viernes, 29 de enero de 2021

PAPILLÓN (1972), de Franklin J. Schaffner



No se puede encarcelar el aire. No se puede encarcelar la mirada. No se puede encarcelar a la misma libertad. Quizá hubo un lugar, en medio del infierno, a donde iban los hombres que todo el mundo quería olvidar. Con suerte, podían morir. Allí, cada día era una prueba de supervivencia. Si no mataban las condiciones infrahumanas, siempre estaba la selva, los mosquitos, los cocodrilos, el aislamiento, la locura, la soledad, el hacinamiento, el calor asfixiante, la lluvia hiriente, la tierra en llamas. Escaparse era un sueño que sólo habitaba dentro de las noches más largas y oscuras, con el cielo cuajado de estrellas y las ideas agarradas bajo la cautividad. No es fácil pensar con claridad cuando se pasa hambre y debes estar vigilando la espalda para que el tipo de al lado no te clave un puñal o lo primero que encuentre a mano. Y hay que intentarlo, una y otra vez. Hasta que las fuerzas lleguen a su extinción. Hasta que el ánimo se conforme con respirar.

Puede que la mayor virtud del hombre que intenta evadirse sea su capacidad de observación. Hay que educar a la mente para anotar horarios, relevos, olas que chocan contra los acantilados y costumbres propias del destierro que sufren todos. La Guayana Francesa no era precisamente un lugar de vacaciones y Henri Charriere, Papillon, tuvo que aprender a vivir en prisión mientras su mente volaba libre en busca de la siguiente oportunidad para escapar. La amistad con Dega, el falsificador, fue fundamental, y, por el camino, tuvieron que hacer cosas que espantarían a cualquiera. Sin embargo, basaron su supervivencia en resistir y lo hicieron muy bien. Con sus momentos de flaqueza, sus situaciones imposibles, sus miradas perdidas de ojos hundidos en celdas diminutas. Fueron héroes a rayas que trataron de hacer de la vida, un deseo incontenible. No se puede encarcelar el aire. No se puede encarcelar a la misma libertad.

Con un punto de vista marcadamente europeo, Franklin J. Schaffner dirigió esta espléndida película con unos impresionantes Steve McQueen y Dustin Hoffman en los papeles principales. A través de ellos, sentimos el sudor en las manos y la desesperación en sus alientos. También comprobamos cuán difícil es ver con claridad con unas gafas en medio de la humedad. O asistimos a la angustia de mover a un caimán de un charco. Incluso vemos cómo hay que conservar las energías cuando se huye a través de los pantanos. Todo ello conforma una historia de libertad, de mariposas en el pecho que no dejan de batir sus alas porque el mundo está ahí fuera, llamando a la vida que merece ser degustada. Con sus cosas feas, desde luego, pero también con esa sensación que produce haber conseguido lo que sólo se soñaba. El mar mece suavemente el deseo y el cielo azul es el único testigo de una fuga que se hace esperar demasiado. Es el momento de romper las cadenas y de cerrar ese lugar abandonado de la mano de Dios, nido de enfermedades y de obsesiones, de tiránicas crueldades y de eternas introducciones en la nada. Y lo haremos con un hombre que jamás se conformó con su destino.

jueves, 28 de enero de 2021

EL PROFESOR DE PERSA (2021), de Vadim Perelman

 

Después de la intervención de la suerte es posible que la supervivencia sea una cuestión de palabras. Y, en este caso, todo depende de la inventiva que tenga el profesor. Dice que es persa, pero no tiene ni idea de hablarlo y, como le va la vida en ello, no tiene más remedio que crear un nuevo idioma. Parece fácil, pero no lo es, porque tiene que memorizar las palabras que urde para que el engaño se mantenga. Y en un campo de concentración donde la muerte es la rutina también hay sitio para la perplejidad.

Al fin y al cabo, todo depende de un asesino vestido de gris y con el emblema de las SS al cuello que, en un arrebato soñador, desea aprender el idioma para que, cuando termine la guerra, tenga la oportunidad de establecer un restaurante alemán en pleno Teherán. Parecería una comedia si no fuera por el horror que está a la orden del día. La cocina se mezcla con la gramática, la mirada no puede dar crédito a lo que está ocurriendo y cualquier error se paga con la tortura. Es el destino del docente por mucho que, lo que enseña, sea una mentira.

La guerra, a pesar de todo, también es pozo de envidias y de salida para el adoctrinamiento estúpido. Hay carta blanca para disponer de las vidas ajenas y no es demasiado normal que un oficial haga todo lo posible para preservar la vida del joven persa. Eso da lugar a rumores maledicentes. Claro que no son tan graves como la descripción del tamaño del algo bastante íntimo, que eso ya es el colmo. No, no es para reírse. Y, sin embargo, algo hay dentro del espíritu humano que hace que todo parezca un respiro del destino.

El director Vadim Perelman ya sorprendió hace unos cuantos años con la excelente Casa de arena y niebla, donde Jennifer Connelly y Ben Kingsley daban un par de lecciones de interpretación dentro de un enfrentamiento inusual. Con esta película, Perelman pone en juego la traducción de la supervivencia, la amistad imposible, la inteligencia en entredicho, la cultura como pasaporte de salvación y, ante todo, la preservación de los nombres de los que más sufrieron y fueron algo más que simples números exterminados. El resultado es una película notable, con algún que otro alargamiento innecesario, pero que acaba por convencer dentro de la perplejidad y contención que demuestra Nahuel Pérez Biscayart en la piel del profesor y el inevitable ejercicio del poder controlado que exhibe Lars Eidinger. Ellos sobrellevan el peso de la trama que acaba por conquistar en esa sinrazón absurda en la que se convierte la invención de todo un idioma.

Y es que, cuando se trata de sobrevivir, todo está permitido. Es la única munición contra la brutalidad desbocada y se torna aún más letal cuando se posee la sangre fría necesaria para acudir al recurso y no perder los nervios. Quizá porque toda gramática es irremediablemente vacía cuando no tiene semántica, por mucha fonética que se ponga en las clases. Al final, nada quiere decir nada. Sólo tienen sentido los dos mil novecientos cuarenta y ocho nombres que, como todo el mundo sabe, no tienen traducción posible. Más aún cuando llegar al día siguiente es una labor reservada sólo para los héroes que resisten contra viento y marea y tratan de vencer, aunque sólo sea una vez, a la peor parte de la raza humana. Sin perder la esperanza que, en persa, se dice bramo… ¿o no? 

miércoles, 27 de enero de 2021

ROBA BIEN SIN MIRAR A QUIÉN (1977), de Ted Kotcheff

 

Vivir confortablemente es un vicio. Una vez que lo consigues, es muy difícil renunciar a ello. Dick y Jane es un matrimonio feliz, de clase media alta, que tiene una bonita casa y un niño más bonito todavía. Sin embargo, nadie está a salvo de los cataclismos así que, de repente, los dos se ven en la calle y sin empleo. Ya se sabe, sí, haré esto, haré lo otro, pero no llega ni de lejos, y además hay que ponerse manos a la obra. Así que lo mejor es que los Harper se conviertan en unos ladrones de categoría. Por ejemplo, sin ir más lejos, no hay nada como robar en una farmacia. Ahí llega Dick, con su pistola al cincho y, de repente, en plena faena, la pistola se le resbala hacia el arco del triunfo. Naturalmente, el farmacéutico le ve muy apurado en las zonas bajas, con unos picores y retorcimientos que, pobrecillo, debe estar pasándolo mal, así que comienza a sacar medicamentos para paliar lo que sea que tenga entre las piernas que debe ser, por supuesto, producto de una vida licenciosa. Y, al final, Dick, ladrón, pero buena persona, tiene que comprarle las medicinas. Así no vamos a ninguna parte.

Es que hay que fastidiarse. El despido viene cuando Dick y Jane estaban construyéndose la soñada piscina en el jardín. Y las cosas no se pagan siendo buenas personas. Cualquiera desconfiaría de una comedia con George Segal y Jane Fonda, pero el cine siempre depara buenas sorpresas y ésta es una de ellas. Chistes sucios para la época, pero que ahora nos parecerían canciones de cuna, una desternillante escena con Segal practicando la persuasión del ladrón totalmente vestido de negro y con un pasamontañas delante del espejo, sermones inútiles, aplausos inesperados como consecuencia de un robo, falta de cuerdas vocales…nada es en serio a partir de una situación muy seria. Y lo que queda es una comedia divertida, a años luz de la versión que Jim Carrey se atrevió a perpetrar muchos años después, con clase, arremetiendo contra todo, pero con sentido. Y la hipoteca también aprieta y con ganas. Es necesario subirse al tren de Dick y Jane Harper. Nos daremos cuenta de unas cuantas cosas dramáticas con una risa bien engrasada.

A perro flaco, todo son pulgas, y cuando uno emprende la cuesta abajo, es muy difícil frenar. Dick dilapida su reputación en una aciaga noche en la ópera, se produce un robo cuando se está recogiendo el dinero y, claro, el prestamista no quiere saber nada. No obstante, también hay que estar muy atento a los golpes de suerte. Tanto es así que se roba muy, muy bien cuando se sabe a quién y por qué se está robando. Hasta ahí puedo decir porque la cosa va a ir como la seda y ya se sabe que quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón. Esto me está quedando niquelado de frases dichas. Todo para decir que Segal y Fonda saben hacer reír y que es complicado no dejarse arrastrar por un matrimonio que, de buenas a primeras, puede que no te caiga tan bien, pero que, al final, acaba por ser el adorable rastro de las personas en situación desesperada que consiguen sacar la cabeza por aquellas cosas del destino. Risas con Dick y Jane.

martes, 26 de enero de 2021

VIVIR RODANDO (1995), de Tom di Cillo

 

La quintaesencia del cineasta independiente dentro de una película de ínfimo presupuesto es plantarse en un plató con una cámara y rodar sólo lo que se pueda y como se pueda. Quizá sea un homenaje para ese cine que ya no se estila y que, sin embargo, tuvo su fuerza en algunos momentos de los ochenta y de los noventa. Una secuencia onírica que no sale y los bocadillos que no vienen. Todo parece que se escapa al control de un director con ganas de crear que, sin embargo, crea más bien poco. Hasta que las piezas encajan casi de una manera mágica. Es el arte y sus caprichos. Es una comedia de errores que, de tantos, comienzan a crear un rompecabezas de cierto sentido. Y no todo tiene que estar revestido de seriedad y trascendencia. También hay mucho sitio para el humor. Ése mismo que no hay que perder cuando no hay dinero detrás sustentando el proyecto y mucha voluntad por delante. Al fin y al cabo, hacer cine es casi un placer cuando surge del caos.

Tom di Cillo, sin caérsele la sonrisa de los labios, elabora prácticamente un documental sobre cómo hacer una película. Con la dignidad por delante y la diversión por detrás, describe los problemas, los callejones sin salida, los deseos de que salga una cosa cuando, en realidad, está saliendo otra completamente diferente o, incluso, opuesta. Entre medias, una maraña de relaciones entre los miembros del equipo que articulan todo un mosaico de caracteres que pueden ser tomados de una u otra manera dependiendo del estado de humor del director. Para ese papel, nadie mejor que Steve Buscemi, que busca la inspiración donde no la hay, la encuentra por casualidad y conduce toda esa risa que, lejos de lo fácil, se hunde en la sagacidad de un entorno compuesto por artistas que no están ahí por casualidad. Y es que la frustración es un fantasma que merodea siempre detrás de las cámaras y de las luces y hay que mantenerlo fuera de foco. Por supuesto, como compañeros de escena, no falta la inutilidad, el egoísmo, la arrogancia y la paranoia, pero esa es precisamente la labor de un buen director que ansía hacer su obra maestra con escenas que impacten, que expresen exactamente lo que quiere decir y que lleguen al público con las intenciones intactas. Silencio, por favor, se rueda.

Así que, con la voz muy bajita, no hay que dejar pasar la ocasión de ver una buena película sobre el arte de hacer buenas películas. Es una especie de François Truffaut dotado de una mirada irónica, algo distante y ciertamente rebelde. Ah, y no pierdan los nervios. Al final, misteriosamente, todo tiene un sentido insospechado. Lo mejor de todo es que puede que sea acorde con los deseos del director y esa manzana y ese enano sean una secuencia para recordar. Aunque el camino para llegar hasta ahí esté asfaltado de desastres de consecuencias imprevisibles. Quizá sólo haya que cambiar el énfasis y el problema esté resuelto y todo fluya como es debido. Son los misterios de la creación. Nunca sabes lo que te va a salir.

viernes, 22 de enero de 2021

RED ROCK WEST (1993), de John Dahl

 

Ser un vagabundo tiene muchas ventajas. Se puede ir de aquí para allá sin ataduras, viviendo al día, asumiendo todas las identidades que se quiera, inventándose pasados que nunca existieron y futuros que cambian el nombre a la fantasía. Sin embargo, tiene un gran inconveniente y es que te pueden confundir con otro. Si ese otro es un asesino profesional al cual alguien ha contratado para que elimine a su esposa, el problema se pone muy duro. Y la solución es fácil. Coge el dinero y corre. Aunque estés en uno de esos parajes perdidos en los que no te puedes esconder más que debajo del cielo.

El caso es que la esposa también posee unas cuantas razones como para perderse debajo de ella y los tipos que dominan ese maldito pueblo en medio del desierto son bastante poco recomendables. Es casi como girar al infierno y hacerlo con un poco más de clase. Con un héroe silencioso, con una devoradora de hombres que esconde mucho misterio, con un tipo que quiere que se cumplan sus encargos y con un fulano que lo maneja todo desde la cima. Sí, el vagabundo ha caído en el pueblo ideal. Ideal para morir.

Lo cierto es que la historia del hombre que nada tiene que perder y cae en un villorrio dominado por maleantes está mil veces vista. Desde John Sturges a Oliver Stone, se han visto múltiples versiones de la misma situación. En esta ocasión, John Dahl desarrolla todo el asunto con una inteligencia excepcional porque convierte lo típico en sorprendente y te atrapa en los primeros diez minutos. E incluso el buen chico, no lo es tanto. Así que, con paciencia, discreción y talento, se va pasando el muestrario de caracteres malvados con originalidad y gusto, todos metidos hasta el cuello en el embrollo del maldito vagabundo. La conciencia o, más bien, la falta de ella; la avaricia y la traición son los ejes sobre los que se mueve la historia. Hay alguna coincidencia extraña, pero la enrarecida atmósfera ayuda a que no se repare demasiado en ello. La huida parece ser el paraíso, pero va a ser complicado salir del infierno. Y el destino va a tener un papel protagonista.

Así que ahí tenemos a un cuarteto encabezado por Nicolas Cage y seguido por Lara Flynn Boyle, Dennis Hopper y J. T. Walsh, poniendo trampas y giros y la perplejidad se va adueñando de cualquier que tenga dos dedos de frente. Los azules de la noche dominan la mirada y habrá que ser muy listo como para burlar los embates de los villanos. Llegar a Red Rock West es entrar de lleno en un lugar donde la moralidad es gris y el dinero es el culpable de todo y ese vagabundo va a tener que ir de uno a otro para manejar la situación. Y habría que dar un premio para el que adivine qué es lo que va a pasar a continuación porque nada termina como se esperaba. Bienvenidos a este pueblo del estado de ninguna parte. Se hará lo posible para que usted se sienta bien. Incluso comprarle un ataúd con los últimos avances de comodidad. 

jueves, 21 de enero de 2021

23 PASEOS (2020), de Paul Morrison

 

Los perros, ya se sabe, unen mucho. Quizá, el primer día, haya una hostilidad evidente porque se lleva al can sin correa. Poco a poco, hay un deseo de calmar la mala primera impresión. Y después la complicidad, el saber que hay alguien que te escucha y que te atrae en una edad en la que no es muy corriente sentir nada. El pasado, sin duda, deja un buen puñado de responsabilidades que no dejan de ser obstáculos construidos con base en los recuerdos. Sin embargo, ellos son el ayer. Hoy eres tú.

Así que empieza un romance intermitente, con idas y venidas, con repentinos cambios de humor, con errores evidentes, con silencios que no se deberían guardar porque la intimidad puede más que la confianza, con secretos que se desvelan a destiempo. El destino, siempre burlón e irónico, ha jugado sus cartas para arrinconar las vidas que ya están entrando en la tercera edad. La sociedad no les hace compañía. Las deudas se acumulan. Los hogares se cierran. Y sigue habiendo un deseo de ser escuchado porque, tal vez, aún se tiene algo que decir.

Cuando el dolor hace una visita a esas edades, es mucho más difícil superarlo. Incluso poseyendo el don de la oportunidad, incluso poniendo distancia para que todo sea más leve, más ligero y no sea tan decepcionante el daño. Ya no hay tiempo para andar alrededor del cortejo y que las cosas lleven su curso. La sinceridad debe estar presente desde el primer momento y no es fácil, porque las vidas están hechas de memoria y de mentiras, o de omisiones y olvidos. Puede que haya que tomar algún camino en medio de un verde prado con la ciudad al fondo para tener la impresión de que los problemas se quedan en algún lugar y no se mueven. Puede que haya tiempo para una última aventura. Y que sea hablada, en parte, en español.

El director Paul Morrison dirige esta película que pretende ser amable y con ciertos rincones de encanto con un estilo casi documental, juntando piezas de la experiencia y de emoción. Sin embargo, no consigue del todo su objetivo porque, tal vez, se dedica un poco del humor, se entretiene demasiado en profundizar en sus personajes porque tiene la intención de que sepamos todo cuanto piensan y todo cuanto sienten. Y el espectador no se siente identificado con ninguno de los dos porque ambos personajes tienen dificultades para pagar las deudas del pasado. Lo esconden y se justifican y, sin apenas período de reflexión evidente, rectifican. La naturalidad está presente en las interpretaciones medidas, quizá demasiado matemáticas, de Dave Johns y Alison Steadman, ambos muy curtidos en televisión, pero no se llega a simpatizar con ninguno de ellos porque tampoco es que la magia de su conjunción llegue a ser algo irresistible. Sí que hay un par de instantes de cierta emoción, pero no es suficiente. No sólo de unas cuantas conversaciones vive el entretenimiento.

Es posible que, cuando se cuenta con unos personajes de cierto calado, sea necesario introducir algún elemento que les describa como no tomándose demasiado en serio a sí mismos. Y no es éste el caso, porque tampoco parece que sean complejos o excesivamente retóricos. Son seres humanos simples, con problemas de falta de superación con su mochila de vivencias. Puede que una secuencia de baile sea el momento más climático de una película que pierde sentido desde su mismo título, porque son bastante más de 23 paseos y tardan dos horas completas en contarlos.

miércoles, 20 de enero de 2021

LA PATRULLA PERDIDA (1934), de John Ford

No se puede ver al enemigo. Las arenas del desierto, calientes y secas, se convierten en el mejor escondite posible para quien quiera confundirse entre las dunas. A veces, incluso, parece que no es real, que no está ahí, que es sólo la imaginación calenturienta de unos cuantos soldados desesperados que luchan por sobrevivir. Sin embargo, las balas son reales. Se han llevado por delante al oficial al mando y un simple sargento tiene que tomar la responsabilidad. Las sombras se ciernen sobre esa patrulla que va perdiendo todas las posibilidades de sobrevivir. Quizá sólo quepa la honra de morir matando, pero es muy, muy difícil acabar con un enemigo que sólo se presiente. Los hombres van cayendo. La moral se arrastra. Y el desierto, con sus manos de fuego, parece apretar con su calor en el cuello de unos desgraciados al borde del abismo.

En Mesopotamia sólo hay aridez por conquistar. Incluso la noche parece ahogar en su propia frialdad. No hay murmullos entre los hombres. Sólo la mirada buscando algo a lo que apuntar. Las bajas se suceden, una a una. Nunca es un ataque masivo. Son misiones aisladas que buscan acabar con la vida y quebrantar la moral. Los espacios abiertos del desierto nunca han resultado tan claustrofóbicos, tan agobiantes, tan agresivos. El fanatismo no hace más que agravar los problemas. La última ráfaga de ametralladora será también un lamento en la piel de un tipo que se niega a rendirse. Al final, sólo el viento removerá el polvo sobre las ondas imposibles de la arena y el silencio se hará de nuevo en un oasis remoto en medio de ninguna parte. La sangre teñirá de rojo al marrón claro y sólo queda morir.

A pesar del tiempo transcurrido y de los lógicos cambios de mentalidad, La patrulla perdida sigue siendo una buena película del John Ford más temprano. Las interpretaciones de Victor McLaglen y de Boris Karloff son potentes y, en algunos tramos, muy actuales. El ritmo se resiente, pero la sensación de agobio bajo el calor y de estar rodeados de un enemigo invisible es real y creíble. Hace muchos, muchos años, el primer programa del mítico Sábado Cine, de Televisión Española, presentado por Manuel Martín Ferrand, estuvo dedicado a esta película y fue memorable asistir a esa trepidante historia de soledad y de gloria en la derrota. Los silencios eran inaguantables y sólo se deseaba que esa patrulla pudiera salir de la encerrona del oasis de alguna manera. John Ford se encargó de impedir cualquier retirada, de poner a sus protagonistas en la situación límite de la supervivencia sin víveres, sin transporte y con apenas unos cuantos fusiles con la incertidumbre de no saber cuándo atacaría el enemigo fantasma. La responsabilidad de seguir adelante con vida está por encima de la propia historia. Y la ayuda nunca va a llegar del cielo. Así llegamos a tocar con los dedos la cercanía de una obra que casi se antoja maestra porque ha habido múltiples versiones de la misma sin llegar a las alturas del tuerto genial.

martes, 19 de enero de 2021

BUS STOP (1956), de Joshua Logan

 

Un vaquero cabezota que cree que los amplios cielos de Montana son el paraíso. Una corista de tercera que cree que el éxito la espera en California. La vida, a veces, es especialmente bromista. Junta a dos seres que no pegan ni con nieve. Y de eso van a tener hasta el sombrero porque al chico no se le ocurre otra cosa que secuestrar a la muchacha y hay que pasar por carreteras bloqueadas. Ella no sabe cantar, no sabe moverse, no sabe actuar, pero quiere intentarlo y estrellarse. En el fondo, el vaquero tiene razón. Montana es lo mejor a lo que puede aspirar esa chica que tiene más futuro en un bar de carretera que en cualquier playa soleada de Malibú. Una parada de autobús va a hacer que ella se replantee el curso de su vida. Tal vez, sólo tal vez, no sea tan malo vivir rodeada de vacas y de prados, de olor a campo y de hijos. Al fin y al cabo, las luces de neón están tan lejos como siempre y suelen encenderse por los demás. No va a haber ninguna vieja magia negra que las acerque y el vaquero paleto, al menos, la trata con respeto. Y está dispuesto a cuidar de ella. Caramba, no todas las mujeres pueden decir eso.

Es cierto que es una película muy poco conocida y que nunca estará en ninguna lista, pero aquí está la mejor interpretación de Marilyn Monroe en el cine. Está divertida y patética, minúscula y encantadora. Su trabajo es lo mejor de este viejo enredo de joven con menos luces que una bicicleta que se topa con una chica que vale menos que el whisky que se está bebiendo y que, sin embargo, queda prendado de ella por no se sabe qué reacción química. Ella, mientras tanto, aguanta los acosos, mantiene los sueños, recoge continuamente las migajas en las que se está deshaciendo y se da cuenta de que más vale refugiarse en los brazos de alguien que derrocha amor que arrojarse al vacío de un sueño que nunca va a ser realidad. Por el camino, se muestra alternativamente rota, perdida, desesperada, sola, confusa y radiante y eso no está al alcance de cualquier actriz. Tal vez porque su personaje estaba demasiado cerca de la verdad.

Así que ahí tenemos a unos vaqueros ingenuos que quieren ganar algún dinero fácil con el arte del rodeo y uno de ellos, a la vuelta, quiere traerse a una chica a Montana para casarse con ella. Como si fuese uno de esos terneros que él ha apresado con nudos de mil clases en la arena. Sin embargo, ella nos destroza el corazón, hace que salga la ternura que lleva dentro y, de alguna manera, sabemos que ese chico va a tener que cambiar bastante si quiere ganarse a esa mujer varada en el camino a Los Ángeles. Las mujeres no necesitan que nadie las cuide…pero adoran que alguien lo haga, muchacho. Y ésta es la oportunidad de que el amor también sea un premio para los dos.

viernes, 15 de enero de 2021

LOS CONTRABANDISTAS DE MOONFLEET (1955), de Fritz Lang

Dedicada con inmenso respeto a cariño al gran escritor y crítico de cine Fernando Alonso Barahona, compañero de contrabandos y aventuras.

Los niños son fuentes renovadas de sueños continuos. La vida puede darles golpes, pero en muchas ocasiones, no puede con ellos. Precisamente porque hay mucha vida dentro de ellos y es absurdo acabar con algo que es lo mismo que el atacante. John lo sabe porque está perdiendo a su madre y es enviado a Moonfleet, bajo la protección de un tal Jeremy Fox. Al principio, puede que las pesadillas recorran las aguas del mar cercano, pero, paulatinamente, John se da cuenta de que Fox es un personaje fascinante. No sólo ha querido a su madre mucho, sino que también es el líder de una banda de bucaneros. La admiración crece y, de ahí a la amistad, hay muy poco trecho. Quizá la madre tenía razón y Fox sea el único hombre capaz de proteger a John mucho más allá de lo que impone cualquier obligación. Lo único reprochable es que es presa de la ambición. Puede que el hecho de que se enamorase de una mujer que tuvo que rechazarlo por las presiones de la familia debido a que él era un don nadie pese en sus decisiones. Incluso parece algo libertino, pero eso es fácilmente disculpable en un hombre que quiere llegar a lo más alto y eso significa estar por encima de la respetabilidad. Aunque, eso sí, siempre habrá alguien con un toque más acusado de maldad.

Fritz Lang trajo un toque gótico para narrar la historia de este muchacho atrapado en una conspiración de piratería y poder. La oscuridad domina el color de esta historia en la que las manos corrompidas trepan por muros de ensoñación y no hay duda, a pesar de las ambigüedades, de que Fox aprecia al muchacho, pero mezclarse con piratas no es nada bueno porque son auténticos asesinos que no van a pestañear si hace falta quitarse de en medio al mocoso. Quizá el final de la infancia sea el desenlace de todas las ilusiones y nada sea lo que parece y el amor, el pasado, la ambición y la codicia se confundan para que la edad adulta sea algo gris y desechable. Atrás quedarán los lugares secretos, las dobles vidas. Tal vez sea una película que merezca más por lo que muestra que por lo que cuenta. Lang quiso entrar en la atmósfera más que en la narración y, al final, algo queda ahí, como si una obra maestra pudiera haber flotado en el ambiente a toda vela.

Stewart Granger y George Sanders representan el mundo corrompido en el que se ve sumergido el niño Jon Whiteley, ambiente de ese destino extrañamente dominante que zarandea a los personajes para que vayan en busca de lo que está escrito. La fotografía de Robert Planck es hipnótica, antigua y, sin embargo, de una nitidez y colorido sorprendente, incluso en la filmografía de un director que tendía descaradamente al blanco y negro como Fritz Lang. Puede que fuera así para dotar de textura los sueños interrumpidos que ve cómo los adultos tratan de ahogar cualquier cosa que no sea la misma realidad.

jueves, 14 de enero de 2021

SALVAJE (2020), de Derrick Borte

 

A menudo, el ser humano tiende a mimetizarse con el ambiente. Y, con frecuencia, su elección suele estar equivocada. Cuando el entorno supura odio y sólo se manifiesta con violencia, lo normal es unirse a la facilidad del daño, al descontrol del carácter, a arrasar con todo porque no hay barreras morales que pongan ningún límite. La excusa puede ser cualquier cosa. Un claxon sin cortesía. Unas disculpas exigidas con la coerción por delante. Un deseo de matar. Un deseo de morir.

La sociedad se ve reflejada en este ser monstruoso que no repara en nada con tal de hacer que el resto del mundo sufra lo mismo que él. Y pasa por encima del hecho cierto de que todos tenemos problemas, de que la víctima elegida puede estar en medio de un proceso de desestructuración familiar paulatino, de que el dolor está en todos los interiores y se manifiesta de distintas formas. El destrozo es el objetivo. No hay fronteras para quien ha fermentado su odio entre las vísceras, ha sobrepasado cualquier línea y ya sólo espera que alguien acabe con él. Tal vez porque, en el fondo, es tan cobarde que no quiere hacerlo él mismo y sólo quiere lastimar a los demás hasta la desesperación.

Este cruce sin freno entre Un día de furia, de Joel Schumacher, y El diablo sobre ruedas, de Steven Spielberg, se alimenta de un par de persecuciones bien rodadas y ciertamente espectaculares y pretende que otro de sus pilares sea Russell Crowe que, por cierto, debería despedir a su dietista. Brillante cuando es sutil y vulgar cuando es brutal, Crowe compone un personaje carcomido y destruido, y, a pesar de sus esfuerzos por la intensidad, a partir de cierto momento no es más que una máquina sin más profundidad que su propia violencia. Su oponente, Caren Pistorius, solventa su papel con eficacia, pero sin demasiada historia, y la dirección de Derrick Borte, dejando aparte su incoherencia narrativa, llega a tener dificultades de contención en su desenlace. La película, si aprueba, lo hace rozando el suspenso.

Y es que no es fácil exprimir una sola situación durante todo el metraje, con muchos intentos para solapar las debilidades argumentales a través de la espectacularidad y el desquiciamiento. No todo puede basarse en miradas atravesadas, supuestas calmas ahogantes, conspiraciones en las que la casualidad también está muy presente y la confianza en un actor que es capaz de lo mejor, pero, también, de lo peor. La agresión continua que sufrimos cada día por las cosas más nimias está al fondo y el secreto deseo de estallar y dejar que los instintos animales salgan a relucir también parece algo que, en algún momento, anhela la historia. Es un aviso, eso sí, de cierta eficacia sobre el destino de nuestra deriva desbocada.

A veces, es necesario templar el improperio, rebajar la tensión, asumir el atasco, sin dejar que los problemas de rango superior interfieran en nuestro comportamiento. Es necesario, sin duda, afrontar la vida con un parachoques, pero hay que hacerlo con serenidad, sin perder los estribos, siendo conscientes de que no somos los únicos que estamos en apuros, que sólo vemos callejones sin salida y que, tal vez, la salida más corta sea acabar con todo de un solo golpe. Habría que mirar con atención a nuestro alrededor y sacar las conclusiones, aunque sean pocas, que nos hagan sentir, por alguna razón, afortunados. 

miércoles, 13 de enero de 2021

MARLOWE, DETECTIVE MUY PRIVADO (1969), de Paul Bogart

 

Aquel día prometía ser sólo otra sucesión de horas con el sol entre las persianas, el pensamiento vacío y la botella como esporádica compañera. Sin embargo, alguien entró en el despacho y todo se volvió del revés. De repente, una cliente que quería que encontrase a su hermana. El típico cuento de la muchacha descarriada rescatada por la chica responsable. Lo de siempre. En estas cosas, no hay que creerse demasiado lo que te cuenten. No habrá más remedio que hacer un par de averiguaciones y a ver hacia dónde deriva el asunto. Y luego aparece la bailarina compañera de la chica buscada. La tentación en persona. Ser detective privado llega a ser muy duro. Especialmente si luego tienes a un chino dispuesto a romperte las lámparas de una patada. Más vale que le dé un buen trago a la botella porque hay que aguantar mucho y mi paciencia cada vez es más débil.

Además, por si fuera poco, hay un gángster metido en el meollo. Como si fuera fácil tratar con esos tipos. La policía anda detrás de lo que hago y les puedo oler a distancia. Esto no es un sueño eterno, ni la despedida de una muñeca. Es encontrar a la hermana pequeña. Y me voy a encontrar con una serie de personajes que harían las delicias de cualquier psicólogo. Eso requiere tiempo y energía y, tal vez, no me sobren ninguna de las dos cosas. Al fin y al cabo, estoy muy ocupado en mi despacho viendo pasar a las musarañas, pero, qué diablos, la chica lo merece. Si la desaparecida es la mitad de la mitad, habrá valido la pena. Ya saben, el cinismo y la nobleza no siempre casan y, a menudo, tengo que hurgar un poco más de la cuenta. Es el sino de todos los detectives privados del mundo.

Lo cierto es que uno se queda bastante asombrado de que me interprete James Garner, un actor que, en principio, está muy alejado de mí. Y la ambientación sesentera tiene su aquél porque no deja de ser irremediablemente kitsch y estúpidamente atractiva. Ya no llevo sombrero y, en lugar de gabardina, me han puesto una americana de tweed. Aún así, el caso funciona y se refleja con cierta gracia en mis idas y venidas, en los retorcidos giros de trama y en esa sensación inexplicable de que algo totalmente inesperado está a punto de pasar. Garner lo hace bien, muy relajado. En realidad, es como si se hubiese tomado un par de copas antes de empezar a rodar y eso me gusta. No te fíes de los hombres que no beben, son traicioneros. Y éste Marlowe tiene un no sé qué de la década que combina muy bien con el viejo concepto de ética y distancia. También hay alguna escena, como la del chino, que no viene demasiado a cuento, pero tampoco nos vamos a poner puntillosos con detalles nimios. Lo importante es que las balas salen con ligereza del cañón engrasado y que la mentira y la traición están a la orden del día. Por cierto, un día que prometía desfilar con sus largas horas y sus lujosos minutos y se ha convertido en un infierno de conspiraciones y de asesinatos. No está mal. Como sustitutivo de la botella y de la soledad, incluso me parece bien. Siempre que no me toque a mí.

martes, 12 de enero de 2021

SOUL (2020), de Pete Docter

 

El jazz lanza su mensaje al aire con la esperanza de que alguien lo descifre y quede grabado en algún lugar del alma. La vida, en el fondo, es también una improvisación sobre una melodía que tiene sus compases de calma, su aceleración en el ritmo y su inevitable vuelta hacia la tonada principal. Puede que no todo salga como lo habíamos pensado, pero se intenta que esa improvisación sea la mejor posible, la conjunción de notas que hacen que esa música ya la tocáramos mañana alrededor de la medianoche.

En algún lugar, hay un buen puñado de almas esperando esa chispa necesaria que prenda la necesidad de vivir. Y no está mal ser un mentor de una de ellas para que se encuentre aquello que no es que sea un objetivo en la vida, sino el gusto de vivirla. Puede que la muerte sea una visitante siempre inoportuna que obliga a la coda final y se desee volver para que los sueños, al menos por una vez, se conviertan en realidad. Para ello, hay que regresar a lo que se hizo mal, hay que elegir, hay que intentar ese instante para el que has trabajado durante toda tu existencia. Y, también, puede ser que ese momento tan deseado, tan soñado, sea mucho más grande en la imaginación que en la vida. La renuncia también es una improvisación que merece la pena. Y suele ser tan buena que, a menudo, resulta toda una inspiración.

En algún lugar suenan las más fabulosas melodías en plena interpretación, allí, donde el alma se refugia a medio camino entre la vida terrenal y la espiritual. También es posible, si miramos bien, distinguir una buena cantidad de almas perdidas por la obsesión y el desperdicio vital. Son muertes en vida y vidas en muerte. Son entes que han perdido su chispa y, en muchas ocasiones, ni siquiera se han dado cuenta. Las almas que esperan aún por nacer juegan y tienen poca personalidad porque aún no se les ha asignado una. Según parece, hay demasiadas que son enviadas a visitar el egocentrismo y eso hace que la vida sea algo peor. La melodía sigue su curso y espera su improvisación, su momento de magia, la certeza de que vivir merece la pena por alguna razón que se escoge cuando todavía no se ha bajado al mundo. Las luces se apagan, la oscuridad sólo se hiere por un solitario foco por el que nadan nubes de humo, un contrabajo comienza a sugerir un ritmo, la percusión va por su lado, el saxo tenor da la entrada y las teclas del piano parecen emitir sonidos por sí solas porque, en el fondo, son caricias sobre la inmortalidad. Es alimento para el alma hambrienta. Es el espíritu, que trata de tomar forma. Es la persona, que vuela sobre la belleza, sobre la alegría, sobre las ganas de que haya un día siguiente.

Por allá abajo (o arriba, según se mire) las cuentas se llevan matemáticamente. Y el jazz, al igual que la vida, pide unos cuantos compases más de magia. Quizá un barco repleto de viajes astrales surgidos de vidas frustradas guíe un poco el camino. La seguridad está muy reñida con la improvisación y se coloca en el último compás antes de haber desarrollado todas las posibilidades de esa melodía escurridiza, sobre la que se planea y se vuelve, a menudo, con maestría. La luz no deja de brillar y puede que sea el acorde final, pero tendrá que esperar un poco si las almas aún no han conseguido realizar la misión para la que fueron creadas. Todo se parte por en medio y, lo mismo, también hay un mar de confusión mientras una vida se va y otra llega. La improvisación será otra, sin duda, pero, casi con toda certeza, será tan buena como cualquier otra. Es cuestión de almas. 

martes, 5 de enero de 2021

LA ÚLTIMA GRAN ESTAFA (2020), de George Gallo

 

Ya se sabe que en Hollywood no es oro todo lo que reluce. Aún habría que ir más lejos y decir que es un lugar bastante siniestro en donde se suceden negocios bastante sucios, conspiraciones algo alucinógenas y lo peor de todo. Estrenos intragables. Acogidos a la trampa de seguros, producciones dudosas y estrellas en declive consumado, circulan películas que ni en nuestra más calenturienta imaginación podríamos creer. A veces, el truco funciona. En otras, el desastre acaba con más de un cadáver con un agujero en la sien.

Así que unos de esos productores avispados, de los que creen sinceramente que la mejor película es la próxima que van a hacer, se halla en uno de esos apuros. Pidió dinero a quien no debía e hizo una cinta que no van a ver ni los caballos en estado psicopatológicamente narcótico. El callejón parece que se estrecha definitivamente cuando se le ocurre una brillante idea. Sólo necesita un guión peligroso y una estrella dispuesta a morir. El resto es morralla que se moverá dentro de los parámetros de la serie B. No importa finalizar la historia. Lo único que mueve al mundo es el dinero y no hay nada como la experiencia para darse cuenta de que el tipo ése, el John Wayne de pacotilla que ha perdido todo su cabalgar, no durará demasiado. Millones…allá voy.

El problema está en burlar esa máxima que siempre impera dentro del mundo del espectáculo y es que todo suele salir bien. Y, claro, no sólo el protagonista se resiste a morir sino que el productor se da cuenta de que está haciendo la mejor película de su vida. Ya se ve subiendo la escalinata y dando las gracias con el calvo de oro en la mano. El dilema parece interesante porque es matar o morir. Matar de fracaso o morir de éxito. Maldita sea. No hay nada como el buen cine. En eso tiene mucha razón.

El caso es que George Gallo versiona una película de serie B que se ya se hizo en los setenta bajo la dirección de Harry Hurwitz y le sale una película de serie B que tiene su gracia, pero de serie B. No cabe de duda de que conserva tres balas en el cargador con los nombres grabados de Robert de Niro, Tommy Lee Jones y Morgan Freeman y los tres juegan bien su pólvora, pero no es suficiente. A la película le falta fuerza, contiene dos o tres situaciones prometedoras y algún que otro momento lírico que le da sentido a todo. Ni siquiera cuando se quiere poner vitriólico con lo políticamente correcto y con esa especie de mazazo final al cine de verdad Gallo consigue impactar lo bastante. Se le nota que ha querido contenerse cuando, en realidad, le hubiera gustado pisar el acelerador y ponerse muy, muy gamberro. Sí, en el cine, como en muchos otros campos, existe el mafioso, existe el productor listorro, existe el ingenuo, existe el actor en pleno proceso de ruina y existe el camino del éxito por el atajo más corto. Basta con tener suerte y que se produzca eso que se llama magia.

Así que esta película, si tiene algún valor además de por tres balas en el cargador, es porque podría hacernos pensar si, de verdad, aún existe lo épico, aquello que nos hacía recorrer un escalofrío por la piel y nos transportaba a lomos de un hermoso caballo al lado de cualquier protagonista de gestos imposibles y miradas como flechas. O si existe ese deseo de querer contar historias y gustar o sólo es una estratagema para sacarnos el dinero del bolsillo y hacer otra película más que se olvidará a los diez minutos de salir de la sala. Quizá el cine, en sí mismo, es una leyenda a la que la gente empieza a dar igual. Y sólo tendremos eso…algunas balas que, a poco que hagan, nos proporcionan algún gesto que nadie más podrá reproducir.