Si hay que destacar
alguna característica de un actor como George Segal, tal vez habría que decir
su naturalidad. Nunca forzaba la tuerca más de lo necesario, siempre se
colocaba en una zona intermedia entre el tono bajo y la brillantez. Eso no
quiere decir que fuera mediocre, ni mucho menos. No es fácil ser natural en la
escena y abordar con garantías un puñado de papeles difíciles que, al fin y al
cabo, trataban de retratar al hombre moderno, atribulado e indeciso de los años
sesenta y setenta. Quizá por eso es un actor al que siempre merece la pena
recordar, porque esa naturalidad de pasar por delante de la cámara como quien
pasa por delante de una marquesina de autobús sea una virtud que ha quedado
algo olvidada.
Procedente del medio
televisivo, muchos sitúan su punto de partida en ese profesor universitario
novato y perplejo, incapaz de reaccionar, oportunista y aprovechado que compuso
para ¿Quién teme a Virginia Woolf?,
de Mike Nichols que le reportó su única nominación para los premios de la
Academia, en este caso, al mejor actor secundario. Sin embargo, Segal ya había
dado algún aviso de talento en películas más que apreciables como Invitación a un pistolero, de Richard
Wilson, y, sobre todo, en King Rat,
de Bryan Forbes, una especie de vuelta al universo de La gran evasión desde una perspectiva exclusivamente británica que
significo su primer papel protagonista al lado de un reparto muy destacable con
nombres como James Fox, Tom Courtenay, Patrick O´Neal, Denholm Elliott, James
Donald o John Mills. También estuvo entre el privilegiado elenco que Stanley
Kramer consiguió reunir para El barco de
los locos, película coral sobre un grupo de pasajeros en un trasatlántico
que se dirige a Alemania en vísperas del auténtico horror que allí espera en
los años treinta.
Después de la
nominación, Segal se hace cargo de una curiosa película, muy en la línea del
ambiente descrito en las novelas de John Le Carré, titulada Conspiración en Berlín, en la piel de un
espía cansado, que no se siente apoyado por ningún lado y que debe sacrificar
lo que quiere en una odiosa jugada del tablero de audacia y falsedad que
siempre es la intriga internacional de los servicios secretos. Con guión de
Harold Pinter y dirección de Michael Anderson, Segal compone un agente que
parece llevar el peso del mundo sobre sus hombros y que, simplemente, se
prolonga por inercia.
Se embarca en la que
es, quizá, una de las producciones más caras de la factoría Corman, La matanza del día de San Valentín, al
lado de Jason Robards y Ralph Meeker y se enfunda en la piel del aventurero más
osado en la adaptación de Julio Verne La
estrella del Sur, compartiendo reparto con Orson Welles y Ursula Andress en
una adaptación notable y desenfadada. De ahí pasa a protagonizar una excelente
película bélica como es la casi desconocida El
puente de Remagen, de John Guillermin, al lado de actores de prestigio como
Ben Gazzara, Robert Vaughn, Bradford Dillman, E. G. Marshall y Peter Van Eyck,
pero llevándose la mejor parte de todo el bombardeo.
Con una consideración
de estrella, empieza a compartir cartel con los nombres más rutilantes de la
época, como es el caso de Barbra Streisand en esa rareza cómico-sexual que es La gatita y el búho, de Herbert Ross, o la
excelente farsa de atracos Un diamante al
rojo vivo, de Peter Yates, con Robert Redford en la cabecera de cartel. En
un giro inesperado, el director Melvin Frank le ofrece un papel en el Reino
Unido y se incorpora a Un toque de
distinción, película que hoy permanece totalmente olvidada, pero que fue un
gran éxito en la época por su desinhibición y humor al abordar un adulterio y
que significó el segundo Oscar para esa gran actriz llamada Glenda Jackson.
Interesante fue su
incursión en el género del thriller
científico en El hombre terminal, de
Mike Hodges y estupendo fue su trabajo a las órdenes de Robert Altman en la
piel de un adicto al juego en California
Split al lado de un inspirado Elliott Gould. Divertida y atinada fue su
encarnación del hijo de Sam Spade en El
halcón negro, de David Giler y, sin duda, una de sus mejores comedias fue Roba bien sin mirar a quién, de Ted
Kotcheff, haciendo pareja con Jane Fonda y describiendo los apuros de un
matrimonio en plena crisis económica y tratando de pasarse al mundo de los
robos de zapatazo instantáneo.
La
montaña rusa, de James Gladstone, fue la tercera
película que se rodó con el sistema Sensorround
y, quizá por ello, ha pasado por ser una cinta de catástrofes cuando, en
realidad, tiene mucho más que ver con Hitchcock. Su interpretación del policía
insistente y profesional fue sólida y también ha sido olvidada por el agujero
negro del cine más comercial. Sin embargo, Pero
¿quién mata a los grandes chefs?, también de Ted Kotcheff, junto a
Jacqueline Bisset es algo más recordada por su tono de sátira del mundo de la
gastronomía con misterio incluido.
El éxito Un toque de distinción hizo que Melvin
Frank volviese a reunir a George Segal y a Glenda Jackson en una especie de
continuación titulada Un toque con más
clase, aunque carecía de la frescura del original. Y no cabe duda de que
fue interesante su reunión con Natalie Wood en La última pareja, una radiografía de la liberación sexual a través
de los ojos de un matrimonio de lo más tradicional en un tono, naturalmente, de
sonrisa permanente.
A partir de aquí, en
1980, la carrera de George Segal declinó ostensiblemente. Los años comenzaron a
hacer mella en su rostro siempre visto con agrado y simpatía y fue condenado a
papeles secundarios e, incluso, bastante irrelevantes. Aún nos deja alguna
muestra de su estilo inconfundible en películas como Jugar duro, una de las más interesantes y olvidadas películas de
Burt Reynolds; o el padre desaparecido de aquel éxito que fue Mira quién habla, de Amy Heckerling; y,
por supuesto, su aparición como agente de una pareja de cómicos extraordinaria
encarnados por Bette Midler y James Caan en esa belleza de película que es Ayer, hoy y siempre, de Mark Rydell,
también muy olvidada. Prolonga su carrera apareciendo en un buen puñado de
series y se le puede ver en un papel muy secundario en El amor tiene dos caras, de su vieja amiga Barbra Streisand, o como
estrella invitada en la terrible 2012,
de Roland Emmerich, o en el tremendo fracaso que supuso Un loco a domicilio, de Ben Stiller.
Lo cierto es que un pedazo
de naturalidad tranquila se ha ido, dejándonos sin un héroe corriente al que
agarrarnos. Conocedor de sus limitaciones, George Segal no dejó nunca de
brindarnos lo mejor a través de algo parecido a la rutina, al día a día de cada
uno de sus personajes. Su naturalidad, de ninguna manera, debería haber echado
raíces en el olvido porque siempre se han necesitado actores como él.