Las respuestas no están en los
cuadros, esperando a ser pintadas, como un reflejo de la pasión. Quizá las
inquietudes del artista estén escondidas en el algún sucio club de Hong-Kong,
entre las aberturas de una falda que se mueve entre el abismo de la
indiferencia y el espacio vacío de la sordidez. O quizá la pasión por pintar
tenga que ser reemplazada por la pasión por amar. Los callejones de esa ciudad
perdida, con laderas de barro y asfaltos atestados, son los testigos de una historia
que es amor, sí, pero que también es algo más. Y es que, a menudo, los artistas
saben crear algo especial cuando el amor está ahí, habitando sus vidas, dando
un poco de verdad a la mentira, haciendo que el sueño sea difícil pero único.
El mundo occidental, rígido y
basado en las apariencias, se desmorona ante la aparición de una mujer que se
instala en la mentira para fingir que hay un triunfo que se escapa entre la
lluvia. Todos hacemos lo mismo. Fingimos
que nuestra vida está salpicada de pequeñas victorias que nos conceden… ¿qué?
Dos o tres segundos de efímera importancia y una sensación agradable en el
cuerpo porque se han soltado unos cuantos miligramos de adrenalina. Al fin y al
cabo, todo el mundo miente para parecer más de lo que es y comenzar por el
camino del arte siempre conlleva ser consciente de las propias limitaciones.
Suzie cambia al occidental. Y el tipo ese, que es elegante, que es algo
temperamental aunque siempre es correcto, cambia la mentira por un espejo en
forma de lienzo, destierra esos segundos de triunfo por toda una vida de
seguridades un tanto sufridas.
William Holden deslumbraba con su
sonrisa allí por donde pasaba y se la llevó a Hong-Kong para pasear del brazo
con Nancy Kwan por los arrabales de una ciudad que ahoga y que otorga un buen
puñado de escenas costumbristas a su alma de artista. Richard Quine retrató con
sensibilidad esta historia de amor que lucha en contra de las estúpidas
convenciones sociales occidentales y trata de derribar las inútiles tradiciones
basadas en la apariencia de la cultura oriental. Más que nada porque todos
ellos sabían que el amor no entiende de hemisferios, ni de apariencias. Es un
lenguaje universal que se pinta en el lienzo de unas vidas que merecen la
felicidad aunque cueste mucho encontrarla. La desgracia, eso lo sabemos todos,
siempre se ceba en los más débiles. Y tener una carta de recomendación no es
suficiente para cambiar el destino. Entregar el alma, perseguir la verdad,
poner en la orilla de los labios todo el arte, cuidar a quien se ama…todo eso
es lo que hace que el destino sonría y cambie su sendero aunque no tiene por
qué ser mejor. Tal vez sea más duro, o más cerrado, o más pobre. Nunca se sabe.
Pero tendrá una ventaja sobre el anterior, algo que no se puede adquirir en los
pintorescos mercados de las intrincadas calles de Hong-Kong: la sensación de
que tus pasos ya no golpean en el suelo de la soledad.