La
fe es un estilo de vida que se quebranta cuando ocurren sucesos que alteran su
propia esencia. Unos asesinatos bajo una virgen cuajada de lágrimas, un deseo
de esconder los secretos bajo las siempre falibles sotanas, una mujer que
guarda más promesas en sus ojos que las que se describe en el camino de la
creencia, una presión sobre una futura operación inmobiliaria. Cosas mundanas
que compiten con un sentimiento divino y que resultan inusitadamente poderosas
porque la fe puede ser grande, única, guía y verdad, pero es irremediable en su
debilidad, en su naturaleza rompible, en su condición inasible.
Todo ello bajo la égida
de una iglesia que parece cometer ella misma unos crímenes que parecen el
castigo por la profanación de un suelo sagrado. Quizá por eso se envía a un
sacerdote que destaca por su discreción y su elegancia y, sobre todo, por saber
qué es lo que hay que hacer en cada minuto del misterio. Sin embargo, entre
todas esas cualidades, también tiene plena certeza de que la fe, si se desea su
supervivencia, tiene que respirar en el silencio y grabarse de forma invisible
en la tira de papel del alzacuellos. Nada es infalible. Nada está escrito. Y
las pasiones humanas siempre giran en torno de una Iglesia que está formada por
humanos.
Así que hay que moverse
en el calvario de los intereses creados, como si fuera algo irrebatible que el
diablo suele vivir debajo de unos cuantos ceros. Mientras tanto, se restaura
para mantener la idea de que algunos hicieron verdaderas obras de arte
inspirados por la fe, o se vende porque hay que renovar las viejas estructuras,
o se corrompe para volver a resucitar ideas aterradoramente caducas y
sangrientas. Esos intereses no se mueven sólo en el mundo seglar, sino también
en nombre de la santidad. Y eso lleva al descreimiento, a la pérdida de un buen
puñado de valores, religiosos o no, a caer en las tentaciones más diversas.
Desde llenar los bolsillos a perderse en los ojos que son pequeñas muestras de
las aguas del Guadalquivir.
El director Sergio Dow
incurre en varios errores a la hora de adaptar el libro de Arturo Pérez-Reverte
más allá de la fidelidad al original literario. Uno de ellos, sin duda, es la
auténtica falta de carisma de su protagonista, Richard Armitage, en la piel del
sacerdote Lorenzo Quart. Sin embargo, acierta con la elección de Amaia
Salamanca para dar vida a Macarena Bruner. Por otro lado, no cabe duda de que
se toma unas cuantas licencias totalmente permisibles al adaptar la historia
tecnológicamente, consiguiendo algunos momentos realmente efectivos dentro de
una trama que se enreda peligrosamente haciendo perder, en determinados
pasajes, el hilo al espectador menos avezado. Y, en general, el conjunto parece
adolecer de cierta falta de fuerza, como si le faltara empuje, como si tratara
de absorber y, en realidad, lo único que consigue es embarullar. Sin embargo,
hay que aplaudir esa presentación, tremendamente cuidada y, por supuesto, el
soporte secundario que proporciona un actor veterano y bastante sabio como Paul
Guilfoyle, visto en mil películas, que consigue ser ambiguo, sereno y bastante
convincente. Muy bien, por otro lado, el trabajo de Alicia Borrachero, intenso
y calmado, descriptor de muchas canas en su pelo negro de yeso y paciencia.
Más allá de todo eso,
hay un intento loable por hacer de Sevilla un personaje más de la trama con sus
calles, sus panorámicas y su ambiente. Y resulta bastante chocante el papel
reservado a Jorge Sanz, matón de taberna, pretendidamente temible y con apenas
dos líneas de diálogo. Es como pedir el silencio a gritos.