Puede que éste sea el intento más comercial de toda la carrera de Sam Peckinpah después del fracaso que tuvieron sus últimos proyectos como Quiero la cabeza de Alfredo García (una película que se ha convertido en objeto de culto para muchos pero cuyo acabado formal me parece demasiado cercano a lo chapucero) y de Los aristócratas del crimen (una historia de ladrones de guante blanco que pegaba tanto con Peckinpah como una sotana a un chucho). A continuación realizó La cruz de hierro, que aunque excelente no alcanzó ningún éxito en taquilla y con éste envite de Convoy salió más que airoso del asunto. El estilo violento del gran y algo irregular director se ajustaba como un corsé bien apretado a las gracias y desgracias de un grupo de camioneros capitaneados por un estupendo Kris Kristofferson que se convierte en el pivote alrededor del cual se unen espontáneamente en una rebelión de motores explosivos y gasolina a chorro contra el principio de una autoridad tácitamente establecida. El sempiterno y fascinante uso de que de la cámara lenta hace Peckinpah, casi siempre aplicado a la expresión máxima del dolor humano, se traslada aquí a esos enormes monstruos del transporte que jalonan las rutas estadounidenses con la idea de que, en el fondo, esos cacharros también tienen vida. Así Peckinpah conseguía reunir una de sus particulares obsesiones como la romántica revolución de unos hombres que asisten al final de una época con el ansia de espectáculo que demandaba un público ávido de acción trepidante y que comenzaba a dar más importancia a las explosiones, persecuciones, acrobacias circenses y destrozos variados que al mismo argumento hasta llegar, naturalmente, hasta el paroxismo que impera en el repetitivo y vulgar cine de nuestros días.
Para acompañar a la figura del héroe con aura de leyenda que encarna Kristofferson, Peckinpah no dudó en llamar a una vieja amiga de viejos tiempos como Ali McGraw (recordemos la incursión que hizo en su cine con la excepcional La huida) que se muestra más atractiva que nunca en medio de los rugidos y algarabías que salpican todo el metraje con la fuerza de las gigantescas ruedas de los enormes trailers arrastrados por un buen puñado de camiones que se atreven, con su pequeña y ruidosa revolución, a paralizar las arterias de asfalto de la que se nutre una parte muy importante del transporte nacional norteamericano.
Tal vez fuera la última vez que Sam Peckinpah diera en la diana con su particular estilo cercano a la ferocidad y, desde luego, es un film inferior a sus obras maestras Duelo en la alta sierra, Grupo salvaje, La balada de Cable Hogue o La huida pero el éxito fue tal que otros (como Hal Needham en Los caraduras, con Burt Reynolds y Sally Field) no dudaron en apuntarse al género. El resultado es de un innegable espectáculo de grandes proporciones, bien llevado, bien dirigido, algo gamberro y el verdadero testamento cinematográfico de un hombre que no dudó en hacer las películas en las que creía para no convertirse en un errante y contestatario pato loco...Entre otras cosas porque la locura fue estrechando, poco a poco, su abrazo alrededor de él.
Con este artículo cerramos temporalmente este blog por vacaciones hasta el día 25 de agosto. Para entonces, habrá nuevas ideas y un descanso que, de vez en cuando, también el pensamiento necesita. Os deseo un feliz verano a todos.
jueves, 30 de julio de 2009
miércoles, 29 de julio de 2009
ASALTO AL TREN PELHAM 1,2,3 (2009), de Tony Scott
En 1974, Joseph Sargent realizó una excelente versión de esta misma historia en base a un impecable guión del mítico Peter Stone (recordemos que también escribió Charada) dando como resultado una excepcional película con armas bien camufladas en el entorno urbano y en su sorprendente originalidad. En esta ocasión, el guionista Brian Helgeland reinventa la historia, la adapta a los tiempos modernos y nos sirve un espectáculo que tiene su próxima parada en plaza acción.
Y es que esta versión de la novela de John Godey tiene grandes virtudes y se duele de algunos defectos que parten, principalmente, de la errática dirección del hermano menos listo de Ridley Scott, Tony. Sí, hombre, ese tipo tan aficionado al video-clip, a las luces de colores y al ambiente lleno de humo en cualquier historia que lleve su firma. Aquí se desprecian algunos puntos fuertes de la primera versión (de la que se hizo en 1998 para televisión con Edward James Olmos y Vincent D´Onofrio mejor ni hablar) como el dinamismo que impregnaba la entrega del dinero y el manejo maestro de un guión que entrecruzaba muchas líneas paralelas y, en cambio, se incluyen algunas escenas que se atreven con cierta osadía a aportar algo a la historia original.
Es evidente, por ejemplo, la tensión respirada en la fantástica escena en la que Travolta (desencajado en un histrionismo que el personaje no pide) obliga a confesar a Washington (algo torpe intentando dar algo de vida a un hombre corriente que es un héroe permanentemente puesto a prueba) el punto más bajo de su carrera profesional. Se abren nuevas vías en cuanto a la psicología de los personajes dibujándonos a un malvado de inteligencia claramente perversa, proveniente de un ambiente de las altas finanzas y a un bueno que se ve involucrado en el secuestro de un vagón de metro simplemente porque estaba en un lugar que no le correspondía.
Sin embargo, se desperdicia el impecable retrato de los rehenes que Sargent y Stone trazaron en su versión para que aquí sean simples peones del juego del tira y afloja que emprenden los protagonistas. Y es que las vías del metro, en muchas ocasiones, poseen tantos cambios de aguja como sentidos tiene la vida. Hombres que roban son acusados, mientras que hombres que roban a lo grande, son respetados a lo grande. Es la historia de todo aquello que está en lo alto y que jamás se apeará y de lo demás, que crece desde el fango y volverá allí, tal vez con un fiero tatuaje como prueba de que el infierno también existe en el suburbano.
Helgeland, en su importante guión, no tiene mucho cuidado en caer en situaciones algo ilógicas, lo que realmente le importa es el pecado y la redención, y entre esas estaciones nos brinda un espectáculo de acción convenientemente alterado para que los que hayamos visto la inolvidable primera versión vayamos a ver una película que es totalmente diferente, pero no necesariamente mejor.
Así que tengan cuidado de no introducir el pie entre coche y andén. Antes de entrar, dejen salir. Olviden en el torniquete de entrada algunos prejuicios y hagan que el trayecto hasta plaza acción sea lo más trepidante posible. Es posible que por el camino no haya ninguna luz roja y la trama caiga desbordándose por los rieles del descuido, pero por el precio de un viaje en metro no pueden pedir nada más. Confíen en ese individuo sin nombre ni futuro que está al otro lado del micro intentando poner orden en un mapa caótico de una ciudad que, de grande, tiene los cimientos corrompidos. Aún hay alguien que hará lo necesario para detener a esos tipos que van por ahí creyendo que todo es una teoría de la conspiración urdida contra ellos. Próxima parada: Plaza Acción. Correspondencia con línea Cine. Les rogamos que comprueben sus billetes.
Y es que esta versión de la novela de John Godey tiene grandes virtudes y se duele de algunos defectos que parten, principalmente, de la errática dirección del hermano menos listo de Ridley Scott, Tony. Sí, hombre, ese tipo tan aficionado al video-clip, a las luces de colores y al ambiente lleno de humo en cualquier historia que lleve su firma. Aquí se desprecian algunos puntos fuertes de la primera versión (de la que se hizo en 1998 para televisión con Edward James Olmos y Vincent D´Onofrio mejor ni hablar) como el dinamismo que impregnaba la entrega del dinero y el manejo maestro de un guión que entrecruzaba muchas líneas paralelas y, en cambio, se incluyen algunas escenas que se atreven con cierta osadía a aportar algo a la historia original.
Es evidente, por ejemplo, la tensión respirada en la fantástica escena en la que Travolta (desencajado en un histrionismo que el personaje no pide) obliga a confesar a Washington (algo torpe intentando dar algo de vida a un hombre corriente que es un héroe permanentemente puesto a prueba) el punto más bajo de su carrera profesional. Se abren nuevas vías en cuanto a la psicología de los personajes dibujándonos a un malvado de inteligencia claramente perversa, proveniente de un ambiente de las altas finanzas y a un bueno que se ve involucrado en el secuestro de un vagón de metro simplemente porque estaba en un lugar que no le correspondía.
Sin embargo, se desperdicia el impecable retrato de los rehenes que Sargent y Stone trazaron en su versión para que aquí sean simples peones del juego del tira y afloja que emprenden los protagonistas. Y es que las vías del metro, en muchas ocasiones, poseen tantos cambios de aguja como sentidos tiene la vida. Hombres que roban son acusados, mientras que hombres que roban a lo grande, son respetados a lo grande. Es la historia de todo aquello que está en lo alto y que jamás se apeará y de lo demás, que crece desde el fango y volverá allí, tal vez con un fiero tatuaje como prueba de que el infierno también existe en el suburbano.
Helgeland, en su importante guión, no tiene mucho cuidado en caer en situaciones algo ilógicas, lo que realmente le importa es el pecado y la redención, y entre esas estaciones nos brinda un espectáculo de acción convenientemente alterado para que los que hayamos visto la inolvidable primera versión vayamos a ver una película que es totalmente diferente, pero no necesariamente mejor.
Así que tengan cuidado de no introducir el pie entre coche y andén. Antes de entrar, dejen salir. Olviden en el torniquete de entrada algunos prejuicios y hagan que el trayecto hasta plaza acción sea lo más trepidante posible. Es posible que por el camino no haya ninguna luz roja y la trama caiga desbordándose por los rieles del descuido, pero por el precio de un viaje en metro no pueden pedir nada más. Confíen en ese individuo sin nombre ni futuro que está al otro lado del micro intentando poner orden en un mapa caótico de una ciudad que, de grande, tiene los cimientos corrompidos. Aún hay alguien que hará lo necesario para detener a esos tipos que van por ahí creyendo que todo es una teoría de la conspiración urdida contra ellos. Próxima parada: Plaza Acción. Correspondencia con línea Cine. Les rogamos que comprueben sus billetes.
DESEO BAJO LOS OLMOS (1958), de Delbert Mann
La avaricia por el amor a una tierra sólo puede engendrar el nacimiento descontrolado del deseo. Y es entonces cuando un hijo que no puede ver lo que siente un padre se rebela contra lo que cree que es injusto, contra lo que sabe que no es más que soberbia, contra la pérfida condición de la fortuna amasada. Más allá de todo eso, sólo queda la destrucción, el conflicto que arrasa todo lo que queda de humano en un corazón envilecido y en otro enamorado. El amor, sentimiento que nos arrastra siempre hacia la perdición más dolorosa, tendrá que ser probado por una mujer llena de coraje y entonces aparecerá la tragedia, hermana del amor, para decirnos una vez más que esto es vida y no es cine.
Basada en una obra de teatro del gran Eugene O´Neill, notablemente alterada, hay que destacar en Deseo bajo los olmos el admirable trabajo del trío protagonista encarnado por Sophia Loren, Burl Ives y Anthony Perkins, un hombre que, años más tarde, confesó tener verdaderos problemas para las escenas de amor con las mujeres debido a su homosexualidad y que, sin embargo, supo sobreponerse admirablemente en esta ocasión dando tanta entidad como credibilidad a su atormentado personaje y conformando una pareja con Sophia Loren que hace que busquemos entre el blanco y negro sus rostros de pasión y entrega. Al fin y al cabo, a poco que conozcamos a O´Neill sabremos que sus dramas siempre se movieron por el difícil terreno de los sentimientos y de la tragedia, solares de soledad y fracaso de la misma decepción.
Y es que la amargura domina el sabor de esta película que dirige Delbert Mann, uno de aquellos representantes de la “generación de la televisión”, compañero de otros nombres ilustres como Sidney Lumet, Robert Mulligan, John Frankenheimer o Martin Ritt y que se inclinó siempre por el drama desencantado, por la desolación de la vida derrotada a pesar de los tímidos intentos por conseguir una última victoria. Mann venía, en esta ocasión, de hacer la que es posiblemente su mejor obra: La noche de los maridos, ya había ganado el Oscar por la excepcional Marty y se dirigía hacia otra muestra de vidas destrozadas por vaivenes que son incapaces de controlar en la excelente Mesas separadas. En la película que nos ocupa, Delbert Mann supo hacer una obra contenida, muy sugerida al principio, con un admirable sentido de la progresión narrativa que hace que todo gire en torno al personaje turbador y absolutamente maravilloso que compone Sophia Loren. La mujer es el centro que domina la existencia de los hombres. Qué frase más trascendente y qué mal puesta ¿verdad? Pero si es el centro que domina la existencia de dos hombres que son padre e hijo tal vez tengamos una cierta sensación de incomodidad.
Y un último consejo. No dejen de escuchar la música que Elmer Bernstein compuso para la banda sonora de unas vidas que dejaban que el deseo se escapase por debajo de los olmos. Es como la música que nos queda grabada en nuestras propias vidas y en nuestros propios deseos.
Basada en una obra de teatro del gran Eugene O´Neill, notablemente alterada, hay que destacar en Deseo bajo los olmos el admirable trabajo del trío protagonista encarnado por Sophia Loren, Burl Ives y Anthony Perkins, un hombre que, años más tarde, confesó tener verdaderos problemas para las escenas de amor con las mujeres debido a su homosexualidad y que, sin embargo, supo sobreponerse admirablemente en esta ocasión dando tanta entidad como credibilidad a su atormentado personaje y conformando una pareja con Sophia Loren que hace que busquemos entre el blanco y negro sus rostros de pasión y entrega. Al fin y al cabo, a poco que conozcamos a O´Neill sabremos que sus dramas siempre se movieron por el difícil terreno de los sentimientos y de la tragedia, solares de soledad y fracaso de la misma decepción.
Y es que la amargura domina el sabor de esta película que dirige Delbert Mann, uno de aquellos representantes de la “generación de la televisión”, compañero de otros nombres ilustres como Sidney Lumet, Robert Mulligan, John Frankenheimer o Martin Ritt y que se inclinó siempre por el drama desencantado, por la desolación de la vida derrotada a pesar de los tímidos intentos por conseguir una última victoria. Mann venía, en esta ocasión, de hacer la que es posiblemente su mejor obra: La noche de los maridos, ya había ganado el Oscar por la excepcional Marty y se dirigía hacia otra muestra de vidas destrozadas por vaivenes que son incapaces de controlar en la excelente Mesas separadas. En la película que nos ocupa, Delbert Mann supo hacer una obra contenida, muy sugerida al principio, con un admirable sentido de la progresión narrativa que hace que todo gire en torno al personaje turbador y absolutamente maravilloso que compone Sophia Loren. La mujer es el centro que domina la existencia de los hombres. Qué frase más trascendente y qué mal puesta ¿verdad? Pero si es el centro que domina la existencia de dos hombres que son padre e hijo tal vez tengamos una cierta sensación de incomodidad.
Y un último consejo. No dejen de escuchar la música que Elmer Bernstein compuso para la banda sonora de unas vidas que dejaban que el deseo se escapase por debajo de los olmos. Es como la música que nos queda grabada en nuestras propias vidas y en nuestros propios deseos.
lunes, 27 de julio de 2009
BODAS REALES (1951), de Stanley Donen
A veces el amor, al que agarramos con fuerza para bailar con él en una interminable melodía de gozo que se eleva por encima de las torpezas, hace que nos subamos por las paredes y los techos para expresar y dejar salir un júbilo que pide a gritos hablar con las piernas y con los brazos. Todo es cuestión de poner pasión en lo que se hace porque así, casi sin que nos demos cuenta, podemos convertir a una percha en la más grácil pareja que pudiéramos coger en nuestros brazos. El entusiasmo es lo que hace que los pies tamborileen contra el suelo y que dejemos nuestro sombrero en Haití porque corrimos detrás de quien llama con ritmo y fuerza a las puertas de tu corazón. El amor es pura elegancia a la hora de hacer que el cuerpo se exprese al compás de una música que nunca podrá salir de nuestra memoria y envidiaremos al Mercurio coreografiado que siempre nos trajo un mensaje de claqué en el imposible movimiento dentro del espacio que queremos rellenar con un baile que puso alas en nuestra alma enamorada.
Stanley Donen dirigió Bodas reales con su habitual estilo que le hizo evolucionar desde el cine musical a tocar todo tipo de géneros. Último de los grandes cineastas vivos, cuando no se dejaba arrastrar por estéticas que pronto quedaban anticuadas, destacaba porque parecía que era capaz, con sus movimientos precisos y su planificación guarecida en el perfecto equilibrio, de vestir a la cámara de etiqueta con media sonrisa haciendo juego con el borde un buen vaso de clase. Y en esta ocasión consigue que no haya ni un solo punto débil en toda la película, perdón, en toda una obra maestra del arte musical.
Por otro lado, Fred Astaire, en sus desafíos continuos al aire, consigue que parezca posible que cualquier mortal haga lo que él hace. En esta película, ejemplo de distinción musical y coreográfica con ramalazos de virtuosismo cinematográfico, bailar se convierte en una nueva forma de diálogo, en una conversación apasionante que deja su mensaje a la espera de que nosotros, torpes bailarines de una vida sin melodía, sepamos descifrar todo lo que nos quiere decir.
Calcémonos los zapatos de baile, que el ritmo de una música irrepetible entre por nuestras carnes y si están solos…háganme caso…alarguen la mano a su pareja y sáquenla a bailar en un momento de intimidad entre ustedes y el cine. Nadie les va a ver y puede ser un instante en el que pueden llegar a sentirse reyes…
Stanley Donen dirigió Bodas reales con su habitual estilo que le hizo evolucionar desde el cine musical a tocar todo tipo de géneros. Último de los grandes cineastas vivos, cuando no se dejaba arrastrar por estéticas que pronto quedaban anticuadas, destacaba porque parecía que era capaz, con sus movimientos precisos y su planificación guarecida en el perfecto equilibrio, de vestir a la cámara de etiqueta con media sonrisa haciendo juego con el borde un buen vaso de clase. Y en esta ocasión consigue que no haya ni un solo punto débil en toda la película, perdón, en toda una obra maestra del arte musical.
Por otro lado, Fred Astaire, en sus desafíos continuos al aire, consigue que parezca posible que cualquier mortal haga lo que él hace. En esta película, ejemplo de distinción musical y coreográfica con ramalazos de virtuosismo cinematográfico, bailar se convierte en una nueva forma de diálogo, en una conversación apasionante que deja su mensaje a la espera de que nosotros, torpes bailarines de una vida sin melodía, sepamos descifrar todo lo que nos quiere decir.
Calcémonos los zapatos de baile, que el ritmo de una música irrepetible entre por nuestras carnes y si están solos…háganme caso…alarguen la mano a su pareja y sáquenla a bailar en un momento de intimidad entre ustedes y el cine. Nadie les va a ver y puede ser un instante en el que pueden llegar a sentirse reyes…
viernes, 24 de julio de 2009
LA CASA EN SOMBRAS (1952), de Nicholas Ray
Un hombre solitario y violento ha olvidado ya cuál es el límite de la ley. Su obsesión por atrapar a los criminales es una taza vacía que se empeña en llenar porque no hay más que un simple pasar de horas alrededor de su vida. Su retrato es el de un tipo entregado en cuerpo y alma al trabajo y su placa de policía es sólo un escudo en el que parapeta su amargura convertida en golpe. Una investigación le lleva hasta un lugar solitario, muy cerca del cielo y allí, donde la nieve inunda de blanco el gris de su mirada, una ciega le abre los ojos y le hace ver que él, a pesar de las arrugas de la crispación también tiene su lado humano.
Al otro lado de su mirada, la invidente, la testigo involuntaria que se mueve con una impresionante coherencia y verosimilitud por los rincones de una casa en sombras, donde una rama de acebo es la señal de por dónde pasa, donde los ojos no son necesarios porque la penumbra es la comodidad. Y ella ve mientras el policía es incapaz de ver. Ella siente mientras el policía es incapaz de sentir. Ella vive mientras el policía es incapaz de vivir. En el abrupto paisaje, un fugitivo corre por no ser alcanzado. En la arisca cuesta arriba de las montañas, un policía corre para intentar encontrar algo que le haga salir adelante. En la penumbra de la refulgente nieve, una mujer es la razón, la dulce razón, la única razón.
Nicholas Ray, ese director tan incomprendido como genial, realizó aquí una magnífica película que, aunque no deja de encuadrarse dentro de la más pura serie B, es una flagrante prueba de un talento que hizo girar lo que empieza como una muestra de cine negro hacia el drama personal de un hombre que hace mucho que perdió su rumbo porque el ruido de los disparos desorientó su caminar. Así, Ray consigue unas escenas intimistas conmovedoras, de una precisión sentimental que llega a ser una sensación en nuestros ojos, que sí ven, que sí comprenden el tortuoso sendero por el que discurre la vida de hombre de ley que, poco a poco, se va convirtiendo en un patán de la delincuencia.
No cabe duda de que gran parte del mérito de esta película reside en la protagonista, Ida Lupino, que compone de manera impecable el personaje de la chica ciega pero que también parece ser que tomó las riendas de la dirección al caer Nick Ray enfermo durante el rodaje. Ella no era ninguna novata como realizadora y tenía una idea bastante exacta de lo que quería el director así que, mirando por el objetivo de la cámara, cegó a su personaje con el iris de la dulzura escondida, de esa ternura que huye por miedo a la misma compasión pero que está ahí, en esos ojos que no miran, que no ven, pero que saben hablar. Es el momento de sumergirnos en esa casa en sombras que es un agujero de oscuridad acogedora en medio de la blanca nieve del odio.
Al otro lado de su mirada, la invidente, la testigo involuntaria que se mueve con una impresionante coherencia y verosimilitud por los rincones de una casa en sombras, donde una rama de acebo es la señal de por dónde pasa, donde los ojos no son necesarios porque la penumbra es la comodidad. Y ella ve mientras el policía es incapaz de ver. Ella siente mientras el policía es incapaz de sentir. Ella vive mientras el policía es incapaz de vivir. En el abrupto paisaje, un fugitivo corre por no ser alcanzado. En la arisca cuesta arriba de las montañas, un policía corre para intentar encontrar algo que le haga salir adelante. En la penumbra de la refulgente nieve, una mujer es la razón, la dulce razón, la única razón.
Nicholas Ray, ese director tan incomprendido como genial, realizó aquí una magnífica película que, aunque no deja de encuadrarse dentro de la más pura serie B, es una flagrante prueba de un talento que hizo girar lo que empieza como una muestra de cine negro hacia el drama personal de un hombre que hace mucho que perdió su rumbo porque el ruido de los disparos desorientó su caminar. Así, Ray consigue unas escenas intimistas conmovedoras, de una precisión sentimental que llega a ser una sensación en nuestros ojos, que sí ven, que sí comprenden el tortuoso sendero por el que discurre la vida de hombre de ley que, poco a poco, se va convirtiendo en un patán de la delincuencia.
No cabe duda de que gran parte del mérito de esta película reside en la protagonista, Ida Lupino, que compone de manera impecable el personaje de la chica ciega pero que también parece ser que tomó las riendas de la dirección al caer Nick Ray enfermo durante el rodaje. Ella no era ninguna novata como realizadora y tenía una idea bastante exacta de lo que quería el director así que, mirando por el objetivo de la cámara, cegó a su personaje con el iris de la dulzura escondida, de esa ternura que huye por miedo a la misma compasión pero que está ahí, en esos ojos que no miran, que no ven, pero que saben hablar. Es el momento de sumergirnos en esa casa en sombras que es un agujero de oscuridad acogedora en medio de la blanca nieve del odio.
jueves, 23 de julio de 2009
HÁBLAME DE AMOR (2008), de Silvio Muccino
El vértice del pasado puede convertirse en un dedo acusador del que es muy difícil librarse. Hundirse en los errores ya cometidos es dejar que la madera permanezca muerta y bailar con alguien al son de una melodía de Chet Baker puede ser un momento de magia que hace que sepas perfectamente dónde está el norte de tus sentimientos. Sentir es vivir. El resto es esperar.
Los elegantísimos movimientos de cámara de Silvio Muccino nos van conduciendo por los tortuosos senderos de un hombre que quiere dejar atrás un pasado que está demasiado vivo. Tal vez porque mirar en la dirección equivocada es un error y buscar sea algo que no todos estamos dispuestos a hacer. Al fondo, una excepcional banda sonora nos va descubriendo cuál es el sentido de la vida extraviada y siempre, en todo momento, sabemos que el lado salvaje es el seductor pero que el equilibrio es la tranquilidad del acierto.
Bien es verdad que el hermano pequeño de Gabriele Muccino, director de En busca de la felicidad y la más reciente Siete almas, también parece partir hacia la conquista de los sueños a través de la historia de un hombre que lleva el pasado adherido en la mochila como un peso muerto. Y es que el pasado, para muchos, sigue siendo un presente que es un enemigo a batir mientras intentamos encontrar algún sitio donde aparcar nuestro corazón demasiado maltrecho. Un baile apenas intuido puede ser un instante eterno; un perfume en la piel es la esencia de un aroma que parece inundar los valles de la ternura; una broma en el momento adecuado es una risa que nunca queremos dejar de escuchar. Mientras tanto, Muccino se revela como un director algo estancado en el desarrollo de la historia, con una extraña preferencia por reflejar la luz en los adoquines mojados y algo parco en la dirección de actores pero nos deja un pedazo de sensaciones que nos hacen salir del cine con un aire diferente, un poco inmersos en la decepción, un tanto identificados con ciertos trechos de lo que nos cuenta pero muy seguros de que allí, tal vez donde un perro busca algo para comer, está esperando el encuentro con la persona que nos dará una lección práctica sobre el mapa de la esperanza presentida.
Lo cierto es que en el juego del amor hay que apostarlo todo, o retirarse con las manos llenas de nada. En el fondo, es como una partida de póquer en la que no se sabe cuándo hay que parar, cuándo hay que apostar, cuándo hay que abandonar. La mano puede ser ganadora y, sin embargo, dejarla que pase porque el alma nunca puede perder. Y todo el mundo sabe que el alma se alimenta de amor, de amor de verdad, de amor sin ayer pero lleno de mañana.
Por otro lado, Muccino, delante de la cámara se muestra encantador, reservado, violento, al borde del abismo, centrado, decantado, insultado, humillante, perdedor...sobre todo perdedor a pesar de tener el triunfo con escalera de color al alcance de la mano. Aitana Sánchez-Gijón parece un tanto acartonada, fingida como queriendo dar al personaje un aire de haber estado toda la vida actuando y que no sabe ser natural en una realidad que no le gusta. En cualquier caso, el principio es un verdadero as en la manga, el final es un farol bien tirado. El nudo es un mero suspenso algo plegado a una apuesta demasiado alta. Un truco en el que la corriente no fluye. Pero eso, qué más da. Nuestros ojos han correteado en el todo de los personajes, en la nada de las personas, en la baza que no se ve por cobardía, en el éxito fácil, en el fracaso latente ante la carencia del sentir. Es mucho para un cineasta principiante. Es bastante para un público que no quiere oír hablar de cine...sólo quiere escuchar los sonidos de una voz que habla de amor. Y tal vez esa persona esté a su lado y no se hayan dado cuenta.
Los elegantísimos movimientos de cámara de Silvio Muccino nos van conduciendo por los tortuosos senderos de un hombre que quiere dejar atrás un pasado que está demasiado vivo. Tal vez porque mirar en la dirección equivocada es un error y buscar sea algo que no todos estamos dispuestos a hacer. Al fondo, una excepcional banda sonora nos va descubriendo cuál es el sentido de la vida extraviada y siempre, en todo momento, sabemos que el lado salvaje es el seductor pero que el equilibrio es la tranquilidad del acierto.
Bien es verdad que el hermano pequeño de Gabriele Muccino, director de En busca de la felicidad y la más reciente Siete almas, también parece partir hacia la conquista de los sueños a través de la historia de un hombre que lleva el pasado adherido en la mochila como un peso muerto. Y es que el pasado, para muchos, sigue siendo un presente que es un enemigo a batir mientras intentamos encontrar algún sitio donde aparcar nuestro corazón demasiado maltrecho. Un baile apenas intuido puede ser un instante eterno; un perfume en la piel es la esencia de un aroma que parece inundar los valles de la ternura; una broma en el momento adecuado es una risa que nunca queremos dejar de escuchar. Mientras tanto, Muccino se revela como un director algo estancado en el desarrollo de la historia, con una extraña preferencia por reflejar la luz en los adoquines mojados y algo parco en la dirección de actores pero nos deja un pedazo de sensaciones que nos hacen salir del cine con un aire diferente, un poco inmersos en la decepción, un tanto identificados con ciertos trechos de lo que nos cuenta pero muy seguros de que allí, tal vez donde un perro busca algo para comer, está esperando el encuentro con la persona que nos dará una lección práctica sobre el mapa de la esperanza presentida.
Lo cierto es que en el juego del amor hay que apostarlo todo, o retirarse con las manos llenas de nada. En el fondo, es como una partida de póquer en la que no se sabe cuándo hay que parar, cuándo hay que apostar, cuándo hay que abandonar. La mano puede ser ganadora y, sin embargo, dejarla que pase porque el alma nunca puede perder. Y todo el mundo sabe que el alma se alimenta de amor, de amor de verdad, de amor sin ayer pero lleno de mañana.
Por otro lado, Muccino, delante de la cámara se muestra encantador, reservado, violento, al borde del abismo, centrado, decantado, insultado, humillante, perdedor...sobre todo perdedor a pesar de tener el triunfo con escalera de color al alcance de la mano. Aitana Sánchez-Gijón parece un tanto acartonada, fingida como queriendo dar al personaje un aire de haber estado toda la vida actuando y que no sabe ser natural en una realidad que no le gusta. En cualquier caso, el principio es un verdadero as en la manga, el final es un farol bien tirado. El nudo es un mero suspenso algo plegado a una apuesta demasiado alta. Un truco en el que la corriente no fluye. Pero eso, qué más da. Nuestros ojos han correteado en el todo de los personajes, en la nada de las personas, en la baza que no se ve por cobardía, en el éxito fácil, en el fracaso latente ante la carencia del sentir. Es mucho para un cineasta principiante. Es bastante para un público que no quiere oír hablar de cine...sólo quiere escuchar los sonidos de una voz que habla de amor. Y tal vez esa persona esté a su lado y no se hayan dado cuenta.
martes, 21 de julio de 2009
CHANTAJE EN BROADWAY (1957), de Alexander MacKendrick
Intentar abrirse paso entre los acordes del jazz nocturno es como internarse en una oscuridad de la que, tal vez, no se pueda salir. La única pista que tienes para seguir el rastro es el dulce y suave aroma del éxito. Esa esencia que hace que pierdas la certeza de quién eres y de que no dudes en utilizar a quien haga falta para conseguir lo que deseas. En Chantaje en Broadway, de Alexander MacKendrick, el personaje de Sydney Falco (Tony Curtis) lo intenta haciendo que, cada vez, se extravíe más su ética y su humanidad por hacerse un hueco entre la multitud. Mientras tanto, J. J. Hunsecker (Burt Lancaster) utiliza el éxito que le mantiene en lo más alto de las columnas periodísticas para hacer que todo el mundo baile a su alrededor...y nadie sabe que a una columna no hay quien la derribe. Utiliza sus influencias y decide quién puede subir un peldaño o descender toda la escalera. Al recurrir a Falco para un turbio manejo que incluye a su propia hermana, Hunsecker nunca tiene intención de premiar al arribista que quiere perfilarse como su sustituto. Considera que no es nada. Y la nada recibe nada. Todo será según el guión que el todopoderoso columnista tiene escrito de antemano salvo por el enorme precio personal que a veces las luces de neón te obligan a pagar.
Broadway es la selva donde todas las fieras quieren ver su nombre brillando en fachadas de luz. Hay que devorar si quieres sentirte importante. Vives de absorber otras personalidades, otras voluntades insignificantes que no son más que minúsculos puntos borrosos que difuminan la iluminación nocturna y entorpecen el camino del asfalto salvaje sobre el cual escribes. Las palabras llevan la tilde de un saxo y el ritmo de una guitarra acústica y sacrificar a un cervatillo para que alguien que te interesa lo pase bien es algo que ni siquiera hace mella en tu ambición cegada por la noche. Sólo al despertar...sólo al despertar caerás de una altura mucho más alta de la que has sido capaz de subir porque abajo del todo no te esperas ni a ti mismo...sino la negación de ti mismo y entonces te darás cuenta de que no habrá tinta para escribir, ni pluma que empuñar...que el éxito es sólo eso...un dulce aroma embriagador que te atrae, te abraza, no te deja escapar porque te agarra de la ambición y del sueño, de la vanidad y del lujo...y el éxito, el verdadero éxito no reside en ninguna de esas cosas..sino en el hombre que eres...y en el hombre que realmente quieres ser.
La noche es tu compañera, patea contigo las calles porque ella también quiere volverse día. La oscuridad no existe porque todo a tu alrededor huele a triunfo y puedes ver el neón a través de vasos de whisky, reflejado en las perfectas dentaduras de las chicas que has conquistado, impreso en las líneas de un periódico en el que ansías ver tu nombre tan sólo para ganar un poco de respeto. No pueden perderse esta película. Es un fantástico tratado sobre la noche, sobre la ambición, sobre la mentira. Y tiene unas interpretaciones que son algo más que cine. Son verdad.
Broadway es la selva donde todas las fieras quieren ver su nombre brillando en fachadas de luz. Hay que devorar si quieres sentirte importante. Vives de absorber otras personalidades, otras voluntades insignificantes que no son más que minúsculos puntos borrosos que difuminan la iluminación nocturna y entorpecen el camino del asfalto salvaje sobre el cual escribes. Las palabras llevan la tilde de un saxo y el ritmo de una guitarra acústica y sacrificar a un cervatillo para que alguien que te interesa lo pase bien es algo que ni siquiera hace mella en tu ambición cegada por la noche. Sólo al despertar...sólo al despertar caerás de una altura mucho más alta de la que has sido capaz de subir porque abajo del todo no te esperas ni a ti mismo...sino la negación de ti mismo y entonces te darás cuenta de que no habrá tinta para escribir, ni pluma que empuñar...que el éxito es sólo eso...un dulce aroma embriagador que te atrae, te abraza, no te deja escapar porque te agarra de la ambición y del sueño, de la vanidad y del lujo...y el éxito, el verdadero éxito no reside en ninguna de esas cosas..sino en el hombre que eres...y en el hombre que realmente quieres ser.
La noche es tu compañera, patea contigo las calles porque ella también quiere volverse día. La oscuridad no existe porque todo a tu alrededor huele a triunfo y puedes ver el neón a través de vasos de whisky, reflejado en las perfectas dentaduras de las chicas que has conquistado, impreso en las líneas de un periódico en el que ansías ver tu nombre tan sólo para ganar un poco de respeto. No pueden perderse esta película. Es un fantástico tratado sobre la noche, sobre la ambición, sobre la mentira. Y tiene unas interpretaciones que son algo más que cine. Son verdad.
lunes, 20 de julio de 2009
BONNIE AND CLYDE (1967), de Arthur Penn
El gran mérito de esta película fue convertir a un par de ladrones de poca monta, responsables de unos cuantos atracos en unos misérrimos bancos del más profundo Sur de los Estados Unidos y de una docena de asesinatos, en auténticas leyendas. Símbolos de rebeldía en una época en la que la sociedad estadounidense derribaba convencionalismos, Bonnie y Clyde se convirtió en un éxito sin precedentes empujada por el estilo tan cercano a la nouvelle vague que imprimió a la historia el director Arthur Penn. No en vano, antes de hacerse cargo del proyecto los nombres de François Truffaut y Jean Luc Godard se barajaron como posibles directores de la película e intérpretes tan dispares como Bob Dylan y Leslie Caron fueron las primeras opciones para los papeles principales.
Sin embargo, el verdadero alma mater del proyecto fue Warren Beatty que se ofreció como productor del milimétrico guión de Robert Benton y David Newman y como protagonista de la película arrojando muy lejos de él la imagen de tierno seductor al estar tan interesado en interpretar a un bandido, santo y seña de la contracultura estadounidense, que mantenía una relación amorosa con su compañera de fechorías a pesar de su condición de impotente y de flagrante bisexualidad.
El resultado de la combinación de tantos esfuerzos dio lugar a todo un poema épico sobre dos personajes marcados por el desgarro interior, la duda y el caos. El romanticismo se adueña de sus vidas y el rojo de la sangre se presenta como el color en el que tiñen su mutua pasión exenta de tranquilidad, mancha de excitación suprema en una época marcada por el final de un camino, por el aburrimiento a la espera de lo que termine con una era de pobreza y soledad. Dentro de esta película, cabe la hermosura y la tristeza, lo despiadado y lo sutil, la seguridad y la miseria, la violencia y la sexualidad y todo ello enmarcada con una extraordinaria interpretación de Beatty y de su compañera Faye Dunaway y, cómo no, por un plantel de secundarios excepcional encabezado por Gene Hackman (¡qué gran actor!), Michael Pollard, Estelle Parsons e, incluso, una breve aparición episódica de un atípico Gene Wilder.
La película es rica, trepidante, variada, densa dentro de una maravillosa y tan sólo aparente simplicidad, con inusitadas gotas de lirismo en la muerte, con tremendas fuentes de brutalidad en la poesía...en su ambiente se puede respirar el polvo de los caminos adhiriéndose a los trajes de los años veinte, la terrible violencia que llevan dentro los personajes principales y que está expresada de una forma latente pero no explícita...y, sí, es una película que hay que ver más de una vez para descubrir sus enormes matices, sus variados componentes, su dirección atípica (Bonnie y Clyde para el cine americano puede representar perfectamente lo que fue Al final de la escapada para el europeo), su interpretación un tanto natural que lleva a pensar que la cámara no está filmando, que simplemente estaba ahí cuando pasaron estos dos asesinos a los que la leyenda ha aupado muy por encima de la realidad.
Es el momento de calarse el sombrero de ala ancha y de olvidarse de un par de cientos de balas que encontraron su diana merced a una traición. Sólo la muerte vale. Sólo la rebeldía es muerte. Sólo la seducción es rebeldía. Sólo la felicidad que no existe lleva a la seducción...Difícil de tragar...Difícil de ver...pero qué arrebatadoramente grande es el cine...
Sin embargo, el verdadero alma mater del proyecto fue Warren Beatty que se ofreció como productor del milimétrico guión de Robert Benton y David Newman y como protagonista de la película arrojando muy lejos de él la imagen de tierno seductor al estar tan interesado en interpretar a un bandido, santo y seña de la contracultura estadounidense, que mantenía una relación amorosa con su compañera de fechorías a pesar de su condición de impotente y de flagrante bisexualidad.
El resultado de la combinación de tantos esfuerzos dio lugar a todo un poema épico sobre dos personajes marcados por el desgarro interior, la duda y el caos. El romanticismo se adueña de sus vidas y el rojo de la sangre se presenta como el color en el que tiñen su mutua pasión exenta de tranquilidad, mancha de excitación suprema en una época marcada por el final de un camino, por el aburrimiento a la espera de lo que termine con una era de pobreza y soledad. Dentro de esta película, cabe la hermosura y la tristeza, lo despiadado y lo sutil, la seguridad y la miseria, la violencia y la sexualidad y todo ello enmarcada con una extraordinaria interpretación de Beatty y de su compañera Faye Dunaway y, cómo no, por un plantel de secundarios excepcional encabezado por Gene Hackman (¡qué gran actor!), Michael Pollard, Estelle Parsons e, incluso, una breve aparición episódica de un atípico Gene Wilder.
La película es rica, trepidante, variada, densa dentro de una maravillosa y tan sólo aparente simplicidad, con inusitadas gotas de lirismo en la muerte, con tremendas fuentes de brutalidad en la poesía...en su ambiente se puede respirar el polvo de los caminos adhiriéndose a los trajes de los años veinte, la terrible violencia que llevan dentro los personajes principales y que está expresada de una forma latente pero no explícita...y, sí, es una película que hay que ver más de una vez para descubrir sus enormes matices, sus variados componentes, su dirección atípica (Bonnie y Clyde para el cine americano puede representar perfectamente lo que fue Al final de la escapada para el europeo), su interpretación un tanto natural que lleva a pensar que la cámara no está filmando, que simplemente estaba ahí cuando pasaron estos dos asesinos a los que la leyenda ha aupado muy por encima de la realidad.
Es el momento de calarse el sombrero de ala ancha y de olvidarse de un par de cientos de balas que encontraron su diana merced a una traición. Sólo la muerte vale. Sólo la rebeldía es muerte. Sólo la seducción es rebeldía. Sólo la felicidad que no existe lleva a la seducción...Difícil de tragar...Difícil de ver...pero qué arrebatadoramente grande es el cine...
jueves, 16 de julio de 2009
BERLÍN OCCIDENTE (1948), de Billy Wilder
Quizá las ruinas sean los campos de labranza donde mejor crece el amor. Allí, donde la muerte y la destrucción han sido pura rutina es donde se puede ver todo el universo de una mujer derruida y de un oficial que intenta construir y echar una mano en medio del olor a cemento partido. Y Billy Wilder, siempre genial, siempre atento, trató de hacer una película en la que se retratara a los alemanes como un pueblo al que había que ayudar después de tanto sufrimiento, no como un enemigo sempiterno del que había que despreocuparse porque la guerra había dictado su veredicto. A ello ayudó el hecho de que el propio Wilder, en la época en la que se rodó, era un oficial del ejército norteamericano encargado de la normalización de la convivencia en Alemania y del proceso de desnazificación a través de la instauración de la rutina. Así que, con una cámara llena de sencillez intentó mostrar el mundo en ruinas, el paisaje después de la batalla...ese paisaje que queda dentro de cada uno cuando todo ha sido arrasado y lo único que se tiene es un par de sillas, una cama y dos o tres salidas que dan directamente al vertedero más cercano.
Aquí Marlene Dietrich hace una de las más memorables interpretaciones de su carrera y nos ofrece la orografía de la desolación, nos da todo un recital de la decepción de la derrota más absoluta después de ese grito de orgullo que intentó imponer el nazismo. La interpretación de Dietrich es tan excepcional que ensombrece la de todo el resto del reparto (incluido el co-protagonista John Lund) y Wilder utiliza ese físico magnético para descargar un buen surtido de acidez dramática sazonado con esa amargura tan propia del maestro de maestros.
El resultado es una película que nos muestra con cierta exactitud lo que pasaba en Alemania después de la derrota, el modo de pensar que aún fluía en alguna de sus gentes y, sobre todo, los intentos de una supervivencia siempre difícil en los tiempos de una posguerra que, en ocasiones, llega a ser mucho más temible que el propio conflicto que produce la inaguantable angustia entre el estallido de las bombas. Mientras tanto, hay sitio para un amor que puede que sea una víctima más del hambre, para un cinismo que no es más que otro candidato hacia la miseria, para un humor que se esconde entre el hormigón trizado... y lo que hay que reconstruir no es una ciudad, ni siquiera es un edificio. Es la misma vida.
Así que hoy tenemos una película atípica dentro de la filmografía de Billy Wilder. Una película llena de amargura pero también con un débil halo de esperanza. Y tanto la una como la otra merecen la atención de los que no hemos vivido la crueldad de una guerra despiadada.
Aquí Marlene Dietrich hace una de las más memorables interpretaciones de su carrera y nos ofrece la orografía de la desolación, nos da todo un recital de la decepción de la derrota más absoluta después de ese grito de orgullo que intentó imponer el nazismo. La interpretación de Dietrich es tan excepcional que ensombrece la de todo el resto del reparto (incluido el co-protagonista John Lund) y Wilder utiliza ese físico magnético para descargar un buen surtido de acidez dramática sazonado con esa amargura tan propia del maestro de maestros.
El resultado es una película que nos muestra con cierta exactitud lo que pasaba en Alemania después de la derrota, el modo de pensar que aún fluía en alguna de sus gentes y, sobre todo, los intentos de una supervivencia siempre difícil en los tiempos de una posguerra que, en ocasiones, llega a ser mucho más temible que el propio conflicto que produce la inaguantable angustia entre el estallido de las bombas. Mientras tanto, hay sitio para un amor que puede que sea una víctima más del hambre, para un cinismo que no es más que otro candidato hacia la miseria, para un humor que se esconde entre el hormigón trizado... y lo que hay que reconstruir no es una ciudad, ni siquiera es un edificio. Es la misma vida.
Así que hoy tenemos una película atípica dentro de la filmografía de Billy Wilder. Una película llena de amargura pero también con un débil halo de esperanza. Y tanto la una como la otra merecen la atención de los que no hemos vivido la crueldad de una guerra despiadada.
miércoles, 15 de julio de 2009
MÁS ALLÁ DE LA DUDA (2009), de Peter Hyams
Realizar un remake de una película de Fritz Lang, más allá de un ejercicio de temeridad es asumir el riesgo de traicionar el verdadero espíritu de una historia que, en su día, se quiso contar tocando determinados resortes de la moralidad y de los límites de la ley y del destino extrañamente sometedor. Ahí tenemos a Joseph Losey, que se atrevió a revisar M, el vampiro de Dusseldorf con desastrosos resultados y, en esta ocasión, Peter Hyams rubrica el hecho de que no tiene tanto talento como Losey y mucho menos, el del propio Fritz Lang.
Y todo esto se puede decir admitiendo que la película de Lang, de 1956, es un intento fallido. El propio director alemán reconocía que tuvo demasiadas interferencias de los productores (hasta el punto de decidir no volver a rodar nunca más en los Estados Unidos) y que el final no fue el que tenía pensado por la sencilla razón de que él quería hablar de la traición y lo que le salió fue un giro inesperado que se convierte, a ojos del espectador, en increíble. Por su parte, Hyams empequeñece la acción. Mientras Lang pretendía denunciar los fallos del sistema legal, él tan sólo aspira a retratar la ambición de un periodista empeñado en demostrar que el Fiscal del Distrito es tan corrupto que huele a distancia. En la película, Hyams exhibe una fotografía impecable, como suele ser habitual en él (recordemos que él viene de ese terreno y que nos ha dejado alguna que otra obra estimable como Capricornio Uno o cómo no llegó nunca el hombre a la Luna) y maneja con soltura los mecanismos de las escenas de suspense aunque la secuencia del parking se revela tan absurda como innecesaria. Todo eso no tiene mucha importancia porque, al fin y al cabo, Hyams no ha tenido nunca aspiraciones de autor sino que se ha limitado a ser un director de cierta eficacia, inspiración justa y carrera irregular.
El gran fallo de todo esto, aparte del poco cuidado en un guión que Lang sorteaba con maestría hasta llegar al tramo final, es que los protagonistas tienen actuaciones que son más espantosas que encontrarse con una rata hurgando en la nevera. Y se hace aún más evidente al existir una clara descompensación entre la interpretaciones de Jesse Metcalfe y Amber Tamblyn (un poco mejor ella) y la del ya veterano Michael Douglas que, con sólo un gesto, expresa treinta y cinco veces más que cualquier mirada (tan vital en el argumento) de este chico que ni tiene carisma, ni posee talento, ni sabe moverse, ni conoce la conjugación del presente de indicativo del verbo “actuar”.
Así, Hyams, empequeñeciendo la ambición del periodista y eligiendo a unos protagonistas que son pura calamidad, se adentra en los pantanosos terrenos de la traición provocada y le sale una película con un par de momentos muy bien resueltos (todos a cargo de Amber Tamblyn) y unos baches tan evidentes que la historia necesita una operación asfalto con rango de urgencia. En todo ello, hay que reconocer la nobleza del intento aunque desemboque en una demostración más de las restricciones narrativas de un hombre que siempre se ha dedicado a hacer productos fáciles de consumir con un envoltorio de cierta frescura.
Digamos que es una de esas películas en las que, si sabemos prescindir de los que ponen rostro y un poco de un guión que merecía algo más de trabajo, podríamos decir que no molesta, pero que tampoco convence. El problema es que, nuevamente, Hyams no sabe resolver el gran problema que tuvo Lang y vuelve a dar el mismo giro inesperado que pasa por increíble...y lo que es aún peor, es todavía más increíble si pensamos en la inteligencia más bien pelada del personaje protagonista y de su colega de andanzas y trucos. Es el riesgo de la traición provocada. Y es que nunca te puedes fiar de una mujer que duerme con la balanza de la ley inclinada hacia su lado.
Y todo esto se puede decir admitiendo que la película de Lang, de 1956, es un intento fallido. El propio director alemán reconocía que tuvo demasiadas interferencias de los productores (hasta el punto de decidir no volver a rodar nunca más en los Estados Unidos) y que el final no fue el que tenía pensado por la sencilla razón de que él quería hablar de la traición y lo que le salió fue un giro inesperado que se convierte, a ojos del espectador, en increíble. Por su parte, Hyams empequeñece la acción. Mientras Lang pretendía denunciar los fallos del sistema legal, él tan sólo aspira a retratar la ambición de un periodista empeñado en demostrar que el Fiscal del Distrito es tan corrupto que huele a distancia. En la película, Hyams exhibe una fotografía impecable, como suele ser habitual en él (recordemos que él viene de ese terreno y que nos ha dejado alguna que otra obra estimable como Capricornio Uno o cómo no llegó nunca el hombre a la Luna) y maneja con soltura los mecanismos de las escenas de suspense aunque la secuencia del parking se revela tan absurda como innecesaria. Todo eso no tiene mucha importancia porque, al fin y al cabo, Hyams no ha tenido nunca aspiraciones de autor sino que se ha limitado a ser un director de cierta eficacia, inspiración justa y carrera irregular.
El gran fallo de todo esto, aparte del poco cuidado en un guión que Lang sorteaba con maestría hasta llegar al tramo final, es que los protagonistas tienen actuaciones que son más espantosas que encontrarse con una rata hurgando en la nevera. Y se hace aún más evidente al existir una clara descompensación entre la interpretaciones de Jesse Metcalfe y Amber Tamblyn (un poco mejor ella) y la del ya veterano Michael Douglas que, con sólo un gesto, expresa treinta y cinco veces más que cualquier mirada (tan vital en el argumento) de este chico que ni tiene carisma, ni posee talento, ni sabe moverse, ni conoce la conjugación del presente de indicativo del verbo “actuar”.
Así, Hyams, empequeñeciendo la ambición del periodista y eligiendo a unos protagonistas que son pura calamidad, se adentra en los pantanosos terrenos de la traición provocada y le sale una película con un par de momentos muy bien resueltos (todos a cargo de Amber Tamblyn) y unos baches tan evidentes que la historia necesita una operación asfalto con rango de urgencia. En todo ello, hay que reconocer la nobleza del intento aunque desemboque en una demostración más de las restricciones narrativas de un hombre que siempre se ha dedicado a hacer productos fáciles de consumir con un envoltorio de cierta frescura.
Digamos que es una de esas películas en las que, si sabemos prescindir de los que ponen rostro y un poco de un guión que merecía algo más de trabajo, podríamos decir que no molesta, pero que tampoco convence. El problema es que, nuevamente, Hyams no sabe resolver el gran problema que tuvo Lang y vuelve a dar el mismo giro inesperado que pasa por increíble...y lo que es aún peor, es todavía más increíble si pensamos en la inteligencia más bien pelada del personaje protagonista y de su colega de andanzas y trucos. Es el riesgo de la traición provocada. Y es que nunca te puedes fiar de una mujer que duerme con la balanza de la ley inclinada hacia su lado.
ANATOMÍA DE UN ASESINATO (1959), de Otto Preminger
Todos tenemos alguna vez un impulso irresistible que no conseguimos dominar. Esa es la excusa pero no la justificación. La respuesta está en las curvas de carne que se convierten en toboganes de deseo empujados por la mirada. El pelo suelto y los ojos escribiendo una invitación. Impulso irresistible. Crimen posible. Venganza asegurada. Engaño presentido. Poco a poco, las piezas que componen el cadáver se van juntando al ritmo de una melodía sincopada que abandona la estupefacción para internarnos en los mensajes cifrados del jazz. Una caricia de cortejo choca contra una mirada de permanente vigilancia y los problemas crecen, como las pruebas en contra de un crimen que es injusto pero que es comprensible pero que, a la vez, es rechazable pero que, aún así, es...
Un abogado espera sentado con sus dedos acariciando las teclas de un piano que se sabe compañero. Un hombre acabado deja de beber para conseguir algo de la misma dignidad que no tiene el asesino. Una secretaria no tiene letras para redactar un contrato pero utiliza el aprecio para sacar adelante un río de dificultades. Un perro lleva en la boca una linterna y una mujer sólo quiere jugar con fuego...El fuego que sabe que enciende en los hombres cuando pasa con su jersey ajustado, sus formas cimbreantes, sus pasos desvalidos y atractivos. Una mujer inocente tiene la llave del misterio, en forma de unos lacitos fácilmente desatables. Un hombre declara hastiado porque el amor habita en lo poco que hay en él. Y todo es un rompecabezas de recortes de papel. Todo es un crimen que moralmente nos deja mutilados y que físicamente nos dice una verdad contra la que volvemos la cabeza, como no queriendo saber que existe. Somos unos asesinos, presas de nuestros impulsos irresistibles. Somos meras excusas ante balas disparadas contra víctimas o verdugos. Excusas que hieren. Excusas que matan. Excusas que violan. Excusas que vuelan.
Nunca una película puso tan en tela de juicio los agujeros de un sistema legal como lo hace Anatomía de un asesinato, absoluta obra maestra de Otto Preminger que hace que nos situemos dentro de la sala de un juicio igual que si fuéramos unos testigos imprevistos de una historia que sabemos que exhibe unos cuantos puntos resbaladizos sobre los que nos precipitamos, ahogados por nuestra propia ambigüedad moral. Poco a poco, la anatomía de un asesinato se va convirtiendo en una anatomía sobre el comportamiento humano, sobre los porqués y los cómos, pero nunca sobre los quiénes. Los quiénes los sabemos, no nos hace falta que nadie señale a los culpables. Los que tienen la condena sobre el resbaladizo aceite del comportamiento individual somos nosotros mismos. Los ejecutores del crimen están en todos aquellos que, sin pensárselo dos veces, agarran un revólver y disparan cinco veces contra el daño. Los ejecutores y los acusados somos nosotros. Y eso, a veces, nos lleva a gritar nuestra falsa inocencia.
Un abogado espera sentado con sus dedos acariciando las teclas de un piano que se sabe compañero. Un hombre acabado deja de beber para conseguir algo de la misma dignidad que no tiene el asesino. Una secretaria no tiene letras para redactar un contrato pero utiliza el aprecio para sacar adelante un río de dificultades. Un perro lleva en la boca una linterna y una mujer sólo quiere jugar con fuego...El fuego que sabe que enciende en los hombres cuando pasa con su jersey ajustado, sus formas cimbreantes, sus pasos desvalidos y atractivos. Una mujer inocente tiene la llave del misterio, en forma de unos lacitos fácilmente desatables. Un hombre declara hastiado porque el amor habita en lo poco que hay en él. Y todo es un rompecabezas de recortes de papel. Todo es un crimen que moralmente nos deja mutilados y que físicamente nos dice una verdad contra la que volvemos la cabeza, como no queriendo saber que existe. Somos unos asesinos, presas de nuestros impulsos irresistibles. Somos meras excusas ante balas disparadas contra víctimas o verdugos. Excusas que hieren. Excusas que matan. Excusas que violan. Excusas que vuelan.
Nunca una película puso tan en tela de juicio los agujeros de un sistema legal como lo hace Anatomía de un asesinato, absoluta obra maestra de Otto Preminger que hace que nos situemos dentro de la sala de un juicio igual que si fuéramos unos testigos imprevistos de una historia que sabemos que exhibe unos cuantos puntos resbaladizos sobre los que nos precipitamos, ahogados por nuestra propia ambigüedad moral. Poco a poco, la anatomía de un asesinato se va convirtiendo en una anatomía sobre el comportamiento humano, sobre los porqués y los cómos, pero nunca sobre los quiénes. Los quiénes los sabemos, no nos hace falta que nadie señale a los culpables. Los que tienen la condena sobre el resbaladizo aceite del comportamiento individual somos nosotros mismos. Los ejecutores del crimen están en todos aquellos que, sin pensárselo dos veces, agarran un revólver y disparan cinco veces contra el daño. Los ejecutores y los acusados somos nosotros. Y eso, a veces, nos lleva a gritar nuestra falsa inocencia.
lunes, 13 de julio de 2009
CIUDADANO KANE (1940), de Orson Welles
Escribir sobre algo tan manido como Ciudadano Kane puede llegar a ser tan obvio como provocar una guerra para aumentar la tirada de un periódico. Y algo que es de una responsabilidad tremenda para alguien que escribe sobre cine. Pero esta historia sobre un hombre que viajó a través de la vida para acabar en el sumidero de la corrupción hace paradas imprescindibles en la traición de una amistad y en el presentimiento de que dentro de algo tan grande sólo hay un estremecedor vacío. Nos hace visitar las motivaciones de alguien que quiso preservar una ética a través de un decálogo de intenciones y lo primero que hizo fue destrozarlo con la moral que no poseía. Tal vez, durante la travesía, se olvidó de que un día fue niño y de que su ilusión quedó enterrada en la nieve por culpa de una mina de oro. Y el amor...bah...el amor fue algo prohibido desde ese momento en los rincones de su corazón horadado poco a poco por los gusanos de la podredumbre. De su corazón sólo extrajo los titulares que imprimía en negrita. La crítica de su vida sólo puede ser contada por quien no vivió en ella, a partir de retazos que nunca podrán completar el rompecabezas de quien nunca se dejó cegar por el poder y el dinero. Y aún así...aún así...yo creo que Charles Foster Kane tiene la certeza durante todo el tiempo que le ha tocado vivir de que el precio de todo ello será la soledad más absoluta, el reflejo infinito de sí mismo en un espejo frente a otro, la nada en el declive, el declive en todo. El rechazo de la amistad es sólo ese peldaño insalvable que hace que no podamos subir más alto, ni siquiera para quien es objeto de todas tus atenciones...pero no de tu amor. Porque tu amor no existe, no está. Está enterrado en una nieve que encierra el nombre de un enigma. Está oculto en el cariño de una madre que, por amor, asesinó tu infancia y te obligó a ser hombre. Está en tu historia de descenso a los infiernos sin necesidad de morir. El expresionismo en una existencia en la que brilla el mármol, el lujo, el capricho, el altar y el sarcófago... La idea del triunfo no siempre es la mejor. Y tener no es lo mismo que poseer.
El cine en dos palabras, ese fue el enorme tren eléctrico que nos regaló Orson Welles en la que, para muchos, es la mejor película de la historia del cine. Una película que nos habla del poder y de la corrupción, que está realizada con unas innovaciones fundamentales para todo el cine que se realizo después, que está escrita con una estructura fascinante y resuelta en las profundidades de un alma que, después de todo, no nos hubiera gustado conocer. Desde entonces, desde que Welles (con la inestimable colaboración de uno de los mejores directores de fotografía de todos los tiempos, Gregg Toland) nos regaló todas estas imágenes que, por sí solas, se han convertido en auténticas lecciones de arte, delante de nuestros ojos permanecen para siempre las viñetas indescriptibles de una pesadilla que nunca termina...se llama vida...
El cine en dos palabras, ese fue el enorme tren eléctrico que nos regaló Orson Welles en la que, para muchos, es la mejor película de la historia del cine. Una película que nos habla del poder y de la corrupción, que está realizada con unas innovaciones fundamentales para todo el cine que se realizo después, que está escrita con una estructura fascinante y resuelta en las profundidades de un alma que, después de todo, no nos hubiera gustado conocer. Desde entonces, desde que Welles (con la inestimable colaboración de uno de los mejores directores de fotografía de todos los tiempos, Gregg Toland) nos regaló todas estas imágenes que, por sí solas, se han convertido en auténticas lecciones de arte, delante de nuestros ojos permanecen para siempre las viñetas indescriptibles de una pesadilla que nunca termina...se llama vida...
viernes, 10 de julio de 2009
SIDNEY LUMET: MÁS ALLÁ DE LA DUDA RAZONABLE
Los héroes de Sidney Lumet suelen ser hombres en soledad que luchan contra un sistema establecido y, a menudo, triunfan. Él es uno de los directores que mejor se han desenvuelto rodando en interiores. Prueba de ello es Doce hombres sin piedad donde nos encontramos a un cineasta que, además de respetar al máximo el estilo televisivo de la época, tiene más que suficientes recursos como para manejar a doce actores moviéndose en el reducido espacio de una sala de deliberaciones de un jurado. Por si fuera poco, también se nos revela como un hombre de indudable pericia técnica haciendo gala de un excelso repertorio de planos de todo tipo y haciendo que la acción esté en la cámara y la emoción en los actores encabezados por el manipulador Henry Fonda que lucha contra los demás en su deseo de derrotar a las apariencias, a la convicción absoluta y a los prejuicios establecidos.
Algunos años más tarde, su acercamiento al universo de Eugene O´Neill en Larga jornada hacia la noche es absolutamente ejemplar, con una gloriosa interpretación de Katharine Hepburn como esa madre morfinómana que amenaza con quebrar la frágil estabilidad de toda una familia, mutilada emocionalmente y liderada por un fantástico Ralph Richardson y seguida por unos impresionantes Jasón Robards y Dean Stockwell. Con el estallido y la fragmentación de un cariño imposible y fingido, Lumet vuelve a hacer un notable ejercicio de dirección sin esconder, en ningún momento, el origen teatral del film.
Hay que destacar cómo Lumet realiza la notable y muy modesta El prestamista, con la valiosísima interpretación de Rod Steiger en el papel principal y que constituye toda una radiografía sobre el dolor y el remordimiento que provoca la supervivencia después de la tragedia del holocausto. Aquí Lumet nos transmite una continua sensación de angustia y una extraordinaria inquietud a través de una cuidada fotografía en blanco y negro y un agobiante escenario de penumbra emocional.
Llamada para un muerto es una de sus mejores y más desconocidas películas. Una magnífica adaptación de una novela de John Le Carré con una actuación deliberadamente gris de un maduro James Mason en lo que empieza como un misterioso asesinato y acaba como una absorbente trama de espionaje. El pulso de Lumet aquí es medido y certero, intercalando en la historia principal la desoladora situación privada del protagonista, un funcionario sin motivaciones que investiga una extraña muerte. Una excelente película.
La colina es la primera de sus colaboraciones con Sean Connery y resulta ser un apasionante retrato de la cruel disciplina militar y de las razones de una rebelión que acaba por ser tan cruel como la sinrazón impuesta por unos carceleros sin ningún escrúpulo. La película es excelente, con unas secuencias tortuosas en las que nos llegan a doler las piernas de tanto subir y bajar esa colina artificial que no es más que una montaña de castigo inhumano.
Su mejor acercamiento al mundo policial es una excepcional película. Sin duda, los años setenta fueron su época de máxima inspiración y Serpico es una buena muestra de ello. Basada en hechos reales y con un actor en estado de gracia como Al Pacino, Lumet articula todo un fresco sobre el trabajo de la policía a pie de calle además de revelar la terrible corrupción que asola el cuerpo y que devora los cimientos de la misma sociedad al igual que la delincuencia descontrolada que tratan de combatir, instigadora primaria de la podredumbre que inunda una labor tan ingrata, tan poco valorada y tan rodeada de brutal violencia.
Nuevamente da en la diana en la que es una extraordinaria revisión de una novela de Ágatha Christie: Asesinato en el Orient Express dirigiendo a un impresionante reparto y donde se convierte en todo un maestro en el ejercicio de la claridad en función del argumento. Magnífico Albert Finney en la piel de Hércules Poirot.
Otra gran película fue la excepcional Tarde de perros, donde nos sumerge en un atraco a un banco con rehenes de por medio y con un pasmoso Al Pacino en un día que no debió haber salido de la cama. El film es un estremecedor reflejo de la sociedad norteamericana post-Vietnam y un patético retrato de unos desgraciados que no saben como solucionar unas vidas demasiado desorientadas.
Apreciable, aunque inferior a las tres últimas, es Network, feroz crítica a las audiencias, a las cadenas de televisión y al sensacionalismo sin control que, cuando fue estrenada en España, todo el mundo pensó que aquello no podía pasar aquí y que, ahora, treinta años después, comprendemos en toda su dimensión y se convierte en una violenta diatriba contra nuestros canales y sus programas.
Pero Lumet aún nos depararía toda una obra maestra donde está contenido todo su cine, toda su preocupación y donde se ve su auténtica madera de cineasta: Veredicto final nos muestra a Paul Newman como un mediocre abogado, inmerso en un lamentable fracaso existencial, enfrentado a un todopoderoso bufete capitaneado por un estupendo James Mason en la demanda contra un hospital religioso por una negligencia médica. El film es la última prueba de que Sidney Lumet podría haber sido considerado uno de los mejores creadores del cine y cuenta con una interpretación fuera de serie por parte de Newman y un guión de David Mamet que debería ser estudiado en las escuelas.
Las luces y sombras se entremezclan con extrañeza en la carrera de un hombre de su capacidad y nos encontramos con fracasos tan estrepitosos como Loca por el teatro, Panorama desde el puente, Piel de serpiente, el fiasco terrible que supuso El mago del que se recuperó a duras penas, Power, A la mañana siguiente, Distrito 34, los despropósitos evidentes de Una extraña entre nosotros o Estado crítico, la oportunidad perdida que supuso Negocios de familia, una historia sosa y algo estúpida con un reparto que incluía a Sean Connery, Dustin Hoffman y Matthew Broderick, El abogado del diablo o el deleznable remake de la película de John Cassavettes Gloria con Sharon Stone a muchos kilómetros de la incomparable Gena Rowlands.
Hoy, a pesar de sus recientes estrenos como la aceptable Antes que el diablo sepa que has muerto, Sidney Lumet es poco menos que un desconocido para el gran público. ¿Cuáles son las razones por las que un cineasta de indudable talento no alcanza la categoría de autor cuando lo ha tenido todo a su favor? ¿Qué empuja a un hombre que ha firmado películas auténticamente memorables a ser condenado a la mediocridad? Con toda seguridad, algún otro ha asumido su destino de gran director mientras Lumet permaneció encerrado en el laberinto de lo injusto cumpliendo la sentencia inapelable de un veredicto que no admitió ni la más mínima duda razonable.
Hay que destacar cómo Lumet realiza la notable y muy modesta El prestamista, con la valiosísima interpretación de Rod Steiger en el papel principal y que constituye toda una radiografía sobre el dolor y el remordimiento que provoca la supervivencia después de la tragedia del holocausto. Aquí Lumet nos transmite una continua sensación de angustia y una extraordinaria inquietud a través de una cuidada fotografía en blanco y negro y un agobiante escenario de penumbra emocional.
Llamada para un muerto es una de sus mejores y más desconocidas películas. Una magnífica adaptación de una novela de John Le Carré con una actuación deliberadamente gris de un maduro James Mason en lo que empieza como un misterioso asesinato y acaba como una absorbente trama de espionaje. El pulso de Lumet aquí es medido y certero, intercalando en la historia principal la desoladora situación privada del protagonista, un funcionario sin motivaciones que investiga una extraña muerte. Una excelente película.
La colina es la primera de sus colaboraciones con Sean Connery y resulta ser un apasionante retrato de la cruel disciplina militar y de las razones de una rebelión que acaba por ser tan cruel como la sinrazón impuesta por unos carceleros sin ningún escrúpulo. La película es excelente, con unas secuencias tortuosas en las que nos llegan a doler las piernas de tanto subir y bajar esa colina artificial que no es más que una montaña de castigo inhumano.
Su mejor acercamiento al mundo policial es una excepcional película. Sin duda, los años setenta fueron su época de máxima inspiración y Serpico es una buena muestra de ello. Basada en hechos reales y con un actor en estado de gracia como Al Pacino, Lumet articula todo un fresco sobre el trabajo de la policía a pie de calle además de revelar la terrible corrupción que asola el cuerpo y que devora los cimientos de la misma sociedad al igual que la delincuencia descontrolada que tratan de combatir, instigadora primaria de la podredumbre que inunda una labor tan ingrata, tan poco valorada y tan rodeada de brutal violencia.
Nuevamente da en la diana en la que es una extraordinaria revisión de una novela de Ágatha Christie: Asesinato en el Orient Express dirigiendo a un impresionante reparto y donde se convierte en todo un maestro en el ejercicio de la claridad en función del argumento. Magnífico Albert Finney en la piel de Hércules Poirot.
Otra gran película fue la excepcional Tarde de perros, donde nos sumerge en un atraco a un banco con rehenes de por medio y con un pasmoso Al Pacino en un día que no debió haber salido de la cama. El film es un estremecedor reflejo de la sociedad norteamericana post-Vietnam y un patético retrato de unos desgraciados que no saben como solucionar unas vidas demasiado desorientadas.
Apreciable, aunque inferior a las tres últimas, es Network, feroz crítica a las audiencias, a las cadenas de televisión y al sensacionalismo sin control que, cuando fue estrenada en España, todo el mundo pensó que aquello no podía pasar aquí y que, ahora, treinta años después, comprendemos en toda su dimensión y se convierte en una violenta diatriba contra nuestros canales y sus programas.
Pero Lumet aún nos depararía toda una obra maestra donde está contenido todo su cine, toda su preocupación y donde se ve su auténtica madera de cineasta: Veredicto final nos muestra a Paul Newman como un mediocre abogado, inmerso en un lamentable fracaso existencial, enfrentado a un todopoderoso bufete capitaneado por un estupendo James Mason en la demanda contra un hospital religioso por una negligencia médica. El film es la última prueba de que Sidney Lumet podría haber sido considerado uno de los mejores creadores del cine y cuenta con una interpretación fuera de serie por parte de Newman y un guión de David Mamet que debería ser estudiado en las escuelas.
Las luces y sombras se entremezclan con extrañeza en la carrera de un hombre de su capacidad y nos encontramos con fracasos tan estrepitosos como Loca por el teatro, Panorama desde el puente, Piel de serpiente, el fiasco terrible que supuso El mago del que se recuperó a duras penas, Power, A la mañana siguiente, Distrito 34, los despropósitos evidentes de Una extraña entre nosotros o Estado crítico, la oportunidad perdida que supuso Negocios de familia, una historia sosa y algo estúpida con un reparto que incluía a Sean Connery, Dustin Hoffman y Matthew Broderick, El abogado del diablo o el deleznable remake de la película de John Cassavettes Gloria con Sharon Stone a muchos kilómetros de la incomparable Gena Rowlands.
Hoy, a pesar de sus recientes estrenos como la aceptable Antes que el diablo sepa que has muerto, Sidney Lumet es poco menos que un desconocido para el gran público. ¿Cuáles son las razones por las que un cineasta de indudable talento no alcanza la categoría de autor cuando lo ha tenido todo a su favor? ¿Qué empuja a un hombre que ha firmado películas auténticamente memorables a ser condenado a la mediocridad? Con toda seguridad, algún otro ha asumido su destino de gran director mientras Lumet permaneció encerrado en el laberinto de lo injusto cumpliendo la sentencia inapelable de un veredicto que no admitió ni la más mínima duda razonable.
miércoles, 8 de julio de 2009
LA ÚLTIMA CASA A LA IZQUIERDA (2009), de Dennis Iliadis
Uy, uy, qué miedo, señora. Estoy que no quepo en mi camisa. Las piernas parece que andan por sí solas y que no obedecen a mis pensamientos. Tengo los ojos un poco más cerrados porque, de tanto horror, no quiero abrirlos, no sea que se me aparezca algún pirado y me corte en trocitos con una sierra. De paso, madre mía, el miedo me ha calado tanto en los huesos que me doy cuenta de que los creadores de esta inefable muestra de cine de terror me quieren decir que lo mejor de cada uno de nosotros está en nuestras familias, pero que lo peor...también está en las familias.
El resultado, como no podía ser otro, da risa y vergüenza ajena. Wes Craven, creador de la ínclita versión del 72, propia de frikis y adláteres de aquella época; dice que ha decidido revisitar aquél “clásico”, esta vez como productor, porque ahora hay algunos adelantos técnicos que por entonces eran imposibles. Pues, colega de la vega, si has tenido que esperar 35 años para rodar esto por culpa de los avances técnicos, más vale que te dediques a vender barquillos en Times Square. Lo que pasa es que has querido fichar para tu bando a los modernos frikis de los 2000, esos que se pasan todo el día delante del ordenador diciendo a sus amiguetes del messenger que cómo mola la víscera que salta por los aires, la explosión de una cabeza y la mano hecha picadillo en el triturador de basuras. Todo ello, por supuesto, convenientemente maquillado porque, al fin y al cabo, los frikis del 2000 son mucho más aseados y más políticamente correctos que aquellos chalados de los setenta.
Lo más curioso de todo es que el amigo Craven (del director Dennis Iliadis no voy a hablar, no quiero desgastarme las yemas de los dedos) cuando estrenó en 1999 la enternecedora Música del corazón, con Meryl Streep de protagonista, decía que ése era realmente el tipo de cine que quería hacer y que lo de hacer terror de serie Z fue una casualidad que daba mucho dinero y pocos quebraderos de cabeza. Y que lo digas, Wes. Quebraderos de cabeza, poquísimos. Apenas ninguno. Total, a poco que se te caliente, te la cortan, ponemos salsa de tomate a granel y... ¿siguiente para hacerse un afeitado?
De la película, poco hay que decir. Es mala, es horrible, es horrorosa, da pánico, desperdicia con estulticia los muchísimos momentos de suspense que podría tener. Los intérpretes son de kleenex (por que se usan, se tiran y además, lloras) y la historia da tanto igual que en medio de la proyección me llegué a preguntar qué hacía yo allí intentando tragarme el manillar de una moto pero de través.
Eso sí, hay que reconocer que ni siquiera tiene el encanto cutre de la serie Z que el mismo Craven realizaba en los setenta con la primera versión de esta película y con Las colinas tienen ojos. Aquellas películas tenían una rara virtud. Eran malas y asumían plenamente su condición de penosas. En esta ocasión, Craven e Iliadis pretenden hacer algo que sea decente, con un acabado formal más preciso, menos cámara al hombro y más trípode para ver bien al asesino psicópata que todos llevamos dentro. Y el caso es que da exactamente igual. La película es igual de penosa y aún quiere decir algo así como: “¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Cuidao! ¡Que aquí hay calidad y sustos! ¡Mucho ojito que esto no es lo del setenta y dos!”. Y el espectador, embobado, espera lo que nunca ocurre. Es decir, un mínimo de buen gusto (lo cual no quiere decir que haya que desterrar la violencia) y una dosis razonable de entretenimiento en vilo. Ni una cosa, ni otra, ni la de más allá. Aquí no pasa nada. Y de terror, nada de nada. Así que ahórrense el dinero que cuesta la entrada y váyanse al parque. Allí se sientan en un banco y se cuentan lo crueles que fueron con aquel niño al que le pincharon las ruedas de la bicicleta porque no les había dejado copiar en último examen de tracas. Eso sí que es terrorífico.
El resultado, como no podía ser otro, da risa y vergüenza ajena. Wes Craven, creador de la ínclita versión del 72, propia de frikis y adláteres de aquella época; dice que ha decidido revisitar aquél “clásico”, esta vez como productor, porque ahora hay algunos adelantos técnicos que por entonces eran imposibles. Pues, colega de la vega, si has tenido que esperar 35 años para rodar esto por culpa de los avances técnicos, más vale que te dediques a vender barquillos en Times Square. Lo que pasa es que has querido fichar para tu bando a los modernos frikis de los 2000, esos que se pasan todo el día delante del ordenador diciendo a sus amiguetes del messenger que cómo mola la víscera que salta por los aires, la explosión de una cabeza y la mano hecha picadillo en el triturador de basuras. Todo ello, por supuesto, convenientemente maquillado porque, al fin y al cabo, los frikis del 2000 son mucho más aseados y más políticamente correctos que aquellos chalados de los setenta.
Lo más curioso de todo es que el amigo Craven (del director Dennis Iliadis no voy a hablar, no quiero desgastarme las yemas de los dedos) cuando estrenó en 1999 la enternecedora Música del corazón, con Meryl Streep de protagonista, decía que ése era realmente el tipo de cine que quería hacer y que lo de hacer terror de serie Z fue una casualidad que daba mucho dinero y pocos quebraderos de cabeza. Y que lo digas, Wes. Quebraderos de cabeza, poquísimos. Apenas ninguno. Total, a poco que se te caliente, te la cortan, ponemos salsa de tomate a granel y... ¿siguiente para hacerse un afeitado?
De la película, poco hay que decir. Es mala, es horrible, es horrorosa, da pánico, desperdicia con estulticia los muchísimos momentos de suspense que podría tener. Los intérpretes son de kleenex (por que se usan, se tiran y además, lloras) y la historia da tanto igual que en medio de la proyección me llegué a preguntar qué hacía yo allí intentando tragarme el manillar de una moto pero de través.
Eso sí, hay que reconocer que ni siquiera tiene el encanto cutre de la serie Z que el mismo Craven realizaba en los setenta con la primera versión de esta película y con Las colinas tienen ojos. Aquellas películas tenían una rara virtud. Eran malas y asumían plenamente su condición de penosas. En esta ocasión, Craven e Iliadis pretenden hacer algo que sea decente, con un acabado formal más preciso, menos cámara al hombro y más trípode para ver bien al asesino psicópata que todos llevamos dentro. Y el caso es que da exactamente igual. La película es igual de penosa y aún quiere decir algo así como: “¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Cuidao! ¡Que aquí hay calidad y sustos! ¡Mucho ojito que esto no es lo del setenta y dos!”. Y el espectador, embobado, espera lo que nunca ocurre. Es decir, un mínimo de buen gusto (lo cual no quiere decir que haya que desterrar la violencia) y una dosis razonable de entretenimiento en vilo. Ni una cosa, ni otra, ni la de más allá. Aquí no pasa nada. Y de terror, nada de nada. Así que ahórrense el dinero que cuesta la entrada y váyanse al parque. Allí se sientan en un banco y se cuentan lo crueles que fueron con aquel niño al que le pincharon las ruedas de la bicicleta porque no les había dejado copiar en último examen de tracas. Eso sí que es terrorífico.
CHARADA (1963), de Stanley Donen
A veces encontramos a alguien que sostiene una máscara tras una máscara. Y realmente nos quedamos sorprendidos porque, según van cayendo, cada máscara nos gusta más que la anterior y nos enamoramos de todas ellas porque, al fin y al cabo, un hombre puede ser un enigma que no acaba nunca por resolverse y una mujer, una bonita melodía que no sabe cuál es su compás. Al fondo, París...con su enorme diapasón en forma de torre, sus incomparables nocturnidades, sus encantos navegados por el Sena, sus mercados ambulantes, rodeados de flores, de misterios, de marionetas que juegan a pegarse para deleite de los niños y premonición de los adultos. París y su permanente abrazo del que es tan difícil desasirse. París y ese color que tienen las cosas cuando se miran a través del más divertido encanto vestido bajo una ducha. Una simple caricia a una mujer. Una envidia nada escondida a un hombre. Eso es toda una charada.
Stanley Donen dirigió esta película como homenaje al estilo inimitable de Alfred Hitchcock y le salió una obra maestra que tiene el mismo aroma del champagne recién descorchado. Sus dos primeras burbujas son Cary Grant y Audrey Hepburn y el cosquilleo en la nariz lo pone una pléyade de actores seguros y tenebrosos como Walter Matthau, James Coburn o George Kennedy. Con una música tan inolvidable como la de Henry Mancini de fondo...yo no le pido más a una intriga llevada con un pulso milimétrico, con sus dosis de humor, con su máscara tras la máscara... Y es que el encanto es pura distinción desde el mismo momento en que un niño enchufa a Cary Grant con su pistola de agua en pleno rostro. Sin embargo, el peligro acecha detrás de cada columna, unos hombres quieren algo y nadie sabe exactamente qué es. Unas naranjas nos ponen la carcajada y nos inquieta profundamente la muerte que ronda bajo un disfraz respetable. Absolutamente todo es delicioso en esta película. No hay un plano de más, no hay un diálogo despreciable, no hay una sobreactuación, no hay nada más que cine y del bueno, del mejor, del etiqueta negra.
Y el caso es que me gustaría guardar en mi ingenio la suficiente imaginación como para transmitir, a través de la escritura, todas las sensaciones que me produce esta película. Pero no, por más que busco, por más que borro y rehago las frases, no lo consigo. Quizá sea una señal de que es una historia irrepetible y de que cualquier cosa mediocre se queda muy empequeñecida a su lado. El caso es que es un gran instante para ponernos esa media sonrisa que racaneamos con avidez, acomodarnos en el sofá y disfrutar con algo que está tan bien hecho que no se me ocurren palabras para acercarles un poco más a una noche de luces y suavidad, a un pequeño hotel con paredes de papel muy antiguo y puertas verdes, a una ciudad que forma parte del mismo espíritu de los protagonistas. Y me van a perdonar ya pero es que tengo que mandar el artículo con sello de urgencia.
Stanley Donen dirigió esta película como homenaje al estilo inimitable de Alfred Hitchcock y le salió una obra maestra que tiene el mismo aroma del champagne recién descorchado. Sus dos primeras burbujas son Cary Grant y Audrey Hepburn y el cosquilleo en la nariz lo pone una pléyade de actores seguros y tenebrosos como Walter Matthau, James Coburn o George Kennedy. Con una música tan inolvidable como la de Henry Mancini de fondo...yo no le pido más a una intriga llevada con un pulso milimétrico, con sus dosis de humor, con su máscara tras la máscara... Y es que el encanto es pura distinción desde el mismo momento en que un niño enchufa a Cary Grant con su pistola de agua en pleno rostro. Sin embargo, el peligro acecha detrás de cada columna, unos hombres quieren algo y nadie sabe exactamente qué es. Unas naranjas nos ponen la carcajada y nos inquieta profundamente la muerte que ronda bajo un disfraz respetable. Absolutamente todo es delicioso en esta película. No hay un plano de más, no hay un diálogo despreciable, no hay una sobreactuación, no hay nada más que cine y del bueno, del mejor, del etiqueta negra.
Y el caso es que me gustaría guardar en mi ingenio la suficiente imaginación como para transmitir, a través de la escritura, todas las sensaciones que me produce esta película. Pero no, por más que busco, por más que borro y rehago las frases, no lo consigo. Quizá sea una señal de que es una historia irrepetible y de que cualquier cosa mediocre se queda muy empequeñecida a su lado. El caso es que es un gran instante para ponernos esa media sonrisa que racaneamos con avidez, acomodarnos en el sofá y disfrutar con algo que está tan bien hecho que no se me ocurren palabras para acercarles un poco más a una noche de luces y suavidad, a un pequeño hotel con paredes de papel muy antiguo y puertas verdes, a una ciudad que forma parte del mismo espíritu de los protagonistas. Y me van a perdonar ya pero es que tengo que mandar el artículo con sello de urgencia.
martes, 7 de julio de 2009
LOS VIKINGOS (1958), de Richard Fleischer
LOS VIKINGOS (1958), de Richard Fleischer
Soñar que se es príncipe cuando se es mendigo no es patrimonio exclusivo de los cuentos de hadas. En los rincones de nuestra imaginación podemos ver a un esclavo que posee un orgullo impropio de exhibirse para ser rehén de una guerra vikinga. Al otro lado, podemos crear a un guerrero socarrón, gamberro, uno de esos que coge y toma, que agarra y conquista, que ve y se ciega. Entre ellos, nacerá una enemistad que surcará los mares. Tal vez para salvar un país. Tal vez para acabar con un liderazgo. Tal vez para que nuestros sueños tengan la salida de una felicidad que es tan resbaladiza como el filo cortante de un hacha lanzada con furia. Los vikingos se divertían saltando de remo en remo de drakkar, se solazaban con la bebida y se regodeaban en unas fiestas que delataban su condición de bárbaros que no conocían el miedo. De por medio, entre los dos héroes que no son tales, habrá una princesa, una conspiración, una muerte vikinga con espada en mano para ir directamente al banquete de Odín, un pozo de cocodrilos que es el hoyo de las vanidades y la hoguera de las valentías. Una aventura es Los Vikingos, de Richard Fleischer, una de esas que no se olvidan con facilidad porque, al fin y al cabo, todos hemos creído alguna vez que empuñábamos una espada en defensa de una causa noble.
Eso sí, entre mandoble de espada, puñetazo traicionero, miradas de cordero degollado a la chica de turno y felonías de grado real, hay paisajes que enmarcan la batalla de una manera tal que no nos importaría que nos cortaran las trenzas a lo bruto pues las aguas, el frío y la bravura parecen decirnos con voz melodiosa que vayamos y nos sumerjamos en una historia apasionante de sucesiones no declaradas, de brujerías no creídas, de odiseas no provocadas, de combates de filo a ojo, de dureza de rostro a barba de valor y asistiremos al apasionante vuelo de dos halcones enfrentados a muerte por un destino inesperado. En mi habitación, ya no recuerdo cuántas veces habré recreado esta aventura, haciendo de las sillas, rocas; de los armarios, montañas; de la moqueta, nave; de la mesa, trampolín hacia la muerte. Fantasía, imaginación, disfrute, gozo. Todo eso es esta película y, tal vez, un poco más.
En resumen, los vikingos en alta mar buscan isla para luchar. De remo en remo, para saltar, usan hachas para lanzar. Estas frases son algo más que un mal pareado, son las impresiones de mi propio hijo después de ver la película así que rememos de barco a isla, con fuerza de mar, con ojos de niño y olas de encantar. Ésta película nació para ser vivida, para ser sentida, para ser oída, para ser cogida, partida y hundida. Es un gran rato para quien quiere empezar a ver cine, para quien quiere ser parte de la conquista y llevarse un trozo de beso, para quien se siente mendigo un día y príncipe al siguiente. No pueden perderse esta oda de barbarie y diversión. Por Odín y por Thor. Por favor.
Soñar que se es príncipe cuando se es mendigo no es patrimonio exclusivo de los cuentos de hadas. En los rincones de nuestra imaginación podemos ver a un esclavo que posee un orgullo impropio de exhibirse para ser rehén de una guerra vikinga. Al otro lado, podemos crear a un guerrero socarrón, gamberro, uno de esos que coge y toma, que agarra y conquista, que ve y se ciega. Entre ellos, nacerá una enemistad que surcará los mares. Tal vez para salvar un país. Tal vez para acabar con un liderazgo. Tal vez para que nuestros sueños tengan la salida de una felicidad que es tan resbaladiza como el filo cortante de un hacha lanzada con furia. Los vikingos se divertían saltando de remo en remo de drakkar, se solazaban con la bebida y se regodeaban en unas fiestas que delataban su condición de bárbaros que no conocían el miedo. De por medio, entre los dos héroes que no son tales, habrá una princesa, una conspiración, una muerte vikinga con espada en mano para ir directamente al banquete de Odín, un pozo de cocodrilos que es el hoyo de las vanidades y la hoguera de las valentías. Una aventura es Los Vikingos, de Richard Fleischer, una de esas que no se olvidan con facilidad porque, al fin y al cabo, todos hemos creído alguna vez que empuñábamos una espada en defensa de una causa noble.
Eso sí, entre mandoble de espada, puñetazo traicionero, miradas de cordero degollado a la chica de turno y felonías de grado real, hay paisajes que enmarcan la batalla de una manera tal que no nos importaría que nos cortaran las trenzas a lo bruto pues las aguas, el frío y la bravura parecen decirnos con voz melodiosa que vayamos y nos sumerjamos en una historia apasionante de sucesiones no declaradas, de brujerías no creídas, de odiseas no provocadas, de combates de filo a ojo, de dureza de rostro a barba de valor y asistiremos al apasionante vuelo de dos halcones enfrentados a muerte por un destino inesperado. En mi habitación, ya no recuerdo cuántas veces habré recreado esta aventura, haciendo de las sillas, rocas; de los armarios, montañas; de la moqueta, nave; de la mesa, trampolín hacia la muerte. Fantasía, imaginación, disfrute, gozo. Todo eso es esta película y, tal vez, un poco más.
En resumen, los vikingos en alta mar buscan isla para luchar. De remo en remo, para saltar, usan hachas para lanzar. Estas frases son algo más que un mal pareado, son las impresiones de mi propio hijo después de ver la película así que rememos de barco a isla, con fuerza de mar, con ojos de niño y olas de encantar. Ésta película nació para ser vivida, para ser sentida, para ser oída, para ser cogida, partida y hundida. Es un gran rato para quien quiere empezar a ver cine, para quien quiere ser parte de la conquista y llevarse un trozo de beso, para quien se siente mendigo un día y príncipe al siguiente. No pueden perderse esta oda de barbarie y diversión. Por Odín y por Thor. Por favor.
viernes, 3 de julio de 2009
ERROL FLYNN: SALTANDO EN LEOTARDOS
¿Quién no ha soñado alguna vez con ser Errol Flynn? ¿Quién es el que no ha fantaseado con ser un héroe de agilidad sorprendente, un as con la espada, listo como el zorro, brincando entre rivales sedientos de sangre, para llegar en el último de los últimos instantes a rescatar a la chica y, mientras la llevas en brazos, que ella te plante un beso de agradecimiento en los labios? Pues quizá quien no soñó nunca con todo esto fue...Errol Flynn.
Actor de limitados recursos expresivos aunque ideal para ser el sucesor de Douglas Fairbanks y enfundarse sus leotardos, hombre polémico rodeado de leyenda y escándalos entre los que podríamos citar acusaciones de abuso de menores, tocar al piano You are my sunshine con el miembro viril sólo para impresionar a Marilyn Monroe, tomar droga por todos los medios posibles y ser sospechoso de colaborar y espiar a favor del régimen nazi, Errol Flynn nunca llegó al reconocimiento generalizado por la profesión y él mismo creyó en la verdad de su propia aureola para acabar siendo devorado por ella.
Su mejor interpretación, sin duda, fue en Gentleman Jim, de Raoul Walsh,(una de las mejores muestras del mundo boxístico de toda la historia del cine junto a Toro salvaje, de Martín Scorsese) donde se le ven, no sólo hechuras de excelente boxeador, sino también rasgos de buen actor en este biopic del afamado púgil James Corbett, gran esperanza blanca de los años veinte y uno de esos raros caballeros que se dan, muy de vez en cuando, en el deporte. Pero su filmografía está llena de excelentes títulos del cine de aventuras y, yo aún diría más, del mejor cine de aventuras. Prácticamente todas sus colaboraciones con directores de la talla de Michael Curtiz o Raoul Walsh son auténticas joyas del cine de acción.
Con Curtiz, por ejemplo, ahí tenemos la que es, posiblemente, la mejor película de piratas nunca realizada: El Capitán Blood, ese médico reciclado en corsario que estoquea lo que se le ponga por delante y que marca el inicio de su comercial unión con Olivia de Havilland (que tampoco pudo resistirse a sus encantos); o esa magnífica versión de la heroica La carga de la brigada ligera, caballos contra cañones en una película que supera con creces las sucesivas revisiones que se han hecho de ella como La última carga, con David Hemmings de protagonista; o la maravillosa Robin de los bosques, que Curtiz co-dirigió con William Keighley, gozada de color con un Flynn en leotardos más ajustados de lo normal en una película que, por muchos años que pasen nunca envejecerá, siempre serán dos horas de aventuras y diversión, se tenga la edad que se quiera y es un espectáculo de acción trepidante que ya quisieran para sí muchos de los directores actuales.
Con Walsh rodó películas verdaderamente memorables como Murieron con las botas puestas, a la que sólo cabe reprochar la mitificación de un héroe tan dudoso como el General George Custer pero que como film de aventuras es puro gozo; la desconocida película bélica Jornada desesperada en la que se demuestra que, a pesar de los pocos rudimentarios medios con los que cuentan, se puede hacer una extraordinaria película de acción sin respiro; y una de las mejores muestras del cine de guerra que se han hecho nunca como Objetivo: Birmania, apasionante odisea de un grupo de hombres aislados en medio de la jungla que se convierte en un cuento épico de supervivencia.
Allá por 1945 comenzaron a notarse físicamente los excesos vitales que llevaba el actor y, a partir de aquí, su carrera fue toda una cuesta abajo. Después de despropósitos y patéticos intentos de reverdecer viejos laureles su única película con alguna calidad es Kim de la India, de Victor Saville
Por último, en 1959, aparece como el cazador un tanto nihilista de Las raíces del cielo, de John Huston contando tan sólo con 49 años de edad y con el rostro totalmente marcado, falto de vigor y con un cierto hastío por la vida y la actuación.
En su fabuloso yate, el Zaca, donde Welles rodó La dama de Shanghai, Flynn soñó con las chicas y chicos que nunca pudo conseguir, en lo que jamás había hecho y no cayó en la cuenta de que los sueños, para él, ya eran realidad. Aún así, Errol Flynn protagonizó los más fantásticos e impensables duelos a espada de todos los que hayamos podido ver y, cada día, para evadirme del gris oscuro de mi existencia, me imagino durante unos segundos con sonrisa de bribón, la espada en una mano y una chica hermosa y enamorada en la otra. Tal vez, de todos los héroes del cine, Errol Flynn fue el que más nos enseñó a soñar.
Quisiera dedicar este homenaje en los cien años de Errol Flynn a uno de los mejores actores secundarios de la historia del cine que se nos ha ido con 97 años a cuestas: Karl Malden. Trabajó con Otto Preminger, Elia Kazan, Alfred Hitchcock, Delmer Daves, John Frankenheimer, John Ford, Franklin Schaffner, Blake Edwards y Martin Ritt. Hizo más teatro que cine y se ganó fama de ser un hombre bueno. Ayer, el cine perdió a uno de sus cimientos, de sus rostros más especiales y a uno de sus mejores actores.
jueves, 2 de julio de 2009
TETRO (2009), de Francis Ford Coppola
En 1966, Stanley Kubrick impartió un ciclo de clases magistrales en una universidad norteamericana. Sus clases empezaban así: “Ante todo, debéis defender, por encima de cualquier otra consideración, vuestra libertad de artistas y creadores. Si no veláis por ella, vuestros potenciales talentos quedarán diluidos por los intereses comerciales que imperan en el mundo del cine”.
Entre los alumnos de aquella clase que escuchaban atentamente se encontraba Francis Ford Coppola. Años después, en el 78, a Kubrick le preguntaron cuál era su cineasta favorito. Lacónico, como siempre, el viejo Stanley no lo dudó: “Francis Ford Coppola”. El periodista, deseoso de arrancar más palabras al maestro, insistió: “¿Algún otro?”. Kubrick, impasible, respondió con otra pregunta: “¡Ah! ¿Pero es que hay otro?”.
En el precio de esa independencia de la que habló Kubrick también está incluido el error y Tetro es una película extrañamente fallida. Coppola quiere abrirse paso para mirar dentro del abismo de un hombre que ha renunciado a la vida, a un potencial éxito, a incluirse en la genialidad porque teme convertirse en una fiera que convierta en hiel todo lo que toca. Y trata de evitar por todos los medios que su hermano siga sus huellas intentando cortar la soga que ata misteriosamente sus dos almas. Tan atractivo es echar una mirada a las motivaciones del protagonista que Coppola nos hace revisitar sus viejas obsesiones sobre la familia, sobre las responsabilidades que no quiere asumir el más inocente, sobre la alargada sombra de un padre que aplasta a sus hijos como una losa imposible de levantar. Por supuesto, ese profundo caminar que nos dispone el veterano cineasta está salpicado de una fascinación visual que consigue extraviar nuestra mirada hasta el mismo centro de la admiración pero la película peca de un argumento que empieza a enredarse en la aviesa conducta de algunos especimenes humanos, en la inútil aparición de determinados personajes (como el de Carmen Maura, totalmente absurdo), en la ilógica de unos comportamientos que, poco a poco se van difuminando perdiéndose en los rincones de la cordura, y en los gritos que se oyen desde el corazón de la historia pidiendo a gritos un final que tenía que haberse anticipado y, quizá, haber sido algo más valiente.
Desde luego, por una vez, la realidad es de un blanco y negro deliberadamente defectuoso, como si una polilla se posara sobre la cegadora luz de una lámpara sólo para quemarse, como si la verdad fuera tan inválida como el silencio. El recuerdo es de un color que llega a inundar la infelicidad y el sueño es sólo la expresión del dolor. Tetro es una historia de pena y de secretos, de impotencia y de debilidad, de huida hacia adelante dejando esquirlas de sí mismo en el transcurrir. Y el espectador, pobre iluso, espera algo especial que nunca ocurre tan sólo porque hay un nombre de leyenda detrás de tanta decepción callada, de tanta vida en desperdicio, de tanta simetría descifrada a través de un espejo que sólo la sinceridad puede traspasar.
La oscuridad en la que se mantiene a quien busca respuestas no es más que el deseo abrumador de no romper ese cordón invisible que se establece entre dos personas que tienen el amor muy presente pero que no son capaces de conservar por tanta falacia amontonada en el olvido. Dirigir no es sinónimo de arte a pesar de que Francis Ford Coppola sea capaz de deslumbrarnos con unos cuantos retazos que rozan la genialidad. Y yo no quiero soltar la soga que me sigue atando a su alma aunque haya hecho una película que me deje tanta amargura rociada de desolación y tanta creación anclada en el medio del camino. Al fin y al cabo, siempre ha sido un hombre capaz de mostrarnos la belleza que habita en el caos.
Entre los alumnos de aquella clase que escuchaban atentamente se encontraba Francis Ford Coppola. Años después, en el 78, a Kubrick le preguntaron cuál era su cineasta favorito. Lacónico, como siempre, el viejo Stanley no lo dudó: “Francis Ford Coppola”. El periodista, deseoso de arrancar más palabras al maestro, insistió: “¿Algún otro?”. Kubrick, impasible, respondió con otra pregunta: “¡Ah! ¿Pero es que hay otro?”.
En el precio de esa independencia de la que habló Kubrick también está incluido el error y Tetro es una película extrañamente fallida. Coppola quiere abrirse paso para mirar dentro del abismo de un hombre que ha renunciado a la vida, a un potencial éxito, a incluirse en la genialidad porque teme convertirse en una fiera que convierta en hiel todo lo que toca. Y trata de evitar por todos los medios que su hermano siga sus huellas intentando cortar la soga que ata misteriosamente sus dos almas. Tan atractivo es echar una mirada a las motivaciones del protagonista que Coppola nos hace revisitar sus viejas obsesiones sobre la familia, sobre las responsabilidades que no quiere asumir el más inocente, sobre la alargada sombra de un padre que aplasta a sus hijos como una losa imposible de levantar. Por supuesto, ese profundo caminar que nos dispone el veterano cineasta está salpicado de una fascinación visual que consigue extraviar nuestra mirada hasta el mismo centro de la admiración pero la película peca de un argumento que empieza a enredarse en la aviesa conducta de algunos especimenes humanos, en la inútil aparición de determinados personajes (como el de Carmen Maura, totalmente absurdo), en la ilógica de unos comportamientos que, poco a poco se van difuminando perdiéndose en los rincones de la cordura, y en los gritos que se oyen desde el corazón de la historia pidiendo a gritos un final que tenía que haberse anticipado y, quizá, haber sido algo más valiente.
Desde luego, por una vez, la realidad es de un blanco y negro deliberadamente defectuoso, como si una polilla se posara sobre la cegadora luz de una lámpara sólo para quemarse, como si la verdad fuera tan inválida como el silencio. El recuerdo es de un color que llega a inundar la infelicidad y el sueño es sólo la expresión del dolor. Tetro es una historia de pena y de secretos, de impotencia y de debilidad, de huida hacia adelante dejando esquirlas de sí mismo en el transcurrir. Y el espectador, pobre iluso, espera algo especial que nunca ocurre tan sólo porque hay un nombre de leyenda detrás de tanta decepción callada, de tanta vida en desperdicio, de tanta simetría descifrada a través de un espejo que sólo la sinceridad puede traspasar.
La oscuridad en la que se mantiene a quien busca respuestas no es más que el deseo abrumador de no romper ese cordón invisible que se establece entre dos personas que tienen el amor muy presente pero que no son capaces de conservar por tanta falacia amontonada en el olvido. Dirigir no es sinónimo de arte a pesar de que Francis Ford Coppola sea capaz de deslumbrarnos con unos cuantos retazos que rozan la genialidad. Y yo no quiero soltar la soga que me sigue atando a su alma aunque haya hecho una película que me deje tanta amargura rociada de desolación y tanta creación anclada en el medio del camino. Al fin y al cabo, siempre ha sido un hombre capaz de mostrarnos la belleza que habita en el caos.
miércoles, 1 de julio de 2009
MOGAMBO (1953), de John Ford
Cuenta la leyenda que hubo mucha química durante el rodaje de esta película entre el director John Ford y Ava Gardner. El gran tuerto esperaba a una señorita remilgada que hiciera ascos a todo lo que significaba trabajar en plena jungla y se encontró con una mujer de extraordinario carácter, tan malhablada como él, que soportaba estoicamente y con una sonrisa sus, a menudo crueles bromas que coqueteaban peligrosamente con el más puro gamberrismo irlandés, que compartía pasiones etílicas con el director y que estaba encantada con los mosquitos, la humedad y el calor asfixiante que envolvían las tierras vírgenes. No hubo amor pero sí una mutua empatía porque, al fin y al cabo, Ava Gardner era una de esas mujeres fuertes que tan bien sabía retratar el espíritu fordiano.
Mientras ellos se divertían parece ser que sí hubo algo más que empatía entre Clark Gable y Grace Kelly durante la realización de este “remake” de Tierras de pasión, de Victor Fleming con el propio Gable repitiendo papel. En cualquier caso, la película no dejó de ser una obra de encargo para Ford pero, en ella, el avezado maestro supo introducir algunas de las constantes de su cine. Mujeres fuertes, fotografía rozando el paisaje lírico con el alma de la propia tierra, cruel y apartada, el heroísmo obligado y alguna que otra mirada de ternura en medio de un triángulo amoroso que, ahora sí, sin la censura del doblaje español de los años 50, alcanza toda su dimensión adúltera en los entresijos de una pasión prohibida que en época de dictadura se nos mostró con la inocencia de un parentesco para no herir a las mentes bienpensantes en uno de los mayores fraudes de la historia de la censura española.
Por otro lado, sin quitar mérito a la interpretación de un Clark Gable pletórico en su serena madurez, ni a la siempre destacable dirección de John Ford, hay que destacar la que es, posiblemente, la mejor interpretación de Ava Gardner en toda su carrera, robando protagonismo a la princesa Kelly, con una lección de sensualidad sugerida, como si fuera un volcán hirviendo del que no avistamos humo alguno pero que remueve nuestro interior un cierto deseo visceral mezclado con algunas gotas de pasión encerrada…y es que Mogambo, en swahili, significa “pasión”…así que pónganse ropa de cazador en la jungla, carguen los rifles y esperen a que aparezca la escondida sensación de que el sudor de su piel no sólo proviene de la jungla sino también de la excitación que provoca el deseo….
Mientras ellos se divertían parece ser que sí hubo algo más que empatía entre Clark Gable y Grace Kelly durante la realización de este “remake” de Tierras de pasión, de Victor Fleming con el propio Gable repitiendo papel. En cualquier caso, la película no dejó de ser una obra de encargo para Ford pero, en ella, el avezado maestro supo introducir algunas de las constantes de su cine. Mujeres fuertes, fotografía rozando el paisaje lírico con el alma de la propia tierra, cruel y apartada, el heroísmo obligado y alguna que otra mirada de ternura en medio de un triángulo amoroso que, ahora sí, sin la censura del doblaje español de los años 50, alcanza toda su dimensión adúltera en los entresijos de una pasión prohibida que en época de dictadura se nos mostró con la inocencia de un parentesco para no herir a las mentes bienpensantes en uno de los mayores fraudes de la historia de la censura española.
Por otro lado, sin quitar mérito a la interpretación de un Clark Gable pletórico en su serena madurez, ni a la siempre destacable dirección de John Ford, hay que destacar la que es, posiblemente, la mejor interpretación de Ava Gardner en toda su carrera, robando protagonismo a la princesa Kelly, con una lección de sensualidad sugerida, como si fuera un volcán hirviendo del que no avistamos humo alguno pero que remueve nuestro interior un cierto deseo visceral mezclado con algunas gotas de pasión encerrada…y es que Mogambo, en swahili, significa “pasión”…así que pónganse ropa de cazador en la jungla, carguen los rifles y esperen a que aparezca la escondida sensación de que el sudor de su piel no sólo proviene de la jungla sino también de la excitación que provoca el deseo….
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