miércoles, 30 de diciembre de 2020

EL PADRE (2020), de Florian Zeller

 

Con este artículo, despedimos el año hasta el artículo del próximo miércoles día 5 de enero. Tened todos una feliz salida y entrada de año, a pesar de los pesares. Seguro que el año que viene, por fuerza, será mejor.

-. ¿Sabe? Usted se parece muchísimo a mi hijo.

-. ¿Ah, sí?

-. Mucho…es muy buen chico. Y yo le quiero muchísimo

Y así fue como presencié la caída de una las últimas hojas de ese árbol fuerte, seguro y acogedor que era mi padre.

Con esta película, el director Florian Zeller nos coloca a un anciano como el único elemento estable de un universo inestable. El entorno es lo que cambia porque su percepción varía en consonancia con sus recuerdos, con sus experiencias y, sobre todo, con sus miedos. Ante todo, el pánico a la soledad, a no ser querido, a no tener ninguna conciencia de cuál es su lugar en el mundo aunque se vea reducido a un rincón olvidado de una habitación cualquiera. Mientras, en su mente, se amontonan unas conversaciones con otras y se va conjuntando un rompecabezas de lo que realmente ha ocurrido en sus últimos días. Siempre confusos y brumosos, limitados y, a la vez, rodeado de precipicios abismales de inseguridad y suposiciones. Los días se repiten uno tras otro, sin ninguna diferencia entre ellos. La verdad deja de tener algún significado y, cuando la lucidez aparece, es fugaz, escurridiza, inaprensible y traidora.

Anthony Hopkins realiza una composición absolutamente genial y triste en la piel de ese anciano que, como un árbol, va perdiendo hojas quedando con sus ramas desnudas a la intemperie, secándose en sus movimientos e ideas, guardando algún momento sólo para la admiración, quizá por última vez, de la belleza de la música que, con toda seguridad, le ha acompañado durante toda su vida. Hopkins, en su trabajo, resulta trágico y divertido, severo y conmovedor, acertado y errático, dando buena cuenta de su capacidad de registro y dejando bien claro todos sus recursos interpretativos que parecen inacabables. A su lado, Olivia Colman da salida al sufrimiento terrible que deben padecer los que están al lado de estas personas que sufren demencia senil y sólo disfrutan de algún segundo de autenticidad mientras el resto del día siguen extraviando esas hojas que tanta sombra han proyectado, tanto aire ha corrido entre sus arpas y tanta certeza han otorgado.

Y es que la vejez es la peor de todas las enfermedades porque se presenta avisando y va descomponiendo concienzudamente todas las cosas que rodean a la víctima. Hasta tal punto que desemboca en la torpe incomprensión de los demás, en el fútil intento de raciocinio cuando no se sabe ni la hora en la que está deteniéndose el día. El pollo para cenar se repite, las conversaciones trazan una circunferencia completa, lo que era, ya no es y, poco a poco, se va deshaciendo todo lo que somos porque, al fin y al cabo, somos nuestros recuerdos y ya no quedará constancia de nada de lo que ha pasado. La demencia jugará siempre con la razón hasta dejarla agotada y sin fuerzas y poniendo a prueba algo tan escaso como la paciencia.

Con sobriedad y un toque de austeridad, todo va desapareciendo de la fotografía de nuestra memoria y las lágrimas puede que sean la última prueba de la verdad que se vive. La tristeza no deja de aparecer en cada uno de los fotogramas de esta película y hay que estar muy preparado, en los días que estamos pasando, para salir del cine con la mente sin congoja porque, en el fondo, todos sabemos que podemos ser ese anciano que ya no reconoce a su hija, que mezcla el espacio y el tiempo sin cesar, que se inventa cosas que no son verdad y se inventa verdades que ya nadie cree. El recuerdo de lo malo se empecina en quedarse y el consuelo puede ser tan simple como dejar de hablarles con ese tono de niño pequeño y asistir, con el dolor y la piedad como únicos utensilios, a la caída de las últimas hojas. 

miércoles, 23 de diciembre de 2020

THE GLORIAS (2020), de Julie Taymor

 

Con este artículo vamos a dejar que el blog descanse unos días porque es Navidad y no es tiempo de leer demasiado sobre cine. Sólo se publicarán los artículos correspondientes a los estrenos los miércoles 30 de diciembre y 5 de enero para volver a retomar el ritmo habitual a partir del martes 12 de enero. Mientras tanto, querer mucho, id al cine, que es muy seguro y brindad por el año que empieza. Nunca ha tenido tanto sentido hacerlo. Feliz Navidad a todos.

Las mujeres no establecen jerarquías, sólo fabrican conexiones. Y ése es el verdadero feminismo. Aquel que se ejerce de forma inteligente, como lo son la mayoría de ellas. Aquel que, aprovechando su fuerza y su extensión, también defiende otras causas justas que pueden ser, por ejemplo, los derechos del pueblo indio o la consecución de los derechos civiles para la gente de color. Y hubo una mujer que lideró todo ello, que se hizo incómoda a los sectores más conservadores, pero que se adelantó muchísimos años. No sólo fue la cabeza más visible a la hora de reivindicar la igualdad (no jerarquías), sino que también viajó por todas partes para saber de lo que estaba hablando.

En su paquete de negociación estaba incluida la violencia doméstica, los derechos sociales, la ayuda económica a las madres solteras, la legalización del aborto y, algo tan sencillo y tan fácil de comprender como el cambio de mirada masculino hacia ellas, yendo mucho más allá del objeto sexual, de la mercantilización de la imagen femenina para determinados anuncios que merecerían algo más que una multa. Gloria Steinem no fue alguien que, de la noche a la mañana, decidiera hacer algo para cambiar el mundo. Tuvo que aprender por el camino unas cuantas cosas. La marginación de una madre que tenía roto el espíritu. La capacidad de un padre para vivir sólo el presente sin pensar en el mañana por muchas responsabilidades que tuviera. El viaje a la India, donde encuentra una nueva forma de enfocar las cosas porque allí la desigualdad entre castas es algo inexplicable. Su lucha por escribir en distintas publicaciones en las que la censuraban temas, la menospreciaban por el mero hecho de ser mujer y en las que no faltó la insinuación más repugnante. Todo ello conformó el rompecabezas de su pensamiento, de su conducta, de su lucha y de su sentido. Nosotros, el pueblo.

No cabe duda de que las intenciones de la directora Julie Taymor son buenas y, en algunos momentos, se alcanza cierta brillantez con alguna que otra secuencia sorprendente en su apartado visual. Por otro lado, en otros instantes, resulta absurda y excesivamente subrayada porque, en los tiempos que corremos, parece ser que es necesario repetir una y otra vez lo que se quiere decir para que quede cristalino. Y no debería ser así. Taymor resulta, en ocasiones, cargante, pesada, reiterativa y, sobre todo, algo alargada de más. Los trabajos de Alicia Vikander y Julianne Moore interpretando a Gloria Steinem en distintas etapas de su vida son notables. Y por ahí andan en papeles secundarios Janelle Monae, que pasa por estar muy desaprovechada en su escasa participación, y la maravillosa Bette Midler que sabe sacar lo mejor a su trabajo, como ha hecho casi siempre.

Y es que Gloria Steinem tuvo una enorme virtud. Estableció conexiones para que el público sacara sus propias conclusiones. Pudo ser repetitiva hasta la saciedad, pero lo hizo con la verdad por delante, poniendo un espejo delante de muchos hombres para que se preguntaran si lo eran de verdad. Fue una voz que no se dejó domar por los poderes establecidos, habitualmente dominados por los varones, y gritó tan alto como pudo, a pesar de que el arte de la comunicación no fuera precisamente uno de sus fuertes. Dentro de ella, había un alma sensible que también quedaba herida por las críticas despiadadas, poco amables y expresadas con palabras totalmente despreciables. Amó lo que hizo, trató de que todo el mundo lo entendiera y aún hoy sigue tratando de descifrar para los más retrasados cuál es la lógica que impera en todas sus conexiones. El mérito, eso sí, no se lo quita nadie. 

martes, 22 de diciembre de 2020

HARRY Y WALTER VAN A NUEVA YORK (1976), de Mark Rydell

 

Esta película es un claro ejemplo del daño que puede hacer la crítica. Cuando fue estrenada, la masacraron. Y, vista con la calma necesaria, es irremediablemente divertida. Tiene un reparto de lujo que incluye a James Caan, Elliott Gould, Michael Caine, Charles Durning, Diane Keaton y Lesley Ann Warren. Una ambientación excelente. Un argumento con mucha gracia. Y no funcionó para los sesudos críticos. Con ella, se aprenden algunas cosas interesantes. Por ejemplo, robar bancos o averiguar qué es lo que se hace cuando se sirve un vino de categoría en un restaurante de postín. No hay demasiados chistes inteligentes, es verdad. Woody Allen está muy lejos de las desventuras de estos dos desgraciados que deciden ser alguien, pero hay humor físico a raudales. La mezcla heterogénea de nombres de primera línea en el reparto converge en una química que llega a ser exquisita, con un sentido del ritmo notable. Quizá hay algún retazo de moralidad trasnochada a pesar de ser la historia de dos pícaros en los locos años de finales del siglo XIX, pero eso no lastra en absoluto el conjunto. Claro que, para qué nos vamos a engañar, nadie es perfecto. Los críticos se equivocan y, tal vez, esta película salió en un momento en el que la gente estaba mirando en otras direcciones más intelectuales.

De vez en cuando, hay que rescatar alguna que otra buena película del olvido. Y Harry y Walter son dos gañanes de primer orden que merecen alguna que otra canción para que se les recuerde. Y lo seguirán siendo por mucho que se lleguen a juntar con un ladrón de guante blanco para que les enseñe cómo robar de verdad. Se acabaron los pequeños timos propios de raterillos de tres al cuarto. Hay que pensar a lo grande. Y, a veces, ser absurdo es todo un lujo que roza la delicia. Al fin y al cabo, estos dos tipos son dos perdedores como dos castillos y se envuelven en un asunto que no pueden comprender porque el cerebro no les alcanza. En realidad, es como si la mítica productora Keystone hubiera puesto a dos de sus criminales más inútiles al frente de todo un atraco. Y es que se hacen las amistades más peregrinas entre barrotes. Tampoco hay que olvidar el toque femenino, siempre contestatario, dispuesto a romper las reglas de unos años en los que se consideraba a la mujer poco más que un objeto decorativo. Y nunca, nunca se debe jugar con nitroglicerina porque los resultados pueden ser realmente sorprendentes. Tanto que pueden significar una huida.

Quien se adelanta a un ladrón, tiene cien años de perdón. Harry y Walter son dos individuos de baja estofa, aunque simpáticos y ambos generan tanto suspense como hilaridad. Recuerden, son los años de bigotes enormes, sombreros imposibles, carteras robadas y largas y eternas patillas. Harry es el que tiene las ideas más locas. Walter es el que establece las cortapisas ante los temerarios planes de su compañero. Y no se puede reprimir una oleada de complicidad con ellos. Éste es Harry. Éste es Walter.

viernes, 18 de diciembre de 2020

EL TRUENO AZUL (1983), de John Badham

 

Las novedades tecnológicas siempre son acogidas con curiosidad y algunas dosis de entusiasmo. En esta ocasión, el cacharro no está nada mal. Es un helicóptero pensado para controlar cualquier tipo de agitación callejera. Está armado hasta los dientes y tiene un sistema informático que hace que no tengas que fijar la atención por dónde se vuela. Todo va como la seda y hay pocos hombres capacitados para pilotar en fase pruebas un aparato de esas características como Frank Murphy, veterano del Vietnam que lo sabe todo sobre helicópteros. Es muy tentador estar a los mandos de un trueno azul.

Sin embargo, hay algo que no cuadra demasiado con la visión de un helicóptero policial. El fascismo, ya se sabe, planea siempre por detrás de cualquier rotor y, tal vez, esté diseñado para algo más que para disolver algaradas callejeras. Hay muchos intereses creados en la industria armamentística y ese pájaro tiene aspas muy alargadas. Mal utilizado puede ser letal. Murphy se da cuenta de ello muy pronto. Puede que también sea porque hay un viejo enemigo al frente del proyecto y no es precisamente policía. El duelo allá arriba tendrá altura, mucha altura. Y se pondrá a prueba la capacidad del trueno azul, incluso en contra de las leyes de la aerodinámica.

No cabe duda de que John Badham hizo un puñado de buenas películas a mediados de los ochenta aunque algunas de ellas han quedado ligeramente anticuadas. Una de ellas, sin duda, fue Juegos de guerra, aún excelente si se obvian los gráficos pasados de moda. Otra, por supuesto, es ésta en la que el avance tecnológico que supone un helicóptero de estas características ha sido ampliamente superado a través de los años. La trama no deja de ser algo típica y tópica, pero aún funciona como espectáculo de acción, con un reparto competente en el que destacan Roy Scheider y Warren Oates como el cínico y desencantado comisario de policía que sabe quién vale dentro del departamento. Más allá de eso, hay situaciones de cierta originalidad y un innegable acierto en la coreografía aérea. El entretenimiento, en esta ocasión, está en el aire.

El miedo de la época a la vigilancia continua por parte de las oscuras fuerzas que operan al otro lado de la legalidad bajo una apariencia de protección era algo más que una predicción. El silencio roto sólo por el movimiento del aire no deja de ser una advertencia sobre la certeza de que alguien nos está observando a todos. A usted, a mí, a ellos. Y es algo que llega a provocar escalofríos. Más aún cuando el entramado se disfraza de las fuerzas del orden. El complot no va a ser fácil de descubrir. Al fin y al cabo, las armas son tentadoras para cualquiera que se acerque a los cheques con muchos ceros. Y en esta ocasión, ese pájaro tiene todas las papeletas para ser un arma de un futuro que, hoy en día, ha pasado a ser verdad. No todo vale con la excusa de prevenir el crimen. Ni siquiera una lluvia de pollos asados.

jueves, 17 de diciembre de 2020

CIELO DE MEDIANOCHE (2020), de George Clooney

 

Ya sólo quedan unos días para que el ser humano deje de habitar la Tierra. Y quizá en esos momentos es cuando aún queda tiempo para hacer una última proeza y compensar todos aquellos días que no se vivieron. Las estrellas siguen mirando desde allí arriba y el hielo se abre a los pies. Control Tierra guarda un misterioso silencio y el espacio parece un lugar mucho más habitable que ese planeta que era azul y ahora es un marasmo de borrascas enroscadas en la muerte. La última alucinación puede ser la única que verdaderamente merezca la pena.

Así que hay que atravesar el desierto de hielo para hablar y dejar que los demás decidan. El destino del ser humano puede residir en un nuevo Edén que espera bajo un cielo anaranjado. La sangre brota en pequeñas gotas para recordar que no se ha sabido cuidar el hogar y las misiones se trastocan cuando se trata de asegurar la supervivencia. La sombra de lobos acosa el tramo final de un peregrinaje que acabará en el olvido, en una esperanza mediocre que será el único asidero para quien quede vivo. La raza humana se extingue por culpa de sus propios errores y el solitario legado de un hombre será un acto de amor discreto, confidencial, apenas sugerido. Mientras tanto, los deseos se volverán espectros, la decepción científica será un triunfo y no quedará nada salvo una nave en ruta hacia un nuevo principio.

George Clooney dirige y protagoniza esta película que contiene referencias directas a La hora final, de Stanley Kramer y consigue enlazar algunos momentos de deliberada contemplación con otros de tensión absorbente. No cabe duda de que la historia tiene la virtud de la interpretación de todos los actores que intervienen en ella, desde el propio Clooney hasta la niña Caollinn Springall, pasando por la siempre eficaz Felicity Jones, el sobrio David Oyelowo, el habitualmente brillante Kyle Chandler y el espléndido Demian Bichir. El resultado es notable, con un equilibrado sentido del pesimismo tamizado con una leve esperanza, como diciendo que no es demasiado tarde como para que el ser humano encuentre una redención y un motivo ante la desaparición de su propia existencia. La banda sonora de Alexandre Desplat contiene compases de evidente belleza y sólo se puede poner algún reparo ante algunos elementos excesivamente barrocos en la dirección artística. Por el camino, Clooney nos narra con buen pulso una aventura que ya ha acabado antes de empezar y que nos deja solos ante la inmensidad del hielo como contrapunto al infinito del espacio exterior.

Tal vez, en unos instantes de liquidación vital, es cuando más se necesita la creación de una nueva vida. No sólo para asegurar la pervivencia de la Humanidad, sino también para otorgar una sensación de utilidad, de cariño no derramado, de esfuerzo titánico para llegar a una efímera victoria. El sentido común es lo que falta cuando se camina hacia la perdición y debe preservarse hasta el último momento, como una resistencia persistente ante la tormenta de nieve que, al fin y al cabo, no dista mucho de una lluvia de meteoritos. Sólo los que poseen el futuro saldrán triunfantes y su celebración será una perfecta normalidad, como siempre debió ser. Las lágrimas quedarán congeladas en la soledad, lamentando todo aquello que se pudo hacer y se dejó pasar. Y sólo el silencio podrá contestar al grito sordo que se eleva para rebelarse contra un destino que se eligió y estuvo equivocado desde el comienzo. El alma, con sus palabras ocultas, esbozará una tímida sonrisa y el rumbo será fijado de nuevo en algún lugar del universo.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

MANDY (1952), de Alexander MacKendrick

 

Siempre es duro aceptar como padres que uno de tus hijos pueda tener algún tipo de limitación. Mandy es sorda y ha permanecido muda desde que nació porque ha vivido en un mundo de silencio, sin ruidos, ni palabras. Las cosas sólo tienen sentido para ella visualmente. Sin embargo, sus padres creen que, si dan con el maestro adecuado, Mandy podrá hablar. Sus cuerdas vocales funcionan, pero no sabe articular palabras. Los métodos de enseñanza en los años cincuenta no ayudaban a tener la tranquilidad necesaria como para iniciarse en cualquier disciplina, aunque sea en una aparentemente tan sencilla como es el lenguaje oral. Se trata de avanzar. Y también, en una afrenta hacia una sociedad demoledoramente destructiva, de ser aceptada por el mero hecho de saber comunicarse. Y además, ya se sabe. Los fracasos tienen muchos padres. Los éxitos, sólo uno. Los celos entre maestros entrarán en juego porque el orgullo es una alcahueta de mal vivir.

Esto podría pasarle a cualquier pareja. Y no es algo como para avergonzarse. Los prejuicios deben abandonarse al momento y pensar siempre en qué es lo mejor para la niña. Tiene seis años y necesita cariño. Es el momento de que aprenda el significado del sonido y de que sea consciente de que ella también puede producirlo. Y debe hacerlo rodeada de otros niños que son como ella. Mandy tendrá una oportunidad para crecer con jirones de felicidad. La sospecha dará vueltas en torno a la relación entre la madre y el maestro y eso tampoco ayuda demasiado. Lo primero es ella. Tiene que acceder a un mundo que es completamente desconocido, una selva de ruido y murmullo que alza sus brazos para engullir a los más débiles. La historia se agarra a la garganta sin llegar a la emoción fácil y comienza a crecer un sentimiento de rabia que se mezcla con el deseo de comprender y de colaborar. Así, el espectador también se convierte en maestro. Y la niña siente su propia capacidad, que es muy grande, muy especial.

Alexander MacKendrick dirigió con absoluto magisterio este drama desoladoramente social, que pone en juego una gran cantidad de prejuicios hacia las personas que, simplemente, son diferentes y también sobre cómo todo el entorno influye en su crecimiento y aprendizaje. Jack Hawkins realiza un soberbio papel como el maestro que trata de sacar todo lo mejor de la niña, Mandy Miller, que también trabaja maravillosamente el rol de la chica sorda presionada por todos los lados. El resultado es una película que deja literalmente clavado a quien la ve, haciéndose preguntas y dándose cuenta de que los movimientos de conciencia social son fácilmente manipulables en base a simples apariencias. Hay que hablar y hay que escuchar para darse cuenta.

Los rumores asedian el razonamiento y lo que parece un enamoramiento no es más que el deseo común de alcanzar el máximo beneficio sobre quien lo necesita. Para ello, es necesario pasar horas juntos, trazar planes de acción común, establecer indicaciones de comportamiento, enseñar en cada acto, sonreír en cada palabra. Mandy es una película que no se suele nombrar demasiado y habría que empezar a hablar sobre ella, sin más dilación.

martes, 15 de diciembre de 2020

BAT 21 (1988), de Peter Markle

 

Un experto en armamento militar es derribado en medio de la jungla. Quizá no haya mejor medio para conocer de primera mano las consecuencias de todo lo que recomienda. Por una vez, tendrá que verse cara a cara con el enemigo y, también, se deberá enfrentar al rostro de la muerte de algunos soldados de su mismo ejército. Ya no se trata de probar armas. Se trata de sobrevivir. Y sólo tiene a un capitán de helicópteros al otro lado de su walkie-talkie. Las aspas de los aparatos sobrevuelan su cabeza en una zona que sabe que va a ser arrasada en breve. La guerra es así. A veces engulle a los que la planean. Y Charlie tiene los oídos bien abiertos. Vietnam es el infierno y el Teniente Coronel Hambleton tendrá que atravesarlo de parte a parte.

A menudo, el valor se debe demostrar en las más espantosas circunstancias. Y resulta aún más brillante cuando se manifiesta en hombres que nunca han estado en situaciones difíciles de supervivencia. La búsqueda del hombre resulta ser apremiante porque es vital rescatarlo para unos y capturarlo para otros. Posee información de primer nivel y es una presa que, en teoría, debería ser fácil. Sin embargo, en los senderos de la jungla, ya no hay tiempo para estrategias y habrá que hacer caso al tío del helicóptero. Parece un buen hombre y un buen soldado. Y es lo único que va a tener el Teniente Coronel Hambleton. Eso y una buena dosis de autocontrol, de conciencia de sus propias limitaciones, de deseo insuperable de seguir adelante a pesar de cualquier dificultad. Y el golf va a ser muy útil en esta ocasión.

Esta es una estupenda y muy desconocida película que tiene dos activos principales en la piel de sus protagonistas, Gene Hackman y Danny Glover. La dirección de Peter Markle es comedida y austera y, desde luego, está muy lejos de Platoon o de La chaqueta metálica, pero es una buena película sobre Vietnam, sobre hombres valientes y tomas de conciencia, sobre aventuras y frases oportunas y sobre balas y bombas. Lo urgente es salir de esa zona y el tiempo apremia. El traslado es imposible si no se hace a través de los propios medios del tipo que se ha perdido y ahí es donde reside el suspense, el temor, la acción y el diálogo mezclándose con la intriga. E, incluso, hay silencios cuando se debería hablar. Todo ello montado con cierta inteligencia y con una fotografía muy precisa que hacen que rescatar esta película de la jungla sea labor reservada a expertos pilotos de reconocimiento.

Es hora de correr, mi Teniente Coronel. Corra como el viento, huya entre la selva como alma que espanta el diablo. Arriba, tendrá un buen guía y, alrededor, unos cuantos enemigos que no van a ser demasiado amables. En el pensamiento, poco tiempo. El mismo que le van a conceder sus propios aviones dispuestos a efectuar un bombardeo masivo. Corra, no mire atrás. No se detenga en las caras que usted ha ayudado a matar. Vea que la guerra no es nunca como la pintan. Es aún mucho peor. Y no olvide que su código es Bat 21. Con suerte, un perro pájaro lo localizará y podrá esquivar las balas que llevan su nombre.

viernes, 11 de diciembre de 2020

EL DIABLO Y YO (1946), de Archie Mayo

 

Querido Lucifer:

Ya sabes que el trato con los humanos no es lo más fiable del mundo. Cogiste a un tipo que era malo, malo. De esos que eran malos hasta la médula y le propusiste un acuerdo que consistía en que tenía que matar a un fulano con el que tenías una deuda pendiente. No contaste con que el tipo se podría regenerar mediante la criatura más maravillosa del universo. Sí, lo supiste desde el principio. Sólo una mujer puede hacer cambiar a un hombre y en esta ocasión el tiro te salió por la culata y salió disparado hacia el cielo. Te equivocaste en el planteamiento. Supusiste que si lo ponías en el cuerpo de un juez, la corrupción iba a ser lo normal y que, con tal de conservar la carne, el espíritu haría lo que fuera. Resultó que sí, que era un gángster, pero también tenía corazón. Y que quería ejecutar una venganza y, prácticamente, renunció a ella porque amaba a la chica más de lo que tu propia comprensión aceptaba. Un negocio pésimo, por mucho que luego exigieras el pago de la deuda. Hiciste felices a un par de personas con el mal negocio. Desde luego, ser Lucifer es muy ingrato, por mucho que fueras de buenecito y de cínico, que de eso tienes un rato. El hombre, ya se sabe, es traicionero por naturaleza.

Has disfrutado siempre de la maldad y, al principio, te divertías llevando a tu víctima de aquí para allá y haciendo que ocupara el cuerpo de alguien que quería cambiar las cosas. Eso también fue un problema porque, en el momento en que un hombre se da cuenta de que tiene al alcance de la mano el milagro del cambio, no duda en aprovechar la ocasión. De su mirada desaparece el desprecio y la mala educación y, poco a poco, se da cuenta de que la felicidad nunca está detrás de una pistola o de una bofetada, o de un negocio ilegal. Quizá pasa siempre por estar contento de uno mismo y eso, querido Lucifer, lo conseguiste con un empujón para lograr tus propósitos. Un negocio pésimo. Muy malo. Ruinoso. El infierno va a derrumbarse si lo llenas de buenas intenciones. Y además, vas a dejar que se ocupe de tu secretaría. Penoso.

No te pongas así, alegra esa cara porque el actor que te interpretó fue Claude Rains y estuviste caminando entre la elegancia y la ironía con magistral sapiencia. Tu socio fue Paul Muni y con este actor, ya se sabe. Parece que no, pero es que sí. Tenía una capacidad camaleónica impresionante y sabía muy bien adaptarse al material que tenía entre manos. Es uno de esos actores que han caído en el olvido y era un maestro en esto de la interpretación. La chica, para que te enteres bien, era Anne Baxter y miraba de una forma que todo valía por ella, el cielo o el infierno, la muerte y la eternidad. Si es que las mujeres siempre lo echan todo a perder. Dios se esmeró creándolas. Fue su toque de clase y su aportación a la belleza. Y tú, una vez más, tendrás que retirarte con la sensación de derrota y desconfiando mucho de ese alma que llevas a tu lado. Lucifer en apuros, imagínate.

Espero que sepas perdonarme desde estas líneas. Ya sabes que los críticos de cine estamos de tu lado, pero las verdades, a la cara. Y tú, esta vez, tendrías que haberte quedado en la fragua.

Te deseo lo mejor. Escríbeme cuando puedas. Tuyo, sinceramente,

                                                                                                                  César


jueves, 10 de diciembre de 2020

MADAME CURIE (2019), de Marjane Satrapi

 

Marie Curie fue una mujer admirable. Ganadora en dos ocasiones del Premio Nobel, cambió los cánones de la ciencia e hizo que el modo de pensar de la comunidad de sabios tuviera que moverse en otros niveles. Rompió moldes moralistas, trató siempre de buscar nuevas fronteras de conocimiento, luchó con todas sus fuerzas para destruir las rígidas convenciones dominadas por los hombres y convirtió el amor en un elemento más de sus fórmulas químicas. Lo que la Humanidad hizo con sus descubrimientos fue otra historia.

De momento, se vio obligada a demostrar, casi matemáticamente, que una mujer era tan válida para la investigación científica como cualquier otro ser humano. Lo hizo con entusiasmo y terquedad, con la verdad por delante y la osadía como instrumento. Para conseguir sus objetivos, no dudó en sacrificar lo que hiciera falta manteniéndose dentro de sus propias reglas morales que, a menudo, causaban una reacción atómica casi incomprensible para la época. Sin embargo, salvo raras excepciones médicas, sus descubrimientos sirvieron para inaugurar la era atómica, salpicada de desastres, de destrucción, de errores ingenuos y de proporciones inimaginables. La radioactividad es un sustantivo que despierta, por igual, temor y alivio. Y ella apenas pudo prever lo que se podía hacer con ella.

No cabe duda de que la historia de Marie Curie era lo suficientemente atractiva como para hacer una película sobre ella. Sin embargo, la directora Marjane Satrapi, después de un planteamiento prometedor, se atasca en un callejón de plomo, incapaz de emocionar cuando hay elementos más que notables como para poner un nudo en la garganta. En determinado momento, la trama pierde el rumbo, no sabe contar e, incluso, nos hurta el que podría ser el instante más emocionante de esta historia de inteligencia femenina, que deriva entre la bondad del invento y el apocalipsis. Aún así, Rosamund Pike, en el papel de la protagonista, trata de cargar sobre ella el peso de los acontecimientos y sólo lo consigue a medias, con una interpretación que podría ser más intensa y que, no obstante, se queda en aceptable.

Por otro lado, de forma bastante incomprensible, Satrapi coloca una banda sonora que llega a ser demencial, sin clima ninguno, tratando de conjugar el principio de siglo con la evolución de los tiempos. Mareante, inadecuada y anacrónica, la música es un verdadero enemigo que no se deshace con el temible hongo atómico y deja de tener sentido por lo fallido del intento porque es culpable, en buena medida, de la falta de emoción que aqueja todo el metraje.

Así que la película, de ese modo, se coloca, prácticamente, en una mirada distanciada, sin alma, con la pesadez de hacer que los minutos parezcan más largos y la historia más insulsa. Quizá la frialdad no sea la mejor manera de enviar el mensaje de que los descubrimientos científicos no son ni buenos, ni malos. Sólo son lo que la Humanidad hace con ellos. Y en este caso, la radioactividad ha tenido su lado decididamente diabólico y, también, humanitario. Otorgó esperanza y la arrebató, generalmente, de un solo golpe. Como la ciencia de la moral que es elástica según convenga a la opinión pública, o a la hipocresía de una sociedad que es incapaz de ayudar a la preparación y a la genialidad y, al mismo tiempo, dar alas al libelo y al escarnio. Como decía Einstein, puede que Dios no juegue a los dados. Sin duda, la ciencia tampoco lo hizo nunca.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

LA MUERTE DE UN VIAJANTE (1951), de Laszlo Benedek

 

Sólo unas flores. Y una melodía triste. Y un recuerdo borroso y difuminado por un atardecer sin luz. Willy Loman ha vuelto a la tierra. Nadie recordará su paso salvo su mujer, Linda. Los hijos caminarán hacia el futuro con su dolor, pero sin su memoria. Vieron demasiado y sufrieron más allá de lo posible, rompiendo el corazón que tanto habían puesto. Al fondo, la nevera pagada a plazos. Más cerca, Willy, intentando hacer castillos en el aire de equilibrio menguante, tratando de conseguir más dinero de alguna forma que ignora, echando la vista atrás y dándose cuenta de que su época ya ha pasado y de que su vida es sólo un polvo cansino que flota en el aire que se evaporará con la primera ráfaga de viento. Todo se envuelve en el agotamiento y ya no hay fuerzas para luchar aunque haya muchas cosas por las que hacerlo. Sólo Linda está ahí, observando la deconstrucción del hombre que siempre ha cuidado de ella y que, a pesar de sus defectos y de su inevitable declive, es suyo. Por eso, esas flores. Por eso, ese cielo tapado de gris. Por eso, esas lágrimas sin destino.

Willy Loman fue bueno en su trabajo, pero cayó en las miserables debilidades humanas en las que todos hemos caído alguna vez. Tal vez se corrompió un poco. O puede que tonteara con alguna otra mujer mientras Linda le esperaba, haciéndose cargo de todo. Sin embargo, él representa al león cansado, en retirada, que ha mantenido cuanto le rodeaba y que ya no puede con el peso. Puede que haya una oportunidad para Biff, su hijo mayor. Gran chico. Lleno de dolor. Lleno de un fracaso que va a ser muy difícil sacudirse de encima. La verdad parece escondida en los rincones de una casa que muere de tristeza y de sueños perdidos. Quizá una casita en el campo para algún fin de semana y los quince días de verano. Quizá un empujón para que Biff y Hoppy puedan ir a la universidad. Willy llega al final del camino y sabe que no habrá muchas más salidas que la tierra que le acoge. Los trajes con chaleco ya no le aguantan más. Los ánimos e impulsos, tampoco.

Estrenada en teatro por Lee J. Cobb, aquí es Fredric March el que se hace cargo del mítico personaje de Willy Loman, cumbre de la carrera literaria de Arthur Miller en una obra que se acerca tanto al corazón que lo rompe al tocarlo. Ligeramente suavizada en su primera y mejor adaptación cinematográfica, Kevin McCarthy y Cameron Mitchell se hacen cargo de los hijos mientras Mildred Dunnock interpreta a una conmovedora Linda, siempre expectante y observadora, siempre a la espera de una mirada y de un reconocimiento y terriblemente hundida cuando el hombre con el que ha compartido su vida se va para no volver más. Pero lo cierto es que es muy posible que no haya habido ningún actor más capacitado para interpretar a Willy Loman que Fredric March. Él hace que sus miradas se claven en nuestra comprensión y en nuestra mente, para que entendamos y compartamos la angustia vital que rodea al hombre medio que nunca ha tenido verdaderas satisfacciones. Y la moral se queda ahí, en algún lugar de nuestra visión, anonadados por la tragedia de no haber sido un buen padre, o un buen marido, o un buen profesional.

viernes, 4 de diciembre de 2020

LA VAQUILLA (1985), de Luis García Berlanga


El plan es sencillo. Cruzar las líneas enemigas y hacerse con la vaquilla que van a lidiar esos asquerosos de los nacionales en las fiestas del pueblo. Para eso no hay nada como llevar a un teniente peluquero, a un sargento de chuscas, a un rebotado del seminario de los curas, a un vecino del lugar enrolado en los republicanos y a un torero para que se haga cargo de la vaca. España amplia, sonrisa negra. Lo que pasa aquí, sólo puede pasar aquí. Disfrazados de nacionales, como debe ser, pero con dinero republicano. Hay que tener mucho temple para coger al cornúpeta y llevárselo delante de las narices de las tropas enemigas. Un baño sin calzoncillos y todos iguales. Y, por supuesto, el baile entre parejas, padre, que tampoco es que seamos unos salvajes aunque no dudemos en dar un par de tiros bien dados a esos rojos del demonio. Perdón, padre, perdón, pero es que esta España acabará devorada por los buitres en medio de la tierra de nadie. Es su destino y es lo que va a pasar.

Así que unos cuantos héroes de calceta van a pasar por unas cuantas vicisitudes si quieren traerse unos cuantos kilos de carne y hacer una buena barbacoa en medio del campo. El del pueblo, va a ver a la novia, que, ni que decir tiene, ya no quiere saber ni media de él aunque la libreta de ahorros mejor que se quede por aquí por si pasa algo. El peluquero va a tener que hacer un rasurado al comandante del puesto nacional, porque el poder de las navajas crea su adicción. El sargento sabe que el embolado es de aúpa. El rebotado seminarista va a ser quien saque las castañas del fuego en medio de una casa de lenocinio traída en directo desde Zaragoza para las fiestas. Y esto es un sindiós, se mire por donde se mire. Si hasta el torero va a tener que hacer una faena y ganarse un permiso a pesar de no ser de ese ejército. Las cosas, en España, siempre van al revés y de revés. Y si no, que se lo pregunten al marqués, que ha donado unos cuantos corderitos para la fiesta, aunque no sea así, y los infiltrados pues se ponen hasta el cimborrio de lechal y que le den por saco a la vaca. A España, desde luego, no la va a reconocer ni la madre que la parió.

Luis García Berlanga, rodeado de un reparto impresionante, supo poner de nuevo la sonrisa donde no la había, la parodia donde hay más que razones y la acidez en suelo árido. Y todos resultan dañados. Los de un bando, los del otro, los del medio y los del para adentro y que luego es tarde. País de paletos, de atrasados, de cortoplacistas y de abducidos que creen que los nacionales están todo el día con los sermones y que los rojos no hacen más que leerse a Stalin para pasar el rato. La vaquilla, al final, preferirá caerse muerta. Igual que España. Bien lo dijo alguien una vez. Los enemigos de España nunca están fuera de ella. Están dentro.

jueves, 3 de diciembre de 2020

CONTAGIO EN ALTA MAR (2019), de Neasa Hardiman

 

Llevar una pelirroja a bordo siempre es un signo de mala suerte. Eso lo saben bien los viejos lobos de mar. Y, si a eso le añadimos que la chica, a base de meter la cabeza en ordenadores y estudios, ha desarrollado una leve sociopatía, entonces las alarmas saltan en todas las direcciones. En un barco de pesca, la convivencia es difícil, el espacio, escaso, y las relaciones son tan cercanas que es inevitable que salten chispas. Por si fuera poco, también subimos a un barco que arrastra graves problemas económicos y la angustia se halla adherida a todas sus redes de arrastre.

Esos problemas hacen que el barco se adentre por aguas prohibidas y muy profundas. Son esas mismas en las que abundan las criaturas abisales. La capa de agua amenazante del mar, en esa zona, se convierte en algo totalmente desconocido y en ese pequeño latir de ligeros vaivenes acuáticos late el íntimo deseo del mar de agarrar la presa que tiene predestinada. Al principio, todo será aceptado como algo, hasta cierto punto, corriente. Sin embargo, los secretos del océano se precipitan y la amenaza comienza a horadar las paredes de madera del viejo pesquero. No hay demasiadas salidas. La razón se abre paso. Y la muerte se dará un paseo con su caña de pescar.

Neasa Hardiman dirige su primera película y, como primera experiencia, hay que señalar que sabe plantear la historia con unas cuantas situaciones atractivas y bastante creíbles, pero que el desarrollo y el desenlace corren serio peligro de derrape en alta mar. Visita demasiados tópicos, quiere repasarlos todos y, como no le da mucho tiempo, pasa de puntillas sobre algunos de ellos. Además, ciertos diálogos son bastante ingenuos, huye de las transiciones, e, incluso, deja sin cerrar el destino de algún que otro personaje. Para ello, más allá de las actuaciones de los más conocidos, como Connie Nielsen y Dougray Scott, se apoya, sobre todo, en la comedida interpretación de Hermione Corfield, que consigue ser atractiva a pesar de su evidente antipatía y trata de hacer de ella el centro de la acción, lo que lleva a las inevitables explicaciones que no se sabe muy bien de dónde las extrae y a conocer un poco más la naturaleza de esa criatura abisal, desproporcionadamente grande, que trata de engullir a un barco entero.

Y es que algunas personas están más en el mundo en el que se mueven que en la realidad. Por eso, tal vez, la intuición animal sabe cuál debe ser su destino. Quizá tengan que vivir en ese mundo que se han creado, en esa pasión incontrolable por el estudio y por la ciencia que, demasiado a menudo, niega la existencia de un mundo feo, obligado a la relación y a la socialización forzosa. Recordemos que el mar sólo devuelve a algunas de sus presas y puede que sea más sabio de lo que creemos. Y allá abajo viven criaturas que no hemos llegado a imaginar ni en el peor de nuestros sueños. Es posible que una de ellas contagie algo a través de una gelatina, o que se adentre en la sangre para estallar todas nuestras furias y acabar con todo de una vez. El personal que trabaja en el océano es ideal para introducirse en él porque la fiebre del mar aparece cuando menos se piensa, cuando las horas de sueño están reducidas al mínimo y el conocimiento se niega a entrar en el raciocinio. El salitre sazona los arranques de ira y quema la angustia con gritos de socorro. Y es tiempo de mirar hacia abajo y saber si algún monstruo de las aguas profundas nos pisa la quilla deseando encontrar aquello que le pertenece.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

EL PUENTE DE CASSANDRA (1976), de George Pan Cosmatos

 

A la muerte le gusta viajar en tren. Y este convoy va hacia ninguna parte porque ella viaja en él. Lo importante, cueste lo que cueste, es que no salga de los vagones. No importa si eso significa el descubrimiento de una conspiración internacional o que varios sicarios suyos pasan de compartimento en compartimento. La jornada parece no tener fin y, al final, un puente demasiado legendario, demasiado oscuro y, por supuesto, demasiado alto. Las ruedas metálicas no se detienen en busca de la gran aventura de la supervivencia. La máquina avanza implacable, devorando kilómetros y esperanzas. No cabe la piedad, sólo la seguridad. Y, con toda probabilidad, será necesario volver a visitar el horror.

Uno de los puntos clave es hacer creer al pasaje que están total y absolutamente seguros. Nada va a pasar salvo un desvío en el destino y una cuarentena obligada. Y las cosas no cuadran del todo. Entre otras cosas, en el interior del tren viaja gente de todo tipo y condición. Un terrorista, un traficante de armas, algún que otro ladrón, chicas de quitar el aliento y, ya saben, un virus o dos. Lo normal. Afortunadamente también va un neurocirujano que sabe lo que se hace. Lo cierto es que todos forman un grupo heterogéneo que va a tener que luchar contra las vías, contra el tiempo y contra las confianzas que otorgan los posibles salvadores. Aguanten la respiración. El tren hiere el aire y no queda mucho para respirar.

No cabe duda de que El puente de Cassandra es una película que trató de subirse al carro del éxito de las películas de catástrofes de mediados de los setenta, pero, más allá de eso, es una película con un suspense bien llevado, muy entretenida, con algunos elementos que la sitúan más en el terreno del espionaje y el terrorismo. Y, sobre todo, hay que destacar al extenso y experimentado reparto que incluye nombres como Sophia Loren, Richard Harris, Burt Lancaster, Martin Sheen, Ingrid Thulin, Lee Strasberg, Ava Gardner o Alida Valli. La dirección es de George Pan Cosmatos, años más tarde conocido por sus colaboraciones, no demasiado afortunadas, con Sylvester Stallone, y que aquí demuestra que tenía un cierto sentido del ritmo y de la realización sobria con tonos absorbentes. La notable banda sonora se debe a Jerry Goldsmith y hay que reconocer que ayuda a no quitar la vista de las imágenes. Más que nada porque, en la trama, no se dejan demasiadas salidas y siempre está la intriga de saber cómo diablos se van a salvar los incautos que compraron un billete.

Misterio, suspense, acción, emoción, estremecimiento…Son muchas estaciones para pasarlas por alto en esta huida hacia adelante que emprende un tren que no podrá acabar su recorrido. Nunca es buen negocio que la muerte sea un pasajero más. Y, en esta ocasión, ha comprado un billete de primera clase con reserva en el vagón restaurante. No, esta vez no hay demasiado realismo, seamos sinceros. Pero lo que sí contiene la cinta son buenos ratos de entretenimiento de cierta altura. Quizá combinados con algunos de corta producción, pero por el precio, seguro que hay muchas películas que no llevan tan lejos.

martes, 1 de diciembre de 2020

EVA (1962), de Joseph Losey

 

Es muy posible que, en los tiempos que corremos, fuese imposible realizar una película como esta. Más que nada porque es un fascinante retrato de la maldad femenina. Eva, al fin y al cabo, es una mujer que utiliza su poderosa arma de seducción para ocupar todos los puntos cardinales de la existencia de un hombre rudo aunque con encanto. El pesimismo gira en torno al cine de Losey y, en esta ocasión, no va a ser menos porque viene a explicar que el hombre y la mujer son mundos totalmente diferentes y opuestos. Entre medias, el director americano afincado en Gran Bretaña por culpa del Comité de Actividades Antiamericanas, construye un relato sobre la alienación y la obsesión, revestido de cierto encanto, pero también de una abrumadora soledad. Y lo peor de todo es que requiere, inevitable y obligatoriamente, de la colaboración del público. Hay que separar las tramas y Losey no se molesta demasiado en diferenciarlas. El resultado es una experiencia que no parece demasiado familiar ni siquiera para el espectador más avezado. Eva, la mujer del título y espléndidamente interpretada por Jeanne Moreau, es inteligente, tiene pensamiento propio, pero no sabe clarificar esos pensamientos. Su presencia es tan turbadora, tan envolvente, que es capaz de hundir al amor en la neblina, y hacerlo invisible, inexistente, inútil.

Esa mujer, esa arpía que tan sólo ansía dominar a los hombres, a cualquier hombre, trata de que aquellos que caen bajo su subyugante personalidad piensen únicamente con la parte más equivocada de su cuerpo. El resto sólo son figuras periféricas, que pasan por la historia como comparsas y asisten, tan impotentes como el espectador, a la perdición a la que se ve arrastrado Stanley Baker, absorbido y cegado por una mujer que no sólo es más malvada, sino también superior.

Por supuesto, la humillación no tarda en aparecer a ritmo de jazz y la premonición de la muerte surge en el blanco de las sombras que se están difuminando peligrosamente. La arrogancia acaba por ser castigada por el corazón más frío que se pueda imaginar. A pesar de la violencia física, hay una buena carga de violencia moral y la experiencia resulta demoledoramente amarga. Losey realizó una buena carga de profundidad que no satisface a hombres por la humillante sensación de la entrega sin personalidad, ni a mujeres por ese sadismo emocional que, muy a menudo, se convierte en el peor de sus defectos.

Al fondo, la incomodidad surge entre los que se han acercado a esta historia porque, en realidad, no se explica ningún por qué. No se sabe por qué Eva actúa de esa manera, ni si odia a los hombres o, simplemente, los quiere dominar. No se sabe por qué Tyvlan, el personaje de Stanley Baker, cae rendido a los pies de ella incluso después de una agresión. Son sólo dos fuerzas de la naturaleza que colisionan a través del deseo y que se comportan en el otro extremo del amor, acercándose mucho al odio. Las mujeres, de hecho, también son especialistas en sacar lo peor del hombre y viceversa.