jueves, 29 de junio de 2023

GLENDA JACKSON: AL INFIERNO CON TODO

 

Fue una actriz segura, valiente, que hizo de la naturalidad, un sello; y de la desinhibición, una rúbrica. Sus personajes siempre tuvieron una extraña doblez psicológica que hizo que, tal vez, no fuera demasiado valorada en la comedia, pero era una excelente intérprete en todos los terrenos. Atraída por la política desde muy joven, al final mandó todo al infierno porque, sin ambages, llegó a decir que su carrera le importaba un comino. La perdimos como actriz hace mucho, aunque ya estaba haciendo alguna actuación para matar las ganas y ofrecer un par de lecciones. Aún así, Glenda Jackson merece estar en el cielo de las mejores.

Contemporánea del free cinema británico, sus inicios se mueven entre los máximos representantes de esa generación y ya aparece muy brevemente en El ingenuo salvaje, de Lindsay Anderson. Actriz de teatro de raza, obtiene un importante éxito con el revolucionario montaje de Peter Brook en Marat-Sade y, cuando el director decidió traspasar ese mismo montaje al cine, no duda en llamarla para interpretar el papel protagonista de Charlotte Corday, la mujer que asesinó a Jean Pierre Marat, en esa representación maquiavélica que el Marqués de Sade pone en marcha en un asilo de locos para la hipócrita aristocracia francesa.

El éxito internacional llega en 1969 cuando se decide a aceptar el papel protagonista de Mujeres enamoradas, de Ken Russell, al lado de Alan Bates y Oliver Reed. Basada en el relato de D.H. Lawrence, Glenda Jackson compone un personaje complejo, al borde de la ninfomanía que, sin embargo, halla el amor de una forma abrupta. La película, probablemente debido a la inadecuada dirección de Russell, ha caído en un lastimoso olvido, pero Jackson consiguió el Oscar a la mejor actriz en aquel año.

Su siguiente película también resulta impactante. Se trata de La pasión de vivir, otra vez con Ken Russell, biografía del compositor Tchaikovsky, interpretado por Richard Chamberlain, que se centra en sus conflictivas relaciones con su mujer, papel que asume Jackson, sobre todo por causa de la homosexualidad del compositor. La vida en pareja, Russell la describe casi como una pesadilla algo lisérgica, en la que el sexo juega un papel fundamental entre ellos. Nuevamente lastrada por esa dirección algo desquiciada y mareante de Russell, la interpretación de los dos protagonistas resulta brillante.

Vuelve a los terrenos del free cinema con Domingo, maldito domingo, al lado de Peter Finch, para ser una de los principales personajes de un triángulo amoroso que, como siempre, se mueve entre la seguridad y la aventura. La dirección de John Schlesinger, mucho más sobria que las anteriores películas de Ken Russell, hacen de la película un compendio de emociones muy interesante en la que destaca, en un pequeño papel, el debut de un jovencísimo actor de nombre Daniel Day Lewis.

El duelo interpretativo estaba sobre el celuloide cuando aceptó interpretar por primera vez a la Reina Isabel I de Inglaterra frente a Vanessa Redgrave en María, reina de Escocia. Dos grandísimas damas del cine y del teatro británico enfrentadas en una lucha de poder y afecto que termina en tragedia según las letras de Friedrich Schiller. El prestigio de Glenda Jackson no hacía más que crecer por su impresionante capacidad dramática saliendo, incluso, victoriosa del duelo con Redgrave.

En 1973 vuelve a ganar otro Oscar a la mejor actriz por su papel en la leve comedia Un toque de distinción, al lado de George Segal y bajo la dirección de Melvin Frank. Ácida y crítica, la descripción de un adulterio en la costa de Málaga tiene situaciones francamente divertidas aunque también camina peligrosamente en el abismo del melodrama. La película fue todo un éxito que afianzó la figura de Glenda Jackson en el mercado norteamericano.

En 1975 es el vértice de otro triángulo amoroso formado por ella, Michael Caine y Helmut Berger en Una inglesa romántica, de Joseph Losey. Matrimonio aburrido de clase muy acomodada acoge a un joven que se enamora locamente de la mujer y ella va de uno a otro según su estado de ánimo. Interesante película de Losey, algo lastrada por la estética de la época, pero con interpretaciones muy medidas de los tres protagonistas.

Se intenta reeditar el éxito con George Segal con Un toque con más clase, decantándose por un tono mucho más cómico, pero la fórmula no tiene el éxito de la primera, quizá, porque han transcurrido seis años y la mirada sobre la pareja ha cambiado notablemente en la sociedad.

Aún es capaz de interpretar una comedia muy desenfadada al lado de Walter Matthau en Un enredo para dos, en la piel de la mujer de un espía de la CIA que amenaza con publicar sus memorias y contarlo absolutamente todo tras su jubilación. Divertida y ligera, a través de toda Europa, Glenda Jackson parece mirar a un cine algo menos trascendente.

El retorno del soldado, basándose en la novela de Rebecca West, le ofrece la oportunidad de coincidir y batirse en duelo con Julie Christie y Ann Margret y se pone a las órdenes de John Irvin para trabajar junto a Ben Kingsley en Diario de una tortuga, basada en la novela de Harold Pinter. Hace una incursión extrañísima en una supuesta comedia de Robert Altman al lado de Jeff Goldblum titulada Tres en un diván, de muy escasa repercusión y después de interpretar una película olvidable como Chantaje a una esposa y de intervenir en varios episodios de diversas series televisivas, Glenda Jackson anunció que dejaba el cine para dedicarse exclusivamente a la política.

Ya había intervenido en varias iniciativas a través del Partido Laborista y llegó a ser nombrada Concejal de Transportes de la ciudad de Londres. Siempre creyó que se podía hacer más por la gente desde el despacho de un organismo oficial que desde un escenario y, por eso, sacrificó su carrera, esa misma que, en estudio y esfuerzo, tanto le había costado ganar, para dedicar su vida al interés público. Sólo ella sabe si mereció la pena.

En cualquier caso, Glenda Jackson fue una de esas actrices que no tuvo miedo a ningún papel. Miró a sus personajes de frente e, incluso con una mirada reprobatoria, se hizo dueña de ellos con elegancia, con muchísimos recursos y con convicción. No cabe duda de que, desde los escenarios, también hizo mucho por todos nosotros.

SIN MALOS ROLLOS (2023), de Gene Stupnitsky

 

Lo peor de Maddie es que es un espíritu libre. O, tal vez, sea esa su mayor virtud. Depende de cómo se mire. Por un lado, no quiere responsabilidades con nadie, ha huido de cualquier movimiento que significara enlazar. No le gusta demasiado el resto de la humanidad salvo sus dos o tres amigos de toda la vida. Por otro, no tiene ningún problema en decir las verdades, aunque mienta por interés. Le importa tres retacos que crean que ella es una malhablada, basta y desinhibida mujer que ya avanza peligrosamente por la treintena sin crear un verdadero hogar. No nos engañemos. Ella es la protagonista de la historia porque tiene que defenderse con uñas y dientes y, al mismo tiempo, tiene la supuestamente fácil tarea de sacar del cascarón a un adolescente preuniversitario.

El problema de Maddie es que, a veces, se confunde. Cree que el amor es sexo, que el sexo no es nada, que la amistad puede ser amor y vuelta a empezar. Y tiene que habitar un mundo hostil en el que todo el mundo quiere sacar tajada. Especialmente cuando a ella le gusta estar allí, en el lugar en el que ha crecido que, por aquellas cosas de la vida, se ha convertido en una zona residencial para ricos que, a pesar de enriquecer el entorno, están empobreciendo el ánimo. Muchas cosas sobre Maddie. También se podría llamar así la película.

Por otro lado, Percy es un joven que es brillante, sólo que aún no lo sabe. Está acostumbrado a estar permanentemente monitorizado por sus padres y ellos quieren que empiece a tener iniciativa propia y creen que una buena noche de seducción de cierto nivel puede ser la solución. Ofrecen un coche. Y no cualquier coche. Bueno, sí, es de segunda mano, pero no se puede tener todo. El caso es que Percy, cuando comienza a romper las paredes de ese cascarón que tanto se resiste, resulta un chico divertido, ingenioso, con mucha personalidad. Un pájaro que desea volar y que sólo sabe hacerlo con un ala, pero aún así no es un inútil. Probará algo parecido al amor para que su primera asignatura en Princeton sea un poco más fácil.

Se podría pensar que esta película estaba ideada para ser un vehículo ideal para la Cameron Díaz de hace apenas unos años y que el chico es una versión algo descafeinada de Matthew Broderick en su época de adolescente eterno. A cambio tenemos a Jennifer Lawrence, divertida en algunos pasajes, especialmente en aquellos en los que pone narices y le da todo igual, y a Andrew Barth Feldman siendo hijo de Broderick y que resulta menos lucido aunque una de las mejores secuencias de la película sea su interpretación al piano de noche de Maneater, de Daryl Hall y John Oates. Al final, es una comedia sin demasiadas pretensiones, con algunos puntos interesantes, alguna que otra secuencia de carcajada y un cierto batiburrillo de sentimientos que no acaban de estar bien explicados. No se puede tener todo. Incluso Matthew Broderick aparece con una melena que acaba por ser puro trasnoche en la opulencia como símbolo de postureo. Aunque quizá haya que reírse un poco de todo para poder reflexionar sobre ello con la suficiente objetividad. Ya estamos llegando a un punto en que la vida lo está pidiendo a gritos.

Así que habrá que decir la palabra clave a un perro para espantar los miedos y alejar los moscones impertinentes que creen tener la razón de todo cuando no la tienen de nada. Sólo hace falta una buena llave para arrancar un motor para que una buena cena, una sonrisa que nadie puede igualar y una mirada de complicidad sean momentos que nadie nos puede quitar, porque las sensaciones forman parte de esas gotas de felicidad servidas con marisco.

miércoles, 28 de junio de 2023

CORREO DIPLOMÁTICO (1952), de Henry Hathaway

 

Enlazar un avión con otro sin descanso. Ése es el destino de Mike Kells, correo diplomático del Departamento de Estado. En esta ocasión, sin embargo, el encargo es algo diferente. Se tiene que encontrar con un viejo amigo que está operando detrás del Telón de Acero para entregarle unos documentos que ponen en evidencia fechas y planes para la invasión de cierto país satélite. Son años de Guerra Fría, con la guerra de Corea de fondo, con la tensión al máximo y los sentidos aguzados. Kells tendrá que moverse por media Europa porque las cosas no salen exactamente como deben. París, Salzburgo, Trieste…el viejo continente en plena reconstrucción mientras las potencias se aprovechan de las debilidades de los gobiernos vigentes. Aún así, Kells tendrá que surcar las aguas de la mentira entre la traición y las órdenes, con un delicado equilibrio emocional que le llevará a la confusión allá por donde vaya. Él es un simple correo diplomático, no un espía profesional, por mucho que haya combatido en la Segunda Guerra Mundial y tenga algo de entrenamiento de campo. Sólo está versado en atravesar fronteras, moverse de un lado a otro con rapidez, tomar los transportes más indicados y echar mano de algunos recursos por si las cosas salen mal. Y aquí no es que salgan mal, es que todo es un entramado de intereses en el que se hace muy difícil vislumbrar con claridad qué es lo que está pasando. Malditos documentos.

Tyrone Power está espléndido en la piel del correo diplomático Mike Kells, porque da el tipo de aventurero que se ha acomodado a un trabajo cómodo, sin demasiadas complicaciones, que le permite ir de aquí a allá sin hacer preguntas, sólo llevando carteras. A su lado, Patricia Neal, bellísima, haciendo gala de sus dotes conquistadoras, tratando de seducir a Power porque el chico, realmente, lo vale. Detrás, Hildegarde Kneff, elegante en sus primeras apariciones sumidas en el silencio y batalladora como sólo una mujer puede serlo. Dando órdenes, Stephen McNally, un actor siempre eficaz, que tira de galones para imponer su autoridad y, como niñera, un inusual Karl Malden, dicharachero y simpático, dispuesto a ayudar al correo en todo lo que pueda porque tiene una amplia experiencia como comando en la guerra. En la dirección, un espléndido Henry Hathaway, que no da descanso, porque están continuamente pasando cosas, con un ritmo trepidante, poco usual, con algún que otro salto un tanto incomprensible, pero dando un producto de clase y altura. Como corresponde a un correo diplomático que lleva documentos importantísimos para asegurar el equilibrio de la paz mundial.

Y es que Mike Kells es uno de esos tipos que irá hasta el final, aunque tenga que dejar colgada a su encantadora conquista. Al final, todos revelan el juego y Kells se verá atrapado en un mar de dudas que sólo podrá despejar haciendo lo que es de justicia. El juego del espionaje es despiadado y él hará que, por pura terquedad, quien ha arriesgado su vida por hacer lo debido, sea rescatado, recompensado y… ¿quién sabe? Puede que en el futuro haya algo más. Sólo hace falta abrir la valija diplomática y ver qué es lo que contiene.

martes, 27 de junio de 2023

CANALLADAS (1992), de Gerard Jourd´hui

En el negocio de la impresión es normal pasarse los días haciendo pruebas y corrigiendo. El señor Caunes es dueño de una imprenta y las cosas están llegando al límite. Debe hacer unas cuantas correcciones en su vida porque hay algo que está saliendo rematadamente mal. Su mujer le hace la vida imposible. Nunca está satisfecha con nada a pesar de que no le falta ni una joya en el dedo. Más vale destrozar las pruebas y asegurarse de que el crimen perfecto existe. Sin que podamos darnos cuenta, el señor Caunes decide asesinar a su esposa. Ni siquiera podemos verlo. Sólo se nos cuenta. La policía comienza a hacer preguntas y el señor Caunes parece como que está disfrutando con el juego del gato y el ratón, sólo que, a lo mejor, él no es el ratón. Aparte de eso, está esa chica que ejerce como secretaria de su imprenta, la señorita Rose. Espectacular. Es una de esas mujeres que no se olvidan. Y siente cierta simpatía por el señor Caunes que, por si fuera poco, no se le escapa a la policía. Todo apunta hacia el viejo impresor. Sólo que no hay ni una sola pista para inculparlo. Es como si hubiera borrado cualquier defecto en su obra maestra. Su sonrisa socarrona, su aire de seguridad…es algo muy misterioso. La presión no le afecta ni lo más mínimo. Es un viejo canalla que sabe muy bien por dónde pisa, aunque sean arenas movedizas…o, más bien, tintas delebles.

El caso es que el señor Caunes tiene en jaque a la policía. Se le sigue y no hace nada malo. Se le interroga y no dice ni una sola palabra de más. Poco a poco se va construyendo una trama imposible de conspiración para que el señor Caunes confiese de una vez. Sin embargo, es tan frío que no se le puede sacar nada. Es como una de esas letras que coloca en los carriles de impresión. Puede que esté manchada y ennegrecida, pero sigue imprimiendo como si no pasara nada. El señor Caunes es un canalla. El señor Caunes es culpable. A ver quién es el listo que es capaz de demostrarlo.

Gerard Jourd´hui adapta la novela de Fredric Brown Su nombre era muerte de una forma muy fidedigna para mostrar a un fantástico Michel Serrault en la piel del señor Caunes, un hombre que piensa en sus impresiones con total meticulosidad, al igual que sus asesinatos. En el papel de su secretaria, una impresionante Anna Galiena en uno de sus mejores papeles mientras, de alguna manera, el público se pone de parte del asesino porque ha matado bien a una persona mala, no ha dejado pistas para los buenos, y, además, se ríe de todo cuanto le rodea detrás de un rostro de serena inteligencia y de una paciencia fuera de lo normal. Así eran los viejos canallas que no hacían más que canalladas. Ahora la policía es incapaz de comprender esa aparente impasibilidad para todo mientras todos los crímenes ocurren fuera de campo. Ni siquiera el espectador tiene pruebas. ¿No es maravilloso?

 

viernes, 23 de junio de 2023

MUJER SIN PASADO (1962), de Ronald Neame

 

A veces, el pasado está ahí, quieto, sin moverse, latente, pero dormido, esperando la oportunidad para presentarse de nuevo y arruinar todo lo que se puede haber construido en el presente. Es peligroso porque odia ser descubierto. Si alguien lo hace, regresará con toda su furia y destrozará a la persona que lo posee y causará una conmoción en todas las que están alrededor. El pasado suele ser una fiera a la que más vale dejar tranquila. Y, sin embargo, la vida, esa gran traidora, se esfuerza por hacerlo aparecer. La felicidad, pobre, muy pobre, huirá sin remedio. Y la soledad se convertirá en la única salida.

La señorita Madrigal es una mujer que no habla de referencias para convertirse en la institutriz de una niña malcriada, rebelde y terriblemente agresiva. Sólo aplica el sentido común y una asombrosa tranquilidad. No obstante, no habla de referencias. Sólo dice que estuvo en una casa anteriormente durante unos cuantos años. En su mirada hay mucha sabiduría porque sabe cómo tratar a esa adolescente a la que vendrían bien unos cuantos azotes. La señorita Madrigal sabe perfectamente cuál es su sitio. Y no se moverá ni un centímetro de él a no ser que el pasado venga a llamar de nuevo a la puerta. Y no sólo eso. Es una mujer que no sólo sabe tratar adecuadamente, aguantando alguna que otra humillación sin mover ni un músculo, a esa joven sin conciencia (o, tal vez, con demasiada conciencia). También es una psicóloga con la gente mayor. Sabe cuáles son sus puntos débiles y trata de fortalecerlos. Al fin y al cabo, es lo que ella ha hecho consigo misma durante toda su vida.

Deborah Kerr destaca en esta película porque realiza una interpretación sutil, haciendo que, en cada plano, transmita mucho más de lo que lo hace el simple diálogo. En sus miradas hay mensajes completos. En sus temores, hay deseos de lo oculto. En sus realidades, hay ganas de hallar una redención que desea por encima de todo. Los acontecimientos se precipitarán porque sirve en una casa de gente muy acomodada y los invitados son muy variados y muy frecuentes. La rabia con el motivo por el cual tiene que dejarlo todo, salta a borbotones porque es difícil afrontar ese pasado que ella se empeña en esconder, aunque camina con él para poder olvidarlo. A su lado, John Mills, el administrador de todo que no tiene nada. Todo lo que quiere le roza a cada momento, pero no puede asirlo. En él, hay una especie de sabiduría de la decepción, un saber mirar que apoya a la institutriz y comprende que hay cosas que es mejor no remover. Hayley Mills, como la odiosa niña, resulta perfecta, porque despierta la aversión allí por donde va y porque utiliza sus dotes angelicales para los peores propósitos. Elizabeth Sellars es la madre. Y Edith Evans es la abuela. Todo un rompecabezas que debe unir la señorita Madrigal desde su experiencia de nada, desde su limbo de injusticia, desde su frustración ahogada hace mucho tiempo. La dirección de Ronald Neame, sobria, ajustada y eminentemente teatral, hace el resto.

jueves, 22 de junio de 2023

ASTEROID CITY (2023), de Wes Anderson

 

En algún lugar polvoriento de un desierto que no existe, se horada un agujero imaginario donde un meteorito cayó al igual que caen los sentidos de la vida. Todo ello está sustentado por una obra de teatro que no es, representada por unos locos repletos de tranquilidad y surrealismo que no saben hacia dónde van salvo, quizá, hacia abajo. Todo ello retratado con la perplejidad como estilo, con la ácida ridiculez de una sociedad alienada, que no tiene esperanza, pero que ha sido adoctrinada a conciencia a base de anuncios y autoengaños, con algún que otro brote de persecución a tiros, con algún que otro geniecillo pululando por el paisaje desolado, con un correcamino bailando al borde de la carretera.

Y ahí, en medio de la nada vestida de colores, se halla un motel cualquiera en un camino equivocado, en un paraje con puentes que no llevan a ninguna parte y rocas que no apuntan a ningún sitio. De ventana a ventana, se abren los cristales del deseo. De noche en noche, se recuerdan interminables listas de nombres para probar memorias. De estrella en estrella, se llega al convencimiento de que están todos más estrellados que el meteorito. Y los hombres de negro se presentan para una cuarentena que, en el fondo, no es más que poner la inteligencia entre paréntesis.

El director Wes Anderson regresa con sus peores vicios con esta fábula que no lleva a ninguna parte. Se supone que es supuestamente graciosa. Se cree que es supuestamente original. Se intuye que es supuestamente ácida. Y no es nada. Sólo un muestrario de situaciones que rayan en lo grotesco, con un desfile difícilmente superable de intérpretes de cierto prestigio de los que se llega a pensar que no se está muy seguro si saben lo que están haciendo ahí. No hay actuaciones destacables, aunque hay que reconocer que el mayor peso lo lleva Jason Schwartzman porque todo consiste en muchos planos mirando directamente a la cámara, haciendo confesiones que destacan por lo absurdo y sin gracia ninguna. Y mucho decir que si no se duerme, no se podrá despertar, que ahí debe estar la moraleja de la historia, si es que hay una historia. Haciendo estas películas tan autocomplacientes, Wes Anderson demuestra que está muy lejos del realizador de talento que sorprende y agrada en El Gran Hotel Budapest y que, cada vez, aburre más, sacia más y es más rechazable.

Así que nada, aplausos a millares para estos pequeños cerebros que han llevado hasta una ciudad de ochenta y siete habitantes levantada sobre unas bambalinas sus inventos algo delirantes. Asombros a puñados ante ese extraterrestre que, en teoría, interpreta Jeff Goldblum, y que sólo cae para no se sabe muy bien qué. Simpatías a chorro para la belleza que despliega Scarlett Johansson en uno de los papeles más sosos de su carrera si exceptuamos ese despropósito que fue Under the skin. Y paciencia a raudales para los espectadores, siempre sufridos ciudadanos del disfrute, que esperan que Anderson llegue a contarles algo cuando, de hecho, cuenta menos que un leproso sin dedos. Y esto es todo, amigos. No hay mucho más que destacar cuando todo consiste en mostrar en un color de pastelería la obra de teatro que se representa para no decir nada y en un blanco y negro contrastado para dejar bien claro que se trata de la vida antes de subirse al escenario y de la enorme tontería que es el proceso creativo de escribir. Lástima que Wes Anderson no se haya aplicado su propia medicina y no nos ahorre el dolor de ver una película larga que no dice absolutamente nada a través de unas imágenes que inspiran menos que Steve Carell ofreciendo zumo de tomate. Lo único que vale realmente es el baile del correcaminos. 

miércoles, 21 de junio de 2023

AL OTRO LADO DE BROOKLYN (1984), de Menahem Golan

Alby es un buen hombre. Quizá ha dejado que su vida sea una mezcla imposible de caos y de sueños, pero que levante la mano el que no la tenga así. Tiene un pequeño restaurante en Brooklyn y su gran deseo es abrir un local de lujo en el centro de Manhattan. Ahorra todo lo que puede y trata de no engañar a nadie, pero el dinero no le llega. Los precios en la isla son prohibitivos y no puede siquiera rozar el sueño. Sin embargo, se le presenta una oportunidad dentro de su comunidad judía. Su tío, que le prestará el dinero, dice que sólo lo hará si renuncia a la mujer con la que sale que, además, por si fuera poco, es gentil. Alby no quiere hacer eso. Esa mujer es la pata que da algo de estabilidad a su vida y, si la pierde, probablemente él pierda también su alma. Esa alma que guarda, en algún lugar, el espíritu de un cocinero superior, con clase, con grandes ideas, con verdaderas intenciones de triunfar en la gran manzana. La encrucijada está muy clara. O para siempre en Brooklyn o el futuro espera en Manhattan.

Para calentar aún más los platos, su tío considera que Alby es el hijo que nunca tuvo. Y su tío es mucho tío. Es una de esas personas influyentes dentro de la comunidad judía. El tío quiere lo mejor para Alby y lo mejor, huelga decirlo, es una mujer judía. Y no hay más que hablar, porque esté en lo cierto o no, él tiene razón. Para completar el círculo, el tío tiene también a una candidata para una futura boda. Y Alby no quiere ni oír hablar de la idea. Va a ser muy duro salir de Brooklyn con la mujer que Alby realmente quiere. Tampoco desea condenarla a una vida de trabajo sin futuro. Quiere lo mejor. Si no lo va a tener, mejor romper la baraja. O no. Dilema servido.

Una de las grandes virtudes de esta película es que, a pesar de ser un argumento que tiene claramente hacia lo dramático, está tratada en forma de comedia. Sólo de sonrisas y complicidades, pero comedia al fin y al cabo. El personaje de Alby, excepcionalmente interpretado por Elliott Gould, llega a ser simpático dentro de unas tribulaciones de difícil solución. El tío, el siempre excesivo Sid Caesar, tiene estupendos diálogos que siempre barren hacia dentro. Y la chica, como no podía ser menos, es la bellísima Margaux Hemingway que demostró que servía para algo más que para ser la modelo del lápiz de labios. La dirección, sorprendentemente, es de Menahem Golan, uno de los socios de la Cannon Group Entertainment, la fábrica de las películas de serie B de los años ochenta.

No obstante, no tiene hechuras de serie B sino que hay un intento de hacer cine bueno. Quizá no del todo conseguido en algunos pasajes, pero que acaba por funcionar suavemente, sin estridencias, sin poner en situaciones incómodas al espectador. El debate entre la ambición y la felicidad siempre es atractivo porque se puede ser ambicioso y feliz, pero, tal vez, no se puede ser feliz y ambicioso. Alby tendrá que cocinar su plato más complejo para resolver un dilema de ética, de amor, de sueños y de futuro.

martes, 20 de junio de 2023

LA CLAVE DEL ENIGMA (1959), de Joseph Losey

 

Todo empieza con un soleado día en Londres. Un joven atractivo y lleno de ilusiones cruza la ciudad y parece que va contento. Compra unas flores, tiene un pequeño accidente con un zapato, atraviesa un parque, el sol brilla y los niños cantan. Evidentemente, va a encontrarse con una mujer. Encuentra la puerta abierta y se introduce en el piso. Es un poco tarde para la hora en la que habían quedado, pero no importa. Habrá salido a hacer algún recado. Sin embargo, quien aparece por allí no es una chica. Es la policía. Comienzan a hacer preguntas sospechosas porque no esperaban encontrarse allí, en el piso, a un individuo que trata de esquivar las cuestiones planteadas. Es todo muy extraño. La chica no aparece, pero sí los inspectores. No le dicen de qué se trata. Sólo que se han presentado allí porque una vecina oyó que la música estaba muy alta. Jazz y no muy bueno. ¿Qué hacía el joven allí? ¿A quién esperaba? ¿Qué hizo mientras esperaba? ¿Para qué había ido al piso? ¿Por qué había puesto música? Demasiadas preguntas un tanto inquisitoriales para que se pueda imaginar lo que ha ocurrido. Allí mismo, en el apartamento, la chica aparece asesinada. La chica aparece.

Todas las sospechas recaen en ese joven bohemio, que se dice artista, que pinta cuadros y que había iniciado una relación apasionada con una mujer de cierta edad. Ella parecía esconder cosas y se mostraba excesivamente misteriosa con él, pero era una escuela para el pintor. De alguna manera, sin resultar extraordinariamente atractiva, él bebe la sexualidad por ella, como si un lienzo en blanco se ofreciera delante de sus ojos y de sus manos. Los encuentros furtivos se sucedieron. Ella tenía dinero y él, como buen artista, ni un céntimo. La mirada de ella es fascinante, penetra en el pintor como si fuera una obra realizada con el color del cielo y la pasión de la tierra. Se abandonan en los brazos del otro porque, de alguna manera, intuyen que es el mejor lugar del mundo. ¿Quién más podría haber asesinado a la mujer? Sólo hay un sospechoso. Y la policía hará lo que sea necesario para que lo confiese.

Joseph Losey deseó encerrar este misterio dentro de dos únicos escenarios, como si fuera una obra de teatro en sendos actos, para aclarar este misterioso asesinato en el que todo apunta al chico, al artista, a ese hombre sin dirección que sólo encontró alguna motivación en los brazos de una mujer arrebatadora. Sin embargo, no deja de ser curioso que un asesino se dé un paseo por en medio de la ciudad y vuelva al lugar del crimen, a sentarse en un sofá mientras escucha alguna mediocre melodía de jazz. Algo no cuadra. Hardy Kruger interpretó al artista, mientras Stanley Baker se hace cargo de ese sabueso que conoce su oficio, que cree que debe investigar en una dirección y que, incluso, le obligan a escarbar en esa misma dirección mientras algo en su instinto se remueve y le dice que no, que no es posible, que sería algo absurdo a pesar de las pruebas, que ese chico sólo fue culpable de agotar su pintura. Si no fuera así, no mantendría frente a viento y marea su inocencia. Y lo hace. Y lo hace porque sabe que el amor estuvo por ahí bien atento y que eso nunca ha sido el motivo de un asesinato. Si es amor, si es verdadero amor, acabará por hablar.


viernes, 16 de junio de 2023

LEGÍTIMA DEFENSA (1997), de Francis Ford Coppola

 

No cabe duda de que una legión de abogados experimentados tratará de sacar provecho de un juicio en el que la otra parte está representada por un abogado novato que no ha tenido ninguna experiencia en litigios. Las trampas y triquiñuelas del oficio sólo se aprenden a través de los años y quizá Rudy Baylor no está preparado para afrontar una demanda a una compañía de seguros médicos por negarse a tratar a un enfermo de leucemia. Rudy cree que debe luchar para que este mundo tenga algo de honesto y se emplea a fondo para llevar hasta el final una demanda que debería ser compensada con millones de dólares. Comete errores, que serán convenientemente utilizados por su contrincante, el gran Leo Drummond. También tiene algo de suerte porque el juez previsto, un monarca en su trono que no quiere que le muevan la silla ni un milímetro, muere de forma repentina y el sustituto es un brillante juzgador que demostrará una cierta simpatía por el principiante. A su lado, tiene al típico procurador que jamás podrá sacarse el título de colegiado y que sabe más de trucos que de pruebas. No está mal para empezar. Rudy Baylor cree que todo el mundo tiene derecho a una legítima defensa. Y aún lo cree más en el caso de ese pobre chico al que dejaron morir y consumirse en su miseria.

Por el camino, Rudy se encargará de otras demandas porque, en un principio, trabaja para un bufete muy poco recomendable, llevado por un tramposo profesional que saca ventaja de todo y de todos y envía a su exiguo equipo a por clientes en los mismos hospitales, deseosos de pillar una denuncia por accidente. Buitres en busca de carroña. Sin embargo, el individuo también tiene que salir por patas y Rudy aprovechará el hueco. No es tonto, Rudy. Sólo es inexperto.

Francis Ford Coppola dirigió con solidez y precisión la novela de John Grisham, el cual saludó el intentó como “la mejor adaptación que se haya hecho nunca de una de mis novelas”. Por supuesto, renunció a cualquier huella de autoría para realizar una película de encargo aunque, eso sí, con un reparto tan solvente que llega a impresionar. Ahí están Matt Damon, Danny de Vito, Mickey Rourke, un impresionante y muy acertado Jon Voight, Claire Danes, Mary Kay Place, Dean Stockwell, Virginia Madsen, Roy Scheider, un estupendo Danny Glover y la sorpresa y guinda de todo es asistir a la última interpretación en cine de una actriz legendaria como Teresa Wright. Todo ello puede que no dé lugar a un drama judicial efectista y efectivo, sino a un proceso no exento de cierta rutina que huye del énfasis, pero sin dejar de mostrar esos instantes tan imperdibles en cualquier juicio cinematográfico que se precie en los que el contrario se muestra sorprendido y pillado en falta. Es una película que merece mucho la pena.

Y es que la justicia, a menudo, tiene que entrar con toda su fuerza para que las cosas encajen debidamente dentro de la sociedad. No se puede permitir esa continua amenaza de estafa y de delito impune que parece inundar todos los movimientos de la sociedad cuando se trata de exigir cualquier derecho. Siempre habrá un Rudy Baylor, quizá sin demasiada experiencia, pero lleno de ganas, para partirse la cara delante de un tribunal. Y al infierno con los poderosos.

jueves, 15 de junio de 2023

EL MAESTRO JARDINERO (2023), de Paul Schrader

 

Nerval Roth es un hombre que parece haber hallado la paz igual que un esqueje trasplantado a maceta ajena. Antes crecía fuerte, pero crecía mal. En la soledad de la nueva tierra, ha encontrado pasión por los nutrientes, amor por el agua y deseo por la luz solar. De vez en cuando, se le pide que crezca un poquito más para presunción y realización de otros, pero él no se queja. Es consciente de que ha tenido suerte y sigue con sus tareas asignadas, rellenando parterres, podando setos y dando vida a un jardín de diseño que sólo espera unas manos amorosas repletas de cuidado.

Un buen día, otro esqueje es trasplantado. Y Roth se aplica con él. Le quita el pulgón, le instruye, le otorga vida. Sin embargo, el nuevo esqueje tiene un pasado y no es fácil quitárselo de encima. El maestro jardinero también tenía uno, muy especial. Y no va a dejar pasar la oportunidad de traerlo al presente para que el nuevo esqueje crezca y se muestre, sea y esté. Por supuesto, va a pagar un cierto precio que, más tarde, puede que le sea devuelto porque la mala hierba nunca muere, pero él es un pozo de tranquilidad. En su mirada hay una parte de dolor y otra de relajación. Es un artista con las tijeras de podar. Y sabe lo que es hacer sangre.

Paul Schrader, guionista de Taxi Driver y director de varias películas, vuelve otra vez al universo enfermizo que le caracteriza, con personajes de oscuridad comprobada y lecturas triples. En esta ocasión, no duda en ofrecer un tratado de jardinería para describir a un hombre que renunció a todo porque supo que estaba totalmente equivocado. En sus ojos, no hay miedo, pero sí decisión. Aunque, desde luego, ha dejado arrastrarse por la vida en señal de agradecimiento. La atracción y la posibilidad de reconstruir la vida que ha dilapidado en una delación son más fuertes que cualquier abono y está dispuesto a seguir adelante con todo. Schrader, para ello, cuenta con la inestimable colaboración de un actor solvente, capaz de dar lo mejor en películas como Loving o Midnight Special y Joel Edgerton se va convirtiendo en la principal razón de la historia.

Sin embargo, Schrader parece perderse en algún momento de la narración. Se espera un acontecimiento y pone a los personajes en un limbo, deteniendo la historia y parándose en el significado de una piel que tiene signos evidentes de creencias que deberían ser desterradas. Al final, hay una especie de catarsis que completa una redención que ya hace tiempo que tuvo lugar y el conjunto se resiente porque Paul Schrader, en realidad, está muy lejos de Martin Scorsese y algunas reglas fundamentales de la dirección como el ritmo no las acaba de dominar.

El tiempo se empeña en regar de olvido lo que permanece inalterable. Un hombre es lo que siempre ha sido y el entorno, aunque da algún que otro descanso, se transforma en hostilidad con apenas un escarbado. Los códigos éticos que sirvieron para una venganza siguen vigentes y, quizá, ya no haya un interlocutor válido cuando se necesita algún que otro favor de vuelta cuando se ha puesto en juego la vida entera. La ingratitud siempre acecha y la satisfacción debe existir cuando se reconstruye todo y se devuelve cada rama a su estado natural de sombra y susurro. El esqueje seguirá creciendo, pero esta vez acompañado. Tal vez para que no se escape la seguridad de que mañana será un día muy parecido al de hoy, con sus lluvias, con sus luces, con sus fertilizantes, con su explosión de color entre el verde, mientras otros, explotadores del sentimiento sin salida, tendrán que encerrarse en su casa dejando que el mérito se instale en el ánimo de alguien que perdió y que, ahora, tratará de ganar. 

miércoles, 14 de junio de 2023

SANGRE EN PRIMERA PÁGINA (1959), de Clifford Odets

 

Cuando se comete un asesinato que, a primera vista, puede parece pasional, hay más instigadores que los tres actores principales. Por un lado está esa mujer que parece cansada de un destino que no le ha sido favorable, que destaca por su tristeza y que debe tragar con una cascada de malos tratos psicológicos por culpa de un marido que no ha encontrado un remanso de paz cuando ha salido de su agotador trabajo. Por el otro, un hombre desencantado, muerto por dentro, que no sabe cómo seguir manteniendo el tren de gastos familiar porque el sueldo de detective del departamento de policía es más bien exiguo. Eso le lleva a la botella, y de ahí a la baja autoestima, y de ahí a la violencia. Por último, está ese joven que quiere una última oportunidad. Se casó en un matrimonio de conveniencia, fue a la guerra y permaneció a la sombra de su madre, cumpliendo sus deseos para mitigar sus frustraciones. Y está la madre…la madre…

En demasiadas ocasiones creemos que los hijos están para ayudarnos a superar nuestros propios fracasos. Creemos que son extensiones de nuestra carne y de nuestra mente cuando, en realidad, son personas totalmente diferentes, con sus pasiones, sus contradicciones, sus verdades, sus silencios, sus propios anhelos y también sus propias frustraciones. Y esa madre ha dirigido la vida de su hijo desde el principio. Le indicó con quién debía casarse, a qué se debía dedicar, cómo debía comportarse y, por supuesto, censuraba tajantemente la relación de su hijo con una mujer casada llegando al límite del chantaje.

El accidente o asesinato ocurre. Y nadie cree que pudo ocurrir porque se juntaron una serie de desgraciadas circunstancias. El marido muerto. Y los amantes son acusados. Y un abogado, un viejo amigo de la familia de la mujer, se jugará la piel para desmontar la impoluta posición de la madre o la agresiva actitud de un fiscal que manipula las respuestas a conveniencia exigiendo monosílabos o abundantes explicaciones. El juez, impartiendo justicia, tratará de poner orden. Y la opinión pública condenará sin perdón a los adúlteros porque no hay derecho que un hombre bueno, un policía que dedica su vida a servir a la comunidad, termine con un agujero en el pecho.

Excelente película, totalmente masacrada en el momento del estreno, que contiene una estupenda interpretación de Tony Franciosa en el papel de ese abogado que se juega todo lo que ha conseguido con tal de exculpar a la mujer y, por ende, al amante. Rita Hayworth está espléndida en su madurez aunque ligeramente inexpresiva, instalándose en la tristeza permanente. Gig Young es el amante, seguro por fuera, hecho añicos por dentro, estrellándose contra el muro de la moral. Hugh Griffith utiliza sus miradas inteligentes para dar entidad a un juez justo y determinante. Y, por supuesto, Mildred Dunnock encarna a esa madre posesiva, de apariencia frágil, pero carácter extremadamente dominante, implacable, corrupta en su propia moralidad excusada. Clifford Odets, extraordinario dramaturgo, se pone tras el guión y las cámaras y realiza un trabajo competente, sobrio, sin abundar en el sensacionalismo, con buen dominio del espacio judicial. Y es que, en el fondo, el veredicto tendrá que condenar todos los prejuicios que se han ido realizando con la información de la prensa y la sentencia de la moral. No es fácil administrar justicia. No es fácil llegar a la verdad. 

martes, 13 de junio de 2023

PLATOON (1986), de Oliver Stone

 

Brazos al cielo mientras las balas traidoras buscan hincarse en la carne. Los sueños rotos porque la guerra se encarga de poner las cosas en su sitio. Ya no existe más ese sentimiento patriótico que impulsó a miles de jóvenes a alistarse para ir a Vietnam. El uniforme, las letrinas, la lluvia que caía como gotas de sudor, la bala perdida que hiere sin caer en la cuenta, los compañeros que ya no volverán. Dos días más y de vuelta a casa. La mirada se ha agriado. No, la guerra no es como en las películas. Allí, en medio de la selva, la gente dispara y la gente muere. Las explosiones muerden la piel como dragones en busca de su presa, los casquillos saltan gritando con su voz metálica que ya han cumplido su misión, la maldad parece habitar en medio de un puñado de cicatrices en la cara, la muerte espera. Hogar, dulce hogar.

Quizá fuera una reflexión que no se pensó lo suficiente. El helicóptero se eleva y la suave brisa caliente se abre paso en la selva del pelo rodeado de un pañuelo. Puede que aquello se convirtiera en un paso necesario para forjar una vida. Puede que sólo se limitara a ser una pérdida de tiempo, una horrible y truculenta pérdida de tiempo. Las armas deberían callar para siempre. Sobre todo si el precio a pagar es un lago de sangre y, en la jungla, se extravían las risas, las bromas de camaradería, los conatos de amistad. Y, para terminar, la traición, siempre presente, haciendo que la guerra sea más fácil, siga matando, continúe masacrando, siegue vidas. El sueño de la libertad pisoteado, enterrado y recubierto de estiércol. Así se acaba con las ilusiones. Así se condena una vida.

Oliver Stone realizó este alegato autobiográfico sobre sus experiencias en Vietnam bajando la cámara a pie de campo, sin viajes imposibles, sin instrucciones deshumanizadoras. Sólo el disparo diario, las obligaciones rutinarias, el enfrentamiento directo. De ahí sólo vale salir vivo. Lo demás podrá ser todo lo trascendente que se quiere, pero sólo es la nada. El hogar queda muy lejos y volver a él es lo único que realmente importa. Todo lo demás es ruido de pólvora, es bajeza hasta el vómito, es días sin gloria.

El reparto, por otro lado, llega a ser realmente impresionante. Además de Charlie Sheen en el mejor papel de su vida, se hallan esos dos sargentos enfrentados hasta el odio interpretados por Willem Dafoe y Tom Berenger, también en el que, posiblemente, sea el mejor rol que haya interpretado nunca. Los soldados tienen rostros tan conocidos como los de Forest Whitaker, Francesco Quinn, Keith David, John McGinley, Johnny Depp…Ninguno era una estrella en la época de rodaje, pero todos eran rostros suficientemente conocidos para asegurar la identificación del público con algo cercano, que le podría pasar al vecino de al lado, o al amigo de instituto. Y no es posible sustraerse, al son de los compases del Adagio, de Samuel Barber, a un cierto sentimiento de soledad que parece invadir a cualquiera que se identifique con Chris Taylor, el protagonista. Tuvo que ir, ver y perder para darse cuenta de todo lo que dejaba atrás y de todo lo que le quedó por hacer. El resultado fue Oliver Stone.

viernes, 9 de junio de 2023

EL REY PASMADO (1991), de Imanol Uribe

 

El rey Felipe IV dice que quiere ver desnuda a su mujer. Y Ave María Purísima, sin pecado concebida. La que se arma en la Corte es de padre y muy señor mío. Sin embargo, eso no es todo. Ante el escándalo y la sinvergonzonería que parece haberse instalado en la cabeza real también se alza una especie de ambiente raro, casi mágico, en el que diversos conjuros, o hechizos, se han dado cita para dar al traste con el más poderoso reino que hayan visto ojos plebeyos. Por un lado, un misterioso jesuita, de ideas demasiado liberales para la época, interviene en el asunto del cual, por algún misterioso poder no escrito, también opina la Iglesia. Por otro, el valido del Rey, el Conde-Duque de Olivares, quiere funcionar como es debido y hacerle un hijo a su mujer. Aún por otro, un extraño caballero que lanza el sombrero como nadie llega a la Corte sembrando lujurias y deseos. Esto no se puede consentir en un reino católico y devoto como es el de España. Para eso ya estará el fraile dominico de la Inquisición que pondrá los puntos sobre las íes, las coronas sobre sus cabezas y espantará la brujería que parece haberse instalado de manos del mismísimo Diablo.

Mientras tanto, el Rey pasmado sólo es un joven deseoso de enamorarse. Sí, el sexo con prostitutas está muy bien, pero él tiene una esposa bonita, a la que desea desear. Y con tanto ropaje, tanto miriñaque y tanta espadita es imposible. Así que, por alguna razón ignota en la que la sangre que corre por las venas del arco del triunfo tiene algo que ver, los sitios religiosos son los más adecuados para llevar a cabo los deseos tanto del Rey como de su valido. Y no se hable más que las noticias de Flandes no son nada halagüeñas y eso seguro que es porque el Rey quiere ver a su esposa en paños menores. O, mejor, sin paño alguno.

Excelente película de Imanol Uribe con un reparto extraordinario en el que destaca Juan Diego como el Padre Villaescusa, ladino y despiadado, mientras que Gabino Diego, sin duda, encarna al mismísimo Felipe IV en físico y modales. Javier Gurruchaga, por otra parte, le pone pasión a su Olivares, siempre comedido salvo cuando entre cánticos religiosos y rodeado de beatas posee a su esposa en el coro. Eusebio Poncela, Eulalia Ramón, Emma Cohen, Carme Elías, Enrique San Francisco, Fernando Fernán Gómez, Laura del Sol, Joaquim de Almeida, María Barranco y Anne Roussel completan un reparto completo y ejemplar para dar vida al maravilloso relato de Gonzalo Torrente Ballester Crónica del Rey pasmado que, además, y por si fuera poco, contiene una de las bandas sonoras más memorables del cine español compuesta por el maestro José Nieto.

Y es que todo era poco para que, en esa España de ropajes negros e intenciones ocultas, pudiéramos creer que caminamos en medio de esas calles empedradas y de esas rancias parroquias y de que los conjuros, no siempre pertenecen a las culturas paganas. Ya se sabe. España y Dios ante todo, hijos míos. Aunque para ello haya que fornicar en suelo sagrado como posesos.

jueves, 8 de junio de 2023

THE BOOGEYMAN (2023), de Rob Savage

 

Cuando una familia sufre una pérdida trágica, se hace más vulnerable al saco de temores que asedian a la imaginación. Se creen en movimientos extraños en la inerte oscuridad. Se piensan en conspiraciones sobrenaturales para que la adaptación a la nueva situación parezca un castigo. Se introducen desequilibrios mentales que provocan la lágrima porque lo desconocido se hace real y la imprevisibilidad del devenir es un motivo más para sentir pánico. En esta ocasión, ese miedo que todos hemos padecido, mirando posibles presencias inquietantes debajo de la cama o creyendo ruidos ilógicos dentro del armario, se hace físico, real, tangible. Es el hombre del saco en versión monstruo inasible.

Así que una familia intenta salir de ese estado de inmovilismo que a veces suele atenazar los comportamientos postraumáticos y comienzan a surgir fenómenos en los que la luz y la oscuridad juegan un papel muy importante. Puede que la inocencia de una niña sea el detonante, o la inseguridad de una adolescente, o la anestesia emocional de un padre. Poco importa. Ese monstruo de la penumbra se hace presente y encarna los miedos que se presentan a un futuro que pasa por ser casi amenazador, por mucho que se llame una y otra vez al ser que se pierde y que tanto cariño se ha llevado.

Stephen King escribe el relato corto en el que se basa esta película y volvemos sobre algunos de sus temas favoritos. La familia, la incomprensión, el acoso escolar, el temor a lo que no se ve, a lo que no se siente, por mucho que sea más fuerte que la vida. Todo ello se distribuye de forma bastante aceptable a lo largo de esta película que guarda una virtud y un defecto en la balanza de la inquietud. Por un lado, se toma su tiempo, no es nada precipitada, va dosificando los sustos, que los hay. Por otro, la historia fenece un poco desde el mismo momento en el que el miedo se corporiza. Todo resulta mucho más turbio y tenso mientras la película se mueve en los terrenos de la desconocida oscuridad, de la sombra fugaz, de los ojos brillantes. Aún así, el resultado está por encima de la media porque la dirección de Rob Savage es comedida, salvo en una escena. Y el fuerte de la trama está en cuando nada es evidente.

Es el momento en el que las luces se apagan y cualquier crujido toma la apariencia sonora de un paso. El silencio, a menudo, no es buen compañero cuando la pena se ha instalado en el ánimo. Mientras tanto, en las edades inseguras, cualquier mirada se torna agresiva, cualquier palabra es un desplante, cualquier ofrecimiento es un malentendido. Ahí es donde empieza a tomar forma el terror porque se teme una nueva pérdida, una nueva derrota difícil de asimilar, un sufrimiento más en algún problema ajeno que se hace propio. No es fácil entender por qué tanta pena ronda un hogar que parece que fue feliz y, sin embargo, hace falta mucho valor para enfrentarse a los miedos que se mueven allí mismo, en un vestido colgado, en una estantería llena de ojos de pergamino, en un techo en el que parece que crecen las raíces del mal, en un cuaderno de hojas arrancadas y cariños olvidados. No hay que dejar entrar al hombre del saco, porque es muy posible que ya no quiera salir más. La luz tiembla siempre hacia la izquierda y es entonces cuando sabemos que aquellos que se han ido, no lo han hecho realmente. Siempre se quedan de alguna manera cuidando de nuestro destino, tan lleno de soledad y de lágrimas. La burla y el desprecio hacia los que han visto el horror, sólo es el preludio del verdadero temor. Días sin vida han pasado. Ahora llegará la vida sin ningún día, absorbiendo el hálito de lo que nos queda aún latiendo.

miércoles, 7 de junio de 2023

RAY (2004), de Taylor Hackford

 

Moverse en la oscuridad es siempre un ensayo para la caída. Ray Charles se convirtió en un invidente a los siete años y, a partir de ahí, inundó de música la vida de todos los que le podían escuchar. Sin embargo, su camino fue difícil a pesar del talento que le acompañaba. Tenía un miedo incesante por culpa de esa oscuridad en la que creía que estaba solo. No importaba que estuviese acompañado de personas que le querían realmente y que deseaban lo mejor para él. Era como si sólo se moviese en las teclas de notas sostenidas en el piano, las negras. Las blancas, para él, no existían. Y, por supuesto, tuvo que bajar al infierno para darse cuenta de que la oscuridad, por muy insondable que sea, no merece tanto miedo.

Su arte genial fue inigualable. Supo tocar el piano con el alma del sur y ponerle voz desgarrada a tantas melodías que, tal vez en otras manos, no hubieran pasado de mediocres. Tuvo la certeza de que el camino, de alguna manera, siempre volvía a él porque tenía magia para convertir cualquier canción en un susurro de lamento, o de amor, o de alegría, o de ira, o de repetición. “Chicos, seguidme” y sale What I´d say, una de las melodías más tarareadas de la historia del soul. Una de sus múltiples amantes que también le acompañaron por ese paseo por las profundidades le propone un ultimátum y ya tenemos Hit the road, Jack. Se le prohíbe actuar en Georgia porque se niega a ofrecer un concierto con el auditorio segregado y el oído se esparce en busca de Georgia on my mind. No había otro igual. Nadie supo cantar como él. Nadie supo entender la música como él lo hacía.

Jamie Foxx realiza una auténtica creación, actuando con todo el cuerpo, para dar vida a Ray Charles. A su lado, el director Taylor Hackford, monta todo un universo de personalidades que le acompañaron a lo largo de su vida, acudiendo, por supuesto, a lo más resumido y concreto, para que todos participen del miedo que sufre un hombre que no ve y, no obstante, está condenado a escuchar las ovaciones que le tributa medio mundo. Si hay algo reprochable en esta película es que, teniendo todo a favor, no consigue emocionar en ningún momento. No hay ese momento culminante en el que se siente la especial cercanía del retratado, en este caso, un genio que nunca dejó de tocar. Participas de sus miedos, compartes sus éxitos, rechazas sus actitudes y mueres con sus fracasos vitales, pero no hay carne de gallina, no hay exaltación. Sólo pies que se mueven inevitablemente al compás de una música que nunca tuvo igual.

Y es que no es fácil seguir el camino de los genios y darse cuenta de que el empedrado no estaba hecho de rosas. Ray Charles Robinson supo lo que era el miedo desde el mismo instante en que tuvo que dejar a su madre para conseguir algo de educación. Y ni siquiera el teclado de un piano fue suficiente como para superarlo. Nunca se sabe lo que hay detrás de una cortina negra permanente, a pesar de que todos los demás sentidos de tu cuerpo te puedan hablar de forma meridiana. Los demonios de la noche deben ser espantados y Ray Charles consiguió hacerlo sólo en parte.

martes, 6 de junio de 2023

POLICÍA INTERNACIONAL (1957), de John Gilling

 

“Sé cómo te sientes. El primer asesinato siempre es el más difícil”.

Y Frank McNally extiende sus tentáculos por media Europa con tal de esparcir su mercancía. Su falta de escrúpulos es casi paralizante. No repara en medios para conseguir sus objetivos. Si debe matar, lo hace sin contemplaciones. Es escurridizo como una anguila y nadie quiere hablar para delatarle. La Interpol le vigila, pero él ejerce también una inquietante vigilancia. Los callejones de Roma, de Nueva York, de Londres, de Nápoles y de Atenas no tienen secretos para él. Los negocios son lo primero y están por encima de todo, incluso de cualquier vida. Y está dispuesto a llegar hasta el final y despedirse. La Interpol se va a quedar con un palmo de narices y él se alejará con una media sonrisa rellena de cinismo y de arrogancia. Los policías pueden ser muy listos, pero él lo es más. Y eso es todo. Va a inundar el mercado con su género de segunda. Y habrá que emplear todos los medios posibles para cazarle.

Del otro lado, Charles Sturgis, un veterano policía de narcóticos que está a punto de doblar la última esquina. El dolor, para él, ha sido un acicate para no cejar en la búsqueda de los señores de la droga y Frank McNally es una vieja presa que desea atrapar con los dientes. Sturgis es perseverante, con una leve inclinación hacia la violencia, pero con honradez en el estilo. Compra a quien haga falta para conseguir cualquier información. Algo que, por otra parte, es vital si se quiere agarrar de las solapas a un tipo como McNally. Colaborará con la policía de todos los países implicados y tratará de hacer su trabajo como si fuera un delincuente más de altos vuelos. Es posible que el ansia le ciegue en alguna ocasión, pero teje una tela de araña por aquí y por allá con tal de atrapar al jefe del tinglado. Y va a acumular mucho polvo en los zapatos.

Bajo la dirección del responsable de algunos de los posteriores títulos de la Hammer, John Gilling, no cabe la menor duda de que el mayor activo de esta película reside en ese malvado que traza Trevor Howard a la perfección. El policía interpretado por Victor Mature…bueno, ya se sabe. Cara de estreñido, demasiado físico como para pasar desapercibido y mucha ceja levantada. Anita Ekberg ya luce extraordinaria cuatro años antes de La dolce vita y algunas ideas visuales resultan llamativas para una película que está realizada en la segunda mitad de los años cincuenta. Llama la atención que en la producción esté el principal adalid de la serie Bond, Albert Broccoli y en el guión se cuenta con la garantía de John Paxton, que ya mostró de lo que era capaz en otros títulos como Encrucijada de odios o Historia de un detective. El resultado es una película en la que el hilo argumental primario es la persecución que se ejerce sobre un malvado que podría ser memorable, salpicado con sus ocasionales apariciones para subrayar hasta donde llega su villanía. De buen nivel y lastrada únicamente por los pocos recursos de un actor tan limitado como Victor Mature, acaba por ser casi más una película de aventuras que un intento de trasladar el cine negro más clásico a un entorno europeo. Se deja ver. Más que nada porque siempre es apasionante asistir a la caza de un malvado que resulta tan odioso como fascinante.

viernes, 2 de junio de 2023

CORAZONES EN ATLÁNTIDA (2001), de Scott Hicks

 

A veces, la llegada del misterio puede trastocar cualquier vida. Incluso la de un niño que ha perdido todas las referencias, porque su padre ha muerto y su madre ha puesto demasiados barrotes para su juvenil curiosidad. Quizá, a través de los ojos de otro, nos podemos dar cuenta de lo irremediablemente mágicos que fueron los años de la infancia y de la adolescencia. Y ni siquiera caíamos en ello. Pasaron tan velozmente como cualquiera de las carreras desbocadas que se iniciaban por la calle, en busca de una competición, o de un júbilo, o de la siguiente esquina. Eso sí, en medio de tantas buenas e inolvidables aventuras, hay que tener cuidado porque es posible que llegue un hombre con un abrigo amarillo que acabe con esa época y dé comienzo la, casi siempre, amargada madurez. La vida y el amor se escapan como el aire y ya nada, ni nadie parecerá lo mismo. Sólo quedará un leve recuerdo de unos años locos, impulsivos, grandes porque no eran previsibles, imprevisibles porque el futuro importaba realmente poco. Los sueños están al final de la escalera, en el piso de arriba, y se convertirán en algo inolvidable en un verano que pareció que tenía algo de sobrenatural, pero que, en el fondo, es tan real como la memoria quiso guardar. El presente estará teñido de azul frío. El pasado será un presente con tonos dorados que parecen no tener fin.

La vida puede ser algo terriblemente simple. Y sólo con la observación, podemos percibir lo fascinante que puede llegar a ser. Puede que ese inquilino misterioso, que vino de ninguna parte, tenga algunas capacidades increíbles. No quiere revelar sus raíces y ni siquiera presume de dones. Es sólo un individuo que hace que la vida sea realmente interesante. Sí, sí, sí, también están los estúpidos que se creen que, con amenazas, van a ganar un trocito más de calle. Como si eso fuera importante. Sin embargo, de alguna manera, los recuerdos ajenos poseen un profundo efecto en las vidas de los que se atreven a escucharlos. La juventud es una edad loca, pero no es tonta, y el futuro puede ser definible. Ese Brautigan que vive temporalmente en el piso de arriba está muy cerca de lo que debe ser divino cuando habla y emana una tranquilidad que parece que las flores se abren para escucharle. Esto no es normal. Y para una mente aún por formar hay muy buenas pulsaciones para intentar saber algo más.

Anthony Hopkins es una fuerza de la Naturaleza en esta película. Grande, acogedor, estático y atrayente, él se convierte en la principal razón de todo. Y es tan extraordinario que resulta incomprensible que esta película haya caído en el olvido. Nunca se cita cuando se habla de las adaptaciones al cine de Stephen King cuando es un trabajo maravilloso. Tras las cámaras, Scott Hicks, que venía de hacer un éxito de taquilla con Shine y que se estrelló estrepitosamente en esta ocasión y de forma incomprensible. Todo porque la gente ya no cree en la Atlántida, no puede concebir que haya personas con poderes paranormales, no asimilan que la juventud sigue teniendo un punto de curiosidad muy interesante y es posible que nadie tenga demasiada fe en la persecución de un fugitivo que puede ser una pieza clave para la estructura de la defensa nacional. Por eso, una vez más, es necesario viajar hasta la Atlántida y comprobar de primera mano que esta es una buena película. Con sentido. Con arrugas. Con eso mismo que estremece nuestro corazón cuando comienza un viaje a la Atlántida, a la emoción de la leyenda, al aire marítimo de la libertad.

jueves, 1 de junio de 2023

MAESTROS (2023), de Bruno Chiche

 

“¡Da capo!” ordena el maestro desde el atril mientras la orquesta interrumpe la melodía para volver a empezar una y otra vez la sinfonía que no acaba de ejecutarse limpia y perfectamente. En la interpretación, debe de notarse el estudio y el trabajo, pero también el talento, la pasión, el sentimiento adecuado para una música que se eleva para dejar su huella en el alma. Al igual que en la vida, un eterno ensayo que sólo deja en evidencia un buen puñado de errores que cometemos todos, tales como las relaciones distanciadas por culpa de los desencuentros, de las decepciones, de las decisiones diferentes a las pensadas, de la seguridad de que, entre tanto pentagrama, siempre hay una nota discordante que empobrece lo que debería ser la armonía del deseo.

Y así, entre dinámicas y corcheas, nos adentramos en una confusión algo estúpida para dirigir una de los templos de la ópera y de la música clásica. La ilusión se confunde peligrosamente con la derrota, con el mérito difuminado y, lo que sonaba mal, comienza a sonar aún peor porque quedan demasiadas cuerdas sin tocar. Todo empieza con el allegro de un premio, continua con el andante de una relación que nunca terminó de empastar, se prolonga con un minueto de indecisiones y acaba con un vivace al son de Las bodas de Fígaro en el que el cariño se impone por encima de la melodía y hace que la batuta, al fin, llegue a encajar con su dueño. Los recuerdos se agolpan, la cobardía se retira, se vuelve a empezar, sí, porque ya es hora de que algo salga verdaderamente bien. Da capo. Desde el principio.

Bruno Chiche ha conseguido una película notable que habla de sentimientos en el empuje de la dirección de una orquesta y en la obtención del aprecio, no sólo del público, sino también de quien ha marcado el compás hasta llegar a la maestría. No se trata de ser el mejor, sino de ser bueno. Bueno para esos oídos que están deseando llegar a la paz que sólo pueden otorgar una serie de notas inmortales. Bueno para esos brazos que están deseando estrechar rocas que siguen resistiendo a pesar de sus defectos. Bueno para ese corazón errante que busca un pentagrama en el que depositar la comprensión, el afecto y la sinceridad. El resultado es una película que, a pesar de que en algún momento puede parecer que se detiene, se llena de emoción y de lágrimas en ese aire herido por la batuta que, de forma nada caprichosa, se mueve de arriba abajo, como un día tras otro describiendo lo que nunca debió de silenciarse, ni de tragarse, ni de esconderse.

Y es que, en la oscuridad, siempre hay una sonrisa para el orgullo, siempre hay un gesto de acompañamiento para que la segunda cuerda soporte a la primera. Las noches de París se cierran para dar paso a la luminosidad de Milán y no hay reproches en una continuidad que se preludia en dos épocas que se enfrentan para vencer. Los maestros permanecen y no importa si es desde el atril o desde el teclado, si es desde la reconciliación o desde el desprecio. No hay débiles en el camino del apoyo y del amor malentendido, sólo valientes que lo intentan una y otra vez, tratando de dar forma a la verdad, al arte, al entendimiento con una mirada, al estremecimiento con un gesto. Sólo un gesto. Apenas nada. Todo por un error tonto que nunca debió ocurrir y por una montaña de años que no dejó resquicios para la ejecución más virtuosa. Y eso es algo que hace que siempre merezca la pena volver a leer la clave de sol y comenzar por la primera línea. Admiración y amor. Apenas nada.