que no puede prestar la ayuda necesaria, que no es más que un necio que trata de engañarse a sí mismo creyendo que alguna vida podrá ser traída de vuelta. Trata de salvar vidas y, curiosamente, la paz llegará porque salva una muerte.
Frank Pierce es un personaje trágico que busca su redención y su catarsis y que parece que en cualquier momento se va a cruzar con Travis Bickle y su taxi en su inapelable búsqueda de la paz interior. La noche es capaz de aplastar a quien la vive desde el asiento de una ambulancia y la siguiente es igual a la anterior, como si no hubiera diferencia entre noches, entre paros cardíacos, entre reanimaciones, entre borrachos tirados en la calle, entre locos desquiciados que se infligen daño a sí mismos con la esperanza de encontrar la muerte que, por otra parte, no quieren ver. Quizá haya algún oasis de esperanza, algún remanso de inocencia perdida que ya ha probado la calle y que tiene que ser también redimida, tal vez, a través del dolor. La música ensordece, la ginebra reseca aún más la garganta, la adrenalina sale a chorros y los ojos parecen tan cansados que son incapaces de cerrarse ante tanta basura. Frank Pierce llora…pero también encuentra algo de gracia en todo el absurdo que nos rodea, en todo el cemento que nos rodea, en todos los pollos fritos con patatas que nos rodean, en toda la amargura que nos rodea.
Injustamente tratada en el momento de su estreno, Al límite parece un regreso a los mismos orígenes de Martin Scorsese en la búsqueda de sus propias obsesiones. Tal vez sea una película que haya que meter en una ambulancia e ingresar de urgencia en algún hospital público. Así, es posible que lleguemos a apreciar de qué material están hechas las grandes películas a las que se niega su mérito. Igual que a las personas que también merecen reconocimiento al hacerse cargo de un buen puñado de trabajos fundamentales que nadie quiere hacer.

lunes, 3 de junio de 2019

AUTOR, AUTOR (1982), de Arthur Hiller



Ivan Travalian tiene unos cuantos problemas a los que debe hacer frente. Está con los ensayos de una obra suya pero, como buen escritor, no está demasiado contento con ella y quiere volver a escribirla. Su mujer le ha abandonado. Allá ella. Pero es que le ha dejado con todos los hijos que ella tuvo de anteriores matrimonios más el que tuvieron en común. Cuatro en total. Además, le está gustando horrores la actriz principal de su obra, pero a la chica no le gustan los niños. Todo parece que se le cae encima. Al fin y al cabo, ser un intelectual no te salva de todas estas cosas. Habrá que ir con calma, despacito y con buena letra. Nunca mejor dicho.
Sin embargo, algo le dice a Ivan que lo más importante que tiene, aquello a lo que nunca renunciaría, es a su familia. Será una fuente de problemas, de agobios, de correr de Broadway a casa y vuelta a velocidad de máquina de escribir, pero es todo lo que posee. Mucho más que el éxito de neón en la marquesina de un teatro y mucho, mucho más que un tonteo con alguien que no respeta la vida que ha tenido hasta ese momento. Y va a contar con una ayuda que no espera porque hay un error muy común entre los adultos. Por lo general, siempre creemos que los niños no se dan cuenta de lo que ocurre a su alrededor y nos olvidamos que son como esponjas. Ellos lo interiorizan, lo transforman y dan salida a todas sus inquietudes. En el fondo, Ivan, los niños son como un autor teatral ¿verdad?
En Ivan Travalian hay algo cálido, íntimo y muy personal. Quizá por eso se siente indefenso cuando debe ser tierno, una de las obligaciones ineludibles como padre. Y la nueva situación será todo un camino de enseñanza que le forzará a dejar de creer en sus propias obsesiones, en pensar que él es el ombligo de ese mundo falso en el que se mueve y tendrá que moverse por la vida real. Lo que tiene muy claro es que no va a abandonar a esos niños por nada. Ellos serán la inspiración para todo lo que escriba después.
Y algo debe de estar haciendo bien cuando alguno de esos niños regresa a su casa pidiendo asilo. Saben, tienen la absoluta certeza, que, después de probar el mundo exterior, no hay ningún lugar como aquel. Sólo allí pueden sentirse cómodos y respetados. Ivan Travalian también lo sabe. Como intelectual y humanista debe predicar con el ejemplo que ha intentado trasladar a sus obras durante toda su carrera. Y nunca les dirá que no. Siempre encontrarán las puertas abiertas.
Estupenda y desconocida película que coloca a Al Pacino en un inusual registro cómico y que salda con sobresaliente. Su fracaso colocó al actor en el encasillamiento de sus habituales papeles dramáticos y nunca más fue protagonista de una comedia ligera, sin demasiadas pretensiones, amable y agradable. La sonrisa acompaña todas y cada una de las vicisitudes de este autor que, por una vez, quiso firmar el libreto de su propia vida. Y eso merece un rescate.