jueves, 30 de abril de 2015

LA SOMBRA DEL ACTOR (The humbling) (2014), de Barry Levinson

El programa de "La gran evasión" sobre "Átame",de Pedro Almodóvar podéis escucharlo aquí. Y el que sostuvimos el martes pasado sobre la maravillosa "West side story", de Robert Wise y Jerome Robbins, aquí. Os pongo los dos para que estéis entretenidos este largo fin de semana. Nos volveremos a ver el martes, como es habitual. Mientras tanto, descansad e id al cine. Es donde descansan nuestros sueños.

El actor vacío es un objeto inanimado que de nada sirve y nada hace. Son demasiadas emociones vertidas sobre un escenario y muchas de ellas nunca han sido recogidas. Los focos han cegado demasiado la visión y ni siquiera se puede leer el texto con claridad. Los halagos resuenan una y otra vez y, de tanto repetirse, ya han dejado de tener valor. Quizá no se vislumbra la verdadera razón de una profesión como esa. Primero, la caída. Después, la decepción.

Y, sin embargo, todos los días uno muere ahí arriba, donde se han expuesto emociones, desencantos, guerras y amores, traiciones y amistades, el todo dentro de la nada. Tal vez por eso ya se desea una muerte real, con balas de verdad, sintiendo dolor auténtico, sufriendo pena desgarradora y definitiva. Ya no se sabe distinguir entre lo real y la ficción y por eso morir puede ser un nuevo principio, un nuevo papel que declamar en el reino de las sombras. Solo hace falta un nexo lo suficientemente fuerte como para hacer que la ensoñación, la imaginación, la experiencia y la verdad puedan encontrarse en algún punto de la interpretación. Y no es fácil. Porque la máscara se resiste a caer.
Unos días de descanso en un sitio donde la terapia sirve para olvidarse de algo que ha estado rondando el cerebro con insistencia. Volver al placer del retiro. La soledad como un espectador incómodo que nunca aplaude y, de repente, una chica que aparece de la nada y que despierta cosas que estaban dormidas, u olvidadas, o fingidas, o desaparecidas. La vida y sus convenciones aprietan fuerte y quizá ése sea el método de salvar todo lo que se necesita para utilizarlo en aras de la genialidad. Un último aplauso, justo cuando el orden vuelve por mucho que se quiera quedar el caos. Se encuentra ese peldaño de más cuando menos se espera. Un trauma. Un silencio antes del aplauso atronador. Cae el telón. La obra ha sido un éxito. La vida reencontrada. La muerte anticipada.
Interesante película que investiga sobre el agotamiento del actor con un Al Pacino superlativo, que navega entre la perplejidad de un mundo que parece de ficción y una ficción que, poco a poco, se va volviendo real. El actor elige actuar siempre para salvaguardar una vida que tampoco le gusta demasiado y así se llega a la intensidad plena de un papel que nunca se elige representar. Ese papel, único y escrito especialmente para cada uno de nosotros, se llama vida y la vida, en toda su extensión, está ahí, encima del escenario.
La edad también aparece, en un papel co-protagonista, porque aparecen los achaques propios de los años y la verdad de que ya no se es ni medio hombre. Solo la cabeza tiene que seguir en su sitio para poder dar lo mejor y, a veces, ni eso. Y el vacío tiene que hacerse presente, tiene que seguir adelante en la nada de un público que ya no está, que duda, que ríe, que murmura y que pronuncia su inapelable veredicto. Sin duda, Birdman, de Alejandro González Iñárritu tiene muchos puntos de contacto con esta película pero aquí no hay un deseo de ser querido, todo lo contrario. Quizá lo único que quiere este actor en trance de ruina es que dejen de quererle de una maldita vez.
Shakespeare divino coloca sus palabras sobre rincones de la realidad para ofrecernos una representación inolvidable y la verdad es lo único que importa cuando todo el mundo es una inmensa fábula que nadie sabe manejar, que muy poca gente puede dominar y que todos tenemos que creer. Las arrugas de la vida desperdiciada delatan lo inútil de la existencia y cada paso es real, imaginario o mentiroso, eso es lo de menos. Lo importante es que todos pasan por aquí, por esta obra de teatro en la que vivimos, que muy pocos recogen aplausos y que puede que quienes sí los recojan sean sordos y estén muy cansados. Es lo que tiene hacer tantas representaciones diarias. Es lo que ocurre cuando un gran actor está sobre el escenario sin público. 

miércoles, 29 de abril de 2015

EL MAESTRO DEL AGUA (2015), de Russell Crowe

El remordimiento puede ser en muchas ocasiones una pesada losa pero también se puede convertir en el más potente motor para una búsqueda. Quizá porque el fracaso sea la sombra de una tormenta de arena que se cierne sobre alguien que siempre hizo lo que creyó correcto o, tal vez, porque solo así se pueden ajustar cuentas con todos los cariños, con todo por lo que merecía la pena tener agua, con todo por lo que se ha luchado y, desgraciadamente, se ha perdido. El impulso se presenta a los pies de una sepultura y, allí, nace una promesa que solo quiere lavar los pecados que nunca fueron enfrentados.
Una despedida que nunca debió darse porque no se pronunciaron las palabras adecuadas, una farsa mantenida durante años para que alguien a quien se ama no sufra, un escondite en algún lugar del dolor para ocultar que no se ha cumplido con la misión encomendada y que, peor aún, se ha colaborado activamente en hacerla fracasar. Destinos que son llevados por la corriente para terminar en algún remanso de paz en trincheras inéditas de conciencia que determinan nuevos principios, nuevas felicidades, nuevos encuentros, nuevas misiones.
Morir no es un paso difícil cuando no hay nada que te ate a la tierra. Esa tierra horadada que el maestro del agua ha sabido destripar para tener cerca la moral líquida y el ánimo recto. El camino es largo hasta los bordes de la resistencia y solo el presentimiento hará pensar que el don está latente y los días pasados fueron sueños que, en parte, se hicieron realidades. Y es que el mundo compite con la voluntad continuamente, intentando derribar intenciones, machacando sin piedad los impulsos. El heroísmo solo aparece cuando se le vence y todo queda en la épica de un padre buscando el último tesoro que le resta en la tierra más polvorienta de todas.

Russell Crowe debuta como director con esta película y combina aciertos y errores con cierto sentido de la sobriedad. Sabe colocar una cámara, sabe relajarse cuando él mismo se dirige, sabe cuidar elementos secundarios como la música, la fotografía o el sonido pero, sin embargo, yerra estrepitosamente al elegir a Olga Kurylenko de compañera en una historia de amor que resulta increíble; desarrolla muy poco algunos aspectos de la trama sobre los que, previamente, ha puesto énfasis; la relación de su personaje con el militar turco está en los anales de lo absurdo; tiene intención de dirigir bien las secuencias bélicas y resulta ingenuo y torpe. El resultado es algo desequilibrado, brillante en algún momento aislado, con ideas visuales interesantes y pasajes que no se molesta en explicar. Y es que no es fácil darle el aliento épico a una historia que pide intimidades y, desde luego, no hay tanta aventura impregnada de emoción en algo que está resuelto con precipitación y poca alevosía. Tal vez porque confía demasiado en sí mismo y cree que sus miradas tiernas bastan para impresionar o porque subestima al espectador en unos sentimientos a los que apela con insistencia pero poca fortuna. Lo cierto es que podría haber realizado una película de cierta clase si el maestro del agua hubiera sido alguien más decidido, menos dirigido, con secuencias menos incomprensibles y miradas más inteligentes. Pero eso es difícil de ver cuando se está inmerso en un campo de batalla.

martes, 28 de abril de 2015

LA LEYENDA DE LA MANSIÓN DEL INFIERNO (1972), de John Hough

Saber lo que hay al otro lado. ¿Hay vida después de la muerte? ¿Existe el infierno? ¿La reencarnación es posible? ¿Volver a enfrentarse con los horrores más profundos es la antesala del sufrimiento más eterno? Todas esas preguntas son las que se hacen un grupo de investigadores paranormales que se introducen en una vieja mansión legendaria por encargo de un millonario que está ya con un pie en el estribo. Y allí no solamente hallarán la solución a todas esas preguntas sino que también asistirán, atónitos, a la aparición de su yo interior, a todas esas obsesiones que pugnan por salir en el día a día y que se quedan ahogadas por pudor, por educación, por presión social o, simplemente, por no parecer locos sueltos en busca de sinsentidos. La mansión del infierno les observa y les atrae, les ataca porque sabe que son los únicos capaces de desentrañar su secreto. El secreto de alguien que fue un modelo de depravación y que, sin embargo, también tenía algo que esconder a pesar de su vida licenciosa y degenerada.
El frío de las paredes parece tomar forma en los fantasmas de la mente. La casa ataca con furia e intenta echar de ahí a todo forastero que intente meter las narices en el otro lado de la eternidad. El fraude y la opresión están flotando en el ambiente y la mente es un instrumento mucho más débil de lo que suponemos porque la locura está ahí mismo, a un paso. Basta con que los espíritus que pueblan los interminables pasillos de la mansión se disfracen de lo que no son, finjan sufrimiento cuando solo quieren infligirlo, descubran su verdadero y tenebroso rostro y aterroricen a todo aquel que quiera cerrar sus ojos para descansar en los brazos de la noche más traicionera. La lujuria se abre camino, el temor se instala, la herida física se abre y la ternura es la puerta falsa. Solo quien ya ha probado la locura se mantendrá en equilibrio con una actitud casi distante, desinteresada, algo despreciativa. Pura reserva ante un combate que, inevitablemente, tendrá que dirimir. La misma muerte está al otro lado del umbral. Solo hace falta hablar con ella y comprobar qué es lo siguiente.

Un reparto de actores sólidos encabezado por Clive Revill y acompañado de Gayle Hunicutt, Pamela Franklin y un excepcional Roddy McDowall dan cuerpo a esta materia intangible que firma John Hough sin apenas planteamiento. Solo con nudo y desenlace se puede aterrorizar, se puede estremecer, se puede asombrar y se puede sobrecoger. Basta con manejar con soltura las herramientas más tópicas de un género que, por lo general, cae demasiadas veces en la chabacanería y en la víscera incontrolada. Aquí todo hay que controlarlo. No valen desmanes. No valen excesos. Vale el miedo porque existe. Solo hay que saber sacarlo de los corazones de todos los que nos atrevemos a echar una mirada a la mansión del diablo.

viernes, 24 de abril de 2015

EL REPARTIDOR DE HIELO (The iceman cometh) (1973), de John Frankenheimer

Buen chico ese Hickey. Lo que nos reímos con él en este maldito agujero que huele a madera podrida y a whisky rancio. Las horas pasan lentamente si no está él. Casi como si esperásemos a un tipo que viene a repartir alegría a nuestras olvidadas vidas. Sí, porque eso somos, un puñado de perdedores de primera división que solo quieren ahogar sus fracasos en alcohol haciendo de la mesa nuestra cama. La taberna no cierra nunca y si quieres quedarte aquí con tus patéticos pensamientos, nadie te va a molestar. Sin embargo, cuando llega Hickey todo cambia. Él trae regalos, trae amistad, trae animación, trae flores para las chicas, trae un poco de buen whisky, trae chistes desternillantes, trae cinismo a espuertas para que, por una vez, nos riamos de nosotros mismos. Es único. Es genial.
Lo malo es que una vez, Hickey vino y no trajo todas esas cosas. Es como si lo hubiera tenido planeado. Hizo que mirásemos en nuestro interior y viéramos que allí dentro no había nada. No había nadie. No había ni tiempo. Solo un contenedor de alcohol hecho de huesos, carne y vísceras. Y un buen montón de derrotas. Hickey, no obstante, trajo hielo para que pudiésemos meter nuestras penas en el congelador. Y nos hizo ver que, de todos los que estábamos allí, el peor de todos era él. Extraño, muy extraño en él. Fue el hombre que se esforzaba porque reconstruyéramos nuestros sueños y nuestras inquietudes y luego, con paciencia de vendedor, se ocupó de derruirlos ladrillo a ladrillo. Nos dio de comer, nos dio de beber y nos demostró hasta qué punto se puede perder la fe. Y en ese mensaje tan absolutamente pesimista…encuentra convicciones nuevas que nos trata de transmitir diciéndonos bien a las claras que salir de ese estado de hibernación pre-mortem solo depende de nosotros mismos. Nadie va a llegar por esa puerta y, con unas sonrisas y unos vasos, nos va a decir qué es lo que tenemos que hacer para ver de nuevo la luz. Lo malo es que Hickey no se da cuenta de que la luz es él y que cuando él se va, todos estamos sumidos en la oscuridad, sin rumbo, sin saber qué hacer, sin saber qué amar. Ahí puede que esté el secreto.

John Frankenheimer dijo que dirigir esta película fue “la mejor experiencia creativa de toda mi vida” y para ello contó con unos extraordinarios actores encabezados por un Lee Marvin pletórico, avasallador, rutilante, acompañado por un absolutamente genial Robert Ryan, ya enfermo de cáncer, un entusiasmado Jeff Bridges y un decepcionado Fredric March en su último trabajo para el cine. Basándose en un texto de O´Neill, las miserias y pequeñas felicidades son puestas encima de la mesa de un bar inmundo que, no por casualidad, se llama “La última oportunidad” y todas ellas dejan cerco, todas ellas son huellas de una existencia que, demasiado a menudo, pensamos que no merece la pena vivir y, lo que es aún peor, pensamos que las personas que han aprovechado la ocasión no tienen hielo en su interior, no han enfermado de soledad y de hastío cuando, probablemente, los peores de todos son ellos mismos. Una vieja jugarreta de tasca.

jueves, 23 de abril de 2015

UNA NOCHE PARA SOBREVIVIR (2015), de Jaume Collet-Serra

Quizás haya habido demasiadas muertes, demasiados destrozos en la vida de un tipo que nació para matar. Cada una de sus arrugas marca el derramamiento de unos cuantos litros de sangre. Su mirada es desencantada, triste, vacía, con un punto de oscuridad, con tres hielos de ternura. No supo amar porque en su mundo no cabía el cariño y ya está solo, con la única compañía de un vaso de whisky que siempre apura hasta el final. Vive de prestado y le humillan. Y eso no lo merece porque él se ha jugado la piel hasta el tuétano. Lo hacen porque no tiene ya fuerzas para nada. Solo tiene que traspasar la línea y todo terminará pronto.
Sin embargo, todo hombre tiene un límite y cuando van a por lo que más quieres, se está dispuesto a llegar hasta el final. No hay ningún problema en dejar al vaso rumiando su alcohol mientras se carga el revólver con seis balas con nombre. Lo que sea con tal de preservar ese íntimo detalle que hace que detrás del asesino haya un hombre que amó con todas sus fuerzas aunque nunca llegase a demostrarlo. Entre otras cosas porque el amor es signo de debilidad. Y él no es un débil aunque lo parezca.
También sabe lo que es la amistad. Hubo una juventud gastada al lado de alguien, un alistamiento para ir a una guerra perdida, un par de amoríos compartidos, una seguridad en que cada bala disparada era por alguien que era capaz de darlo todo a cambio. La amistad se rompe porque lo íntimo entra en juego y lo más íntimo que tiene un hombre es el dolor. Y cuando se prueba, lo único que se desea es hacer sufrir al otro hasta acabar con su espíritu y, más tarde, con su vida.
El español Jaume Collet-Serra ha dirigido con asumida vocación de serie B una película que parece sacada de un clásico de los años cuarenta. Hace que la ciudad de Nueva York sea protagonista en una noche inacabable de ajustes de cuentas, de verdades dichas por última vez, de pistolas de alquiler y muertes merecidas. La noche es el cómplice fotográfico y delante de las cámaras se exhibe con cierta profundidad su actor favorito, Liam Neeson, acompañado de unos acertados e intensos Ed Harris y Vincent D´Onofrio y de un joven de mirada interesante como Joel Kinnaman que recuerda lejanamente a aquel Keith Carradine que llenó las películas de culto de principios de los ochenta a las órdenes de Alan Rudolph o Samuel Fuller. Lo cierto es que el resultado es una historia aceptable, de cierto ritmo, con alguna secuencia excesivamente nerviosa, con una banda sonora potente y unas cuantas calles mojadas que nos recuerdan que somos productos de nuestros propios errores…sobre todo cuando ya no quedan balas en el cargador y solo queda tiempo para una caza antes de la última copa.

Y es que la ciudad engulle todos los sentimientos hasta convertirlos en bruma, en la nada de un bosque de luces que late en las transiciones veloces al ir de un punto a otro de la trama. El pasado también se acerca a golpe de pólvora y los acontecimientos se precipitan para que nos demos cuenta de que la felicidad no se puede proporcionar tras un cúmulo de abandonos pero sí algo que es mucho más fundamental para construir un futuro lleno de verdad y esperanza. Se llama paz.              

martes, 21 de abril de 2015

EL ESTRANGULADOR DE BOSTON (1968), de Richard Fleischer

La verdad es que no sé por qué estoy aquí. Yo soy un honrado trabajador con una familia normal que intenta mantener a los suyos lo mejor que puede y sabe. Dicen que he intentado entrar en una casa para robar y que luego me peleé con unos policías. Mentiras. Solo quieren justificar su labor. Tengo una herida en la mano que me hice trabajando y me acusan de haber sido mordido por una histérica que a saber en qué diablos estará pensando. Siempre se meten con los más débiles. Yo no he hecho nada de eso. Solo quiero volver a casa y volver a ocuparme de mis chapuzas. Estar con mi mujer, jugar con mis hijos. ¿Es eso un delito?
Estoy aquí escondido en el rincón y no me van a encontrar. Mientras solo vean la fachada de honesto padre de familia asustado estaré seguro. Esas mujeres merecían morir. Me daban la espalda y eso no lo puedo aguantar. Merecían que les cogiera del cuello y acabara con sus pobres vidas. Solo que eso aún no lo saben. Tendría que tener delante a alguien muy hábil para que me sacara de este maravilloso escondite y me pusiera a hablar sobre ello. Yo no existo. No existí nunca. Existe este torpe y humillado fontanero que solo cree lo que quiere creer. El placer de estrangular es tan grande que no sé cómo este hombre minúsculo todavía tiene ganas de apretar las bridas de una cañería. Infelices.
Yo no tengo por qué estar aquí. Ahora los policías quieren que confiese algo y no sé muy el qué. La verdad es que algo raro me pasa, lo sé. Me ocurre desde pequeño pero no puedo definirlo. No lo sé. Solo pensar que mis hijos pueden ver dónde esta su padre recluido me dan ganas de asesinar a alguien. ¿Pero…qué digo? Yo no he matado ni a una mosca en mi vida. Solo he trabajado y he cumplido con mi deber. Me está interrogando un individuo muy bien vestido, parece alguien importante pero no sé qué es lo que quiere. A veces, me apoyo en el espejo y la imagen me devuelve mi propio reflejo y parece que soy dos pero solo soy yo, Albert. Tengo ganas de huir pero no sé dónde puedo ir. Quizá a algún rincón donde nadie me diga nada, donde nadie me acuse de nada, donde nadie vea en mí al monstruo que creen ver.
Quieren que confiese los crímenes de esas tías. No lo van a conseguir. Son tan ridículos que hasta pusieron a una especie de adivino detrás de mí para ver cómo era yo físicamente cuando no tenían ninguna pista. Inútiles. Mascachapas. No saben ver más allá de sus narices. Aunque este tipo que está interrogando al fontanero inocente es de cuidado. Es más inteligente de lo que parece y tiene algo que hasta parece bueno. Serán solo las apariencias. Si salgo de este rincón y confieso algo, me retiraré a algún sitio donde no me vuelvan a alcanzar. Estúpidos. Pierden el tiempo.

Con el uso más inteligente que se ha hecho nunca del recurso de pantalla partida, Richard Fleischer dirigió esta película contando con Henry Fonda y un espectacular Tony Curtis en la piel del protagonista. Y siempre que la veo, tengo la sensación de que una bestia dentro de mí se remueve y me empuja a mirar hacia mi lado más oscuro. Eso hace que sea una historia que me guste muchísimo pero también que me incomode de una manera ciertamente inquietante.

ÁTAME (1989), de Pedro Almodóvar

El interesante debate que sostuvimos en "La gran evasión" sobre "American History X", de Tony Kaye, se puede seguir aquí. Disfrutadlo si os apetece.

Puede ser que la vida sea demasiado corta como para no devorarla con bocados de pasión. La mente es un misterio que se escapa por debajo de la cintura y la libertad tiene que celebrarse con algún deseo convertido en realidad. Por eso no hay nada mejor que estar con la mujer que se ama…aunque apenas se la conozca. Da igual que ella sea una actriz porno, toxicómana, tan desorientada como el que más, que desea nuevas oportunidades en un mundo de aparente orden dirigido por un viejo en una silla de ruedas. La vida es así de absurda, es un mal chiste que siempre termina en alguna plaza de Madrid, comprando jaco para hacer que todo sea más llevadero, como una película de colores chillones y diálogos surrealistas.
Y es que todo comienza porque un desequilibrado, uno de esos jovencitos que ha experimentado el rechazo allá por donde ha ido, decide regalar su corazón aunque la destinataria no lo quiera. Más que nada porque está profundamente convencido de que ella acabará aceptándolo. Ella es atractiva y moderna y es un enorme reloj humano que marca el fin para unos y el principio para otros. Lo inalcanzable y lo cercano. Lo vicioso y lo ordenado. Son demasiadas consideraciones para un chico que solo quiere amar y ser amado por la mujer de su vida. Es así de sencillo, por mucho que algunos quieran ver en esta historia algunos retorcimientos propios de un cineasta que cambió la estética del cine e internó a millones de espectadores por los callejones del grotesco más innovador.
El paisaje en la pared, el rojo chillón en noches claras, otra época y otro lugar en un Madrid que sonríe por la ocurrencia. El sexo es importante, más que nada porque marca reconocimientos y exhibe consentimientos. Ya la súplica es muy clara: “Átame” porque así es imposible escapar al amor que es de lo que habla esta película. De un amor ridículo, esperpéntico, nada casual, forzado y crítico pero de amor, al fin y al cabo. Es el espejo de una felicidad que, seguramente, no durará nada porque resistir no es más que una canción y un pacto de complicidad pero no es la garantía de que las cuerdas seguirán tensas e intactas mientras el amor, ese amor que nació con un secuestro, se va gastando como un bote de pastillas para el consuelo.

Antonio, Victoria, Loles, Paco, Pedro, Ennio…entre todos, consiguieron hacer unos nudos muy fuertes en el corazón de unos espectadores que querían conocer a la persona que, sin atender a las razones que siempre pierden al amante medio, iba a cuidarles con tanto cariño, con tanta ingenuidad y con un puntito de fuerza que terminaba en cuanto la ternura era la moneda de cambio. Y así todos salimos del cine suplicando que nos ataran, no fuera que nos sitiara la tentación de escapar y no volviéramos a probar el sabor de la pasión.

viernes, 17 de abril de 2015

LA HUIDA (1972), de Sam Peckinpah

McCoy lo sabe perfectamente. Sabe que, a cambio de salir de la cárcel, le van a exigir un nuevo trabajo. Lo que sea con tal de escapar de esa rutina agobiante. Los telares que no dejan de funcionar con su ruido monótono y repetitivo. Las noches interminables en la celda, acordándose de ella. Sí, ella. Porque ella es todo lo que ha querido poseer. Y ella va a conseguir que él salga de allí. McCoy sabe cómo pero no lo quiere pensar. Solo quiere imaginar un baño en un lago de un parque a su lado. Solo quiere revolcarse en sábanas limpias acariciando su suave cuerpo de piel de dinero. Es hora de trabajar. Es hora de huir.
La imposición de gente nueva para hacer el trabajo es algo que McCoy no tenía previsto. Habrá que encargarse de ellos a su debido tiempo porque un profesional, sencillamente, no acepta imposiciones. Y menos de gente de esa calaña. El hombre influyente ya ha tenido lo suyo aunque McCoy no quiera mirar en esa dirección. Solo hay que cargar la escopeta de cañón recortado y cruzar la frontera. Así de fácil. Así de sangriento.
McCoy en la basura. Sí, ahí es donde ha estado mientras le encerraban en cuatro paredes con puerta de barrotes. Y luego ahí, en un vertedero cualquiera, dándose cuenta de que no importa lo que ella hiciera, la ama. Es lo único que le mantiene atado a la ética. Luchar por ella merece la pena por mucha rabia que sienta. En la frontera se ajustarán las cuentas. La escopeta echará humo. Y el frío de la mañana en la que salió de la cárcel se transformará en el calor agobiante de una ciudad fronteriza que despide a los ladrones con la carcajada de un viejo con suerte. Huye, McCoy, huye y no vuelvas. Detrás solo dejas un reguero de cadáveres que guardarán con el silencio tu fortuna.

Steve McQueen, Ali McGraw, Ben Johnson, Al Lettieri…y Peckinpah, ese director que, por una vez, huyó de la derrota para mostrar una victoria conseguida a sangre y fuego. Detrás quedará la violencia desbocada, infierno de ladrones que suspiran por un dinero que no perdurará. Y el espectador, en el fondo, se sentirá al lado de ese profesional del asalto que solo lucha por conseguir una mañana de cielo azul al lado de su mujer, ella, la única, la verdadera, la valiente, la abnegada, la despreciada, la rebelde, la enamorada. Porque todos, alguna vez, hemos deseado ser Steve McQueen y volar los sesos a unos cuantos tipos de baja ralea que intentan hacernos la vida y el futuro imposibles o coger un coche a toda velocidad y destrozar los frenos y dejar la marca de los neumáticos en un asfalto que se niega a decir adiós. Es la aventura del perdedor que salió del encierro para ganar. Es la verdad contenida en unos cuantos disparos que derriban los muros a balazos. Y allí, en algún lugar de México, McCoy estará con su mujer, bebiendo tequila y planeando cruzar la frontera en dirección a Estados Unidos solo para hacer algunas compras…

jueves, 16 de abril de 2015

LA DAMA DE ORO (2015), de Simon Curtis

Olvidar las losas que han empedrado el pasado suele ser tan difícil que el dolor no tarda en aparecer como un invitado que nunca llega tarde. La felicidad se trunca porque el mundo se vuelve loco y hay que huir, dejar atrás lo que más se quiere, mirar solo hacia adelante con la esperanza de tener una oportunidad más para hacer que la vida merezca la pena y, por el camino, dejar muchas cosas que forman parte de una historia, de un cariño, de un recuerdo, de lo que nos hace realmente humanos. Cuando ya no queda nadie, tal vez, sea el momento de intentar recuperarlos
El tiempo ha pasado implacable, y las cosas ya no son lo que eran. El arte se vuelve una mercancía y el valor sentimental de un objeto está en función de aquellas lágrimas de una separación que nunca debió suceder. La persecución, la llegada, la libertad, el deseo de recuperar algo de esa juventud que se fue tan libre y tan sesgada…Todo se agolpa en la memoria, buscando culpables de ese dolor que, en el fondo, nunca ha cesado. Siempre ha estado ahí, latente, repitiéndose una y otra vez y aún es más doloroso volver hacia un recuerdo que está indisolublemente unido a él…o tal vez no, tal vez sea doloroso solo al principio. Quizá ese recuerdo trae de vuelta a todos aquellos que sostuvieron la vida, cargaron con ella a la espalda y sucumbieron ante su peso…y los trae a lomos de un instante que fue la misma felicidad.
Por otro lado, una nueva generación solo se plantea el triunfo ante el reto de abrirse camino. No es momento de detenerse en sucesos familiares y un encargo, a veces, suele ser bastante pesado de cumplir. No obstante, el dinero es impulsor de muchas locuras y puede ser solo el primer paso que ayude a tomar conciencia de que el pasado pide un ajuste de cuentas, un sacrificio, una verdad dicha a gritos, una certeza de que se está haciendo lo correcto por encima de estúpidos intereses basados en un orgullo nacional que fue edificado sobre el dolor de otros. Y eso es una carcoma para el alma que no deja de socavar el ánimo del futuro.

Helen Mirren nos muestra de nuevo lo gran actriz que es y Ryan Reynolds la acompaña siendo una sombra adecuada. Sin embargo, hay poca convicción en todo, un exceso de frialdad en la historia que hace que las piezas no acaben de encajar, tal vez reservándose para un final lleno de emoción y de reencuentro con unos sentimientos que llevan demasiados años ahogados en la pena. Y es una lástima porque el tema de la restitución de las obras de arte expoliadas por los nazis a sus legítimos propietarios es un tema apasionante, que muestra pasados y presentes en estado de choque y que no dejan de ser historias de lucha,  de miedo superado para volver a enfrentarse con días de uniformes negros y lágrimas veloces. Habrá quien vea en todo esto un intento de enriquecerse, de oportunismo mercantilista, de política mal entendida y peor explicada bajo una apariencia de total armonía pero aún así nadie se ha preocupado de devolver esas obras de arte condenando a sus dueños a ejercitar el olvido, a vivir en la nada de no tener pasado aunque estuvieran construyendo el futuro. La justicia no puede envejecer y nadie puede interpretarla a su conveniencia para mantener la imagen de un país más allá del bien y del mal. El oro en la tela es la mejor expresión de la vida que clama por una reparación. Y el triunfo suele ser recordar de nuevo sin rastro de amargura.

martes, 14 de abril de 2015

EL HOMBRE ILUSTRADO (1969), de Jack Smight

La piel dibuja escenas que parecen retorcerse ante los ojos del extraño. La venganza late bajo todo ese estampado vital que reconoce al hombre como parte de la creación y a la creación como parte de un error. La realidad virtual sustituye al juguete, el afán de protección y de ahorrar el sufrimiento se anticipa a la perdición y la lluvia cae, no deja de caer, golpea en la cabeza con sus palos de tambor y vuelve locos a los peregrinos en busca de refugio. Solo la voluntad, en el fondo. Eso es lo que pierde a la Humanidad. Ella es quien nos salva y quien nos condena. Ella es quien nos hace asesinar al sueño mientras buscamos el destino incierto. Y solo habrá una carrera hacia ninguna parte en la que el hombre no descansará jamás. Ni siquiera cuando sus pasos son tambaleantes y las historias desagüen por la cabeza. Ni siquiera cuando se da cuenta de que el amor es algo tan huidizo y tan resbaladizo que solo se puede disfrutar en la felicidad de unos instantes que se hunden en las letras de la genialidad.
Puede que no sea una obra maestra y, desde luego, no abarca todas las historias que se exponen en el libro de Ray Bradbury pero deja un regusto inquietante cada vez que Rod Steiger está en escena. Con su cuerpo tatuado hasta el alma, sabiendo que el tormento está ahí y no puede librarse de él, con la desconfianza latente hacia todo lo que le rodea, con la rabia inmediata de querer quitarse la tinta de la piel a través del disolvente de la venganza. El hueco es lo que el espectador tiene que rellenar. Aún con la estética trasnochada de un futuro que se antojaba demasiado fantástico. Aún con el sentimiento anticuado de una Humanidad absolutamente atenazada por el mundo que se ha construido.
Y es que es fácil estar en todas las historias y no estar en ninguna. Basta con mirar fijamente a la fantasía y, tal vez, se aprendan una serie de lecciones sobre el error, sobre la reacción inútil, sobre la torpe previsión, sobre el empuje que lleva a una victoria en solitario frente a los elementos. El miedo se apodera de nosotros porque también dormimos en un prado verde, hipnotizados por unos dibujos en lienzo humano que lo cuentan todo y, al mismo tiempo, parecen la misma entrada del infierno. Y el infierno existe porque lo ves dibujado sobre la piel de un hombre que quiso aprovecharse y se convirtió en el anuncio del destino.

Sonrisas socarronas para una conquista a precio de poro. Mujeres enigmáticas que trazan la horrible verdad en parábolas sobre el bien y el mal. Testigos inocentes que se convierten en malvados culpables que aplastan el umbral de la imaginación porque la realidad, quizá, es menos molesta. Niños que juegan con leones y hombres que juegan a sobrevivir. Huir hacia delante es la única salida ¿verdad, Hombre? No tienes imaginación para nada más.

AMERICAN HISTORY X (1998), de Tony Kaye

El debate del pasado martes en "La gran evasión" acerca de "Las aventuras de Jeremiah Johnson" podéis escucharlo, si tenéis ganas, aquí. Y hay que destacar el hecho de que el coloquio sobre "Tierras de penumbra" que sostuvimos en el mismo programa fuera incluido por Ivoox en la lista de los seis mejores programas de ocio de la semana. Si aún no lo habéis escuchado está aquí.

La cruz gamada sobre el pecho. Una bandera para que todos la vean. Un símbolo de movimiento, de que realmente yo hago algo para cambiar la realidad. Y no importa cuál sea el argumento de censura porque los argumentos se acomodan a las necesidades. Y la necesidad es echar a los negros, a los latinos, a los chinos y a todo aquel que no sea blanco y honrado. Orden por encima de progreso. Represión por encima de la democracia. Nadie puede decir nada porque la libertad de expresión no es más que un invento de los judíos liberales. Supremacía blanca. Eso es todo lo que hay que saber. Y si un negro te viene a tocar las narices, le rompes la boca, satisfaces el ansia por el odio y hay  que seguir adelante con los auténticos ideales de los nazis. Es así de claro. Pero hay que moverse, igual que la cruz gamada que tengo sobre el pecho.
La cruz gamada sobre el pecho. Un símbolo de orgullo cuando le meten a uno en la trena. Así se protegen los amigos. Porque todos somos un ideal y la palabra traición no existe en nuestro lenguaje. El que cree de verdad mantendrá su lugar en el pedestal de la superioridad. El que no, no es más que basura que no merece ni una mirada de piedad. Los negros son escoria. Aunque quizá el tipo de la lavandería tenga algo de persona. Da igual. Lo importante es que la cruz gamada nos identifica, nos eleva, nos hace ser diferentes y mejores y allí estamos. Dispuestos a darlo todo por mantener la pureza de América.
La cruz gamada sobre el pecho. Tal vez no sea tanto un símbolo de nobleza. Puede que todo ideal se corrompa en cuanto aparece el dinero de por medio. Y eso no es de recibo. Hay que mantener lo que uno cree aunque el dinero corra para otros. No se puede comerciar con latinos a cambio de hacerse amigo de ellos. Eso es tender puentes, estrechar lazos. El aburrimiento aparece y se queda. Solo el tipo de la lavandería es capaz de hacerme reír. Es negro pero es un buen tipo. Quizá sepa más de la vida que yo mismo.
La cruz gamada sobre el pecho. Habría que arrancar esa basura de mi piel. Los negros también son personas. El tipo de la lavandería me ha protegido cuando estaba solo y eso no se debe olvidar. Quizá yo no creí nunca en un ideal sino en la idea de poder. Vivir y dejar vivir. Hacer que esas ideas insanas sobre el racismo, sobre la supremacía de una raza que no ha cometido más que errores, salgan de los más jóvenes. Y, sobre todo, que huyan despavoridas de mi hermano. Extirpar el cáncer sobre la edad de más desorientación. Habrá que mirar hacia todos los lados por si aparece el coche que lleva las balas con mi nombre. Habrá que morir si se desea reparar todo el mal que he hecho. Lo que sea con tal de que mi hermano esté lejos de esta gentuza de las cruces gamadas.
La cruz gamada sobre el pecho. Late y me abrasa porque la sangre está esparcida por el suelo y yo no he podido hacer nada por evitarlo. El dolor es tan grande que sé que lo he hecho yo porque un día decidí tatuarme esta cruz gamada, decidí raparme la cabeza, decidí salir en busca de negros a los que dar palizas y negarles el derecho de existir. Decisiones de catástrofe en una mente triturada por el rencor. Y ahora, aquí, en el suelo de un urinario escolar, veo que esa cruz gamada que da idea de movimiento ha pasado por encima de lo que yo más quería. Y ha arrasado con todo. Las lágrimas no dejarán de caer. El dolor será, desde ahora, un compañero. La pena fue peor que morir.

Dentro de una película mediocre, puede que Edward Norton consiguiera una interpretación entregada, poderosa, de registros extremos y sentidos cercanos. Tal vez un gran actor, de vez en cuando, puede sostener una película llena de tópicos, de historias vistas revestidas de otras realidades. Y así podemos llegar a sentir el vacío de un personaje que quiso redimirse y lo que encontró fue el odio que él mismo sembró.

viernes, 10 de abril de 2015

EL NUEVO EXÓTICO HOTEL MARIGOLD (2015), de John Madden

Los meses cambian la vida muy rápidamente para aquellos a los que les queda muy poco tiempo. Tal vez porque es el momento para decir a todo que sí cuando los miedos y las limitaciones propias de la edad invitan a decir a todo que no. Ya no hay búsquedas sino los avatares correspondientes a una vida que cada día es una nueva promesa pero también un poco más de agotamiento. La cuarta edad está llamando a las puertas de la misma esperanza y el terror se apodera de esos rostros que cuentan las experiencias por arrugas y la sabiduría por miradas.
Tal vez el terror de la cuarta edad no esté en la cercanía de la muerte sino en el pánico que puede producir la incertidumbre de la soledad. Afrontar el último de los pasos sin ninguna compañía aboca a una sensación de haber pasado sin haber sido notado, de levedad vital que se escapa por momentos, de duda y de necesidad. Y, en la mayoría de las ocasiones, no hay nadie al otro lado, ni siquiera para escuchar las inquietudes de las rectas finales. Somos nuestros recuerdos pero también somos la huella que dejamos y no estamos seguros de que hayamos dejado ni siquiera un rastro del cariño que hemos derramado, una gota de las lágrimas que hemos vertido, una pista sobre todo lo ha guardado con tanto celo nuestro inquieto corazón. El ser humano, al fin y al cabo, es un cúmulo de errores aunque haya que reconocer que, cuando acertamos, damos en todo el blanco.
Más irregular que su primera parte, con más altibajos, sin llegar a ser tan redonda como aquella aventura que nos hizo sentir jóvenes a través de una última visión de la vejez, John Madden ha hecho una película algo corta que, sin embargo, se crece por la inmensa gozada de ver de nuevo a Maggie Smith, conquistándonos a todos de nuevo, asumiendo mucho más protagonismo y dejando tras de sí una estela de miradas sugerentes, sabias, impresionantes, únicas, de auténtica dama de la interpretación que da mucho más de lo que la película es capaz. Ella es quien sabe remover los sentimientos de esta secuela y solo por ella merece la pena volver a perderse en las tribulaciones de este exótico hotel para la plácida vejez de quien no se resigna a encerrarse en casa esperando lo inevitable.
Y es que en otra parte del mundo puede que no sea tan mala idea volver a dejarse enamorar, u optar por la sencillez frente a la tentación de la opulencia, o decidirse por fin a hacer lo que siempre ha sido la simple voluntad, o encontrar a alguien que hace revivir alguna noche que aún no ha pasado, o caer en el error de hablar con quien no se debe dando más dinero del que se tiene. Todo eso no importa. Lo que tiene que estar ahí es que no hay más futuro que el presente y que hay que vencer los miedos para poder mirar con una sonrisa el baile de una boda entre jóvenes aunque, tal vez, signifique ir dejando atrás otras experiencias que también nos construyen cada día. Como seres humanos. Como hombres y mujeres hechos de cariño, de comprensión, de lucidez, de verdad. Quizá eso haga que la satisfacción salga a nuestro encuentro cuando los achaques nos obliguen al retiro y, en un instante de magia, sepamos que pasar por este mundo ha merecido tanto la pena como ver a Maggie Smith hablar con sus ojos de amor por la interpretación y de tanto respeto por quien nos acercamos a apreciar su trabajo.

jueves, 9 de abril de 2015

FOCUS (2015), de Glenn Ficarra y John Requa

Cuando alguien se dedica al mundo del timo, a ese pequeño arte que siempre consiste en distraer por un lado mientras se saca el billetero por el otro, es posible que llegue un momento en que no se pueda distinguir qué es timo y qué es vida. Tal vez porque el timo es pura vida, es bordear el límite, es saborear lo que otros nunca han saboreado. O puede que sea porque la vida es un timo, es una jugada en la que siempre se apuesta a doble o nada y, por lo general, está condenada a ser descubierta con un guiño a destiempo, con un falso movimiento, con el imprevisto del azar en un juego en el que no caben los sentimientos.
Y es que todos somos potenciales víctimas de unos tipos que deambulan con los dedos dispuestos y la sonrisa y el encanto como únicas armas. Hay que desconfiar de aquel que intenta convencerte de algo. Lo malo es que llegará un momento en que no se podrá distinguir al que trata de convencerte del que trata de estafarte miserablemente. En el fondo, importa poco. Todos hemos sido estafados alguna vez. Sobre todo si se habla de amor.
La elegancia es algo que se lleva en la sangre. No se puede aprender, ni tampoco fingir. Los movimientos deben ser precisos y seguros. El primo nunca debe ver vacilaciones. Solo confianza, más que nada porque está deseando confiar en alguien. Y ahí es donde entra el maestro y el alumno aprende porque cada instante es un timo, es un intento de robar un minuto al destino con los bolsillos bien llenos para tener muchas cosas que el común de los mortales no llega a tener nunca. Existen golpes pequeños, golpes un poco más grandes y golpes pensados desde hace años, originalidades que a uno se le ocurren como quien no quiere la cosa. Y hay que morir con la mentira en los labios. Si no, es muy posible que pillen al gancho, a la sombra y al cerebro.
Película realizada con cierta clase que encierra en Will Smith, comedido en sus amarguras, y en Margot Robbie, algo más que una chica rubia con la que pasarías el fin de semana de tu vida, sus mejores bazas, Focus es un curso acelerado de timo y derivados que recuerda vagamente aquella Harry dedos largos, de Bruce Geller con James Coburn dando clases exclusivas para carteristas. Solo que ésta es más trepidante, más interesante, llevada con buen ritmo y algún que otro respiro y, sobre todo, con alguna dosis de inteligencia. Todo es como un buen engaño llevado a cabo con la complicidad del espectador que está deseando confiar en la película y acaba siendo el primo de turno en el mejor sentido de la palabra. Y esta vez hay sobriedad y retales dispersos de buen estilo lo que hace que el timo, en esta ocasión, resulte un disfrute.

Así que ahora que han leído la mayor parte del artículo, les diré algo. No vale nada. Es una repetición de cosas mil veces vistas, con dos intérpretes tan prescindibles como la nieve en pleno verano. Tanto es así que más vale que se acerquen por sí mismos a comprobarlo. Les aseguro que saldrán decepcionados. Valiente tontería. Una pareja de timadores profesionales que se enamoran. Como si no hubiera ya suficientes estafas habidas y por haber en el cine. Si no que se lo pregunten a Paul Newman y Robert Redford. ¿Saben ya por dónde van los tiros o nos lo jugamos a doble o nada? 

miércoles, 8 de abril de 2015

GOLFUS DE ROMA (1966), de Richard Lester

Una cosa divertida ocurrió en el camino del Foro. Resulta que una casa de lenocinio ha abierto al lado de la residencia de unos nobles patricios y allí hay un esclavo, Pseudolus, que lo que quiere es lo que todos queremos, o sea, la libertad. Y para ello monta un lío que parece la pata de un romano. Para complicar más la cosa, el vecino del otro lado, no hace más que correr para deshacer un hechizo y por allí pasa un centurión de la legión romana que tiene más arrogancia que Marco Antonio haciendo su famoso discursito en las escaleras del Senado. Desde luego, esto solo puede ocurrir en Roma.
Y es que es una época en la que el más tonto se enamora, el más aguerrido se convierte en un plomo, la más considerada es más tiesa que un palo de pilum, el más inteligente es un esclavo (cosa que aún perdura en nuestros días) y el más caradura es el empresario (cosa que aún…bueno, dejémoslo).
Siete gansos en un anillo, canciones desde lo alto de un acueducto que me suena de algo, decorados sobrantes de La caída del Imperio Romano, unos cuantos buenos actores con una coña romanesca de aúpa y ya tenemos la función. El espíritu de Plauto y Aristófanes sobrevuela el enredo, las persecuciones se suceden, los diálogos son chispeantes y raudos, las situaciones son divertidas y grotescas…esto es la decadencia. Pensándolo bien estos no son los decorados sobrantes de La caída del Imperio Romano…es la misma caída del Imperio Romano.
Zero Mostel lleva la función con inteligencia, con el ojo avizor, la expresión preparada y la lengua suelta. Con humildad, esclavo, con humildad. Michael Hordern quiere beber una pócima que reviva su natural inclinación hacia la carne y resulta chocante ver a un actor tan serio siendo tan gracioso. Jack Gilford hace gala de una gesticulación maravillosa, propia de su pantomima cómica. Phil Silvers pone en juego toda su mala leche de burra romana. Buster Keaton…bueno, es su última película y aparece poco pero…si hay alguien que merezca estar en el Olimpo de los Dioses es él. Y ya tenemos la compañía de payasos con toga más impresionante de este lado del Tíber. Esto merece el sacrificio de unas cuantas cabras, el expolio de unas cuantas naciones y el chocar de un puñado de espadas en pleno campo de batalla. Que los nobles rían, que la plebe se divierta, que los actores disfruten poniendo en juego la farsa. Hasta las piedras de Roma se partirán.

Hay que reconocer que, de vez en cuando, ver una película desenfadada y poblada de buenos actores puede obrar milagros en mentes demasiado dominadas por la presión. Más que nada porque una cosa divertida ocurrió en el camino del Foro y  los dioses nos castigarían con toda su furia por perdérnosla. Incluso nos negaría la ofrenda de una mujer de carnes prietas que acabaría por ser la emperatriz de nuestros deseos.

martes, 7 de abril de 2015

LAS AVENTURAS DE JEREMIAH JOHNSON (1972), de Sidney Pollack

El debate, íntimo y doloroso, que sostuvimos en "La gran evasión" sobre "Tierras de penumbra", de Richard Attenborough está aquí. Se ha colocado entre los mejores seis programas de ocio de Ivoox. Es la primera vez para "La gran evasión" y todo un éxito. Espero que os guste.

El techo es el cielo y el hombre es el infierno. Es tan sencillo como sobrevivir allí arriba, en las montañas, donde el aire sopla sin importar lo que seas, donde la nieve hiela por igual sin atender a la carne que congela. Vivir en comunión con una naturaleza que te da y te quita en medio de un mapa de lo magnífico no es más que otro ejercicio de cordura, de equilibrio, de resistencia. Aunque, tal vez, sea preferible resistir en medio de rocas, árboles y frío antes que probar el amargo sabor de la sangre por los disparos que los humanos se prodigan, con sus guerras, sus estúpidas ambiciones, sus deseos imparables de comodidad y envidia. Allí, donde la voz de Dios es el viento que sopla, no hay más futuro que el mismo día, no hay más comida que la que te cruzas por el camino, no hay más ansia que llegar a ver la azul y congelada mañana siguiente.
Quizá, de vez en cuando, un trato mal pensado puede llevar a la inesperada compañía de la dulzura o de la ingenuidad propia de la infancia. Algo parecido a una familia. Lo único que tienen los de abajo que arriba puede ser impensable. Al principio, la incomunicación. Eso, desde luego, es lo más duro. Pero, más tarde, la vida y la palabra se abren paso y las miradas hablan y los juegos se suceden y los detalles aparecen y ya nada es como antes. Ahora solo se va instalando un deseo de estabilidad, de que todo siga igual. Con el río fluyendo, con la nieve otorgando el blanco de la hermosura, con la sensación de la carne caliente acostada al lado, en las largas noches sin fin de un invierno que nunca termina. Y así puede, quién sabe, que haber vivido y haber luchado haya merecido la pena.
Convertirse en una leyenda no es algo que se busque a propósito. Quizá las leyendas sean también el producto de la rabia que siempre nace del rencor. Cuando tienes muy poco y el destino se empeña en arrebatar esa orilla mínima de felicidad puede que el corazón se hinche de venganza y la muerte, en principio buscada, sea algo rutinario. Una lucha, un hacha, un cuchillo, un disparo, un caballo de mirada delatora, una calma de espíritu que viene por la seguridad de que el fin, tarde o temprano, tendrá que aparecer de forma violenta…vivir, sin duda, ha sido una aventura. Un continuo combate contra unos elementos que han tenido más honestidad que el propio ser humano. Y allí, donde el techo es el cielo y las cumbres se alzan intentando alcanzar a Dios, Jeremiah Johnson permanece, arrebujado en su ropa de piel, con el rifle cerca y el cuchillo desenfundado, esperando que la vida sea la mañana del día siguiente.

Lírica, emotiva, enérgica, soberbiamente fotografiada, Sidney Pollack tuvo en Robert Redford a un actor de su lado para renegar de la vida civilizada y contar una leyenda sobre un hombre que prefirió vivir con el mobiliario del paisaje antes que con el confortable calor de la chimenea del hombre civilizado. Y supimos por qué la soledad es también un animal al que hay que desollar en medio del desierto más blanco.