Hace ya unos cuantos años, una película extraordinaria titulada El tren, dirigida por John Frankenheimer
e interpretada por Burt Lancaster, hablaba sobre el expolio nazi de obras de
arte y sobre cuántas vidas vale una de esas obras inmortales, señas de
identidad de lo mejor que es capaz de hacer el ser humano y que sirven para
seguir nuestras huellas, investigar sobre nuestros pasados y nuestros futuros
y, sobre todo, testificar acerca de unos tiempos retratados a través de los
mismos ojos de la genialidad.
Muy conectada con esa película se
halla The Monuments Men, de George
Clooney, que también indaga sobre el precio en vidas humanas que había que
pagar en aquellos tiempos de sangre y saqueo bajo la esvástica como insignia y
con la excusa de rendir homenaje a la grandeza de un gobernante que consiguió
destruir media Europa y arramblar con unas cuantas piezas irremplazables del
catálogo de las obras maestras.
Sin ser tan impresionante como la
película de Frankenheimer, George Clooney consigue armar una historia de cierto
interés que comete el error de ser vendida como una película bélica cuando de
eso tiene muy poco. Incluso los que esperan un desfile de humoradas elegantes
con la excusa de una reunión de amigos amparada en los grandes nombres del
reparto saldrán decepcionados. Hay buenos momentos, homenajes a otras
estupendas películas como Malditos
bastardos, de Quentin Tarantino, algún que otro error de libro pero, en
general, es una buena película que ha sufrido críticas injustas tal vez porque
no cuesta nada imaginarse las desventuras de este grupo de historiadores del
arte con unas hechuras clásicas, más propias de los años cincuenta que del cine
actual.
Y es que no cabe duda de que
evitar la desaparición de las maravillas artísticas que ha creado el hombre es
una misión reservada a individuos que huyen de la acción pero que tienen que
comprometerse para que el mármol sublime, o el lienzo inmortal sigan intactos
para un pueblo que no tiene por qué entender de arte para admirarlos. El arte
pertenece a todos, no importa la procedencia social, religiosa o política y la
vocación de ese arte es universal, como un lenguaje que todo el mundo puede
entender o no, allá cada cual con su elección. Y como todas las grandes manifestaciones
de lo mejor de la Humanidad, ha costado vidas y hay que ser consciente de eso
para poder apreciarlo en toda su grandeza. El arte es un enorme mural que nos
dice a la cara cuáles han sido los errores y los aciertos, cuál ha sido la
verdad escondida detrás de la misma condición humana y hasta dónde llega la
perfección de la creatividad. Es la misma fotografía de la genialidad. Es algo
que hay conservar a toda costa, mucho más allá de posturas forzadas, pedantes o
ridículas; de apreciaciones sesudas o de simples miradas despreocupadas. El
deber es conservarlo para que las generaciones venideras lo puedan disfrutar
recordando que toda acción humana ha tenido un precio indudablemente alto y que
no solo ha sido un montón de ceniza esparcida al aire por culpa del afán de
dominación y del fanatismo, uno de los peores enemigos del arte.
Entre el reparto habría que
destacar a Bill Murray, que quizá posea los mejores momentos de la película
oscilando entre el buen humor y la emoción. También es algo evidente que el
desarrollo del personaje de Cate Blanchett no está demasiado acertado pero es
un error que no molesta porque la persecución de la belleza está por encima del
resto de consideraciones. Incluso aunque ello conlleve la muerte en una
situación absurda o a través de un heroísmo derrotado de antemano. Eso no
importa. Quizá haya una deuda enorme que pagar a esos hombres que lucharon por
mantener el patrimonio artístico de una civilización que corrió el riesgo de
hundirse ante el peso de la más perfecta maquinaria de guerra que haya conocido
la Historia. Porque el conocimiento es lo que nos salva del infierno. Y eso,
aunque no lo creamos, también es un arte que deberíamos conservar.