viernes, 28 de noviembre de 2014

VORÁGINE (1949), de Otto Preminger

Adentrarse en el alma de una mujer no es una cuestión de parapsicología, es solo una demostración de inteligencia. Hay una tendencia a pensar que el malvado de cualquier historia, sea real o imaginaria, tiene rasgos que le hacen inferior y siempre se le puede vencer. Nunca he creído que fuera así. La gente mala, que hace daño desde su posición de poder o de dominio, suele ser bastante inteligente porque esa maldad no es producto de un momento de inspiración. Es algo pensado y metódicamente creado con la vista puesta en los objetivos que esa persona persigue, por muy lejanos que parezcan o, incluso, peregrinos. Otra cosa es que nos gustaría que fueran tontos para tener una jugada de ventaja pero eso, tristemente, no es así.
Decía que adentrarse en el alma de una mujer es una demostración de inteligencia porque las mujeres, más que ninguno de los otros seres de la creación, están sometidas a los vaivenes de la moral, de las apariencias e incluso de los ingenuos idealismos de una vida ordenada. Es verdad que es muy peligroso sondear sentimientos en esos abismos porque la mujer, como los malvados, son muy inteligentes, mucho más que el hombre y los recovecos de su pensamiento pueden ser muy complicados e, incluso, impensables para el sexo débil, que es el masculino. Así, un extraño puede ganarse un rincón de su interior y un marido permanecer fuera en una dulce ignorancia que solo puede ser apagada por un choque que, muy a menudo, no pertenece a la razón.
Si además el malvado que quiere, por todos los medios, violar la intimidad de la mujer es un tipo que domina otras habilidades como puede ser la hipnosis, entonces todo se complica porque ya estamos en un campo de batalla que muy pocos entienden y que en el que muchos no creen. Quizá, eso sí, ése sea el único estado en el que se pueda obligar a una mujer hacer algo porque si ellas, por poca personalidad que tengan, no quieren hacerlo en estado consciente, no hay forma de obligarlas.

Otto Preminger sabía todo esto y más y puso en juego una historia que resulta apasionante en el desarrollo de ese aprovechado sin escrúpulos que interpreta José Ferrer con clase y paciencia, con unas dotes de observación impresionantes y una corrupción moral implacable. La víctima, como no podía ser otra, es Gene Tierney, un tanto obsesionada por el carácter frío de su marido que busca un escape a la presión diaria en una pequeña debilidad que acaba por ser su talón de Aquiles. Richard Conte es el hombre que lo racionaliza todo, que analiza cada uno de los movimientos de su mujer y que, en el fondo, fracasa en su vida de pareja porque cree que basta con ofrecer una posición cómoda y una seguridad más que aparente. Todo se desmorona cuando el asesinato hace su aparición y la vorágine de la culpabilidad comienza a invadir todos los aspectos de unas vidas que van a la deriva con demasiada facilidad. El malvado, el listo, se aprovecha de esa zozobra vital que azota a unas mujeres que hacen de la duda todo un estilo de vida. Y el cine negro psicológico es una apasionante pesadilla de la que es muy difícil despertar.

jueves, 27 de noviembre de 2014

LOS JUEGOS DEL HAMBRE: SINSAJO (parte I) (2014), de Francis Lawrence

Toda rebelión debe tener una cara visible, alguien con quien la gente pueda identificarse sabiendo que una parte de lo que siente cada uno está dentro de esa cara que es capaz de unir la rabia de un pueblo oprimido con el heroísmo de una edad temeraria. Para esa persona elegida no es fácil convertirse en el líder de una oposición a un régimen autoritario. Las vacilaciones y los cambios de opinión son flechas que no tardan en clavarse en un alma poco hecha, habitual en una sociedad superficial. La propaganda debe funcionar porque eso es lo que hace que la gente se convenza. Y hay que hacer anuncios publicitarios que parezcan auténticos.

Así que nada mejor que poner a esa cara en el ambiente propicio para que saque la ira que el pueblo necesita. Al fin y al cabo...lo que se vende, por muy justo que parezca, puede que no sea todo lo justo que debiera ser...pero eso ¿qué más da? Lo importante es ese grito que desahoga a la multitud que cree que la rebelión es el futuro por mucho que contenga gestos que presagian que todo va a seguir igual con una estética diferente. Pero, de momento, la lucha es lo importante. La chica elegida tiene carisma, es atractiva, es una guerrera y es humana. Tiene todo para triunfar.
Lo malo de todo es que los juegos ya han pasado a la historia. Ahora de lo que se trata es de contrarrestar la brutalidad inherente a un sistema que ha optado por la política de tierra quemada para imponerse. Y a cada nuevo desafío, sube un peldaño más en la escala de violencia sin contemplaciones. A esos discursos dichos con el rostro amable de un dictador hay que combatirlos con la cara angelical y retadora de un ángel con flechas, a la única que tiene alas para que todo el mundo crea que la libertad existe. Nadie se plantea el problema de que la propaganda suele ser un dechado de mentiras.

Con Jennifer Lawrence de nuevo entramos en la recta final de la saga de Los juegos del hambre con la trampa formal de alargar la historia en dos capítulos para hacer que los adolescentes que se entusiasmaron con las novelas y con las películas sean ya hombres y mujeres de piel curtida a los que hablar a la altura de los ojos. ¿Se lo han creído? ¿No? Pues tienen razón. La taquilla es lo que manda y si se puede alargar artificialmente el asunto, mejor que mejor. Y es difícil escribir sobre la tercera parte de una trama que solo se muestra en su mitad porque, desde luego, todo queda por cerrar y, de alguna manera, se ha renunciado a la acción que embelesaba a los púberes para encerrarlos en una especie de túnel vertical donde la política entra en juego a la vez que la revolución. ¿El resultado? Eso da igual. Ni mucho, ni poco. Ni blanco, ni negro. Los personajes están ahí, evolucionando de una forma, a menudo, incomprensible y vacilante como recalcando, una y otra vez, que la edad de los protagonistas dista mucho de la madurez. Se canta un himno bonito, hay dos acciones de guerra y una de ellas es casi testimonial, la heroína no sabe si va o viene, los que detentan y quieren el poder juegan un poco a lo mismo, se explican las cosas de aquella manera y ya está. Tampoco vamos a pedir unas peritas a los juegos del hambre. Como ocurre con las dos primeras partes, Donald Sutherland es de lo mejor, ver por última vez a Philip Seymour Hoffman resulta un ejercicio de amargura, Julianne Moore navega con maestría entre la antipatía y la eficacia, Woody Harrelson sigue poniendo aire de desastre a un personaje que podría ser mucho más interesante y, por supuesto, Jennifer Lawrence gana mucho en el primer plano con un traje favorecedor pero pierde enteros en cuanto se luce en sus movimientos más bien torpes de arquera decidida. Todo esto son detalles ínfimos que no cuentan para nada. Lo importante es hacer que el jovencillo de turno se crea único y genial pero me da a mí que esta primera parte se queda un poco corta para las expectativas que generan tales edades impulsivas. Aunque, naturalmente, esto lo dice alguien con una cierta edad así que no tiene ningún valor.

martes, 25 de noviembre de 2014

HEAT (1995), de Michael Mann



Rápido, Neil. Tienes que ser mejor y estar despierto. Los golpes que planeas son relámpagos en la frente de los policías. Llegáis, hacéis el trabajo y os largáis. Fácil y limpio. Sin más consideraciones. Quizá no sabes vivir de otra manera y, por eso, aunque en apariencia has dejado todo sin atar para que puedas abandonar al instante tu vida, sabes que eso no va a ocurrir. Por eso te detienes en lo que no debes. Por eso te gusta una chica que nunca pensaste que ibas a tener. Y lo peor de todo. Sientes una conexión con el hombre que te persigue.
Rápido, Vincent. Tienes que ser mejor y estar despierto. Has detenido a muchos y has invertido muchas horas en pararles los pies a los malos. Ahora, delante de ti, tienes a un profesional de primera clase, un tipo que sabe lo que hace y, lo que es más, en su terreno es tan bueno o mejor que tú en el tuyo. Quizá hay demasiadas distracciones en tu vida. Un matrimonio que no funciona como debería. Una niña a la que adoras y que, a pesar de tus constantes ocupaciones, compadeces porque se siente muy sola. La calle te espera con sus noches de diseño y la amargura está en tu rostro. Nadie te lo nota. Solo, tal vez, un hombre al que persigues. Un ladrón. Un tipo que solo mata si lo ve absolutamente necesario. Sientes una extraña conexión con él.
Esa conexión que Neil y Vincent sienten es la seguridad de que en otra vida, en otro tiempo, tal vez, esos dos hombres podrían haber sido hermanos.
Y eso quedará reflejado en sus rostros cuando ambos se encuentran en una cafetería de carretera, uno de esos sitios impersonales. Los dos se cuentan lo que sienten en apenas cinco minutos y también se echan a la cara la promesa de una muerte segura si ven que es necesario. Sin embargo, se miran con amistad como si, de verdad, hubiera habido algo entrañable entre ellos. Algo así como una simpatía íntima, una certeza cómplice, una verdad que solo ellos dos saben leer en el otro.
Mucho se ha escrito sobre una película en la que coincidieron dos actores de la talla de Al Pacino y Robert de Niro. Una leyenda circuló acerca de que ninguno de los dos quiso rodar ninguna escena con el otro. Y eso fue mentira. No solo porque años después rodaron una película, muy inferior a ésta, en la que compartieron más de una escena como Asesinato justo, sino porque hay imágenes de cómo se hizo esta película y se ve a los dos sentados en esa mesa de cafetería intentando encontrar el punto justo a ese encuentro que marca el momento álgido de una película diferente sobre policías y ladrones. Algunos años antes, cuando Al Pacino recibió el Premio del American Film Institute, Robert de Niro le envió un mensaje grabado que decía así. “Mucha gente dice que no somos amigos y tú y yo sabemos que sí lo somos. Soy muy afortunado por tener tu amistad y, no solo eso, sino que sabes que te admiro porque eres el actor más brillante de tu generación…si me exceptúas a mí, claro”.

Y así fue cómo se encontraron, cómo hicieron algo muy parecido a una película de acción de caracteres que, enfrentados por las circunstancias, consiguen ver en sus vidas algo parecido a un compañero. Algo que siempre es de agradecer.

LA MANO (1981), de Oliver Stone

Si tenéis ganas de perder un rato escuchando lo que pudimos decir sobre ´´El", de Luis Buñuel con dos actores en el estudio la podéis hacer aquí. Vamos con más monstruos surrealistas.

La imaginación suele ser un arma muy poderosa. Tanto es así que se puede convertir en algo maligno, sucio, agresivo, mortal. Quizá no haya nada peor para un dibujante de cómic que perder una mano en un estúpido accidente. Y esa mano nunca se recupera. Se torna en una especie de criatura que se arrastra por el suelo, usando los dedos como patas y la mentira como coartada. Esa mano tiene vida propia porque su propietario está siendo humillado y no permite que eso ocurra. Su mujer está decidida a abandonarle. Su editora sugiere la posibilidad de que su creación, su criatura dibujada, pase a otro. El resto de su entorno muestra su lado oscuro mientras él lucha cansinamente por no sacar el suyo. Sin embargo, es como si esa mano que perdió atesorase las peores intenciones de su yo más profundo. Lo que pasa por su mente es realizado por su mano. Es una simple ejecutora de sus voluntades. Es, en el fondo, un miembro cercenado que sigue obedeciendo las órdenes de su dueño.
Y así el dibujante ve cómo se va quitando de en medio todo lo que puede estorbar sus deseos. No tiene más que pensarlo y la mano se arrastrará por la maleza para llegar a sus objetivos. La mano aprieta, la mano desgarra, la mano lucha, la mano aparece. Incluso un mendigo de rostro conocido se le acerca para pedir una limosna para seguir bebiendo y la mano, a modo de experimento, se lanza sobre él sin piedad, dispuesta a inaugurar su rastro de sangre y de odio. Ésa es la clave: el odio. Sin odio, la mano no tiene móvil. La mano, al fin y al cabo, es un trozo de carne que, muy posiblemente, esté siendo devorada por miles de insectos que se están dando un festín sobre la piel que, un día, dio salida al talento del dibujo y de la creación. La mano lo es todo. El dibujante, sin su mano, no es nada.

Oliver Stone dirigió esta película adentrándose por los parajes del terror con la colaboración de Michael Caine, traumatizado por la pérdida de su más querido instrumento corporal porque, con esa mano que él pierde, podía trabajar, podía expresar cariño, podía ser un hombre. Sin ella, sencillamente, no lo es. Ha extraviado su hombría en algún lugar del rencor que guarda en todos los rincones de su cuerpo y al perder una de las partes, ese rencor aún existe en esa extremidad vital que se transforma, misteriosamente, en una rabia incontrolable, en una sigilosa ejecutora, en un instrumento más del infierno. Más que nada porque el infierno está en el interior de todos nosotros, en nuestro lado más turbio, en ese cuarto vacío y blanco que habita en algún lugar de nuestra personalidad y en el que vamos amontonando todas nuestras cuentas pendientes, nuestros desprecios, nuestras verdades ocultas, nuestra saña y nuestra más íntima locura que nos impulsa a querer lo impensable, a vivir en el engaño más pacífico y a esconder nuestra auténtica naturaleza.

viernes, 21 de noviembre de 2014

THE SCORE (2001), de Frank Oz

Un último golpe y a vivir. Aunque eso signifique saltarse una de las reglas sagradas como es no trabajar en la ciudad donde vives. Ya son demasiados planes, demasiadas preocupaciones, demasiada inestabilidad. No se debe nada, todo está en orden. El último golpe merece la pena y habrá que aprovecharlo. Un cetro real retenido en la aduana canadiense. La sonrisa sale y el colmillo reluce. Demasiado dulce como para rechazarlo. Hay que dejarlo, Nick. Y ésta es tu oportunidad.
Un último golpe y a pagar las deudas. Aunque eso signifique el fin de la asociación con Nick pero la situación es realmente apurada. Dinero prestado de unos tipos poco recomendables y la trampa llega al cuello. Hay buena información y nada puede salir mal. Claro que nada puede salir mal siempre y cuando Nick realice el trabajo. Sin él, no hay asunto. Solo esta vez para mantener la casa con piscina cubierta y sauna. El resto ya tiene que ser una renta vitalicia. Hay que dejarlo, Max. Demasiadas pistas conducen al dinero. Y ésta es tu oportunidad.
Un primer golpe y el futuro se abre. Aunque eso signifique que la traición tiene que estar bien urdida. Basta con tener la suficiente información desde dentro y no cabe duda de que la actuación es una de las virtudes del ladrón moderno. Ya basta de golpes de tres al cuarto y hay que ascender a la primera división. Esos tipos que me rechazan porque creen que soy un advenedizo arribista se van a llevar su merecido. No hay duda. No confían en quien les abre las puertas de la opulencia. Pues aquí el más listo es el que se va a llevar el botín. Claro que Nick es el mejor. Sin él, no hay asunto. No merece más que desprecio pero el muy cerdo sabe hacer su trabajo. Un golpe sencillo, limpio, rápido y con mucha coordinación. Hay que empezar, Jack. Y ésta es tu oportunidad.
El juego comienza y tres ases manejan la baraja. Tres tipos con intereses muy diferentes y a cada cual más listo. ¿Nick sabrá hacerlo? ¿Max repartirá el dinero entre tres? ¿Jack se rendirá al código ético no escrito del ladrón de guante blanco? Es un partido en el que el marcador está muy igualado y que se saldará con una derrota apabullante. Y el que pierda, lo perderá todo. Así de claro y de simple. No hay piedad para los vencidos.

De Niro, Brando y Norton perpetran un golpe maestro en el que sale perjudicada la interpretación de Angela Bassett, un carácter claramente incompleto y poco desarrollado, en un juego de inteligencia y en el que tiene más importancia lo que no se dice que lo que se expresa. El atraco es pura matemática. El reparto es oportunismo. El silencio es la pista. Sin esos elementos, nada es posible y ellos tres, mal que pese al amante del cine moderno, consiguen hacer creíble la historia de un robo que les convierte en reyes y competidores a partes iguales. Eso sí, con la sonrisa y los ademanes suaves siempre a punto. Es un golpe maestro y esta película es mejor de lo que parece y de lo que se dijo en su momento. Basta con ser un espectador y darse cuenta de que todo, absolutamente todo, está pensado desde el principio.

jueves, 20 de noviembre de 2014

MATAR AL MENSAJERO (2014), de Michael Cuesta

Cuando un periodista honesto decide contar la verdad, todo el sistema se tambalea. Solo porque la verdad es el verdadero instrumento de la democracia y porque también es el instrumento de expresión que descubre gobiernos, condena injusticias y destapa escándalos sin ningún tipo de connotación partidista o social. La verdad, pura y simple, es la auténtica finalidad del periodismo. Sin ella, no es más que una profesión vacía, que cualquiera puede llevar a cabo, vendida al mejor postor y un medio para la injuria, para la tendenciosidad, para seguir aumentando el volumen de mentiras, falsedades, medias noticias y como ejemplo de la más perfecta prostitución profesional.

Cuando algo verdaderamente importante y certero es contado por un periodista, el poder más oculto se echa a temblar porque lo siguiente no será más que un cúmulo de insultos, de dudas esparcidas como bombas de racimo, de amenazas veladas y de petición de pruebas para rebatir una verdad que pone al desnudo todas las carencias del sistema. Es difícil ser ese periodista que siempre dice la verdad y que, además, tiene un compromiso con ella porque tiene plena conciencia de que, sin verdad, no hay periodismo, solo hay propaganda, timo, nada. No vale que desde el otro lado se esté diciendo por activa y por pasiva que la democracia está en peligro porque alguien ha abierto la boca. Está en peligro porque el poder, cuando se manifiesta, se mueve y se esmera en perjudicar a alguien deliberadamente para callarlo, se llama fascismo. Y de eso tenemos la prueba todos los días.
Lo que sí es cierto es que no todos los periodistas están dispuestos a asumir ese compromiso. Al fin y al cabo, un trabajo es un trabajo y no están los tiempos como para dejar escapar un sueldo seguro y una cierta admiración generalizada sin caer en la cuenta de que, al estar al servicio del gobierno, de la tendencia política o de la venganza social se convierten en un elemento más de esa enorme maquinaria invisible que engulle todos los derechos y, con ellos, todas las verdades. La verdad tiene que estar por encima de todo, por encima de los intereses, por encima de los que pretenden auparse a lo más alto diciendo solamente lo que los ciudadanos quieren oír, por encima de la mal llamada dignidad personal que solo desea vengarse de unos políticos sinvergüenzas que deberían tener más presente las necesidades de un pueblo que clama por unos dirigentes que se dejen la piel por el bien común y no por ellos mismos. No se puede construir nada en común si no contamos con el otro. Lo demás es solo política, una palabra que, poco a poco, ya se va convirtiendo en un insulto.
Y así asistimos a la corrupción generalizada en los sucesivos gobiernos que acceden al pacto con las más despreciables mafias con tal de mantener el poderío internacional, con tal de seguir apropiándose de la imagen impoluta de defensores de la democracia cuando, en realidad, no están dispuestos a ceder nada a la gente que más lo necesita. Todo lo contrario, se crean necesidades terribles entre esa gente para llevar a cabo sus deleznables propósitos. Asesinos de una verdad que ningún periodista se atreve a salvar más allá de su cómoda silla asalariada y de su cómodo trabajo prostituido.

Excelente interpretación de Jeremy Renner en una historia que engancha desde el principio pero que adolece de fuerza, como si no se quisiera contar toda la verdad alrededor de la posibilidad de que el gobierno de los Estados Unidos introdujera droga en el país para financiar a la Contra nicaragüense. El desenlace es un poco difuso, indeterminado, resuelto torpemente con unos carteles que nos cuentan el resto casi con una sensación de hastío en sus letras cuando, en realidad, la película cuenta con un reparto muy atractivo, una trama que puede ser apasionante y una verdad que merecería algo más de atención. Aún así, se puede intuir la enorme soledad de un periodista que, aunque sea con la más estúpida de las noticias, es un defensor comprometido de la verdad. Porque todos merecemos saberla. Porque todos necesitamos tenerla. Incluso los titulares de esos medios escritos que ponen sus ideologías por encima de las necesidades de un país bajo sospecha.

martes, 18 de noviembre de 2014

LLAMADA PARA UN MUERTO (1966), de Sidney Lumet

La vida, a veces, es demasiado gris como para ser contada. Trabajar en el servicio de contraespionaje no es ninguna ganga porque no deja de ser un trabajo de oficina en el que tienes que lidiar con unos cuantos jefes sin muchos escrúpulos. Se intenta aclarar el pasado algo revolucionario de un funcionario del servicio. Una locura de juventud, sin duda, que siempre está dominada por un idealismo condenado a morir. Todo aclarado. Pero, sin embargo, al día siguiente aparece muerto. Y el servicio investiga estas cosas. Más que nada para comprobar que no haya habido fugas, ni algún comentario fuera de lugar. Londres es testigo de esa investigación. Con sus días fríamente soleados y sus noches lluviosas donde las sombras del pasado saben confundirse. Algo rutinario pero no del todo claro. Ya se sabe. Asunto de espías. Sin inventos fantásticos, ni cosas raras. Solo personas.
Tanto es así que es difícil llevar una investigación a cabo cuando en casa hay problemas. No falta amor pero hay cosas que no se pueden comprender. Quizá es mejor hacerse daño y estar juntos que estar mentalmente sanos y separados. Las piezas están muy lejos de encajar pero todo encaja, como un rompecabezas que estaba destinado a no ser resuelto y, sin embargo, ahí está, con todas sus partes entrelazadas de forma lógica. Basta con tirar del hilo y hacer del pasado, una clave. El resto consiste en esperar a que se muevan los implicados. Y observar cómo todo se resquebraja con un patético y aburrido aire de normalidad. Muy fácil. Muy triste.

Tal vez esta sea una de las mejores adaptaciones que se han hecho de una novela de John Le Carré, con un James Mason enorme, dibujando en su rostro de madurez los estragos de una vida de descontento apagado, de melancolía asumida y de fascinante discreción. A su lado, Maximillian Schell, viejo amigo de viejas épocas, de cuando los espías solo tenían una cara para ofrecer y algún cariño motivado por el roce propio de la profesión. Un poco más allá, Simone Signoret, herida por el tiempo en su piel hermosa que llega a ser comprendida en su posición porque el dolor ya se ha instalado en su rostro de porcelana huida. En el hogar, Harriet Anderson, una de las musas de Bergman, que pierde sentido en su ninfomanía, acuciada por una soledad que no se molesta en comprender porque precisamente ahí es donde más daño puede sufrir. Tras las cámaras, un Sidney Lumet paciente y sabio, que no duda en esbozar las esquinas de un Londres gris y burlón, que ofrece vida a quien ya no tiene ganas de seguir adelante porque las experiencias se acumulan en un buen puñado de decepciones. El asunto mortal es muy raro, es peligroso, es sucio y es, también, una nueva decepción. Basta con mirar alrededor y comprobar que ninguno de los personajes que intervienen en esta farsa de apariencias y fingimientos grisáceos tienen nada a lo que agarrarse. Solo un funcionario discreto del MI5 que intenta coger lo que es suyo con la última uña de sus dedos.

ÉL (1953), de Luis Buñuel

Si hay ganas aún de dirimir un último duelo con la luz del crepúsculo, podéis escuchar el debate que sostuvimos la semana pasada en "La gran evasión" alrededor de "Duelo en la Alta Sierra", de Sam Peckinpah aquí.

Yendo y viniendo. Yendo y viniendo. Como un pensamiento que no se va de la cabeza. Ella es infiel. Ella es infiel. Es lógico que se piense eso. Yendo y viniendo. Al fin y al cabo, un hombre que jamás ha sido amado no sabe muy bien en qué consiste eso del amor y los celos obsesivos son una muestra de amor bajo su punto de vista. Yendo y viniendo. Tanto es así que la quiere solo para él. No quiere compartirla con nadie. Cualquier hombre que la mira, aunque sea por una simple cuestión de educación, ya es un conquistador nato que quiere llevarla a la cama. Yendo y viniendo. De la cama a la mesa. De la mesa a la cama. Yendo y viniendo. Y nadie se ríe de Francisco Galván. Faltaría más. Él procede de una familia de rancio abolengo y nadie puede quitarle lo que legítimamente es suyo. Yendo y viniendo. Como si fuese tan fácil. No saben con quién se las están viendo. Y esa zorra…voy a tener que coser la puerta de entrada para que nadie llame al deseo. Yendo y viniendo.
Yendo y viniendo de la iglesia al dormitorio. Y es que es así. El éxtasis religioso por los pies hasta el embelesamiento sexual por los pies. Yendo y viniendo. De arriba abajo. Desde los cielos hasta los zapatos. Es tan fácil enamorarse de unos pies que caminan y que están enfundados en unos atractivos zapatos negros que van y vienen… Yendo y viniendo. Como un aviso de que a la mujer hay que servirla, mimarla, quererla y cuidarla pero yendo y viniendo como van es casi imposible. El ingeniero que la mete en su coche. El licenciado abogado que baila con ella como si la conociera de toda la cama. El impresentable individuo que les sigue allá por donde van en plena luna de miel. Se va a enterar ese fulano. Le voy a pegar un puñetazo que no va a saber si va o viene. Yendo o viniendo. Como un puño surcando el aire. Como una propiedad que se quiere arrebatar. La mujer es mía y nadie puede remediar eso. La voy a coser y así esa boca insaciable se va a callar definitivamente y ya no va a llamar a más machos cabríos. Yendo y viniendo de su habitación a la mía. Hipócritas. No saben lo que es el amor. Y Francisco Galván sí que lo sabe.

La bipolaridad paranoide acaba por pedir un recogimiento. Pero no se deja de ir y de venir. La oración es una plegaria que va y el aliento de Dios es una ilusión que no viene. Yendo y viniendo, qué tontería. Dios nunca viene, siempre va. Igual que ella con sus zapatos negros de tacón alto y su altanería sofisticada. Yendo y viniendo por las calles como si no tuviera a nadie en este mundo. Y tiene a Luis Buñuel que da forma a sus atractivos igual que moldea las obsesiones de él. De él. De él. Que solo va y viene. Yendo y viniendo. Con aguja en el bolsillo, algodoncillo para secar la sangre y la mirada trastornada. Yo creo que ya viene y que ha dejado de ir. Yendo y viniendo la obsesión se queda. Buñuel se queda. El sexo se evapora en los celos. Los celos mueren con el amor. El de verdad. El resto es solo un ir y venir que nunca acaba por un camino estrecho asfaltado de gravilla que merece ser pisada. Yendo y viniendo, naturalmente.

viernes, 14 de noviembre de 2014

CENA DE ACUSADOS (MARIE-OCTOBRE) (1959), de Julien Duvivier

Una cena de antiguos camaradas. Una célula de la Resistencia que se dedicó al sabotaje, a la conexión con los Aliados a través del Canal de La Mancha, a la financiación de diversos grupúsculos de provincias. Todo parece rutinario. Algunos años sin verse y la gente cambia. Ahora han dejado de ser aquellos jóvenes impulsivos e idealistas y se han convertido en hombres de negocios, carniceros, abogados, médicos e, incluso, uno de ellos ha abrazado los hábitos. De entre todos ellos, una mujer. Hermosa y única. Irrepetible. Centro de las miradas. El tiempo ha hecho que su belleza madure y su mirada sea serena y lúcida. Y se reúnen porque ella, en colaboración con el segundo de aquel grupo, quieren saber quién les traicionó ante la Gestapo costando la vida a su jefe, un hombre inigualable, lleno de ilusiones por la libertad, pleno de confianza ante un pueblo que vivía oprimido ante el invasor. El misterio está servido.
Poco a poco se van revelando sus motivaciones para entrar en la Resistencia. Unos quisieron ser coherentes, rechazando lo que significaba la aceptación nazi, otros desearon estar al lado de sus amigos, llenos de razón y de fuerza. Incluso algunos, simplemente, se jugaron la piel porque estaba ella, María Octubre, la única persona capaz de dar sentido a sus vidas. Después de eso, las motivaciones para matar al jefe van saliendo de sus entrañas. Pueden ser unos, pueden ser otros. Unos afirman, otros desmienten. El misterio se embrolla aún más porque la noche de la traición fue confusa, todos corrieron a refugiarse, huyeron como pudieron y no miraron atrás. Y atrás se quedó su jefe, recibiendo las balas que estaban destinadas a acabar con la Red Vallance de la Resistencia parisina. Más tarde, el olvido cayó sobre los hechos acaecidos. Pero ella no olvidó porque también perdió el corazón aquella noche de disparos y de mentiras.

Julien Duvivier dirigió maravillosamente bien esta película con una serie de actores impresionantes dando vida a un pasado al que han enterrado sin cerrar todas las heridas. Entre el reparto hay actores verdaderamente grandes como Paul Meurisse, Serge Reggiani, Danielle Darrieux, Bertrand Blier o Lino Ventura y, sobre ellos, hay culpabilidades, embustes, apariencias, reproches y rencores que se convierten en personajes que también están invitados a esa cena de antiguos camaradas que tiene el destino de una tragedia que quedó suspendida en el aire, atrapada en el silencio porque, cuando huyeron, no solo no miraron atrás, sino que se negaron a recordar. Pero ella, la conciencia del grupo, la que les dio forma y un objetivo común, la que hizo que todos bajaran la mirada a su paso, avergonzados por sentimientos que también se reunían clandestinamente en sus interiores, hará que el pasado vuelva, que el jefe de aquella célula vuelva a estar de pie ahí, al lado de la chimenea, dirigiendo miradas acusadoras a todos los compañeros por los que dio la vida y por los que sacrificó la felicidad de los que realmente le apreciaban. Y es que, muy a menudo, la traición arrasa con muchas vidas que se tocan, se juntan y se acarician en la noche. 

jueves, 13 de noviembre de 2014

INTERSTELLAR (2014), de Christopher Nolan

“No entres dócilmente en esa noche tranquila,
la vejez debería delirar y arder cuando se cierra el día.
Rabia, rabia, contra la agonía de la luz”.

Y cuando la Humanidad está en trance de desaparición hay que sacar la rabia que solo el hombre guarda en su corazón para que haya una luz que, débil, todavía guíe nuestra ida en un mundo que muere. Un corazón que late en busca de más tiempo, quinta dimensión que se escapa inexorablemente en un espacio que se yergue como la única esperanza sin explorar. Las estrellas y sus ojos abiertos tienen todas las respuestas que no son interrogantes de un ser supremo sino las consecuencias de nuestras propias obras. Y allí, donde el cosmos termina habrá una vuelta atrás, un mensaje cifrado que tiene que atravesar todos los momentos para darnos cuenta de que, en realidad, solo el amor puede perdurar a través del reloj, por muchas horas que pasen, por muchos años que nos empeñemos en malgastar, por muchos principios que nos neguemos a empezar.
Allí, en los minúsculos y ajenos picos de datos que ofrecen la prórroga de la especie, el entendimiento se puede torcer de la misma manera en que el tiempo se convierte en el peor enemigo del explorador más intrépido. Y así se entabla una lucha sin cuartel entre el bien colectivo y el deseo individual de supervivencia y la víctima siempre es la misma raza humana. El progreso, al fin y al cabo, no es más que una estafa que ha hecho que olvidemos los principios fundamentales de la misma esencia del hombre, fácil de hallar si queremos encontrarla. La historia pervertida para dar una información errónea que nos ayude a llevarnos en otra dirección no es la solución, ni siquiera es el auxilio que la raza humana necesita. Tal vez porque así también somos incapaces de darnos cuenta de los múltiples errores que hemos cometido. Tal vez porque, de alguna manera, nos empeñamos en cegar la percepción de lo conseguido y querer siempre más. La rabia anulada contra la agonía de la luz.
No, no hay que entrar dócilmente en la noche tranquila. No debemos conformarnos con un destino que se empecina en llegar al final porque el amor es capaz de cambiar todo lo escrito. El conocimiento será la salida. Racional y tranquilo. Comprensivo. Batallador y decidido pero también sin manipulación posible, sin prometer lo imposible. La espera, en muchas ocasiones, se hace eterna pero tendrá un sentido si nos sentimos amados, apoyados, acompañados, encontrados. Las tormentas de polvo en todas sus formas se irán cerniendo sobre nosotros si nos limitamos a esperar guarecidos en la comodidad. Hay que transformar la gravedad si eso nos ayuda a encontrar la verdad que está encerrada en cada uno de nosotros, porque eso hará que estemos con los pies en la tierra y la cabeza sobre los hombros. Solo la imagen de un futuro mejor, abundante y pleno, tiene que guiar nuestro progreso. El espacio lo espera. Las luces de la galaxia parpadean asombradas ante el empuje que nos impide entrar con la mansedumbre como insignia. El amor perdura. Lo demás es propiedad del tiempo.

Christopher Nolan ha elaborado una película que no se conforma con la aventura y se arriesga a ir más allá para llegar a lugares que antes habían visitado otros directores como Stanley Kubrick, Franklin J. Schaffner o Robert Parrish y despliega talento, sentido visual y profundidad. El resultado puede no agradar a los amantes de la acción o, incluso, a los que esperan que la filosofía dé sus argumentos en una historia que invita a la contemplación pero no cabe duda de que Nolan no resulta pretencioso, ni tampoco incapaz. A su servicio hay un gran reparto con algún que otro error pero la sensación al salir del cine es que, de alguna manera, el tiempo se ha detenido porque se sale un poco más sabio, un poco más auténtico, un poco más cerca de las respuestas a las eternas preguntas que nos condenan a un final antes de que lo hayamos dado todo. Y, pese a quien le pese, eso tiene mucho mérito. 

martes, 11 de noviembre de 2014

UN PLAN BRILLANTE (2007), de Michael Radford

Ser una mujer en un mundo de hombres es como ser un brillante en medio del barro. El destino desea que dos personas hagan un pacto basado en el menosprecio de los demás. Es así de sencillo. A una por ser mujer. A otro por ser un viejo cojo que solo se dedica a limpiar por las noches. Es un error muy común. En pleno centro de la City londinense, el trasiego, las prisas y la falsa importancia de un buen puñado de trabajos inútiles pueden ser estupendas armas para perpetrar un atraco audaz, sencillo y muy bien preparado. Basta con no dejarse llevar por la avaricia y hacer las cosas con calma. Son muchos años esperando una oportunidad. Y lo único que hace falta es alargar la mano y coger tantos brillantes como se pueda.
El problema es que se han cogido todos los brillantes de la primera compañía del mundo en el comercio de piedras preciosas. Todos. Y eso no lo puede haber perpetrado un simple señor que limpia, que arrastra su cojera por los pasillos de la enorme empresa y que, además, va a jubilarse en muy poco tiempo. Él no quiere los brillantes, quiere otra cosa. Todo es parte de una venganza y si, de paso, se puede compensar a los más débiles pues entonces la escoba y la fregona habrán merecido la pena. En cuanto a la chica…ella ha visto cómo otros hombres la han sobrepasado con menos preparación por el mero hecho de ser hombres y ya es hora de que se den cuenta de que una mujer vale por tres hombres o más. Es como un brillante de más de cien quilates. Es una joya única y nadie se da cuenta de que está allí. Bastante alto ha llegado ya.

Más allá de una película de atracos perfectos, Michael Radford dirigió esta pequeña piedra preciosa del cine con el que es, quizá, el último gran papel de Michael Caine y de su compinche Demi Moore. Por razones diferentes, sus carreras han ido, desde entonces, cuesta abajo pero aquí forman un equipo que guarda una sorprendente química que aún resulta más eficaz teniendo en cuenta el tipo de personajes que interpretan. Por un lado, el prototipo de mujer triunfadora, de cierta frialdad, que ha llegado muy alto a mediados de los años sesenta a pesar de su sexo. Por el otro, un anciano que pudo llegar y que se quedó al principio del camino tan solo por amor a una mujer que enfermó y que ha sido la razón de su vida a pesar de que ella ya no está. Ambos consiguen jugársela a todo un entramado de mafias perfectas sobre el tráfico de diamantes y a una compañía de seguros que trata de no cargar con la quiebra que supondría la desaparición de una fortuna incalculable. Un plan brillante, no cabe duda. Bien hecha, bien dirigida, bien interpretada y, eso sí, tan olvidada y discreta que nadie ha reparado demasiado en ella, como un hombre que se esconde detrás de un mandil y que trata de que los pasillos queden fulgurantes de limpieza mientras en su mente hay más inteligencia que en muchos hombres trajeados que, con cara de impecable trascendencia, tratan de enriquecerse a costa de la explotación y de pactos secretos que se forjan detrás de las paredes de unos despachos forrados de madera de roble. Quizá es la única película que sabe convertir al espectador en un atracador que forma parte de un golpe con el que no se puede estar más de acuerdo.

DUELO EN LA ALTA SIERRA (1962), de Sam Peckinpah

Si os apetece escuchar lo que hablamos sobre "El Nota", Walter, Donnie y los nihilistas de "El gran Lebowski" podéis hacerlo aquí. Fue todo un éxito de audiencia, por cierto.

Allí, en lo alto, donde solo llegan los héroes, se puede ver mucho mejor el crepúsculo. Es ese lugar donde el silencio no deja reconocer a aquellos que construyeron la frontera a base de honestidad y balas. Quizá haya tiempo para una última aventura pero, seguramente, nadie se dará cuenta de ello. No importa que un viejo muera acribillado casi en los brazos de su mejor amigo. Tal vez las épocas cambian demasiado deprisa y no haya más solución que pasarse al otro lado y robar un poco para compensarlo todo por una sola y maldita vez. Al fin y al cabo, no se ha conseguido nada. Solo unos cuantos agujeros en la piel, unas cuantas balas menos en la cartuchera y algún que otro remanso de paz allí donde nadie, ni siquiera la vida, te podía encontrar.
Aún así, quizá hacer lo correcto sea la postrera oportunidad de dejar una huella en el corazón de dos jóvenes que desean tener esa luz de esperanza al otro lado de la montaña que tanto se negó a los héroes tradicionales. Al amor no hay que dejarlo pasar. Hay que agarrarlo con las dos manos y conservarlo porque, si se le permite ir, entonces solo será un recuerdo alrededor de una fogata, un mero gesto de nostalgia de lo que pudo haber sido y nunca fue. Y siempre habrá un resquemor porque, tal vez, esa hubiera sido la vida que no se deseó. La hora de la frontera ya ha pasado y el progreso está llamando a las puertas. Tanto es así que los hombres honrados ya no tienen sitio. Solo se puede convivir con ladrones.
Joel McCrea y Randolph Scott, héroes cansados que buscan cada uno su última ocasión en una vida que siempre fue ingrata, se erigen como perfectos pistoleros de vista cansada y revólver rápido en un Oeste que se acaba peligrosamente, que solo va a dejar que desalmados sin conciencia tomen sus colinas, sus montañas, su oro y sus mujeres. No importa. La amistad es la primera condición para la honestidad y ahí es donde los verdaderos caballeros llegan a la leyenda. Aunque sea una historia pequeña. Aunque sea un crepúsculo alargado que se va apagando para dejar paso a la negra noche del olvido y de la nada. Tanta sangre para eso. Tanta pólvora quemada. Ya no quedan hombres así.

Sam Peckinpah realizó su primera gran película con una mirada que se alejaba de todo lo que se había hecho hasta ese momento en el terreno del western porque quería rendir homenaje a unos hombres que, a golpe de verdades, construyeron todo un país para que otros vinieran a aprovecharse de él. Y le salió una balada sobre dos tipos que, aunque cansados, no podían envejecer en el abrupto terreno de la ambición y del enriquecimiento fácil. El oro no es solo unas cuantas pepitas que se extraen de la siempre cicatera montaña. Quizá el vil metal se convierta en algo aún más precioso cuando las armas hablan por algo que está bien, intentando abrirse paso en las brumas de un futuro absolutamente cerrado para callar, de una vez por todas, a todos los advenedizos que se creen más y se creen mejores. 

viernes, 7 de noviembre de 2014

LA VENTANA INDISCRETA (1954), de Alfred Hitchcock

No hay nada como mirar en la vida de los demás. Es algo que entra dentro de la naturaleza del hombre. Queremos saber lo que se cuece en otros hogares mientras el nuestro necesita un arreglo. La imaginación vuela y, con apenas unas cuantas miradas, nos ponemos a elucubrar sobre cómo pueden ser las vidas de nuestros vecinos. Eso sí, siempre desde nuestro pedestal construido sobre la convicción de que nuestra existencia es mucho más afortunada. La chica que no deja de bailar. La anciana que se dedica a modelar alguna tontería en arcilla. La mujer madura que no ha tenido suerte en el amor y siente a cada momento el peso de la soledad. Los vecinos que se pasan el día en pijama y que duermen al raso para que el calor sea también una diversión. El compositor que intenta triunfar y que no deja de tocar el piano para probar suerte. La pareja de recién casados que se esconde detrás de una oportuna persiana para iniciar su vida matrimonial entre sábanas y cansancios. Es como si se estuvieran viendo veinte películas a la vez. Sí, ya lo sé, me he saltado al tipo gris que está harto de su mujer, que vive con la maleta de sus muestras a cuestas y que es incapaz de decir algo en un tono medianamente amistoso. Pero es que ésa es la película más interesante. Y el ojo de un fotógrafo rara vez se equivoca.
Y así resulta que nosotros, que somos curiosos por defecto, nos asomamos también a la ventana que nos abre un maestro del cine para observar cómo un curioso profesional mira por una ventana para observar la vida de sus vecinos. Nosotros, los espectadores, también somos indiscretos, también usamos esos prismáticos para el espionaje de vidas ajenas. Más o menos porque esas vidas a las que asistimos desde la butaca de nuestras casas son tan de ficción como las vidas observadas por el protagonista de esta película. Es como un juego de espejos infinitos que lo único que hace es volver la mirada hacia lo realmente importante. Y lo realmente importante es lo que ocurre a este lado de la ventana.
Al fin y al cabo, todos tenemos dispositivos móviles, una especie de ventanita de bolsillo, que nos permite, en la mayor parte de los casos, comprobar qué es lo que piensa la gente. Y no solo eso, sino lo que la gente piensa de nosotros. Como si eso tuviera alguna importancia. Como si eso sirviera de ayuda a alguien cuando en realidad solo ayuda a las mentes inseguras, temerosas de no ser nada, olvidadas por un mundo que se empeña en pasar por la calle y no detenerse. Algo así como todas esas vidas que son observadas minuciosamente por un fotógrafo que, simplemente, sospecha de un crimen cuando el verdadero crimen, quizás, sea asomarse sin permiso a la vida de los demás.

Hitchcock era grande, muy grande. Tanto que el mayor observador era él. Sabía qué es lo que el público quería ver y para eso hizo una película que no es más que un formato de reality show elevado a la categoría de arte. Nadie lo ha hecho igual. Nadie ha huido tanto del sensacionalismo para ofrecer una historia tan apasionante, tan bien hecha, tan bien interpretada, tan bien vivida.

jueves, 6 de noviembre de 2014

SERENA (2013), de Susanne Bier

Bajo las brumas del bosque al amanecer siempre yacen las más bajas pasiones que desgastan el alma humana. El amor es demasiado valioso como para dejarlo escapar y, muy a menudo, hay que conservarlo a través de los medios más despreciables. No importan los traumas por los que se pase, no importan las vidas ajenas. Lo que es verdaderamente importante es que la persona a la que se ama permanezca al lado. Para todo. Ante todo. Con todo.

Bajo esas brumas frescas y hermosas, crecen las envidias y las pasiones malsanas. Quizá los sueños estén ahí, al alcance de la mano, después de muchos años de sufrimiento y nadie merece que se esfumen. Hay demasiados obstáculos humanos por el camino. El socio que traiciona, el trauma que aparece, la chica que cometió un error, el niño que llora...Solo está el sombrío e inesperado hombre de bosque, que tiene una deuda pendiente que debe pagar con la propia vida. Y eso hace que la situación, en medio de la tala de sentimientos, sea aún más peligrosa.
Y es que bajo esas brumas de innegable belleza se hallan las estafas más ingenuas, las ambiciones más reprochables, el ataque continuo a una Naturaleza incapaz de rebelarse. Tal vez haya aún tiempo para una última aventura, un combate singular con resultado de muerte pero eso es un ínfimo consuelo que está reservado a los que, un día, supieron ser románticos. La mujer que domó las águilas es incapaz de mantener su entorno en orden y es entonces cuando la locura se hace sitio, la mirada se extravía, la confusión se acrecienta, el amor se pervierte. No todo vale para conservar lo que se ama. Siempre hay algo que tiene un precio más alto.
No cuesta imaginarse esta misma historia protagonizada en los años cuarenta por una mujer de tronío y atractivo como Bette Davis y un actor de carácter y empuje como James Cagney. Desgraciadamente, los tiempos han cambiado y en su lugar tenemos a una mujer que no puede pasar por una belleza sin igual, con clase y garra como Jennifer Lawrence, que solo resulta creíble cuando los tornillos se le aflojan, y a un actor más bien blando aunque algo más acertado como Bradley Cooper. El drama que la directora Susanne Bier pone en juego tiene aromas clásicos y hay una buena fotografía de por medio y muchos planos sin demasiado sentido como la continua repetición de los dos protagonistas durmiendo en su cama hasta que uno empieza a bostezar con ellos. En todo caso, la historia se va deshilachando por momentos porque Bier necesita de actores con más personalidad, más intensos y, sobre todo, más creíbles y eso solo lo consigue cuando Rhys Ifans está en escena como el cazador taciturno que mira y observa y espera el momento adecuado para saltar sobre la presa que persigue, tal vez porque haya algo más que gratitud en su servicio.

Con demasiada frecuencia, una mujer pretendidamente ideal nos puede poner un velo delante de los ojos y nubla nuestra razón con decisiones fuertes, irrebatibles y admirables. El problema es que seguirán siendo igual de fuertes, irrebatibles y admirables aún cuando el desquiciamiento domine su vida y ahí es donde entra el fantasma del abismo que ya existía antes y que nadie se preocupó en notar. La felicidad, sí, muchas veces llega con toda su intención y nos invade entre besos, caricias y sexo pero ella también se va en busca de alguien a quien poder torturar mejor. Porque la felicidad es adictiva y eso hace que nuestros actos sean pozos sin fondo en un ambiente de ambigüedades inseguras. Ni siquiera mirando a sus ojos se podrá adivinar la verdad porque, precisamente, ahí es donde está la bruma, terriblemente bella, que tapa el bosque hasta allí donde nuestra visión ya no puede llegar. Y entonces es cuando nos convertimos en un tronco que, paciente, espera el hacha que nos derribe.

martes, 4 de noviembre de 2014

CALLEJÓN SIN SALIDA (1947), de John Cromwell

Un hombre puede perder la cabeza por una mujer. Tanto es así que el amor sirve como coartada y entonces todo es un salto al vacío con un paracaídas que se abre como una flor en el cielo. Ese hombre se esconde en la penumbra para pedir ayuda pero no es ayuda lo que quiere, lo que quiere es desahogarse, tener la certeza de que lo que ha estado haciendo no es una locura sin ningún sentido. Combatir en la guerra, resultar herido al lado de un amigo que lo es de verdad, una condecoración y una huida. De locos. El amigo desaparece y tiene que encontrarlo. Tal vez porque es lo único que le recuerda que, dentro de él, hay un atisbo de cariño, de verdad, de que hay algo que verdaderamente le ata al resto del mundo. Al fin y al cabo, él no es un detective. Es solo un modesto empresario que posee unos cuantos taxis en Saint Louis. Y, sin embargo, está obligado a meterse él solito en la oscuridad. Y bailar al ritmo que otros toquen.
Y es que detrás de unos ojos enigmáticos, está el asesinato y la traición. Aunque quizá bien merezca la pena dejarse traicionar con tal de tener sus labios. ¿Quién sabe? Lo que ya es más difícil es que le dejen la cara como un cromo y que, en algún lugar del corazón, comiencen a dibujarse las heridas de un crimen cometido años atrás. La policía también está encima y la vida se funde como una pepita de oro en un horno. El callejón sin salida acabará por estrecharse demasiado. Nada de lo que se siente tendrá sentido. Nada de lo que se piensa tendrá verdad.
Humphrey Bogart husmea con sabiduría en los rincones tenebrosos de una trama que se va revelando en los pocos claros de una ciudad en penumbra. El guión es ágil, directo, sin demasiadas concesiones. La dureza se palpa en el ambiente, incluso cuando se nos retrata a un hampón que no soporta la visión de la sangre. Más que nada porque John Cromwell, el director, sabe decirnos que el ser humano tiene tantos recovecos como días. Las pistolas humean porque quieren delatar al dedo que aprieta el gatillo. Todo es retorcido y difícil y, tal vez por eso, siendo una película algo más pesimista que el resto de las que se hicieron dentro del género negro, ha caído en un olvido injusto…como lo que hacen esas chicas para las que solo eres un recuerdo algo incómodo, un error que se entierra en los cementerios del pensamiento. Las palabras dulces son las más mentirosas. Y más cuando hay unos cuantos cañones deseando ser disparados mientras permanecen ocultos tras ellas.

El pasado siempre viene al encuentro pero lo que es más sorprendente es que el pasado de otra persona sea lo que viene a tu encuentro. Hay que jugar con otras barajas, pensar a otro nivel, hacerse dueño de la partida aunque no se sea quien está repartiendo. Y las apuestas no siempre salen bien porque esa mesa, sencillamente, no es la tuya. Ponerse en la piel del amigo que murió de forma absurda no es más que un intento de revivir algo que lucha por morir una y otra vez porque, un día, se besaron los labios equivocados.

EL GRAN LEBOWSKI (1998), de Joel Coen

Si tenéis ganas de escuchar el emocionante coloquio que tuvimos en "La gran evasión" a propósito de "La carretera", de John Hillcoat, podéis hacerlo aquí.

Damas y caballeros, el señor Jeffrey Lebowsky…bueno, vale “El Nota” o “Señor Nota” o “Su Notísima” o “El Notarino” o lo que ustedes prefieran llamarle siempre que no sea en plural mayestático. Sí, sí, digo bien porque “El Nota”, al fin y al cabo, es una parte de todos nosotros. Es ese tipo que, a pesar de su pertinaz pereza y de su automarginación voluntaria, te gusta tener al lado porque, en el fondo, tiene algo de ética, algo de honestidad inherente que no se puede despegar de él. Le gusta la música menos algún grupo que hace una canción sobre un hotel y resulta que, en realidad, es una metáfora sobre colocarse y tal…pero donde esté un buen peta y un buen ruso blanco…allá que va “El Nota”. Lo peor de todo es que parece un estúpido pero no lo es. Y ése es el error que comete el opulento y amoral señor Jeffrey Lebowski que se llama igual pero que se sitúa en las antípodas de “El Nota” y, por tanto, en el otro lado del mundo de todos nosotros. Seamos sinceros, el millonario señor Lebowski jamás conocería a tipos como Jesús Quintana, ese tipo que va de morado a la bolera y tiene una relación lujuriosa con los bolos; o como Walter Sobchak, sospechosamente parecido a un director como John Milius y que saca el tema del Vietnam a la mínima de cambio; o como esos dos tipos, un poco raros que se llaman Joel y Ethan Coen y que hacen un cine que muchas veces se basa en coger universos ajenos, removerlos un poco en su particular coctelera y verterlos sobre un montón de personajes de su propia cosecha.

Sí, porque, aunque no lo parezca, El gran Lebowski es una transposición desquiciada del universo de Raymond Chandler. Esos tipos…es que son muy particulares porque unos cuantos años antes cogieron el mundo que rodeaba a Dashiell Hammett para hacer Muerte entre las flores y su mirada fue rigurosa, levemente renovada, profundamente estética y irreprochablemente buena y, claro, ahora no iban a coger a Chandler y hacer lo mismo. Tal vez se bebieron unos cuantos vasos de caucasianos y decidieron coger alguna de las constantes de Philip Marlowe y colocar al personaje más anti-chandleriano del mundo. El resultado, por supuesto, es alucinante en toda la extensión de la palabra porque “El Nota” alucina en colores, en privado y en público. Cuando sueña, es divertido; cuando actúa, es desastrado pero cuando piensa, señores, eso es otra cosa. Es un sabueso perfecto. Tanto es así que le confunden con un gran detective privado. Y todo por una alfombra. Yo creo que deberías pensarlo algo mejor, “Nota”, antes de meterte en esos líos. Claro que a veces tú te comes el oso y, en otras ocasiones, el oso te come a ti. Lo cierto es que yo estoy mucho más tranquilo sabiendo que en el mundo hay tipos como “El Nota”. Su vagancia no molesta a nadie y a mí me vale que mate el tiempo en la bolera con sus amigos, con unos cascos en las orejas y unos bañitos relajantes a base de maría y de velas. Eso significará que, cuando se necesite a alguien, siempre habrá un “Nota” dispuesto a dejarse zurrar y usar la razón como arma, por mucho gordo brutal que tenga al lado o por muchos amigos que sufran de verdad un ataque al corazón cuando se les ha advertido una y otra vez que tienen que cerrar la boca. Es la vida, “Nota”. Es la barba mojada por el agua de la taza. Es la maravillosa visión al pasar por debajo de un montón de piernas abiertas encima de una pista de bolos. Eso sí que es un pleno. Por mucho pornógrafo que ande suelto y mucho tipo que crea que eres un auténtico inútil. Las apariencias engañan…y el “Nota” siempre resiste ¿verdad, tío?