De entre las piedras agrietadas por el tiempo nace el alarido de agonía
de los que aún no han hallado la paz. El eco natural resuena por todos los
rincones desvencijados de unas creencias que tendrían que arder en las llamas
del infierno. Los fantasmas son reales y buscan el olvido del resto del mundo
vestidos con hábitos marrones que esconden su pasado. Las cadenas no son
fáciles de cortar porque el dolor amarra demasiado en las experiencias de la
infancia. Y solo alguien de fuera podrá resolver el misterio de unos niños que,
desde que nacieron, nunca han dejado de gritar.
Solo quien ha sabido lo que es
dolor podrá llegar hasta el mismo corazón de los que han sufrido en carnes que
jamás deberían haber sido tocadas. Las verjas chirrían como si exhalaran un
lamento falto de aceite y lágrimas. Las puertas emiten sus quejidos con
dificultad mientras fuera Dios llama una y otra vez en el umbral con bramidos
de furia y de lluvia desbocada. Las telarañas se agitan porque el aire pasa
entre sus tejidos y parece que todo aquello que estaba abandonado comienza a
revivir para mostrar una verdad que ha terminado enterrada. Las columnas de la
soledad abrazan los gemidos de cansancio y solo el tiempo es capaz es acallar
las enormes bocas de las múltiples arcadas de un claustro que, un día, fue
patio de juegos.
Película de promesas nunca
cumplidas, que hubiera merecido algo más de trabajo y algo menos de efectismo,
con leves agujeros en un guión que no cae en las trampas del tiempo muerto,
Julio Martí dirige su primer largo con entusiasmo y con ansiedades un tanto
infantiles, tal vez llevado por la misma historia que se empeña en introducirse
por los resquicios de la ingrata precipitación. Para ello se sirve de una de
las actrices menos aprovechadas por el cine español como Lydia Bosch, siempre
convincente en sus retratos, que cierra heridas con profesionalidad y corre
hacia delante siempre en busca de una luz que se muestra tan esquiva como
temerosa. Alrededor de ella se mueve una climática y excelente banda sonora de
Arnau Bataller y una sugerente dirección artística debida a Pepón Siegler que
otorga cuerpo y misterio a los avatares de la protagonista.
Y es que el miedo no está a
nuestro alrededor. Nosotros mismos somos los portadores de ese pánico que
impide que saquemos a relucir nuestras limitaciones y nuestros talentos. Nadie
debería tocar a un niño, ni siquiera el destino. Ellos son la conciencia de
todo lo que nos hubiera gustado ser, de todo lo que creemos haber sido y son
resumen y resultado de nuestras frustraciones y de nuestros anhelos. El amor,
tan ausente en tantos sitios de tiniebla y agonía, debería ser el motor de sus
inteligencias, siempre dispuestas a aprender algo nuevo en un entorno que
debería cuidarlos y ayudarlos a crecer. Todo lo demás no son más que burlas
insidiosas de una vida que trata de señalar con el dedo, que intenta cercenar
todo lo que esos niños pueden llegar a ser. Y nadie, ni siquiera Dios, tiene
derecho a hacer eso.
La catarsis será la salida más
próxima a las obsesiones y los pecados. Algunos lo encuentran en un
reclinatorio. Otros lo hallan en decir, sin presiones ni censuras, la verdad de
algo que ocurrió hace mucho tiempo pero que jamás debió de ser pasto del
olvido. Está en nosotros recordar, no dejar de hacerlo porque, al igual que un
pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirlo, los hombres que no
son conscientes de sus errores serán los perfectos discípulos de un diablo que
se ríe continuamente de nuestras desgracias. Es el precio que tenemos que pagar
por ser tan imperfectos, tan fatuos y, a veces, tan perversos. La fe no es la
excusa para el castigo. Nunca debió serlo. Y el que no lo ve, es que aún está
ciego.