jueves, 27 de mayo de 2021

LAS ZAPATILLAS ROJAS (1948), de Michael Powell y Emeric Pressburger

 

“-. ¿Por qué quiere usted bailar?

-. ¿Por qué quiere usted vivir?”

Y, de repente, todo es un cuento de hadas en el que el desplazamiento de los cuerpos a través del espacio con la música como amante se convierte en lo más importante. Más que los continuos intentos del destino para apartar una vocación, más que las envidias que siempre surgen, más que el instinto de posesión que desarrolla quien no sabe amar y más que el mismo amor que termina en una estación de tren.

A veces, el éxito en la suma de una conjunción de talentos. Es la fe de quien tiene la capacidad como para montar lo imposible, es la naturalidad de quien sabe componer música que antes no se había oído, es el arte y la gracilidad de quien sabe bailar poniendo y transmitiendo todos los sentimientos para que lleguen a la audiencia. Para ella, Victoria Page, sólo habrá un ballet. Los pasos serán siempre los mismos. Los aplausos serán aquellos que escuchó por primera vez en su primer mutis. Y la mirada no debe ser aquella que sólo la desea como una propiedad sino del hombre que dice que la quiere con cada movimiento, con cada nuevo giro de melodía, con cada caricia en las teclas de un piano. Ella es única y sabe que el mundo de la danza es todo sacrificio y casi sin más recompensa que la efímera fama. Al principio, eso parece mucho, pero, en realidad, eso no es nada. Siempre pasa. Siempre se olvida de ti. Y ella cree que, en un mundo de renuncia por andar de puntillas, también debe rechazar lo que la vida le ha ofrecido. Y el sueño se derrumba, se cae, se precipita por un puente porque ya no hay nada por lo que merezca la pena luchar. Las zapatillas han parado y es tarde para ponerlas en movimiento.

Michael Powell y Emeric Pressburger realizaron una película que es una auténtica belleza en su escenografía, con recursos más cinematográficos que teatrales, crearon un ballet para la memoria y unos colores para los sentidos. Su imagen límpida e impoluta con el gran director de fotografía Jack Cardiff se convierte en un festival de orden y ambiente. El teatro se transforma en el mejor escenario natural posible y todos se enamoran de esa Victoria Page interpretada con un casi imperceptible toque de sensualidad por Moira Shearer. El mundo de Hans Christian Andersen se traslada a la realidad y, entonces, ya no podemos parar de bailar. Queremos, al igual que ese monstruo elegante que es Boris Lermontov, interpretado con elegancia y contención por Anton Walbrook, que ella llegue a más, toque el cielo, se estire y se recoja y salte a los brazos del bailarín porque, así, ella es como consigue el cariño de todos. Tal vez, la obsesión por el baile exija que no pueda ser de nadie. Sólo de la escena. Sólo del arte.

El éxito puede ser tan devorador que también termina con los sueños, por mucho que él mismo sea el sueño. A menudo, se vuelve contra quien lo tiene y, como un hechizo desconocido del mundo de las hadas, castiga con la locura.

SPIRAL: SAW (2021), de Darren Lynn Bousman

 

Los elaboradísimos métodos de tortura que pone en juego el psicópata de turno, en esta ocasión, delatan que el interfecto, en todo caso, tiene mucho tiempo libre. Y el error, como siempre, se halla en ponerlo todo tan evidente cuando se tiene entre manos una trama que, lejos de películas mucho más inquietantes como Seven, de David Fincher, podría exhibir varios puntos de interés. Y no es un tema de falta de trabajo, es de dirección.

Bien es verdad que, con un final delirante a más no poder para que la saga siga reinventándose, también hace falta algo más de inteligencia, pero todo el asunto podría tener un pase porque hay momentos en los que parece que la película podría ser algo más y, sin embargo, se queda en mucho, mucho menos. No hay interpretaciones potentes y la elección de Chris Rock como el protagonista es, cuando menos, discutible. Al final, todo se queda en un desagradable espectáculo gore, de muy dudoso gusto, con alguna que otra precipitación que destapa el agujero a poco que se esté atento y con una recreación bastante despreciable del dolor y del terrible dilema al que se enfrentan las víctimas.

No obstante, si el director, en vez de tratar al espectador de estúpido, deja que toda la investigación de los crímenes se describa sin necesidad de acudir a la tontería de enseñarla con toda su crudeza, la película se habría quedado apañada, con su misterio, con su intriga, con su imaginación corriendo de cuerpo mancillado a destrozo inapelable y con su resolución tensa. Nada de todo esto ocurre. El público se remueve inquieto en las butacas, aparta la vista porque tanta brutalidad llega a ser invisible y se pregunta vagamente quién es el autor de todo esto. Y cuidado con esto porque se adivina a poco que uno esté con la antena desplegada.

Ni siquiera la aparición de Samuel L. Jackson parece lo suficientemente atractiva como para levantar un poco la persecución de este loco criminal. Nada, ni siquiera alguna que otra secuencia de acción sin hemoglobina, está bien realizada. El resultado es una película inapetente, inadecuada, insulsa, algo insultante y ya voy a parar porque son demasiadas palabras que empiezan por i.

Así que es el momento de ser más listos que el asesino y dirigirse a otro cine en el que pongan cualquier otra cosa, porque va a ser más rentable. Aquí había material para hacer algo decente, pero se han encargado de torpedearlo a conciencia y difícilmente se puede hacer peor. Eso sí, que no falte el final abierto para que el asesino o su sucesor siga teniendo montañas de tiempo libre para detener el tráfico del suburbano, o poner una televisión en medio de una vía, o preparar una bañera que sea una piscina de electrocución o, ya de forma increíble, hacer que unos grifos escupan cera ardiendo situándose en un sótano de una comisaría de policía. Impresionante, chaval.

Y todo porque una espiral da a entender una construcción, una forma de progreso, como si este asesino fuera mucho más refinado que todos los anteriores de los mil y un capítulos de Saw. Lástima que a los espectadores les pase lo mismo y ya sean mayorcitos para rechazar, con conocimiento de causa, subproductos de esta naturaleza. No se trata de estar en contra del horror. Se trata de tener talento para presentarlo adecuadamente. 

miércoles, 26 de mayo de 2021

LA RESIDENCIA (1969), de Narciso Ibáñez Serrador

 

Este es un internado de señoritas. Aquí sólo existen las buenas conductas y la educación para hacer mujeres hechas y derechas para el día de mañana. Las edades oscilan entre los quince y los veintiún años. Y no se permite la más mínima rebelión. El dictado al pie de la letra, señoritas. Los rezos, que no falten. La comida será escasa, pero ya se sabe, la moderación es una virtud. La residencia es una gran casa con muchos rincones oscuros y una damisela debe comportarse en todo momento. Incluso cuando la tiniebla se abre con todas sus tentaciones.

Por supuesto, hay alumnas que están mejor consideradas que otras. El castigo debe llevarse a cabo, pero de forma discreta. Demasiadas mujeres juntas despiertan también algunos deseos. El sadismo se debe aplicar con mesura. Y las cicatrices deben lavarse con cuidado. Así y sólo así podréis ser damas en el día de mañana. La dureza forma parte del día a día y debéis probarla de vez en cuando. Aunque sea en medio de un dictado sobre Virgilio. Aunque sea para dar satisfacción a la parte más oculta del espíritu femenino.

Chicho Ibáñez Serrador dirigió con maestría esta historia agobiante y algo desatada sobre los terribles secretos que puede esconder la convivencia de un internado endogámico y aislado. Aunque algunos de los recursos han quedado irremediablemente desfasados, el ritmo es constante y la atmósfera de inquietud se siente a cada momento gracias a la contrastada y notable fotografía del gran Manolo Berenguer. Al frente del reparto, Lilli Palmer, que, desde una palpable distancia, esconde más de lo que muestra para acabar siendo presa de sus propios vicios. El horror se instala en los aledaños del deseo y eso es algo en lo que se insiste a lo largo de todo el metraje. No cabe duda del homenaje que Ibáñez Serrador tributa a Suspense, de Jack Clayton, o a El joven Törless, de Volker Schlöndorff y, además, aporta secuencias de tensión mantenida que, si bien se ven perjudicadas por una banda sonora anticuada, aún permanecen en el ánimo con eficacia. El miedo, ya se sabe, es adictivo y parece que en esta residencia de señoritas, con un reparto casi exclusivamente femenino salvo tres personajes meramente episódicos, es una asignatura más.

Así que afilen las plumas y traten de escribir con una caligrafía elegante. El giallo italiano también aparece por ahí, pero, quizá, de forma mucho más sugerida. No se adentren por habitaciones solitarias y quédense en su sofá. La clase va a empezar y el silencio debe predominar en el aula. Esto no es un cuartel, pero no tiene nada que envidiar a otras instituciones que también emplean la crueldad como recurso didáctico. Las noches serán muy largas y la hora de tomar el té se volverá una amenaza que coquetea juguetonamente con la humillación. Ni siquiera se pasará un aviso a las familias si alguien desaparece misteriosamente. Al fin y al cabo, estas jovencitas son impetuosas y traviesas y puede pasar cualquier cosa. Incluso si la búsqueda es la de una chica ideal.

martes, 25 de mayo de 2021

MOBY DICK (1956), de John Huston

 

El Capitán Achab llama a todos para unirse a la navegación de muerte y perdición a lomos de la ballena blanca. Su búsqueda es un insulto a Dios, que se encarna en las terribles aletas que mueven la espuma del mar como si fueran nubes del cielo. El hombre tatuado sabe que va al encuentro de la muerte e Ismael nos cuenta la historia porque sabe que es mucho más que una simple aventura. Y el hombre partido por la mitad por la ira de ese ser superior no cejará en su empeño, arrastrará a toda su tripulación y, además, después de muerto, llamará a los vivos para que la singladura deje de ser una obsesión, para que la ruta sea siempre hacia las profundidades y para que el temor de Dios sea algo más que un simple sermón en una iglesia con quilla.

“Llamadme Ismael”, ordena el marinero. Y bajo ese nombre asiste a las olas furiosas que va dejando la bestia, a las órdenes obcecadas que va dejando el capitán, al destino desbocado que va dejando el que gobierna el timón de todos y las velas se inflan con el soplo de ninguna parte. “¡Por allí resopla!”, grita el vigía. Y todos empuñan los arpones aunque sea, en esta ocasión, un arma más indicada para la defensa. El enconamiento se dirime en una persecución mortal, con la ballena abriendo su boca y poniendo proa hacia el casco. E Ismael tendrá algo que quedará grabado en sus ojos como un mensaje en una botella, a la deriva en las aguas de un libro, surcado por sus costuras, ondeado por sus páginas, herido por sus letras, eterno por sus semánticas.

Es cierto que no es redonda la adaptación que John Huston realizó de la obra de Herman Melville con guión de Ray Bradbury. Las maquetas del enorme cetáceo son risibles, la interpretación de Gregory Peck como el Capitán Achab se queda meridianamente corta y hay escenas que no terminan de convencer debido, probablemente, a los enormes problemas de producción y rodaje. Sin embargo, ahí queda la maravillosa secuencia de Orson Welles como el Padre Mapple, rodada por él mismo, también hay algunas imágenes hipnóticas como la magnética aparición de Frederich Ledebur en el papel del misterioso Queequeg y algunas escenas que se quedan clavadas en la imaginación. Todo ello hace de Moby Dick una película grande, parcialmente fallida, estrepitosamente fuerte y decepcionantemente increíble. Contradicciones que parecen emerger del alma quebrada del Capitán Achab, incólume en el puente, con su pata de palo marcando el ritmo de sus pasos y llamando a los tambores de caza. El hombre busca a Dios, pero sólo para asesinarlo de una vez por todas.

Las aguas del océano parecen aún más oscuras porque por allí resopla la ballena blanca. Es la misma existencia que palidece ante el brillo de lo más inalcanzable, de lo más divino y de lo más terrorífico. Y no habrá suficiente ira como para llegar al corazón de la ballena y preguntarle el eterno por qué.

viernes, 21 de mayo de 2021

JULES Y JIM (1961), de François Truffaut

 

Dos hombres enamorados de la misma mujer. Quizá no sea una situación tan inusual, pero sí lo es si los tres la aceptan de un modo tácito. ¿Por qué no está el nombre de ella? Tal vez sea porque es el vértice más importante del triángulo. Ella es la inestable y salta de los brazos de uno a los de otro según su estado de ánimo. Es una relación que, sinceramente, no necesita de espectadores. Sólo se puede entender si se vive y se ama y los tres, Jules, Jim y Catherine viven y aman como si fuera su último día. De alguna manera, se desea que acabe y, por otro lado, no se desea que acabe nunca. Es curioso. La palabra “nunca” siempre está cerca de la palabra “amor”.

El humor está presente en esta historia de tres lados porque la risa, al fin y al cabo, es un ingrediente indispensable en cualquier relación. Es el signo inequívoco de que sigue viva, de que está ahí, latiendo deprisa y con ansia de más. Es algo maravilloso. Es algo hermoso. Es algo real porque, tal vez, también sea demasiado surrealista. Es una experiencia que sólo se vive una vez. Y hay que correr para saborearlo. Hay que agotar hasta el último sorbo de la alegría que proporciona la vida porque, después, la tristeza aparecerá inevitablemente y ya no habrá más oportunidades de amar algo de forma auténtica. Aunque todo no sea más que una fábula.

Puede que François Truffaut supiera desde el principio que la belleza no era el personaje principal de esta historia, pero no cabe duda de que lo recubrió todo de una mirada especial para que todo nos pareciera bello. Quiso realizar una exploración del amor huyendo de lo previsible y del tedio. Para él, el amor era siempre una expresión de alegría y la amistad era algo más profundo que el mismo amor. Y, a menudo, se solapaban en un gozoso océano de complicidad. Para ello, contó con tres actores que le dieron todo como Oskar Werner, Jeanne Moreau y Henri Serre. No por casualidad la historia está ambientada en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. Quizá hubo un espejismo de felicidad que causa una cierta envidia a los que no la disfrutaron. Por eso, algunos se pierden en este camino que exige bicicletas y coches y una cierta libertad de pensamiento. Aquí, la conciencia, simplemente, se ha ido de vacaciones.

A veces, hay que preguntarse si las vidas ajenas necesitan de un narrador. El tiempo también es un protagonista principal de esta historia y la decisión es imposible. Hay que servirse de todo para llegar y eso incluye pinturas, libros, obras de teatro, sueños, conversaciones, fotografías…todo con tal de que el momento sea memorable. Los procesos de identidad y de lugar fueron destruidos por la guerra y es necesario reinventar las imágenes, los espacios, los caracteres, los puntos de vista. Eso es lo que intentó un cineasta que amaba a todas las mujeres y a todas las películas. Si ustedes lo aceptan o no, es una decisión suya, pero, por favor, no se arrojen a la corriente.

jueves, 20 de mayo de 2021

EJÉRCITO DE LOS MUERTOS (2021), de Zack Snyder

 

La ciudad de Las Vegas es el escenario perfecto para establecer una zona cero de muertos vivientes. Al fin y al cabo, hasta allí se dirigen miles de almas con la intención de morir o renacer, tratando de encontrar una solución en algo tan sumamente inútil como el juego, intentando llenar de ceros sus vidas en números rojos y rodeados del lujo más estúpido y arrogante posible. Así que Zack Snyder, el director de esta película, no duda en situar allí el mismo infierno y contar lo que, sencillamente, se espera.

En el delirio casi enfermizo de Snyder, con homenajes evidentes a Apocalypse now, de Francis Ford Coppola, a Aliens, de James Cameron, a El rey león, de Rob Minkoff y Roger Allers y, sobre todo, a 1997: Rescate en Nueva York, de John Carpenter, no faltan un buen puñado de tópicos, concesiones al gore más sonrojante, momentos de humor que pronto se encarga de truncar y, por supuesto, una innovadora clasificación de los muertes vivientes entre los tradicionales y los muy organizados, como si entre ellos mismos existiera un curioso sistema de castas que acaba por ser determinante.

Así que, entre idas de olla, croma y más croma, casinos y calles en ruinas y un leve parecido argumental a la reciente Península, de Yeon Sang-ho, el derrape es total, con algunas secuencias que harían saltar de alegría a las mentes más vergonzantes, giros de guión repentinos que no vienen a cuento, cabezas explotadas como globos y, lo mejor de todo, una sana sensación de que la propia película no se toma demasiado en serio. El resultado es de jolgorio para el enfermizo y de gesto negativo para el que espera ver algo de cine. Esto está mucho más cerca del cómic, sello de la casa del propio Snyder. Y dos horas y media de historia es alargarlo mucho, mucho más de lo necesario. Aunque una buena porción del primer tercio de la cinta se ocupe de trazar a los personajes para que haya algo más que sangre cuando todo vuele por los aires.

Si esta película fuera una máquina tragaperras, no cabe duda de que tardaría mucho en dar algún premio aceptable. Si fuera una apuesta en la ruleta, se quedaría siempre en el manque. Si se tratase de jugar al black jack, se pasaría con mucho del veintiuno. Si fuera una tirada de dados, estarían muy trucados. El cine batidora que propone Snyder interesará a algunos, tan dados a subir a los altares cualquier cosa que huela a destrucción más que gratuita y a disparos a mansalva, pero aburrirá a muchos otros porque no hay nada nuevo bajo el sol salvo un cúmulo de efectos especiales que, de tanto abusar, empiezan a ser demasiado repetitivos, insulsos e, incluso, felinos. Ya el colmo de todo es apuntar la idea de que los muertos vivientes se reproducen por vías naturales. O sea, lo que comúnmente llamamos sexo.

Así que, no hay que dudar. La cabeza es el objetivo. La rapidez contará como un cargador a rebosar de proyectiles. También hay unos cuantos recursos bastante recurrentes para darle algo de gracia al argumento, lo cual delata una cierta incapacidad para imaginar algo un poco más allá. Además de todo ello, por si fuera poco, Snyder establece unas cuantas reglas que, cuando cree conveniente, también se salta porque, si no, se queda sin otra espectacular secuencia de acción y vísceras. La cabeza de Medusa con el anillo de los Nibelungos les espera en la puerta de la ciudad de neón. Y se tratará de morir o de renacer. Algunos espectadores optarán por lo primero.

miércoles, 19 de mayo de 2021

EL DETECTIVE (1954), de Robert Hamer

 

La luminosa interpretación de Alec Guinness es la principal y convincente razón para ver esta película. Encarna, con magistral sentido del humor e inteligencia, al mítico Padre Brown tratando no sólo de encontrar a un reputado ladrón de joyas eclesiásticas, sino también de salvar su alma. La narración oscila entre el sentido del humor más británico y la historia de misterio a través de Roma para hallar el paradero de la Santa Cruz de San Agustín. De hecho, la policía tiene la mosca tras la oreja porque el Padre Brown ha sido detenido con un buen puñado de dinero en los bolsillos cuando, en realidad, lo único que intentaba era devolver el dinero de las limosnas que un fiel arrepentido había robado. No deja de haber oscuridad en el relato porque, a pesar de los esfuerzos del esforzado sacerdote, el ladrón de joyas de la iglesia no tiene muchas ganas de expiar sus pecados.

Guinness se halla lejos de la pausada y reflexiva interpretación que hizo Kenneth More del personaje en la celebérrima serie hace unos cuantos años, y aún más de la algo atolondrada que realizó Mark Williams en años recientes. Su Padre Brown es avispado, siempre atento aunque no lo parezca, sonriente y bienhumorado, usuario adicto a la lógica hasta en los asuntos del espíritu. Toda una creación en un actor que intuía a la perfección los límites de los personajes y hasta dónde debían llegar.

Parece que la sombra de la Ealing se acerca peligrosamente a los dominios de lo divino y Guinnes caracteriza a su personaje con las tuercas bien apretadas porque no deja escapar a su presa que, por otra parte, no es tan misteriosa en esta ocasión, entablándose un interesante duelo de inteligencias entre ambos que incluye, cómo no, la discusión de la fe que desemboca en una mutua admiración. Algo impensable entre ratón y gato, pero que, sin embargo, en alguna ocasión, llega a ocurrir. La soberbia, a menudo, se esconde bajo un disfraz, pero siempre, y esto es algo que olvidamos con demasiada frecuencia, hay alguien que es más listo. El Padre Brown se encargará de eso con bendición incluida.

Y es que rara vez la filosofía se convierte en un arma de caza. Almas desviadas por los dedos largos son abundantes en este valle de lágrimas y medirse con un rival a la altura siempre es un desafío que muchos aceptan, pero pocos ejecutan. Estamos inmersos en una de esas geniales paradojas de Chesterton en las que se pone en evidencia que no todas las joyas son de oro. Al final, puede que los escépticos de siempre se lleven las manos a la cabeza proclamando que es imposible la conversión de un pecador en base a la inteligencia… pero ¿es que acaso hay otro modo? De alguna manera, hay que romper los cristales con los que se mira y reemplazarlos por otros que puede que no sean mejores, ni peores, pero que son distintos. A veces, no hay más caminos si se quiere recuperar el objeto de latrocinio y rescatar la verdad del fondo de algún corazón descarriado. Y eso, nos guste o no, también ocurre.

martes, 18 de mayo de 2021

EL FRANCOTIRADOR (2012), de Michele Placido

 

Vincent Kaminsky tiene mucha paciencia. Él espera el momento adecuado para intervenir e, incluso, prefiere no hacerlo. Gradúa la distancia, apenas se mueve y dispara. El robo es perfecto. Unos tipos entran en el banco y él, sencillamente, espera en un tejado por si acaso aparece la policía. Cuando tiene que apretar el gatillo, lo hace procurando no matar a nadie. Sólo heridas. No es poco. Pero tampoco es cruel. Uno de los atracadores resulta alcanzado porque la pasma estaba esperando. Y por ahí es por donde el plan comienza a hacer aguas. Hay que llevar al herido a alguien que le cure. Ése es el punto flaco. Otro jugador empieza a mover sus fichas. El médico que le extrae la bala quiere algo más que una paga por el servicio. Vincent es detenido y el resto de los miembros de la banda de atracadores van cayendo. Al otro lado, está el comisario Mattei. Por alguna razón, ambos hombres están unidos. Y van a tener que averiguarlo en un juego imposible de gato, ratón y perro.

El comisario tiene brechas de dolor que aún no están cerradas del todo. Vincent ha visto demasiadas cosas que le hicieron abandonar el ejército. Nunca se unirán. Pero, tal vez, en algún lugar de sus almas, ambos desean el perdón. La excusa será cazar a ese médico inhabilitado que se ha vuelto demasiado ambicioso. Y, de paso, se podrá comprobar hasta dónde llega su crueldad. Los disparos van a tener que ser de muy largo alcance. Las balas buscarán a su hombre con un silbido. La sangre va a correr y la despedida de viejos amigos se hará inevitable. Incluso Vincent va a perder parte de su frialdad porque le arrebatan lo único que quiere un poco más. Es la ley. La de la justicia y la de la calle. Morir, a veces, es una bendición. Y el dinero estará maldito.

Michele Placido dirigió esta película con algo de nerviosismo en sus primeros compases, pero con la ventaja de contar con un argumento sólido y la estupenda interpretación de Matthieu Kassovitz que, con su frialdad, dice muchas cosas y expone sus cariños. Daniel Auteuil, en la piel del comisario Mattei, se debate entre la indecisión y el deseo de venganza que, sencillamente, no posee. A destacar las apariciones especiales del propio director y de una extraordinariamente bella Fanny Ardant poniendo las cosas en su sitio, con un despliegue de producción amplio y atractivo y con referencias evidentes a Heat, de Michael Mann, y al cine maravilloso de Jean Pierre Melville. Una buena muestra de cine de acción europeo, con algún que otro salto no demasiado comprensible, pero que deja buenas sensaciones.

Y es que guardar las espaldas de los amigos no siempre es tarea fácil. Buscar, al mismo tiempo, al responsable de tanto dolor complica mucho las cosas. Más aún cuando se supone que es alguien que ha estado de tu lado aunque no haya participado directamente en el golpe. Las balas, a veces, pueden dar la vuelta y acabar con las únicas personas que se han preocupado de hacer que Kaminsky olvide el color de la sangre sobre la arena del desierto y los días, desde el momento de la pérdida, serán de un color gris azulado porque tendrán el aroma de la libertad más triste, de las cuentas bien ajustadas y de la sensación de que, para seguir adelante, nunca hay que mirar atrás.

viernes, 14 de mayo de 2021

LA ESCALERA (1969), de Stanley Donen

 

Charles y Harry llevan veinte años viviendo juntos. Son peluqueros y, por tanto, son profundos conocedores de la naturaleza humana. Aún así, siempre han dado preferencia a sus sentimientos porque saben que el otro es el hombre de su vida. Han cuidado con dedicación de sus madres y, cuando una de ellas no se puede valer, ya comienzan los problemas. No todo el mundo es capaz de asumir que dos hombres se pueden amar exactamente igual que cualquier otra pareja. Además, existe otro problema. Comienzan a hacerse mayores y, en su afán por gustar siempre al otro, piensan que van a dejar de ser atractivos. Harry, además, se está quedando calvo y eso conlleva un buen puñado de complejos. Cree que Charlie le inspecciona y le juzga. Y está muy lejos de la verdad.

La felicidad, a veces, se esconde en sitios tan distantes que es muy difícil salir a buscarla. Ya han pasado demasiados años y ninguno de los dos es capaz de partir. En el fondo, ambos, sólo quieren pasar el resto de sus días con el otro aunque Charlie, tal vez, lo esconde un poco más. Apoyar la cabeza en el hombro y dejar que el mundo se vaya al garete porque, en su interior, saben que el mejor lugar está en los brazos del otro. Harry tiene obligaciones que cumplir y puede que tenga que declarar en una comisaría. Y no quiere ir con la sensación de que no es querido. Charlie no lo ve. También está entrando en una edad difícil y el velo de los años tapa su visión, a menudo, preclara. Londres no está preparado aún para ellos a pesar de que está vendiendo lo contrario. Y Harry, al final, tendrá la certeza de que Charlie no quiere estar con nadie más.

Muchos, muchos años antes de que Brokeback Mountain apareciera por las carteleras, Stanley Donen dirigió esta película con dos gigantescos actores como Rex Harrison y Richard Burton incorporando a Charlie y Harry. A pesar de que la película lleva un peso teatral que no siempre la beneficia, todo funciona porque están ellos al frente. Son dos intérpretes de enorme calidad, con fama de conquistadores en sus vidas privadas, que sacan adelante sendos papeles difíciles y, en algún momento, algo estereotipados. Sin embargo, para los objetivos de la película, son necesarios porque enseña que no todos los homosexuales están cortados por el mismo patrón. No olvidemos que estamos en 1969 y nadie estaba preparado para asumir con normalidad la relación amorosa de dos hombres.

Y es que uno de ellos, de alguna manera, sabe que para integrarse con normalidad en la sociedad, no hace falta llamar tanto la atención. Basta con comportarse con naturalidad, sin caer en el fácil ridículo de querer ser algo que no se es. Y ambos demuestran su amor por el otro con enorme cariño, conociendo las fobias y defectos de su pareja, expresando el amor que se profesan y llegando a la conclusión de que no hay nadie más como aquel que le coge del hombro y le acompaña en una dolorosa mañana de confesión.

jueves, 13 de mayo de 2021

AQUELLOS QUE DESEAN MI MUERTE (2021), de Taylor Sheridan

 

El fuego es una bestia que siempre guarda la intención de regresar. Se desplaza y trata de devorar todo lo que le sale al paso y arrasa con el suelo, con el cielo y con la vida. No deja prisioneros. Y no distingue la naturaleza de sus víctimas. Es un resplandor magnético y letal, del que es muy difícil apartar la vista. Y, además de sus negras huellas, deja un indomable olor a quemado que penetra y escribe con letras tostadas.

El pasado con el fuego es una firma que rubrica el dolor. Es imposible volver a él sin que el miedo aparezca en los huesos y una sensación de vértigo se mezcle peligrosamente con la ceniza del aire. Sin embargo, también hay otro fuego de distinto origen. Es el que dejan los hombres que quieren exterminar determinadas pistas para que no haya posibilidad de supervivencia. Y se aliarán con las llamas, con sus cañones preparados para disparar, con la misma frialdad de asesinos, con la certeza de que, tras su paso, ya no quedará nada.

Así, en un entorno agreste, se despliegan las jugadas de un puñado de personajes que tienen distintas motivaciones. El fuego sólo es el escenario que acabará reclamando su propio protagonismo. No habrá suficientes lágrimas para apagar los incendios, ni para parar las balas. La desolación utilizada como coartada volverá a ser un capricho del viento y, tal vez, el fuego muestre su cara y sea necesario mirarlo a los ojos para darse cuenta de que no habrá distinciones para él. No hay suficientes agallas para hacerle frente, pero sí para sufrirlo. Entre medias, carreras hacia la verdad, corajes embravecidos de mujer, interrogaciones de niño, inquietudes de sicario, muertes injustas y paces con el pasado. Una vez que se ha conseguido eso, habrá como una ligera sensación de que todo encaja, de que todo está en orden, de que, la próxima vez, se sabrá algo más y se le podrá vencer.

No cabe duda de que Taylor Sheridan es uno de los directores más interesantes de la actualidad, con enormes trabajos en películas como Wind River y en los extraordinarios guiones de Sicario y Comanchería. En esta ocasión, vuelve a utilizar el entorno como un personaje más, caído bajo un aluvión de disparos con mirilla, y con trabajos muy aceptables de Angelina Jolie, de Nicholas Hoult, o de Jon Bernthal. Quizá con resultados algo inferiores a las ya citadas, no obstante, Sheridan consigue una película interesante, metida de lleno en el terreno del suspense y que debería ser obligatoria para car en la cuenta del enorme daño que se infringe cada vez que una chispa salta en el bosque seco.

En el aire, ceniza. En el ambiente, calor. En la moral, superación. En la constancia, inteligencia. En el sacrificio, nobleza. En el empuje, valentía. En el agua, salvación. En la noche, rayos. En el cielo, nubes grises. En el manto del campo, desprecio. En la verdad, ausencia. En el día, locura. En la muerte, búsqueda. En el pasado, remordimiento. En la violencia, desesperación. Todo es fuego, como antes lo fue el hielo, o el calor. Elementos de la Naturaleza que acogen misterios e intrigas y condenan a los seres humanos a encontrar, en lo más profundo, razones para seguir adelante. Aunque sólo sea la seguridad de hacer lo correcto. Aunque sólo sea la protección de un niño que, después de su testimonio, sólo tendrá sitio para el miedo al futuro.

miércoles, 12 de mayo de 2021

CUALQUIER DÍA EN CUALQUIER ESQUINA (1962), de Robert Wise

 

Sí, es posible. Cualquier día, en cualquier esquina, te cruzas con alguien y te cambia la vida. Y es algo que deseas fervientemente porque ya te ha golpeado demasiadas veces. El trauma lo llevas contigo y va a ser difícil que dejes ese mochila en algún rincón de ese minúsculo apartamento al que te mudas, pero hay que seguir adelante, reflexionar, buscar en las dobleces de la mente y limpiar todo aquello que se ha ido acumulando. Todas aquellas pequeñas ofensas. Toda aquella ira servida en gotas. Todos aquellos días que también fueron felices. La chica de al lado te nublará el pensamiento porque piensas que cualquiera merece una segunda oportunidad. Ella tampoco está bien, también guarda sus problemas y los dice enseguida. Pero no los extirpa. Y eso es lo que tú quieres. Trasplantar todo lo que te ata, todo lo que ha sido una rémora para que puedas seguir viviendo con una felicidad razonable. Sí, esa chica es cualquier día. Y también es cualquier esquina.

Los días se suceden y parece que, de alguna manera, hay pequeños brotes de satisfacción porque, sencillamente, te sientes amado. Paseáis juntos, vais a tomar algo juntos, miráis por la ventana con el mismo aire melancólico juntos. Juntos se convierte en la palabra clave y juntos es también la palabra que da más miedo. Ni siquiera tú estás seguro de que puedas hacer nada junto a alguien porque estás demasiado herido, demasiado derrotado. Debes enfrentarte a muchos fantasmas en forma de recuerdos, de sentimientos que se han quedado impregnados en tu interior, como si fueran la ropa más íntima pegada al cuerpo. La gran ciudad puede que sea la gran depositaria de un buen puñado de frustraciones. El amor aparece y desaparece. Puede que no haya futuro porque sólo hay pasado. Tienes que luchar, tienes que vencer. Y el hombre es demasiado débil como para resistir.

Una película de sentimientos, apartamentos y miradas que dicen más que muchas palabras, Cualquier día, en cualquier esquina contiene enormes interpretaciones de Robert Mitchum y de Shirley McLaine. Ellos son divertidos, atormentados, rencorosos, estúpidos, inteligentes, divergentes, coincidentes  y perdedores. Robert Wise los dirige con cariño porque son personajes hacia los que no puedes evitar una arrolladora empatía, cargada de puntos en común, con inquietudes y sueños,  con pesos que no se pueden quitar porque es una aventura espontánea, pero que no es capaz de borrar los aciertos y errores del pasado. Al final, sólo habrá sitio para lo razonable, para lo pensado, para lo que no tiene explicación y, sin embargo, ocurre. El tiempo de las locuras quizá sea para los jóvenes, para los que no tienen nada que perder y estas dos almas perdidas en la gran ciudad han saboreado demasiadas veces la derrota como para permitirse una más. La tendrán. La buscarán. Los días se apagarán y ya no habrá días, ni esquinas, ni miradas cómplices. Sólo la rutina de todos los días. Solos o acompañados. Con la sonrisa impostada y la bondad en los labios. En la lejanía. En la verdad de que siempre estarán el uno con el otro, pero que la vida, esa gran separadora, se ha encargado de que nada sea realidad.

martes, 11 de mayo de 2021

HARRY BROWN (2009), de Daniel Barber

 

Los años de soledad, con una simple partida de ajedrez de vez en cuando con su mejor amigo, han hecho que Harry Brown ya no tenga demasiada fe en nada. La felicidad se esfumó cuando murió su mujer y ahora ya sólo puede ver, desde la ventana de su casa, cómo el barrio se está degradando con drogas y delincuencia, con abusos y gritos de auxilio por la noche. En realidad, el grito de Harry es un alarido sordo, clamando por una solución para que todos puedan vivir en paz. Sin embargo, ese león que habitó una vez en él se va a despertar. Y lo va a hacer porque ya no tiene nada que perder. Y va a ir hasta el fondo de la cuestión. Sin espectaculares tiroteos, sin persecuciones increíbles. No, Harry no es un justiciero. Es sólo un hombre que decide hacer algo y lo hace sin énfasis, sin vanagloria, sin demasiada esperanza. Sólo porque esos estúpidos que pasan el día drogándose y creyéndose los amos del mundo le han arrebatado lo poquísimo que tenía.

El frío cala en los huesos y la edad hace que se muevan con dificultad. Tampoco hace falta mucha fuerza para apretar un gatillo y acabar de una vez con la mugre. La policía anda por ahí, pero es difícil convencer a nadie de que un anciano está tomándose la justicia por su mano y está acabando con unos indeseables. Al fin y al cabo, está haciendo un favor a la policía y nadie va a echar de menos a esos asesinos que toman cuanto quieren porque nunca están contentos con nada. Harry Brown ha sabido vivir. Y debió ser un tipo de cuidado que se regeneró al encontrar a la mujer de sus sueños. Si los sueños se acaban, también se termina la regeneración. Es fácil ser malo. Lo difícil, el verdadero equilibrio en el alambre, es ser bueno.

Michael Caine realiza una grandísima interpretación en la piel de ese viejo que asiste impotente a la erosión de su barrio y reacciona ante un asesinato con lo más cercano que posee el ser humano, que es su propia maldad. Sin embargo, su trabajo contiene tanta sabiduría que su personaje es capaz de bajar a los infiernos, comprobar de primera mano el mundo de basura en el que se mueven los individuos marginales que pueblan sus calles y, al mismo tiempo que dicta sentencia, sentir compasión. Así, se aleja del consabido justiciero que se ha visto en tantas historias y ofrece el retrato de un hombre que camina, con piernas de avanzada edad, por el mismo borde del abismo sin caer en él.

Y es que Harry Brown, en el fondo, somos todos. Sólo que él tiene más redaños. Se mueve entre las paredes con papel roto como pez en el agua. Camina entre esos edificios que un día fueron proyecto de futuro y hoy son ruinas de presente. Tal vez, a cada paso, no deja de espetar al mundo que puede que no sea mucho, pero eso es lo que él buscó en esa barriada de gritos en la noche, de cristales rotos y de agujas hipodérmicas.

viernes, 7 de mayo de 2021

MATINÉE (1993), de Joe Dante

 

El cine es un gran propagador de realidades falsas. O un descarado que se aprovecha de la actualidad del momento para sacar su buena tajada. El caso es que realizar una serie de películas de serie Z para sugerir fantásticos procesos de transformación humana que se desencadenan a causa de radiaciones, fusiones, explosiones atómicas y experimentos nucleares no deja de ser bastante oportunista. Eso es lo que podría saltar a primera vista en una época en la que la psicosis por la bomba, en plena crisis de los misiles cubanos, llega hasta límites insospechados. La locura y la paranoia parece llegar a las fronteras más impensables del absurdo con la construcción de refugios imposibles, con estúpidos simulacros en los colegios en los que se obliga a los alumnos a agacharse y cubrirse la cabeza bajo los brazos en el pasillo, consabidas fórmulas de uno y otro lado en las que se ensalzan y se desprecian a presuntos comunistas o a aparentes fascistas. La obsesión llega hasta tal punto que se quiere prohibir el estreno de una película en la que un hombre se convierte en una hormiga por culpa del contacto de una fuente de radiación. Nadie, con dos dedos de frente, puede llegar a creerse eso. Y, sin embargo, hay gente que sí lo cree.

Todo esto se puede apreciar desde una perspectiva decididamente juvenil y convertirse en una película que contiene su propia aventura en ese estreno de cine, con un revolucionario y patatero sistema de proyección llamado Átomovisión que, como no podía ser menos, también desata algún que otro brote de paranoia apocalíptica. El equilibrio es difícil y el director Joe Dante consigue una película que, en algunos momentos, llega a ser brillante, con un implícito homenaje al cine del más puro entretenimiento, con un buen par de cargas de profundidad contra la neurótica sociedad norteamericana de seso sorbido (aunque no deja de ser peligroso decir algo así en los tiempos que corren) y a favor de la juventud, que consigue sacar jugo de las situaciones más rutinarias, fabrica la ilusión incluso en días de preocupación y sale adelante siempre con la sonrisa y el deseo de llegar a adultos. No saben la que les espera.

No cabe duda de que la complicidad de John Goodman como ese productor de películas infectas que, no obstante, es todo un vendedor que roza la poesía contribuye mucho a canalizar los diferentes entramados. También Cathy Moriarty resulta estupenda con ese lánguido papel de estrella a la sombra sin una pizca de talento y que mantiene con su dinero al embaucador que produce sus películas. Los chicos resultan creíbles, con reacciones bastante lógicas, con la única excepción de Lisa Jakub que, físicamente, no acaba de dar el tipo. El resto es una serie de situaciones derivadas de la locura, resueltas con una contención notable en una película que, no sólo es entretenida, sino que también se antoja muy original.

Y es que no cabe duda de que, si se acerca el fin del mundo, se tratará de vender la circunstancia de que siempre hay una salvación, una esperanza, aunque sea pequeña, de seguir sobreviviendo. Los jóvenes, con su carga adolescente a cuestas, en muchas ocasiones, tienen la mirada más limpia, más lúcida que los adultos y siempre cuesta seguir sus ejemplos. Tal vez, la mejor respuesta está en el interior de una sala de cine, en donde se hacen realidad todos los sueños, todos los miedos, todos los heroísmos y todas las fantasías. Incluso la del fin del mundo simulado con un hombre hormiga suelto entre los pasillos.

jueves, 6 de mayo de 2021

NADIE (2021), de Ilya Naishuller

 

Nadie es un individuo que repite la misma rutina todos los días. Es un experto en el aburrimiento, en la nada, en la verdadera dilución de sí mismo. Pierde el camión de la basura, corre un rato, hace fondos de brazos, se sirve el café, se marcha a trabajar, se baña en número, vuelve, cena y se acuesta. No hay más. Por eso, nadie es una presa fácil. Algo ocurre que le saca de la normalidad anormal. Y no consiente que se toque el cariño que tanto le ha costado ganar. El pasado tendrá que hacerse presente. El león tendrá que salir de la nevera.

Así que nadie empieza su particular cruzada porque pretende recuperar lo que se ha construido a pulso. Quiso dejar atrás todo lo que era para ser nadie. Por supuesto, cuando alguien toma una decisión así, los acontecimientos se precipitan. La noche comienza a ser su aliada. Tendrá que pintar algunas paredes y pensar muy seriamente en un cambio de domicilio porque ha molestado a unos cuantos pirados del Este de Europa y va a ser difícil hacerles cambiar de opinión. Sin embargo, nadie tiene algunas habilidades escondidas aprendidas hace unos años. Y las supo ejercitar desde que nació.

Nadie es gris. Tiene un rostro fácilmente olvidable y, de vez en cuando, habla con un tipo misterioso que le recuerda quién fue y quién no debe volver a ser. Un autobús va a ser el escenario de un regreso y ahí mismo la descongelación del león va a levantar maremotos de furia. Entre otras cosas porque una parte de él está deseando dejar de ser nadie. Y también está algo cansado de que aquellos a los que más quiere le consideren un manso cobarde. En su expresión parece anidar la mediocridad. Nadie no es mediocre. Fue el mejor en su trabajo. Realizaba sus tareas como nadie. Y así se convirtió en nadie.

Con lejanas inspiración en la mítica Perros de paja, de Sam Peckinpah, y en Red, de Robert Schwentke, Bob Oedenkirk, habitualmente un eficaz secundaria, se encarama a la cabeza de una película que resulta entretenida, con algunas situaciones ciertamente imaginativas y con un final algo delirante. Detrás de las cámaras, el ruso Ilya Naishuller dirige con sentido del humor y brío una historia que resulta estimulante y ligeramente desbarrada. Connie Nielsen y un estupendo Christopher Lloyd completan el reparto y nos ofrecen un espectáculo de acción con momentos brillantes, con escenas de cierta pericia y con un espíritu marcadamente combativo. El resultado es muy entretenido, bastante preciso, con un par de pinceladas grotescas que no desmerecen en nada al conjunto. Y, hay que reconocerlo, se pasa un buen rato.

Además, el héroe esbozado por Oedenkirk golpea fuerte, muy fuerte, pero también recibe más que una estera. En algunos instantes, parece como si la aventura de este hombre que no es nadie, puede terminar con una bomba en la cara. Y no deja de ser una trama con motivaciones algo vistas, pero el desarrollo llega a sorprender en algunos pasajes. Más que nada porque nadie se merece algo mejor. Tal vez una nueva casa con sótano, o un padre más cariñoso, o un cuñado más humilde, o una esposa que le valore algo más, o un hijo que sea más consciente de lo que tiene. Y, por supuesto, recuperar la puñetera pulsera del gatito de esa hija que siempre tiene algo de cariño para él. Aunque sea nadie. Aunque sea nada. Aunque sea uno de esos tipos observadores que es capaz de darse cuenta que un revólver no tiene balas y mucho polvo aparte de un tatuaje que dice mucho de su pasado. Ese mismo que él quiso olvidar y que, a su pesar, tendrá que resucitar a golpe de esa ira que lleva guardando demasiado tiempo detrás de una máscara grisácea de aburrimiento. Esa misma que le lleva a pasar muy desapercibido en medio de tanto nadie.

miércoles, 5 de mayo de 2021

SMILA: MISTERIO EN LA NIEVE (1997), de Billie August

 

El sentido de la nieve para Smilla Jaspersen es como la lectura de un libro abierto en el que todas sus páginas están en blanco. Ella sabe lo que dice porque se ha criado entre sus huellas y sabe que ese chico no pudo saltar desde la azotea de un edificio. Y que ese extraño vecino del primer piso que tartamudea cada vez que habla con ella sabe más de lo que parece. Todo es muy extraño. Copenhague se yergue como una ciudad llena de misterios, que esconde demasiados intereses creados. Dinero en sobres, aprovechamientos descarados, secretos escondidos y días más blancos que el sol. Smilla quiere desentrañar el misterio porque ese niño, de alguna manera, consiguió llegar a su corazón congelado. Y había muchas cosas a su alrededor que eran muy poco corrientes. Tal vez, la solución se halle en algún lugar del Círculo Polar Ártico, bajo un glaciar que, ya hace algún tiempo, comenzó a empujar a ese niño hacia el abismo. Todo se derrite, Smilla. Incluso tu cariño.

Introducirse en un mundo repleto de mentiras y engaños hace que el hielo sea cada vez más fino. Habrá que subirse a un barco y tratar de averiguar algo a través de un montacargas o encontrar alguna cinta de vídeo que explique lo que le pasaba a ese niño desde el principio. El hielo se quiebra al paso de la quilla y cada vez se llega al convencimiento de que los hombres, con sus grandes empresas y sus afanes de ambición, no dudan en sacrificar a quien haga falta con tal de alcanzar sus metas de dinero y poder. Smilla, con esos ojos que ven más allá de lo que cualquier ser humano consigue atrapar, tratará de descubrir que las huellas conducen, inevitablemente, hacia el asesinato, la enfermedad, el encubrimiento y la muerte.

Interesante película con un reparto de indudable prestigio encabezado por Julia Ormond, terriblemente atractiva con una mirada que traspasa y un miedo agazapado, y secundado por nombres tan interesantes como Gabriel Byrne, Richard Harris, Jim Broadbent y Tom Wilkinson. A la dirección, Billie August, aquel que fue saludado como un posible sucesor de Ingmar Bergman y que no dudó en probar en el terreno de lo más comercial con la adaptación de este best-seller de frío, nieve e intriga que resulta bien llevado en su mayoría aunque el final se derrumbe como un iceberg navegando a la deriva por aguas más cálidas.

Y es que, ya se sabe, si eres groenlandés no se puede encerrar a quien se ha criado en espacios abiertos. Eso es una pena aún mayor que la muerte y Smilla lo sabe desde el mismo momento en que comienza a sentir algo más que la frialdad a la que se ha acostumbrado desde que era pequeña. La nieve tiene estas sorpresas en su lectura. Puede que un beso lo cambie todo. Puede que un niño haga sentir que aún hay sentimiento en una vida maltratada. Puede que alguien quiera arrebatarlo todo. Y Smilla, leyendo en el blanco, no lo va a permitir.