Parece que toda la
obsesión de Milos Forman se centraba en presentarnos a una serie de personajes
de genialidad indiscutible, pero que llevaban consigo un reproche en
determinadas actitudes privadas y públicas, como si quisiera expresar que los
genios, por el mero hecho de serlo, no tienen por qué ser excelentes personas.
Eran personajes que siempre estaban al filo de nuestra simpatía. Por otro lado,
no cabía duda de que era un director de acabado formal perfecto, algo frío en
algunas ocasiones, pero con una mano de oro enfundada en un guante de
terciopelo para dirigir actores. Y sus películas, invariablemente, causaban una
inusitada expectación.
Checo de nacimiento, su
proyección internacional se produce con una comedia curiosa, El baile de los bomberos, pero su
emigración a los Estados Unidos se produce antes de tiempo por culpa de la
triste Primavera de Praga y, allí, en
las Américas, realiza un film independiente y de bajo presupuesto titulado Juventud sin esperanza, que llama la
atención porque se ve que hay un director con cosas que contar. Donde realmente
su talento comienza a ser incuestionable es en la excepcional Alguien voló sobre el nido del cuco,
basada en la obra de Ken Kesey que Kirk Douglas y Gene Wilder representaron
sobre el escenario. Douglas compró los derechos y nadie quiso llevar adelante
el proyecto, así que se los regaló a su hijo Michael. Éste se asoció con Saul
Zaentz y la impecable realización de Forman culmina con unas extraordinarias
interpretaciones de Jack Nicholson, la impresionante Louise Fletcher como la
enfermera Ratched y Brad Dourif. Este sobrecogedor relato sobre las
instituciones mentales y sus brutales torturas morales contrasta con ese blanco
esterilizado y aséptico que recubre el aspecto visual del film tan sólo
fracturado por ese bosque hacia el que corre el indio que no habla, pero que
habla, árboles de libertad, ambiente al que pertenece como una fantástica
parábola de la fuerza de voluntad para salir de la enfermedad mental. Quizás Forman,
además de ajustar cuentas con su pasado más reciente, también nos dice que,
para curarse, hay que querer curarse y que ésa sea, posiblemente, la mejor
solución. Una excepcional película que le vale su primer Oscar.
A partir de aquí
espacia sus proyectos durante años debido a su fama de director atento al más
mínimo detalle y, desde luego, no parece ser el hombre más adecuado para
adaptar el musical Hair. En toda ella
hay una cierta emoción hacia la rebeldía y hacia la amistad verdadera, de
auténtico estremecimiento en ese momento en el que Treat Williams, asumiendo la
personalidad de su amigo John Savage, va camino del avión que le va a llevar a
Vietnam para morir en su lugar mientras canta aquello de “…and I believe in Claude, that´s me, that´s me, that´s me…” dentro
del himno que supuso para toda una generación el tema Let the sunshine in.
Tres años después, Ragtime, una película que nos habla de
los cimientos de un país construido sobre bases de violencia y racismo. Una
película elegante, no muy reconocida en el momento de su estreno aunque tuviera
ocho nominaciones al Oscar que, además de significar la vuelta al trabajo de un
ya anciano James Cagney después de veinte años de retiro, nos descubrió a un
magnífico actor, ya malogrado, llamado Howard Rollins Jr., que, algún tiempo
después, también haría un excelente trabajo en Historia de un soldado, de Norman Jewison. La película habla con
autoridad de los turbulentos años de principios de siglo con el embrión de la
brutalidad racista y su respuesta desmesurada como única salida en un país que
no daba tanta igualdad de oportunidades como siempre se ha creído.
Quizás la mejor
película de toda la carrera de Milos Forman sea Amadeus, basada en la obra teatral de Peter Shaffer, pero adaptada
con una sabiduría incomparable. Desde el principio del film, con el intento de
suicidio de Salieri acompañado por los extraordinarios primeros compases de la
Sinfonía número 25, de Mozart, sabemos que estamos ante una obra excepcional
que nos habla sobre la angustia de la creación, de la mediocridad, de la
envidia teñida de admiración, del genio y de la posteridad con secuencias tan
mágicas como el dictado del Réquiem
de Mozart a Salieri; o el momento en que el compositor italiano ojea el
cuaderno de trabajo de Mozart, instante en el que confluyen el dolor y la
belleza, la decepción y la perfección, la ira y la rendición. Además de todo
ello, está la memorable interpretación de Murray Abraham como Salieri y la
irritante recreación de niño nunca crecido que asegura que es “un hombre vulgar pero con una música que no
lo es” que hace Tom Hulce como Mozart, ese genio que, al pie de una estatua
situada en la ladera del Monte de los Capuchinos, en Salzburgo, se le tilda de “joven, grande, tardíamente reconocido y
nunca alcanzado”. Con esta película, Forman alcanzaba su segundo Premio de
la Academia.
Después de hacer
esperar al público varios años, Milos Forman aborda la adaptación de Les liasons dangereuses, de Choderlos de
Laclos con el título de Valmont pero,
durante el rodaje, llega hasta sus oídos que, simultáneamente, se está rodando
otra versión de la misma historia dirigida por Stephen Frears, Las amistades peligrosas, con un
espectacular reparto encabezado por Glenn Close, John Malkovich y Michelle
Pfeiffer mientras que Forman, en los mismos papeles, tiene nombres menos
llamativos para el público como son los de Annette Bening, Colin Firth y Meg
Tilly. Dado que la competencia feroz nunca ha sido buena porque da lugar a
odiosas comparaciones, Forman decide retrasar el estreno durante un año. Aún
cuando su versión es correcta, queda totalmente empequeñecida ante la mejor
dirección de Frears, de cariz más espectacular, más ágil y más brillante, con
tonos más vivos, con espléndidas interpretaciones y un guión de mayor altura
firmado por Christopher Hampton. Valmont
es una película más oscura, más íntima, más pausada, más personal si se quiere,
pero menos universal y algo más indulgente y romántica. Tal vez hubo demasiada
cercanía en el tiempo y de lo que no cabe duda es que Valmont constituyó un enérgico paso atrás en la carrera de Forman.
Tanto es así que el director se quedó sin su sempiterno productor, que le había
acompañado desde los tiempos de Alguien
voló sobre el nido del cuco, Saul Zaentz, y le cuesta nada menos que siete
años encontrar otro que, finalmente, resulta ser Oliver Stone.
El proyecto que decide
rodar es El escándalo Larry Flynt,
sin duda una historia muy al gusto de su productor sobre la rebeldía del editor
de la revista Hustler (un
notabilísimo Woody Harrelson) que entabló una batalla legal contra la justicia
estadounidense por culpa de la osadía de sus publicaciones. Los absurdos
pleitos en los que se ve metido (al fin y al cabo, él no engañaba a nadie sobre
los contenidos de la revista y todo se solucionaba comprándola o no abriéndola)
que, en ocasiones, fueron convertidos en un circo grotesco para llamar la
atención del público, también es una lucha a favor de la libertad de prensa y
de expresión. Otra vez Forman nos presenta a uno de sus genios impuros con una
presentación brillante aunque con la evidencia de una producción más modesta.
En cambio Man on the moon, recibió muy malas críticas
y, tal vez, no es una película tan mala. Presenta grandes dificultades llevar
al cine la historia de un cómico que disfrutaba con la provocación y con la
confusión a través de dobles personalidades para lograr que la película sea
algo coherente y que, sin embargo, esté dominada por ese permanente espíritu de
contradicción. Por si fuera poco, la interpretación que Jim Carrey realiza del
cómico Andy Kaufman es más que sobresaliente y hay momentos realmente
innovadores (comenzar la película por los títulos de crédito finales es toda
una osadía además de una declaración de intenciones) y, una vez más, algo de
genialidad reprochable hay en un hombre que no dudó en invitar a todo el
público asistente a su recital en el Carnegie Hall a leche con galletas por
reírse con sus chistes.
Su última película fue Los fantasmas de Goya que fue otro
fracaso decepcionante. A pesar de que Forman puso mucha de su sabiduría visual
para plasmar el universo del inmortal aragonés, la producción estuvo sembrada
de dificultades que se acentuaron con la mala relación de Forman con el actor
Javier Bardem debido a sus diferentes puntos de vista a la hora de enfocar su
contradictorio personaje. Eso, en definitiva, lastró una película que se perdió
en explicaciones innecesarias, pero que se combina con otros momentos
brillantes (Goya, interpretado por Stellan Skarsgard, alejándose por un
callejón mientras unos niños bailan alrededor de un carromato atestado de
muertos) que dejan constancia de la gran película que podría haber sido si
Forman hubiese contado con una mayor coherencia en el guión y un actor más
dispuesto a colaborar.
Milos Forman se ha ido.
Ya no volveremos a saber de él. Ya no podremos experimentar una sensación
cercana a la desmitificación (no acompañada de desglorificación) de genios
mirados con ojos de cierta reprobación. Algo que, en sí mismo, entraña una
dosis justa de paradoja, que hace que su cine siempre pueda verse como algo
nuevo y diferente a pesar de abundar con insistencia en el mismo tema. Tal vez,
él mismo fuera un personaje propio de sus películas y quien habla de lo que
sabe, sabe de lo que habla. De ahí que su cine fuera tan perfecto, tan medido,
tan fascinante en la puesta en escena y, al mismo tiempo, tan sencillo, tan
impresionante, tan limpio de estilo…y tan impuro.