La maldición de una bestia que
pervive a través de las generaciones cae como una sombra sobre el último
heredero de un señorío regado de sangre. Sherlock Holmes creerá apasionante el
misterio que viene diezmando a la familia de los Baskerville y aceptará el caso
porque es evidente que el asesinato se cierne sobre Henry, el último de la
dinastía. Allí se encontrará con un equívoco médico que parece querer cobrar su
parte de la herencia y despegarse del apellido maldito, a unos criados que
guardan un silencio sospechosamente abrumador, a un vecino de mirada aviesa e
intenciones turbias que tiene una hija de deseos prohibidos e instintos
devoradores, a un psicópata que se acaba de fugar de un penal próximo a la
propiedad, a un reverendo que es uno de los más prestigiosos entomólogos del
Reino Unido y, por último, a un gigantesco sabueso, casi monstruoso, que tiene
las fauces anegadas en sangre y el odio inyectado en los ojos. El misterio está
servido. El crimen está dispuesto.
La ciénaga es un testigo
silencioso de las idas y venidas de todos los sospechosos por el páramo que
rodea la propiedad Baskerville. Parece que tiene los brazos recogidos pero, si
alguien cae dentro, los apretará con fuerza para no dejar escapar a la presa.
El cielo se llena de frío y de nubes para acoger toda la maldad que revolotea
como ave nocturna entre las gélidas piedras de la atemorizante mansión y el
jerez será un consuelo pasajero para el error y la pérdida de anticipación.
Todo es una trampa encerrada en el árbol genealógico de los Baskerville, tan
confuso y tan abrupto que parece reclamar más víctimas para seguir creciendo y
abonando el suelo de corrupción y muerte. Holmes, más nervioso e irreflexivo
que nunca, no se deja vencer por la multitud de pistas que conducen a las
tenebrosas ruinas que son escenario de la abyección, como si el deseo se
instalara en medio de las piedras derruidas y pidieran su sacrificio de sangre.
El horizonte se aparece herido por la luz de una linterna vigilante y la
oscuridad se cierne sobre los culpables. Ya queda poco para la muerte.
Título muy cuidado de la factoría
Hammer con una estupenda dirección de Terence Fisher y con la novedad de ver,
quizá, al mejor Watson del cine en la piel de André Morell, componiendo a un
doctor inteligente, activo, con iniciativa, perfecto contrapeso del Holmes de
Peter Cushing, fibroso e inquieto por naturaleza y poco amigo de las
deducciones sesudas y prolijas a las que nos tienen acostumbrados otros
intérpretes. El miedo se siente en el ambiente aunque no llegue a hacerse
tangible en ningún momento y el color nos invade como la bruma de un lugar que
parece la antesala del infierno, guardado por el cancerbero que se cobra el
peaje en carne y deja a los hombres con la angustia de lo sobrenatural planeando
sobre el pensamiento, como las patas de una araña a punto de soltar su picadura
letal.