jueves, 24 de febrero de 2011

LAS TRAMPAS DEL MAL (2010), de John Erick Dowdle

En la cima de esos rascacielos invertidos, inquietante principio para una parábola sobre el mal, es donde habita el diablo, el negativo de Dios, rodeado de un cristal que es la puerta del fuego, hoguera de vanidades donde se cuecen destinos y se deshacen los sueños, lugar en el que se junta el Maligno con los que merecen el castigo y el sufrimiento antes de ser despojados del alma. Allí arriba, en las alturas, detrás de sofás de cuero y merodeando por elegantes mesas de despacho es donde vuela el ángel caído.
Esta película era la que estaba destinada a ser dirigida por M. Night Shyamalan antes de que un cheque con muchos ceros le hiciera candidato perfecto para hacerse cargo de los mandos de esa maniobra comercial y descarada que fue Airbender. Aún así dejó el guión escrito y se comprometió a poner el dinero en una fábula que habla sobre el mal, sobre el destino que hace encajar sus piezas para que sea realidad la imaginación de Lucifer y, ante todo, sobre el perdón que se antoja esa cualidad que tenemos tan inútilmente arrinconada y sobre la que dejamos que crezcan tantas telarañas sobre ella que ni siquiera tenemos el recuerdo de haberla utilizado con el verdadero sentimiento de conseguir la paz y otorgar la redención al culpable. Y precisamente esa cualidad tan olvidada es la única que poseemos contra la que el diablo no puede luchar.
Un ascensor en el que coinciden cinco personas y una de ellas es el señor de todos los males, el vengador sin piedad contra las almas que huyeron sin castigo. Dentro de la interesante trama puramente policiaca que plantea la película, no es una de esas que nos sobrecoja con sustos y, de hecho, aparece alguna que otra ingenuidad que hace que todo el conjunto pierda cierta fuerza y resulta más un cuento fantástico, más bien corto, que un relato de horror con largas manos. Hay aciertos considerables como todas las secuencias aéreas acompañadas de un música climática y precisa de Fernando Velázquez y algún que otro corte más cercano a la conveniencia que a la sala de montaje para que todo quede bien cerradito y con rasgos de evidencia que pueden causar el sonrojo de algún incauto.
En todo caso, hay instantes de una cierta agudeza que, de cualquier modo, parecen indicar que a esta película le hubiera bastado un pase televisivo en cualquiera de los maravillosos programas de Chicho Ibáñez Serrador para conseguir ser una historia para no dormir y entrar en los anales del terror con rostros velados de oro y angustia. No es así. Siendo una idea de partida más que prometedora, la moraleja de todo el asunto se queda en un bienintencionado desenlace que encamina hacia el optimismo y el mensaje ligeramente bisoño empaña lo que podría haber sido una fábula más que estimable.
Lo cierto es que hay mucha verdad cuando un personaje de la película llega a decir: “Cada vez que nos mentimos a nosotros mismos y fingimos ser quien no somos, nos acercamos un poco más a él”. Y no deja de tener una parte de razón que puntúa nuestras vidas mediocres por mucho que queramos ascender hacia la cumbre sin coger las escaleras. El hombre que perdona tiene la seguridad de que si hay un diablo, por fuerza tiene que haber un Dios y dejar que el dolor duerma también es la mejor solución para quien no puede conciliar el sueño porque lo ha perdido todo en el borde de una cuneta. Las piezas siguen encajando pues, tal vez, el diablo no sea el señor de los infiernos sino el justiciero del cielo, el que, finalmente, hace sufrir a quien se lo merece, el que se presenta bajo una apariencia de rechazo para seguir sirviendo a quien fue siempre su señor. Todo esto es un cuento, una mentira...pero yo sé que en algún lugar de mi interior se halla el bien y también el mal y siempre suben en un ascensor que yo no puedo controlar.

CISNE NEGRO (2010), de Darren Aronofsky

Una de las constantes del cine de Darren Aronofsky es la obsesión, la garra clavada en el ánimo para perseguir un solo objetivo. Desde un universo plagado de números que explican toda la creación en Pi hasta este baile de puntillas que exige que la doble personalidad que todos guardamos salga a flote al precio de una victoria a muerte. La perfección llevada al límite. La locura como salida de emergencia.
El caso es que Aronofsky quiere ser tan condenadamente obsesivo que llega a ser cargante, irritante, mareante y atosigante pero también, y ahí reside la mayor virtud de la película, inquietante. La incomodidad parece que hace presa en el público porque se reconoce en esa imagen distorsionada que devuelve el espejo cuando algo está tan pegado a nuestro cuerpo que no queda más remedio que sacarlo a relucir, dejar que vuele y enfrentarse a él como si fuera el mayor enemigo.
Para ello, Aronofsky guarda un gran as en la manga de la narración y ése no es otro que el soberbio trabajo de Natalie Portman que tiene que acarrear con un papel difícil, de múltiples registros, de evolución hacia el desequilibrio, de positivo en negativo y viceversa. Ella es el centro de la película con su baile, con su belleza que pasa de la frigidez a la sensualidad, del agobio incesante que supone la persecución del éxito a la rebeldía exclusiva de quien se sabe vigilada por una madre dominante. Manipulada por un director que no duda en hurgar con navaja en los sentimientos para conseguir lo que quiere, la interpretación de Portman es fabulosa, cisne blanco y negro, sexo y abstinencia, perplejidad y comprensión. La actriz, sin ninguna duda, es la gran baza de una película capaz de introducir plumas de nerviosismo y también pasajes de rechazo en el filo del cortauñas.
No cabe duda de que el director utiliza todas las armas a su alcance para crear todas las sensaciones que pretende. Desde el uso de una innecesaria fotografía de grano grueso hasta una planificación que evidencia el uso de farmacotrópicos en cascada. Arranca el mal rollo a base de pequeñas heridas de sangre, de caras de una extraordinaria dureza en la madre de la bailarina, interpretada por Barbara Hershey y de escenas de tono elevado para establecer un paralelismo exagerado entre la vida real y el papel principal de El lago de los cisnes, de Piotr Ilich Tchaikovsky. Todo vale para alcanzar el movimiento sublime, el asombro de unos espectadores que terminan entregados ante una historia que contiene elementos cercanos al miedo y que, a pesar de no estar narrada con precisión, acaba gustando a la mayoría.
Lo cierto es que Aronofsky juega con el mito de Nijinsky en un hipotético cambio de sexo y se fija, de forma desquiciada, en el espejo de esa insuperable fábula, muy cercana en intenciones, que es Las zapatillas rojas, de Michael Powell y Emeric Pressburger, dos cineastas de referencia que aquí se rescatan desde la monstruosidad y la paranoia más repetitiva.
La hermosa dualidad del ser humano puede quedar deformada precisamente cuando se intenta sacar lo mejor que se tiene dentro. El movimiento de los cuerpos en el espacio no es más que una cuestión de estética que parece diluirse cuando acecha la vanidad y el espanto del fracaso. Y resulta muy chocante interpretar un papel que debe seducir cuando la frigidez forma parte de una educación que es alimento y motivo de lo reprimido. La obsesión siempre tiene que ser controlada y no puede ser ella quien tenga los mandos. Si no es muy probable que haya que matar a los demonios interiores para que la cordura mantenga vivos el espíritu y la mesura que son las verdaderas claves de un éxito que siempre ha tenido vocación de caníbal.

miércoles, 23 de febrero de 2011

EL CRACK II (1983), de José Luis Garci

“Nuestras medicinas no matan, Areta. Simplemente, no curan

Demasiado grande para “El Piojo”. Intereses muy poderosos en lo que parece un simple asunto de amor entre hombres. Areta está agotando las últimas provisiones de integridad que le quedan y ya está deseando echar el cierre. Para ello, perdona al moro Cárdenas. Le invita a volver con una frase: “Estoy buscando a un tipo que sepa hacer un trabajo sucio. Puede ser muy peligroso”. Y Areta intenta que las atrocidades paren. Industrias farmacéuticas que mandan placebos como si fuesen antibióticos. Una red inmensa de médicos sobornados que recetan esos medicamentos a cambio de recibir a final de año un coche de lujo. Qué barato se vende el hombre ¿verdad, Areta? Pero tú no. Tú sigues ahí, echando abajo inútiles valladares sólo para tener la certeza de que dentro de ti late y vive un corazón que llora, ama y siente pero que también pierde. El Abuelo, tu antiguo jefe dentro de la santa casa, te ha metido en el lío y ahora ya no puedes salir. Estás tan atrapado por culpa de esa misma ética que tanto te has esforzado en conservar que no sabes cómo salir. Crees que hasta ahí has llegado. Crees que ya has disparado la última bala. El mundo está lleno de chorizos, Areta. ¿Qué diferencia hay entre esos quinquis sin redaños que se te introducen en el coche para fumarse unos porros y ese despreciable y altivo hombre de smoking que vende medicinas inútiles a cambio de riadas de dinero? Ninguna. Y lo que hay entre medias, tampoco puede ser demasiado bueno. Tú entre ellos.
Por el camino, vas a dejar muchas cosas que quieres. El moro Cárdenas, con cambio de imagen incluido, te va a entregar un recado metido en un sobre y hará lo imposible con tal de conseguir tu perdón. No era tan malo, Areta, tenías razón. Y lo que es peor. Te quiere. Tiene para ti una cara ensangrentada para demostrarte cuánto te aprecia. Eso mismo que tú nunca quieres recibir. Ni del moro, ni de la mujer de tus sueños, ni del Abuelo, ni de nadie. El amor no existe. Sólo existen los buenos momentos. Las partidas de mus. Las historias del barbero Rocky. La seguridad de estar haciendo lo correcto aunque eso signifique despertar al peligro. Un avión espera. Un pasado se destroza. Areta se difumina en el gris del día a día, de los edificios que rodean su despacho, de la copla que expresa su disgusto y siente cómo va perdiendo su individualidad. Su espanto ya es tan horrible que piensa que si ocurre algo más, una sola cosa más, lo único que va a hacer bien y a conciencia es levantarse la tapa de los sesos y que otros se encarguen de limpiar los retretes de la  bajeza humana. Quizá se largue y lo que consiga sea abrir otra agencia en otra parte, con menos degeneración moral, con más respiros, persistiendo en su vergüenza de policía que un día quiso ayudar. Y ahí puede que se produzca el segundo crack, la segunda rotura, el segundo principio y el último final. Areta se evade no sin antes alcanzar un pequeño triunfo, no muy grande pero sí suficiente, no espectacular pero sí efectivo. Es lo que suelen conseguir los hombres que, sin llegar a ser nada, llenan los recipientes de su alma con una ética que ya parece olvidada.
                                                                                               

martes, 22 de febrero de 2011

EL CRACK (1981), de José Luis Garci

Un coche surge de la oscuridad. Sus faros están encendidos como ojos que quedan alerta ante el frío que viene de ninguna parte. Germán Areta, investigador privado. Anda mucho, duerme poco y lo que ve no le gusta nada. Es un hombre en medio de la urbe gris y hostil, un piojo tan desechable que apenas tiene voz si no escupe fuego. Intenta por todos los medios preservar un rincón de integridad en medio de un buen montón de basura. Es inteligente. Es duro. Y más vale que no le provoquen. Es una fiera disfrazada de insecto. Nadie se ríe de él. Y menos aún un chulo que pretende hacerle ver que venderse es la mejor salida. Esa no es la mejor, amigo. La mejor es la venganza.
A su lado, un chorizo, un don nadie, un perdedor. El moro Cárdenas. Equívoco y sin demasiada ética pero simpático y eficiente. Sabe moverse por los bajos fondos. Tiene cara para ir de aquí para allá con su bufanda, con sus patillas y con su falta de vergüenza. Hasta que Areta le hace ver que la vergüenza es patrimonio casi exclusivo de los que pierden. El enemigo también está en casa, detective y además está camuflado.
Una ovejita se ha perdido y Areta tiene que encontrarla. Para ello patea emisoras de radio, burdeles, altas esferas y viejos amigos. Lo que es positivo, es negativo. En la bruma desoladora de la contaminación, inoculada con el frío de una ciudad de muchas luces y demasiadas sombras, Areta se mueve. Y lo hace para encontrarse con el dolor. El que sabe de dolor, todo lo sabe. Y después sólo puede venir el rencor incontrolado de un tipo que puede ser tan asesino como los tipos que persigue, que puede aniquilar a sangre fría sin más motivación que la pérdida. Pierdes, Areta, luego vives.
Allí, al otro lado de la mierda, está un último asidero, una última ilusión. Una chica que le mimó mientras él, en otra vida, estuvo herido. Curó sus llagas, cerró sus cicatrices, lavó su sangre y él quiso entregar su corazón, entre otras cosas, porque sabe que, poco a poco, se está convirtiendo en piedra y no quiere dejar de sentir, ni de luchar, ni de creer.
Madrid es un personaje más que cobija corrupciones y olvida a los contendientes. Los muros decolorados de la Gran Vía son testigos de los paseos de Areta en busca de algo que conteste sus preguntas. Los cines exhiben orgullosos sus cartelones y el sabueso se deja caer en una barbería del Frontón Madrid para escuchar unas cuantas historias que son fantasía pero que le divierten y, a la vez, hacen feliz al pobre que las cuenta. Así, Areta conserva su interior en espuma de afeitar y con una pizca de loción para después del afeitado.
La tristeza es algo que se puede llevar encima como si fuera una prenda de vestir. El moro Cárdenas no quiere pensar en ella. Germán Areta intenta con esfuerzo deshacerse de ella. Nueva York será el embalse de la furia de un hombre pequeño presa del horror y de la tortura. Y es entonces cuando en su interior estalla un “crack”, un giro más del cargador, una rotura con la moral, un quiebro a la conducta. La bala sale y vengarse es el regalo que traen los Reyes a un hombre que cada día resulta más aplastado por el peso de la fealdad humana.

viernes, 18 de febrero de 2011

WINTER´S BONE (2010), de Debra Granik

Los árboles parecen querer arañar el aire con sus ramas desnudas. El suelo de grava hace resonar los pasos como si fuera el asfalto que acompaña al ojo que no deja de investigar. El viento es frío y parece que invita, como el filo de una navaja, a abandonar el lugar con camionetas casi oxidadas. Los rascacielos son meras cabañas en las que abunda la basura amontonada, el plástico tieso, la ruina nunca declarada. Y una chica busca a su padre en un caso que parece pensado para un sabueso hambriento.
La gran virtud de esta película reside en que reúne muchos de los elementos necesarios para hacer una buena muestra de cine negro y los traslada a un ambiente rural, de viviendas desperdigadas y almas encuevadas entre troncos aserrados. El detective privado es una chica de diecisiete años que busca, más por necesidad que por cariño, el paradero de su padre. Pregunta aquí y allá. Va a ver al gran dominador de los contornos, ése que mata cuando quiere y no da explicaciones a nadie. Acude a su tío que está demasiado acostumbrado a quedarse encerrado en sí mismo. Las palabras son pocas y la chica tiene la paciencia de un perro que olisquea un buen hueso. Un hueso de invierno.
Así que, mientras mete los hocicos en los asuntos turbios en los que estaba metido su padre, ella recibe palizas como si se hallara en uno de los callejones del bosque de cemento que es la ciudad, va recopilando pistas sobre dónde está su padre y por qué no se le puede encontrar. Todo ello parece que queda disfrazado de una tenue fábula sobre una niña que tiene que hacerse cargo de unos hermanos pequeños, de una madre enferma y de un padre ausente pero, detrás de la hojarasca y de las frías aguas de pantanos de secretos, ella va resolviendo un caso en el que le va el pago de su propio futuro.
El resultado es una película muy equilibrada, con una interpretación medida y ajustada de Jennifer Lawrence y, sobre todo, del actor que interpreta a su tío Teardrop, John Hawkes, que compone un personaje que parece saber manejarse por los bajos fondos de las frondosidades silvestres, que sabe dónde hay que buscar y que tiene una mirada capaz de amedrentar a cualquiera porque ha jugado mucho, ha jugado fuerte y ha perdido todo.
Sin duda, el punto más fuerte sobre el que se apoya toda la película es su guión, obra de la directora Debra Granik, que maneja la cámara con cierta soltura aunque se apunta a la moda de la ausencia de trípode hasta la repetición, y de Anne Rossellini, su colaboradora habitual, que saben unir los rincones propios del género negro con la sordidez de un medio que resulta hostil en su clara desnudez, campo de gritos y disparos furtivos donde no llegan los ojos del cielo y que quedan desvalidos ante troncos agrietados y heridos por hachas de silencio.
Y así, en medio de un ambiente que parece rechazar cualquier signo de vida, se va apoderándose de nosotros un temor cerval ante la posibilidad de que pueda llegar la obligación de hacer algo que nos resulte, no sólo repugnante, sino también doloroso. Salvar una casa y un hogar lo merece todo pero hace falta armarse de mucho valor para que los huesos lleguen a hablar, la conciencia se calme y la venganza sea un plato que se come tan frío como el tiempo que envuelve y condena, que ata y desprecia, que asesina esperanzas y alienta crímenes. Nada de amabilidad en medio del campo. Tan sólo la seguridad de que una chica a la que le sobra decisión y le falta madurez, resolverá un caso que es cine negro bajo el cielo blanco esbozado de venas como ramas. La crueldad, todos los días. Luchar contra ella, siempre. 

jueves, 17 de febrero de 2011

VALOR DE LEY (2010), de Joel y Ethan Coen

El tiempo del lejano Oeste no era el lienzo de los mitos. Donde había leyendas, sólo existieron borrachos pendencieros. Donde volaban las balas de justicia, era el aire de una jugarreta a traición. Donde había voluntades inquebrantables, se pisaba terreno abonado para forjar caracteres de amargura y de adiós. Y es que el ruido de las armas era tan habitual que no había demasiadas éticas, ni comportamientos de ley. El tiempo se escapaba y había que hacerlo todo a golpe de revólver.
Es muy curioso comprobar cómo a una historia amable se le puede dar la vuelta y mostrar el lado más oscuro de lo que en realidad fue una época de forajidos a uno y otro lado de la ley. En esta ocasión, los hermanos Coen han querido agarrar por el cuello todo el universo que se movía alrededor de los personajes que encarnaba John Wayne y lo han teñido de desmitificación y de abandono, de seguridades perseguidas a través de caracteres que no tenían nada de admirables y de certezas avinagradas que describían cómo el Oeste y, en definitiva, la historia se encarga de olvidar a los hombres que, de verdad, eran héroes.
El recuerdo de quien vivió días de ansia de justicia es el único juez para aquellos que hacían imponer un poco de respeto en un paisaje de dureza y desolación. El lejano Oeste no era esa vasta extensión de tierra repleta de leyendas que merecían la pena imprimirse para superar la realidad. Era un realidad repleta de mediocridades y de bandidos, que bebían, maldecían, disparaban y olvidaban. Los brazos de la justicia eran tan cortos que no era fácil dar caza a cualquier desaprensivo. La muerte era el principio de la existencia para todos aquellos que vivieron días de ira y desprecio. Y detrás de esos toques de humor absurdo, de esa violencia que siempre aparece tan de repente que te descoloca con facilidad de gatillo, hay toda una declaración de intenciones por parte de unos directores que no dudan en alejarse del idealizado Oeste y acercarse en homenaje al propio Clint Eastwood de Sin perdón, eso sí, sin perder nunca su propia visión.
Para ello cuentan con un actor de la anchura y bravura de Jeff Bridges, capaz de expresar con un solo ojo muchísimas más cosas que la mayoría de intérpretes con los dos. La película muere ligeramente cuando él no está en escena y agoniza como un caballo agotado mientras se espera su aparición. Detrás de él, Haillie Steinfeld, que perfila el personaje de la adolescente que contrata a un alguacil para perseguir al asesino de su padre con un marcado aire decidido que los Coen completan con un epílogo inesperadamente amargo y, al mismo tiempo, optimista. Matt Damon cumple bien su cometido y se halla extrañamente cómodo como ese agente de la ley de Texas que bordea ridículamente la horterada con su vestimenta y su ingenuidad. Y, además, hay que destacar esa espléndida fotografía de Roger Deakins que confiere al escenario en el que se desarrolla la acción un papel preponderante y decisivo, algo que ya es todo un referente en la filmografía de estos hermanos que saben tanto de cine y de horizontes que se van lentamente borrando de la memoria.
No es la mejor película de los Coen pero no cabe duda de que es mucho mejor si se sabe rebuscar un poco en todo el cuadro que quieren pintar con un poema al pie. Sus versos están dentro de su estilo, sus estrofas son atinadas y su rima llega a ser de una cierta perfección estilística pero hay que leer toda la poesía si se quiere captar todo el fondo de una historia que habla sobre la fugacidad del tiempo, de lo amable que es cuando no deja que se vea cuán bajo hemos caído, de la fortaleza adusta e impenetrable que se erige en el corazón de una mujer que ha vivido todo lo que ha podido pasarle a su mano izquierda y aún así no pensó nunca en la rendición. Quizá ése es el auténtico valor de ley. No dejarse doblegar por un entorno que fue más hostil que legendario.

miércoles, 16 de febrero de 2011

EL SARGENTO NEGRO (1960), de John Ford

El Ejército sirve de  hogar para pieles rechazadas que acaban de ser libradas del yugo de la esclavitud. Las sombras se ciernen sobre el recuerdo mientras un poema parece ser puesto en imágenes. Son versos épicos sobre un hombre que daba la vida por cumplir las órdenes, que se mantenía dentro de la integridad con tal de hacer lo justo en una tierra que parece asolada por la sangre, por el polvo y por la violencia. La misma violencia que él ha sentido en sus carnes cada vez que alguien agarraba un látigo para hacerle trabajar. Ahora también trabaja, pero lo hace como ejemplo de valentía y de solidaridad, como nexo de unión, como una llamada permanente al cumplimiento del deber.
En las estrofas de carbón, hay rimas de rechazo, ritmos de compañerismo, misterios sin sílabas, medidas de humanidad. Defender lo justo es lo más admirable y llega un momento en que no se llega a comprender por qué lo injusto es evidente. La diferencia de piel está por encima de los méritos y la maravillosa mirada de un gran director se posa sobre aquellas palabras que, años después, un hombre a punto de morir diría ante un millón de personas: “Tengo un sueño: el de que un día mis hijos sean juzgados por lo que guardan dentro de sí y no por el color de su piel...”
Y así la justicia ciega camina por los valores y las contradicciones que todos guardamos dentro de nosotros. El humor que sale del Tribunal sólo puede ser comparado con la ironía que guarda un buen vaso de agua...¡he dicho “agua”!. Los antecedentes son las ilustraciones de los testimonios y el soldado ejemplar es arrastrado por el suelo para manchar unos galones que se han ganado a base de sufrimiento y heridas, de no pensar a la hora de matar y de no vacilar a la hora de morir.
En esta película tenemos uno de los paradigmas más evidentes de lo que escondía el corazón de John Ford. La admiración por el hombre como individuo, sin distinciones y, a la vez, el deseo de enaltecer la vida militar, no como signo evidente de fascismo, sino como marco para el desarrollo de relaciones inquebrantables, de convivencias de pólvora y risas, de nostalgias aceradas y mecidas alrededor de bravuras y uniones. Las heridas escuecen cuando se les hecha whisky y la protección del débil es un grito ahogado en algún paraje desértico donde los coyotes aúllan y los trenes salen de estampida como flechas que hienden el viento. Un crimen brutal nunca puede venir de la mano de alguien que ha conocido la brutalidad y la ha probado hasta que se le ha metido en los huesos intentando minar hasta el tuétano. Nadie que haya recibido tantas negativas y haya mirado con decisión hacia ese sol rojizo que se pone en el horizonte puede verse afectado por una rabia tan salvaje. El uniforme hace a los hombres y quien quiere hacerse pasar por un hombre, a menudo, es carroña para los buitres.
Hay tantas lecturas en esta película apasionante que merecería la pena decir en voz bien alta que estamos ante una obra maestra que, sobre todo, habla sobre la libertad de la vida y el precio que siempre hay que pagar por ella. Seamos libres. Permanezcamos vivos.

martes, 15 de febrero de 2011

LOS PROFESIONALES (1967), de Richard Brooks

Hubo una vez, en ninguna parte, un grupo de hombres que decidieron hacer una revolución. Batallaron como valientes, se batieron con la inteligencia como única arma y esperaron recompensas tales como un ideal limpio, un por qué, un cómo y un dónde. Siguieron esperando y asistieron a la corrupción de todo cuanto merecía la pena. Fueron espectadores privilegiados del olvido de los vencedores y de la indiferencia que la victoria siempre exhibe contra alguno de sus aliados. Con las manos vacías y las inquietudes adormecidas, se fueron, abandonaron, huyeron. No quisieron saber nada más de quimeras, de metas imposibles y, no por ello, menos cercanas. La revolución siempre ha sido un enfrentamiento entre buenos y malos. La pregunta es: ¿Quiénes son los buenos?
Años después, un hombre corrompido les busca y les ofrece dinero por hacer el trabajo que mejor saben hacer. Uno de ellos enseña el manejo de las novedosas armas automáticas. Otro, se esconde en sábanas ajenas y da rienda suelta a la vida, como intentando sacar algo de jugo que el destino y las personas se han ocupado de arrebatarle. Dos más se unen, sin antiguos ideales pero con la ética intacta y el valor firme. Todos ellos deberán buscar la escaramuza contra un antiguo amigo, contra alguien por el que sienten un enorme respeto porque, según dicen, ha cometido un secuestro. Se ha llevado a una mujer. A una mujer hermosa. A una mujer con corazón.
Tendrán que atravesar desiertos y sendas, cruzar tramposos desfiladeros y encontrarse con ladrones asesinos. Allí, al otro lado de la frontera, donde ya combatieron y, según su punto de vista, fueron derrotados por la decepción, hallarán de nuevo aquellos principios que creían haber dejado atrás. Se decantarán por ser profesionales y cobrar por su trabajo y, a la vez, por seguir alimentando ese espíritu que permanece al lado justo del ánimo y que habían enterrado bajo toneladas de escombros.
La verdad suele ser un aliento de ideas, un respiro para el pragmatismo, un pozo de agua en un erial de sed. Descubrir lo que realmente vale una mujer bien vale un tiroteo y un buen derroche de inteligencia. El polvo se adhiere a sus ropas como ese espíritu al que no se puede degollar. El cementerio de los hombres sin nombre les hace sonreír, entrañables, al recordar a los viejos amigos que yacen en una tierra sin vida. No van a admitir más engaños, ni más fraudes. Prefieren seguir con su alma de guerreros sin recompensa y renunciar a lo material con tal de seguir cabalgando en busca de algo que realmente remueva sus interiores. Una ética. Una idea. Un combate. Una ilusión. Nacieron con una fuerte pasión por crear y tienen la certeza de que nunca han dejado de ser unos verdaderos profesionales. Tipos que hacen lo justo sin más paga que su integridad.
Richard Brooks dirigió esta película excepcional como parábola de su propia carrera. Para ello contó con un reparto maravilloso e intenso que brilla bajo el sol con nombres como Lee Marvin, el experto en estrategias; Burt Lancaster, el que sabe de explosivos; Woody Strode, el inefable arquero; Robert Ryan, amante de los caballos; Ralph Bellamy, el que maneja el dinero; Jack Palance, el hombre que sin guerra, no vive; Claudia Cardinale, la mujer que nunca ha dejado de amar. Todos ellos son profesionales.

viernes, 11 de febrero de 2011

THE FIGHTER (2010), de David O. Russell

El camino del éxito no suele estar empedrado con adoquines de talento sino con alquitranes de trabajo y en una familia donde todos quieren meter mano a la bolsa suelen caer golpes directos a la mandíbula como martillazos de advertencia. Lo cierto es que, en una historia cercada por las cuerdas de un cuadrilátero, la superación aparece descrita como la frescura de un pensamiento demasiado cegado por los cariños que no hacen más que ejercer de pesado saco en la espalda del que recibe los puñetazos.
Y es que, en muchas ocasiones, quien tiene la capacidad de trabajo, de insistir y de llegar un poco más allá, no tiene el talento necesario, y a quien le sobra talento le falta el equilibrio indispensable para hacerse compañero habitual del éxito. Sólo cuando todos reman en la misma dirección, es cuando llega la cumbre y ganar no es sólo mérito de quien pone la cara, sino, también, de quien la sostiene.
Con estos mimbres, el director David O. Russell, que hace unos años hizo una versión inconfesa y mucho más seria de Los violentos de Kelly con el título de Tres reyes, golpea con guantes enfundados para realizar una historia que quiere ser trascendente pero que es un buen cúmulo de tópicos sobre el mundo del boxeo y sobre las circunstancias personales que rodean a un bienintencionado púgil. Para ello, bien es verdad, que tiene un grave problema con el protagonista, Mark Wahlberg, porque el chico se mueve como si fuera un pato mareado y en las secuencias de combate, acude con urgencia al plano medio en el noventa por ciento de los casos. Eso sí, el tipo está en forma, no hay quien lo dude. Como maniobra de distracción pide a Christian Bale que actúe como si fuera Al Pacino y la verdad es que lo imita perfectamente pero como no lo es, llega un momento en que uno se cansa de tanto gesto inesperado y de salidas de tono sorpresivas. La que está absolutamente excepcional es Amy Adams, que lidia con un papel complejo intentando dar una imagen natural de sí misma y creando un personaje de cierta lucidez e innegable carisma.
Así pues, Russell no tiene ningún reparo en incluir la famosa táctica que Muhammad Alí empleó contra George Foreman en Kinshasa y que se halla suficientemente descrita tanto en Cuando éramos campeones y en Alí, de Michael Mann; o insertar planos a cámara lenta a modo de los soberbios retratos de dolor y violencia que Martín Scorsese supo transmitir en Toro salvaje y, sin ningún reparo, riza el rizo con el trazo de una familia y el retrato de un contrincante en el combate decisivo que se parece muy sospechosamente a Million dollar baby, de Clint Eastwood. Y engañando, engañando, le sale una película que no tiene nada de nueva, con todos los elementos más clásicos del subgénero sólo que con algo de planificación nerviosa y como intentando contar algo realmente importante cuando no es más que algo meramente anecdótico.
Después de ponernos el protector bucal y de pasarnos una esponja empapada por la frente, despejamos un poco la mirada y sabemos que el relato está fuera de combate a poco que propinemos algunos directos de análisis serios, un par de fintas con el cuerpo y un pensamiento centrado. Éste es el plan para ganar. El cuerpo a cuerpo quizá nos empape el torso de sudor y unas gotas de sangre caerán de la ceja abierta pero no hay nada que no se haya visto ya. Es como una cuenta hasta diez repetida hasta la saciedad porque es previsible en todo momento. Se entra, se ve, arriba, abajo, arriba, abajo, y se sale con la sensación de que se va a olvidar en apenas dos días y apenas porque la pegada no es demasiado fuerte y todo esto necesita unas cuantas horas más de gimnasio en el ordenador del guionista. Tanto es así que también contiene algún giro que no tiene ninguna explicación. Qué más da. Es fuera de combate y sin tongo.

jueves, 10 de febrero de 2011

127 HORAS (2010), de Danny Boyle

En una piel de tierra, surcada de cañones y grietas, con dientes de piedra y lluvia de grava, un hombre queda atrapado por una roca que se muestra inamovible, signo de presa hacia una invasión que se antoja noche en las fauces de una boca que se abre en el paisaje. Dureza controlada que suplica la herida. Tiento de bocado que no se mastica, sólo se macera con vacíos de soledad y de frustración. Esperanza presentida que lleva a la decisión de perder para, luego, ganar.
Y así, el grito de piedra que sale de las mismas entrañas de la hondonada, es escuchado por un cuervo que pasa puntualmente todas las mañanas a la misma hora. La mente divaga y se desespera y se caen en los errores que no se vieron y en los momentos que la situación se empeña en no hacer vivir. El individualismo llevado al extremo como una glorificación y un signo de identidad propia en un hombre que estaba solo incluso cuando se hallaba rodeado de gente.
Todo esto sería muy bonito si detrás de las cámaras hubiera un director que no se llamara Danny Boyle. Es inevitable volver la vista al pasado más reciente y encontrar referencias y puntos en común con Enterrado, de Rodrigo Cortés y lo que en aquella era virtud al dejar toda la acción en el interior de una caja, aquí se vuelve defecto al acudir a recursos tan facilones como el recuerdo, la alucinación, el pensamiento absurdo e, incluso, la acuñación de una soledad ganada a pulso. Por si ello fuera poco, el público, también aprisionado, no empatiza con un protagonista que es un ser bastante descentrado, con una imagen de sí mismo ciertamente infantil y con serios problemas de sociabilidad para acentuar aún más su valor como individuo, tema evidente en la filmografía de Boyle que, además, hace gala de una extraordinaria habilidad: no importa el plano que sea, siempre elige el menos adecuado.
Pocas virtudes se pueden achacar a una película en la que, por supuesto, los marginales de turno que empiezan a ser mayoría, se han precipitado en considerar maravillosa porque, precisamente, la valentía del protagonista es consecuencia de su propio defecto. En cualquier caso, cabe destacar la actuación de James Franco, algún que otro acierto de guión como la secuencia de la entrevista que se hace a sí mismo y hay que colgar de lo alto de un barranco al director porque utiliza un truco tan poco elegante y desfasado como poner una música estridente y machacona para subrayar unas escenas que necesitan de algo más de tensión y una pizca menos de autocomplacencia.
Como suele ser habitual en su cine, Danny Boyle vuelve a exhibir crueldad en una situación que no lo necesita porque, al fin y al cabo, está todo suficientemente descrito como para que el espectador se dé cuenta de la gravedad del asunto. Su ritmo llega a ser cansino e intermitente, haciendo de una historia digna de ser contada, un evangelio sobre la distinción humana que todos nosotros llevamos consigo y con una despreciable insinuación encaminada a decir que, precisamente por ser parte de la masa colorida y manipulable, nadie, en la misma situación, sería capaz de llevar a cabo una acción semejante. Cine para los que se creen diferentes. Y no todos son diferentes. Tenemos muchos rasgos en común. Entre otras cosas, no nos gusta dar explicaciones de adónde vamos cuando queremos huir y comernos el día.
Y aún hay otro defecto más y es la profusión de planos imposibles que van desde el interior de una botella para enseñar la lengua sedienta del interfecto hasta las burbujas chispeantes del refresco de orina que tiene a bien tomarse cuando se le acaba el agua. Todos ello hace que la película, efectivamente, dure 127 horas, deseando que llegue el momento de levantarse de la butaca y compartir unos ratos de placer y confidencias con alguien que no nos haga sentir tan solos.

miércoles, 9 de febrero de 2011

EL BAILE DE LOS VAMPIROS (1967), de Roman Polanski

Noche de miedo y de burla. Noche de monstruos reunidos en un castillo sombrío. Noche en que la risa se mezcla con el escalofrío y el grito parece tan entrecortado que se asemeja peligrosamente a una carcajada. Noche de sangre succionada y de espejos sin figura. Noche de velas levitando con su fuego trémulo por el aliento de la muerte. Noche de baile surrealista con parejas inmortales y músicos que no existen. Vampiros en danza. Hambre de noche.
Puede que, cuando veamos de cerca los colmillos de una bestia, su mueca sea más cercana a la parodia que al deleite. La belleza de una mujer es la motivación de la lujuria del infierno. Sonrisas en el fango de la sangre coagulada para construir el suelo de pisadas de eco. Misterio y escepticismo se cogen de la mano para bailar un rondó mientras la risa resuena en las mismas puertas de la muerte. Es matanza para el espíritu. Es comedia para el alma.
El temor y la hilaridad agitan sus velos en la oscuridad. Romance imposible para un cuento gótico que se narra con tanto pánico tras el nervio que asoma por la campanilla de la garganta mordida y temblorosa por la risa. Las sensibilidades parece que son caricias que no existen porque los señores de la noche se adueñan del gesto. Si apagan la luz, señores, notarán cómo en su boca se va adentrando poco a poco el dulce sabor del vino del cuerpo.
Todo acabará alrededor de la medianoche, sin música improvisada, con cuerdas para estrangular, con muertos vivos y con vivos muertos. La atmósfera que se respira parece enrarecida por el hedor del horror, perfume de la guarida del diablo. Y la gran mayoría de la gente sabe que el diablo tiene un particular sentido del humor. Incluso algunos aseguran que es polaco. Los tópicos aparecen por doquier, como ojos que se salen de las órbitas y uno a uno, el ridículo cae sobre ellos con una cruz y una ristra de ajos. La locura, un miedo real, también realiza su aparición para acabar con una última broma para quien está asistiendo a esta caza, a esta trampa, a estos vampiros, a esta comida.
No se pierdan el principio. No se pierdan el final. Así es como se cuentan las historias de vampiros y de bestias feroces de la noche. La penumbra es un personaje más y está presente incluso cuando la risa, espantadora del miedo, hace su aparición. Y así, la risa no es tan buena como parece. Tiene un acento de turbiedad, de misterio escondido en lo más profundo de lo innombrable. La bella elegancia de la tentación aparece por los rincones y se vuelve a esconder, como una alucinación de la cordura. Las respuestas del terror se hallan, cómo no, en un sitio tan inhóspito como Transilvania, tierra de heridas en el cuello y de palideces en el rostro. Y si todo el tinglado lo dirige un tipo que se apellida Polanski, la cosa adquiere hábitos de escalofrío. Escojan su pareja para el baile y asegúrense de que su imagen se ve reflejada en un espejo. Si no, el banquete puede ser usted. Y la fiesta estará adornada con el confeti de sus glóbulos rojos.

lunes, 7 de febrero de 2011

COUP DE TORCHON (1981), de Bertrand Tavernier

El sol sale pero no calienta y el asesino que está dentro de cada uno de nosotros se pregunta si un disparo, simple, llano y preciso, podría acabar con el sufrimiento de quien no puede vivir. Pero no queda ahí la cosa. Ese mismo asesino se pregunta si un disparo, simple, llano y preciso, podría acabar con la humillación que causa quien no merece vivir. Y la respuesta es sí. Puede acabar. Y la respuesta es sí. Todos podemos hacerlo. Basta con cambiar la mirada desvalida y poner en su lugar ojos de desprecio y dureza. Una vida no es nada comparada con una bala. Justo en medio de las cejas. Seca y cortante. Una azada que siega en la ida y vuelve para matar. Fácil y desalmado. Único y cristalino. Turbio como el agua de un río por el que navega el cólera de los cuerpos descompuestos.
La interpretación de Philippe Noiret en esta película tiene tal fuerza que es muy difícil no adivinar en él la existencia de ese lado oscuro que late en el interior del desalmado que habita en nuestra conciencia. Las cejas levantadas para simular debilidad. El cañón apuntado para desmentir apariencias. Bertrand Tavernier tras la cámara, sin piedad, retratando la pobreza de espíritu y el exterminio de los borregos. En las letras, Jim Thompson, clásico de la novela negra que nos habla de mil doscientas ochenta almas perdidas en algún pueblo que el francés lleva al África colonial. Parece que se respira el polvo en las imágenes y se huele el humo en los disparos. Nadie está limpio de intenciones y confesar es sólo un entreacto entre crimen y muerte. Es un golpe de estado al carácter y el triunfo pertenece a quien coge el gusto de aniquilar.
Un buen día, la mirada se asoma tímidamente al interior y el cuerpo se estremece por las barbaridades pero es una impresión tan mínima, tan insignificante que pronto queda enterrada en las arenas de la sabana y el precio de la humillación es la vida. Al fin y al cabo, quién va a reparar en un asesino cuando se está en las mismas puertas de la guerra. Reunión de perros. Mitin de canallas. El sol sale y llega a calentar. El suelo se niega a dar apenas nada y un grupo de niños se pasea por delante de la maldad. Aún hay un resquicio de conciencia, un rastro de humanidad. El revólver no habla. El alma calla. Es un golpe de trapo que devuelve falsas personalidades, aunque sea durante el breve instante en el que dura una decisión.
Así es Coup de torchon, fascinante recreación negra de callejones de playas fluviales, de ciudades iluminadas por velas, de retretes instalados al aire libre para atacar con premeditación a la fiera corrupta que suplica por la sangre. Es la demostración de que, dentro de cada hombre, hay un delincuente que lucha por salir y que muchas veces, más de las que creemos, sale de caza implacable. Mientras tanto puede que un asesino que no ha matado a nadie pasee tranquilamente por la calle e, incluso, puede que sea comisario de algún pueblo perdido habitado por 1280 almas.

viernes, 4 de febrero de 2011

¿CÓMO SABES SI...? (2010), de James L. Brooks

Vaya por delante que Reese Witherspoon no ha formado nunca parte de mis preferencias; que Owen Wilson no me enloquece y que Paul Rudd, en esta ocasión un peldañito por encima del resto, me parece más limitado que un jugador de fútbol. Eso sí, Jack Nicholson es uno de los más grandes actores vivos y ¿saben qué? Pues que tampoco es que me prive en esta película. ¿Seguro que esto es cine?
Entonces, veamos, ¿qué es lo que nos queda? Ah, sí, detrás de las cámaras hay un señor que responde al nombre de James L. Brooks y que es el cincuenta por ciento de Los Simpson, que hace veinticinco años ganó un Oscar por el pastelito merengado de La fuerza del cariño y que, luego, hizo dos películas más que apreciables, valiosas e, incluso con cierta gracia, como fueron Al filo de la noticia y Mejor, imposible. Bueno, pues tampoco sabe darle el punto a una comedia que comete uno de los mayores pecados que se pueden achacar a una película que pretende ser graciosa: que no lo es.
Vale, sí, tiene momentitos de cierta gracia, sobre todo por parte de Rudd y de Nicholson, pero falta continuidad, ese deseo del espectador porque venga otra, por tener ganas de reír más. A ello contribuye especialmente el festival de caras de desconcierto de la Witherspoon que no encuentra el sitio, que ni es especialmente bonita como para sea creíble el dilema que se plantea, ni tampoco te hace creer que su vida se halle en un compás de espera porque eso es algo que nos ha pasado a todos y, la verdad guapa, no ponemos esas caras permanentes de qué diablos me está pasando que no entiendo nada y sólo me encuentro con atontados de medio pelo.
Le falta fuerza a toda la historia, eso es verdad, porque es algo que ya se ha visto mil veces y si no eres capaz de introducir unas cuantas situaciones de verdadera comicidad, todo el edificio se cae por falta de cemento. No valen unas cuantas y débiles paletadas porque eso tiene menos solidez que un pastel de pollo. Debería haber cierta habilidad manejando a los actores, un trazo mucho más sólido de los personajes porque no vale la excusa de que están rehaciendo sus vidas y de que pueden salir por fandanguillos porque están muy descentrados. Y lo peor de todo es que se trata de hacer saber a la gente cómo se sabe si uno está enamorado. Pues vale. Gracias por la lección.
No cabe duda de que hay sobriedad en todo el conjunto, de que los tres o cuatro golpes que tiene hacen reír al respetable pero entre un chiste y otro, la cosa aburre. Por manida, por algo estúpida, por mediocridad en todos los intérpretes que parecen haber sido cubiertos con un velo grisáceo para no hacer demasiada gracia no fuera a ser que la cosa se escapara de las manos y lo de la comedia romántica se quedara sólo en comedia. Todo es falso y flojo. Y no digo ya más adjetivos con la efe porque el artículo comenzaría a ser soez.
Así que es bastante normal que una película dirigida por un tipo de cierto prestigio como Brooks se haya quedado fuera de la carrera de los Oscars porque, la verdad, no tiene mucho arte, nada de emoción y la gracia aparece mermada por una evidente falta de trabajo en el guión, al que le hacían falta cuatro o cinco vueltas más antes de ponerse a rodarlo. De cualquier modo, ya he dicho que tengo una especial aversión por el reparto elegido así que es muy difícil en estas condiciones que un crítico de cine se atreva a dar una opinión positiva sobre algo que para él es tan manifiestamente malo. Es entonces cuando me asalta la duda de este titular: ¿Seguro que esto es cine? ¿Estoy volviéndome demasiado exigente? ¿O es que simplemente me cuesta trazar una sonrisa en mis labios? Puede incluso que sean los años que empiezan a pasar factura y esto haga mucha gracia a los jóvenes. ¿Seguro que esto es...?

miércoles, 2 de febrero de 2011

RED (2010), de Robert Schwentke

No hay nada mejor en el cine que juntar a un grupo de actores veteranos, sobrados en lo dramático y maestros en el desenfado para tener una idea de la versatilidad que pueden tener, de lo bien que se lo pueden pasar y de lo mejor aún que hacen pasar al público. Con fórmulas manidas, tópicos repetidos hasta la saciedad e imposibilidades cercanas a la pirueta circense, consiguen cifrar un código rojo cuyo objetivo es la diversión.
Así, nos ponemos con Bruce Willis en la piel de un jubilado aburrido, presa de la rutina, que para tener algo de emoción en la vida se dedica a inventarse pretextos para charlar con la chica que ha gestionado su pensión. Seguimos con Morgan Freeman, antiguo jefe de operaciones de un escuadrón de la muerte de la C.I.A que rumia su retiro en un hogar para ancianos. Añadimos un toque femenino lleno de encanto y sofisticación con Helen Mirren, magistral en su faceta asesina que llega a inspirar temor cuando mira a través del objetivo. Se añade la chica que no tiene nada que ver y que queda fascinada por el mundo del suspense y de las trampas propias del espionaje con la espontaneidad de Mary Louise Parker. Y ponemos el toque de humor con un excepcional John Malkovich que, sin ninguna vergüenza por su parte, se dedica a robar escenas a todos con su papel de paranoico afectado por un experimento con drogas que, además, tiene razón en todas sus esquizofrenias. Al otro lado, se coloca la señora de David Mamet, Rebecca Pidgeon, eficaz y odiosa en su encarnación fría y metódica de la urdidora de todo un plan, se junta con Richard Dreyfuss, un tipo de esos que se mueven entre sombras para ser los auténticos señores del poder y, por último, tenemos un pleno de elegancia con un agente de campo impasible y concienzudo en el mejor sentido del término en la piel de Karl Urban. Ah, y por supuesto, tenemos un rato para el gozo con ese encargado de archivos, genuino poseedor de secretos y experiencias, con sus característicos andares y sus miradas de longitud en el viejo y maravilloso Ernest Borgnine.
Ésa es la primera fórmula para que la película funcione. La segunda es muy clara: la película no se toma absolutamente nada en serio. Se pasa un gran rato e importa tres cartuchos de dinamita que la lógica se ausente. Hay humor, situaciones imposibles, acción en cascada, baches narrativos hacia el final de la película pero lo mejor de todo es que da exactamente igual (por cierto, eso desmonta las teorías de algunos chupatintas que creen que a algunos críticos sólo nos importa el argumento) porque la clave de todo radica en el desenfado, en la cara de todos estos grandes actores (sí, incluso Willis es mejor de lo que parece) que entornan continuamente los ojos, como queriendo decir al espectador que ellos tampoco se lo creen. La dirección es ágil, rápida, sin descanso, con algún error de bulto como la pelea mal planificada entre Urban y Willis y, ante todo, sorprendente en algunas de sus transiciones sobre todo proviniendo de un tipo como Robert Schwentke, que llegó a aburrir a las ovejas con aquel pastelón llamado Más allá del tiempo. Yo, de ustedes, no perdería un segundo. Me iría a comprar un par de ametralladoras con toda la munición posible a base de carcajadas y me aposentaría en la butaca dispuesto a disfrutar de una cosa sin pies ni cabeza pero que te deja un sabor dulce y sonriente. Se sale contento del cine, sabiendo que no se ha visto nada que deje una huella imborrable pero con la sensación de que el cine, por una vez, ha conseguido su meta primitiva que no es otra que la de entretener. Con muchos disparos, muchas explosiones pero, sobre todo, un bote inflamable de humor del bueno, dicho y hecho por gente de mucha clase. Todo mentira salvo la risa pero en los tiempos que corren eso es tener una licencia para reventar gobiernos y formar guerrillas.   

martes, 1 de febrero de 2011

MI MUJER FAVORITA (1940), de Garson Kanin

El dilema ético con mucho mal café está servido. Pongámonos en situación. Imagínense que su pareja desaparece en un viaje trasatlántico. Se deja transcurrir el plazo legal para declarar a esa persona muerta y usted, joven, apuesto, simpático y ciertamente conquistador, encuentra a otra chica que le gusta, quizá no tanto como la primera, pero se acomoda fácilmente a sus exigencias. Se casa con ella. Y, de repente, como quien no quiere la cosa, la primera mujer aparece porque nunca murió. Naufragó en una apartada isla fuera de las rutas marítimas y, después de cinco años, vuelve con el fin de recuperar su hogar y su marido. Pero aún es peor la cosa. Su mujer no estuvo sola en aquella isla, compartió soledades con un apolíneo ejemplar del sexo masculino. Y es que hay ocasiones en las que uno no sabe qué hacer.
Hay gracia a raudales en una película que obliga a elegir la mujer favorita, aquella con la que siempre se ha conectado con la facilidad con la que se enchufa el carácter. Los celos, por supuesto, fluyen en las dos direcciones pero aún así, algo hay por debajo de tanta confusión. Quizá es la seguridad de que cuando se encuentra a la persona de tu vida, ya puede haber huracanes porque eso no hay quien lo separe. Cary Grant no es cualquier cosa y supera con creces a las dos féminas en disputa permanente, Irene Dunne y Gail Patrick. La cuarta pata del banco es Randolph Scott, con su sonrisa perfecta, su elegancia deportiva y su superficialidad latente. Pero el ser humano es aquella criatura que a falta de pan, se conforma con unas buenas tortas. Y aquí hay tortazos.
En principio, Mi mujer favorita fue pensada para ser dirigida por un hombre de la distancia y buen gusto de Leo McCarey pero, justo antes de empezar el rodaje, cayó enfermo así que se pasó la batuta al mismo tipo que había ideado la historia, Garson Kanin, uno de esos escritores, dramaturgos y guionistas que siempre trabajaban con el mismo objetivo que no era otro que el de hacer reír. A él se deben guiones como el de la extraordinaria La costilla de Adán y obras de teatro posteriormente adaptadas al cine como la estupenda Nacida ayer. Aquí siguió el estilo McCarey al pie de la letra y lo que sale es una comedia estupenda, aguda, brillante, con diálogos vertiginosos, situaciones divertidísimas, Cary Grant cerrando su mirada a la vez que se cierra la puerta de un ascensor porque no es capaz de creer lo que está viendo, subidas y bajadas, entuertos que parecen difíciles de desenredar porque nos olvidamos de lo más importante de la vida como el amor. Es una comedia de altura, llena de elegancia y capacidad para que todos nos riamos un poco de nosotros mismos, lo cual dice mucho en su favor.
Eso sí, siempre que la he visto he tenido la sensación de agobio de que yo no sabría qué hacer en una situación como ésta. Puede que mi carácter sea débil y el de mi mujer sea demasiado fuerte. A lo mejor no sé hacia dónde dirigirme por la sencilla razón de que doy mucha importancia a lo que pueda decir la gente. O, tal vez, el anillo que hay en mi dedo me susurra tantas cosas al oído que, en el fondo, pienso que sólo una persona pudo decirlas con tanta ternura que no puedo reemplazarla por mucho que lo intente. Vean y ustedes verán.

MY FAIR LADY (1964), de George Cukor

Quiero dedicar el artículo de hoy a un hombre de música y de cine. John Barry nos enseñó dónde se guardan las memorias de África, cómo se baila con lobos, cómo se caza a un hombre con una jauría, nos quiso mostrar que no hay inviernos fríos para quien camina junto al león y puso los hilos para que una flecha no dejara de surcar por el cielo con los nombres de Robin y Marian. Por tanta música que nos recuerda tanto cine, por el maestro.

Enseñar a hablar es un largo camino cuajado de entonaciones y acentos, de maneras y dichos, de expresiones elegantes y ademanes aristocráticos. El hablar suave es un estilo de vida que se aprende cuando el fuego de una vela apenas se mueve mientras se pronuncia una consonante. Esculpir una estatua perfecta a partir de un trozo de barro es enseñar los recovecos del paladar a un lenguaje degenerado. Y mientras tanto, algo nace entre tanta semántica. Quizá una fonética especial que sólo emplea la gramática de los sentimientos. O, tal vez, una sintaxis íntima, privada, que puede ser comprendida por dos pero no por más. Por el camino, una apuesta y un engaño, una belleza escondida tras unos trazos de hollín, una rutina exagerada, sumergida en diccionarios y dicciones mientras no hay direcciones vitales. Es el aire que sostiene las vocales que, de repente, cambia y hace que estanterías rellenas de polvo y libros se conviertan en los luminosos de la ilusión. Henry Higgins enamorándose de su propia obra. Eliza Doolittle perdiéndose en una nueva existencia. Y nuestra bella dama comienza a ser inmortal por fuera y por dentro.
Más allá de la dirección artística y el vestuario de Cecil Beaton o de la fotografía excepcional de Harry Stradling, hay un hombre tras la cámara como George Cukor. Director de mujeres que también conseguía algo especial de los hombres y aquí atrapa la reducida mente de un profesor aburrido y abre sus puertas a algo que no había sentido. My fair lady habla de una mujer que rompe los límites confortables de un hombre que se ha hecho un mundo a su medida y que descubre que hay muchas maneras de pronunciar la palabra “amor”. Primero es una voz, luego es un gesto, más tarde una frase y, por último, es un sueño que está ahí delante, que está a punto de escaparse pero que extrae de un corazón silenciado pronunciaciones perfectas, impecables, dignas de deseo, vibrantes de emoción. Pigmalíón construido por su creación. La estatua hace al hombre. La obra modela al autor.
Entre medias, un gran actor como Rex Harrison, que apenas canta pero que recita con suficiencia, que encarna la grisácea realidad de quien se pierde en palabras, que da forma al enfado infantil, que se recuesta en un sillón como signo de crecimiento y de victoria. A su lado, con aliento de cerveza y ropas de tiesa dejadez, la sabiduría de Stanley Holloway. Con ambos, pasos largos en escenarios de fantasía, palidece el tacto de cristal de una actriz como Audrey Hepburn.
Y todo para darse cuenta de que lo de siempre ya es lo de nunca, que si ella falta, falta todo, que si se podría haber bailado toda la noche es porque llegamos a tiempo a la iglesia, pero, sobre todo, para decir, con profunda intensidad de poema cantado, que nos acostumbramos a algo que apenas podemos describir.

Me acostumbré a su cara,
Ella casi hace que el día comience.
Me acostumbré a la melodía que ella silbaba noche y día,
A sus sonrisas, a sus enfados, a sus arribas, a sus abajos.

Hay algo en mí ahora,
Que es como expirar y aspirar.
Yo estaba tranquilamente con mi independencia y mi rutina antes de encontrarla.
Seguro que podría volver a esa rutina otra vez,
Y aún así,
Me acostumbré a su mirada, me acostumbré a su voz, me acostumbré a su cara.

Estoy agradecido de que sea una mujer tan fácil de olvidar
Como si fuera un hábito que siempre se puede romper,
Y aún así,
Me acostumbré a su huella en el aire,
Me acostumbré a su cara.