Adentrarse en el alma de una
mujer no es una cuestión de parapsicología, es solo una demostración de
inteligencia. Hay una tendencia a pensar que el malvado de cualquier historia,
sea real o imaginaria, tiene rasgos que le hacen inferior y siempre se le puede
vencer. Nunca he creído que fuera así. La gente mala, que hace daño desde su
posición de poder o de dominio, suele ser bastante inteligente porque esa
maldad no es producto de un momento de inspiración. Es algo pensado y
metódicamente creado con la vista puesta en los objetivos que esa persona
persigue, por muy lejanos que parezcan o, incluso, peregrinos. Otra cosa es que
nos gustaría que fueran tontos para tener una jugada de ventaja pero eso,
tristemente, no es así.
Decía que adentrarse en el alma
de una mujer es una demostración de inteligencia porque las mujeres, más que
ninguno de los otros seres de la creación, están sometidas a los vaivenes de la
moral, de las apariencias e incluso de los ingenuos idealismos de una vida
ordenada. Es verdad que es muy peligroso sondear sentimientos en esos abismos
porque la mujer, como los malvados, son muy inteligentes, mucho más que el
hombre y los recovecos de su pensamiento pueden ser muy complicados e, incluso,
impensables para el sexo débil, que es el masculino. Así, un extraño puede
ganarse un rincón de su interior y un marido permanecer fuera en una dulce
ignorancia que solo puede ser apagada por un choque que, muy a menudo, no
pertenece a la razón.
Si además el malvado que quiere,
por todos los medios, violar la intimidad de la mujer es un tipo que domina
otras habilidades como puede ser la hipnosis, entonces todo se complica porque
ya estamos en un campo de batalla que muy pocos entienden y que en el que
muchos no creen. Quizá, eso sí, ése sea el único estado en el que se pueda
obligar a una mujer hacer algo porque si ellas, por poca personalidad que
tengan, no quieren hacerlo en estado consciente, no hay forma de obligarlas.
Otto Preminger sabía todo esto y
más y puso en juego una historia que resulta apasionante en el desarrollo de
ese aprovechado sin escrúpulos que interpreta José Ferrer con clase y
paciencia, con unas dotes de observación impresionantes y una corrupción moral
implacable. La víctima, como no podía ser otra, es Gene Tierney, un tanto
obsesionada por el carácter frío de su marido que busca un escape a la presión
diaria en una pequeña debilidad que acaba por ser su talón de Aquiles. Richard
Conte es el hombre que lo racionaliza todo, que analiza cada uno de los
movimientos de su mujer y que, en el fondo, fracasa en su vida de pareja porque
cree que basta con ofrecer una posición cómoda y una seguridad más que
aparente. Todo se desmorona cuando el asesinato hace su aparición y la vorágine
de la culpabilidad comienza a invadir todos los aspectos de unas vidas que van
a la deriva con demasiada facilidad. El malvado, el listo, se aprovecha de esa
zozobra vital que azota a unas mujeres que hacen de la duda todo un estilo de
vida. Y el cine negro psicológico es una apasionante pesadilla de la que es muy
difícil despertar.