Harry Caul es el oído
inconveniente que escucha conversaciones ajenas. Es un profesional metódico y
riguroso, capaz de trabajar con los más modernos avances técnicos, un tipo que
ha hecho del espionaje privado toda una vocación. Es obsesivo porque pretende
alcanzar la perfección. Pero, quizá, solo quizá, de tanto escuchar charlas que
no le pertenecen, también ha alcanzado la soledad absoluta. No se siente cómodo
con nadie, no tiene ningún interés en socializarse. Le basta con ir a casa, ponerse
un disco antiguo de jazz y tocar el saxo intentando imitar a algún monstruo
sagrado como Lester Young. Su vida privada da lo mismo. No existe. Y si existe
es solo para alcanzar un consuelo momentáneo, una simple necesidad física que
se termina en cuanto hay una o dos preguntas de por medio. Tal vez Harry Caul
solo quiere no tener nada de qué hablar para que no le oigan.
Una conversación tomada
en una plaza pública le tiene obsesionado. Sabe que el asunto es sucio y
alguien puede salir dañado por el mero hecho de que él ha grabado ese paseo de
dos personas que, en teoría, están enamoradas. Harry Caul olvida el contexto,
entre otras cosas, porque su vida tampoco lo tiene. Con distintos micrófonos y
unos cuantos ayudantes dispersados entre el gentío, Harry monta la conversación
en su grabadora y tiene el presentimiento de que hay un crimen de por medio. Es
peligroso jugar a eso, Harry, porque sacas conclusiones sin tener suficientes
datos. Algo que es muy normal hoy en día pero que resulta fatal si tu trabajo
es espiar a los demás. Porque hay algo intrínsecamente pornográfico en la tarea
de meterse en lo que otros están hablando. Lo que una persona se dice a otra
debe quedar en el ámbito exclusivamente privado y Harry Caul quiere un
imposible. Desea mantener un mínimo de ética en un trabajo que carece
totalmente de ella. Y el resultado va a ser aún peor porque Harry se recluirá
en una cueva sin futuro, sin nada alrededor, sin la certeza de que puede seguir
adelante en su vida sin que nadie le escuche. Tal vez solo la locura.
Deliberadamente lenta y
apasionante, Francis Ford Coppola dirigió una película difícil e intensa con un
Gene Hackman sencillamente extraordinario en el papel de Harry Caul, el hombre
que escuchaba de manera imposible conversaciones que eran posibles mientras,
lentamente, se va hundiendo en la incomunicación y en el aislamiento. Un
prefacio de lo que hoy en día también está ocurriendo. Por eso es mejor fijarse
en algunos ejemplos que el auténtico cine nos ha dado. Quieran o no, son
reflejos de una realidad que era impensable, pero que, con el paso de los años,
toma cuerpo hasta hacerse invisible y presente. Harry Caul lo sabe bien, muy
bien, mientras desgrana las notas de su saxo y pierde una vez más el tren de la
normalidad.