miércoles, 30 de diciembre de 2015

EL DESAFIO - THE WALK (2015), de Robert Zemeckis

Con este artículo os deseo a todos un Feliz Año Nuevo lleno de todo lo que más queréis. Ojalá sea así. Un beso para ellas. Un abrazo para ellos. Para el resto del mundo, mi cariño. Para los que visitáis siempre esta página, mi admiración y mi agradecimiento. Feliz todo.

Estar en el alambre es vivir. El resto es esperar. Y ahí es donde comienza la consecución de un sueño. Porque sin sueño, no hay alambre y tampoco vida. Luchar por realizar algo que nadie más ha hecho antes no es solo una extravagancia, también es un pedazo de arte vital. Efímero y olvidable pero arte al fin y al cabo. El premio serán unos tímidos aplausos, la portada en algunos periódicos para recordar una hazaña, la admiración momentánea en comentarios de pasada pero se convertirá en un instante de eternidad, donde el cielo está tan cerca que casi se puede tocar, donde la muerte espera ahí abajo dispuesta a enseñar sus colmillos y su risa. Lo que vale es ese paréntesis en el tiempo en el que parece que se camina sobre la misma línea del destino.
Y así habrá aprendizajes y decepciones, avances y retrocesos, medias vueltas y distracciones y también algunos pasos hacia la obsesión. Tal vez desafiar todas las leyes conocidas sea exhalar un grito de rebeldía porque todo arte lo es y los corazones se sublevan y las almas se agitan porque hay algo que se cree que es para siempre cuando no durará demasiado. La ira destruirá las huellas y todo será un cuento donde la épica y el reto se darán la mano para dejar el cable bien tenso. Será la gloria del vacío. Será la tristeza del recuerdo.
Todo es recreado con virtuosismo para hacer que la cámara vuele y la historia parezca de ayer. Los temores revolotean como aves a gran altura a pesar de que se conoce el desenlace. Hay cierta inquietud en el equilibrio porque no se sabe muy bien dónde termina la locura y empieza la osadía. Los clavos en los pies harán sangrar las certezas y todo tiene un aire irreal, como si hubiese ocurrido en otro planeta, como si hubiera sido un sueño sin meta, como si el vendaval nos mirara a los ojos para advertirnos que ese número circense sin igual fue en otro tiempo y en otro lugar. Y hay momentos brillantes, de enorme imaginación visual, de auténtico paso decidido y original. Y se perdona la atmósfera, se somete el raciocinio y se deja sentir el viento a cuatrocientos doce metros de altura. Los vándalos del vértigo hicieron su trabajo trasladándonos a otra época y a otra mentalidad.

Robert Zemeckis consigue una película interesante que abunda en sus obsesiones sobre la superación personal y la ilógica del desafío con un buen trabajo de Joseph Gordon-Leavitt y otro aún superior de Ben Kingsley. El resto es pura inventiva. Es colocar también la cámara en un cable para ofrecer todo un repertorio de recursos estilísticos que, en ocasiones, llegan a sorprender y hacen sonreír. Tal vez porque todos, de alguna manera, estamos en el alambre, dándonos la vuelta, sellando nuestros pasos sobre sus nudos, tumbándonos cara a cara con el cielo y sonriendo cuando sabemos que vamos a superar la prueba. También cayendo en errores que olvidan el cariño y el riesgo que otros asumen por nosotros. Porque así es la vida. Un continuo deambular de extremo a extremo del cable intentando sentir que, en nuestro interior, sigue latiendo el afán de llegar un poco más allá, de demostrar que hemos nacido para algo, de creer, por una vez, que las zanahorias están cocidas y que están listas para ser devoradas. 

martes, 29 de diciembre de 2015

EL GRAN COMBATE (1964), de John Ford

Si queréis escuchar todo lo que se dijo sobre "El último", de F. W. Murnau en "La gran evasión" podéis hacerlo aquí.

El desierto es el tapiz ideal donde dejar un puñado de huellas cansadas y derrotadas que solo desean un lugar para vivir. El hombre blanco es el que quema todo allá por donde pasa y siempre lo hace en nombre de la civilización. Los políticos no hacen nada porque, al fin y al cabo, no consideran que los indios sean americanos cuando la tierra, verdaderamente, les pertenece a ellos. El otoño cheyenne llega con fuerza para dejar solo el aullido del viento y el calor en los hombros. El traspaso del liderazgo se tiene que hacer siempre con responsabilidad porque si no, se da paso al impulso de la destrucción. Las masacres están acechando y las arrugas de los vencidos piden un poco de paz, un rincón, nada de piedad.
Siempre habrá algún oficial americano que se niegue a cumplir una orden porque ve algo más allá que un bulto de carne tapado con una manta y tocado con unas plumas. La libertad no se gana para hacer que otros estén oprimidos. Es un concepto que a todos tiene que llegar por igual y aún con más razón cuando las razas se deshacen y la paz no ha sido suficiente. Las líneas se van dibujando en la arena del desierto, delatoras de los heridos que se transportan mientras las piernas suplican por un descanso y la amargura quiere emigrar. La poesía rima sus versos en asonante porque no hay nada encajado, solo el lamento permanece y así no se construye nada. Solo la decepción. Solo el espejismo. Solo la verdad dura y ofensiva de que no importa el ser humano.
En el horizonte de la inmensa llanura polvorienta hay desconfianzas y ebriedades, gatillos fáciles y soluciones definitivas que no llevan a ninguna parte. Las estrofas se descolocan en el otoño cheyenne y el crepúsculo parece querer pintar en el cielo un techo para los que no tienen casa, porque les ha sido arrebatada hasta la dignidad. Y la larga marcha de rebeldía y pena es el último intento de sacar unas briznas de orgullo y de llamar un poco la atención. Medicinas, comida, casa, lo mínimo. Eso prometieron… y nunca llegó nada.

Último poema del Oeste que John Ford se encargó de componer que, en algunos momentos, llega a producir escalofríos en medio del agotamiento de un pueblo que exigía un último triunfo sin levantar las lanzas y sin más armas que la razón. La culpa del hombre blanco que hostigó a los indios hasta llevar a cabo uno de los genocidios más importantes de toda la Historia se ajusta a la sinceridad en este dibujo sentido y valiente, absolutamente brillante en su ocaso, en su último mensaje de amor a un paisaje y a las gentes que lo habitaron. John Ford supo decir muchísimas verdades a la cara y por eso, quizás, no tuvo el éxito suficiente y su testamento del desierto también se queda a merced del viento y del olvido, como un grito de rebeldía que nunca dejó de salir de su garganta de genio sin engreimientos, de hombre sin facultades especiales. Solo de justicia y de conciencia en un país que sumerge a sus héroes en falsas leyendas.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

STAR WARS VII: EL DESPERTAR DE LA FUERZA (2015), de J.J. Abrams

Con este artículo quiero desear una Feliz Navidad a todos, llena de cine, de alegría y de esperanza. Como estaremos mirando escaparates y también iremos llenando barrigas como si no hubiéramos comido nunca, se colgarán artículos los días martes 29, miércoles 30 de diciembre y martes 5 de enero para retomar el ritmo habitual ya el jueves 7 de enero. Mientras tanto, dad más que recibid. Es la única manera.

Las luces se apagan y la fanfarria comienza. Las letras se deslizan para centrar la situación y el espacio se hace de nuevo inmenso e inabarcable, poseedor de leyendas de una galaxia muy lejana. Y en ese momento, los niños experimentan el regocijo del entusiasmo, removiéndose en sus butacas como si la fuerza no les abandonara y los adultos que crecimos en medio de esa historia ocurrida hace mucho, mucho tiempo experimentamos el regreso a la juventud, esa misma que tanto prometía y que hoy sabemos que era felicidad y empuje. Y nuestro corazón, ese que ya conservamos a duras penas, vuelve a latir con vigor olvidado. La sensación de que algo va salir de nuestro interior se hace incontrolable y hay que apretar la garganta, hay que aguantar con los ojos secos y el pulso quieto. Hay que mirarlo todo con la serenidad de treinta y ocho años después.
Solo así sabremos apreciar que los héroes están cansados y que la magia sigue revoloteando por algún lugar entre las estrellas. Por ahí aparecen naves que nos resultan familiares, chatarras que solo sirven de recuerdo y que están enterradas en algún lugar de la memoria, sonrisas que salen con intención cómplice y que duran apenas un segundo porque reconocemos el zumbido de las espadas láser, el estampido de las pistolas espaciales y la épica de una causa que jamás se rinde. Encuentros de viejos camaradas que se contraponen al retrato de nuevas generaciones, incapaces de embargarnos de la misma manera por una mera cuestión de edad. El oscuro misticismo que se esconde detrás de algo que no se puede sentir planea sobre la valentía y los motivos se van escapando con las explicaciones a medias y, sin embargo, seguimos pilotando con arrojo ante los antiaéreos tratando de repetir una historia que tenemos más que aprendida. La galaxia se estremece ante el estallido de una nueva sublevación contra la democracia y la piel se eriza como las montañas imposibles del escondite de la antigua esperanza. Todo acabará en un ofrecimiento del que sabremos la respuesta y en la seguridad de que los tiempos cambian, las sensaciones permanecen y el entusiasmo, simplemente, es distinto.

Y entre tanta batalla y tanta dualidad, también habrá lugar para que el corazón se rompa una vez más porque un asidero se suelta y el aullido de dolor puede resonar a través de los años para que nuestra mirada pase a la nostalgia sin paradas intermedias en ningún planeta. El mar de dunas vuelve a calentar como si la arena ardiera en el ánimo y el frío se multiplica con frases de cinismo que nos hacen sentir bien, como si volviéramos a aquella nave que era más rápida que la luz y más indestructible que el orgullo. Las generaciones se encuentran para despedirse y saludarse y las épocas pasan porque es ley de los años. Aún queda tiempo para un último rugido, para un último duelo, para unas cuantas cicatrices y algún que otro error a cara descubierta. Es lógico porque así es la inmortalidad. Como un amor que nunca debió de sucumbir al tiempo. Como una guerra que tuvo la obligación de traer el equilibrio. Como un espíritu que, en el fondo, nunca ha dejado de estar encendido en todos los que hemos seguido los caminos de la fuerza. Las estrellas han vuelto, con su música y su espectacularidad. Y no importa lo que se diga porque el silencio vale más que mil duelos a espada a millones de años luz. 

martes, 22 de diciembre de 2015

EL SILENCIO DE LOS CORDEROS (1991), de Jonathan Demme

“Quid pro quo, Clarice”. Yo te daré pistas sobre ese asesino que todo el mundo busca y tú me darás pistas sobre ti y sobre cuándo dejaron de gritar los corderos. No es porque quiera hacerme unos pastelitos de carne con tu yugular, sino porque me gustaría tener tu carne moviéndose entre mis manos creando una obra maestra de lujuria y pasión. Lo demás es un juego de niños en el que yo no voy a participar pero todo el que se atreva a mirar va a tener que sobresaltarse porque no se podrán quitar la sensación de encima de que voy a llenarme la boca con tu sangre y la mirada con tu sufrimiento. Igual que aquel tipo del censo…
Las débiles tretas de quien quiere hacerme objeto de estudio no son más que pequeñas molestias que tendré que afrontar con tanta diligencia como voluntad. El Belvedere visto desde el Duomo florentino, Clarice. La belleza hay que buscarla incluso en el fondo de un hígado humano recién hecho. ¿Quién sabe? Lo mismo hasta nos hacemos amigos con nuestro trato detectivesco ¿verdad?
Trucos para que el anzuelo se hinque en la carne de la fiera…ofertas ilusas porque quieren que yo les conduzca hasta el tipo que desolla mujeres. Un principiante que apenas puede esconder su problema de identidad sexual ¿verdad, Clarice? Queréis cazarlo pero solo deseáis mi teoría. Despreciáis mi habilidad. Y el estúpido doctor Chilton, con su arrogancia ingenua, se cree que a mí se me puede engañar. Clarice, Clarice…no hay nada que me pueda retener en esta celda de cristal mientras me dejéis un agujero por el que colarme. No hay nada que pueda detener la matanza de dos policías ineptos que bajan la guardia temerariamente cuando me traen el maldito pollo de cafetería y un par de patatas fritas. Haré pellejo con ellos mientras, dentro de mí, mantengo calmado al hombre civilizado. Es todo lo que hay que saber de mí.
“Quid pro quo, Clarice”. En mis miradas hacia ti no solo hay una penetración feroz sino también un deseo que ahogo convenientemente en el enorme palacio de mi pensamiento. Tú has sido mi ventana. Tú has sido mi inspiración. Lástima que tengas que ver el peor lado de este tu humilde servidor. Humilde porque solo como humanos de vez en cuando. Servidor porque me hallo siempre a tus pies aunque juego con tu mente, con tu equilibrio y con tu bravura. Algo que te sobra, Clarice. Recuerda: el miedo suele ser un aliado poderoso.
Y ahora, si me lo permites, voy a dejar de escribir todas estas elucubraciones tontas sobre los dos. Es tiempo de dejar de mirar el papel en blanco y hacer unas pocas lonchas de jamón humano con este crítico que suele ocupar estas páginas. En el fondo, el mundo me tiene que estar agradecido porque ya no habrá que aguantar muchas más mediocridades. Él está aquí, tumbado a mis pies y sin sentido. Tengo que preparar un poco de sofrito para que su carne no esté tan contaminada de sandeces. Te dejo, Clarice, un amigo de letras me espera para cenar…


viernes, 18 de diciembre de 2015

MISIÓN DE AUDACES (1959), de John Ford

Dedicado a Diego Luis Contreras, que tanto sigue este blog y es un fiel oyente de "La gran evasión". Con audacia.

Ding, dong, ding, dong…Las campanas llaman al combate a los hombres. A los hombres. No a los niños. Y la misión es de una audacia inaudita. Adentrarse por el territorio enemigo para cortar las líneas de suministros cuando se avecina la gran batalla. Por el camino habrá cabalgadas legendarias, reencuentros con viejos amigos que han cambiado de uniforme, pena por alguien que se va, piernas cortadas por no ser enfermos disciplinados, un coronel que tiene demasiado resentimiento entre sus carnes abiertas y un médico que está dispuesto a cerrar cicatrices por encima de la guerra. El alcohol correrá con un bar abierto mientras los heridos se quejan llamando a las madres porque el enfrentamiento es siempre amargo, siempre es cruel y rara, muy rara vez, es heroico. El polvo de los caminos será testigo. La rabia de una mujer, colina imbatible, será vencida. La escaramuza no puede tener más éxito.
Y es que no hay nada como mirar la vida con un poco de distancia y ser justo a pesar del uniforme que se lleva. Es fácil tratar como amigos a los traidores y no lo es tanto propinar unos sonoros puñetazos a los que se aprovechan mientras se regodean en su felonía. Sorprendente, realmente sorprendente que un coronel tan rígido, que tan bien sabía tocar las campanas de su ferrocarril ¿verdad, señorita?, tenga un sentido de la ética que no deja de ser la de un oficial y la de un caballero aunque la auténtica caballerosidad esté detrás de una bata médica. Ding, dong, ding, dong….barro en las botas pero la mirada limpia a pesar de esa amargura que pesa como una mochila llena de piedras. O, tal vez, como un deseo de echar la culpa de la desgracia propia a los que hacen todo por salvar vidas.

John Ford creó esta película a partir del episodio, parece que real, de unos niños que se enfrentaron a un regimiento de la caballería en una de las pocas batallas en las que no hubo víctimas, solo algunos traseros adormecidos y rojos y arañazos de un campo que se quedó sin sangre. Para ello, tiene a un cómplice comprobado como John Wayne y a ese médico, interpretado con absoluta maestría, enormes dosis de ironía y diálogos brillantes, a cargo de un William Holden que derrocha ternura y dureza, que se ríe de una mujer que trata de tomar el pelo a los soldados y de un soldado que deja caer su armadura fría e implacable para tornarse en un hombre de mirada sabia y equilibrada. Lo cierto es que no deja de tener su toque esta historia que, habitualmente, ha sido poco apreciada dentro del cine del tuerto genial. Tal vez porque no hay grandes llanuras aunque sí enormes horizontes, o porque no hay tanta lírica pero sí muchísima prosa emocionante. Retrato de hombres que tratan de llegar a su destino vital a través de las batallas y de la osadía. El coronel ambicioso que trata de hacer política con el triunfo militar, el coronel amargado que encuentra el amor que tanto le ha faltado, el capitán médico que se consagra a poner unas gotas de paz en medio de tanta locura. Ding, dong, ding, dong… 

jueves, 17 de diciembre de 2015

UN PASEO POR EL BOSQUE (2015), de Ken Kwapis

Quizá, en algún momento, cuando sintamos que estamos con un pie en el estribo, nos entren unas ganas enormes de sentir que seguimos vivos, que aún hay algo que ofrecer, que el esfuerzo sigue formando parte de nuestro interior. Los años son una mochila muy pesada de llevar pero está ahí, a la espalda, recordándonos que aún hay tiempo para una última experiencia que todavía no ha sido vivida. Y entonces nos sorprenderemos cuando comencemos a poner un pie delante del otro y comprobemos que el camino se abre a nuestro paso, como un libro que aún no ha sido escrito pero, tal vez, sí ha sido pensado.
Y, tal vez, deseemos hacer ese camino interminable, jalonado de anécdotas y heridas en los pies, al lado de alguien que un día supo cómo fuimos, que compartió risas y juventudes, que fue memoria y ya es pasado. Y lo que en un principio fue un capricho de la vejez se convierte en un final de la juventud. Aún queda mucho por decir. Aún queda mucho por amar. Por mucho que a nuestro alrededor solo haya funerales, despedidas, enfermedades y arrugas agolpadas. Por mucho que en nuestro interior se agite el fantasma del final.
Así, con pasos muy cortos, va renaciendo esa amistad que quedó olvidada, como tantas y tantas que hemos tenido todos. Son aquellas que hemos ido dejando porque sí, porque la vida ha tirado en dirección opuesta o porque había demasiadas obligaciones que atender y en ese momento la amistad era una molestia. Hay camaradería, confidencia, risas compartidas, lamentos colectivos, la edad no perdona pero sí puede que conceda alguna prórroga. Hay la inaguantable excursionista que puede alterar los nervios al vejestorio más templado. Hay la conciencia de que alguien espera. Hay una especie de encuentro consigo mismo que hace que la misión quede cumplida aunque, en realidad, se quede tan a medias como la propia vida. El caso es que hay. Y eso es lo más importante.

Comedia geriátrica agradable de ver, con Robert Redford y Nick Nolte disfrutando como dos niños grandes en la brecha, con paisajes de verde y vértigo, con música de fondo que invita a caminar, con momentos de cierta gracia y otros faltos de fuerza, como queriendo igualarse a los protagonistas. La senda de ese bosque que nunca termina y siempre se ofrece es el escenario ideal para esa aventura que los espíritus inquietos anhelan y que lo único que hace falta para vivirla es valentía, ganas y un par de piernas válidas. Y es que, a menudo, la inspiración viene de una nueva rutina, buscada en la complicidad de dos viejos amigos que, probablemente, nunca vuelvan a verse. Una broma, un comentario jocoso, una tienda pequeña, unos ronquidos al lado, un poco de comida troceada, un chapuzón en algún río helado, un deseo inamovible de convencerse de que aún se sirve para algo a pesar de que el mundo conspira para creer lo contrario…estrellas en el cielo que, poco a poco, se van apagando aunque nunca se olvida su fulgor. Tal vez, esa descomunal excursión por un sendero gigantesco sea una declaración de amor a la vida para darnos cuenta de lo realmente grandes que fuimos algún día, cuando los músculos eran jóvenes y las mentes despejadas.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

LA TENTACIÓN VIVE ARRIBA (1955), de Billy Wilder

Cuando la mujer y los niños se van de vacaciones dejándote al sol del cemento, es algo tremendamente liberador, reconozcámoslo. La ciudad entera para ti, sin dar explicaciones a nadie, disfrutando de las noches cálidas, paseando tranquilamente por las aceras volviéndose cada vez que ves a una chica con los pantalones algo más apretados, viendo televisión hasta las mil de la noche en punto y comiendo lo que realmente te apetece que siempre tiene el mismo adjetivo: mal. Es un poco tomarse las vacaciones de uno mismo porque es una fuga de la vida que se ha elegido y eso tiene un poco de transgresor, otro poco de liberador, otro poco de rebelión y unas gotas, inmaculadas y apenas perceptibles, de golfería.
La cosa se complica cuando descubres que la vecina de arriba está como un queso y que no te importaría nada ceder a la tentación. Claro que si tienes una mente divagadora por naturaleza tendrás ya todos los lados de las vacaciones. Por un lado, quizá haya algún enanito dentro de ti que azuce el ego y te haga creer que eres un conquistador nato, un tipo con clase, un hombre de esos que seduce con la mirada y que es una sinfonía de gestos fascinantes. Por otro lado, quizá lo que espere después del verano sea el infierno, y pierdas el trabajo, los vecinos comiencen a murmurar, el portero será el altavoz de todos tus desmanes e incluso tu mujer y tu adorado vástago no duden en proclamar a los cuatro vientos que eres un desalmado que no ha dudado en dejarlos tirados con tal de pasar una noche inolvidable de estío.
Bueno, no será nada que un buen cóctel no pueda curar. Sí, uno de esos que tu mujer no quiere bajo ningún concepto que te tomes porque te hace daño al estómago y luego te revuelves en la cama como un león enjaulado porque las sábanas parecen lija y se está celebrando una fiesta en el quinto píloro izquierda. O un buen cigarrillo, caramba. Uno de esos en los que el humo se saborea hasta que los pulmones quedan sumidos en la niebla vaporosa del metro. Así se calman los ánimos, o tal vez, se animan los calmos. O, incluso, se aniquilan los mansos.

Marilyn, Marilyn… ¿por qué tenías esa sonrisa que iluminaba todo y hacías que un hombre medio, sin más virtudes que la estabilidad, se volviera loco y trepase por las paredes intentando ahogar la lujuria? Esa ventilación del metro, ese cine en la noche, ese Concierto número 2 para piano y orquesta de Rachmaninov…todo invita a recorrer tu cuerpo de plata y recubrirlo con un manto de carne poco atractivo y retraído y hacer que el resto de los mortales, especialmente tu vecino de abajo, sea pasto de la mayor de las debilidades, presa del mayor de los pecados, objeto del mayor de los disturbios mentales que se producen debajo de la cintura. Tal vez Billy Wilder tuviera algo que ver. Tal vez una escalera que no lleva a ninguna parte sea una señal de Dios diciendo que esos caminos están escalonados con los peldaños de nuestra imaginación pero que eso, no, eso nunca nos puede ocurrir a nosotros. O, tal vez, sí. Basta con una noche de verano y que la mujer y el niño se vayan a Tombuctú, tampoco es tan difícil. O, tal vez no, porque no hay nadie que prepare la carne a la brasa como la mujer o que tenga la casa tan recogida e impecable. O, tal vez, sí porque los hombres estamos hechos de carne. O, tal vez, no…

martes, 15 de diciembre de 2015

OCEAN´S ELEVEN (2001), de Steven Soderbergh

La vida es apostar a un número en la ruleta y procurar que salga. Y cuando se pierde lo que hay que hacer es hacer todo lo posible para que ese número vuelva a salir. Lo único que hace falta es imaginación, un equipo leal que sea capaz de hacer todo lo necesario y un poco de suerte. Los asuntos personales tienen que quedarse en el manque, y la venganza en el pase. Es fácil. Solo hay que embaucar al primo con una serie de maniobras de distracción como unas cuantas esmeraldas del tamaño de un puño, dejar bien claro que el tipo es un cerdo con pintas y salir por la puerta escoltado por la policía. Y hacerlo con tanta clase que la ruleta siga girando cuando se sale de la cárcel. Algo al alcance de muy pocos. Solo de once hombres.
Y es fácil juntarlos. Basta con tener a un artista de la electrónica, a un farsante de primera, a un carterista con futuro, a un hombre de goma, a unos pendencieros con algo de cerebro, a un experto en planificaciones y recursos, a un miedoso que sepa qué es lo que hay que hacer con un ordenador, a un tipo con dinero que quiera vengarse con ganas de un competidor, a un veterano del timo con tanta clase que solo despierta envidia y a un negro que ponga un anzuelo con gracia, tino y un punto de indignación. Con esas fichas, apostar es fácil. Solo hay que coger las apuestas y ponerlas en el número indicado. Las maniobras de distracción de suceden y el primo mirará en todas las direcciones menos en la más lógica. Todo acabará con un puñado de amigos diciéndose adiós ante un espectáculo de luz y agua delante de un hotel de lujo bajo los acordes del Claro de luna, de Claude Debussy. Muy romántico para unos cuantos fulanos que no son más que ladrones.
No, no, no. No hay que quedarse con cartas debajo de la manga. Esto no es lo mismo de siempre y no es lo que se ha visto mil veces. Entre otras cosas porque son una pandilla de adictos al dinamismo, que tienen estilo para aburrir, que, cuando la mano viene mal dada, tienen siempre un plan B. Y casi siempre ese plan es mejor que el primero. La inteligencia al servicio de una historia que trae un traje de etiqueta, un buen cóctel y alguna que otra trampa para que, de nuevo, piquemos con la vanidad. Las Vegas es el escenario y Frank Sinatra y sus otros once también se mueven con mucha clase pero con más zapatos.

Y es que no hay nada que mueva más el mundo que un hombre que ha perdido lo que más quiere a favor de otro hombre que no aprecia lo que tiene. El resquicio que se deja para que el atraco tome forma es más grande que un salón de juego y por ahí tienen que colarse los que saben barajar. Tanto es así que nada queda colgando. Solo, quizá, esa envidia que desborda la comisura de los labios cuando vemos que la suavidad de la elegancia está ahí, enfrente de nosotros, y aunque alarguemos la mano para hacer nuestra apuesta el premio será siempre un par de horas con camisa de seda y traje de Armani. Ahí es nada. Ahí está todo.

viernes, 11 de diciembre de 2015

ADIÓS, MUCHACHOS (Au revoir les enfants) (1987), de Louis Malle


Dedicado a Dexter, incansable hacedor de buenos días, forjador de amistades y de cariños letrados. Con agradecimiento y verdad.

Ese olor inconfundible a madera cansada, a sudor reciente y a goma de borrar, a lápiz mordido y a hoja nueva. Vuelve el colegio y, de alguna manera, también regresa la soledad. Las frías mañanas jugando en el patio, con la escarcha como alfombra y el resfriado acechando. Los rezos a todas horas que suenan tanto a vacío cuando el mundo se desmorona. El piano que suena con eco mientras la profesora se lima las uñas. Los cuadernos con las esquinas vueltas recogiendo los pensamientos de los hombres en formación. Dentro de poco, la edad adulta. A la vuelta de la esquina, el terror.
De repente, un compañero. No es ni más alto, ni más guapo, solo es uno más. Tiene que soportar las gracias de los demás por ser nuevo. Al principio, la amenaza. Más tarde, la envidia. Por fuerza tiene que llegar la amistad. Por mucho que haya alguna pelea por la mayor de las tonterías. Es un chico extraño pero inteligente. Tal vez ya no haya lugar para más estrellas en la clase. Los baños calientes y acogedores que solo se permiten una vez cada dos semanas. El piano que ya no suena igual porque comienza a ser divertido. La atractiva clandestinidad. El juego en el bosque que termina siendo un hallazgo de sí mismos. El restaurante interrumpido. El día que parece que no acaba porque, más allá de los juegos, de las travesuras y de las correrías, están los libros. Ahí están Athos y D´Artagnan y Las mil y una noches, y un último regalo de letras antes de la despedida definitiva. El chico duro, el que saludó con una amenaza, el que jamás se inquieta, llora. Las mejillas lo agradecen. El compañero desaparece. Y aquella mañana solo quedará como el ambiente de la despedida más triste posible.

Y es que, muy a menudo, solemos ajustar cuentas con la infancia. Aquel gesto que te dejó en ridículo, aquella palabra que nunca debiste decir porque no se sabe en qué diablos podría estar uno pensando, aquella gamberrada que no tenía ningún sentido y aún menos gracia, aquel fastidioso ejercicio que se dejó de hacer a sabiendas que iba a ser pregunta de examen, aquella introversión que parecía tan desafiante y que luego se quedó perdida en algún lugar de la memoria. Para Louis Malle, la infancia fue la de la camaradería y del arrepentimiento, la de la soledad y de la oportunidad perdida. La de unas últimas palabras que nunca fueron dichas y la de un cariño que no se supo transmitir a tiempo. Días fríos de uniformes azules y pantalones cortos. Verdades alteradas para entonar la propia culpabilidad de una mirada a destiempo, de una risa que nunca vino a cuento, de una amistad que echará de menos el resto de su vida. Eso es Adiós, muchachos. La tragedia de una infancia que fue feliz pero fue profundamente desgraciada porque nunca estuvo a la altura de las circunstancias. Quizá el orgullo casi juvenil. Quizá el desprecio de dejarse arrastrar por una corriente que estaba totalmente equivocada. Quién sabe. Solo la mirada del niño que camina hacia el cadalso tiene que quedar grabada en un corazón que se partió en una fría mañana de 1944.

jueves, 10 de diciembre de 2015

EL PUENTE DE LOS ESPÍAS (2015), de Steven Spielberg

“Usted es alemán y yo soy irlandés. ¿Y sabe qué es lo que nos une? Las reglas. Algo como la Constitución, algo que acordamos entre todos”.
Y así es como comienza la democracia, con la certeza de que es el ciudadano el que  primero tiene que creer en ella y no los poderes públicos porque, si fuera al revés, no sería más que un instrumento susceptible de perversión. Es ese documento que tanto se arruga en las manos de los irresponsables que creen que la ley es un símbolo del totalitarismo. Y si todos pensaran igual entonces la firmeza de los hombres no valdría nada, no sería más que un intercambio de voluntades presa del chantaje emocional, político, civil o militar. Y hay momentos en los que hay que estar por encima de todo eso.
La integridad es lo que evidencia la altura moral de todo ser humano. Saber negociar y llegar un paso más allá de lo previsto solo está reservado para aquellos que tienen la seguridad de tener la razón. Aguantar la presión con entereza es un signo de hombres de una sola pieza, que saben qué es lo correcto, cuál es el límite y cuál es la consecuencia. Luchar por unos principios es propio de voluntades decididas a hacer de cada día, algo coherente. Y, tal vez, todo eso se junte como piezas de un rompecabezas que solo tiene sentido en situaciones de máxima tensión, cuando el mundo exhala sus últimos alientos al borde de la última guerra posible.
No es fácil volver al ambiente y a las formas de los espías de los cincuenta y de los sesenta alrededor de un muro que nunca debió de levantarse y de los intereses fríos y, a menudo, asesinos de los servicios de inteligencia. La nieve parece que cae de otra forma, las alambradas tienen la apariencia del asesinato entre sus cuerdas metálicas y la libertad es algo que ni siquiera se menciona salvo para rescatar algún prisionero. Las opiniones siempre abundan y, por lo general, están equivocadas y el tablero está enmarañado en lo que parece que es una negociación sobre un seguro cualquiera. Y tal vez sea así. Basta con darse cuenta de que aquello existió y contarlo a todos como lo cuenta un director tan excepcional como Steven Spielberg.
Habrá muchos que renieguen de esta película porque no contiene las dosis de acción habituales, ni las explosiones requeridas. También lo harán porque hay demasiado diálogo y eso hace trabajar al pensamiento con intensidad. Pero lo cierto es que estamos ante una película impresionante. En su trama, en su construcción, en su tiempo, en su música, en su dirección, en su interpretación, en su fotografía, en su ambiente, en su verdad y en su belleza. Con vocación de clásico, hay muchísimo cine dentro de ella. Y está servido con inteligencia, con unas gotas de humor, con mucha tensión presentida, con mucha fuerza en sus imágenes. Y el que no lo sepa ver, tal vez tendría que haber disfrutado un poco más del cine de verdad. Consejo de prisionero.

Las sombras se deslizan por una noche que nunca acaba y los secretos son engaños que recuerdan a un viejo maestro inglés. El viaje está en el modo en el que se trata al contrario cuando los apoyos son nulos y puede que la recompensa solo sea una mullida cama en algún lugar seguro y la mirada de admiración de la persona que más cerca está de descubrir los secretos de tu corazón.             

miércoles, 9 de diciembre de 2015

WINCHESTER 73 (1950), de Anthony Mann

Estoy expuesto en un bonito escaparate de Dodge City. Mi línea es elegante, única. Estoy hecho para matar y para no fallar en el intento. Solo para manos expertas. Hay un sheriff por aquí que se llama Wyatt Earp que ha ideado un concurso de tiro para regalarme a algún tipo avezado, alguno de esos que sepa apoyarme en su hombro y dar en el blanco con precisión. No hay muchos iguales a mí. Mi precisión, mi estilo inconfundible, mi capacidad de almacenamiento de balas y mi línea dorada hacen que sea un rifle para la leyenda. Y en eso estoy dispuesto a convertirme. En una leyenda del viejo Oeste.
El concurso de tiro se ha celebrado y un tal Lin McAdam ha sido el ganador. Lástima que he estado en sus manos acogedoras solo durante un rato. El finalista del concurso ha querido robarme y llevarme con él. El pobre Lin no ha podido apenas defenderse. Tres tipos contra él. Una pena. Si hubiera estado cargado y fuera de mi funda les habría dado un buen merecido. Ahora estoy en otras manos. Muy parecidas a las del propio Lin pero, tal vez, más toscas, más curtidas, con un movimiento de maldad entre disparo y disparo. El destino de un rifle es cambiante como el de una mujer en el viejo Oeste, de eso no cabe duda. Hoy estaré aquí, mañana allí, siempre acariciado por manos que imploran por meterme el dedo en el gatillo. Soy una simple moneda de cambio para que los destinos de los hombres terminen definitivamente.
En medio de la llanura seca y polvorienta me han cambiado de dueño. Ahora estoy en las de un indio que ha querido hacer tratos con ese otro tipo que me había robado. Yo era la condición indispensable para que el trato se cerrara. El tipo no quería soltarme pero ante el peligro que tenía delante, no ha tenido más remedio. El indio cabalga bien y quiere que mis balas se hundan en los uniformes azules de la Caballería de los Estados Unidos. Al viejo estilo. Caravanas cargadas con provisiones en círculo y a por ellos. Varias cargas y mi dueño cae del caballo fulminado por una bala experta. Esa bala me ha recordado a Lin. Parecía muy precisa, muy certera. No lo sé. Me quedo un rato tumbado en el polvo del suelo, sin que nadie se dé cuenta de que estoy ahí. Hasta que me recoge un soldado cuyo rostro me suena de algo.
Me han dado como regalo para un cobarde. Es curioso. Yo, un arma bien pulida, ofensiva, única…en manos de un maldito cobarde. Sabe manejarme pero no tiene lo que hay que tener para defenderme. Sí, porque aunque parezca mentira, un rifle también necesita ser defendido. Y este fulano no ha sabido hacer ni una sola cosa bien salvo disparar bien resguardado a un par de indios secuaces de mi anterior propietario. No estoy hecho para manos débiles, esto tengo que reconocerlo.
Un fanfarrón, un granuja, un jugador de ventaja. Ése es el fugitivo que arrebató el rifle al cobarde. Me acaricia igual que si yo fuera una mujer. Y él no es más que un bastardo que maneja la izquierda con una soltura admirable. No me gusta soltar balas para que este tipo se pavonee delante de una mujer. Y ella también admira a Lin. Sabe que los hombres tienen que ser recios árboles y no despreciables plantas venenosas de risa irritante y modales enterrados. Oh, no…aquí ya hay alguien a quien conozco de sobra.
Sí, porque el tipo que me arrebató de las manos de Lin vuelve a aparecer. Pero vuelve a hacerlo solo para morir. Lo hará en una cumbre, cerca del cielo, cegado por la ira, acorralado por su falta de remordimiento. Sí, los hombres también pueden sentirse acorralados por eso, porque no se arrepienten, no piensan en lo que han hecho, no echan la vista atrás para reparar sus errores. El tipo caerá y la bala que lo mató la disparó Lin.

Con él, la vida será diferente. Más pausada. Más sosegada. Tal vez seré ese rifle que está exhibido encima de la chimenea y puesto a mano por si acaso las cartas vinieran mal dadas. Yo solo sé que estoy de nuevo con Lin, que él está con su amigo y con la mujer que quiere y que yo he sido el instrumento de un destino caprichoso que ha culminado con una venganza que, en el fondo, ha tenido más dolor que satisfacción. A partir de ahora, los disparos serán solo los necesarios.  

viernes, 4 de diciembre de 2015

¡AY, CARMELA! (1990), de Carlos Saura

El blog, debido al puente de diciembre, volverá el miércoles día 9, mientras tanto aquí está una mirada sobre la película que se comentará el martes 8 en "La gran evasión" y si queréis escuchar lo que hablamos sobre "Blade Runner", de Ridley Scott podéis hacerlo aquí. Feliz puente a todos.

España sangra y por sus heridas supuran los inocentes que solo quieren un pedazo de pan y ganarse la vida con honestidad. La brutalidad ejercida por el mero hecho de sentirse superiores no es más que la despreciable cantinela de los que no saben vivir en paz, de los que no saben vivir juntos, de los que no quieren, en el fondo de sus corazones fríos e inermes, que España sea de la gente buena. De esa gente que es capaz de hacer un chiste sobre las cosas más serias y que sufren cuando ven que otros sufren. Tal vez si todos fuéramos un poco más cómicos y algo menos fascistas veríamos con ojos de verdad esa España que siempre ha sido separada por colores, por imposiciones, por verdades a medias y mentiras enteras. Vivir en el filo de la bayoneta es muy peligroso y hay que hacer muchas reverencias y demasiadas concesiones. Ay, Carmela. Ay, España.
Entre dos fuegos sobrevivir es tarea para unos cuantos héroes sin mención. Solo llegar al día siguiente es un triunfo que puede estar regado de un poco de vino, de una copla o de un buen plato de judías. Al final, todo será un vagar sin rumbo, un mero parche a la rutina quebrada por tanto dolor y por tantas lágrimas. Ni unos eran ángeles, ni otros salvadores porque todos quisieron repartirse el botín. Y abusar. Y matar. Y vengarse. Y eso nunca es la solución porque los que más pagan siempre son los que están en medio. Aquellos que no quieren pasar frío, que quieren una cena decente, que desean que los aviones no den miedo y la risa salga con naturalidad. Sin fingimientos. Sin tener que decir que se es de uno u otro bando. Ni siquiera los extranjeros tienen que venir a decirnos el qué o el cómo. Basta con aplicar el sentido común y creer que lo justo está ahí, al alcance de la mano, que la gente sufre y llora y que hay que hacer todo lo posible para que la vida no sea una incógnita que se plantea todos los días.

Ay, Carmela, de Carlos Saura, puso todo eso encima de un escenario a través de la rebelión que lucha por salir por una cuestión de justicia y la contraposición de la misma supervivencia. Andrés Pajares y Carmen Maura hicieron un trabajo extraordinario como esa pareja de cómicos que, como todos los cómicos de la legua, nunca tienen un lugar hacia dónde ir y, cuando lo tienen, generalmente es el lugar equivocado. Detrás de ellos un tierno Gabino Diego que expresa sus angustias con miradas de desesperación y cariño. Hay algún que otro momento que rechina dentro del contexto histórico pero nunca se debería acallar la voz del otro porque todos tienen derecho a gritar, a decir, a vivir, a sentir y a luchar. Es una lección que aún no hemos aprendido porque España, siempre España, nos sigue hiriendo y doliendo. Ay, Carmela, de qué poco sirvió tu muerte. Fue tan inútil que dejaste a dos hombres vagando por carreteras perdidas en la niebla y el frío y dicen que aún están intentando encontrar su destino.

jueves, 3 de diciembre de 2015

LOS JUEGOS DEL HAMBRE: SINSAJO PARTE 2 (2015), de Francis Lawrence

Cuando una rebelión triunfa, las armas callan y los políticos empiezan a hablar. Y eso es algo temible porque ahí es donde se ven cristalinas las verdaderas intenciones del nuevo orden. La tentación del poder es muy grande, muy atractiva y se tienden a repetir los errores del pasado confiando en que la memoria sea la auténtica traición de las ideas. Y utilizar a alguien como símbolo del nuevo régimen no deja de ser un ejercicio de menosprecio que confía en la facilidad del ser humano para abandonarse a la manipulación.
Así tendremos que, cuando esa rebelión esté a punto de triunfar, se utilizará el símbolo viviente de la esperanza. Si eso falla, se emplearán métodos imposibles y escalofriantes para que el pueblo se vuelva contra sus líderes por mucho que ellos también sean imposibles y escalofriantes. Si la mentira resplandece como si fuera verdad, entonces se utilizará de nuevo cualquier símbolo que esté al alcance para reafirmar el poder entrante…y todo comenzará de nuevo. Los sacrificios de antaño volverán a ser exigidos. La tristeza volverá a ser rutina. La opresión estará disfrazada de democracia.
Por fin termina la saga de Los juegos del hambre con su coda final desafinada por vacíos de ritmo y saltos algo incomprensibles, por secuencias tontas y profundidades pretendidas que no dejan de ser filosofía adolescente. Hay un par de secuencias bien rodadas, algún que otro momento enardecedor y un final autocomplaciente con la misma historia que se nos cuenta. Jennifer Lawrence sigue sin tener la presencia necesaria para una heroína de acción aunque tiene momentos de dramatismo destacable. Julianne Moore es una actriz espléndida incluso cuando está ridícula. Donald Sutherland sigue lanzando miradas y gestos que son auténticas lecciones de interpretación consiguiendo el rechazo visceral. A Philip Seymour Hoffman se le echa de menos. Y al resto del juvenil reparto se le olvida con tanta facilidad como vanos intentos cómplices de una trama que no deja de tener atractivo pero que regala un extraño sabor de que podría haber sido mucho mejor. Bienvenidos a los septuagésimo sextos juegos del hambre. Esta vez, el premio es la libertad.

Todo está recubierto de una sensación de que esto es un eslabón más dentro de la trampa propia del argumento. La sensación de diferencia del resto que experimenta todo joven se premia con una fingida felicidad sin avisar de que la misma felicidad se posee cuando todo está por delante. Por mucho que se haya tenido que luchar, por mucho que se haya tenido que sufrir, el empuje es el motor, la ilusión es el empuje, el día siguiente es la ilusión y la mirada libre es el día siguiente. Engaño tras engaño, se van formando ciudadanos de una entelequia falsa y cruel y las misiones deben ser cumplidas porque se tiene la obligación de sentir lo que se hace. Si no, más vale ponerse un traje en llamas e impresionar a la audiencia porque lo que se conseguirá es pura inutilidad, simple espectáculo, anzuelo irresistible para la masa voluble y aborregada. Nada más que eso. Y el corazón seguirá recordándonos a cada latido que los sueños están y seguirán estando siempre ahí como unas bonitas bombas dispuestas a estallar.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

TODOS LOS HOMBRES DEL PRESIDENTE (1976), de Alan J. Pakula

A veces solo una nimiedad, una insignificancia detectada por un joven periodista que acude al juzgado en busca de sucesos, es suficiente como para empezar a tirar del hilo que haga caer a todo un gobierno. Unos delincuentes, en apariencia comunes, que asaltan unas oficinas situadas en el hotel Watergate de Washington y una contestación extraña junto con un abogado inusual controlando la vista preliminar. Y ahí se desató la ética del periodismo moderno. Nada de partidismos exagerados aún aceptando que el “Washington Post” era un periódico demócrata. Ceñirse a la verdad. Una verdad confirmada por, al menos, dos fuentes. Y un buen puñado de obstáculos para llegar al auténtico centro de la corrupción. Solo con la verdad en la mano. Solo con la certeza de que la verdad es el mejor instrumento de la democracia. No la rabia, no la venganza, no la ideología, no la nada extremista. Artículos escritos con seriedad y dos periodistas deseosos de contar, con pelos y señales, cómo está instalado en la Casa Blanca un presidente demasiado cercano a la derecha radical, que no duda en hacer cuantas trampas puede, que cree que un presidente, por el mero hecho de serlo, puede hacer lo que le venga en gana y solo porque lo haga el presidente ya tiene que ser legal.

Por el camino, pistas falsas, confirmaciones nunca reiteradas, cuellos que intentan escapar de la guillotina, miedos reales porque la verdad suele traer pánico a quien la dice, presiones de una dirección que sabe que jugar con el poder suele traer quemaduras de primer grado, cheques que van destinados a actividades escondidas tras el ala del águila americana, contraseñas secretas para concertar citas en aparcamientos oscuros con un individuo de voz profunda y certezas cercenadas. Todo con la impresión de que ese periodismo, el que busca la verdad desprovista de adjetivos, ya no existe. Es solo el recuerdo histórico de unos tipos que decidieron jugarse el pellejo para contar a la nación que la democracia no es gratis, ni cómoda, ni absolutamente impoluta. Nunca lo fue aunque sería lo ideal y lo necesario. La democracia no es más que el reflejo político de la libertad y ésta es la que no debe de ser sacrificada bajo ningún concepto, bajo ninguna tendencia, bajo ningún interés. Ni siquiera por razones de seguridad nacional. Ni siquiera debe ser cuestionada aunque los elementos que la compongan estén corruptos por dentro y con la erótica del poder seducida hasta la sumisión. Por eso se llama así esta película, Todos los hombres del presidente, porque todos ellos pervirtieron la idea de la libertad hasta hacerla acomodaticia a sus intereses y solo los valientes, los que están profundamente convencidos de que la libertad no se debe tocar son los que deciden, con la libertad en la mano, destapar un escándalo a nivel presidencial. Alan J. Pakula dirigió un guión de William Goldman que contiene tanta información que se ha demostrado científicamente que es imposible de asimilar en apenas dos horas y cuarto de metraje pero eso carece de importancia porque todo el desarrollo es apasionante y por eso Pakula supo contar con magníficos actores, entregados y únicos, como Robert Redford, Dustin Hoffman, Jack Warden, Jason Robards, Jane Alexander, Stephen Collins, Ned Beatty y Hal Holbrook. Esos sí que fueron todos los hombres de una verdad que siempre estuvo sostenida por el derecho inalienable de la libertad.

martes, 1 de diciembre de 2015

MISTERIOSO ASESINATO EN MANHATTAN (1993), de Woody Allen


Si queréis escuchar lo que se habló en directo en el programa de "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de mi último libro "El sueño americano", podéis hacerlo pinchando aquí. Gracias a todos.

“No puedo escuchar a Wagner durante un rato…me dan ganas de invadir Polonia”.
Y es que la vida siempre es una cinta enrollada que es muy difícil de desliar. Nunca intentes farolear a un farolero. Es una máxima que no hay que despreciar porque es una verdad tan grande que casi cae encima de los protagonistas. Nueva York tiene estas cosas. Tráfico, gente, espectáculos, ópera y la certeza de que los vecinos suelen ser unos asesinos inconfesos (¿quién no ha pensado eso alguna vez?). El caso es que hay que echarle sal a la vida, ya que todo está tan sutilmente ordenado que de vez en cuando, pues sí, hay que invadir Polonia. Claro que no necesariamente con la música de Wagner pero eso es una cuestión más propia del pinchadiscos. Nueva York y lo que ocurre en esa ciudad que da cenas a la una de la madrugada mientras se charla desinteresadamente de cualquier cosa sin importancia. Por ejemplo, y es solo un ejemplo, de un asesinato.
“¿Ah, sí? ¿Has visto a la muerta en un autobús? ¿Y en qué línea iba? ¿En el tumba Express?”
Y es que lo increíble siempre pasa en la ciudad de Nueva York. Aunque se estén saboreando los vapores de un buen vino mientras el jazz te rodea con los brazos para hacer que un teatro sea falso, un chantaje sea un montaje, una sospecha sea cierta y un valiente nazca de un cobarde. Se pide poco para tal milagro. Solo un poco de interés, un par de chistes nerviosos sazonados con miedo y la sagacidad de un sabueso insistente al volver la esquina. El estómago da vueltas y los postres deliciosos se suceden. ¿Que mi mujer se ha metido en el dormitorio del vecino para espiarle y se ha escondido debajo de la cama? Esto no es divertido. Es la noche cayendo sobre los rascacielos. Y luego ese par de escritores. El dramaturgo y la novelista…en fin, todo es muy misterioso y algo grotesco. Pero ahí está la gracia. En que la vida misma es un ridículo espectáculo que no sabemos dirigir. Y, la verdad, si en la función hay un crimen, el interés se pone por las nubes y no quedan entradas en taquilla.
“Naturalmente, matarte a ti es matarme a mí…pero ¿sabes? Estoy bastante harto de los dos”.
Y claro hay que llamar a la policía y a un cristalero. Es lo que pasa cuando las pistolas se disparan, los sentimientos se desbocan, la chapuza se instala y el misterio se resuelve. No hace falta ser guapo, ni alto, ni especialmente listo para ser el héroe. Basta con dejar que el amor fluya y así seguirán las películas de Bob Hope a medianoche, las entradas para Ellos y ellas, los partidos de hockey sobre hielo y las óperas largas, aburridas y trasnochadas. Es Nueva York. Y solo un asesinato de tantos. Solo que ocurre en la puerta de al lado y eso, quieras que no, pica la curiosidad. Tanto es así que Alfred Hitchcock anda por ahí, igual que Orson Welles…hasta Billy Wilder pasa un momento a hacer una visita. Woody Allen lo sabe bien. Y sus actores también. La vida es una actuación. Solo que dentro de Manhattan tiene un poco más de sabor, un poco más de morbo, un poco más de dulzura y un poco más de comprensión. Nos vemos en el próximo asesinato.
“Tome estos diez dólares son para usted…por todas las veces que le he dicho que se me ha estropeado un grifo y usted tarda seis meses en aparecer”.

De nada, Woody, un placer. 

viernes, 27 de noviembre de 2015

EL ÚLTIMO ATARDECER (1961), de Robert Aldrich

El destino es un gran burlón que no deja de gastar bromas pesadas. Incluso allá en el lejano Oeste, donde la justicia es tan ambigua que siempre deja lugar a dudas. Tal vez porque allí, donde no hay nada, es donde la suavidad de la piel de las mujeres parece que deja paso a la curtida carcasa recubierta de polvo del desierto, de madera seca y quebradiza y de agua fugaz. Tal vez porque allí, donde no hay nada, es donde se pueden encontrar el bien y el mal, y difuminarse uno con otro, y ser tan difíciles de diferenciar que el sol se vuelve noche y la luna, día lleno de luz.
Y es que el destino es el gran pistolero de la frontera. Desenfunda antes que nadie, sin dar ninguna opción a su contrincante, yendo a por él de forma definitiva. Tanto es así que el enemigo lo sabe y, en ocasiones, se deja abatir, convencido de que el destino será más rápido, más letal, más aniquilador. Porque, al fin y al cabo, por donde pasan un par de botas y una cartuchera puede que no quede ninguna huella salvo el de un amor que fue o el de un amor que pudo ser o el de un amor que, sencillamente, nunca pudo ser. Quién sabe…todo son balas de un revólver a la espera de ser disparado. Y tal vez esté apuntando directamente a la sien.
Ya no quedan pistoleros como Dalton Trumbo, cabalgando sobre una bala para llegar directamente al filo de los sentimientos de los que se atreven con sus historias. Él sabía muy bien lo que podía hacer daño y tenía conocimiento de que la vida se alía en demasiadas ocasiones con el destino para hacer que la última bala, esa misma en la que él cabalgaba, sea disparada. Solo para ver un último atardecer con la sensación de que se ha hecho algo que merece realmente la pena. Solo para sentir que los pasos de la muerte son dignos de ser dados. Para que la felicidad no deje de existir, ni la ilusión, esa misma que se perdió también en algún lugar de un pelo dorado que ruega por la compañía. Porque la tentación, mal que nos pese, también es una mujer.
Y así, puede que sea el momento de un último fogonazo de cordura, de equilibrio, de descabalgar y de hacer que la justicia sea parte del destino. Él se burla, ella se ríe y ambos serán una melodía de pólvora y miel. Como ese último duelo que tiene un perdedor seguro. Como esa última mirada sonriente a una vida que nunca fue tomada demasiado en serio. Como esa lentitud que se torna vital para hacer que otros sigan existiendo y buscando una felicidad que, en demasiadas ocasiones, se presenta como algo frugal, divertido e intenso pero en modo alguno, perdurable.

Dalton Trumbo fue grande en esta película, como también Robert Aldrich acompañando sus letras con las actuaciones de Kirk Douglas, Rock Hudson, Dorothy Malone y Joseph Cotten. Más que nada porque esta película es una de esas raras ocasiones en que el cine se convierte en un disparo inapelable.

jueves, 26 de noviembre de 2015

DEUDA DE HONOR (The homesman) (2014), de Tommy Lee Jones

Allí, en la tierra donde parece que ya no llega la esperanza, en el suelo duro y estéril que es renuente a dar sus frutos y donde el ganado cae asolado por las fiebres, es donde más puede asomarse la locura. Tanto sufrimiento para que no haya ni una mísera propina de Dios. Tanto padecer para que la vida sea una lucha en la que siempre se pierde y la derrota se haga costumbre. Tanto horizonte sin más compañía que el sol cicatero, el cielo caprichoso y la soledad sin recompensa. Sí, allí es donde tiene que sembrarse la locura. Allí es donde se acaba con cualquier fortaleza.
Y los hombres, sin recursos y sin redaños, dejan la responsabilidad de la salida a una mujer porque ya se sabe que las mujeres son capaces de llegar allí donde no llegan los hombres. Ella será capaz de todo. De dormir al raso y asear a las enfermas. De guardar sus vidas a golpe de cañón y de darlas de comer. De cubrirlas bajo el frío y de buscar agua. No será fácil porque ella solo va armada de su voluntad, de un rifle de un solo disparo y de un hombre al que ha atado con una simple promesa.
Es entonces cuando se va forjando un pacto de lealtad que tendrá que ir más allá de la muerte. Porque habrá fugas y también peleas. Habrá vientos, ventiscas y noches demasiado frías. Habrá búsquedas y paradas. Y las arrugas de él serán los surcos del encaje del ánimo de ella que, en el fondo, está arrasado. La deuda de honor se construye con los días y siempre se soportarán las visitas de los indeseables. El lejano Oeste nunca fue una tierra de leyenda. Solo fue el refugio de un montón de complejos, de frustraciones y de salvajismos. Una tierra sin nadie que mirase los desmanes de la moral. Y no hay nada mejor que hacer un viaje por los bordes de la locura para darse cuenta de que la gente tenía poco, muy poco, de buena.

Tommy Lee Jones dirige con buen pulso después de su primera incursión tras las cámaras con Los tres entierros de Melquíades Estrada y consigue un poema que tiene algún verso de más pero que resulta estremecedor en algunos pasajes, verdadero en sus rimas, hermoso en sus recursos y ajustado en su métrica. Y resulta tremendamente feminista porque destaca la debilidad de los hombres frente al empuje épico de las mujeres, la ligereza del pensamiento masculino capaz de olvidar sus objetivos con un simple baile de tontos movimientos no es rival ante la decisión femenina de llevar a cabo todos los sueños sin desfallecimiento. Precisamente la locura se instala en tres mujeres porque se han quedado sin sueños y han caído presa de la humillación, de la pena y de la terrible esquizofrenia que nubla cualquier razón. Y aún así consiguen ser admirables porque, en el fondo, saben que deben curarse y dejar que el destino se cumpla. Y en las noches frías, cuando las alimañas acechen con sus fauces a la luz de la luna, siempre habrá un hombre bueno que vigilará sus movimientos y mantenga el fuego encendido aunque luego olvide con rapidez sus nombres y su memoria. Tal vez porque así ha sido siempre y así será. Es una ley no escrita que dejará que esta película se pierda entre los rincones de la mediocridad cuando, quizá, merezca una inscripción en el recuerdo de todos aquellos que aman el buen cine.   

miércoles, 25 de noviembre de 2015

EL INCREÍBLE HOMBRE MENGUANTE (1957), de Jack Arnold

Menguar hasta ser una minúscula gota de polvo que, poco a poco, se va fusionando con el universo. Contar cada vez menos porque tu mujer ya no te ve como un hombre sino como un niño que cada vez tiene menos estatura moral y física. Una nube radioactiva que pasa dejando una estela de purpurina y maldición y que se convierte en una condena hacia la nada más tremenda y absoluta. La casa, que, poco a poco, se va convirtiendo en una cueva gigantesca hasta tener que ser recluido en una estúpida casa de muñecas. El gato que se convierte en una bestia salvaje, consciente de su superioridad y que quiere engullir una presa fácil. La araña que se transforma en un monstruo insalvable e invencible, instintivo y depredador que quiere tejer su tela con un ser inferior que apenas puede defenderse. La caja de cerillas que, por momentos, se erige como una guarida ideal con puerta de observación y acogedora en un silencio gigante que apresa y oprime…Objetos cotidianos que pasan a ser, por culpa de la inferioridad, armas letales, baluartes defensivos o trampas con olor a muerte. El hombre ya no es un hombre, es un ratón. Y después es una mosca. Y después es menos. Y después es nada. Y después no existe. Y después…

Imaginativa y terriblemente incómoda es esta historia de Richard Matheson llevada al cine con la modestia asumida de una serie B pero efectiva como muy pocas películas del género fantástico han llegado a ser, El increíble hombre menguante no deja de ser una parábola brillante sobre la insignificancia del hombre dentro del universo infinito que lo contiene. Apenas una mota de polvo que surca el aire que se respira abulta más que el ser humano que, a pesar de todos sus avances, de todas sus responsabilidades y de todos sus miedos, no influye en el mayor misterio de todos que es el orden universal, el sobrecogedor teatro de marionetas que hace que todo esté sostenido por los hilos invisibles de un extraordinario rompecabezas gravitatorio. El hombre no es nada, por mucho que influya, por mucho que invente, por mucho que destruya. Es un leve inconveniente fácilmente eliminable. Más allá de eso, también forma parte del misterio que envuelve cada uno de los movimientos cósmicos aunque sea un interrogante que apenas merece la pena resolver. El más leve de los estremecimientos puede que sea algo desoladoramente devastador en la vida del hombre y cada vez, arrogante como es, cree que tiene más importancia, que es decisivo, que forma parte de un equilibrio que, sin él, se resquebrajaría cuando ni siquiera se oye su voz en medio del enorme espacio del que forma parte. Es la contradicción primigenia. Es la verdad dicha de forma barata, cercana, disfrazada de ciencia-ficción, conmovedora y absolutamente sincera a pesar de su fantasía. El hombre no es nada. Y como no es nada, dejo de escribir porque siento que mis letras se van haciendo pequeñas, ínfimas, minúsculas, microscópicas, meras bacterias sobre el blanco universo de la creatividad más caótica.

martes, 24 de noviembre de 2015

EL HOMBRE QUE PUDO REINAR (1975), de John Huston

Arrastrar el fracaso por mundos perdidos, más allá de las dunas, de las montañas y del sufrimiento. Una cabeza como único equipaje y el deseo de dos vividores que solo desean una última oportunidad para salir de la mediocridad. La historia que nunca se cuenta sobre el mayor de los perdedores, que con una corona sobre la cabeza se convirtió en el testigo de la mayor derrota. Casacas rojas allí donde los salvajes se están matando unos a otros y guardan el mayor tesoro jamás soñado. Sikander, el hijo de Alejandro El Magno…Daniel, el hijo de un tendero…la impostura y la terrible erótica del poder que acaba destruyendo a todos los hombres que se atreven a tocarla. Para que solo, incluso después de la muerte, quede la amistad…la profunda amistad…la verdadera amistad…siempre fabulada…siempre ignorada.
Allí donde las nubes se pierden y se encuentran los sueños de los más agónicos, se puede encontrar a la misma belleza, a la misma lealtad, a la misma ambición, a la misma pelea de siempre, a la misma casualidad que, por una vez, juega a favor de los más desgraciados. Peachy Carnahan lo sabe bien y mantiene la cabeza sobre los hombros aunque su mirada ya no es la misma. Pierde un ojo y a su compañero. Pierde el deseo de triunfar y asume que la derrota es total y definitiva, sin paliativos, sin excusas. Morir, en el fondo, es una liberación dentro de un mundo que jamás ha querido a los buscavidas, a los simpáticos granujas que tan solo pedían un poco de suerte una última vez antes de acabar tirados y borrachos en alguna taberna de Bombay, contando viejas historias de batallas de refulgir dorado con más mentira que verdad. Un escritor llamado Kipling oirá la verdadera narración de unos hechos extraordinarios que yacen en el fondo de un precipicio…el de la ambición y el poder acariciado. Daniel y Peachy…nunca volvieron a levantarse…ni siquiera el que tuvo la desgracia de sobrevivir.

John Huston quiso desde siempre dirigir esta película. Comenzó a finales de los cincuenta y estaba a punto de dar el primer golpe de manivela con Humphrey Bogart y Clark Gable en los principales papeles cuando Bogart enfermó y la preproducción se suspendió. Años más tarde, a rebufo del enorme éxito que tenían Paul Newman y Robert Redford quiso volver a intentarlo pero Newman, al leer el guión, que le pareció fantástico, le dijo: “¡Por Dios, John! ¡Coge a dos actores británicos!”. Huston le hizo caso y ofreció el papel de estos dos perdedores máximos a Sean Connery y Michael Caine y el resultado fue maravilloso porque ellos dieron a sus personajes la vida que necesitaban dentro de la increíble historia de Kipling, con aventuras, milagros, buen humor, camaradería, auténtica amistad, celebración del cine, legendaria narración. Todos caemos en el barranco de querer más, incluso cuando la vida se muestra generosa y nos da mucho más de lo que nunca hubiéramos pensado. Todos hubiéramos querido reinar…y todos hubiésemos perdido estrepitosamente dejando el único y solitario testimonio de nuestras cabezas cadavéricas con los ojos en sombra que dejan las cuencas vacías de un triunfo que jamás se atrevió a aparecer.

viernes, 20 de noviembre de 2015

EL EXORCISTA (1973), de William Friedkin

El diablo no entra en la casa de los más fuertes. Siempre elige las víctimas cuidadosamente, con rotundo desprecio por la raza humana. Quiere hacer de un cuerpo, un pecado. Y no es para destruir al hombre, es para negar la existencia de Dios. Una pérdida reciente, un trauma familiar, una desorientación propia de la edad. El Diablo no teme al hombre. Teme al hombre que conoce al Diablo. Y ése es el exorcista. Un sacerdote que ha estado siempre con los más débiles, allí donde el hambre siembra locuras, allí donde Dios no mira. Ese hombre es más fuerte que ninguno. A ese no se le puede confundir con juegos malabares de cabezas retorcidas, espasmos brutales, groserías bestiales o idiomas de ultratumba. Y ese hombre, en el fondo, es muy poca cosa. Tal vez porque la edad es su propio Diablo y ya no tiene un corazón que sirva de motor a un cuerpo que falla. Es mejor agotarlo. Es mejor arrasarlo.
El Diablo no cuenta con que el hombre, esa criatura favorita de Dios, sea tan excepcional que pueda dar su vida y su cordura por otro. Esa es un arma que el Diablo no conoce y que tampoco sabría utilizar. Basta con hacer que un cuerpo de niña sea la negación de la luz divina. Y, de paso, ahogar la fe de todos los que están a su alrededor, por pequeña sea. Aunque no sea una fe religiosa sino una ética atea. Al Diablo no es que le interesen los dogmáticos, fanáticos o permeables por la exhibición de las creencias. Al Diablo lo único que le interesa es que no haya buenas personas. Un policía cinéfilo puede estar fuera de lugar en un mundo alienado. Una actriz de éxito tiene que probar con creces el fracaso vital. Un psiquiatra debe saborear el fenómeno de estar más allá de la mente y de la obsesión, incluso aunque su sensibilidad esté a flor de piel por haber perdido a alguien muy cercano y de una forma algo reprochable. El Diablo manda. Solo se irá cuando él quiera…a no ser que alguien consiga echarlo.

El exorcista es una película con momentos brillantes pero no del todo conseguida salvo por la interpretación de Max Von Sydow y de Ellen Burstyn. Tal vez, la razón de su éxito reside en mostrar sin tapujos un exorcismo y en los secretos que se mueven en un mundo que no acabamos de comprender porque ni siquiera sabemos reconocer a Dios o al Diablo mientras nuestros coches anden, nuestras vidas marchen, nuestros lujos o necesidades nos absorban. El cariño por el prójimo es algo que hemos olvidado y quizá, solo quizá, esa sea nuestra verdadera salvación. Y no hay ninguna connotación religiosa en esta frase. Solo compasión sin caridad. Solo verdad sin iluminación. William Friedkin quiso impresionar pero también quiso mostrar caminos en una película en la que, a pesar de las muertes, a pesar del miedo a lo desconocido de las tinieblas, a pesar del misticismo que, de hecho, rodea toda la historia, hay siempre lugar para lo que es razonablemente humano. Tal vez porque no es que el Diablo esté dentro de nosotros mismos sino que sea Dios. Con todo lo que eso conlleva.

jueves, 19 de noviembre de 2015

SICARIO (2015), de Denis Villeneuve

Quisiera pedir disculpas por no haber podido subir el artículo de ayer a todos los que entráis habitualmente pero, a mi regreso de Sevilla, me encontré con que no tenía línea. Ahora funciona con normalidad así que, en principio, volvemos a retomar el ritmo normal. Vamos a por ellos.

A menudo es necesario agitar la tierra por debajo de la fiera para que cometa un error. Solo hace falta atacar sus puntos más débiles. Quizá algún compañero, un hermano, la familia…todo vale si, al final, se consigue que el animal salvaje dé pasos en falso. Solo hay que seguir las pocas pistas que se poseen, poner la trampa, menear el cebo, hacer que mire hacia otro lado y golpear donde más duele. Es fácil. El único defecto es que, en determinado momento, no se sabe quién es más brutal. ¿La presa o el cazador?
Y a lo mejor, por ahí en medio, hay una mujer a punto de derrumbarse que acepta una misión que no es lo que más conviene a su ánimo. Tal vez haya intervenido en demasiadas misiones de rescate de rehenes y no todas han salido demasiado bien. O se está dando cuenta de que los lobos son auténticos asesinos que matan sin piedad, recreándose en una crueldad súbita y expeditiva. Y la acción dentro de su unidad no está dando los resultados apetecidos. Hace falta subir un escalón más. Igualarse un poco con la brutalidad del objetivo. Hasta que se da cuenta de que todo está violentamente corrompido porque las fuerzas que, en teoría, tienen que proteger, se atienen a métodos que podrían parecerse a los de cualquier mafia de polvo blanco y justicia roja.
Es entonces cuando llega la desorientación. No se sabe qué es lo que se está haciendo porque la violencia genera más brutalidad. Utilizar los mismos métodos para empatar el partido no debe ser la solución. Y, sin embargo, allí, en la tierra de los lobos, donde solo impera la ley del más fuerte y los disparos son los ruidos de la rutina, no puede haber otra. O puede que no haya ninguna. O puede que, al final, nos matemos todos unos a otros sin siquiera pestañear. Todo por unos cuantos millones de dólares. Todo por hacer que la gente sea más pobre, esté más desesperada y se lance a consumir estupefacientes de muerte y sudor.

Impresionante película, dirigida con admirable contención por Denis Villeneuve e interpretada con vigor y convicción por dos grandes actores como Benicio del Toro y Emily Blunt. Ella aporta profundidad y miradas de desesperación. Él pone encima de la mesa misterio e impasibilidad inquietante, al igual que la climática y agobiante banda sonora de Johan Johansson. Todo se une para conformar un sobrecogedor rompecabezas sobre el mundo de la droga y la lucha contra el narcotráfico, podrida de balas injustas, de dineros traidores, de forasteros oscuros, de operaciones secretas, de ciudades inseguras, de lujo insultante. Y todo tiene que ser realizado con la apariencia de legalidad porque si no, ni siquiera se puede hacer cosquillas a los millonarios de moral exterminada. Sí, porque hay que aniquilar la moral para luchar en una guerra que nunca tendrá vencedores ni vencidos y las víctimas siempre serán las mismas. Cada vez estamos más sitiados por los lobos y nosotros seguiremos jugando al fútbol para olvidar que un día tuvimos una ilusión y que ahora solo un juego nos consuela. Mientras los que tienen su moral intacta intentan luchar para no pasarse al otro lado, como sicarios de los estados, como silenciosos consentidores de las operaciones más sucias. En la tierra de lobos, el que más muerde es el que tiene la impresión de vencer.

martes, 17 de noviembre de 2015

DE AQUÍ A LA ETERNIDAD (1953), de Fred Zinnemann

Hoy estaremos en directo desde Sevilla hablando en "La gran evasión" de Radiópolis en un programa especial sobre "El sueño americano". Mañana habrá artículo pero será un poco más tarde. Os espero en el estudio. 

De aquí a la eternidad no hay más que un paso, eso lo sabe cualquier soldado. Quizá la eternidad sea un beso prolongado en una orilla cualquiera de una playa rocosa o el sentido homenaje a un compañero muerto con la corneta en la mano. Tal vez sea la simpatía de un sargento que se las sabe todas o, quién sabe, la brutalidad de otro suboficial que solo entiende el lenguaje de los puños y de la tortura. Incluso es posible que llegue a ser la compañía de una mujer inigualable o la de un soldado que hace ya mucho tiempo que perdió su guerra aunque todo lo disfrace de ironía. La vida son personas que saltan, aman, luchan, pierden y mueren y luego, sí, luego solo viene la eternidad.
Una prostituta de cierta clase puede tener todas las respuestas y un reguero de flores en el agua es el único rastro que se deja después de una vida entera de mentiras y de frustraciones. El chico no quiere pelear. El sargento no quiere ascender. El soldado no quiere rendirse. El oficial no quiere fracasar. Balas que acechan algún madero en el que incrustarse para pertenecer por fin a algo o a alguien. El ejército suele ser así. Es un mosaico de amistades pero también un compendio de soledades. La guerra se avecina y todos perderán sea cual sea el resultado de la batalla. Quizá la eternidad sea precisamente eso. Perder. Sin atender a cuál es el precio.
La rebeldía es un síntoma de los tiempos que se acaban. Las bombas caerán pronto y el ánimo necesita ese punto de furia que tanto se estila en los tiempos difíciles. Lástima que sea la propia vida la que se encargue de poner las cosas en su sitio y de hacer prescindibles a aquellos que son los más valiosos. El ataque es inminente y todo el patio de armas será un campo sembrado de cadáveres o de cuerpos a tierra o de sentimientos derrengados por el devenir de los acontecimientos. Hay que volver para sentir. Hay que sentir para tener la valentía de volver. Aunque el amor quede en un segundo plano. Es algo lógico. En tiempos de guerra, el amor es prescindible.

Fred Zinnemann dirigió la adaptación de la novela de James Jones para descubrir un reparto admirable, que está en todo momento a gran altura y que encabezan por derecho propio Burt Lancaster y Montgomery Clift. Detrás de ellos, con absoluta veracidad se hallan Deborah Kerr, Donna Reed, Frank Sinatra y Ernest Borgnine. Y en ellos está impreso ese color marrón claro de los uniformes que solo intuimos a través del blanco y negro porque, al fin y al cabo, sus vidas son en blanco y negro, sin opciones intermedias, sin segundas oportunidades. Tan solo la seguridad de que lo forzado se viene abajo por la existencia de las pasiones humanas. Las miradas se suceden y en todas ellas refulge el brillo de la pérdida. Porque todo se vuelve a encontrar pero la pérdida…también es eterna. 

viernes, 13 de noviembre de 2015

SER O NO SER (1942), de Ernst Lubitsch

“Ella hace con Shakespeare lo que nosotros estamos haciendo con Polonia” y así se nos describe la eterna cuestión del ser o no ser. Una contraseña para acostarse con el amante y humillar al marido. Tan simple como acudir a los clásicos para tener plena conciencia de que la guerra es un clásico y de que no es cosa de risa aunque sea siempre un chiste del absurdo. El teatro como forma de resistencia no deja de ser una broma, un cuento cruel narrado con una sonrisa. Y es que no hay nadie como María Tura para hacer que los nazis se enternezcan y la cruz gamada pase a ser una letra de una línea graciosa. María, María, en el fondo eres una patria. Todo el mundo quiere conquistarte y pasar por tus valles de satén. Menos mal que eres valiente.
“Si no vuelvo, acuérdate de mí. Si vuelvo…te acordarás de mí” y es que así se describe la eterna cuestión del ser o no ser…cornudo. Los celos arrastran la pasión de ese gran, gran actor, no sé si lo habrán oído nombrar, Joseph Tura. Un maestro del transformismo que lo mismo se convierte en el temible Campo de concentración Erhardt que en el héroe traidor que es el Profesor Siletsky. Y todo por recuperar una mujer. Hay que volver a ser valiente para demostrar lo que se vale porque encima de las tablas…Hamlet seguiría dudando. Es lo que tiene el arte. Joseph, Joseph, en el fondo eres divino. No quieres enterarte de nada mientras te ensimismas en tu discutible interpretación llena de vanidad y, sin embargo, cuando tomas el control eres el más arrojado de los hombres. Los nazis saben que la vanidad es tu punto débil. Y tú sabes que la vanidad también es el punto débil de los nazis.
Europa en la desgracia mientras un grupo de cómicos se esfuerzan por poner una sonrisa en la tragedia. Hitler sale corriendo del teatro y todo es una huida genial en la que, en un golpe tremendo de sabiduría germana, se ordena a los pilotos que salten del avión y lo hacen sin rechistar. Maravilloso Lubitsch, haciendo que las puertas hablen de sexo sin decir ni una palabra más escabrosa que otra. Todo está tan medido que el viejo maestro de puro e ironía estará disfrutando cada vez que la volvemos a ver. Al fin y al cabo, él ya no es pero hay que reconocer que fue y fue mucho.
-. ¿Podemos brindar por una guerra relámpago?
-. Prefiero una larga emboscada.

Y no están hablando de guerra, sino de sexo porque, de todas formas, el sexo es una guerra que siempre tiene a los mismos vencedores. La maquinaria del mal avanza imparable pero, tal vez, se detenga por una mujer demasiado atractiva para esos uniformes negros y grises que encandilan y atemorizan a todos. El fascismo es una farsa que no sabe cuándo termina la función. Pura fachada para dar cabida a un terror que tenga a todos bien amordazados. Menos a Lubitsch. Ése no se callaba ni aunque la censura se vistiera de seda y corriera por los temibles campos de la muerte de la creatividad. Solo cerraba una puerta mientras las braguetas se abrían. Y ya está. Los nazis no se libraron de un toque legendario que nos condujo al ridículo de las cosas más serias. Sano, muy sano. Tanto es así que dicen que, cuando le encontraron víctima de un ataque al corazón, encontraron uno de sus famosos puros al lado. Ni muerto dejó de regalar su toque. Ser o no ser, he ahí la cuestión.